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Lo infantil y lo juvenil en la literatura

Juan Cervera


Dr. en Filosofía y Letras.
Profesor de la Escuela Universitaria
de Formación del Profesorado de Valencia.

El deslinde entre lo infantil y lo juvenil en la literatura que a menudo se adjetiva, ya alternativa ya conjuntamente con estos dos términos, no siempre resulta fácil.

Empecemos por reconocer que a menudo literatura infantil y literatura juvenil se emplean como expresiones equivalentes. Y con igual frecuencia también, en cualquiera de las dos se comprende la otra. Así, Enzo Petrini titula uno de sus más conocidos trabajos Estudio crítico de la literatura juvenil, para estudiar preferentemente la infantil. Y nuestra Historia crítica del teatro infantil español abarca también la juvenil. Mientras que Denise Escarpit denomina La Littérature d'enfance et de jeunesse a uno de sus libros que encierra un bosquejo histórico.

Parece evidente que si la literatura acompaña al niño en su desarrollo, primero ha de ser infantil y posteriormente juvenil. Pero parece evidente también que ni objetivamente por parte de la literatura, ni subjetivamente por parte del niño puedan aceptarse definiciones presididas por criterios exclusivamente cronológicos.

Las preguntas que puedan formularse en torno a esta cuestión tendrán que ir no sólo en busca de los límites, sino, sobre todo, tras la definición de sus calidades, entre ellas la del servicio al lector en cada período de su desarrollo.

Tampoco la consideración de las denominaciones de organismos nacionales o internacionales que se ocupan de literatura, cine o televisión aportan luces para clarificar este asunto. En TVE, por ejemplo,   —192→   existe un Departamento de programas infantiles y juveniles centrado preferentemente en la televisión para niños. Y el Ministerio de Cultura publica sus catálogos de Libros infantiles y juveniles con atención exclusiva a lo infantil. Por otra parte, en algunos países, los organismos que entienden en aspectos relacionados con estas materias extienden su acción hasta los 21 años, tope a nuestro juicio ridículo, pues en este espacio se alinean desde los niños no escolarizados a los soldados en activo. La condición juvenil, en Occidente por lo menos, para estos temas, se detiene mucho antes. Pero más ridícula todavía resultaría para nuestro propósito la aplicación de la referencia que a lo juvenil se hace en los partidos políticos respecto a organizaciones de su militancia o a asociaciones empresariales y agrícolas.






Infancia, adolescencia, juventud

Tradicionalmente se considera como infancia el primer período de la vida humana que se extiende desde el nacimiento a la adolescencia. Sin entrar en divisiones aquí innecesarias, conviene recordar que en la infancia se desarrollan todas las capacidades: en primer lugar mediante la actividad lúdica y luego a través del aprendizaje sistemático en la escuela y en la vida cotidiana. La literatura, sin duda, participa de lo lúdico, de lo escolar y de lo vital. Y puede decirse que éste es un período bien atendido literariamente en cuanto a producciones específicas cuya adecuación a los destinatarios parece indiscutible en líneas generales.

Entre la infancia y la juventud hay que colocar la adolescencia, considerada como puerta de la juventud y también como la etapa inicial de la misma.

La adolescencia se inicia con los cambios corporales y puberales o la anticipación de los mismos. Termina con el descubrimiento y entrada en el mundo del adulto.

Rasgos característicos son la maduración sexual con sus aspectos psicofisiológicos y psicoafectivos, la inestabilidad emocional e incluso la hipersensibilidad, la aparición del pensamiento abstracto y del razonamiento dialéctico, y el interés por la observación de sí mismo. Este período va a menudo acompañado de frustraciones y de esfuerzos por descubrir la propia identidad e incluso el sentido de la vida. La rebeldía suele ser consecuencia de la confusa situación y del deseo de autoafirmación.

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La respuesta literaria a este período encierra mayor complejidad y riesgo, y no puede asegurarse que se haya alcanzado plenamente en la literatura usual.

La juventud como transición hacia la adultez se manifiesta en lo psicosocial como un proceso de adaptación individual a las instituciones sociales. La persona joven, al verse obligada a asumir ciertos roles sociales, define su inserción en el mundo del adulto.

Sin duda el impulso hacia adelante marca este período y determina que el futuro tenga más importancia que el pasado.

La respuesta literaria al momento no es uniforme ni satisfactoria. Acusa cada vez más el asistematismo y la problematicidad de la literatura. Por una parte el mundo de la adolescencia sigue gravitando sobre el joven en marcha descendente, y por otra el mundo del adulto, cada vez más próximo y definitivo, atrae irremisiblemente como meta.




El cambio cualitativo


ArribaAbajoLa adecuación a los niños

Aceptamos que las primeras muestras de literatura infantil no surgieran intencionadamente para el niño como expreso destinatario. Pero el calificativo infantil les fue aplicado tan pronto se sintió la necesidad de reconocerle al niño «un espacio vital autónomo en la Humanidad» como apunta sugestivamente Enzo Petrini (Citado por CIBALDI, pág. 32).

De sobra sabemos que esta literatura que el niño se ganó para sí, por apropiación, era literatura escrita por y para los adultos. Por eso la llamamos literatura ganada. Cayó en sus manos tal vez por azar, le gustó, la agarró fuertemente y la guardó para sí y para la Historia. Bastantes de los cuentos populares, de los romances, canciones y letrillas, y hasta algunos pasos y farsas, notables por su sencillez, primitivismo e ingenuidad, han constituido la base de esa literatura infantil.

Los adultos engrosaron este acervo con adaptaciones y versiones no siempre afortunadas ni en la selección ni en la factura.

Pero esta literatura ganada, agotadas sus fuentes, pronto vio sumársele otra literatura creada ex profeso para los niños. Esta labor se inicia en el siglo XVIII y, frente al aire popular, vital y hasta con vislumbres de picardía que tenía la primera, esta segunda se remansa y condensa en un didactismo cuyo lema se fija en el instruir deleitando.

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Este afán didáctico de encaminar al niño hacia su futuro de hombre se quiebra tan pronto como se descubre que la infancia debe considerarse no como una realidad en tránsito, sino autónoma, y en consecuencia reclama un mundo cerrado, (SANTUCCI, 1942), como documento de un mito que sólo al niño le pertenece.

El propio Santucci ha fijado claramente los límites de esa literatura infantil al afirmar que es «el menos arbitrario de los géneros literarios, dado que está regido por las leyes inmutables de la psicología infantil» (Citado por CIBALDI, pág. 33).

Por consiguiente nos encontramos ante una literatura autoincidente. Una literatura que se le ofrece al niño como respuesta a sus necesidades y pulsiones para que, siguiendo el proceso de su normal desarrollo, se mantenga como niño mientras ha de ser niño.

Por otra parte, el niño, carente de experiencias, con su aliada la fantasía, necesariamente tiene que centrarse en sí mismo. Lo innato, lo intuitivo presiden esta acción de la fantasía infantil que conduce a una literatura que rechaza toda retórica y acepta, por el contrario, todo hecho simple que se acomode a la simplicidad de su mundo y que de él tome sentido (PETRINI, 1963, págs. 77-78).

Pero «el mundo del niño es un mundo de realidad bivalente, es decir, que es aceptación del mundo de la fantasía y del mundo de la realidad dotados de una autonomía propia y, sin embargo, con una posibilidad de contaminación ofrecida por el juego que significa la transferencia, la evasión del mundo común al mundo propio del niño» (PETRINI, págs. 127-128).

Todos sabemos la eficacia que para ello tienen los cuentos, empezando por los cuentos tradicionales y de hadas, exponente claro de esa literatura ganada para el niño. Como conocemos también las abundantes muestras de literatura creada que siguen esta trayectoria: los cuentos modernos y narraciones próximas a la novela de recortadas dimensiones y estructura son abundantes y, a menudo, coincidentes con los cuentos tradicionales. Bastante más escasas andan en cantidad y aciertos, las muestras dramáticas y poemáticas realmente válidas.

Pero junto a estos dos tipos de producciones -las ganadas y las creadas- justo es señalar la existencia de otra clase de libros, que no dudamos en calificar como literatura instrumentalizada, empleando generosamente el término literatura. Propiamente no son tal, sino libros que partiendo de una estructura levemente literaria, se van multiplicando con sólo aplicar una fórmula sencilla. Se trata siempre de libros en serie que cuentan con un protagonista fijo (Teo, Tina, Ton, Ibai...),   —195→   que se mueven sucesivamente en espacios distintos. Ello da pie para la fabricación de libros seriados de carácter didáctico, y en este sentido los catalogamos como literatura instrumentalizada. Los protagonistas pasan por el mercado, el templo, la playa, un castillo, el campo de fútbol, el circo, la plaza mayor, una tienda, el zoo, una fiesta, etc. Reconocerles su condición didáctica, de lecciones de cosas, como se decía otrora, no significa que podamos otorgarles también categoría literaria. Su idealismo ya no está al servicio de los ideales moralizantes y paternalistas del siglo XVIII, sino que rinde tributo al consumismo del siglo XX. Naturalmente se proporcionan así instrumentos más didácticos que recreativos.

Frente al periplo iniciático de libros como El viaje de Pedro el Afortunado, de Augusto Strindberg, los modernos paseantes de esta literatura instrumentalizada sólo recorren lugares programados para tardes de asueto. Por eso es lógico que se destinen preferentemente a los niños del parvulario.




ArribaAbajoLa adecuación a los adolescentes

La adolescencia, como etapa de transformación profunda, bullente y proyectada hacia el futuro, demanda otra clase de literatura a la que se acomoda mal el adjetivo infantil, pese a su uso corriente. Este adjetivo no recoge el intento de despegue de la infancia que entraña la adolescencia. Pero la rutina y tal vez más la carencia de un adjetivo que denote la condición de literatura para adolescentes ha hecho que se mantenga también para ésta la denominación de literatura infantil e incluso, a nuestro juicio, abusivamente, la de juvenil. Salta a la vista que no podemos aventurarnos a hablar de una literatura adolescente sin exponernos a que el adjetivo contamine peligrosamente y peyorativamente el sustantivo literatura.

La distinción, no obstante, está en la mente de los autores, ya que de tanto en tanto aflora con nitidez. Cierto que Enzo Petrini adjetiva a toda la literatura infantil como juvenil en su Estudio crítico de la literatura juvenil. Pero no lo es menos que en las páginas de este mismo libro dedica un capítulo a las lecturas «para niños» y otro a las lecturas «para adolescentes». ¿Pretende corregir o precisar el sentido que da a la palabra juvenil en el título del libro? En todo caso, y ello es significativo, este libro no contiene ningún capítulo dedicado a las lecturas para jóvenes.

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Aldo Cibaldi, tal vez más cauto, escribe su Storia della letteratura per l'infanza e l'adolescenza, quizá con voluntad de precisión.

Es bien notorio que al adolescente se le dan algunos libros cuyos contenidos responden plenamente al período anterior. Y es evidente también que se le dan, y sobre todo los busca él también afanosamente, otros que están por encima de sus capacidades. Así, Enzo Petrini habla de «innumerables páginas» aconsejadas a los adolescentes como ayuda para el descubrimiento del yo. Se refiere genéricamente a autores románticos, pero también a narradores modernos como Proust, Gide, Kafka, Gorki, Alberto Moravia, Pratolini... que cita nominalmente.

André Mareuil en un libro que titula nada menos que Le livre et la construction de la personnalité de l'enfant -nótese bien, del niño- le atribuye al libro funciones tales como la catarsis, el descubrimiento de la realidad sexual y la sublimación. Y arrancando de las primeras novelas alude a Pinocho, de Collodi, a Huckleberry Finn, de Mark Twain, a El maravilloso viaje de Nils Holgersson, de Selma Largolof, a David Copperfield, de Dickens, para desembocar en una lista de novelas y películas en la que se barajan los nombres de Francis Jammes, Valery Larbaud, Jean Cocteau, Marcel Carné, Franco Zefirelli, Joseph Losey... Indudablemente, por somera que sea la referencia, invita a la reflexión.

Pero hay que reconocer que el adolescente a menudo encauza su imaginación hacia el soñar despierto. Y es capaz de sumergirse imaginariamente en toda suerte de aventuras para saciar su hambre de lo nuevo, de lo desconocido, de lo inexperimentado. De ahí que pronto la imposibilidad de realizar las propias aventuras soñadas lo lleve a admirar las ajenas, presentes en la novela con toques sentimentales y heroicos. La novela, y algo que está más a su alcance, la película de cine.

Hay una búsqueda de lo extraordinario y de lo morboso que a menudo puede calificarse como tenaz. Y no cabe duda de que el adolescente actual, pródigamente abastecido de imágenes, sensaciones y emociones de variada índole por el cine, la televisión y la revista gráfica, se encuentra ante el libro, incluso aquel que busca morbosamente y a escondidas, decepcionado. De todas formas habrá que reconocerle al adolescente actual, frente al de otras épocas, un aniñamiento superior por su vida más fácil y menos, responsable, así como mayor experiencia -decir madurez parece excesivo- en lo psicoafectivo, erótico y sexual.

La inicial literatura para adolescentes es didáctica y moralizante. Basta con que recordemos a Berquín, en el siglo XVIII, para comprobar que su didactismo está inmerso en un paternalismo que llegará a ser rayano en la ñoñería en algunas obras y autores.

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Posteriormente estas actitudes cederán terreno ante la aventura cargada de sentimiento y acción. Habrá que establecer en esto una distinción significativa: mientras el teatro permanecerá fiel al didactismo infantilizante y moralizante, la narrativa cifra su didactismo en la presentación de modelos viriles y esforzados cercanos al joven e incluso al adulto. La variedad temática se hará extensísima en el siglo XX para llegar en el momento actual a ser reflejo de las ideologías políticas y de los problemas sociales así como de corrientes educativas antiautoritarias, liberadoras del niño, feministas y de cuanto bulle en el panorama literario y vital del adulto. Lógicamente, todo ello con la impronta del espíritu crítico, una crítica no siempre bien razonada.

Pero lo más complejo es que entre la literatura para niños y la literatura para adolescentes no existe una frontera definida, hecho que no debe sorprender si se tiene en cuenta que la evolución psíquica del adolescente experimenta idénticas fluctuaciones y titubeos.

La literatura legendaria puede cautivar al niño por lo inesperado y maravilloso de los hechos reseñados. Al adolescente, en cambio, le interesarán los personajes de esa misma leyenda por su dominio demostrado sobre la propia peripecia o aventura. Los descubrimientos, las exploraciones, la aventura trepidante pueden gustarle al niño por la novedad, el hallazgo insospechado, la apertura a un mundo inédito. Al adolescente le interesan sobremanera los protagonistas de toda esa aventura apasionante.

A través de todo ello el adolescente acrecienta su vida interior y encuentra en la lectura de aventuras los motivos para el diálogo consigo mismo y con el mundo que se está creando.

Es indudable que el autor contemporáneo se encuentra a menudo ante un dilema. ¿Para quién escribir? Dejamos bien sentado en otro lugar (La literatura infantil en la educación básica [1984], págs. 32-34), que debe escribir para lo que es el niño hoy, no para el hombre que será. Escribir para el niño presente y no para el hombre futuro que en él anida es condición para su normal desarrollo. Por tanto el sentido de la duda ahora planteado no es éste, sino que afina mucho más. ¿Para quién? ¿Para el niño precoz que no es adolescente todavía o para el adolescente que no ha dejado totalmente de ser niño? ¿Para el adolescente soñador, insatisfecho y crítico, que no es niño ni tampoco joven, o para el adolescente que ya vislumbra el umbral de la juventud?

Un factor puramente mecánico viene a complicar el panorama. La capacidad de lectura de libros es inferior a la capacidad de «lectura» de   —198→   películas cinematográficas y televisivas. Y la intensidad -cantidad de libros y películas- y rapidez con que se leen también es desigual y favorable en ambos casos a los filmes. Nos encontramos, por tanto, con que la literatura escrita tiene notables desventajas frente a la fílmica. Y una de esas desventajas, quizás definitiva, es que la literatura escrita para muchos temas llega tarde, lo cual, desde el punto de vista educativo no sólo plantea grandes problemas, sino que puede llegar a cuestionar incluso los objetivos fundamentales de la propia literatura, sea para niños, sea para adolescentes o para jóvenes.

Con frecuencia nos hallamos ante libros cuya forma -estructura, extensión...- acusa nivel superior al de su contenido. Es decir, el posible lector ha de tener una autonomía de lectura equivalente a la de un adolescente e incluso de un joven, pero los contenidos del libro caen enteramente en el ámbito de lo infantil. Por el contrario, libros formalmente aniñados rozan y alcanzan una temática que está muy por encima de los destinatarios.

En consecuencia hay que reconocer que hoy en día aparecen bastantes libros cuyos lectores naturales -niños, adolescentes jóvenes- son difíciles de precisar a primera vista. Y lo más grave es el riesgo de que muchos de los lectores que se acerquen a ellos no se encuentren en sus páginas.

Las causas de tan anómala situación, con anomalía aparente, por supuesto, son varias, sin duda. Entre ellas, la más evidente quizá, la desorientación que introducen en el panorama lector español e hispanoamericano la aparición en lengua española de abundantes traducciones procedentes de países donde la práctica de la lectura entre niños, adolescentes y jóvenes está más extendida que entre nosotros y donde el profesorado de tales niveles está más preparado y concienciado sobre el particular.

De todas formas hay que aceptar que la situación es estimulante y la literatura, por otra parte, es siempre una aventura lo suficientemente anárquica para no admitir otras normas y orientaciones que las suyas propias. Al lector le corresponde, en todo caso, delimitarle el campo con su aceptación o su rechazo.




ArribaAbajo¿Adecuación a los jóvenes?

¿Puede hablarse con propiedad de una literatura para jóvenes distintos   —199→   de los adolescentes? ¿Puede plantearse seriamente la necesidad de una literatura de este tipo?

Si tenemos en cuenta que la escolarización obligatoria termina entre los catorce y quince años y que quienes no siguen estudios superiores o complementarios se lanzan al mundo del trabajo, hay que aceptar también que, en estas circunstancias, su literatura sea la de todos, o sea la de los adultos.

Ahora bien, si examinamos la literatura en su repercusión sociológica, habrá que admitir algunos hechos que, sacados de su aislamiento y relacionados entre sí, son capaces de crearnos inquietud y hasta de inclinarnos hacia respuestas claras para las anteriores preguntas.

El libro titulado Los niños leen, (1982) de J. L. Varea y Rosa M. Sáez, que recoge recensiones de 400 libros para niños de 3 a 14 años, no incluye en sus páginas ninguno de los de José Luis Martín Vigil, por ejemplo. Naturalmente que los criterios de selección de los autores de las reseñas no tienen por qué tomarse como único punto de referencia para una clasificación modélica o definitiva. Pero si tenemos en cuenta que en el mismo libro se recogen cuatro de los de Julio Verne para adolescentes de 13 y 14 años, habrá que pensar si -salvo actitudes subjetivas excluyentes- entre estas obras de Julio Verne y algunas o la mayoría de las de Martín Vigil no existen algunas diferencias que impiden su coexistencia en el mismo repertorio para adolescentes. Diferencia objetiva, naturalmente, que las haría o hace recomendables para otro estadio de la evolución psicológica de los lectores.

La misma ausencia de Martín Vigil, como autor de literatura juvenil, puede observarse en el catálogo de Libros infantiles y juveniles (1980) del ministerio de Cultura. No obstante, cualquiera que reflexione serenamente sobre libros como Una chabola en Bilbao, Sexta galería, Un tal Marcos, Secuestro de estado, dudará en concluir que son libros para adultos, aunque puedan interesarles. Más fáciles que agraden a los adolescentes; bastante menos o nada, a niños; y mucho tienen que atraer a los quinceañeros, de uno y otro sexo, a juzgar por las reediciones y la sostenida vena prolífica de su autor. Y eso no sólo en el ámbito de la lengua española, sino en el de otras lenguas cultas donde sus traducciones han sido celebradas.

El caso de las obras de José Luis Martín Vigil es suficientemente esclarecedor sobre la existencia de una literatura para jóvenes diferente de la destinada con propiedad a niños y adolescentes.

Que esta literatura para jóvenes, de larga tradición, englobe producciones   —200→   en el pasado calificadas como blancas o rosas; que ostente características de didactismo más o menos solapado; que llegue incluso a la manipulación de temas y argumentos; que sea patrimonio de determinadas clases sociales y no entusiasme a los jóvenes de otros sectores de la sociedad... todo eso son gajes que pueden acompañar a todo subgénero literario e incluso a cada una de las producciones de la misma y de otras tendencias. Pero todo ello, precisamente, contribuye a dejar constancia de la existencia de una literatura que no podemos alinear con claridad en ninguno de los grupos generalmente admitidos. Ni pertenece a la de los niños ni encaja cómodamente y en exclusiva en la de los adolescentes.

Tal vez algunas de estas manifestaciones literarias correspondieran a los gustos de una sociedad burguesa, o pequeñoburguesa, convencional y cautelosamente aislada, en la que cumplían una función iniciática, edulcorada y predeterminada. Ello explicaría su crisis en el momento actual de mayor apertura, de información homogénea insoslayable, de masificación de los gustos, de frecuente trasvase social.

Pese al éxito editorial alcanzado por algunos autores de esta clase de novelas para jóvenes, tanto en el pasado, como en el presente, su destino final es el olvido. Su reconocimiento histórico se sitúa más en la sociología de la literatura que en la historia de la literatura propiamente tal. Y es que, de hecho, exceden el marco de la literatura infantil, se acoplan mal en el de la literatura para adolescentes y no llegan a franquear el umbral de la literatura de adultos. Su reconocimiento oficial como literatura plena por parte de autores y de críticos en general, raramente se logra. Y en ello tal vez estriben una parte de las razones para aceptar su identidad y su autonomía.

En el momento actual, como se ha señalado, su supervivencia está claramente amenazada. Su lugar, en el consumo masivo, que nunca lo tuvo, se ve invadido por narraciones de ciencia-ficción y otras producciones de aventuras más intrascendentes, más proclives a la evasión que al didactismo y la iniciación.






ArribaAbajoLa aportación clasificadora del medio

La distinción que intentamos establecer entre las diversas manifestaciones literarias según sus destinatarios, niños, adolescentes, jóvenes y adultos, encuentra confirmación valiosa cuando dejando las producciones literarias su natural y común recurso expresivo, la palabra,   —201→   naturalmente plasmada en libro, buscan otro vehículo como es la imagen en movimiento de la película cinematográfica o televisiva.

La palabra por sí sola tiene capacidad para expresar las más delirantes fantasías. La imagen también tiene capacidad para mostrar tales fantasías, incluso de forma más brillante y atractiva para los sentidos. Pero debemos reconocer que no toda clase de imagen posee la facilidad con que lo consigue la palabra.

Está bien claro que las imágenes fílmicas pueden dividirse en dos grandes grupos:

  • las que proceden de la propia realidad o de construcciones verosímiles de la misma;
  • las que proceden de otras imágenes creadas a su vez sobre una interpretación de la realidad no desprovista de imaginación.

Podemos simplificar la cuestión diciendo, sin riesgos de inexactitud, que nos referimos en el primer lugar a imágenes producidas por la cámara fotográfica o cinematográfica, y en el segundo caso a las procedentes de los dibujos, dicho así de forma un tanto elemental.

El dibujo, al igual que la palabra escrita, disfruta de más autonomía creativa que la cámara. En consecuencia, dibujo y pintura, por su mayor convencionalidad y autonomía, podrán crear imágenes imposibles para la cámara.

No debe sorprender que la mayor parte de películas para niños sean películas de dibujos animados. Mientras que las películas para adultos proceden directamente de la cámara de filmar. Y cuanto más realista sea una producción, menos trucos y manipulaciones admitirá en las imágenes, en las voces y en el montaje.

Si entre las películas de dibujos (para niños) y entre las fotográficas (para adultos) intentamos situar el resto de las clasificaciones literarias apuntadas -para adolescentes, para jóvenes- se verá con facilidad la resistencia técnica que ofrece la narrativa oral o escrita para convertirse en narrativa fílmica. Con frecuencia la literatura que hemos calificado para adolescentes -maravilla más realidad- reclamará la solución del dibujo animado o por lo menos el concurso del mismo. Mientras que la asignada a los jóvenes irá a juntarse con las películas de adultos, en cuanto a procedimientos fílmicos. ¿Podrían pensarse Peter Pan o Bambi, como películas, distintas de como son en su aspecto vehicular? ¿Se ha caído en la cuenta de la gran labor maquilladora de transformación a que se ha tenido que someter La historia interminable, de Michael Ende, para pasarla al cine?

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Lo cierto es que el resultado técnico de la filmación de una novela de J. L. Martín Vigil será una película normal; igual que si para tal menester escogemos una novela de Delibes o de Blasco Ibáñez.

Y es que a medida que sube la literatura en la escala de las edades de sus destinatarios, la fantasía se va autodisciplinando, hasta encerrarse en los límites de lo doméstico, o, por lo menos, de lo domésticamente expresable, o sea en los límites de la realidad.

El tratamiento fílmico de un texto, en consecuencia, nos acercará a las posiciones extremas: hacia lo genéricamente infantil para lo cual contará con el dibujo y la fotografía como recursos expresivos, y hacia lo adulto, que reclamará con más insistencia la reducción a la cámara de filmar.




ArribaAbajoEl estímulo de los medios

La función clarificadora para la clasificación de los distintos tipos de narración según sus destinatarios no es la única que ejercen los medios. Aceptada la intervención de la imagen fílmica, los resultados pueden endurecerse tanto respecto a la palabra originaria que pueden obligar a una reclasificación.

Los niños han de recurrir a su propia experiencia y conocimientos para interpretar una narración leída. Si esa narración se transmite dramatizada, como se suele, por radio, el efecto de las voces de los actores sobre la palabra y la presencia de efectos sonoros y música añaden al primitivo texto leído una dimensión que, sin duda, aporta mucha más fuerza, verismo y emoción que la lectura individual. Pero si es el cine o la televisión quien se encarga de poner el primitivo texto ante los ojos del niño, éste, con experiencia anterior o sin ella, se encontrará ante una presentación mucho más real de los hechos, que, en el caso de carecer de experiencias anteriores sobre el particular, aumenta su fuerza y su peso por el descubrimiento que entraña.

Reflexionando sobre todo esto, Patricia Marks Greenfield ofrece dos asertos que no conviene separar. «Si los niños leen un libro que va más allá de su experiencia en sexo o violencia, pueden, sencillamente, o no imaginar nada o hacerlo en forma errónea». «Los medios verbales, al dejar mucho vacío para que sea rellenado por la imaginación, se ajustan efectivamente al nivel del oyente o del espectador -habrá que añadir del lector- infantil. Probablemente, éste es el motivo por el que nadie se preocupa de la violencia expuesta en los libros o en la radio, del   —203→   mismo modo que se interesa por la que se expone en la televisión o el cine, aunque esté presente en el mismo grado» (El niño y los medios de comunicación [1985] pág. 127).

Nada sorprendente, por tanto, que lecturas que no han «herido la sensibilidad del niño» o del adolescente, pueden conseguirlo en grado extremo en sus versiones fílmicas, hasta el punto de no resultarles recomendables. No es lo mismo decir que a un personaje se le corta la cabeza que presentar la imagen de su decapitación. Una expresión verbal puede pasar inadvertida a cualquier lector, y más a un niño. Pero traducida en imágenes, con el aditivo de las sensaciones y de la inmediatez, causará mayor impresión.

Por otra parte, el cine se ve obligado a «pensar» los pensamientos interiores de sus personajes mediante la acción exterior, lo cual priva al espectador de modelos reflexivos y, por consiguiente, de poder valorar profundamente los motivos de la acción. Por lo menos de forma matizada y con las debidas explicaciones. Paradójicamente, la palabra escrita, el libro, pese a su evidente inferioridad para acumular sensaciones y mostrar datos, ofrece mayores posibilidades de matización e incluso de precisión informativa que el cine. La regulación de su asimilación por parte del lector, superior a la del espectador, también tiene su importancia. Aunque se quieran paliar estas impotencias del cine recurriendo al empleo de la explicación oral intercalada en la narración fílmica -voz en off, o sólo voz- con ello sólo se consigue demostrar que hay realidades inefables para el cine. Y la explicación oral contribuye, además, a degradar el propio mensaje, ante la fuerza de la imagen, y a rebajar la calidad fílmica.




ArribaAbajoEl testimonio histórico de la adaptación

Hay un planteamiento sencillo cuya lógica no debe ser olvidada, sino aplicada al proceso histórico. La literatura ganada, si pudo serlo por y para el niño, fue gracias a su adecuación en cuanto a la expresión y en cuanto al contenido. Esa adecuación se buscará en todos los tiempos en obras que no la poseen originariamente mediante versiones, selecciones y adaptaciones. Puede concluirse que adaptar para el niño es darle forma adecuada a aquello que no la posee en principio. La literatura creada ex profeso para el niño ha de tener en cuenta esta adecuación y procurársela a los textos desde su nacimiento.

El caso del teatro para niños, por singular y menos conocido, es   —204→   quizá el más ilustrativo para entender este proceso histórico. Lo curioso es que la adaptación sigue en él un camino descendente en el cual, partiendo del teatro universitario, de adultos o por lo menos de jóvenes muy próximos a la adultez, tropieza en su descenso con los jóvenes, luego con los adolescentes y finalmente con los niños.

Como es sabido, el teatro escolar, de los jesuitas, aparece en el siglo XVI. Los jesuitas lo introducen en sus colegios y doctrinas a imitación del teatro universitario que se representa en las Universidades. Es un teatro basado inicialmente en autores latinos representados en latín. Plauto y Terencio, con preferencia. Los jesuitas conocen ya, fuera de sus establecimientos, las comedias hispanolatinas, en las que la obra fundamental está en latín todavía, pero los entremeses figuran ya en español. Este modelo, con variaciones en la temática, es el que introducen en sus colegios.

Habrá que convenir que los educandos de los jesuitas son más jóvenes que los alumnos universitarios. Serán, cuando más, jóvenes semejantes en edad y desarrollo psicológico a los quinceañeros antes aludidos.

De los asuntos clásicos y mitológicos se pasa a asuntos religiosos, especialmente hagiográficos y eucarísticos. Y del empleo de la lengua latina, en exclusiva o en alternancia con la española, se pasa luego a la española como único vehículo expresivo. Estas son las primeras muestras de la adaptación. Y de esto hay pruebas y documentación suficientes.

El cambio de temática, sin duda, obedecía a principios religiosos y educativos. El abandono del latín, cuyo empleo perseguía precisamente reforzar su aprendizaje, fue promovido por el progresivo olvido del mismo. Ambos cambios hay que relacionarlos con la necesaria adaptación a intérpretes más jóvenes sobre las tablas. En 1557, por ejemplo, en el colegio de Córdoba se tiene una representación en la que intervinieron unos estudiantes pequeños. En 1562, en el colegio de Sevilla, también en una fiesta de exaltación eucarística, se representa una comedia latina en cuya despedida intervinieron nueve niños «que hicieron un acto en romance», con danzas y canciones.

Esta práctica se da simultáneamente en los diversos países europeos y en las colonias hispanoamericanas en que los jesuitas poseen colegios, desde el siglo XVI al siglo XVIII. Los testimonios son numerosos. Y la influencia de esta práctica alcanza a los colegios de otras órdenes, como es el caso de los escolapios, que en el siglo XVII, en su afán de aproximación al niño y al adolescente imprimen y representan en Roma, en   —205→   1647, una obra en latín sobre los niños mártires españoles, Santos Justo y Pastor.

En las crónicas de estos festejos y representaciones, desde el siglo XVI, se habla repetidamente de los intérpretes, que eran «niños», «muchachos», «los más pequeños», «estudianticos pequeños», «muy niños»...

La presencia del niño forzosamente exige adaptación constante en temas y lenguaje. Y aunque en este teatro de los jesuitas no podamos hablar propiamente de teatro infantil todavía, y pese a que debamos aceptar que a menudo estos niños se ocupaban de canciones y danzas dentro de la obra, también hay que señalar que representaban juegos populares e infantiles incrustados en los entremeses.

El escolapio aragonés José Villarroya en el siglo XVIII presentará obras de teatro para niños, en español. En sus principios se trata de teatro hagiográfico que más que mirar al niño, pese a su necesaria adaptación, apunta a la formación religiosa del niño. Pero en el propio autor se puede observar el cambio hacia el teatro infantil cuando se inicia ya en obras festivas, entremeses separados de los autos y parábolas hispanolatinas. Y, aunque se hayan perdido estos textos, que tal vez nunca se publicaron, sí tenemos noticia de cuatro juguetes cómicos cuyos argumentos giran en torno al niño, al pastelero, al rocín y al cochino. En el siglo XIX el escolapio valenciano José Felis confiesa haber utilizado uno de estos entremeses, el del niño, para construir su obrita El maniquí, publicado en Valencia en 1894.

Para nosotros el teatro infantil, con la falta de precisión terminológica con que usamos este vocablo tan señalado a lo largo de este trabajo, nace de la mano de José Villarroya. Y en él sabemos que se da la adaptación al contenido y, lógicamente, también a la expresión, aunque no lo podemos comprobar. La razón de calificar estas obras como infantiles y no otras anteriores es que en éstas el niño aparece como destinatario en toda su plenitud.

Por su parte la narrativa empieza sus intentos de adaptación al niño concretamente en el siglo XVIII, precisamente en el momento en que todos convienen en fijar el nacimiento de la literatura específicamente infantil.

Anteriormente la única adaptación teórica al niño tenía carácter singular y personal. Desde la Edad Media española podemos rastrear muestras de libros destinados a tal o cual príncipe. Así, por ejemplo, el libro de los Castigos e documentos para bien vivir ordenados por el rey don Sancho IV, destinado en el siglo XIII a su hijo. Este género de destinatario   —206→   único y noble se perpetúa. Y a finales del siglo XVII nos encontramos con Aventuras de Telémaco, de Fenelón, que como preceptor lo dedicó al Duque de Borgoña para prepararlo a la sucesión de Luis XIV. En el siglo XVIII Dalim publica en Suecia Seis cuentos de hadas, para un príncipe real.

El descubrimiento del niño como miembro de un grupo más amplio se produce también en el siglo XVIII. En 1757 Madame Leprince de Beaumont publicaba en Londres El almacén de los niños, seguido en 1760 de El almacén de los adolescentes. Por primera vez se establece la diferencia entre dos grupos cercanos en edad y en desarrollo. Y lo que es más significativo, esta diferencia se establecía, habida cuenta de las necesidades de cada grupo. Los personajes femeninos que aparecen en estas obras indican que se dirigía a un público fundamentalmente femenino para el que Madame Leprince traza un itinerario pedagógico a través de una serie de cuentos entre los cuales destaca La bella y la bestia.

Pero las ideas del momento, imbuido de racionalismo y de amor a la naturaleza (Rousseau), no son favorables al cuento. Madame Leprince justifica su aceptación de la moda perniciosa de los cuentos porque de ellos se puede extraer una lección moral y también por el intento de integrarlos en la perspectiva pedagógica.

En Madame de Genlis las reticencias frente al cuento se transforman ya en invectivas declaradas sobre todo contra los cuentos de hadas y los de Las mil y una noches. M. de Genlis no encontrará en los cuentos de Madame d'Aulnoy, pese a estar escritos para niños de estas edades, ni uno solo aprovechable.

Y Arnaldo Berquín, creador de El amigo de los niños (1784) buscará argumentos y temas variados, prosaicos y ramplones, en la vida familiar sencilla, con distinción clara entre los hijos de la burguesía y del pueblo. Su mundo, eso sí, compone una literatura didáctica de tono paternalista y sermonero que encima creerá que divierte al niño. Siempre dentro de esta línea cultiva el diálogo, el relato, el cuento, la carta y el teatro. Su colección de obritas dramáticas El teatro de los niños destinado a las escuelas y otros centros educativos, ha sido señalado como el inicio del teatro infantil, cuando en realidad en este menester se le adelantó el español José Villarroya, como hemos apuntado.

Lo destacable para nuestro propósito es que la degradación que el cuento experimenta en todos estos autores persigue una finalidad clara: su adecuación a los niños, por supuesto de acuerdo con las ideas de la época. Con el fin de edificar a los niños, autores y editores rivalizan en   —207→   la tarea de manipular, recortar, suprimir, añadir a los cuentos cuanto creen que puede dejarlos aptos para los niños.

Si destacamos el caso francés, es por su innegable influencia en el continente europeo y en especial en España.

Muy interesante sería estudiar el intento de aproximación al niño mediante la ilustración gráfica. Junto a la selección de los temas y al cuidado lenguaje, la ilustración aparece como un recurso sobreañadido cuando no sustancial. Señalemos un ejemplo. Cuando Amós Comenius publica en 1657 su Orbis pictus, intento de recoger el mundo en imágenes para ofrecérselo al niño en cuatro idiomas -latín, alemán, italiano, francés- no deja de señalar que por este método trata de atraer la atención del niño. Y el método consiste en que cada palabra va acompañada de su correspondiente dibujo: árbol, pez, valle, montaña...




ArribaCuestión permanente

En el fondo de todo este intento clasificador de los textos literarios se agazapa una cuestión: la comprensión de los mismos. Y las tentativas de adaptación a que hemos aludido desde los inicios de la literatura infantil es de suponer que perseguían ese fin. De no ser así, es decir, si en vez de esclarecer lo que se pretende es enmascarar y esconder, las terribles reprimendas que Rafael Sánchez Ferlosio lanza estentóreamente desde el prólogo de una edición de Pinocho, de Collodi (Alianza Editorial, Madrid, 1972), estarían plenamente justificadas.

Clama Sánchez Ferlosio contra todos los lenguajes adaptados. Denuncia que cualquier adaptación nace del menosprecio de la inteligencia del destinatario de tal adaptación. Y compara la situación de los niños a los que no se cree capacitados para entender el lenguaje de los adultos con el de los pueblos colonizados a los que nunca se juzga asaz preparados para su autodeterminación. En el fondo, para él, todo lenguaje adaptado es un lenguaje falso.

Sin dudar de la oportunidad de tales reconvenciones, aunque reconociendo que el lenguaje destinado a los niños debe valorarse dentro de un contexto pedagógico, hay que proclamar que mucho más allá de la clasificación de las obras literarias, nos enfrentamos con un problema capital de carácter didáctico urgente: recuperar el poder de convocatoria de la palabra.

Tal vez esos lenguajes adaptados -de los colonizadores, de los educadores, de los escritores, de los políticos- han contribuido poderosamente   —208→   a la situación actual de deterioro de la palabra. Pero sería injusto olvidar que esa deformación lingüística permanente encuentra en los medios de comunicación social no sólo su caja de resonancia más insistente y eficiente, sino también el rival más peligroso de la lengua, porque a la degradación y empobrecimiento añaden el encanto y seducción de la imagen.

El ejemplo antes explicado de la decapitación, cuyo impacto en el niño varía tan sensiblemente según el medio sea el libro o la película, es suficientemente expresivo.

Por eso el problema de la clasificación de los libros por edades puede contribuir al retraso en la recuperación del lenguaje perdido. Adaptación tendrá que haberla siempre, de acuerdo con el desarrollo psicológico del niño, pero no por debajo de él, como al parecer nos encontramos ahora. A estas alturas no hace falta demostrar que la literatura no es sólo lengua. La literatura, además de servirse de la lengua y revisarla constantemente, en un proceso de actualización, es pensamiento, sentimiento, emoción, comunicación, arte. Y las dimensiones que aporta al conocimiento y uso de la lengua son insustituibles.

En esta estrategia de repristinización de la lengua se vislumbran dos frentes distintos:

  • la incorporación decidida y franca de la literatura infantil, bajo sus distintas variantes, en las tareas educativas;
  • la revisión de la enseñanza de la gramática.

Se sospecha sobradamente que la enseñanza de la gramática, aunque encubierta por el manto de enseñanza de la lengua, no incide bastante ni con el rigor suficiente en aspectos comunicativos, creativos y de relación con otros tipos de expresión distintos del lingüístico.

Habrá que buscar, por tanto, el ensamblaje entre conocimientos y actividades que, desde los primeros niveles, no sólo despierten interés por la lengua, sino que faciliten la penetración en ella.

El reconocimiento de la capacidad de la literatura para esta función lleva implícito, a nuestro juicio, la aceptación de la trascendencia de la actividad lúdica para el niño. La aproximación lúdica a la lengua tiene prioridades, en el tiempo y en la intensidad, sobre la aproximación intelectual. Y así lo defendemos paladinamente. La ventaja de esta aproximación lúdica, por supuesto programada y no anárquica, manifiesta en actividades como la dramatización, la danza y el juego de raíz literaria, es que encierra implicaciones vitales espontáneas y simultáneas al desarrollo psicológico del niño muy superiores a las que pueda suscitar la aproximación preferentemente intelectual.

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Se comprenderá fácilmente que si escogemos ahora para refrendar lo dicho el ejemplo de la dramatización y el teatro, es simplemente ante la imposibilidad de referirnos pormenorizadamente a todo el complejo mundo de la literatura infantil.

Por otra parte, en el teatro reside la vivencia más real y directa de un texto. Y a la vez la menos alienante. Si hemos de creer a André Mareuil «entre los diversos medios de difusión del arte, hay pocos que proporcionen una revelación estética tan directa que permita a las palabras penetrar en nuestra carne» como el teatro (pág. 135).

Cuando hablamos aquí de teatro no nos referimos al espectáculo que coincide con una de las manifestaciones socioculturales más vivas, polémicas y, en ocasiones, decadentes de nuestro mundo. Nos referimos, claro está, a esa actividad que tiene cabida en la escuela lógicamente tras la práctica intensa de la dramatización, posible y urgente en todos los cursos desde los más elementales. Este puede ser el comienzo más estimulante para la nueva educación lingüística. Por cuanto la dramatización significa de expresión y creatividad no hemos dudado en calificarla en otro lugar como «puente tendido» hacia la narración y la poesía.

Y ahora, aquí, nos atrevemos a señalarla como la cala más fidedigna en el desarrollo psicológico del niño en cada momento, lo cual puede plantear soluciones a ese problema de la adecuación de la literatura a las distintas edades y estadios, que hemos venido discutiendo a lo largo de este trabajo.

Creemos que en la misma línea se inscribe el testimonio de un profesor británico de lengua: «El juego teatral ocupa ya un lugar importante en la educación inglesa, como nunca tuvo antes, por medio de la improvisación, del mimo y danza, de la interpretación libre y espontánea». Román López Tamés, al recoger este aserto, recalca que la afirmación del británico procede de su perspectiva de profesor de lengua, y remacha parafraseando: «Una buena enseñanza de teatro y una buena enseñanza de lengua tienen los mismos fines, desarrollar las facultades creadoras de los niños para que puedan adueñarse de la realidad de las palabras, las conductas, las emociones. Desarrolla la sensibilidad y la capacidad de comunicación. En una tarea bien hecha estos fines no se pueden separar» (pág. 171).

Esclarecer los problemas que entraña ese adueñarse de la realidad de las palabras, las conductas, las emociones -el subrayado anterior es nuestro- es sin duda la finalidad última perseguida por este intento de clasificación de las manifestaciones literarias.





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Bibliografía

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