
Lo actual en lo intemporal de la bucólica: Forner e Iriarte ante las églogas de 1780
Jesús Pérez Magallón
McGill University
El 12 de junio de
1779 la Real Academia Española decide convocar el concurso
anual de retórica y poesía. Para el primero, propone
un Elogio de D. Alonso de Madrigal, el Tostado, obispo que fuera de
Ávila; para el segundo, una Égloga de entre 500 y 600
versos bajo el lema «Elogio de la vida campestre»
(Cotarelo 219). El anuncio del concurso aparece en la
Gaceta del 20 de junio y establece como plazo de
presentación hasta el 31 de enero del año siguiente.
Lo primero que uno puede preguntarse es ¿por qué, a
estas alturas del siglo dieciocho, una égloga? Lázaro
Carreter señaló que revela «una exaltación estética de nuestro
siglo XVI»
(XIII), aunque también lo ha
relacionado con el modelo arcádico italiano (XV), en tanto
que Palacios ha apuntado que «[n]o es de
extrañar que el nuevo espíritu neoclásico del
siglo XVIII vuelva su vista a los antiguos temas clásicos
que cultivara el maestro Virgilio o nuestro renacentista
Garcilaso»
(56n), recordando que otros temas establecidos
por la Academia habían sido «Las naves de Cortes
destruidas» o «La toma de Granada.»
Podríamos añadir que la «Sátira contra
los vicios introducidos en el lenguaje castellano» se incluye
en ese objetivo académico de restaurar los géneros
poéticos de raigambre clásica. Pero ¿es
sólo la continuidad del neoclasicismo -que a fines de los
setenta ya no es nuevo- lo que subyace a la convocatoria del
concurso que nos ocupa?-, ¿O hay alguna dimensión
contemporánea en el género y el tema propuestos?
Intentaré responder a estas preguntas más adelante.
Lo evidente es, como subrayaba Palacios, que hay un deseo
explícito por dar nuevo vigor a los géneros
clásicos (antiguos y renacentistas), estimulando la
composición de semejantes obras.
La reacción de los más afamados vates de la época -y de los no tan afamados- muestra que la propuesta de la Academia caía en un ambiente tremendamente receptivo y favorable para tales géneros y temas. Que una figura del mundo cultural madrileño como Tomás de Iriarte decida participar en el concurso -aunque con discreto seudónimo- es prueba concluyente. Que del núcleo salmantino surja la voz de Meléndez -figura de la nueva generación- para competir y presentarse por primera vez en el escenario nacional, todavía más.
La Junta de la
Academia celebrada el 18 de marzo de 1780, y cuyo resultado se
publicaría en la Gaceta del 28 del mismo mes,
decidió declarar desierto el premio de retórica y
conceder el primer premio del de poesía a la Égloga
«Batilo», de Meléndez Valdés, y el
accésit a la titulada «La felicidad de la vida en el
campo», de Iriarte. Es posible que ambos poemas hubieran
quedado medio sepultados en el conjunto de la producción de
sus autores si Iriarte -ofendido tal vez en su amor propio, en su
conciencia de poeta o en su posición pública- no se
hubiera sentido obligado a escribir y difundir («des copies
commencent à circuler dès le mois
d'avril»
[Lopez 26]) unas Reflexiones
sobre la égloga intitulada «Batilo» para
poner en tela de juicio la decisión de la Real Academia,
atacando la obra premiada y defendiendo, bien que en breve espacio
y con poco estruendoso apasionamiento, la propia. Porque dichas
Reflexiones lanzaron a la palestra al campeón de
Meléndez y, en consecuencia, adversario en este lance de
Iriarte, Juan Pablo Forner - otro miembro de la nueva
generación-, quien escribiría su Cotejo de las
églogas que ha premiado la Real Academia de la Lengua,
y «ne l'a
communiqué qu'à quelques personnes de son
entourage»
(Lopez 261). Las razones que
empujaron a Forner a salir en defensa de «Batilo» han
encontrado en López (261-4) una explicación
convincente, situándolas en el contexto de sus relaciones
con Piquer, Mayans y los Iriarte. El mismo Forner se
explicaría así: «A fin de
reprimirle un poco [a Iriarte] y manifestarle que, siendo la
Poética el arte de que más se gloria, ni aun sabe lo
que es Égloga, escribí un análisis de la suya
y de la premiada»
(cit.
Lázaro Carreter XXI). La polémica estaba servida, y
la perduración de ambas composiciones, vinculada para
siempre a elementos extra-poéticos. Extrapoéticos no
quiere decir carentes de interés para la poesía,
puesto que uno de los aspectos mas apasionantes del enfrentamiento
es precisamente el modo en que ambos -Iriarte y Forner- tienen que
exponer con mayor o menor detenimiento su concepción de lo
que es la égloga para justificar así sus juicios
antagónicos sobre los diferentes poemas. En ese sentido, es
cierto lo que afirma Navarro González al decir que las
Reflexiones de Iriarte son «una
de las más interesantes muestras de crítica literaria
que sobre una obra contemporánea nos ha quedado del siglo
XVIII español»
(XXXII); lo mismo que es
indiscutible la opinión de Lázaro Carreter cuando
concluye su Introducción diciendo que el Cotejo
forneriano cuenta «como uno de los
más interesantes capítulos de la estética
ilustrada española»
(XXXIX). Siendo así,
resulta sorprendente que, aparte las páginas introductorias
de Lázaro Carreter, nadie haya entrado a reflexionar sobre
dónde radica el interés de ambos textos, y menos aun
a relacionar ese interés con el de las églogas que
les dieron origen. Esa es mi intención en las páginas
que siguen.
Tal vez sirva como
punto de partida lo que puede interpretarse bien como
ambigüedad de la convocatoria bien como intento
explícito de limitar el alcance de la misma. Al pedir una
égloga es de suponer que los académicos tienen una
idea más o menos clara de en qué consiste el
género; y ¿qué otro concepto podían
tener sino el expresado por Luzán o, más
recientemente, por Burriel? Al proponer como tema el «elogio
de la vida campestre» es cuando surgen las dudas. Si como
idea de égloga se entiende el que los protagonistas han de
ser pastores o vaqueros, el elogio de la vida campestre puede verse
como una ambigüedad o como una contradicción, ya que
deja abiertas las puertas a otro tipo de personajes que habitan o
pueden habitar el campo; o puede suponerse que lo que pretende la
convocatoria es ceñir el tema sobre el que deben conversar o
cantar los pastores, es decir, eliminar la problemática
amorosa como preocupación fundamental para obligarles a
limitarse a discurrir sobre las virtudes de la vida en el campo.
Veremos que, en gran medida, las discrepancias entre Iriarte y
Forner tendrán como punto de partida los términos en
que se realiza la convocatoria. Baste recordar que todavía
Cotarelo señalaba, para justificar parte de la
crítica de Iriarte, que la égloga de Meléndez
«es más bien un panegírico
de la vida pastoril que de la vida del campo,
pues no dice una palabra de algunas faenas y ocupaciones rurales,
como, por ejemplo, la agricultura»
(223), recogiendo lo
que el mismo Iriarte había afirmado en sus
Reflexiones. ¿Qué de extraño tiene,
por tanto, que esa ambigüedad estuviera en el origen de la
polémica lo mismo que lo estuvo en el diseño y
composición de las églogas presentadas a
concurso?
En efecto, la
interpretación del sentido de la convocatoria misma es el
pivote en torno al que giran las Reflexiones irartianas.
Así, no sólo afirma lo que Cotarelo citarla
más tarde, sino que abunda en el mismo sentido a lo largo de
su texto, criticando, por ejemplo, el que Meléndez «ha considerado la vida pastoril como compendio
de la vida del campo»
(17), y, más adelante, al
contar y casi burlarse de la cantidad de veces que Meléndez
utiliza voces como yerba, pacer, grama, ganado, rebaño,
pastorear, escribe: «Difícil
será encontrar en toda la poesía castellana
égloga que más justamente merezca el nombre de
pastoril»
(42). En su intento por censurar la
égloga «Batilo» y defender la suya, Iriarte se
ve impelido a exponer qué entiende él por
égloga y qué, más en concreto, por vida del
campo. Con esa intención, y no sin cierta ironía,
escribe:
(17) |
A partir de esa matización, que conlleva una determinada e intencionada lectura de los términos de la convocatoria, prosigue explicando lo que para él diferencia el campo de lo pastoril:
(18) |
Las frases finales
pretenden claramente dar una versión unívoca e
indiscutible al sentido de la convocatoria para, de ese modo,
justificar los aspectos centrales de su crítica. Puesto que,
si se acepta su visión del campo y su vinculación con
la égloga, es lógico echar de menos en el poema de
Meléndez las mieses y las viñas, la pesca y la figura
del cultivador, es decir, del labrador. Debido a esa coherencia,
Palacios no duda en afirmar, siguiendo a Iriarte, que «"Batilo" no es en modo alguno la suma del
espíritu ilustrado: sobra la ficción pastoril y
faltan los aldeanos racionales y reales en su verdadero
contexto»
(57). Siguiendo su propia lógica, para
Iriarte los protagonistas del género no pueden -o no deben-
seguir siendo los pastores, sino que otros habitantes del campo,
más esforzados, útiles y productivos tienen pleno
derecho a ocupar ese lugar. En un momento de rapto
dialéctico, llega a afirmar «cuán limitadamente trazó el autor
de la égloga la pintura del país que se le
pidió»
(20). Pero, se pregunta uno, ¿acaso
se había pedido una pintura del país?
Sobre el mismo
tema vuelve en su Conclusión. Tras decir que «son contados los poetas que han escrito sobre
las verdaderas ventajas de la que con propiedad debe llamarse vida
del campo»
(63), sostiene -tornando su
interpretación por la realidad- que ése es el tema
«que la Real Academia propuso, y el que
parecía digno de que se ejercitasen los ingenios
españoles, pues sobre la vida campestre podían decir
cosas, si no enteramente nuevas en la substancia, nuevas a lo menos
en la expresión»
(63). Después de haber -o
haberse- convencido de que la égloga debía versar
sobre la vida campestre, concepto muy diferente y más amplio
que el de vida pastoril, con protagonistas que no forzosamente
debían ser pastores, comenta sobre su propio poema:
Si hubiera creído aquel docto cuerpo que esta
segunda composición premiada no merecía nombre de
égloga por no ser precisamente bucólica, y que como
tal era poesía de género diverso del que había
propuesto para el concurso de premios, lejos de haberla mandado
imprimir con el título de égloga la hubiera excluido
desde luego... antes bien debió de conceptuar que
cumplía a lo menos con la primera condición prescrita
de ser verdadera égloga.
(64-7)
Aquí
llegamos al meollo de la cuestión: «ser verdadera égloga»
o no
serlo; responder a los criterios de la convocatoria o no responder.
Es evidente que la opinión de Iriarte tiene en cuenta un
hecho formal decisivo: la Academia la ha premiado como tal, o sea
que lo es. Luego si su poema es égloga y el concepto de
campo que él sostiene es adecuado -es decir, comprobable en
la realidad misma de las cosas-, no puede entenderse como le han
dado el premio a Meléndez ni por qué a él le
han dado sólo el accésit.
En relación
con esos elementos, aparece otro criterio sostenido por Iriarte con
vehemencia tanto en el plano teórico como en su
composición poética: el principio horaciano de la
necesidad de unir lo deleitable con lo útil, porque «el fin general de la verdadera poesía no
es únicamente deleitar, sino también instruir, y el
poeta que trata de la vida del campo no tiene privilegio especial
para prescindir de lo útil contentándose sólo
con lo agradable»
(20). De ahí que se extienda en
uno de los apartados de sus Reflexiones, el
«Artículo II. Doctrina de la égloga»,
para indicar que Meléndez ensalza la ociosidad de los
pastores, olvida las fatigas del agricultor, no inspira amor al
trabajo ni alaba la industria y deja de lado el papel que la
religión y la política unidas desempeñan en el
mantenimiento de la situación en el campo, para concluir que
«todo lo que no es elogiar la vida del
campo por las utilidades reales y efectivas con que nos da el
premio de cuanto en ella se afana y se padece es copiar
exageraciones fabulosas ya olvidadas de puro repetidas»
(21). Iriarte, como veremos mas adelante, alude directamente al
topos de la
Edad de Oro para proponer una sustitución radical de esa
concepción como base de la poesía
bucólica.
Un último
rasgo que Iriarte se esfuerza por subrayar -al tratar de su propia
égloga- es «el estilo elegante, bien que no remontado,
que en ella se usa» (64-5), volviendo al final a mencionar
que «no porque su estilo tiene la
moderada elevación que conviene entre sujetos de alguna
instrucción»
(67) la Academia ha inferido que no
se trate de una égloga.
Insisto en que es ahí donde radica lo esencial del asunto y, por ende, de la polémica. Porque todas las críticas minuciosas en que se extiende Iriarte no tendrían mayor trascendencia si se respondiera a esas preguntas de modo opuesto, y porque otras ideas que expresa Iriarte sobre la égloga son comunes a las que defiende y desarrolla Forner, tal es el carácter dramático del poema o la mezcla de canto y diálogo.
Tomando el toro por los cuernos, Forner plantea desde el comienzo de su Cotejo, obra casi tan primeriza como la égloga de Meléndez, un intento de definición precisa de lo que es la égloga:
(6) |
La
expresión por lo común, enfatizada por el
autor, le permite dar entrada a su concepto de la imitación
en lo universal, porque «el poeta
está obligado a describir las personas según debieran
ser en la mayor parte de los individuos»
(6), idea que
desarrollará en otros lugares.
Más
adelante, al hablar de la fábula (no en el sentido de mito o
ficción), insiste en que la «de
una égloga ha de consistir precisamente en la
imitación de la vida pastoril o rústica»
(7). La égloga debe, como todo poema, respetar el decoro
poético, o sea, «una
imitación universal de las inclinaciones y condiciones de
los hombres, aplicada a determinadas personas y expresadas en
ellas»
(9). Así, para imitar «la sencillez de un pastorcillo»
(9),
se lo representa en la fantasía «abstrayéndolo de las personas, a la
manera que de la materia se abstraen los modos y accidentes,
contemplándolos el entendimiento solos por sí, sin
tener respeto a la materia»
(9), en un proceso que parece
tener más de racional que de sensible, con lo que no se
acerca demasiado a lo que es la creación melendeciana. Pero
esa imagen de la fantasía debe aplicarse a ciertas personas,
y éstas sólo pueden ser o nobles o plebeyas. Estas
últimas, o rústicas o urbanas. Puesto que de las
últimas se ocupa la comedia, las primeras quedan reservadas
para la égloga, «que por esto se
reduce al género cómico»
(10). La
constitución puede ser natural o artificial, pero «hay todavía otra especie de
constitución que se puede llamar mixta o, más
propiamente, disimulada, la cual a primera vista parece
naturalísima, pero bien examinada contiene un artificio
maravilloso»
(11); y como el poeta «debe perfeccionar y apartar sus escritos cuanto
le sea posible de la esfera de la medianía»
(12),
sugiere Forner que el buen poeta «usando
del artificio mixto, hará la égloga de modo que, a
primera vista, parezca la cosa más natural del mundo, pero
interiormente ordenada con aquella disposición oculta que
produce lo admirable y maravilloso»
(12),
afirmación en la que parecen resonar las palabras de Boileau
a Racine: «Faire difficilement des vers
faciles»
(cit. Poggioli 157) y que Moratín
formulase como la «difícil
facilidad»
(Pérez Magallón,
«Introducción» 49-50).
Pasando al estilo,
lo separa en tres elementos: los pensamientos, las palabras y el
número. Para los primeros, remite al decoro: cada cual debe
hablar como quien es, matizando, sin embargo, que al tratar de
personas humildes se corre el riesgo de caer en dos peligros:
«la rigurosa imitación de su condición, y la
inverosimilitud» (13). Si los pastores hablaran como quien
son, «las églogas serían
los ejemplos de la rudeza y barbarie»
(14), de modo que
aconseja, muy horacianamente, el justo medio que consiste
en «perfeccionar la naturaleza,
describiendo estas gentes sencillas con toda la sencillez que pueda
caber en ellas; pero con sencillez discreta, de modo que sus
pensamientos, ni se hagan inverosímiles por lo agudo y
brillante, ni enojosos por lo salvaje y nido»
(14). En
cuanto a las palabras, afirma: «La vida
rústica es sencilla; la égloga imita está
sencillez en los pensamientos de las personas; y, por consiguiente,
deberá también imitarla en las palabras con que se
explica»
(14).
Por último,
al referirse al número, distingue entre prosaico y
poético, para concluir que, puesto que la égloga
pertenece al género cómico, debe utilizar las voces
propias de la comedia, pero «tiene que
mantener necesariamente el carácter
poético»
(15), es decir, que no ha de asemejarse a
la prosa, «porque es poema; la comedia,
al contrario, porque casi no es poema»
(15). El
carácter es «aquel aire singular y
propio que distingue un poema de un razonamiento
prosaico»
(17), afirma, pero en cada uno de los poemas
«el carácter es diferente
según lo sean los colores [o figuras de palabra] de quien
resulta»
(17). Concluye, sin embargo, subrayando que
juzgar el estilo de una composición es tarea no
fácil, porque «requiere un grande
conocimiento del bello, en general, y del bello
poético en particular, y una diligente lectura de los
mejores poetas, hecha con mucha observación»
(17-8). Lázaro Carreter (XXIX) ha intentado encontrar en el
Cotejo una expresión clara del precepto horaciano
de lo utile
dulci, pero Forner apenas, muy apenas, roza el primero para
insistir sobre todo en el segundo, ya que ahí se diferencia
radicalmente de Iriarte y responde mucho mejor a la
composición de Meléndez: el fin de la égloga
es deleitar y recrear los ánimos de los lectores. A partir
de tales supuestos, la crítica que Forner le endosa a
Iriarte se desprende por sí misma.
Como puede
colegirse fácilmente de las ideas que ambos expresan en sus
respectivos escritos, Iriarte y Forner están hablando de dos
tipos de composiciones que no son la misma, aunque reciba el mismo
nombre. ¿Desde cuándo la égloga trata de la
vida del campo, a la manera en que lo entiende el autor de las
Reflexiones? ¿Dónde ha encontrado Iriarte
que los personajes de una égloga puedan ser un labrador rico
y un caballero cortesano retirado a la aldea? ¿En
quién ha visto que el estilo de las églogas pueda ser
elevado? Lázaro Carreter lo ha formulado magistralmente:
«Los mayores y más fundados
reproches que Forner hace a su enemigo se basan en haber faltado a
esta clara distinción, en haber desencajado la Égloga
de los verdaderos límites del género»
(XXXI).
Suponer que existe
a lo largo de la historia una sola concepción de lo que debe
ser la égloga es esperar lo excusado. Ni siquiera se dispone
de la autoridad de Aristóteles para basar una opinión
que quiera tener visos de indiscutible. La noción que llega
al Renacimiento, éste reelabora y alcanza hasta el XVIII ha
sido estudiada por López Estrada (424-77), y su
exposición permite constatar la variedad de matices -dentro
de una unidad esencial- que a lo largo de los siglos ha recibido el
intento de delimitación del género. Las ideas
expresadas por Forner se ajustan con gran fidelidad a las
definiciones contenidas en numerosos autores de poética y
retórica, desde Escalígero, Herrera o López
Pinciano hasta Luzán y Fontenelle -a pesar de ciertas
críticas puntuales pasando por Boileau, el Horacio de la
Francia. Sin embargo, para encontrar el origen de las de Iriarte es
preciso indagar un poco más allá. Cuando justifica la
presencia de un labrador rico y un ciudadano retirado puede estar
simplemente ampliando el abanico de posibles personajes
bucólicos, posibilidad abierta al aceptar a los pescadores y
a los cazadores, o tal vez, y me inclino por esta opción,
está mezclando en su concepción de la égloga
lo que en Virgilio aparece separado en dos libros, Bucolica y Georgicon. Y con
esa fusión mental puede relacionarse asimismo la defensa de
un estilo elegante para una égloga, pues es bien sabido que,
ya en la Edad Media, en la exposición y enseñanza de
los tres estilos, Virgilio encarnaba los tres con sus tres obras,
identificándose el humilde con las Églogas,
el mediano con las Geórgicas, y el sublime con la
Eneida. Podría haber reforzado la
justificación del estilo elevado el hecho de que Minturno
hubiera situado la bucólica y pastoral en el grupo de la
épica, aunque para él eso sólo significaba
escribir en el estilo «che prosa communmente si
nomina»
(cit. Lopez Estrada 439). Claro que el
estilo en que está concebida la Égloga IV virgiliana
podría ser otro ejemplo al que remitirse para justificar un
modo expresivo que no es propiamente el humilde.
Pérez
Magallón ha subrayado como durante el XVIII sólo
Mayans establece cierta diferencia entre la égloga y la
bucólica (En torno 179). La primera «es una representación de la vida
pastoril»
(1:304), ejemplificada por Teócrito,
Virgilio y Garcilaso, y la segunda, «una
representación de la vida del labrador perfecto»
(1:304), tal y como se halla «en los
libros Bucólicos [tal vez sea un error por
Geórgicos] de Virgilio»
(1:304), que no
son exactamente lo mismo que los libros de Marco Varrón; y
al hablar del tipo de narración que debe caracterizarlas
afirma que la de la bucólica «debe
ser sencilla, adornada de semejanzas del campo y de bellezas
naturales»
(1:346), en tanto que la de la égloga
ha de ser «naturalmente discreta,
hermoseada de semejanzas pastoriles»
(1:346). Pero es
difícil suponer que ahí haya encontrado Iriarte
justificación suficiente para introducir en su égloga
las innovaciones que encontramos. Sin embargo, y aunque resulta muy
problemático hallar en los tratadistas o teóricos de
la poesía elementos que justifiquen la posición de
Iriarte, más importante resulta averiguar las razones que
tiene para defenderla. Y es que para él sólo un
concepto más amplio de lo que es la égloga le permite
desarrollar un elogio de la vida del campo que incluya o acepte
como elementos centrales la capacidad retórica y racional de
los personajes -cosa muy difícil con pastorcillos simples,
tiernos y naturales- así como la visión ilustrada de
la vida agrícola. Como ha apuntado Sebold, es muy posible
que Iriarte fuera consciente «del
agotamiento artístico de la égloga»
(Rapto 236), o tal vez es probable que no viera en su
forma tradicional el género adecuado para desarrollar sus
hondas convicciones ideológicas y poéticas. Forner,
como teorizador -incompleto- de la poética de
Meléndez, no tiene ninguna necesidad de presentar o
desarrollar una nueva concepción, o una concepción
novedosa, de la égloga. Todo lo que hace Meléndez se
encuadra perfectamente en la tradición bucólica. Y lo
nuevo melendeciano sigue caminos que no ponen en tela de juicio la
noción misma del género según las
aproximaciones tradicionales.
En sus
Reflexiones Iriarte muestra claramente por dónde va
su concepto de la poesía y, más en concreto, de la
égloga: «probar... la
sólida doctrina de que el hombre tiene razones
físicas y demostrables para creerse feliz en la vida del
campo»
(67). Refiriéndose a lo limitado de la
égloga premiada, cree que así no podrá
«nunca llegar al corazón, ni menos
persuadir al entendimiento»
(21). De esa manera
está claramente formulada la idea irartiana: persuadir al
entendimiento, aunque sea pasando por la conmoción de los
afectos. El objetivo de la égloga debe ser unir lo
útil y lo agradable para convencer por medio de argumentos
racionales de la ventaja que tiene la vida del campo sobre la vida
de la ciudad. Y precisamente porque de lo que se trata en su
opinión es de convencer racionalmente, puede comentar sobre
«Batilo» que el poeta que aparece al final de la misma
«no pudo oír cosa que
verosímilmente le aficionase a la vida del campo»
(35), o, como dice antes, «los pastores
no se lo dicen en términos capaces de convencerle»
(16). Pero debo subrayar que el mismo Iriarte añade que (o
da por supuesto que) ese personaje es un «poeta racional»
(19). Es por tanto
lógico que, al encontrar reparos al plan de la égloga
de Meléndez, uno de ellos sea que no ha puesto al final las
principales razones que deben convencer o persuadir al
entendimiento, «pues, según buena
retórica, debía esperarse que estuviesen reservados
para aquel lugar los argumentos más eficaces a favor de la
vida del campo»
(15-6).
En otros
términos, parece que para Iriarte la égloga es una
versión en verso de un discurso político regido por
las leyes de la retórica que, si bien utilizan los afectos,
es con el fin superior de la persuasión o convencimiento,
objetivo éste que se sitúa en el terreno de la
razón. Por eso mismo, para él es evidente que
«el poeta» que aparece en «Batilo» no ha
podido quedar convencido de las ventajas de la vida pastoril
campestre. Para Iriarte, el ejemplo por sí mismo, que es lo
que subraya Meléndez, no puede dar lugar a la
persuasión. Iriarte no encuentra razones para estar
convencido. El «poeta» de la égloga
melendeciana, por su parte, lo que hace es observar y
sentir una realidad convincente por sí misma. Ya lo
había visto Quintana, cuando escribía en la Vida de
Meléndez: «los pastores de Iriarte
controvierten su argumento, y uno de ellos da a su compañero
una lección de economía doméstica y aun de
moral; los de Meléndez sienten, y la expresión de su
sentimiento y de su alegría... es el más bello elogio
de la naturaleza campestre y de la vida que se disfruta en
ella»
(cit. Cotarelo 226). Y si bien esa actitud de
Iriarte no le permite valorar adecuadamente la égloga de
Meléndez, es la base sobre la que se cimienta su modo
personal de actualizar el género. En su calidad de poetas,
es cierto lo que afirma Palacios al decir que son «dos maneras de concebir la poesía frente
a frente»
(57).
Sin ser el de
Iriarte un poema de contenido esencialmente ilustrado, son
evidentes algunos temas propios de la poesía de la
Ilustración. Pues, como afirma Palacios al comparar la
égloga de Meléndez a la de Iriarte, «representa una actitud la suya más
ilustrada respecto al hecho pastoril»
(57). He
aquí algunos de esos temas: la descripción-denuncia
de la situación del campesino (47a); el ataque contea el
ocio e improductividad que caracteriza a la «elevada
clase» (49a); la concepción de la agricultura como
fuente esencial de la felicidad -ergo riqueza- de los
países (49b); la promoción de las diversiones
populares -en consonancia con las ideas de Jovellanos- como
sustituto de los vicios cortesanos (49b-c); la importancia de la
ganadería (49b), el comercio y la navegación (50a)
para el desarrollo de los pueblos; el elogio del monarca por su
política ilustrada (50a). Interesante sería detenerse
a analizar esas ideas según el contenido o la
intención de clase que las guía, es decir, su
carácter «propagandista.» Albano pretende
convencer al labrador -rico, subrayémoslo- de lo dichosos
que son los campesinos que asumen y aceptan su papel social sin
plantearse la justicia o injusticia de su situación o,
mejor, sin querer modificarla. El labrador debe estar contento con
su estado porque es una pieza más -esencial, sin duda- en el
mecanismo de la vida económica y social. Por eso Albano
relaciona inmediatamente la producción del labrador
satisfecho con el fabricante, que «valor aumenta» a los
productos agrícolas, y con el comerciante, «diestro
navegante» que los coloca en los diferentes mercados.
Por otra parte,
Albano utiliza para convencer a Sileno el hecho de que el que ama
la vida campestre en la naturaleza «sus
sentidos lisonjea»
(47b). Sin embargo, de entre los
sentidos que pone en juego Albano uno destaca sobremanera, la
vista: «Un deleite recibe cuando
tiende / la vista por las fértiles
campiñas»
(47b), se ve un arroyuelo manso (no se
oye) «que desciende»
(47b); un
cultivado huerto en el que florecen toda clase de plantas; la
anchurosa alameda «ve
retratada»
(47b); la angosta vereda «apenas se descubre en el sembrado / por partes
matizado»
(47b, los énfasis son
míos). Es cierto que poco después menciona los
«aromáticos olores»
(48a) y «los gorjeos olvidados»
(48a). No obstante, da toda la impresión de que Iriarte no
observa la realidad. Al hablar de la puesta de sol (48a),
más bien parece como si estuviera contemplando un cuadro y
describiéndolo. Por eso me parece muy oportuno el comentario
de Cano Ballesta cuando escribe: «Yo
diría que Iriarte está evocando un ocaso muy
próximo a los que solían pintar un siglo
después los impresionistas»
(14). Aunque
más bien parece que la naturaleza está en su poema
como vista a través de otro arte, que en este caso es la
pintura. No la realidad, sino la versión pasada por el
pincel de algún diestro artífice pintor. Cuando
Albano defiende los límites de la poesía porque
intenta «pintar milagros que pintar no
puede»
(48a) está -más allá del
tópico horaciano ut pictura poiesis- proporcionándonos tal
vez la clave de su percepción de la realidad. Sus
protagonistas son individuos racionales, en efecto, más que
seres tiernos y sensibles -lo que no impide considerar a su autor
como ser sensible, claro. El labrador rico y el caballero de la
ciudad que se retiró a vivir al campo conversan, sin
embargo, como si estuvieran en el gabinete de Iriarte ante algunos
cuadros delicados, y no en medio de la naturaleza,
impregnándose sensorialmente de la realidad que los
rodea.
He reservado hasta
aquí el tópico de la Edad de Oro porque es un
evidente punto en común, en el que ambos poetas divergen
hasta enfrentarse absolutamente. Tiene razón Cano Ballesta
cuando afirma que el poema de Iriarte «se
desarrolla dentro del marco bucólico, beneficiándose
de su prestigio y ateniéndose a las fórmulas del
género pastoril»
(12). Pero veamos como considera
el topos
arcádico. En respuesta a los primeros elogios que Albano
lanza sobre la vida campestre, dice Sileno, el rico labrador de la
égloga de Iriarte que quiere dejar el campo para instalarse
en la ciudad:
(48a; el énfasis es mío.) |
La actitud de Iriarte resulta
evidente: el mito de la Edad de Oro, el sueño de una Arcadia
en la que el hombre era inocente, libre, dueño de lo que le
rodeaba, feliz, ha muerto. De él sólo queda
literatura, «pomposas descripciones» salidas del
cerebro de los poetas. La realidad se impone y exige satisfacciones
verdaderas. Por tanto, inútil será recurrir a las
bellas imágenes de que está llena la literatura
pastoril; el presente exige «cuerdas razones» que
demuestren y convenzan al campesino que debe seguir vinculado a su
tierra. De la Flor sostiene que la pastoral dieciochesca vehicula
«más ideología vinculada
al humanismo agrícola... que al espíritu del Informe
librado por Jovellanos»
(«Arcadia» 138). Tal
afirmación ha sido rebatida por Cano Ballesta, quien ha
establecido con toda contundencia y razón que «Iriarte no se ha entregado a un evasivo
utopismo pastoril»
(21) sino que «está situando su égloga en
esferas próximas a la realidad
socio-económica»
(21).
Con una actitud completamente opuesta, Meléndez crea en «Batilo» una naturaleza placentera, amistosa, tranquila, igualitaria. El espacio en que se mueven sus pastores es arcádico, es decir, pertenecen de pleno derecho a lo más convencional del género. Por lo tanto, no es de extrañar que Batilo comente:
|
(177b) |
Es cierto, por el
otro lado, que la égloga «Batilo» no acoge la
serie de motivos ilustrados que destacan en la de Iriarte. Dice
Palacios que «[e]n Meléndez se
sigue aquí la noción tradicional de la pastoral
clásica, aunque adobada en algunos momentos con ideas... que
nos hablan de un nuevo espíritu»
(57), pero esos
momentos no los encuentra el crítico en
«Batilo.» Por el contrario, casi se podría
afirmar que se expresan más bien ideas que pueden parecer o
interpretarse como claramente anti-ilustradas, lo cual tampoco
implica caer en el humanismo agrícola. Al elogiar su propia
vida como pastores, Batilo y Arcadio no tienen el menor reparo en
dar rienda suelta a su «menosprecio» de la marina y la
navegación:
|
(176b) |
La acusación de Iriarte
contra el vencedor del concurso se justificaría plenamente.
Lo que sucede es que Meléndez no está intentando
escribir un poema ilustrado, sino que todo su esfuerzo se centra en
la mejor y más perfecta imitación de la égloga
clásica y renacentista. Como prueba de ello, baste recordar
cómo Demerson llamó la atención sobre el tipo
de estrofa y de esquema de rimas elegido por Meléndez para
«Batilo» tomados de la Égloga II de Garcilaso,
versos 38 a 76, «en el pasaje en que
Salicio parafrasea el Beatus Me»
(1:225); e incluso ha
apuntado que el verso inicial de la égloga melendeciana se
podría ver «como el corolario del
comienzo de la primera égloga garcilasiana»
(1:227). Además, la presencia de elementos de
Teócrito, Virgilio, Horacio, Garcilaso y fray Luis de
León es más que evidente. Imitar sin espíritu
servil, con afán de superación, a los
clásicos, antiguos, renacentistas y contemporáneos,
es una labor tan actual y actualizadora como la de escribir poemas
ilustrados. Sostiene de la Flor que la égloga es «género cuya formulación abstrae
(o suele hacerlo) la idea de la ciudad, ya que el tiempo ideal que
diseña es un tiempo previo a la dialéctica
ciudad/campo»
(«Arcadia» 138). Pero parece
olvidar dicho crítico que, como recuerda Herrera en sus
Anotaciones, ya Quintiliano había comentado que
«aquella musa rústica teme el
trato ciudadano y solamente se satisface con el campo»
(475); que, por otro lado, la Égloga I de Virgilio plantea
claramente la contraposición, cuando dice Títiro:
|
(19-21) |
y, sobre todo, que la bucólica renacentista fundirá a Teócrito y Virgilio con Horacio, y en especial su Beatus ille, de manera que la presencia de la ciudad será tema frecuente en la producción bucólica desde entonces. Por ello, la contraposición campo-ciudad -que es topos tradicional, pero que también se impregna de connotaciones actuales- está plenamente subrayada en ambos.
Para Iriarte, el
filósofo -ciudadano, claro- puede conocer y explicar la vida
de los animales o de las plantas, pero no las contempla; la comida
del campo es más sana: «Dejemos
que sus viandas inficione / aquel arte exquisito / que a un breve
gusto la salud pospone»
(48b); el ciudadano envidia el
fácil sueño del campesino; el ocio urbano -de la
elevada clase- da lugar a complexiones malsanas; la mujer de la
ciudad debe recurrir al campo para encontrar un ama de cría;
el traje de los cortesanos es superfluo y llega a la extravagancia;
el estilo urbano es artificioso; los sentimientos
-desinterés, amistad, amor o cariño- son más
puros en el campo; en la ciudad hay nocivas distracciones, en tanto
que el labrador trabaja, produce y está contento: por
último, la vida rural ofrece diversiones sanas e inocentes.
Uno podría, con todo derecho, dudar que esos argumentos
convenzan a quien había dicho que quería irse a
«un pueblo donde reina el lucimiento, /
la culta urbanidad y, en fin, la vida / cómoda al mismo
tiempo y divertida»
(47a).
Los pastores de
Meléndez son tan felices que no necesitan que nadie les
explique lo maravillosa que es la vida del campo. Ellos mismos
expresan su rechazo de la ciudad, de las riquezas, del alboroto
ciudadano, bien por sensaciones personales, bien por la experiencia
de otros que han pasado por su bosque. Las imágenes
más radicales las expresa Arcadio contando lo que dijo el
sabio Elpino: «¡Qué cosas
no decía, / después, de los arteros
ciudadanos!»
(176b): hipocresía, envidia,
ambición criminal, indecencia, interés, «esto contaba Elpino / de la ciudad,
después que al campo vino»
(176b).
Es probablemente
también cierto que su poema «Batilo» -recordemos
que es el primero con que se muestra en la escena pública
española- no contiene la variedad de imágenes que
tendrán otras composiciones suyas posteriores. Pero lo
verdaderamente contemporáneo de Meléndez, lo que
convierte su poema en un texto de tremenda actualidad en el
último cuarto del XVIII, es la forma desbordante por medio
de la cual construye un mundo en el que las sensaciones, lo
sensorial, domina todo el conjunto. Antonio Tavira, juez en el
concurso, afirmaba que la égloga «olía toda a tomillo»
(cit.
Palacios 59). Esa sensorialidad que Palacios ha resaltado
claramente: «Una y otra vez se vuelve a
la naturaleza con un profundo goce de los sentidos»
(59),
subrayando la presencia de las sensaciones olfativas. Y
precisamente ese aspecto no aparece debidamente señalado en
el Cotejo de Forner, excepto que entendamos que a eso se
refiere cuando habla de las imágenes que debe utilizar el
autor de églogas, o la sencillez embellecida que debe
caracterizar la expresión de sus personajes. Sin embargo, me
parece importante subrayar que, mientras Luzán se limita a
afirmar que el estilo bucólico «ha de ser fácil, natural, tierno y
suave»
(549), Burriel se atreve a ir más
allá para sostener que «[l]as
comparaciones se toman de las cosas más sujetas a los
sentidos pastoriles, como de las fuentes, yerbas, ganados,
árboles, aves, etc.»
(195, el énfasis es
mío). En otro contexto, ya Sebold comparaba una
anacreóntica melendeciana («El arroyuelo») con
otra de Villegas para poner de relieve cómo en la del
primero «se nombran el oído y la
vista, y estos sentidos, junto con el tacto... y el gusto...
contribuyen a la representación de una naturaleza
dinámica y viva... todo ello debido a la observación
sensualista lockiana en un poeta que consideraba al filósofo
inglés como una de las lecturas más importantes de su
vida»
(«Prólogo» 44), subrayando el
naturalismo de Meléndez y «la
delicia con que se demora... en describir todos los detalles reales
de la escena que contempla»
(«Prólogo»
45).
Volviendo a las
preguntas que hacía al comienzo de este trabajo, tal vez
estemos ahora en mejores condiciones para responderlas.
Curiosamente, Palacios lanza sobre Meléndez una de esas
«acusaciones» que no dejan de resultar sorprendentes,
pues dice de él que «no pudo
nunca desprenderse de la hojarasca pastoril»
(58).
¿No resultan familiares esas palabras, aplicadas en otro
tiempo a la actitud cervantina hacia el mismo género? En el
arranque de su hermoso aunque inacabado libro Poggioli escribe:
The psychological root of the pastoral is a double longing after innocence and happiness, to be recovered not through conversion or regeneration but merely through a retreat. By withdrawing not from the world but from «the world», pastoral mantries to achieve anew life in imitation of the good shepherds of herds, rather than of the Good Shepherd of the Soul. |
(1) |
Esa búsqueda, ese anhelo de inocencia y felicidad, ¿tiene tiempo y lugar, o forma parte de la esencia misma del ser humano? Y si es consustancial a él, ¿puede desaparecer? Y si no, ¿qué mucho que ese deseo se plasme literariamente en textos bucólicos mientras el género se valora y se respeta?
En la pastoral renacentista -de la que Cervantes está impregnado y cuya presencia persiste en él hasta su muerte- el ámbito arcádico tiene dimensiones filosóficas demasiado profundas como para considerarlo un mero aspecto formal o convencional. Eso ya lo puso de relieve hace tiempo Américo Castro, y en esa línea han seguido otros críticos. Sin embargo, a juzgar por una opinión como la de Palacios, parece ser que lo pastoril se ha convertido en el siglo XVIII en un simple artificio, en un elemento decorativo que adorna bien los salones o sirve de materia para las figurillas rococó. (La revisión crítica a que ha sometido de la Flor [«Convencionalismo» 58-64] tales aproximaciones a la pastoral dieciochesca es esencial para un mejor conocimiento de la misma.) Sin embargo, desde la «Arcadia» italiana hasta los poetas de principios del XIX (por no extenderme más allá) se sigue cultivando el género pastoril. Y no por razones tan superficiales, precisamente en el siglo moderno por excelencia. Razón, sensación, experimentación, ciencia, filosofía, ¿todo eso sería compatible con un género exclusivamente superficial y ornamental? Es difícil aceptarlo.
Si en el
Renacimiento el marco pastoril era el más adecuado -el
único en que se podía desarrollar una
casuística -y una psicología- amorosa acorde con el
neoplatonismo de la época, integrando religión y amor
en el contexto más propicio para ello, el siglo XVIII
seguirá recurriendo al mismo escenario para situar en
él otras preocupaciones, otros intereses, otras visiones del
mundo que, éstas también, encuentran en el bosque
arcádico su lugar idóneo. Quiero o debo insistir en
que aquí el campo o el escenario rural no es sólo el
telón de fondo de las quejas amorosas de los pastores. La
trascendencia religiosa del campo en la pastoral dieciochesca
sobresale entre otros asuntos de gran significación, algunos
de los cuales ya se han visto más arriba. Ha escrito de la
Flor que «[l]a identificación que
se realiza entre la pastoril dieciochesca y la ideología
cristiana tampoco resulta... una formulación ajena a la
tradicionalidad»
(138). ¿Cómo va a
resultarlo, si el género es en sí la
tradición? Sin embargo, al decir religiosa no hay que
entenderlo en el sentido cristiano o en el pagano cristianizado del
neoplatonismo. En Iriarte como en Meléndez el campo es, por
encima de todo, la concreción indiscutible y magnifica del
sumo poder de los deístas, de un panteísmo difuso
vinculado con él, o del Dios cristiano. Véanse si no
los versos de Iriarte cuando Albano trata de proporcionar a Sileno
argumentos racionales y mostrarle las utilidades del campo para que
siga viviendo en él:
|
(48a-b) |
Al sumo Hacedor se le percibe en el campo, en la naturaleza, mientras que la ciudad no hace sino ocultarlo. Meléndez, que no pretende convencer a nadie por medio de argumentaciones más o menos sólidas, muestra una naturaleza bella, esplendorosa y placentera. Ciertas exclamaciones parecen emparentar la sensación de los pastores con la de los místicos o contemplativos; pero en cuatro versitos pone el poeta en estrecha relación el campo en que se mueven y hablan Batilo y Arcadio con el sumo bien:
|
(177a) |
Estos pastores -a quienes la crítica ve como dechado de artificiosidad- huyen del artificio de la ciudad y de todos los aspectos negativos de la vida urbana. Porque hablar del artificio o la convencionalidad de la literatura pastoril es plantear el estudio e interpretación de los textos literarios pastoriles en este caso -en unos términos absolutamente ajenos a lo que es la literatura. Que la literatura pastoril está construida a base de convenciones y de artificio es algo que han sabido todos los que han cultivado el género. Baste recordar -como recuerdan todos los que estudian la literatura pastoril- los comentarios que intercambian Cipión y Berganza sobre los libros de pastores (López Estrada 446; Poggioli 160-4). O, yendo un poco mas adelante, el modo en que Boileau mismo plantea el problema del artificio con toda nitidez en los primeros versos del Canto II de su Art poétique. Confronta a quien en medio de la égloga «entonne la trompette» (2.14) con quien «fait parler ses bergers comme on parie au village» (2.18); entre la «verve indiscrète» (13) y los versos «plats et grossiers» (2.19) aconseja Boileau seguir a Teócrito y Virgilio, porque el camino es dificil para llegar a un «art sans bassesse» (2.30) que sepa bajar a cantar a los pastores.
Sin embargo, la
pregunta que hay que responder es: ¿cuál es la
relación entre un texto determinado y las convenciones y
artificio que caracterizan al género en que tal texto se
inscribe o quiere inscribirse? No es nada nuevo afirmar que toda la
literatura está basada en convenciones y artificio. Como
recuerda Fernández-Cañadas, ya decía
Valéry que entre las artes la literatura es «the one in which
conventions play the greatest role»
(8).
Pero suponer que lo convencional es más falso que lo
aparentemente más realista no deja de ser un error de
perspectiva. Porque el mismo concepto de «falsedad»
apenas dice nada cuando nos movemos en el terreno de la
ficción, y porque el género que se muestra más
convencional es el que expresa con mayor claridad y conciencia su
propio carácter de artefacto ficticio.
Fernández-Cañadas ha expresado muy bien el sentido de
lo convencional, en cuanto éste crea
an agreement that contains within itself the feelings, ideas, or aspirations of a particular group, country or historial period... These agreements do not necessarily have to be expressed or legislated, but they are collective and strongly binding nonetheless. (13)
En cierto sentido, es lo que
Todorov viene a resumir cuando afirma: «Un género, literario o no, no es otra
cosa que esa codificación de propiedades
discursivas»
(36), unas propiedades que, como desarrolla
más adelante, remiten «ya al
aspecto semántico del texto, ya a su aspecto
sintáctico (relación de las partes entre sí),
ya al pragmático (relación entre usuarios), ya, por
último, al verbal»
(37). Puesto que tanto Iriarte
como Meléndez en tanto creadores (lo mismo que Forner como
crítico) se mueven dentro de las convenciones y artificios
(o la codificación de las propiedades discursivas) del
género pastoril, aproximarse a sus poemas exige entrar en el
significado y función de ese género, no descartarlo
como artificioso o convencional, para ahondar en las manipulaciones
a que ambos lo someten, porque sólo así puede
percibirse plenamente la indiscutible actualidad de un
género aparentemente intemporal. El lector de su tiempo
sabía lo que podía esperarse de una égloga por
las muchas o pocas que había leído. Al situarse
frente a las de Iriarte y Meléndez puede ver con claridad lo
que hay de tradicional y lo que hay de actual: lo sensual
melendeciano y lo ilustrado de Iriarte. El género crea un
marco en principio intemporal; los escritores concretos son quienes
saben -o no- dotar a sus composiciones del valor de actualidad que
las inserta en la vida cultural de su tiempo, a la vez que -o
precisamente porque- son reflejo de la misma.
- Boileau Despréux, Nicolas. Art poétique. En OEuvres. 2 vols. Ed. S. Menant. Paris: Garnier-Flammarion, 1969. 2: 85-115.
- Burriel, Antonio. Compendio de arte poética. Madrid: s.i., 1757.
- Cano Ballesta, Juan. «Utopismo pastoril en la poesía dieciochesca: la Égloga de Tomás de Iriarte.» Anales de Literatura Española. Universidad de Alicante 1 (1991): 9-25.
- Cotarelo y Mori, Emilio. Iriarte y su época. Madrid: Est. Tip. Sucs. de Rivadeneyra, 1897.
- de la Flor, Fernando R. «Arcadia y Edad de Oro en la configuración de la bucólica dieciochesca.» Anales de Literatura Española. Universidad de Alicante 2 (1983): 133-53.
- ——. «Convencionalismo y artificiosidad en la poesía bucólica de la segunda mitad del siglo XVIII.» Boletín del Centro de Estudios del Siglo XVIII 9 (1981): 55-67.
- Demerson, Georges. Don Juan Meléndez Valdés y su tiempo (1754-1817). 2 vols. Madrid: Taurus, 1971.
- Fernández-Cañadas de Greenwood, Pilar. Pastoral Poetics: The Uses of Conventions in Renaissance Pastoral Romances. Madrid: Porrúa Turanzas, 1983.
- Forner, Juan Pablo. Cotejo de las églogas que ha premiado la Real Academia Española. Ed. F. Lázaro Carreter. Salamanca: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1951.
- Herrera, Fernando de. Anotaciones. En Garcilaso y sus comentaristas. Ed. A. Gallego Morell. Madrid: Gredos, 1972. 305-594.
- Iriarte, Tomás de. «La felicidad de la vida del campo.» En Poetas líricos del siglo XVIII. 3 vols. Ed. L. A. de Cueto. Madrid: Rivadeneyra, 1871. 2: 46b-50a.
- ——. Reflexiones sobre la égloga intitulada «Botilo.» Colección de obras en verso y prosa. 8 vols. Madrid: Imprenta Real, 1805. 8: 5-67.
- Lázaro Carreter, Francisco. «Prólogo.» En J. P. Forner. Cotejo. IX-XXXIX.
- López, François. Juan Pablo Forner et la crise de la conscience espagnole au XVIIIe siècle. Bordeaux: Institut d'Études Ibériques et Ibéro-américaines de l'Université de Bordeaux, 1976.
- López Estrada, Francisco. Los libros de pastores en la literatura española. Madrid: Gredos, 1974.
- Luzán, Ignacio de. La poética o Reglas de la poesía en general y de sus principales especies. Ed. R. P. Sebold. Barcelona: Labor, 1977.
- Mayans, Gregorio. Rhetórica. 2 vols. Valencia: Vda. Gerónimo Conejos, 1757.
- Meléndez Valdés, Juan. «Égloga I. Batilo.» En Poetas líricos del siglo XVIII. 3 vols. Ed. L. A. de Cueto. Madrid: Rivadeneyra, 1871. 2: 174b-178b.
- Navarro González, Alberto. «Prólogo.» En T. de Iriarte. Poesías. Madrid: Espasa-Calpe, 1963. IX-LV.
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- —— El rapto de la mente. Poética y poesía dieciochescas. 2.ª ed. Barcelona: Anthropos, 1989.
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