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Lo autobiográfico en la narrativa cambaceriana. (2000)

Claude Cymerman




Introducción

Al darle este título a nuestra participación, no nos disimulamos la dificultad que encierra el hecho de querer discernir la realidad de la ficción, así como el riesgo de confundir al autor con el narrador o el protagonista. En el caso de Cambaceres se complica la cosa ya que tenemos, por un lado, dos libros total o parcialmente autodiegéticos (Potpourri y Música sentimental) y dos heterodiegéticos (Sin rumbo y En la sangre) y, por otro lado, dos libros publicados anónimamente (los dos primeros) y dos aparecidos con el nombre del autor (los dos últimos).

En Le Pacte autobiographique Philippe Lejeune da la siguiente definición de la autobiografía: «Relato retrospectivo en prosa que una persona real hace de su propia existencia, cuando pone el acento en su vida individual, en particular en lo referente a la historia de su personalidad»1. Tal vez sea ésta la más exacta y estricta definición del concepto. Pero fuera de que a priori tal definición excluye la poesía (lo cual es de por sí discutible si pensamos, por ejemplo, en la poesía romántica, concretamente en la de Víctor Hugo que se muestra prolijo en datos autobiográficos), parece soslayar los datos o acontecimientos no autobiográficos pero sí relacionados con la historia personal del autor. Lejeune debió de entenderlo ya que, líneas más abajo, atenúa el alcance de su definición, añadiendo que «el tema ha de ser principalmente la vida individual, la génesis de la personalidad» y que «la crónica y la historia social o política pueden muy bien ocupar ahí un lugar».

Además, lo autobiográfico cambaceriano ha de situarse en su perspectiva histórica, la de un género practicado por la generación del 80, una generación estrechamente relacionada con su contexto social, o sea el mundo de la aristocracia local o de la oligarquía en el que la mayoría de sus integrantes hacía de la escritura y de la literatura un mero pasatiempo a la vez que un modo de recalcar su pertenencia a este mundo (caso de Mansilla, Cané, Wilde o del mismo Cambaceres).

Con razón se suele oponer (la vida d)el autor y (la vida de) su protagonista. No debemos sin embargo prohibirnos relacionar uno y otro cada vez que datos biográficos fehacientes y demostrados atestiguan la coincidencia, como no debemos renunciar a evidenciar el hecho de que, más de una vez, tal o cual personaje ficcional coincide con la figura del autor.

De modo que este breve estudio nos llevará a distinguir entre lo autobiográfico directo (lo que remite a la vida personal del autor) y lo autobiográfico indirecto (lo que concierne el entorno de Cambaceres). En lo autobiográfico indirecto, la biografía se revela -en el doble sentido de la palabra- generalmente a contrario, de manera antinómica, por las relaciones de adhesión o de rechazo, de simpatía o de antipatía, que mantuvo el autor con su circunstancia física o humana. Todo esto sin perjuicio de una tercera modalidad, a la que llamaremos «autobiografía camuflada» (o disfrazada, o disimulada) que consiste en atribuir a un tercero una aventura personal, induciendo de hecho una autobiografía en tercera persona o de segundo grado.

De cualquier manera, estos sucesivos distingos nos invitan a estudiar separadamente los distintos estratos de lo autobiográfico o presumiblemente autobiográfico y, para mayor eficacia, a tratar sucesivamente las cuatro novelas de Cambaceres.






Potpourri

Se ha demostrado más de una vez que las primeras novelas suelen ser las que encierran el mayor número de elementos autobiográficos y que el material aportado en una primera creación suele agotarse o disminuir paulatinamente en las ficciones siguientes. La narrativa cambaceriana no parece hacer excepción a la regla. Además, los exegetas de Cambaceres son casi unánimes en reconocer a su primer libro este carácter autobiográfico. Su testimonio tiene cuanto más credibilidad que han vivido en la misma época que el escritor, figurando algunos entre sus íntimos o allegados.

Martín García Mérou, por ejemplo, conoció muy bien al autor. Era su amigo y mantuvo con él una correspondencia2. Su juicio, aunque no sea totalmente explícito, es verdaderamente interesante por su valor de testimonio y de garantía de autenticidad. Para el autor de Ley social, Potpourri es un libro vivido que reproduce la realidad ambiente:

«¡Cuánta originalidad, la de ese libro tan profundamente humano, tan vivido, escrito con un derroche tan continuo de paradojas humorísticas y reflexiones bizarras! ¡Cómo se ve desfilar la sociedad, la política, la prensa, la vida que palpita a nuestro alrededor y que él reproduce como un daguerreotipo implacable!»3


Para Quesada, observador objetivo aunque poco favorable a Cambaceres, no cabe duda de que el autor se ha colocado en el centro de su obra:

«Este volumen tiene el aspecto de un libro impreso en París. Se ha identificado de tal manera con su autor, la fotografía que publica de sí mismo es tan semejante, que equivale quizá a poner al pie su nombre de bautismo. El libro aparece anónimo, pero se diría que su autor no pretende ocultarse, puesto que hace un retrato d'après nature, colocándose en el médium en que ha vivido con tal franqueza que leyéndolo se puede saber cuál es su nombre»4.


Miguel Cané -que, como lo sabemos, fue el confidente «epistolar» de Eugenio Cambaceres-, al recordar que Eugenio confesó en Silbidos de un vago que «su vocación natural habría sido el teatro»5, atribuye al autor los rasgos del protagonista de la obra. Al identificar autor y protagonista, hace de Potpourri una autobiografía, por lo menos parcial. Del mismo modo, al atribuir a Cambaceres el estado anímico del protagonista, su concepción de la vida y su filosofía pesimista, engloba en una sola identidad al autor y a su personaje.

Pedro Goyena -como Miguel Cané, ex discípulo de Eugenio- resuelve en forma de ecuación la identidad existente entre el creador y su ficción literaria. Para él, el protagonista es el reflejo del autor (anónimo) y éste es fácilmente reconocible tras su creación:

«[El autor de Potpourri,] si no ha puesto en la carátula del libro su retrato y grabado al agua fuerte, lo ha dibujado a la pluma con tal ingenuidad y franqueza que no es necesario escribir debajo el nombre, como sucedía con los cuadros de aquel portugués que habiendo pintado algo con intención de representar un gallo, púsole por las dudas el sabido letrero: isto é galo»6.


Ahora bien, cosa curiosa para quien conoce la espontaneidad, el valor y la sinceridad de Eugenio Cambaceres, éste no admite verse equiparado a su creación: lo dice de sopetón, en términos no desprovistos de humor en su respuesta a Pedro Goyena (quien era, lo sabemos, uno de los representantes más eminentes del partido católico):

«En su afición por la Santísima Trinidad, ha creído ver reproducido el misterio una vez más y, así, asegura que el vago es el Dr. D. Eugenio Cambaceres y que el Dr. D. Eugenio Cambaceres soy yo. Tres personas distintas y un solo Dios verdadero.

En cuanto al vago, que pueden ser muchos y que puede ser ninguno, rechazo la personería; déjelo donde está que está bien, por más que algunos pretendan lo contrario»7.


Y en «Dos palabras del autor»:

«Basta de suposiciones gratuitas; no quiero seguir vistiéndome con las plumas del grajo. Ni soy el vago [...], ni he trabajado solo»8.


(17a/b)                


Sólo se puede concebir este rechazo de personería si se piensa en todo el escándalo que levantó el libro y en el resentimiento que experimentó Cambaceres. Lo confiesa en una carta dirigida, el 22 de noviembre de 1882, a su amigo Miguel Cané:

«No se puede figurar el tole-tole que ha levantado la porquería esa [Potpourri], que escribí y publiqué antes de mi salida de Buenos Aires. El respetable público ha torcido mis intenciones y mis propósitos de una manera que me subleva y me carga».


Notamos en seguida el parecido entre estas declaraciones y lo dicho en «Dos palabras del autor» (15b):

«[...] Llegué a fabricar el atajo de vaciedades que Uds. saben y que tal polvareda ha levantado, tanto alboroto y tanta grita contra una humanidad de tercer plano: el autor».


Prosigamos en nuestro cotejo de los textos:

«He sentado sans m'en douter plaza de fruit sec en materia de sentimientos; soy, según mis queridos compatriotas que lo creen o, más bien, afectan creerlo, un viejo egoísta y descreído».


Remitámonos ahora a dos pasajes de Potpourri, que encontramos en boca del narrador (52b y 88b, respectivamente):

«Por mi parte, pertenezco al número de los fruits secs. [...] Soy un señor viejo y egoísta, dedicado exclusivamente al mejor entretenimiento de mi persona, a amontonarme la mayor suma posible de bienestar en la vida, para lo que reputo condición esencialísima, el más inalterado reposo espiritual y el perfecto equilibrio de la bestia».


Hay evidente contradicción entre los dos textos, girando esencialmente la contradicción en torno a las palabras o modismos «egoísta» y «fruit sec». ¿Dónde se encuentra la verdad? Probablemente en la mitad del camino. Sabemos que fue Cambaceres un impenitente Don Juan. Pero sabemos igualmente que, cuando se publicó Potpourri, si bien Cambaceres no estaba casado todavía (se casó tan sólo el 17 de noviembre de 1887, cuatro años y medio después del nacimiento de su hija Eugenia-Rufina), vivía una vida matrimonial relativamente sosegada al lado de su dulce y paciente compañera, Luisa Bacichi, diecisiete años menor que él9. Es decir, que, si nuestro autor había dejado en gran parte su vida donjuanesca y mundana, no había llegado por tanto a la categoría de fruit sec (o sea, de persona inútil, envejecida, que termina frustrando las esperanzas puestas en ella; algo así como «chingado» o raté) que implicaba el personaje del narrador y el mismo argumento de la obra.

De hecho, podemos considerar que existieron, a pocos años de distancia, dos momentos en la vida de nuestro autor. Un primer momento, claramente eufórico, se situaría entre principios de los años 60 (cuando Cambaceres emprendía sus estudios jurídicos y empezaba más propiamente una «vida de placeres y de holganza [...], una serie no interrumpida de goces mundanos») y 1876 (cuando abandona el Parlamento y estalla el escándalo con Emma Wizjiak, del que hablaremos más adelante), grosso modo; un segundo momento, netamente disfórico, se situaría entre 1881 (cuando publica su primer trabajo literario, un artículo sobre la ópera Mefistófeles de Artigo Boito), y 1889, fecha de su muerte. Entre los dos períodos se sitúa un espacio de cinco años aproximadamente, marcado por eventos infaustos que explican en buena parte el cambio repentino acontecido en la moral y la psicología de nuestro autor. La muerte en 1875 y 1878, respectivamente, del padre y de la madre para quienes -a la madre, sobre todo- demostró siempre un gran amor filial, los fracasos políticos y, hasta cierto punto, sentimentales, un estado de salud deficiente y un momento de zozobra económica, debieron de influir negativamente en el estado de ánimo de nuestro hombre que perderá a fines del decenio su buen humor mundano y sus aficiones sociales, versando en adelante en el pesimismo y en la misantropía de los cuales su obra literaria será el patente testimonio. Sabemos -y una novela como Sin rumbo lo confirmará- que alternará en adelante su vida entre su palacete de Buenos Aires y su lujosa estancia pampeana y, también, largos viajes a Europa, pero sin actuar políticamente, sin escribir y sin dar que hablar de sí durante todo ese lustro. Ahora bien, la dificultad en interpretar la biografía de Cambaceres proviene de que, en Potpourri, se mezclan íntimamente los recuerdos del período fasto de su vida y la amargura del hombre ya hastiado o resentido. De la infancia y la adolescencia de Cambaceres se sabe muy poco. En su respuesta a Mitre, en ocasión de la discusión del proyecto de separación de la Iglesia y del Estado (sesión del 1.º de agosto de 1871), alude a «los buenos tiempos de [su] niñez; allá, cuando [se] hallaba sometido al yugo pedagógico de un profesor de primeras letras». Y Federico Tobal10 da testimonio de la escolaridad de Cambaceres -al lado de Goyena, Argerich, Rocha, d'Amico, etc.- en el famoso Colegio Nacional de Buenos Aires, cuna de tantos de los prohombres del siglo pasado y del presente. Pero poco o nada, tocante a su escolaridad, se encuentra en la ficción de Potpourri. Más se extiende Cambaceres -y lo hace con su inconfundible sentido del humor- acerca de su falta de propensión al estudio -y singularmente a los estudios jurídicos y al ambiente del foro- y, al revés, a su afición y su vocación teatrales. Estas inclinaciones también nos vienen confirmadas por Miguel Cané11, todo lo cual tiende a demostrar lo autobiográfico y lo verídico de las declaraciones del autor:

«En aquel libro curioso y enfermo que llamó Silbidos de un vago, en una rápida ojeada sobre sí mismo, Eugenio confesó que su vocación natural habría sido el teatro. [...] Cambaceres, instintivamente, casi sin conciencia, ha visto en él todas las condiciones que responden a su ideal del artista dramático y de ahí su decantada vocación teatral. [...] No, no es sólo al teatro donde lo llamaban sus facultades excepcionales, es a la vida pública, es a las dignidades del parlamento, es a la acción misma en el gobierno, sin contar con los éxitos del foro, de los que confieso justifico su alejamiento, porque hay sacrificios de desnaturalización que no se pueden imponer a los hombres».


De hecho, bien parece deberse la renunciación al teatro a la voluntad familiar, en un momento en que la sociedad condenaba moralmente a las tablas y a los artistas. Y bien parece Cambaceres no haberse consolado nunca de este alejamiento forzoso. Si no escribió ninguna obra teatral, sabemos que asimiló en Potpourri a unas escenas de farsa (todo el capítulo VI) tal o cual episodio real de su vida parlamentaria y que varios capítulos de la obra vienen expresados en formas dialogadas y teatralizadas (capítulos VI, X, XIV, XVI, XVIII, XX...). Tal vez sean la frustración experimentada y el vacío dejado por una vocación abortada, así como la toma de conciencia, después de otros autores satíricos, de que el mundo es un gran teatro -o, para emplear sus propias palabras, de que la sociedad es «un vasto escenario donde se representan sin cesar millones de farsas, a veces sangrientas, grotescas y ridículas casi siempre» (23a)-, los que moverán a Cambaceres a consagrar al teatro, a nivel temático y estructural, una parte importante de su obra, en una especie de fenómeno de compensación y de sublimación. Veremos así que evocará en Música sentimental el teatro de boulevard y la Comedie Française, que pintará en Sin rumbo la vida de una artista lírica y el ambiente de la ópera y que, en En la sangre, situará en el teatro Colón una escena fundamental de la obra. Sobre todo, permaneciendo fiel a sus convicciones y a sí mismo, vivirá primero y se casará luego con una artista. El interés por el teatro viene completado además por una clara afición a la música que viene demostrada a la vez en el interés manifestado por el bel canto, en la participación en varias asociaciones o comisiones musicales12 o aún en los títulos de sus primeras novelas, Potpourri y Música sentimental, -subtitulados además ambos Silbidos de un vago- y en la publicación en El Nacional, bajo el seudónimo de Thin-Khe, de una crónica musical consagrada al estreno de la ópera Mefistófeles de Boito13.

Comprobamos pues que existe una coincidencia nada fortuita entre los datos historiográficos y las «confesiones» que sirven de preámbulo a Potpourri, o sea, entre la realidad biográfica y la ficción autobiográfica.

Pero el testigo de excepción que es verdaderamente Miguel Cané nos da otros muchos datos que confirman el lado autobiográfico de la primera obra cambaceriana. En un análisis que une las consideraciones psicológicas y económicas, demuestra que el esplín cambaceriano se origina en la misma posición social del autor.

«Le ha faltado lo que todos nosotros hemos probado poco más o menos, si bien no muy dura, la vache enragée. Le han faltado las dificultades primeras de la vida, le ha faltado el empleo... [...] Adorado en la familia, con un nombre respetable, con todo el dinero necesario para realizar sus caprichos, [bastábale] abrir la boca para ir a dejar diez mil duros en un año de vida en París... [...] Siguió la vida cómoda, fácil, brillante, cuyo único beneficio líquido es poblar de recuerdos los áridos años del descanso. [...] Esa vida gasta el cuerpo y el alma; se suele llegar a los treinta y cinco años habiendo usado de todo y con una admirable predisposición al fastidio...»14.


De hecho, la existencia de Don Juan que llevó Cambaceres en la primera parte de su vida, así como su experiencia de play boy y de mundano, no debieron de contribuir poco al desencanto, el esplín y el hastío que predominan en su producción literaria. El «j'en ai été et je m'y connais» proclamado por el narrador (61 b), resume esta experiencia y podría ser el leitmotiv que jalona sus aventuras y explícita su aburrimiento y su actitud de Masé. Es decir, que el Cambaceres del año 1882 (fecha de publicación de Potpourri, cuando tenía treinta y nueve años) debía de encontrarse a igual distancia del causeur brillante aficionado al teatro y a la ópera, magistralmente retratado por Miguel Cané15, y del cuarentón experimentado y amargado con el que se identifica el narrador de la obra.

Obra, cartas, fotos, testimonios y datos historiográficos conocidos contribuyen a dibujar un retrato fehaciente de Cambaceres en lo físico, moral e intelectual. Lo interesante, precisamente, es cotejar los documentos objetivos y lo subjetivo tal como dimana de la lectura de la obra narrativa. Ahí, lo autobiográfico se muestra omnipresente, empezando, claro está, por el prólogo de la primera y la segunda edición, y el proemio de la tercera y cuarta, titulado «Dos palabras del autor».

Conocidísimas son las dos frases lapidarias que encabezan la obra y que suenan a la vez como una evidencia y una provocación.

Vivo de mis rentas y nada tengo que hacer.

Echo los ojos por matar el tiempo y escribo.


(19a)                


Ahí expresaba el narrador anónimo una realidad que era la del autor y podía ser la de varios componentes de la generación del 8016. Manera de expresar una forma de esplín sui generis, a la vez que de sentar la pertenencia a cierta clase social, económicamente holgada y socialmente ociosa y desprovista de obligaciones de cualquier tipo, como era precisamente el modo de vivir cambaceriano. Del mismo modo, podríamos decir que la lengua y el estilo desenfadados de Potpourri traducen una modalidad lingüística que es la de la causerie mundana de la misma franja de la sociedad.

A continuación, nos ofrece el narrador un retrato físico, moral e intelectual.

En lo físico, aparece evidente la identificación entre narrador y autor si nos fijamos en las dos fotos más conocidas de Cambaceres, en las que resaltan los rasgos finos y armoniosos y la mirada penetrante, y en la descripción que de él nos hace Arturo Giménez Pastor, quien, después de Manuel Láinez, pone de relieve, amén del «abundante y largo bigote rubio de guerrero galo», el «singular atractivo de afabilidad en la mirada risueña, propicia y viva»17.

En lo intelectual, confiesa el narrador «una inteligencia clara, sutil, mañosa y diestra en la asimilación de los talentos ajenos, pero seca de producciones propias, simplemente reflectora de la luz de afuera, una inteligencia plagiaría, en fin». ¿Era así Cambaceres? Cané destaca su inteligencia superior y sus dotes excepcionales: «Cambaceres es uno de los hombres más... ¿cómo diré?... más impregnados de inteligencia que he conocido. [...] La inteligencia en primera línea, una locución clara y colorida, el aspecto físico, la educación, la tintura general de todo lo que al espíritu se refiere en nuestro tiempo, todo lo tiene y en una escala que muy pocos de los hombres de su generación han alcanzado»18. El mismo Mitre, adversario de nuestro autor en la discusión de la enmienda al artículo 11 del proyecto de reforma de la Constitución, reconoce en Cambaceres y en su colega Aristóbulo del Valle «dos inteligencias que son una esperanza del porvenir» (sesión del 1.° de agosto de 1871). Goyena, quien lo conocía bien, atestigua que fue un «estudiante distinguido por el método expositivo de sus exámenes y un orador parlamentario notable por la trabazón del discurso y la construcción simétrica de la frase» y protesta contra la autoacusación de «inteligencia plagiaría»19. Disentimos algo en esta apreciación. Creemos haber demostrado, con nuestra extrapolación de los tests de Rorschach20, que, si bien no puede hablarse al pie de la letra de «inteligencia plagiaría», Cambaceres demuestra a lo largo de su obra, gracias en particular a su inteligencia sutil y a sus extraordinarias dotes de observación, una fuerte actividad asociativa a la vez que cierto estereotipo de la imaginación. Tienden a demostrarlo las variadas e ilustrativas lecturas de nuestro autor -muestras de su extensa cultura-, tales como se desprenden de las numerosas alusiones a escritores extranjeros, clásicos y modernos, y las fuentes literarias de varios momentos de su obra, a nivel de la forma como del contenido21.

En lo moral, el «fondo innegable de honradez» reivindicado por el narrador, encuentra confirmación en la carta ya aludida del 8/12/1882 a Cané en la que exclama Cambaceres: «Hay una cosa, Miguelito que no se pierde cuando se tiene de raza: la estúpida honradez que uno practica porque sí y que conserva por lo mismo». Y no lo decimos porque nuestro hombre así lo proclama, sino porque lo demostró ampliamente a lo largo de su actuación política, nada sometida a los dictados partidarios. Es inútil recordar lo que fue su actuación en la Cámara de Diputados, conocida de todos, pero tal vez sea conveniente insistir en lo que su proyecto de separación de la Iglesia y el Estado y su pedido de anulación de las elecciones fraudulentas de 1874 implicaban de valor y de honradez. Y, como se sabe también, todo el capítulo VI (la «farsa política en cuatro actos») de Potpourri, completado por el prólogo y por las «Dos palabras del autor» añadidas a partir de la tercera edición, lleva el reflejo de las intervenciones parlamentarias del futuro autor a la vez que revela la decepción y el resentimiento que provocaron en él la indiferencia o las compromisiones de muchos de sus contemporáneos y cierta conciencia de raté, o sea de fracasado, en el plano político (tuvo que abandonar la política cuando sus dotes podían haberle llevado, como dijo Cané, «a la acción misma en el gobierno»), social (prácticamente dejó cualquier tipo de responsabilidad en clubes y organismos sociales después de 1876) y hasta sentimental (con el escándalo de su aventura con la Emma Wizjiak y luego sus relaciones matrimoniales con Luisa Bacichi que iban a enajenarle la consideración de la oligarquía y de la burguesía porteñas)22. «Decididamente, no hacía carrera. [...] Soy un hombre completamente raté», dirá su alter ego en un acto de autoirrisión incluido en el prólogo de la novela (22a/b).

Ese rápido cotejo entre la narración autodiegética de Potpourri y la biografía de Cambaceres quedaría muy incompleta si no hiciéramos referencia a varios elementos coincidentes, desparramados en la obra, como son, verbi gratia, la buena posición social de la familia, la holgada situación económica de los padres, el estado autoconfesado (en 1882) de solterón empedernido, la falta de sociabilidad y la incompatibilidad con la vida matrimonial23, el aislamiento voluntario y el pesimismo, el temperamento atrabiliario y algo neurótico -Cambaceres se proclama el mismo «hipocondríaco y apestado» y su protagonista se ve convertido a ratos en «una especie de puerco espín», cuando no se encuentra, como quien dice, «dado a los diablos» (53a)-, la vida disuelta y pronto aburrida por la repetición y la monotonía, el ambiente social porteño en el que se desenvolvió el adolescente y luego el hombre maduro y del que nuestro autor saca un daguerrotipo de una verdad cruel y mordaz... Añadamos los varios retratos caricaturescos, y hasta encarnizados y vengativos, de adversarios políticos con quienes se enfrentó nuestro autor (Mitre, Tejedor, Bernardo de Irigoyen) o humorísticos y satíricos de personajes a quienes trató directamente, periodistas, como Juan Carlos Gómez, o mundanos como Juan Carlos Urioste (presidente del Club del Progreso del que Cambaceres llegó a ser secretario y luego vicepresidente). De modo que aquí la autobiografía se perfila en relación con la biografía de sus contemporáneos. De hecho, la sátira se desarrolla en un permanente contraste, como contrastan las imágenes positivas y negativas de una fotografía. El satírico opone así implícitamente, a través de su alter ego, su desempeño político idealista a la corrupción de los partidos, su alta concepción del periodismo a la falta de profesionalismo de sus congéneres (excepción hecha de la redacción de El Diario), sus gustos refinados a la vulgaridad de la sociedad burguesa, su auténtica cultura a la ignorancia de la plebe, su afición al teatro al «menosprecio del mundo por el artista de teatro», su autenticidad a la impostura del pretendido high life, su sentido de la amistad al egoísmo de la masa, su teoría exigente del matrimonio a la práctica de alianzas por interés, su honradez intransigente a la moral pacata e hipócrita de un mundo mercantil en el que se encuentran no pocos advenedizos... Y la oposición se desarrolla a través de ejemplos tomados en la realidad circundante -algunos sacados de los ejemplares del Club del Progreso, otros no-, copiados luego «del natural», «sólo que, operando en carnaval, en que todo se cambia y se deforma, probablemente se deformaron también las lentes de [su] maquinaria, saliendo los negativos algo alterados de forma y un tanto cargados de sombra» (16a)... Alterados y todo, no debían los retratos estar muy alejados de la realidad, si consideramos que las claves que los ocultaban fueron muy pronto descifradas y si pensamos en la violencia de las reacciones producidas por el libro entonces anónimo. La verdad de los retratos y la transparencia de las claves debieron de conferirles en el mundillo de la oligarquía local la apariencia de provocaciones cínicas, viniendo de un hombre que sabe lo que dice por formar parte de esa misma sociedad. Elementos todos que contribuyen a hacer resaltar aún más el carácter auténticamente biográfico y autobiográfico del panfleto satírico que constituye Potpourri. Por si fuera necesario, confirmaría la convergencia de elementos biográficos la rapidez de la atribución a Eugenio Cambaceres de la obra anónima24, cosa que no hubiera sido posible sin la coincidencia de esos elementos entre la figura del autor y la de su protagonista. Lo cual no significa obviamente que todo lo dicho y hecho por el narrador-protagonista de Potpourri corresponda a dichos y obras del señor Eugenio Cambaceres. Encontramos incluso oposiciones, contradicciones o desfases entre uno y otro personaje, entre el de la realidad y el de la ficción, entre el autor y su alter ego literario. Empezando por la edad que no es exactamente la misma. Cuando apareció Potpourri (el 7 de octubre de 1882), Cambaceres (nacido el 24 de febrero de 1843) tenía treinta y nueve años y medio. Y es probable que tuviera treinta y ocho o algo más cuando echó manos a la obra. El narrador, en cambio, es (lo repite en varias oportunidades) un «soltero cuarentón». Las contradicciones, incluso, se encuentran en el mismo protagonista. Así, aludiendo a su vida pasada de jolgorio y proezas sentimentales, le dice a su interlocutora (28b): «¿Recuerda Vd. allá por los años cincuenta y no sé cuántos? Éramos ya ambos de avería», lo cual podría dar a pensar que empezó esa vida a finales del decenio, cuando tendría apenas quince o dieciséis años. En cambio, describiendo páginas más abajo su «estreno» en la vida social, se presenta como un «zanguango», «masa neutra, ni chicha ni limonada, ni hombre ni muchacho, chapetón, corto de genio y zurdo de maneras, sobre todo en punto a roce de mujeres» y sitúa el acontecimiento (80b) «en los años 63», cuando tendría pues veinte años redondos. Parece verdaderamente difícil ser un hombre avezado a los dieciséis años y un principiante a los veinte... Hay otras contradicciones en la psicología de nuestro protagonista. Siente un respeto casi religioso por la amistad, «el único sentimiento en el que [cree] con la fuerza ciega del fanatismo» (47b/48a) -sentimiento que asoma claramente en sus cartas a Miguel Cané- pero hay ratos que quisiera ver a sus amigos «a mil leguas de distancia» y es capaz de dejarlos ocasionalmente en la puerta de calle... (53b/54a) En realidad, parece haberse inútilmente ennegrecido Cambaceres al pintarse con rasgos tan negativos ya que, en la apreciación colectiva, tales rasgos no se corresponden con la realidad. Como lo señala oportunamente un periodista anónimo25, «posee el don rarísimo de la simpatía contagiosa. Alrededor de Cambaceres, como un centro poderoso de atracción, no faltó jamás un círculo numeroso de amigos, entre los cuales él representaba el vínculo común de simpatía que los ligaba entre sí».

Los últimos ejemplos aportados, que no implican realmente contradicciones, sino más bien manifestaciones de un temperamento complejo, nervioso, hipersensitivo, magullado por los golpes de la vida y los estragos de la enfermedad, no desmienten todo lo que la primera obra literaria implica de elementos biográficos. No encontraremos semejantes similitudes en las novelas que la siguen.




Música sentimental

Las mayores similitudes tal vez se encuentren en los varios testimonios que nos da Cambaceres del modo de vida parisino o francés. Así, cuando apunta el narrador en 1884 (fecha de aparición de la obra) «Hace veinticinco años que experimenté por primera vez el sistema», podemos pensar que la acotación se aplica al mismo autor porque sabemos que solía viajar a menudo a Francia26 y es más que probable que empezara a viajar en su adolescencia, a fines de los años cincuenta. Se nota además que la visión severa e inclusive satírica que da de la capital francesa corresponde a la vez a la verdad y a sensaciones experimentadas, en particular en todo lo referente al teatro y a la vida mundana. Bien podía el narrador y hubiera podido el mismo Cambaceres actuar de mentor o cicerone de los incautos rastacueros que, como en La Vie parisienne de Offenbach y Meilhac y Halévy (1866), se lanzaban al asalto de la noche parisina. Más que simple observación, fruto de la experiencia y recuerdo nostálgico y autobiográfico parecen ser las siguientes palabras: «¿Quién, en la edad loca de las ilusiones, deslumbrado por el resplandor fosfórico del mundo, ofuscado por sus fuegos fatuos, no ha pasado por ahí?» (100a). Se encuentran además en Música sentimental unas cuantas acotaciones que son casi repeticiones y enlazan la primera y la segunda obra cambacerianas. Cuando así el protagonista «se arroja jadeante sobre eso que llaman la copa del placer» (100a) creemos percibir el eco del narrador y alter ego de Potpourri recordando su pasada «vida de placeres y de holganza» (20a). Y el hastío o el esplín que se apoderaban a la vez del autor y del protagonista de Potpourri anticipan el desencanto y la postración que encontramos en el narrador de Música sentimental: (y se explayará aún más en Sin rumbo): «El espíritu se embota, el corazón se gasta, el cuerpo se cansa, un negro desencanto se apodera de nosotros, y [...] la postración mortal en que caemos, para no levantarnos ya, llega hasta traducirse en el desprecio más profundo por todo lo que es humano, en el más inaguantable hastío de la existencia» (100b). El «J'en ai été etje m'y connais» del narrador blasé de Potpourri vuelve a encontrarse en el narrador desencantado de Música sentimental, convertido aquí en un «Conozco el juego, sé lo que cuesta y, con la experiencia que tengo, me doy por satisfecho y me atengo a lo que sé» (101a).

Este hastío, relacionado con la leve neurosis y la tuberculosis del escritor, desemboca tanto en las cartas como en la novela en unas descripciones casi dantesco de un París hostil y dañino: «París está endemoniado. Hasta ahora ha llovido casi continuamente y hoy hace un frío morrocotudo y cae nieve que es un contento. [...] Se me hace agua la boca al pensar que viven Uds. cara a cara con el sol. Aquí el adminículo ese es griego o mirlo blanco», leemos en la carta a Cané del 3 de diciembre. «El invierno se había venido en cueros; un frío varón de cero abajo. [...] Cada puerta abierta era un cañón apuntando a los pulmones; cada ráfaga de viento un sablazo en la nariz. Al sol, al sol, me dije y disparé», oímos como en eco en Música sentimental (111b/112a).

La autobiografía alcanza incluso a la persona más cercana a Cambaceres, su compañera Luisa Bacichi, que parece haberle inspirado al escritor algunos de los rasgos de la protagonista en cuanto de paciencia, de sufrimiento se trata. En su carta del 8/12/1882, le escribía a Cané: «Mi compañera es la cabeza rubia a que se refiere Ud. [...] En ella tengo un paño de lágrimas que empapo a veces y a veces estrujo como trapo de cocina. Es buena, cariñosa y fiel, hasta lo hondo. Si así no fuera no me aguantaría ni un segundo». Del todo comparable es el trato que le reserva Pablo a su amante Loulou, y lo expresa el autor a veces con las mismas palabras: «Suave como una badana, fiel como un pichicho, mansa como un guacho criado en las casas, buena, cariñosa, sensata, económica, es un dechado de virtudes domésticas, un modelo acabado de perfecciones. Si la reto, se pone a llorar; si me enojo, me pide perdón...» (117b; el subrayado es nuestro). Al principio, Pablo no aprecia como debiera el espíritu de sacrificio de la mujer; pero, luego se rinde ante semejante demostración de abnegación, llegando a llamarla «ángel»...

En la relación con la figura femenina, encontramos indudablemente una evolución con respecto a la obra anterior. Ya no se trata de menospreciar a la mujer o de cubrirla de escarnio. La actitud aquí es de comprensión, cuando no de compasión. La explicación de esta evolución tal vez se encuentre en el cambio de estado civil del autor que, de soltero misógino, se ha convertido de hecho en un hombre que, sin estar casado todavía, vive una vida matrimonial. Mientras Potpourri podía y pudo interpretarse como un ataque a la mujer y al matrimonio, Música sentimental aparece al revés como una defensa del matrimonio o simplemente del collage, siempre que éste tenga una base firme, sentada en el amor. «Si quiere vivir para algo en este mundo, el hombre ha de vivir con mujer» (109a) y más adelante: «La honradez no está sujeta a ritos ni contratos; es posible que la encuentre en la querida; ¡cuántas veces pierde su tiempo buscándola en la casada!» (110b). Más, y anticipando el argumento de Sin rumbo, la obra encierra un himno al hijo, a la criatura: «¡Un hijo!... ¿Sabe lo que liga ese bichito...? [...] En una sonrisa que embelesa, en un balbuceo que encanta, en una caricia que arroba, mira usted al más severo juez de su conducta...» (110a). No se puede negar que semejante arrobamiento, que se prosigue en varios párrafos, lleva el sello del amor paterno de Cambaceres, cuya hija, Rufina-Eugenia, nació en París el 31 de mayo de 1883, poco más de un año antes de la salida de la novela en la capital francesa.




Sin rumbo

En Sin rumbo, los paralelismos autobiográficos alcanzan, como era de esperar, la figura del protagonista. Entre Eugenio y Andrés encontramos las mismas convergencias que entre Cambaceres y el narrador de PP: la afición al teatro y esta idea fija de que «la farsa vivida no es otra cosa que una repetición grosera de la farsa representada» (167b), la dilección por los artistas y, sobre todo, por las artistas, una extensa cultura artística y literaria, una vida pasada de goces mundanos y sentimentales (de la que el breve y denso capítulo XIII es el eco fiel), la conciencia de haber llegado a ser (parcialmente) un râté o un «chingado», un tedio y un aburrimiento insoportables, un estado anímico próximo a la neurosis pero sin llegar a los extremos patológicos del protagonista. El Eugenio de la realidad, si bien blasé y hastiado, no tiene nada que ver con el Andrés pesimista a lo Schopenhauer o decadentista a lo Huysmans. Este Andrés, si bien tiene puntos comunes con Eugenio, es, sencillamente, un personaje literario.

Luego tenemos indudables convergencias a nivel material. La vida del Club del Progreso, tal como viene descrita en el capítulo XV y en otros pasajes de la novela, debió de ser la misma que la de Cambaceres en la época en que llegó a ser secretario y luego vicepresidente del Club. El amueblamiento de la garçonnière de Andrés no deja de recordar la descripción del palacete del novelista que nos da un periodista porteño27. «El estado más difícil cada vez de [los] recursos [de Andrés]» es exactamente la situación que experimentó el novelista cuando hubo de vender lotes de animales y bienes muebles de su estancia El Quemado para subsanar una situación económica delicada, situación de la que se hace eco la prensa porteña de la época. Ocurre incluso una cosa curiosa, reveladora en varios aspectos. En la noche del 10 al 11 de septiembre de 1886 -o sea, poco más o menos un año después de la publicación de Sin rumbo-, Eugenio Cambaceres se llevó un susto mayúsculo con motivo de un acceso de tos que le sobrevino a Rufina y que le dio a pensar que bien podía tratarse de un caso de crup. El periodista que relata el episodio28 nos describe a un Cambaceres angustiado, aterrorizado con la perspectiva de perder a su hija, postrado en su impotencia para curarla, idéntico en suma al protagonista de Sin rumbo a punto de perder a Andrea. Este artículo es para nosotros doblemente interesante: primero, porque nos presenta a un hombre en el que vibra la fibra paterna, que adora a su hija hasta el punto de no vivir más que para ella, a un Cambaceres humano en suma, que pierde, en la situación trágica que lo alcanza, toda su irónica condescendencia de gran señor; segundo, porque nos conforta en la idea que el escritor es incapaz de crear una ficción, que los varios episodios de sus novelas son otros tantos episodios transcritos de experiencias personales o de acontecimientos observados y que Cambaceres, cuando describía la enfermedad de la pequeña Andrea, debía de reconstituir uno de los momentos penosos de su vida de hombre y de padre, a no ser que tradujera una premonición que había de revelarse después en su angustiosa realidad.

Por su lado, el escenario de la representación de Aida es, más que probablemente, igual a la atmósfera en que bañaba el Cambaceres mundano a que hemos aludido (¡incluyendo el avant-scène alquilado por la familia Cambaceres en el teatro Colón!). Más, la relación sentimental entre Andrés y a Amorini es el fiel reflejo de la que hubo entre Eugenio Cambaceres y la conocida soprano Emma Wyzjiak. Recordemos los hechos.

En mayo de 1876 había llegado ésta a Buenos Aires para debutar en el teatro Colón cantando en La Africana, de Verdi. Un idilio debió empezar entre la soprano - casada- y el Don Juan que era en aquel entonces Cambaceres. La prensa local29 se hace eco, en repetidas ocasiones, de las ternuras del millonario para con la cantante. Algunas semanas más tarde, nos enteramos de que el marido de Emma Wizjiak ha desafiado al amante después de descubrir el adulterio en un palco del Colón. En definitiva, el esposo engañado embarca para Europa mientras su mujer... se queda en Buenos Aires hasta el término de su contrato. El caso es que -¿ingenuidad o provocación?- Cambaceres hizo del episodio escandaloso, que llegó a hacerse público debido a la categoría de los protagonistas y a la «eficacia» de los medios informativos, uno de los momentos fuertes de Sin rumbo.




En la sangre

Las alusiones autobiográficas van disminuyendo en la narrativa cambaceriana en proporción de los avances de la técnica narrativa. Así son muy pocas las convergencias entre los episodios de En la sangre y la biografía del autor. Apenas si encontramos, como en Potpourri, alguna crítica al poder abusivo del que disponen los «doctores», - trátese de abogados o médicos, de «embrollones» o «matasanos»-, cuyo prestigio acerca de la masa les abre las puertas de la Cámara de diputados o del mismo Gobierno donde pueden con toda impunidad cometer sus fechorías. Más sustanciosas son las referencias al teatro Colón y al Club del Progreso donde sitúa el autor dos de los episodios más determinantes de la obra, respectivamente la violación de Máxima y el rechazo de la candidatura de Genaro. Si bien la relación con la vida de Cambaceres no es directa, entrevemos todo el partido que sacó el autor de su experiencia de las veladas en el Colón en tiempos de Carnaval y presentimos que, como vicepresidente o secretario, debió de votar más de una vez para adoptar o rechazar tal o cual candidatura al club más aristocrático de la Capital.






Conclusión

Hay casos, como el que acabamos de evocar, en que las convergencias biográficas son más indirectas que directas y se deducen más que se demuestran. Las señalamos, por lo tanto, con las reservas del caso. Aprovechamos la ocasión para llamar la atención del lector sobre los riesgos que presenta cualquier estudio biográfico y los límites que el biógrafo o exegeta debe guardarse de transgredir. Dos son, principalmente, las confusiones que hay que evitar. La primera consiste en confundir al autor con el protagonista y, por lo tanto, en prestarle al primero los pensamientos y las actitudes del segundo. La segunda consiste en interpretar los datos de manera gratuita y arbitraria y en confundir ipso facto la biografía con la chismografía. Recordamos haber leído en un estudio -en otros aspectos estimable- publicado hace unos cuantos años esos dos tipos de extravíos. Por un lado, el crítico afirmaba rotundamente que los sentimientos demostrados por Andrés -el protagonista de Sin rumbo- reflejaban los del mismo Cambaceres en el momento de escribir la novela. Pensamos al revés que la obra debe leerse como una condena de los estragos que pudo haber hecho en la generación que fue la de Cambaceres la filosofía destructora de Schopenhauer. Tiende a demostrarlo el hecho de que se oyen como dos voces en la novela: una, la que corresponde al protagonista, marcado por la desesperanza, como cuando se confiesa «chingado, miserablemente chingado», y otra, la del narrador-autor, que juzga esta misma desesperanza como el resultado de «la zapa de los grandes demoledores humanos». Lo cual no impide evidentemente que veamos ahí como el lejano eco de lo que debió ser, años antes, la amargura, la soledad, el desaliento de un hombre maduro que camina «sin plan ni rumbo» y también rasgos de la que fuera su pasada filosofía misógina y machista acerca de la pretendida inferioridad de la condición femenina (con la perceptible influencia del ensayo de Schopenhauer Sobre las mujeres, publicado en Francia en 1880). Pero, repetimos, sería un error confundir los sentimientos experimentados por el protagonista con el estado anímico de su creador al redactar Sin rumbo. Por otro lado, llaman la atención, en el trabajo aludido, dos reflexiones verdaderamente peregrinas y descabelladas. Se afirma así, mezclando la exégesis literaria con consideraciones morales, que Luisa Bacichi viuda de Cambaceres, al entablar relaciones sentimentales con Hipólito Irigoyen, pecó contra la moral ya que el político estaba casado. Fuera de que es notorio que Irigoyen vivió y murió soltero, semejantes consideraciones estrechas y puritanas no deberían encontrarse en un trabajo universitario. En el mismo estudio se insinúa además que bien podría Rufina no ser hija de Cambaceres. Eso ya pasa de castaño oscuro porque, al no demostrarse, resulta lo dicho claramente difamatorio e indigno de un trabajo de carácter científico. Pero estos abusos son muy escasos y, en regla general, la crítica cambaceriana -cuyo primer y más ejemplar modelo es precisamente el que nos ofreció Rodolfo Borello- ha sabido mantenerse -fuera de algunos detalles equivocados como el lugar de la muerte de Cambaceres o la fecha de publicación de Potpourri- alejada de estos excesos escandalosos.

Nos hemos limitado, en este breve panorama, a la expresión de hechos autobiográficos corroborados por el conocimiento de la historia personal de nuestro autor en el estado actual de las investigaciones. Hemos podido comprobar de paso que las posiciones de Cambaceres no se han quedado nunca estancadas sino que han evolucionado con el tiempo y de un libro a otro, pasando así, en el plano sentimental, de una actitud misógina a otra de compromiso y de comprensión o, en el terreno político, de una crítica acerba de la sociedad burguesa a una defensa de valores oligárquicos. «La historia de la literatura autobiográfica argentina -escribe Adolfo Prieto- condensa, en una plano insospechado, la historia de la élite del poder en la Argentina. [...] No podrá, aconsejablemente, prescindir del conocimiento de aquélla quien pretenda acometer un estudio de conjunto sobre la clase dirigente nacional»30. Suscribimos totalmente a esta opinión. A través de la narrativa cambaceriana se perfila todo un ambiente de época marcado por cierto descenso de la vieja clase dirigente y por el advenimiento de una clase nueva procedente a menudo de la inmigración. Pero así como la creación cambaceriana ilumina todo un contexto sociocultural, de rechazo la evocación de este contexto aclara aspectos que hubieran podido pasar desapercibidos de la personalidad de nuestro autor. Aparecen así las dos caras de la autobiografía, ese Jano de la literatura.




Bibliografía

  • Cané, Miguel, Prosa ligera, Buenos Aires, «La Cultura Argentina», 1919.
  • Cymerman, Claude, Diez estudios cambacerianos, Rouen, Publications de l'Université, 1993.
  • Lejeune, Philippe, Le Pacte autobiographique, Paris, Seuil, 1975.
  • Mansilla, Lucio V., Entre-Nos- Causeries del Jueves, Buenos Aires, Librería Hachette, 1963.
  • Prieto, Adolfo, La literatura autobiográfica argentina, Buenos Aires, Jorge Álvarez, 1966.
  • Tobal, Federico, Recuerdos del viejo Colegio Nacional de Buenos Aires, Buenos Aires, L. J. Rosso, 1942.


 
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