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ArribaAbajoMax Aub y Francia: sorda, ciega y muda

Dolores Fernández Martínez


Madrid. U. N. E. D. / Becaria de la C. A. M.


Tras la evacuación a Francia con su familia, a finales de enero de 1939, Max Aub se instala en París, donde, entre otras personalidades, visita a André Gide y se encuentra con Malraux. Entonces es denunciado por primera vez y encerrado en el estadio Rolland Garras, habilitado como prisión (reflejado en Campo francés). A consecuencia de la denuncia es despojado de sus bienes en su piso de París93, del que salva sólo una mata gracias a la portera. El manuscrito de Campo cerrado saldría de Francia en otra maleta, de la mano de Juan Ignacio Mantecón, hacia México (anécdota que también viene reflejada en Campo francés).

Siempre me ha llamado la atención este «despojamiento de sus bienes» como si fueran del enemigo o, mejor dicho, parte del botín tomado al enemigo. Es una sorprendente costumbre francesa, más sorprendente aún cuando no era la primera vez que a Max Aub le ocurría. Tuvo que sufrir esa afrenta ya en 1914, con toda su familia. Veraneaban habitualmente en un pueblecillo del departamento del Oise (Montcornet), de donde era el «ama seca», porque Max Aub pertenecía a una familia acomodada que se podía permitir el lujo de tener ama y fräulein para los niños. Era una aldea tranquilísima, donde eran muy conocidos «hasta de las ratas» dice Max Aub, porque sus padres iban a cazarlas en su tiempo, como, suponemos, debían hacer todos los vecinos. Llegó julio de 1914 y el padre, viajante, estaba en España, en Cádiz, en aquellos momentos. Y no pudo volver. Aquel año veraneaba con ellos la abuela materna y la madre de Max Aub, Suzanne Mohrehwitz, tenía 33 años. De la mañana a la noche se convirtieron de amigos en enemigos y recibieron un aviso del alcalde, que   —82→   era amigo de la familia, para que se marcharan porque su vida corría peligro. Fue en septiembre -durante la batalla del Marne- muy próxima, cuando el niño Max Aub, de once años de edad, emprendió la huida con su familia, hacia España: «No nos permitieron pasar por París ni recoger nada. Todo lo de nuestra casa fue vendido en pública subasta, como bienes pertenecientes 'al enemigo'94».

Como se puede deducir por su testimonio, la familia estaba muy cerca del frente, pues es en el río Marne donde el general francés Joffre consiguió detener y hacer fracasar la ofensiva alemana con unas maniobras militares que se estuvieron desarrollando desde el 24 de agosto al 13 de septiembre de 1914.

En las guerras, aunque sabemos que todo es relativo en los conflictos armados, los civiles, aunque sean enemigos, son inocentes y sus bienes son respetados, por lo menos así se contempla en los convenios de la Haya y de Ginebra. Sin embargo con la Gran Guerra de 1914, todos estos convenios dejan de funcionar, y no por mero salvajismo, sino por ley. En Francia se votaron leyes para incautarse de los bienes del «enemigo» como botín de guerra, o sea, hubo un consenso popular para ejercer un derecho injustificable, y estas leyes afectaron a muchos ciudadanos que, por el hecho de no haber nacido en Francia perdieron todas sus pertenencias. En este caso estaba la familia de Max Aub, a pesar de que sólo el padre mantenía la nacionalidad alemana.

El viaje hasta España fue infernal, duró nada menos que ocho días, cruzándose por el camino con interminables trenes de heridos. Esto lo recordará Max Aub toda la vida95 y lo rememorará en las «Conversaciones con Buñuel» poco antes de morir como si hubiera sido el día anterior96. La xenofobia estaba presente en el ambiente, no sólo por alemanes, por judíos. A pesar de que en casa no se hablaba de religión y sus padres fueran agnósticos, es difícil creer que Aub no conociera su estirpe judía hasta la mayoría de edad.

Nuestro escritor tiene conciencia de la mentalidad xenófoba de algunos intelectuales franceses, como refleja en las palabras de un personaje ficticio, Paul Laffitte, que «colaboró con los nazis, durante la ocupación alemana, llevando pintores famosos a Munich, actualmente apestado, me recibió enseguida: pura miel»97. Este personaje parece ver judíos por todas partes: «El cubismo fue un movimiento judío -me dijo, silbando las palabras entre dientes inseguros de su base y grandes   —83→   bigotes, barba blanca; encorvado, cegatón, grande, gordo; en un despacho cochambroso, mal alumbrado-. Sin los Stein, sin Kahnweiler no hubiese sobrevivido. Los tres Stein, norteamericanos; Kahnweiler alemán; todos judíos. Los Stein ricos; Kahnweiler no pasó de negociante hábil. Sin la guerra -la del 14- se hubiese hecho millonario. Pero no lo hicieron por dinero. Había en el cubismo cierto ingrediente mesiánico, el anuncio de un mundo nuevo. Picasso les parecía un profeta. Por eso echaron a correr la versión de que su madre era de ascendencia judía; y Gertrudis insistió tanto en su españolismo fundamental. No lo sé, con los españoles siempre se puede sospechar lo peor. Además la suerte: el odio de Hitler y Stalin por esa clase de pintura»98. Se pueden hacer hipótesis acerca del modelo, pero no es preciso en estos momentos. Son palabras que nos suenan a todos porque también las hemos escuchado en boca de algunos españoles pertenecientes a la derecha más reaccionaria.

En 1927, acompañado por su amigo José Gaos, ya los dos del Partido Socialista Obrero Español, Max Aub fue a Madrid, a la Casa del Pueblo, desde Valencia, para dar una de sus primeras conferencias, probablemente la primera política, sobre «Los orígenes de la guerra del 14», y confiesa: «inspirada casi íntegramente en el libro de Emil Ludwig y que, si no recuerdo mal, iba precedida de una tirada lírica contra el mundo capitalista, sus responsabilidades y males evidentes y acababa con otras parrafadas pacifistas en favor de los desheredados que fue lo único que motivó el entusiasmo de la gente que abarrotaba el salón. Pepe estaba asombrado. No tanto como yo al ver publicado mi texto íntegro en el periódico del Partido, como folletón, durante tres días seguidos. Allí lo encontrará algún día un erudito, cuando dejen a las personas de este género consultar papeles tan nefastos, todavía hoy, en Madrid»99.

La guerra de 1914 era un tema de debate entre los intelectuales españoles de entonces, pero a Max Aub le afectaba directamente y, lo que es curioso, prefiere hacer un análisis político y económico más que sentimental, cuando podría haberlo hecho como afectado. En 1943, en las palabras pronunciadas ante el P. E. N. Club, en honor del Embajador de la Unión Soviética, volverá a recordar la ceguera de los intelectuales en 1914, y como ejemplo de los que «sobrevivieron al engaño» cita, de nuevo, a Stefan Zweig, mientras que Roman Rolland será modelo de los que «vivían en las nubes»100.

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Max Aub amaba la cultura francesa, amaba a Francia, mucho más que a Alemania y a lo alemán. Siendo joven, y una vez que dispuso de dinero propio, se suscribió a todas las revistas literaria francesas, leía minuciosamente, junto con sus amigos valencianos, la NRF. Su amor fue constante y mal correspondido.

Aub conoce el caso de Kahnweiler y lo estudia bastante a fondo al recopilar la documentación para Jusep Torres Compalans. Es muy probable que la historia de Kahnweiler le enternezca, es una persona que ha sufrido un destino similar al de su propio padre, Fréderic Guillaume Aub.

Lo que le ocurrió a Kahnweiler es de sobra conocido: El 2 de agosto de 1914, día en que se declara la guerra, estaba en Roma: «la guerra fue para mí algo absolutamente terrorífico, un desgarro sin nombre, porque, evidentemente, batirme por Alemania me era absolutamente imposible. No lo pensé ni un minuto. Me pregunté si debía venir a Francia como voluntario, y finalmente eliminé también esa idea. Tengo ideas pacifistas absolutamente ancladas, las tenía entonces y las sigo teniendo hoy. Esa guerra me parecía insana, me sigue pareciendo hoy una locura. Creo que es una guerra que no tenía ninguna razón de ser, que fue... (...) Injusta primero, pero sobre todo idiota. Cayeron en ella por descuido tanto los unos como los otros»101.

¿Cómo no pensar que el desgarro de Kahnweiler se repetía en la familia de Max Aub? Una familia escindida: «mis tíos -los hermanos de mi madre- peleaban en el ejército francés; la familia de mi padre en las filas alemanas; otro tío mío, comandante casado con una hermana de mi madre, lo era del ejército austríaco»102. Es una problemática que, sorprendentemente, no aparece en su literatura, tal vez por pudor, tal vez porque al Max Aub de once años no le afectaba tanto este problema, supeditado a la sorpresa del mundo nuevo que comenzaba a conocer en España.

Kahnweiler lo pierde todo, pierde sus pertenencias particulares y su amplia colección de pinturas, y lo pierde por exceso de confianza en las leyes, por respeto también a la ley, una actitud disciplinada muy alemana. Habría podido mudarse de la calle Vignon, habría podido enviar sus cuadros a Nueva York con ayuda de Brenner, de la Washington Square Gallery, quien le suplicaba que le dejara recoger los cuadros, pero, tontamente, Kahnweiler quiso aguantar. Creía, evidentemente se equivocaba, que sus pertenencias no corrían peligro, pagaba el alquiler, lo estuvo pagando durante toda la guerra, a pesar de mantener la tienda cerrada y por lo tanto estaba dentro de lo legal,   —85→   pero eso no le salvó, sus cuadros fueron requisados como «bienes enemigos» por unas leyes que, según lo que nos cuenta, se votaron en 1914: «Nombraron a un depositario durante la guerra. Mantenía, incluso en aquel momento, excelentes relaciones con ese depositario. Pagaba el alquiler con regularidad y esperaba salvar los cuadros. Uno no podía pensar que habría dirigentes lo bastante locos como para hacer lo que al final se hizo»103.

Lo que al final se hizo se llevó a cabo en 1920, o sea, después del tratado de Versalles, el tratado de paz con Alemania, que fue firmado el 28 de junio de 1919. Kahnweiler había vuelto a París el 22 de febrero de 1920 e intentó, con ayuda de los pintores, salvar los cuadros, pero no pudieron. Se acababa de votar una ley que ordenaba la liquidación de los bienes alemanes requisados. «No le contaré las innumerables gestiones que hicieron los pintores, que hice yo. Las gestiones fracasaron frente a la obtusa estupidez, no sólo de las autoridades sino también de ciertos críticos o periodistas»104. También había intereses comerciales de por medio, claro está, y la animadversión hacia el cubismo, pero curiosamente los instigadores no supieron aprovechar la oportunidad. Se vendieron alrededor de setecientos u ochocientos cuadros de una vez, sin contar los dibujos, los grabados, los libros... Y ante semejante avalancha, los precios bajaron estrepitosamente. Todo se llevó a cabo en cinco subastas, una de los bienes privados y cuatro de todo el montante de la galería a lo largo de dos años, de 1921 a 1923 aproximadamente.

Desconocemos cuál fue el destino de los bienes familiares de Max Aub durante la primera guerra, y durante la segunda. Convendría hacer una investigación más profunda de sus diferentes estancias en Francia.

Lo cierto es que le estaba prohibido al propietario alemán recuperar, mediante compra, los bienes vendidos aunque se podría haber hecho trampas, adquiriéndolos a través de amigos. Tal vez, en caso de tener bastante dinero, los familiares franceses de Max Aub pudieron recuperar las pertenencias de Dª Suzanne Mohrehwitz, pero los familiares, al parecer, tampoco podían hacerlo.

La Segunda Guerra Mundial a Kahnweiler le pilló prevenido. Ya era ciudadano francés y tuvo la precaución de distribuir los cuadros en distintas localidades francesas para salvarlos de los bombardeos. Y tuvo también la habilidad de esquivar la sospechosa «protección» de los alemanes durante la ocupación. No obstante, si no sufrió los problemas derivados de su origen alemán sí los sufrió, de nuevo, por ser judío. La galería fue considerada como «bien judío», pues no sólo   —86→   Kahnweiler lo era, sino que también lo era su asociado Simón, que consiguió escapar a Bretaña. Nueva confiscación, por tanto, de sus bienes, aunque, en esta ocasión, su cuñada consiguió convencer a los alemanes y hacerse con la galería que pasó a llamarse Louise Leiris y eso a pesar de que los familiares no podían hacerlo. Kahnweiler, por su parte, pasó toda la guerra escondiéndose, con la amenaza constante de los hornos crematorios.

Hay otro caso que enternece sin duda al escritor y que está relacionado con esta persecución judía. Es el caso del poeta francés Max Jacob. El homenaje que entendemos le hace Max Aub es muy sencillo, casi imperceptible, pero significativo. Está en uno de los dibujos atribuidos a Jusep Torres Campalans, un dibujo que podría pasar por un autorretrato del pintor ficticio, con la cabeza pelada, a no ser por la anotación que reza a su lado: «Saint Benoit-sur-Loire.09»105. Resaltan los ojos despavoridos, similares al último autorretrato de Picasso, esperando la muerte.

Como todos sabemos, Max Jacob, de origen judío, se había convertido al catolicismo en el monasterio de Saint Benoit-sur-Loire, pero durante la Segunda Guerra Mundial le dio por llevar una estrella amarilla cosida en su hábito por solidaridad con los perseguidos y por fidelidad a sus raíces. Fue detenido y murió enfermo en el campo de Drancy, en brazos de los detenidos judíos que esperaban la deportación. Picasso no fue capaz de firmar, como lo hicieron otros, para pedir su liberación. Su muerte produjo gran conmoción entre sus amigos.

Encontramos otro homenaje significativo, que suele pasar desapercibido, el que figura en la traducción del libro Introducción a la Historia de Marc Bloch106. Este historiador, que nació en Lyon el mismo año que Campalans, el 6 de julio de 1886, murió, según nota de los traductores (Max Aub y Pedro González Casanova), por su patria y por ser judío, fusilado por los alemanes, el 16 de julio de 1944, en un campo al norte de Lyon. March Bloch había sufrido las consecuencias de la persecución nazi a los judíos siendo un respetado profesor de historia, promotor, junto con Lucien Febvre, de los estudios de historia económica y social en Francia, por medio de la revista Annales. No tuvo más remedio que entrar en la Resistencia francesa en 1942 y fue fusilado, absurdamente, en la retirada alemana. Esta Apologie pour l'historie..., que era su título original, fue escrita en cautividad y publicada póstumamente en 1952. Pero March Bloch no solamente es uno más de los judíos masacrados, es quien proporciona los argumentos que a Max Aub le faltaban para construir su historia, porque al historiador de los Annales todo le sirve, y su actitud es muy abierta: «El historiador   —87→   no es, o es cada vez menos, ese juez de instrucción, arisco y malhumorado, cuya imagen desagradable nos impondrían ciertos manuales de iniciación a poco que nos descuidáramos. No se ha vuelto, desde luego, crédulo. Sabe que sus testigos pueden equivocarse y mentir. Pero ante todo se esfuerza por hacerles hablar, por comprenderlos. Uno de los más hermosos rasgos del método crítico es haber seguido guiando la investigación en un terreno cada vez más amplio sin modificar nada de sus principios»107.

Son sólo tres casos que hemos querido resaltar, sin buscar a conciencia en toda su bibliografía ni estudiar a fondo su relación con la problemática de los judíos. Sabemos que Max Aub no los considera santos, como podemos leer en Pequeña y vieja historia marroquí o en la obra de teatro San Juan, que esperamos se estrene en 1998 por primera vez en España. A pesar de que no debía ser tan ignorante como aparenta de su estirpe judía mientras que vive en España, lo cierto es que se interesa más por sus orígenes a raíz de la Segunda Guerra Mundial y de las noticias sobre los campos de exterminio alemanes. Pero no es el momento de hablar de este tema, sino de continuar con su peculiar relación con Francia.

En plena guerra civil española, Max Aub no podía creer que Francia no ayudara a la República Española, injustamente, dolorosamente, acosada por el fascismo internacional, de ahí que escriba el artículo: «Las cosas como son: Escúchame, Francia...»108, un grito de auxilio a una madre putativa que le había expulsado como hijo bastardo siendo niño. El amor es ciego y Max Aub olvida una y otra vez. Su discurso tiene que ver con el paisaje y la geografía: «No hay nada como un mapa. Se lo planta uno delante y puede dejarse ir por el vértigo, hablarle como a una persona conocida de tiempo; carece de las dificultades que embargan un diálogo de súbdito a personaje imponente (...) Un acantilado es siempre un acantilado, y el golfo de X es intangible. Los terremotos y los volcanes no hacen sino confirmar las reglas. Las fronteras van y vienen, pero las costas no cambian (...) La historia es la polilla de la geografía: un monte, un río, pasan sin enterarse por las nacionalidades más antagónicas (...) Ahí estás tú, Francia, cavada entre Inglaterra, Alemania, Italia y España, porque los países pequeños que se te acogen han sido inventados para evitar rozamientos. A ti se te conoce a la legua -todos los pleitos nacionalistas se arreglarían encargando a paisajistas el deslinde de las fronteras-; tu campo, tu temperatura, tus mesones, tu gastronomía, tu arquitectura, tu luz y manera de representar tus comedias, son inconfundibles. Y tus soldados   —88→   (en lo hondo de las cosas -y de la historia- la verdad es que sólo ha habido en el mundo dos soldados: el español y el francés: los demás fueron siempre mercenarios)»109.

Pero también con el amor que siente por Francia: «Eres un poco como el ideal del Felipe de «La revoltosa»: ni muy alta, ni muy baja; ni muy lista, ni muy tonta. En el fondo, lo que tú eres es la verdad, la medianía: ni el vivir a ultranza, llevado por un ideal remoto, ni el bien, pero si el bien vivir.

El medio: la creadora de la clase media, su medida, su casa, su sentido, su historia»110.

Y con la cobardía que una nación tan admirada está ejerciendo en esos momentos: «Pero éste fue sentido que nadie te niega, te tiñe de cobardía en estos últimos tiempos. Te das perfecta cuenta de que, para salvarlo, tienes necesidad de recurrir a actitudes duras y aún extremas, y ni la intransigencia ni la afirmación categórica han sido tus maneras. Y no te atreves, y tanteas un modo, pruebas un camino, te asustas y vuelves atrás. Quince días más tarde vuelves a emprender el mismo esfuerzo con la ilusión de que esta vez lo que antes fracasó te dará fácil salida. Lo peor es que te engañas, es decir, que tú misma te mientes a sabiendas esperando que los hechos, corriendo el tiempo, ganándolo -que es perderlo- te lo den todo resuelto; has dejado escapar en tu dulce molicie, todo el poder de iniciativa: la inercia es tu modo, el remolque tu manera de andar, tu motor la City, tu miedo Alemania y, hasta si quieres, tu pasión España. La llevas pegada a tu costado de Hendaya a Cerbera partiéndonos, en lo más alto, la cintura que nos une y separa; y la lengua de tu país vasco y de tu Rosellón, es la misma que la de los nuestros; ¡Qué miedos no pasas, sin que intentes defenderte, por fiarte de los hados!»111

Y vuelve a pedir auxilio, a ofrecer otra oportunidad de respuesta digna, porque el futuro que está en juego no es sólo el de España, es el de Francia también, y el de Europa, el argumento por excelencia para la intervención: «Pero, escúchame, Francia: nada nuevo te digo aquí si se imprime otra vez que es tu rango el que nuestros hombres están defendiendo en nuestra misma entraña, sobre nuestra tierra. Y si consintieras que se viniese a perder este primer «round» de nuestra guerra -que no sucederá, porque somos los más, los mejores y tenemos la razón- (...) Sabes que te juegas el papel que en el mundo te ha tocado en suerte, y sabes que esto de la suerte es la pura verdad. En tierras más áridas e intratables se juega el destino de las próximas décadas. Pudo haber un embajador español que, adulando a un monarca   —89→   francés, exclamara en señal de acatamiento: «Ya no hay Pirineos»; los hay para bien de todos, y se puede hacer con ellos lo que se nos antoje»112.

Es curioso observar que en este discurso de Max Aub, fechado en 1938, aparece la idea de hispanidad, una idea que se ha argumentado que crece entre los intelectuales republicanos en el momento de su exilio en Hispanoamérica. Max Aub ya plantea que el porvenir del mundo también es el de América, y en ese futuro España es un eslabón fundamental: «Pero dejas que se juegue en sus vertientes a cara o cruz -nosotros la cara, ellos la cruz-, el porvenir del mundo: porque aquí se juega no sólo el mañana de Europa, sino el de nuestra América (...). Saben que una España libre y gloriosa puede arrebatarles una bandera y una influencia decisiva. Saben que cada día es y será mayor el sentido de que nuestro destino es América, y combaten en nuestro propio cuerpo esta espléndida posibilidad. Allí va unido tu nombre a un ideal de libertad; no tenemos allí intereses antagónicos; la democracia es nuestra manera; la dictadura, la de nuestros enemigos. No es sólo tu libertad, el verte reducida mañana a un rango secundario en el mapa y la historia de Europa: es también tu hundimiento en las otras partes del mundo lo que te juegas en tus titubeos. Nosotros no titubeamos. Aquí morimos aguardándote. Te hablo, sé que me oyes, pero no sé si me escuchas: por nosotros y por ti, lo deseo de todo corazón»113.

Pero Francia no escucha, es sorda, muda y ciega, la cuna de las libertades, origen de revoluciones, no interviene para ayudar a una nación hermana. Y siendo esta actitud tan dolorosa, queda atemperada por la presencia y el apoyo de intelectuales franceses tan destacados como Malraux, Aragon, Cassou, Gide... La culpa será de los políticos en el poder, aún siendo socialistas, como Léon Blum, cuya política de no intervención en la Guerra de España le costó la caída política. Fue detenido en 1940 por orden del gobierno de Vichy y deportado por los nazis en 1943.

Ya conocemos la historia y su resultado. Max Aub tiene que salir de España, con los restantes miembros del equipo de filmación de Sierra de Teruel, película dirigida por André Malraux con fondos de la República Española, y se instalará en París, ciudad que le había visto nacer hacía ya treinta y seis años.

Algunos pueden llegar a decir que también en España es despojado de sus bienes y sólo por eso, aunque no es este tampoco el tema que estamos tratando, hay que recordar que los libros que tenía Max Aub en la casa de Valencia irán a parar al Ateneo Mercantil, convertido   —90→   en el de Falange, y a la Universidad, con el fin de protegerlos, un cometido que llevaron a cabo dos amigos del escritor que pertenecían al «otro bando», Luis Santamarina y Xavier de Salas de Bosch114, aunque la casa la ocuparon, efectivamente, unos militares del cuerpo jurídico-militar que se apropiaron o destruyeron el resto de los objetos. Parte de su biblioteca fue recuperada en el primer viaje a España, en 1969, como cuenta en La Gallina Ciega. Esta apropiación Max Aub la utiliza en la ficción de Campo de los almendros para narrar la experiencia de Ambrosio Villegas.

Los datos de la primera etapa francesa del exilio de Max Aub son bastante confusos y ya hemos apuntado que deberían estudiarse más a fondo. Como decíamos al comienzo, la primera vez que es denunciado lo encierran en el estadio Rolland Garros, habilitado como prisión (reflejado en Campo francés) y es entonces cuando es despojado de sus bienes en su piso de París. ¿Qué hacían los franceses en estos casos con la familia?, ¿tal vez la encerraban también? ¿la expulsaban del país? Sea como fuere la señora Barjau debió quedarse en la calle con sus tres hijas.

Seguramente entonces Max Aub podía haberse marchado a México, como tantos otros, como Juan Ignacio Mantecón, que salió con el manuscrito de Campo cerrado en una maleta, pero elige quedarse en Francia, tal vez para saber hasta dónde puede llegar aquella locura, o para ver, con sus propios ojos, lo que terminará ocurriendo con los prisioneros, porque aún no se lo puede creer. Calculamos que es en ese preciso momento cuando el Cónsul General de México en Francia, el profesor Gilberto Bosques, antes de ser apresado por los nazis115, le nombra «Agregado de Prensa del Consulado de Marsella», puesto inexistente pero suficientemente «rimbombante» como para estar en relación con los primeros brotes de la resistencia francesa «contra todo cuidado»116.

De esa manera se traslada a Marsella, donde se instala provisionalmente como un refugiado más. Encuentra a un antiguo conocido (Mardones, en Campo de sangre) y le reprocha, a voces y en público, sus traiciones. Es entonces cuando es denunciado, acusado de comunista y, dos días después, es internado en el campo de concentración de Vernet (Ariège). La marcha hacia el campo fue durísima (queda   —91→   reflejada en Morir por cerrar los ojos, Campo francés y Cuentos ciertos). Liberado de nuevo volvió a Marsella.

El día 2 de junio de 1941117, día de su cumpleaños, a las cinco de la mañana fue detenido y encarcelado en Niza, después de haber estado con Malraux pergeñando la manera de luchar contra unos agentes de policía de Vichy infiltrados en las organizaciones de resistencia españolas y cómo esconder un tanque. Además, sin precisar si sería el día anterior, añade: «Ese día fui a comer con Gide, en Cabris118 y a tomar el té con Matisse, en Cimiez antes de que Aragon me leyera sus primeros versos patrióticos»119.

En la cárcel de Niza convivió durante 15 días con seis ladrones y asesinos que le contaron historias que reprodujo en libretas «decorosas», pero lo que escribió desapareció con una maleta que contenía otros originales y «nunca pudo contarlas».

De nuevo, gracias al profesor Bosques, fue liberado el 22 de junio, pero poco después fue trasladado a la cárcel de Marsella antes de regresar por segunda vez a Vernet. De allí se llevan a los más aptos para trabajar en la construcción del ferrocarril transahariano y Max Aub entra en ese lote, por lo que, maniatado en la bodega de un «infecto» barco, lo trasladan hasta Argelia y, tras penosas marchas, al campo de castigo de Djelfa...: «Con la derrota se acumulan los infortunios: me detienen, en Francia, por comunista -no lo he sido nunca por la vieja raigambre liberal-; anote las cárceles, los campos de concentración que quiera, se quedará corto. Ese tiempo dura cerca de tres años, llevo en mi equipaje los versos de Quevedo y un diccionario: las notas y los recuerdos que acumulé necesitarían cien años de vida para resolverse en libros»120. Max Aub es excesivamente conciso en ocasiones y en otras poco preciso, eso nos conduce a cometer errores que, de momento, es difícil evitar, pero esperemos que un estudio más minucioso de su etapa francesa acabe por disipar las dudas acerca de las entradas y salidas de prisión.

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No obstante lo difícil que es concentrarse en esas condiciones, Max Aub pudo escribir algunos poemas publicados posteriormente con el título de Diario de Djelfa. La primera edición es de 1944 y contiene veintisiete poemas y 6 fotos, naturalmente efectuadas de manera clandestina. En la segunda edición se aumentan los poemas con 20 publicados separadamente en Sala de Espera. De aquí procede también el Manuscrito Cuervo, pues se trataría de la traducción realizada por Max Aub de los «signos» de un cuervo, mascota del campo, escritos en un alfabeto imposible.

Existe una abundante bibliografía sobre estos penosos campos de concentración y el caos que reinaba en ellos, escrita, en gran parte, por los mismos españoles que los sufrieron, incluido Max Aub, pero también por parte de los franceses121. Hay que tener en cuenta que la situación que se le planteó a Francia fue muy difícil, con masas de españoles desgreñados y hambrientos que desbordaban todas sus previsiones, una verdadera avalancha de exiliados, sin olvidar los cambios políticos que se están produciendo en el propio país, en el que los mismos franceses son perseguidos por causas políticas. No pretendemos ahora entrar en profundidad en el tema, desborda los intereses del presente trabajo que sólo pretende seguir los pasos de un amor no correspondido.

Con la complicidad de uno de los guardianes principales (policía degaullista), Max Aub se escapa de Djelfa. Llega a Casablanca con intención de viajar hacia los E. E. U. U., pues tenía un affidavit de John Dos Passos que éste le había entregado en el año 41 para poder salir de Europa. Max Aub pierde unas horas en la frontera de Uxda por culpa de unos funcionarios «de Petain» y por este motivo no llega a tiempo de coger el barco. Entonces debió caducar el affidavit y el cónsul norteamericano no quiso prorrogárselo por lo que tuvo que esconderse en una maternidad judía durante tres meses hasta que, finalmente, embarcó hacia México en el Serpa Pinto, llegando a Veracruz el 10 de octubre de 1942 (parte de estos hechos se reflejan en Pequeña y vieja historia marroquí).

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Aquella denuncia de comunista, por la que fue encarcelado en Francia, era falsa como todos sabemos, pero las consecuencias fueron muy duraderas. En 1951, después de nueve años en México, Max Aub solicitó la visa en el pasaporte para viajar a París durante un mes (aún no tenía la nacionalidad mexicana, que no consigue hasta 1955) porque quería ver de nuevo a sus padres. El cónsul francés le deniega solicitud. Aub escribe una carta al presidente de la República francesa, Vicente Auriol, en la que afirma que no es ni fue nunca comunista, que fue y es, socialista: «Quizá sea conveniente que sepa usted, señor Presidente -aunque parezca mentira-, que el motivo que decidió mi internación administrativa fue el haber encontrado sobre mi mesa una carta de don Juan Negrín, referente a la edición de clásicos españoles que íbamos por entonces a emprender con la editorial Gallimard»122. Esta es la última gota, Francia se mantiene sorda, ciega y muda. Nunca le respondió123.

D. Frédéric Guillaume Aub murió aquel mismo año en Valencia y Max Aub no pudo verle antes de morir. A doña Suzanne Mohrehwitch, que falleció en 1962, también en Valencia, pudo verla en el sur de Francia en 1958, porque a España no volvió hasta 1969.

¿Qué supone esta experiencia de desamor entre tanto sufrimiento? no mucho, no es más que una gota más, y no la más desgraciada en toda aquella experiencia de destrucción, pero, al estudiar la biografía de Max Aub siempre me ha llamado la atención que no se preste suficientemente atención a esta etapa que, por otro lado, sigue siendo bastante confusa. Tal vez porque el propio Max Aub se mantiene distante y, al igual que nos faltan datos, nos falta la expresión de su dolor, un dolor que sin embargo se mantiene constante por la España irremediablemente perdida.



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ArribaAbajoLa poesía en el destierro de José María Quiroga Pla: los matices amargos de la esperanza

Pascual Gálvez Ramírez


GEXEL-UAB


Siempre se puede hacer algo


MAX AUB                



Siempre hay un intermedio favorable
para dar cuerda al aristón celeste...


JOSÉ MARÍA QUIROGA PLA                


El poeta José María Quiroga Pla (Madrid, 1902 / Ginebra, 1955) nos llama a gritos desde el limbo literario en el que se le ha condenado a morir desterrado. De la mano de su poesía, vamos a adentrarnos en una de las dimensiones del silencio con la seguridad de volver llenos de luz: de la claridad que da encontrarnos con un hombre que, por estar a la «altura de las circunstancias», dejó en segundo lugar al poeta que vivía en él y ha llegado hasta nosotros sólo como un nombre, ineludible si se habla de la literatura de la Generación del Veintisiete, pero nombre apenas. Con él vamos a ver los intersticios de la generación literaria más brillante del siglo XX, empujada a vivir su madurez en el exilio. Hace años que se debería haber saldado esta deuda humana y literaria; sin embargo, parece que alrededor de José María Quiroga Pla se haya levantado desde siempre el cerco del olvido, un complot del silencio.

José María Quiroga Pla no fue tan transparente para aquellas personas que le conocieron. De él podían haber hablado, y bien, Valle-Inclán, Ramón Gómez de la Serna, Ortega y Gasset, Juan Ramón Jiménez, Gabriel Miró, Jorge Guillén, Pedro Salinas, Dámaso Alonso, Gerardo Diego, Gabriela Mistral, Max Aub... y, entre otros muchos más, Unamuno, su suegro. ¿Por qué no lo hicieron?... Si Quiroga Pla es ahora un poeta casi desconocido no es ni por falta de cantidad ni de calidad en su trabajo literario: la condena al anonimato le ha sido impuesta por la dispersión y, por tanto, la deficiente difusión del mismo. De hecho, toda su obra editada en forma de volumen se reduce   —96→   a dos libros: Morir al día (París, 1946) y La realidad reflejada (México, 1955), publicados ambos en el destierro. Pero no nos vayamos a equivocar, en los años veinte y treinta colaboró en las publicaciones más importantes del momento, desde la prestigiosa Revista de Occidente hasta Cruz y Raya, pasando por Litoral, Carmen, Héroe, Cuatro Vientos, El Estudiante, Mediodía, La Verdad, Verso y Prosa, Meseta, El Norte de Castilla, El Mono Azul, Hora de España y un largo etcétera. Los muchos poemas que en ellas salieron a la luz han hecho que, incluso, se cite como libro publicado algo que no pasó de una colaboración en los fastos gongorinos para Litoral o para Revista de Occidente en octubre de 1927. Me estoy refiriendo a sus Baladas para acordeón, que, de no haberse frustrado el proyecto de Salinas, sí hubiesen tenido forma de libro de la mano de Enrique Díez-Canedo y sus Cuadernos Literarios.

Empezaremos por el final. Dejemos que sea el propio Quiroga Pla el que nos hable desde su destierro. Lo que sigue, fechado el 27 ó 28 de marzo de 1955, fue dictado por el poeta, con palabras apenas perceptibles en algunos momentos, a Virgilio Garrote Fernández. Viene a ser, más que el prólogo a un libro perdido, toda una declaración en su agonía124:

Valses de la memoria será, según todas las trazas, mi último libro, cuya aparición me temo que no veré. Es una de las maldiciones del destierro, en el que dos cosas me han roído continuamente el alma: volver a ver mi España y ser leído por los públicos españoles. Esta vuelta del corazón y del ansia hacia España, aparece ya en Morir al día, mi primer libro dedicado al destierro y escrito en el destierro, no en el exilio, nombre que me niego a aceptar. En Realidad reflejada creo que subsisten las mismas líneas esenciales, acaso con un poco más de esperanza, porque yo siempre he querido hacer una poesía de esperanza y, cuando recuerdo a veces Morir al día, siento ciertos remordimientos pensando que mis versos hayan podido llevar al ánimo de sus lectores un poso de amargura. En Valses de la memoria domina, por un lado, el amor a mi mujer y, por otro, el amor a España. Esta cuerda no podía faltar en el arco. Mi deseo sería que el libro fuese leído por los jóvenes de España, que son desde hace años mi preocupación principal. Si en 1934 decidí acabar mis estudios de Letras, era exclusivamente con la esperanza de acercarme a la juventud española y formar a los jóvenes que se me pusieran a tiro. En el destierro he recibido la visita de jóvenes españoles y he contraído amistad profunda con algunos de ellos. He leído libros, como el de Eugenio de Nora España, pasión de vida, que me han confortado enormemente. La continuidad de España no ha desaparecido, y todavía podemos esperar   —97→   un mañana luminoso después de tantos años de oprobio. A los jóvenes, pues, dirijo este libro. Ellos sabrán hacer mejor.



Poco antes de estas palabras, cuando el sueño comatoso tenía momentos de lucidez, Virgilio Garrote125 ya había inmortalizado taquigráficamente, y sin que el poeta lo supiera, algunos momentos de la conversación. En ellos se puede apreciar, en esencia, la compleja personalidad de Quiroga Pla. El poeta que vive en él puede afirmar: «Estos días son como un hierro que llevo clavado por dentro». Inmediatamente después, cambia el tono y habla el irónico vitalista con el que se presentaba ante los demás: «Los centollos eran buenos y espero que sigan siéndolo, a menos que se metan en política». Habla de la unamuniana «agonía del gallego» y, en un nuevo cambio, vuelve a salir el hombre-poeta: «La vida se me acaba con la piel y la sangre, pero no mi poesía...». Y todo ello aparece revuelto con los juicios del buen crítico literario que había sido: los «excesos de vejiga» del Cela de La Colmena; la «riqueza de vocabulario» y la «ausencia de sobras» de la «pluma segura» de Max Aub; la «ironía fina y de acero» de ese «perfecto francés con estilo humano y con gran sentido de la justicia», ese «talento excepcional de escritor» que fue Louis Aragon;... Este es el Quiroga Pla que murió un 28 de marzo de 1955, a un mes de cumplir los 53 años, en una clínica de Ginebra, ciego, asaeteado por una enfermedad, la diabetes, que arrastraba con todas sus consecuencias desde hacía diecinueve años. El 6 de marzo le escribía a su hijo Miguel a través de la mano de Susana Duval, su mujer desde diciembre de 1947126:

Quisiera hablar en general de los que han sido para mí buenos, condición que, de haberme faltado, hubiera hecho imposible mi vida. Pienso en mis padres, en mi hermana, y en la segunda vida de mi vida. La que empiezo en el destierro de París está llena, en lo que al corazón se refiere, de Susana (...)

Para mí es agradable ver confirmado lo que en otros momentos imaginaba. Sigo creyendo en el amor y en la amistad, en los niños, en todas las cosas hermosas y en el amor constante, en la riqueza inagotable del hombre. Si yo hubiese podido, no habría consagrado mi vida a otra cosa, a hacerlo ver en mis libros.

Pero aquí no se trata de lo que hubiera podido hacer, sino de lo que he hecho. Ha sido muy poquito en todos lo órdenes, pero no es tan malo ni tan poco como quieren pensar los que de mí se ocupan. Entre estos debe circular hoy o mañana la noticia de mi evacuación   —98→   como un motivo de contristación instantánea. Después se dirán: ¡Por lo menos, a este ya no lo parte un rayo!

Se equivocan mucho. En lo que aciertan, después de todo, es al pensar que la suerte me ha partido por el eje.



Ya no está en nuestras manos que José María Quiroga Pla pueda volver físicamente de su destierro francés. Lo que sí podemos y debemos hacer es permitir que sea «leído por los públicos españoles». Si la vida se le acabó «con la piel y con los huesos», tenemos todavía una poesía en pie, testimonio de un morir, pero sobre todo, de un vivir al día. Contribuir a que vuelva del exilio del olvido es lo que me propongo, siguiendo la estela que inició el desgraciadamente fallecido Miguel Ángel González Muñiz.

Quiroga Pla marchó hacia Francia en febrero de 1939 junto a un grupo de la Alianza de Intelectuales Antifascistas, según supone Concha Zardoya. Atrás dejaba casi treinta y siete años vividos entre Madrid y Salamanca, un hijo de nueve años de una mujer, Salomé de Unamuno Lizárraga, fallecida en 1933 y con quien sólo pudo vivir cinco años; al otro lado de la frontera se le quedaba Felisa, hermana de Salomé, convertida en Penélope en su poesía, madre a fin de cuentas del primer nieto de Unamuno, Miguel Quiroga. Dejó mucho tras de sí, pero se llevó consigo una esperanza en volver que no le abandonaría, a pesar de todo, en los dieciséis años que vivió en París y, finalmente, en Ambilly y Ginebra. Quiroga Pla era consciente del privilegio de no haber pasado por los campos de concentración franceses. Nunca quiso pasar por mártir, nunca se colocó una medalla, ni siquiera aquéllas debería haber lucido. Ya en París, asistió en marzo a la creación de la Junta de Cultura Española y se hizo cargo de su delegación en la capital francesa; trabajó en el Servicio de Evacuación de Refugiados Españoles (cargo que no utilizó para salir de Francia ante el peligro de la ocupación nazi), y participó de forma activa en la Resistencia, cuyas acciones le pusieron en contacto con Susana Duval. Tras la liberación de París, se arriesgó a penetrar en España en octubre de 1944 junto a los guerrilleros que pretendían invadir la zona pirenaica. Poco después de asistir al primer fracaso del llamado «trienio de la esperanza», en ese mismo otoño, fue nombrado presidente de la Unión de Intelectuales Españoles y miembro del consejo de redacción del Boletín que desde diciembre (y hasta su número 47, en octubre de 1948) fue su órgano de expresión. También perteneció al consejo de redacción de esa «trinchera» llamada Independencia, «Revista quincenal de cultura española», de la que salieron a la luz ocho números entre octubre de 1946 y junio de 1948. En mayo de 1947 consiguió un sueldo fijo (hasta entonces, como en España, su fuente de ingresos eran las traducciones) al entrar en la Sección de Traducción de la U. N. E. S. C. O., de la que llegó a ser director. Y con el cargo florecieron   —99→   a su alrededor los sepultureros. Esto le dice a Max Aub en una carta del 16 de enero de 1953:

Una brega espantosa de trabajo y de hambres; estupidez y parasitismo. Quienes más me deben son los que peor me pagaron. Unos me han acusado de comunista. Otros de espía de Franco. Y yo trabajando, luchando por el español y por el pan de los españoles que trabajaban conmigo. Largo y enfadoso de contar. (...)

Aquí, sin amigos, sin esperanzas de otra cosa que el trabajo estúpido, anónimo, no agradecido, aunque bien pagado -pero a costa de la salud y de la tranquilidad- de la puñetera UNESCO... Quiero vivir y escribir y comunicarme con unas pocas personas, mis amigos, primero y con mi público, después. Ayúdame a todo ello.



En verano de 1950 pudo ver, después de catorce años, en la frontera franco-española de Navarra, a su hijo Miguel. Fue una semana intensa y furtiva, cuyas emociones sólo pudieron repetirse una vez más en las navidades parisinas de 1952, durante un mes. Poco después, la salud de Quiroga Pla entró en el túnel de una ceguera contra la que se rebeló hasta la muerte. Los amagos de su «cansera» llevaron al hombre Quiroga Pla a confesarle a Max Aub (carta del 16 de enero de 1953): «Yo, además, no podía ni leer ni escribir. El panorama se presentaba negro. Pensé en suprimir a mi mujer y suprimirme yo». Pero la esperanza, la confianza en el futuro que en su hijo cuajaba, eran más fuertes:

En abril cumpliré 51 años, y siento que me queda mucho por hacer aún. Acaso todo. Tengo tres libros de versos inéditos (La realidad reflejada, Valses de la memoria (elegías y otros poemas) y Las raíces al desnudo (poemas de España, allí y en el destierro). De esos tres libros, el primero te lo destino a ti. (...) Yo tengo terminado el libro, lo estoy revisando, completándolo y quitándole cosas; y dentro de un mes puedes tenerlo tú. (...) Desde luego, me ilusiona publicar ahí. Hasta ahora, fuera de la edición «presque sous le manteau», de Morir al día, sólo han salido versos míos... en las antologías publicadas en España por González Ruano, Sáinz de Robles, etc.... (la cuestión es dar mudos nombres, claro está).



Los zarandeos de la salud, las recaídas, cada vez peores, lo situaron al límite de la desesperanza y la literatura fue el antídoto. Le dijo a Max Aub en una carta del 8 de mayo de 1953:

Yo quisiera escribir y se me agolpan los temas de un libro de novelas cortas y de otras cosas en prosa, pero no veo y es demasiado exigir de Susana que me sirva de amanuense. Por de pronto ya está terminado el libro de versos. Esperemos que encuentres dinero y posibilidad de editar estos versos, cuya publicación en volumen confieso que será para mí una de esas alegrías de que voy perdiendo la costumbre.



  —100→  

En el verano de 1953, su situación económica le hizo abandonar el piso de París y trasladarse a Ambilly, un pueblecito de la Haute Savoie, en la frontera con Suiza, donde vivía una hermana de Susana. Desde allí le escribió a su hijo un 11 de febrero de 1954:

Hay que vivir en un esfuerzo constante para no dejar que se le cuartee a uno la moral. La mía se defiende bastante bien, a pesar de los amigos (?) que dejan de escribirme, a pesar del trabajo que, contra todas las promesas, no me manda la Unesco; a pesar, en fin, del aburrimiento de la vida aquí, y de la rapidez con que pasa el tiempo (mayo está al caer...) Esta respiración artificial a que someto mi moral es, más que por mí, por Susana. (...) Por ella, por Susana y por los que me queréis, me mantengo a la espera y en la espera.



A pesar, incluso, de las limitaciones en una escritura que había conseguido ordenar poéticamente las amarguras de su esperanza. Así se lo contó a Max Aub en una carta fechada en Ambilly el 8 de agosto:

La empresa no es fácil. Susana tiene demasiado trabajo para que yo le dicte mis cartas y hay cierto pudor. Prefiero valérmelas por mí solo, sirviéndome de una pauta de celuloide que me he hecho preparar. El método es práctico hasta cierto punto, es decir, mientras no tengo que tachar o enmendar algo. Entonces, como no veo, me es imposible volver atrás y saber dónde he de hacer las correcciones. Me he puesto a reaprender la mecanografía. En tres semanas me metí en la cabeza el teclado que me sé perfectamente de memoria. No he tecleado, en total, de enero acá, arriba de siete veces, la última para escribir directamente un romance. Todo bien hasta que me equivoco de renglón; eso me ocurre pocas veces. Cada día menos, pero no tengo quien me dicte y entrene. No desespero, sin embargo, de llegar a valérmelas con la máquina.



En mayo de 1954, consiguió un permiso de residencia en Ginebra para un año. Su salud fue a peor en esos últimos meses de vida, pero Quiroga Pla nunca quiso preocupar a los que le querían, evitó desde siempre angustiarles con sus cuitas y jeremiadas, que procuraba digerir él sólo, muy lejos de martirologios y victimismos. Por eso le dijo a su hijo (carta fechada en Ambilly el 3 de mayo del 1954): «Precisamente porque sé que el único amigo con quien puedo contar de una manera absoluta eres tú, me repugna escribirte en mis momentos de depresión». Su agonía se prolongó un mes y Susana fue testigo de su asombrosa resistencia física y moral. Él mismo había querido presentarse como «un caso bastante divertido de vitalidad»; había ironizado sobre las frecuentes transfusiones de sangre que su anemia exigía: «¡A este paso, vas a tener un padre Hispano-Suiza!». El yo poético desde el que nos habló en su literatura buscaba siempre el punto intermedio entre el hombre herido por el dolor y el personaje vital e irónico con el   —101→   que ocultaba ante los demás su «cansera». De esa tensión, hija de la vida misma, nació su poesía con vocación de sembrar esperanzas, de afirmarse, serena, en «el pulso del instante», a pesar del «asperón de los días».

Creo que es conveniente hacer un breve repaso de algunas de las circunstancias que han contribuido a ocultar bajo el silencio al prolífico poeta que fue Quiroga Pla. Y es obvio que una de las causas que lo han convertido en un «nombre ignorado» fue el llegar a París sin una acreditación literaria consolidada. Muy diferente hubiese sido todo si Gerardo Diego le hubiese incluido en su Antología de 1931. Así le escribe desde Gijón el 9 de marzo de 1931:

Querido José María: En efecto, tengo prisa de entregar enseguida la Antología. Mi editor quiere que salga antes que la de Santeiro y Cía. que parece ya muy avanzada. Así que seguiré tu consejo, si el editor no me ordena esperar. (...) En cuanto a tu inclusión en la antología te hablé en Madrid con una sinceridad tan cruda que sólo a un verdadero amigo me hubiera atrevido. Conozco de ti unas 20 poesías, y claro es que por ellas te juzgo. También recordarás que te dije que era criterio mío no incluir a poetas sin libro, excepto Larrea, que reconocerás que es toda una excepción. Y que no tenía inconveniente en leer toda tu obra inédita, y que si me convencía del todo, a pesar de mis planes te incluiría. ¿Qué más quisiera yo? (...).



Pedro Salinas, el poeta del Grupo del Veintisiete que más cerca estuvo de Quiroga Pla, había intervenido en el asunto meses antes (carta fechada en Madrid, el 12 de enero de 1931):

Lo que me cuenta usted de Gerardo no me extraña. Es muy suyo. Ese fanatismo poético que le caracteriza a todos nos ha dado alguna vez lo nuestro, es decir lo suyo. Su razonamiento de V. me parece justo. Él no ha leído sus versos. Y eso me parece mal. A Gerardo le he negado yo cosas que muchos le niegan pero siempre le concedí una virtud: entusiasmo y fervor desinteresado por la poesía. Y claro es que tal virtud lleva aparejado el deber de leer y procurar enterarse, lo cual no ha hecho en el caso de usted. Se es poeta no por la cantidad de obra producida, ni por la consideración de un grupo o de un público, sino por la calidad poética que se aprecie en un solo poema. Y la de usted se aprecia.



Pero el propio Salinas estaba eclipsando, sin quererlo, a su amigo. Es posible que sólo por su trabajo de traductor, Quiroga merezca más protagonismo en la literatura del siglo XX que el que de sobras se ha ganado con el conjunto de su obra. Y de sus muchas traducciones, dos despuntan especialmente: la que de Ferdinand Ramuz hizo para Cénit en 1930 bajo el título de Cumbres de espanto y, sobre todo, la que hizo de parte de En busca del tiempo perdido de Proust entre 1930 y 1933 para Espasa-Calpe. Si bien es cierto que Salinas colaboró en la traducción del primero de los libros (El mundo de Guermantes I), El   —102→   mundo de Guermantes II y Sodoma y Gomorra son obra exclusiva de Quiroga Pla. El trabajo es recordado como obra de Salinas.

Y si no publicó en libro su abundante poesía fue, en parte, porque nunca dispuso del sosiego necesario para organizar, con el rigor que él se exigía, su obra poética. A ello contribuyó en gran medida la dedicación que le dispensó a su admirado Unamuno, quien le tomó como secretario a su vuelta del destierro. Y la sombra de su suegro llegó más allá de su propia muerte: sus descendientes han contribuido de forma activa o pasiva al olvido del poeta. Unas veces no contestando a los editores que pedían noticias de Quiroga Pla para hablar sobre él (Jacinto López Gorge para una antología de la poesía amorosa contemporánea en 1955; Max Aub en 1956, Luis Felipe Vivanco en 1973...) y otras dejando de ayudarle cuando pudieron hacerlo en vida. Él, en cambio, llevó esas desavenencias injustas de los herederos de Unamuno con discreción. La edición del Cancionero, por ejemplo, fue posible gracias a Quiroga Pla, que custodió el original desde que su suegro se lo entregara en la primavera de 1936: con él estuvo toda la guerra, con él fue a París y allí tuvo que recuperarlo después de haber sido malvendido a un editor por Ramón de Unamuno. En más de una ocasión fue el interés de Quiroga Pla por Unamuno el que tuvo que imponerse a la desidia de sus herederos directos. Después, los que se acercaron a Miguel Quiroga de Unamuno para curiosear a su padre, desviaron su interés inicial hacia su abuelo, un botín literario de solvencia contrastada.

Tampoco se ha ayudado Quiroga Pla mucho a sí mismo. Su personalidad, compleja como ya hemos visto, le puso difícil la promoción. Por un lado, Quiroga Pla hizo gala siempre de una maniática independencia insobornable. Nunca se acercó a nadie con aspiraciones de acolitismo, ni de buscar beneficio en las relaciones. Nadie puede decir que Quiroga Pla le «haya pasado el cepillo»: ni Ortega y Gasset, a quien le costó mucho convencerle para que colaborase en su Revista de Occidente; ni Juan Ramón Jiménez; ni, mucho menos, Unamuno. Huyó siempre del «Camela y vencerás» que titula irónicamente un poema de 1929. Durante la guerra, tuvo más de una oportunidad, perfectamente justificada por su delicada salud, de alejarse del conflicto. Siempre rechazó los privilegios y quiso sentirse uno más entre los milicianos. Se puso entonces al servicio de Cultura Popular y trabajó en la Subsecretaría de Propaganda (como censor y como traductor). En el 1936 se adhirió al partido comunista (abandonando su afiliación a Izquierda Republicana, a la que pertenecía desde su fundación) porque veía en ese partido «el orden dentro del caos». Sin embargo, en más de una ocasión tuvo enfrentamientos con camaradas que le pedían un trato de favor por serlo. Quiroga Pla expuso siempre sus opiniones libremente, y eso es difícil cuando se pertenece a un partido político. Su   —103→   protesta contra el Pacto Germano-Soviético de agosto de 1939 le llevó a abandonar el P. C. E., pero no a renegar del comunismo. Esa independencia fue la que le rodeó en su parcela de poder de la U. N. E. S. C. O. de enemigos, de comunistas de partido, menos íntegros que él, que buscaban la prebenda. Por otro lado, Quiroga Pla defendió su intimidad amarga y agonista con un personaje social extrovertido y vital. En esa dimensión externa de su carácter se mostraba salobre y corrosivo, satírico, armado de una ironía, de una dialéctica mordaz e ingeniosa que desmontaba a sus posibles oponentes. Sus «hocicadas», mal comprendidas a veces, le crearon muchos enemigos porque nunca se las calló. Ernesto Giménez Caballero, director de la Gaceta Literaria, donde siempre se negó a colaborar, fue su blanco en más de una ocasión. Pero lo verdaderamente trascendente de su carácter fue su solidaridad, su actitud generosa y sacrificada (sin buscar la recompensa), su entrega a los demás. Por ella, Quiroga Pla ha llegado hasta nosotros diluido en el pueblo, ha llegado formando parte de la «intrahistoria» de la España republicana. Es esta dimensión de su personalidad la que nos permite comprender lo que él llamó verdadera «poesía revolucionaria» en momentos de odio y lucha y que podemos leer en poemas como «fueros, hermanos míos...» (Madrid, 12 de junio de 1934)127, «Hombre adentro, mundo adelante» (Valencia, 10 de mayo de 1937), «Esperanza en pie» (Barcelona, marzo de 1938)128, «Camaradas, compañeros...» (París, 1947)129 o «Nosotros, ellos y la primavera» (París, marzo de 1948)130. Salinas la calificó de «poesía de amigo del mundo y de los hombres». Quiroga Pla nunca desertó de su condición de hombre: la poesía, como dijo Victoriano Crémer, era para él «un compromiso de la hombredad en el tiempo»131, no un alarde hueco, de sentimentalismo o inteligencia.

Creo que se hace necesario en este punto demostrar la vinculación de Quiroga Pla a la República y el pueblo. Poéticamente, ésta se ve en el componente popular que nutre sus versos, en el alejamiento de unos pirueteos lingüísticos y conceptuales con los que tuvo algunos escarceos en los años veinte, cuando la moda neogongorina. En lo que, posiblemente, haya sido su contribución más beligerante y de urgencia en su literatura a la causa republicana, su romance publicado en el Mono Azul (jueves 8 de octubre de 1936)132 «Doval en fuga y el pueblo en marcha», podemos leer: «¡Pobre del que en su camino / a atravesársele   —104→   salga; / que aquí todos somos pueblo, / y el pueblo se ha puesto en marcha / a dar, escopeta al brazo, / batida a las alimañas!». De la intervención de Quiroga Pla en las conferencias de la Alianza de intelectuales Antifascistas para la Defensa de la Cultura celebradas en París en julio de 1938, recoge J. Lechner en Compromiso de la poesía española del siglo XX133 la misma concepción política y humana: «En Espagne tout ce que valait quelque chose était peuple». Como Antonio Machado, piensa que «en España, lo mejor es el pueblo», y en él, confundido con él, puso sus esperanzas. Su poesía tiene, pues, una dimensión testimonial: ser espejo de las circunstancias históricas en que vivió el pueblo español en el destierro a través de sus vivencias personales. Como Tuñón de Lara, creía que los intelectuales no debían nunca ser «unos virtuosos de la inteligencia», que ésta «ha de servir siempre para algo, aplicarse a algo, aprovechar a alguien»134. Quiroga Pla huyó de los tanatorios culturales. En su artículo «Medio siglo de poesía española»135, podemos leer:

Pero nuestra lengua, nuestra cultura viven aún. Sigamos su vida con ojos, oídos y tacto despiertos. ¡Qué diablo! De empaquetar y poner letreros mortuorios a nuestra cultura y a sus manifestaciones, ya se encargarán, en su momento, nuestros herederos más o menos remotos. Por mi parte, confieso que el papel de entierramuertos no me tienta ni poco ni mucho. Tampoco el de profeta, a decir verdad. Prefiero el de testigo; testigo de mi tiempo, dimensión vital sin la que no puedo, honestamente, imaginarme.

Testigo me ha tocado serlo, como a los más de vosotros, de una época de efectivo y glorioso Renacimiento de nuestras letras. En rigor, de la vida española en general. (La «vuelta atrás» franco-falangista no es más que un episodio, un «caso» o colapso).



En otro de sus artículos ensayísticos, «La inteligencia española. Reconquista y creación»136, dice:

El problema de la inteligencia y de la cultura española nos desvela a todos. Por amor a ellos, por decisión de defenderlos y salvarlos estamos aquí unidos, y lo estaremos mañana. En esta defensa y salvación importa trabajar desde ahora. Es un problema -Corpus lo subraya acertadamente- de enseñanza. Por su parte, Semprún recalca, no con menos acierto, que ese problema «no podrá tener remedio completo mientras no se haya resuelto, con una fórmula o con otra, pero en el sentido de la democracia y de la libertad, el problema político».

  —105→  

(...) La cultura me interesa -y creo que interesa- en cuanto cosa viva, en relación constante con el pueblo, en la medida en que sirva a éste y responda a sus necesidades profundas. Arsenal y no museo. No quememos incienso ni dancemos delante de su arca santa. Tomemos de la tradición lo que pueda acrecentarnos, vivificándonos; no el peso muerto. Y enriquezcámosla con el riego de sangre de nuestro tiempo, de nuestro mundo de hoy. Cultura = cultivo. Siembra, y no herboristería.

(...) Mientras nos reunimos cada sábado a escuchar a algún diserto conferenciante, mal rayo si nos cuidamos de la masa de nuestros compañeros de destierro, que olvidan su español y no reciben otros estímulo que el de una prensa francesa mal deletreada o una mediocre prensa española de emigración.

Pensemos en el mañana, en cómo tendremos que arrimar el hombro y partirnos el pecho, haciendo todos de maestros, de profesores vulgarizadores y difundidores de la cultura, de parteadores de la inteligencia española. Pero empecemos ya por lo que tenemos más cerca. Empecemos por crear, por formar aquí esa inteligencia y esa cultura de nuestro pueblo. Y no en rancho aparte, sino entrando al ruedo; digámoslo de una vez: en la brega política, dando a esa masa un sentido político, de unidad. No estamos en los pórticos académicos, sino en la emigración. (...) Si los intelectuales no tomamos parte en la reconquista de España y de sus libertades, la otra reconquista, la de la inteligencia, la de la cultura se quedará en agua de borrajas y temas de elegantes disertaciones. Durante nuestra guerra, sabido es la admirable labor que desarrollaron las «Milicias de la Cultura». Los maestros que las formaban iban a la línea de fuego a llevar su saber a los soldados de la libertad. Y cuando hacía falta -a cada dos por tres-, para defender esa libertad y defender con ella la inteligencia y la cultura, empuñaban el fusil o la ametralladora. Y, entre dos tiroteos, simultaneaban el trabajo docente con el político. Cultura, también. Sin ésa no hay la otra.



Ese componente popular, ese saber trasponer al plano literario la vida cotidiana, fue lo que destacó en los poetas que más le interesaron. Antonio Machado fue para él, en este sentido, un ejemplo de saber hacer literario. Con su vida y su obra se identificó (como puede leerse en su novela corta Veinticuatro horas después, publicada en 1934137). En su artículo «Para un aniversario»138 habla de «ese desterrado ejemplar que puso sus preocupaciones y su voz al servicio de su pueblo, de su independencia y de su libertad»:

El destierro, nuestro destierro, no es cosa de queda, en la que nos instalemos o nos resignemos, ni tampoco etapa transitoria, que se zanje con una simple reposición. Ni se trata ni puede tratarse de hacernos   —106→   aquí, pasada la tormenta, una vida tranquila y cómoda, ni de aguardar a que escampe para volver al rincón casero, a las zapatillas, al escalafón de antes, contándonos y abonándosenos como «años de servicio», para la jubilación, los que, más o menos apacible y holgadamente, hemos pasado lejos de las persecuciones y las cárceles franquistas.

(...) Para que la España en que vivió nuestro poeta, la misma en que vivimos nosotros nuestra mocedad, desaparezca para siempre, y en su solar, sobre cimientos eternos, alce nuestro pueblo, contribuyamos a alzar todos, una España de hoy de mañana, en la que pueda respirar el pensamiento, en que entre de punta a punta el sol de la libertad y de la dignidad humana.

Sólo así se justificará, ante nuestra propia conciencia y en la historia, la vida de cada uno de nosotros, y como ella nuestra emigración entera. Sólo así se justificará que los refugiados españoles se reúnan para conmemorar el aniversario de uno de sus compatriotas cuya figura y cuya obra son más ricas en enseñanza humana y patriótica y se prestan menos a mojigangas formularias y hueras.



Con estos ejemplos, algunos los muchos que hallaríamos leyendo a Quiroga Pla, vemos confirmado que cuando se tiene esperanza, hasta las heridas son acicates y rechazan los pañuelos. Como dice en un poema dedicado a la muerte de José Ontañón139: «hermanos, no olvidemos que el árbol muerto vive en su semilla». En marzo de 1945, cuando el final de la II Guerra Mundial hacía pensar en la erradicación de todos los fascismos, Quiroga Pla escribe «Al poeta Antonio Machado, en Collioure», un asomo tirteico, una plasmación poética de su confianza como hombre en el futuro: «¿No oyes los gallos? ¡Yérguete! La aurora / bajo un fuego graneado arde en alertas, / ancho mar al llano y la montaña. // ¡De vigilar, el arma al brazo, es hora, / ahora que la esperanza abre sus puertas / a un nuevo sol en una nueva España!»140.

Centrémonos en lo que queda de su obra poética escrita a partir de 1936, reflejo de unas circunstancias que no favorecieron en nada su producción literaria. Quiroga Pla no hubiese querido ser noticia por sus «cuitas», pero esbozarlas ha sido imprescindible para empezar a ponerlo en su lugar. De esos diecinueve años, sólo he podido reunir 336 poemas, de los cuales 150 sonetos pertenecen a Morir al día (1946) y 126 sonetillos a La realidad reflejada (1955). Otros 39 son inéditos y los 21 restantes se dispersan entre El Mono Azul, Hora de España, El Boletín («Fábrica de realidad», «El paso lento de las horas»,...), Independencia (1947) o Ínsula (1964). El balance es muy pobre   —107→   si tiene en cuenta todo lo que llegó a escribir. A modo de inventario, y prescindiendo de las traducciones, sus libros de poesía inéditos y perdidos fueron 6 (Cantos de Matusalén, de 1946; Pausa, Rapsodia del destierro y Ellos, nosotros y la primavera, preparados para editar en 1949; Valses de la memoria -elegías y otros poemas- y Las raíces al desnudo -poemas de España, allí y en el destierro-, en 1953). En prosa no vieron la luz 4 novelas (Espejo desazogado, La cadena de amor, de 1946; Cuadrilla órfica y Viaje al país de las tinieblas, de 1955); ni tampoco llegó a publicar nunca 6 ensayos (Unamuno, poeta civil, Tratado de versificación española y Donde estaba yo -testimonios y recuerdos-, citados en 1946; Prosas y figuras de mi camino, Recuerdos literarios de un aficionado -que bien pudiera ser otro título para el libro Maestros, amigos y algunos de los otros, también inédito- y A contra luz -memorias literarias-, que tenía en preparación en los últimos años de su vida). Esta fecundidad agónica, esta impotencia para no poder cuajarlos fue una de las grandes limas de su entusiasmo. De entre todos esos proyectos abortados uno puede llegar a nacer todavía, aunque con muchos años de retraso. Me refiero a Valses de la memoria, cuyo prólogo improvisado ya conocemos. Esto le dice Susana Duval a Miguel Quiroga de Unamuno en una carta del 8 de agosto de 1955, muerto ya el poeta:

He olvidado decirte, que todos los poemas inéditos de tu padre están ahora en México, entre las manos de un buen amigo de tu padre, Max Aub (...). Fue él quien se ocupó de la edición de La realidad reflejada, y va a hacer lo mismo para el próximo libro, que se llamará Valses de la memoria. Tenemos el prólogo de este libro, pues José María todavía pudo dictarlo a Virgilio.



Pero Max Aub le escribió a Miguel Quiroga un 29 de octubre de 1970:

El 29 de abril de 1955, José Herrera Petere me envió unas líneas anunciándome la llegada de Gonzalo Semprún que me traía Valses de la memoria con el prólogo que había dictado José María poco antes de su muerte. Desgraciadamente nunca apareció Semprún ni jamás me volvió a hablar de él Petere, ni siquiera el año pasado, cuando estuve quince días en Ginebra.



¿En qué cajón estará ahora ese libro, olvidado? Y por si a esta retahíla de adversidades no le cupiese ninguna más, aquí va otra. A finales del año 1979, Francisco Ynduráin, amigo personal de Quiroga Pla, iba a publicar en la editorial Ayuso una amplia selección de su poesía: poemas aparecidos en Revista de Occidente, Morir al día, La realidad reflejada, Baladas para acordeón y una antología de versos aparecidos en otras revistas (Hora de España, El Mono Azul,...). En el contrato se anunciaba también la posibilidad de publicar sus novelas   —108→   cortas bajo el cuidado de Miguel Ángel González Muñiz. Nunca llegó a ser realidad. A principios de los ochenta fue Gonzalo Santonja quien pensó publicar las «Obras completas» de Quiroga Pla. De todos esos proyectos, sólo la edición de Morir al día en la colección «La España Peregrina» dirigida por Aurora de Albornoz para Molinos de Agua de Madrid, en 1980, llegó a los lectores españoles. Y triste por sus problemas de distribución: la mayoría de ejemplares hubiesen muerto en la librería Zabaleta de Logroño, si Miguel Quiroga no los hubiese comprado ¡a peso! Veamos si la próxima edición de Laureano Robles de Unamuno, cartas familiares, que recoge el abundante e interesante epistolario entre Quiroga Pla y su suegro, empieza a beneficiar, tarde y mal ya, al que, a pesar de todo, es el poeta más importante en el destierro francés de la diáspora cultural del 1939. En el destierro murió, víctima de un optimismo suicida.

Si hacemos una lectura general de toda su poesía desde 1936, veremos que el eje vertebrador de toda ella no es el dolor, ni una nostalgia amarga, sino la esperanza. Bien es cierto que no se trata de una esperanza firme: su poesía parte de su vida y ésta es una sucesión de sombras sobre las que se ve obligado a dar luz. El tono en el que «exprime en canto su vida»141 es heterogéneo, pero siempre humano. En sus versos eleva a categoría la circunstancia histórica y personal huyendo de lo elegíaco y del «dandysmo literario» por un igual, aunque en ese difícil equilibrio caiga más de una vez del lado de la nostalgia. Su obra poética, que nació con voluntad esperanzadora y de no dejarse arrastrar por el sentimiento, cuajó en una dulciamarga afirmación en el presente. Buscó una mirada serena, sin desesperación (aunque a veces sin esperanza), sobre todo lo que le rodeaba: no fue un poeta renunciador, siempre miró desde sus ojos, a pesar dolor. Entre Tirteo y Jeremías, la voz de su yo poético enhebró el pulso del hombre José María Quiroga Pla con cada instante. En esa doma, la disciplina de formas clásicas, como el soneto, le ayudó a controlar su angustia. Veamos como poetiza esa «maravilla de lo cotidiano»142 en sus dos únicos libros.

Morir al día apareció en enero de 1946 como el número 1 de la Colección Cervantes que editara E. Ragasol. En él recogía Quiroga Pla sonetos (la mayoría endecasilábicos, aunque también los hay alejandrinos, hexasilábicos o eneasilábicos) escritos entre el 21 de abril de 1938, en Barcelona, y el 9 de septiembre de 1945, en París. Todos ellos aparecen con la fecha e, incluso, la circunstancia que los inspiró. Pero no hay que confundirse: no se trata de un diario íntimo, sino de   —109→   literatura. Quiroga Pla tiene voluntad de alejarse del egotismo, quiere ser testimonio de un tiempo y de unas circunstancias. Tiene, pues, una historicidad universalizada por la mano de su saber hacer poético. Esto le dice a Max Aub sobre la difusión del libro en una carta del 16 de enero de 1953:

Morir al día fue algo trágico. Fuera de Cassou y de algún otro hispanista, hablaron de él Corpus Barga -en el Boletín de la Unión de Intelectuales; conversación de mesa de tresillo, vale decir- y cuatro analfabetos. El libro -una edición de 2000 ejemplares, y 500 de lujo-, impreso como un mazacote, nada anunciado y sacado al comercio casi clandestinamente, se vendió menos aún de lo poquísimo que yo me temía.



Quiroga Pla era consciente que los matices amargos de la espera le habían traicionado en ese libro. Y esa traición se había instalado en el título, cuyas resonancias unamunianas, que sí eran parte de la vida de su autor, querían estar desterradas de sus poemas. Por eso le dice a su hijo en una carta del 8 de agosto de 1946:

En el libro de versos que mando a María Teresa, y que no creo que por ahora te interese -ni, sobre todo, que te sea útil; quiero decir, que añada nada esencial, por el momento, a tu vida, aunque sí más tarde, a su tiempo- verás algún día cómo has estado conmigo presente, pegado a mi corazón, en las horas peores. Por lo demás, el libro está dedicado a ti. ¿A quién, sino? Pero, repito, no vale la pena que lo leas por ahora. Es más bien aburrido. Y, además, «que ya tendrás la vida para que te envenenes», como decía a su hijo Rubén Darío.



Tenía por aquel entonces Miguel Quiroga dieciséis años y encarnaba el mañana en que su esperanza cuajaría. María Teresa era la hermana de este poeta que no quería envenenar con sus debilidades a la materialización de su propia esperanza. No se equivocó Francisco Giner de los Ríos cuando en su artículo «La poesía española del destierro en América»143 recuerda a «un José María Quiroga Pla, con sus sonetos de Morir al día, entretejidos agónica o alegremente en el aire de París». Por eso, el ejemplar que dedicó a su hijo en agosto de 1949 decía:

A Miguel, este «libro de horas amargas», por el que pasa, sin embargo, un soplo de alegría de vivir y de esperanza y fe en el hombre y en la vida misma. Que todos estos sentimientos acompañen siempre a mi Miguel; como el pensamiento suyo me ha acompañado siempre, en los momentos malos como en los buenos, dándome a la vez raíz y alas.



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Como una encarnación viva de Jano, el poeta no debe quedarse llorando «sueños abortados». Está prevenido (así lo hace ver su poema «A un amigo español»)144: que «nuestros cuidados / de hoy no nos lleven al peor olvido: olvido del mañana, en cuyo nido / incuba la esperanza nuestros hados». Y, más importante todavía: hay que huir de buscarle anestesias al presente; es necesario vivir el instante, donde, guillenianamente, «canta en mi pecho el corazón del mundo»145 sobre «el ara del momento»146. El yo poético busca la «actualidad eterna»147, «el urbano hervor en que la vida / vuelve, de tan trivial, a ser sagrada»148, a pesar de que la «amargura» y la «cansera» hagan «angosto el cauce del momento»149. Quiere «sentir al hombre en un brotar sin tregua, / de heroica arremetida cotidiana»150. Porque «todo él promesa, se me ofrece el mundo, / y arde en la tentación del horizonte / mi absorto corazón meditabundo»151. ¡Qué lejos este carpe diem del agonismo unamuniano en que moría al día el hombre Quiroga Pla! El poeta, ave fénix, mantiene una esperanza que la vida transforma en esquirlas de desaliento. Desde sus poemas, aconseja al caminante: «¡Goza el momento, o súfrelo! No lo dejes baldío; / que en cada encrucijada del tiempo, hermano mío, podemos morir todos de una bala perdida»152.

Morir al día está divido en cuatro secciones y una dedicatoria final. La propia estructura del libro apunta hacia ese futuro esperanzador que, aunque no pueda verlo él, «podrá gozarlo sangre suya»153. Los sesenta sonetos de Amores- ¡Ay, mis amores poetizan la soledad ante los amores perdidos o dejados atrás: Salomé, Felisa,... Pero no renuncia al erotismo que le pueda permitir vivir al día. Algunos de ellos habían aparecido en Hora de España, publicación en la que también sometió al filtro de la serenidad poética las urgencias del conflicto (léase, por ejemplo, «Una mujer está cantando» o «Esperanza en pie»154 o, de los   —111→   ya incluidos en Morir al día, «Abril a contraluz», «Voz de la tentación» o «¿En qué balcón?»155). La guerra no aparece como tema casi nunca, sólo trascienden sus consecuencias, sus estigmas. El segundo apartado, «Despedidas y ausencias», contiene diecinueve sonetos en los que evoca a sus seres queridos: su hijo Miguel, Salomé, Unamuno, Machado, su amigo Pedro Caravia,... La tercera parte se titula «Refugiado en París» y contiene cuarenta y ocho sonetos inspirados directamente en las circunstancias de su destierro. Dieciocho aluden a España: uno de ellos, «Viva España»156, escrito en el hospital de Lariboisière, en París, recupera como excepción una de las voces poéticas, la de la sátira y la ironía, que había dejado aparcada en España en julio de 1936. Otros diez sonetos aluden a París, poniendo en evidencia su agradecimiento a la ciudad que le acogió: «París, me están doliendo las raíces / que he echado en ti, en las tierras de tus días, / y que regué de penas y alegrías, / bajo signos adversos o felices / (...) ¡Y he de dejarte, he de partir de nuevo / para de nuevo entrar en la figura / que guardaba en suspenso mi destino!»157. El yo poético, en comunión a veces con el hombre, sabe que, «Lo esencial es vivir para la vuelta... / (...) Vivir para volver, de vuelta al mismo / bregar le ayer, pero con renovado / ardor, acero firme que ha templado / el destierro en sus aguas de bautismo»158. En la cuarta parte, «Oyendo crecer la hierba», sus veintidós sonetos se elevan en la espiral de la esperanza que la liberación de Francia ha hecho crecer en el hombre. La primavera es, desde el propio título, un símbolo recurrente en la poesía de Quiroga Pla, aunque con adaptaciones a los bandazos de la desesperanza. Sabemos que «siempre hay un intermedio favorable / para dar cuerda al aristón celeste»159. «En la playa matutina (del «Desembarco del alba»160) / ¿no oyes crecer la hierba? Está contando...». En «Refugiado en París» ya nos había dicho en «Propósito»161 que «Entre el esfuerzo confiado / y el amargor del desaliento, / sé como la hierba en el prado: / el pie la chafa, el sol la tuesta, / y ella, cantando, alza en el viento / su voluntad de ser enhiesta». Pero otras veces, «la primavera / ya huele a lilas chafadas»162. Creo que vale la ena leer entero el poema que resume todo el libro y que mejor refleja totalidad de su propósito, culminado en esta cuarta sección. Se trata   —112→   de «Hojeando este libro»163, que nos sitúa «mientras la Radio inglesa da las últimas noticias del avance aliado en Francia.»: «Se le acaba la cuerda al libro (el libro, / reloj callado de mis soledades), / mas hoy como en mis mocedades / en mi morir de cada día vibro, / y es más honda y más firme, menos sola / la esperanza que guardo y que cultivo, / sensible al sol que nace, al aire vivo, / al grito que rebrinca de ola a ola, / al calor de la mano que no veo, / del corazón que múltiple adivino / entre la sombra, grávida del día / ancho y gozoso... Más que nunca, creo, / y mi pie siente el pulso del camino / que al alba nueva rectamente guía».

La realidad reflejada apareció en México en 1955, en una edición de Joaquín Díez-Canedo y Max Aub para la colección Tezontle del Fondo Cultura Económico, aunque el libro iba a ser publicado en un principio por Max Aub en otra editorial. Los 126 sonetillos que lo forman (la mayoría octosilábicos, aunque también compuestos por hexasílabos y eneasílabos) fueron escritos entre 1951 y 1952 (alguno hay, también, de 1946 y 1947). Ninguno de los poemas está fechado, con lo que la relación entre la vida de Quiroga Play su poesía difumina los referentes reales y potencia más la realidad literaria. El libro, en su conjunto, puede parecer más heterogéneo que Morir al día por la cantidad de partes que lo forman (once), pero, en el fondo, es más unitario: en la lucha entre «el morir al día» de Quiroga Pla y la esperanza fingida a través del personaje poético para no desalentar a los que le rodean, ha vencido el segundo. Su poesía sigue siendo una «Fábrica de realidad»164, una «realidad reflejada» por un espejo con voluntad de espejo, de cristalizador literario de unas afirmaciones en la vida que la intimidad de Quiroga Pla, ciego y enfermo, estaba cada vez más lejos de sentir. En La realidad reflejada hay más literatura, mayor interés en poner freno a lo vital con la sordina de la literatura, doble por el rigor de las formas clásicas. A pesar del esfuerzo, a veces cae en el desaliento y baja la guardia: «Yo, sin embargo, querría / acabar mi travesía / sin esta sed y esta hambre...»165. La pesadumbre mina su trinchera poética: «por todo lo que no pudo / llegar a colmo en mi vida, / tan ancha ya y tan perdida / desde el fondo del embudo / en que se va apagando, / con la esperanza encendida / tanto tiempo en vano, el blando / respirar, y este buscar / de la mirada, perdida / porque ya no hay qué mirar»166. Unas veces: «Para esperar,   —113→   dejo abiertas / al azar, anchas, las puertas, / y en hora el despertador»167. Pero otras sufre la espera «bajo la aguja parada / siempre en la hora menos cinco»168. Con bastante frecuencia, su verso se hace metapoético, con lo que está confirmando su interés por controlar la desesperanza: «¡Voz y pasión de lo actual, / Poesía, a lo real / tan ceñida, que es su piel; / la piel que abrasa al poeta / -ni cámeraman ni esteta; / mártir, sí- testigo fiel!»169. En este sentido, el siguiente sería una de las composiciones más representativas: «VERSO, diverso universo / en cuya pluralidad / lo rugoso se hace terso, / lo temporal sin edad; / no por lisonja y mentira: / por honda correspondencia / en que la forma es esencia / y en que el esquema respira, / natural, humanamente, / hasta hacer daño, hasta hacer / caber, rosa de las rosas, / en un contacto caliente / como un pecho de mujer / el palpitar de las cosas»170.

Canta a la «balbuciente vastedad / que al frescor de tanta curva / se hace palabra concreta / y a claridad de unidad / reduce la turbia turba / que eres por dentro, poeta»171. Los poemas son «treguas», «rescates» en los que mantiene una esperanza que, de no ver materializada él, será disfrutada por los que le sigan, porque «vuelve todo, / hecho vida renovada / en el pulso de otras venas»172. En un poema dedicado a Unamuno, fechado el 17 de enero de 1951173, habla el hombre Quiroga Pla: «Tú mueres desesperado, / y a mí me mata la espera». Cada vez está más lejos de afirmar, como en «Encrucijadas, edenes» o «Pulso del instante»174: «¡Ser uno mismo! ¡Ser tú y yo, porosos, / en densa actualidad fiel así misma, / naciente y fresco borbollón cambiante, / cada cual a la vez punto de cita / y despierto testigo del milagro / de encontrarse cada cual en todo!». «No soy, nunca seré más que un momento./ Pero en él, ¡cómo llega al colmo de su sentido el universo!».

De los poemas dispersos en las publicaciones del destierro y entre los inéditos, cabe decir que vuelve con frecuencia al romance y al verso libre. Como poemas curiosos, por romper la tónica en extremos opuestos, hay que citar su romance épico «Camaradas, compañeros...» de mayo de 1947175 y su verso libre y lúdico «Esquiadora 1934»176, con el   —114→   que nos transporta a su poesía anterior al 1936 por su pirotecnia conceptual y vanguardista, muy cercana a la exuberancia de su obra inédita de entonces, como «Nadadora», de 1926. Pero lo que se impone en toda su poesía del destierro es la tendencia sobria y rehumanizadora que inició en los años veinte, adelantándose a sus compañeros de la Generación del Veintisiete. Su poesía empezó a hacerse más densa en humanidad a partir de 1929, cuando el surrealismo empezaba a dar sus expresiones más logradas entre sus compañeros de generación. Comenzaba a imponerse para él un «tiempo de sencillez», la «limpidez de lo cotidiano» (tal como recuerdan las notas de Virgilio Garrote que le dijo). Y, sobre todo, se hace más auténtica. En el excelente artículo que Quiroga Pla le dedicó en 1934 a La voz a ti debida de su amigo Pedro Salinas, «El espejo ardiendo»177 podemos ver cómo el poeta se pronuncia al respecto. Recoge de la declaración de principios poéticos de la Antología de Gerardo Diego que Salinas valora en la poesía, sobre todo, «la autenticidad. Luego, la belleza. Después, el ingenio». Afirma después Quiroga Pla que:

Lo que ha escaseado siempre aquí (...) es el poeta auténtico: quiero decir -y con ello no creo falsear el sentido que la expresión tiene usada por Salinas- el genuino poeta lírico, en cuanto lo lírico significa expresión poética de una radical intimidad humana. (...)

Llevamos, aun en los mejores de nuestros poetas, años y años de esnobismo, de hacer de la literatura y de la poesía misterio, comunión de iniciados, ciencia oculta casi. La poseía de Salinas, hecha esencialmente de depuración, de sublimación y acendramiento de lo humano, es justamente lo contrario a ese esnobismo, de esa poesía para iniciados. Poesía al alcance de todos -lo cual no quiere decir que sea poesía para todos. (...) en la poesía de Salinas hay (...): un calor y un valor humanos, pero transfigurados en perfección de sí mismos, en conseguimiento pleno de su realidad profunda como de su apariencia, flotando en una vena de poesía inconfundiblemente auténtica.



Esta misma poética es la que veremos plasmada en los versos de Quiroga Pla. Una poesía que «no necesita ni pretende vestirse de humanidad porque la humanidad la lleva por dentro, están amasadas de ella sus entrañas, su risa, el trémolo de su voz, su alegría de ojos claros y brillantes, su viril melancolía frente a la danza de las cosas en fuga irrestituible». Una poesía con «la virtud mágica de ponernos como por primera vez en presencia de las cosas, con un sobrecogimiento, frente a ellas, de asombro fervoroso y reverente»178.

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Su poesía del destierro se llevó con ella la vinculación con el popularismo que ya había puesto en práctica antes del 1936, siempre potenciando un conceptismo bien conseguido que reelabora y desautomatiza imágenes sorprendentes («pastorear horizontes»179; un «sol que brinca, pirata, / del celeste mar de plata / al adoquinado urbano»180; una «luz, arpista de cristales»181; una «luz tartamudeada»182; un taxi que es «cuna de azar»183; unos «ojos abiertos, / para ver llegar, / al amanecer, / las islas y puertos / que salen del mar»184; paisajes «en el cazamariposas de la mirada»185;...). También mantiene algunas deudas con el surrealismo y las vanguardias en general: habla de «pianos / mecánicos del deseo»186; del tren como «potro mecánico»187; de un «fuego / helado en su ojo redondo»188; de «calles sin fachada»189; o de una «mascarilla de tu faz ausente / frío yeso de luna entre mis manos»190. Cuando hombre y poeta consiguen estar afinados en la misma tonalidad, le salen versos como el que fechó un 17 de julio de 1952 para La realidad reflejada191: «Yo podré quedarme ciego... / Tú seguirás, Primavera, / trenzando tu cabellera / de verde y sol, en un juego / de agua fresca y denso olor, / lanzando el viento, de anzuelo, / en el mar a contrapelo / de las praderas en flor. / ¡Gozosa risa, puntual / vivificadora! Yo / no veré arder tu cristal / en el rosal del reloj. ¡Ay, dura ley! Pero no: / ¡sagrada ley natural!». La ironía, con la que se enfrentó incluso a los momentos más duros de su vida, apenas incide en su poesía del destierro: el control y una serenidad que huye de estoicismos y resignaciones va impregnando, contumaz, su esperanza. Como hemos visto, también la exaltación épica tiene sus arrebatos, pero éstos van calmando sus ímpetus con el desgaste al que le someten las circunstancias. Un soneto fechado en Ambilly, el 8 de junio de 1954, el último que conservamos, inédito, de Quiroga Pla, nos confirma   —116→   lo dicho: «¡AÚN no es el fin, aún no es el fin... ¡Paciencia! / mano de ciego que el vacío toca, / grito de angustia que la amarga boca / degrada en estertor e incoherencia! / El pecado mayor es la impaciencia, / ni el desánimo necio ni la loca / imprecación defenderán la roca / contra la gota de agua y su insistencia. / Así, no te me apoques ni desmayes; / sigue como hasta aquí firme en la brecha / de la contraria o la propicia suerte. / El aliento contén, contén los ayes, / pues ya el arquero tiende el arco y flecha / que la paz han de darte con la muerte». Este poema, desde el dominio del dolor que supone la retórica y la métrica, es toda una declaración de los principios que fundamentaron su poesía y es el poeta quien habla al hombre en su desdoblamiento. Ha esperado mucho, se ha defendido en el ruedo de la vida del «toro de cada día»192 durante muchos años.

José María Quiroga Pla es un poeta necesario porque hizo de sus versos una serena arma de combate contra el desaliento de todos los desterrados. Sembró luz donde crecían sombras; procuró arrancar su propia oscuridad de sus versos y, aunque ésta, fértil y persistente, se reproducía abonada por la vida, quiso compartir una esperanza hecha de andamios poéticos. En su literatura, «esperanza y recuerdo son una sola brasa»193 que aviva con el fuego de cada instante al que no renuncia. Le tomó el pulso a cada alegría y a cada amargura, vibró pensando que su vida cuajaba «su amargo zumo en dulce fruto»194. Su confianza en el futuro fue una forma de solidaridad.

A pesar de la sombra de Unamuno y de los grandes destellos encandiladores de sus compañeros de generación; a pesar de su carácter; a pesar de la guerra y del destierro; a pesar de su enfermedad, sus fatigas, su exceso de trabajo y sus dificultades económicas... A pesar de todo, José María Quiroga Pla fue un poeta esperanzador que quiso, ensordeciendo los matices amargos de su espera, transmitir su fe en los hombres, «mis mellizos / innumerables y que no conozco». Estos versos, de «Hombre adentro, mundo adelante» son la punta del iceberg de una «poesía revolucionaria» que no pudo llegar a consolidar. Quiroga Pla necesitaba «de vosotros, cuerpos humanos, maravillas vivas. / Como necesitáis vosotros de este pobre cuerpo mío de hombre»195. Nos llamaría «hermanos, hijos, padres... / Pero mejor camaradas o compañeros, / porque partís conmigo, a cada instante, / el techo de la esperanza, el pan de la fe y del esfuerzo»196. Luchó por mantener los brazos de su poesía abiertos «para estrechar en ellos / sin palabras inútiles / -basta el silencio, henchido / de reconocimiento-   —117→   / a tantos hombres / que como yo han gozado hasta la hartura, / hasta el sollozo, / que como yo han sufrido / solos y a solas (...). Hombres que, como yo, en su noche negra, / han esperado, / en brasa de esperanza consumidos, / y el fuego que consumía sus entrañas / antorcha les ha sido. Volteándola en la sombra, / como quien hace señas...»197. Esta poesía que soñaba con «acercar los mundos», con «acercar los hombres (...), las vidas y fundirlas»198 fue una aspiración. El esfuerzo poético de Quiroga Pla, el camino recorrido para no llegar merece ser leído. En sus versos late una tormenta humana, una duda que no debe morir en el destierro, silencioso e indiferente, del olvido.



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ArribaAbajoMaría Casares, residente privilegiada en París

Rosa María Grillo


Università di Salerno


Bien sabemos cómo fue importante para los exiliados españoles del '39 llegar a un lugar donde se hablaba su propia lengua, como ha subrayado María Teresa León, que en su larga trayectoria de destierros ha vivido en Francia, Argentina, Italia: «Seguramente los que llegamos a América fuimos los más felices. Nos encontramos con un idioma vivo, con nuestro español de los mil aderezos lingüísticos, la maravilla que nos permitía entendernos»199. Si eso es verdad para cualquier exiliado, el problema del idioma y de la comunicación con el nuevo entorno se vuelve fundamental para quien hace de la palabra -oral o escrita- razón de vida o medio de supervivencia. Tan es así que aun en países de habla española, es decir donde se utiliza el mismo idioma, algunos intelectuales se han quejado de que la comunicación a nivel profundo tuviera obstáculos: «el idioma español con frecuencia resultaba ser un falso amigo: la comunicación parecía tan fácil a los recién llegados que en ocasiones tanto españoles como mexicanos no conseguían darse cuenta de la medida en que entendían mal o eran mal entendidos»200.

Para María Casares, exiliada muy joven en Francia con su madre, no fue fácil integrarse en un mundo otro; vivió la escisión dolorosa entre dos idiomas y dos culturas, pero ganó su batalla -no sin fracasos y crisis, como relata en su autobiografía- hasta llegar a ser actriz famosa, de teatro y cine, en su lengua segunda («soy una actriz francesa, hecha enteramente por Francia»201), y a escribir en francés su autobiografía202 -su vida interior, sus sentimientos, amores, éxitos y   —120→   decepciones-, género que, como sabemos, requiere generalmente el uso de la lengua materna. Francia la había acogido, concediéndole muchos privilegios, pero, afirma, «teníamos que merecer vivir; y para ello, rehacerlo todo, recomenzarlo todo, hasta el alfabeto, que teníamos que aprender otra vez a deletrear. Y los modales, y la mentalidad. Y el corazón. Había que rechazar hasta la nada, si se podía, la persona que se había sido, para convertirse en la misma pero en otra. Había que hundir hasta lo más recóndito lo que se había sido, y acoger, beber, tragar todo cuanto nos venía de fuera» (p. 132). La importancia de la adquisición del idioma -carta de ciudadanía aún más importante que la oficial, que ella obtuvo como 'residente privilegiada' por ser hija del Presidente del Consejo de la República Casares Quiroga- viene continuamente subrayada por María Casares llegando casi a una equiparación entre idioma e identidad: «Incluso tenía que esforzarme lo más posible para olvidar mi idioma. Tenía que aprender otro, perfeccionarlo, hacerlo mío [...] Desde el instante en que puse el pie en el suelo francés, las imágenes de la infancia, de la primera adolescencia, de la guerra, del hospital, y hasta de mi propia persona ajena a lo que yo era en el instante entonces presente, quedaron atadas-amordazadas-domadas-hundidas en el fondo de un secreto crisol, y todo lo que podía apartarme del camino trazado-fue negado-aniquilado-sacrificado-quemado y ofrecido en holocausto a los dioses de la conquista» (pp. 134-135).

Rehacer, en la escritura, la historia del aprendizaje del idioma viene a ser así una pieza de la reconstrucción de una identidad en su totalidad, fracturada por los avatares del exilio. Efectivamente, el exilio real aparece como una etapa exasperada y extrema del exilio de sí mismo, de un desacuerdo profundo con el mundo circundante, lo que María Zambrano ha definido «no tener lugar en el mundo»203: por lo tanto la autobiografía interior, que María Zambrano llama 'confesión', viene a ser el «acto en el que el sujeto se revela a sí mismo, por horror de su ser a medias y en confusión», principalmente «en momentos en que parece estar en quiebra la cultura, en que el hombre se siente desamparado y solo. Son los momentos de crisis, en que el hombre, el hombre concreto, aparece al descubierto en su fracaso»204. Reconstruir estos pasajes, colmar las fisuras de la geología y geografía del desarraigo causadas por el destierro, viene a ser motivación y fin de la escritura   —121→   autobiográfica. Escribir de sí, efectivamente, además que a una necesidad de historicizar su propia existencia, o al deseo de proponer su vida como ejemplar, responde también a la necesidad de catarsis, de liberación, de atar hilos destrozados y fragmentarios, dar continuidad a una vivencia disgregada, recuperar fragmentos de memoria reconstruyendo una trayectoria coherente o, al contrario, dejarlos libres para que su mismo fragmentarismo sea significativo. A veces, la autobiografía nace de una profunda necesidad de autoanálisis, y entonces responde a la amenaza de destrucción de la identidad personal, escritura terapéutica contra el caos el vacío de su propio pasado; para María Casares no hay dudas: «la razón vital que me empujó a escribir este libro [es] la construcción sin cesar recomenzada de un hogar, de una familia, de raíces reinventadas, de amistades y de amores renovados y sostenidos a pulso» (p. 105).

A la crisis, existencial e histórica, del exilio, se debe por lo tanto el gran número de autobiografías y memorias escritas en España después de la guerra civil, que han merecido pormenorizados estudios: sin embargo muy poco espacio se ha dado en ellos a la que considero uno de los testimonios más valiosos de la escritura autobiográfica española -tanto desde el punto de vista de lo literario como del de testimonio de la historia de una personalidad: Residente privilegiada de María Casares.

En el continuum205 de la escritura autorreferencial desde las memorias (relato de los acontecimientos de una vida, enmarcados en el contexto de eventos históricos, sociales, culturales en el que se ha desenvuelto la vida del memorialista) hasta la confesión (historia de una personalidad, de una existencia privada, de su evolución o cambio intelectual y moral), Residente privilegiada se encuentra sin duda en este último extremo, ejemplo iluminante de cómo, en el moderno narrar autobiográfico, a una excavación íntima corresponde generalmente una discontinuidad estructural que permite, gracias a las asociaciones libres, a los saltos e inversiones temporales, al desdoblamiento de la voz narradora, dar cuenta de anfractuosidades, hendeduras, abismos y resurrecciones que hacen una personalidad, construyen un yo y condicionan su evolución: «El exilio había terminado [...] Tenía la sensación de que los agujeros que interrumpían el desarrollo de mi curriculum vitae eran, como el sarampión, los pruritos, el zona y la hepatitis viral, otras tantas fiebres de crecimiento con vistas a no sé qué nueva madurez, y que la solución de continuidad que se me aparecía no era otra cosa, a fin de cuentas, que una nueva iniciación [...] Un día de   —122→   noviembre del mismo año, me avine a firmar el contrato que me comprometía a escribir este libro [...] En enero de 1979, por fin instalada en La Vergne, emprendí el largo viaje [...] Yo buscaba en la ordenación de las palabras y en una posible musicalidad, por los meandros oscuros o confusos de una memoria olvidada, los signos que me revelarían por fin una identidad» (pp. 414-416).

La discontinuidad temporal del texto de María Casares se evidencia ya en el íncipit, ubicado en un momento central de su vida, el de su vuelta a España en 1976 para estrenar El adefesio de Alberti después de cuarenta años de exilio: «Preferí coger el tren. Soportaba mal la idea del salto brutal que el avión nos obliga a dar en el espacio. Necesitaba la densidad de todo mi tiempo para recorrer mi propio espacio» (p. 11). Espacio y tiempo, por lo tanto, como sugestión personal, como experiencia subjetiva que somete y aniquila los conceptos objetivos de medida ya que a un yo que quiere ahondar en sí mismo, desenredar la madeja de su propia historia, se impone el tiempo de la memoria, la más de las veces involuntaria, y no el de los almanaques o del reloj. Inmediatamente, a este viaje que lentamente la acercaba a España, se asocia su primer viaje en tren, en su infancia, para ir a visitar a su padre detenido en la Cárcel Modelo de Madrid después de la insurrección de Jaca: «La primera vez que fui a Madrid hice el viaje en tren de noche. Era, según creo, a finales de 1930 o principios de 1931, acababa de cumplir los ocho años» (p. 16).

Luego, la autora sigue una cronología básicamente lineal, frecuentemente interrumpida por anticipaciones, flash back, asociaciones libres. No es por casualidad que en algunos capítulos en los que prevalece la imagen pública de María Casares -su carrera como actriz- se afirma el orden cronológico de los acontecimientos, típico de las memorias, acompañado por documentos, cartas etc., casi para testimoniar la veracidad histórica de lo narrado y la inescindible compenetración entre exterioridad e interioridad, entre el Yo y la Historia. En cambio cuando, al recordar y reconstruir momentos de crisis, la memoria o la voluntad le fallan, el estilo se hace más irregular y discontinuo: «Y hubo también, ¿entonces? -¿o más tarde?- hubo -mi retorno a Servais [...] ¡Pero no! No fue en ese momento -fue más tarde, a mi regreso de Malaucène en donde había rodado los exteriores de Bagarres [...] No -en aquel momento seguía creyendo vivir lejos de los abismos, a pesar de algún vago y pequeño malestar; y fue con la ocasión del Bal de la Voilette cuando la cosa recibió su nombre, para hacerme caer en el ruidoso vacío que viví durante todo el tiempo de rodaje en el Midi y hasta mi regreso y en el que vigilia -sueño-ficción-realidad se entremezclaban cada vez más» (p. 308). Es decir, en la autobiografía de María Casares la escritura se adhiere perfectamente al momento de la vida que quiere relatar, con su ritmo, su grado de   —123→   conciencia y autoconciencia, dificultades y felicidades. Ella misma lo reconoce: mientras la primera «parte de este libro ha salido ya de un empujón, como una larga espiración. La infancia lejana y formidablemente presente; intacta y ya transfigurada; despojada, consagrada y dorada por el tiempo que la restituye adornada de encantos caducos y abierta en interrogaciones como una querida y bella ruina», más difícil es «continuar [a] cambiar de país, de edad y yo diría incluso de siglo -el XX comenzó para mí en 1937- [...] ahora se trata de rumiar alimentos aún no digeridos y no sé cómo componérmela. Giro en torno de ellos. En acercamientos prudentes. Con la impresión de ejecutar los pasos peligrosos de una danza guerrera» (pp. 107-109).

Que el íncipit del texto corresponda a su regreso a España no es casual, refleja un topos de la literatura autobiográfica del exilio: escribir de sí con mirada retrospectiva, totalizante, es posible sólo cuando se ha alcanzado una meta, cerrado un círculo, concluido una búsqueda, fijado un hito desde el cual buscar conexiones y significados porque, como ha afirmado Philippe Lejeune, autobiografía es relato retrospectivo en prosa de una transformación interior del individuo, es decir, la historia de una personalidad entre dos momentos significativos, que no necesariamente coinciden con el nacimiento y con el acto de la escritura. Para María Casares, el primer viaje en tren, a los ocho años, y el que la lleva triunfalmente a España, cuarenta y seis años después. Este es el punto final, el que la empuja a la recherche, casi como si sólo la reapropiación de aquel espacio y aquel tiempo le pudiera permitir reconocerse y luego, a través de la escritura, descubrirse y reanudar los hilos de su existencia, interrumpidos por el exilio primero y por varias crisis depresivas luego: «nunca fui capaz de releer [las cartas de mi padre] después de su muerte, hasta el día en que emprendí, con mi viaje a España, el aventurado trayecto que me llevó a escribir este libro y que, para comenzar, me obligó a forzar cajones secretos hasta entonces tabú, en busca de llaves que me ayudasen a abrir puertas hasta ahora condenadas» (p. 312). Y los dos viajes representan también los dos polos que rigen su vida: el padre, presencia-ausencia tan significativa que su muerte le causará una crisis profunda, y el teatro, que sentirá a lo largo de su vida como su 'verdadera patria': «El teatro se había convertido para mí en la tierra nueva en que me había enraizado» (p. 254).

María Casares se había alejado de España en noviembre de 1936, con sólo catorce años: había vivido unos pocos meses de guerra, y desde un observatorio particular, como podía ser su joven edad, el ambiente del hospital en el cual se había empeñado como voluntaria, el pertenecer a una familia 'privilegiada'. De la guerra tiene recuerdos nítidos y lancinantes, si bien limitados: «Para mí, la guerra de España se encuentra contenida en aquel hospital» (p. 117). Y el hospital será   —124→   su primera escuela de vida, su primer acercamiento a la sociedad adulta: «Fue allí [...] donde descubrí la amistad viril, libre y púdica, sin blandura [...] Aprendí también, cosa preciosa, una familiaridad con la muerte, el dolor físico, la miseria moral, la impotencia y la rebeldía del cuerpo, la carne herida y enferma, la fuerza y el poder de un corazón bien templado contra el dolor [...] También conocí la paz, la verdadera paz arrancada a la tormenta entre dos truenos, y pienso con infinita dulzura en las sesiones de lectura que hacía para los que no sabían leer ni escribir. La solidaridad, de la que tomé conciencia allí y que me vinculó al mundo» (p. 119). Allí consiguió también sus primeras victorias (para no llorar, para no gritar, para no desmayarse...) pero también su primera derrota -«la revelación monstruosa y repugnante de la tortura» (p. 124)- cuyo recuerdo obsesivo la acompañará en el exilio parisiense: «En aquel momento no me quedaba ya más que un terrible peso de madurez precoz y la crispación íntima de un sentimiento de solidaridad -recién descubierto y ya herido» (p. 123).

Y si el primer capítulo, 'El viaje', termina con la llegada a París el 20 de noviembre de 1936, el sucesivo, 'El espejo', se inicia exactamente seis años después, el 21 de noviembre del 1942, día de su vigésimo cumpleaños y también de su renacimiento, de la conquista de un rol, de una identidad, de una patria, como orgullosamente afirma casi al final de la autobiografía: «Mi nombre es María Casares. Nací en noviembre de 1942206 en el Teatro Mathurins [...] Mi patria es el teatro [...] y mi país de origen la España refugiada» (pp. 341 y 352). Es evidente que la fractura de la guerra y la partida obligada -sacudida volcánica que ha desarraigado sus raíces e interrumpido su trayectoria vital- puede ser sanada sólo a través de la reconquista de una identidad, afanosa y tortuosa recherche que a menudo requiere la suspensión de sí y de la conciencia de sí: no es impropio por lo tanto acercar esta autobiografía a un texto fundamental de la escritura femenina moderna, Les mots pour le dire (1975) de Marie Cardinal, marcada por una similar vicisitud migratoria (de Argel a París): «Existo desde hace siete años [...] He nacido con el psicoanálisis». Y el psicoanálisis le ha dado la capacidad de encontrar 'las palabras para decirlo': «Después de seis meses de análisis he empezado a escribir». Y en ambas, la presencia amenazadora de la cosa, una monstruosa mezcla de imágenes y delirios, sonidos y olores, que no se dejan atrapar ni ordenar, y tanto menos expulsar.

El ritmo de la vida de María Casares ha sido como marcado por esas crisis profundas que la han alejado del mundo y de sí misma y que la han llevado a la anulación total, a no reconocerse: «hacía todo lo que fuese por exiliarme en busca de no sé qué tierras libres de mí   —125→   misma» (p. 316). La escritura, adheriendo íntimamente a las condiciones suyas del momento vivido, se hace entonces discontinua no sólo en la escansión cronológica: la primera persona deja lugar a la tercera, signo de la fragmentación de la identidad, de la no identificación del yo -narrador último que ha recuperado la totalidad de sí- con otros yo desgarrados, amputados, ajenos207. En estos párrafos el carácter cursivo -utilizado también para relatar los sueños, y citar cartas, documentos, el diario de su padre etc.- subraya la diversidad del enfoque y la fuerza expresiva que adquiere la escritura cada vez que se impone un yo libre de interferencias conscientes del narrador: la corriente de conciencia, las imágenes surrealistas y las libres asociaciones eliminan toda barrera entre el yo y la escritura despojando su intimidad de mixtificaciones y tabúes. Como para Marie Cardinal, la cosa la invade quitándole lucidez, memoria, autoconciencia: «Busca su nombre, que no consigue encontrar [...] ¿Qué había pasado? No conseguía encontrar el recuerdo. Imágenes que no parecían pertenecerle afluían, se multiplicaban, se empujaban [...] y ella, agotada, se apresuraba en su persecución, para atrapar el conocimiento, la cosa oculta que tenía que poner al descubierto para encontrarse [...] Buscando fechas, registró sus cajones, sus papeles, sus cuadernos, sus cartas, para reanudar el hilo de su historia. Tal vez lograría así encontrar su nombre, inscrito en alguna parte. Enraizado» (pp. 333-334). Exilio y muerte son las causas desencadenantes de tales crisis, y si el exilio -en 1936- le había impuesto el silencio -aquel salto temporal de seis años entre el alejamiento de España y su estreno teatral (años contados sólo por flash back y asociaciones libres)- las muertes de su madre, su padre y por último de Albert Camus, su compañero de vida y de trabajo -la sumergen en estas crisis profundas que se expresan en la escritura, en discursos discontinuos y repetidos: «¿Quién me había dado esa bola de oro del techo? Y la silueta de un -¿ángel?- ¿o elfo?- pasó rápida» (p. 338) y «En la bola de oro colgada del techo como la luna del Adriático exhumada de su memoria, el caleidoscopio averiado entrechocaba locas vistas ante ella para precipitarla en el más rabioso de los maratones que nunca hubiera emprendido» (p. 392).

Para reencontrarse, para atravesar aquel largo túnel que es la búsqueda de su propia identidad lacerada y puesta en discusión por el regreso a España, fue necesario ganar otra batalla contra los efectos del exilio: «Desde que abandoné España en 1936, he vivido siempre en estado de urgencia [...] El simple hecho de buscar un rincón para fijarme en él tal vez me ayudase a reunir mis trozos dispersos, salvo,   —126→   claro está, aquellos que se habían perdido irremediablemente en los cataclismos. Y a pesar de mi repugnancia -fruto del exilio- a tener algo [...] empecé a buscar un rincón de tierra en el que volver a encontrarme a mí misma [...] En enero de 1979, por fin instalada en La Vergne, emprendí el largo viaje [...] por los meandros oscuros o confusos de una memoria olvidada [a la búsqueda de] los signos que me revelarían por fin una identidad» (pp. 105, 347-348 y 315-316). Ya desde el título, Residente privilegiada, y la dedicatoria, A las personas desplazadas, se evidencia la importancia del desplazamiento en la vida de María Casares, empezando por aquel primer desarraigo del traslado a Madrid («monté en el coche en 1931 con mamá, Esther y Susita en dirección a Castilla, con la fuerza de mis raíces sólidamente implantadas en tierras gallegas cuya savia ya no podría aspirar en adelante más que tres meses al año, y eso solamente durante cuatro años», p. 67), seguido por los muchos cambios de residencia de su familia y, por último, el radical del exilio. Sólo gracias a la estabilidad conquistada, después de la tournée por España, con el retorno a París («la ciudad que desde mi regreso, sentía como mía», p. 413), estabilidad simbolizada por la adquisición de una casa, por el arraigo en una tierra, que exorcizan el des-tierro, María Casares puede empezar a poner orden en su vida. Pero el único orden que es posible imponer a estos 'meandros oscuros o confusos' de su conciencia para hacerlos descifrables -a quien escribe antes que a quien lee- es el de la intermitencia de la memoria, de las evocaciones dictadas por el inconsciente y de las improvisas iluminaciones.

Residente privilegiada es un texto complejo, de gran fascinación pero también de difícil lectura, radiografía de una personalidad fuerte y frágil al mismo tiempo, con seguridad la autobiografía más profunda y más sufrida de las escritas a consecuencia del exilio. En ella se evidencia una trayectoria vital -guerra, exilio, teatro, crisis de identidad, autoanálisis, muerte y renacimiento- hasta el acto final, concreto, de comprar la casa de La Vergne y allí, sólo allí, dar vía libre al acto ordenador y resumidor de la escritura. Poner fin a lo provisional, arraigarse, poseer algo, escribir su propia vida con consciente intención autocognoscitiva y autorreconstructiva: ése es el sentido del largo viaje que desde el desarraigo y el silencio, a través de la escritura, lleva a la reconquista de una identidad íntegra.


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