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López Velarde o el desasosiego

José Miguel Oviedo





Zozobra (México 1919), el segundo libro poético de Ramón López Velarde (1888-1921), fue poco comprendido en su tiempo y le mereció críticas de los mismos que -tres años antes- habían elogiado el primero, La sangre devota (México 1916); al propio Enrique González Martínez le pareció rebuscado, extravagante. Muchas cosas habían cambiado para el autor desde La sangre devota: hacía cinco años que vivía en la capital mexicana y esa experiencia se reflejaría constantemente en el nuevo libro, en medio de los ramalazos que todavía despiertan la provincia y la idílica «Fuensanta», dominantes en el anterior. Además, la mujer que él llamó «Fuensanta» había muerto dos años antes de aparecer Zozobra. Así, un ciclo erótico se cierra y otro se abre: el que inaugura su relación amorosa con Margarita Quijano, «la dama de la capital» a la que él nunca nombra pero que es la inspiradora de muchos de estos versos y que, según su crónica «El don de febrero» (1915), posee «una fiera intensidad», «una inquietud contemporánea y un panteísmo prolijo»1. Margarita (personaje que fue identificado por José Emilio Pacheco (Antología del modernismo II, 128) era una clase de mujer completamente distinta a «Fuensanta», con aspiraciones artísticas y contactos con los círculos ilustrados de México. El apasionado amor que inspiró en el poeta no culminó, como él quería, en matrimonio, sino en frustración y quebranto. Para combatirlos, López Velarde se refugia una vez más en la memoria de «Fuensanta» que ya muerta, es puro espíritu y recuerdo: no una mujer, sino su sombra.

Zozobra oscila, como bien lo sugiere el título, entre esas dos imágenes femeninas contradictorias y aun con otra más: la de María Nevares -notoriamente, la «Clara Nevares» de la citada crónica homónima- (413-15), muchacha de San Luis Potosí con quien sostuvo un fugaz idilio a fines de 1911 y un epistolario que duró hasta 1921; los tres, amores imposibles. Es claro que piensa en «Fuensanta», no en Margarita, cuando escribe el primer poema del libro:


Hoy, como nunca, urge que tu paz me presida;
pero ya tu garganta es sólo una sufrida
blancura, que se asfixia bajo toses y toses...


(«Hoy como nunca», 179-80)                


En «No me condenes...» habla explícitamente de María, mezclando detalles reales e inventados, como el de su pobreza:


Yo tuve, en tierra adentro, una novia muy pobre:
ojos inusitados de sulfato de cobre.
Llamábase María; vivía en un suburbio,
y no hubo entre nosotros ni sombra de disturbio.


(192)                


Bajo el bíblico nombre de Magdalena, la vemos aparecer otra vez en «Tu palabra más fútil...», y lo hace con un símil de felicísima sencillez:


Magdalena, conozco que te amo
en que la más trivial de tus acciones
es pasto para mí, como la miga
es la felicidad de los gorriones.


(183-84)                


Pero «Día 13» recuerda el domingo de febrero en que conoció a Margarita y hace alusión a ella apenas con una ingeniosa referencia:


y si estalla mi espejo en un gemido,
fenecerá diminutivamente
como la desinencia de tu nombre.


(190-92)                


En «Que sea para bien...» esta frase es un estribillo que aquieta o exculpa el ardor que le inspira la misma mujer, cuyo rostro pálido revela que «ha corrido [en él] la lava» de la pasión que ahora lo rinde:


Ya no puedo dudar... Consumaste el prodigio
de, sin hacerme daño, sustituir mi agua clara
por un licor de uvas... Y yo bebo
el licor que tu mano me depara.


(186)                


El poeta siente que el deseo le hace hervir la sangre, que lo tienta «la magnética bahía/ de los deliquios venéreos»; lo confiesa, entre púdico y asombrado; en el notable «Hormigas», metáfora de ese escozor que deleita y tortura su cuerpo:


Mas luego mis hormigas me negarán su abrazo
y han de huir de mis pobres y trabajados dedos
cual se olvida en la arena un gélido bagazo,
y tu boca que es cifra de eróticos denuedos,
tu boca, que es mi rúbrica, mi manjar y mi adorno,
tu boca, en la que la lengua vibra asomada al mundo
como réproba llama saliéndose de un horno...


(211-12)                


El libro no está ordenado cronológicamente porque el autor quiso que comenzase con ese poema a «Fuensanta» y terminase con «Humildemente», en el que vuelve imaginariamente a su aldea antes de morir, dejando encerrados en el medio los poemas más pasionales, los dedicados a Margarita; cuando lo abrimos, tenemos la impresión de abrir un relicario. Pero sean tiernas evocaciones de una mujer amada tiempo atrás o imágenes avivadas por la pasión ahora encendida, estas composiciones no son exactamente «poemas de amor»: tienen que ver con este sentimiento pero son algo distinto de tributos sentimentales, como eran algunos de La sangre devota. Son auscultaciones de un espíritu inquieto que se toma el pulso, confesiones de un solitario, monólogos en los que el alma y el cuerpo se desdoblan y se interrogan mutuamente. Todo lo que le pasa es un enigma cuyas claves cambian a cada minuto y le proponen conclusiones dispares; y el mundo exterior no es menos misterioso: hasta lo insignificante y trivial está lleno de sentido para él. La realidad habla al espíritu y éste responde con preguntas desconcertadas: ¿qué le dice? Diálogo de susurros e insinuaciones, que sólo en parte se puede interpretar. La poesía es un fino instrumento -reloj, termómetro, diapasón, metrónomo- que registra esas variantes que nos exaltan o deprimen y que van tejiendo un diagrama de la vida misma. López Velarde se mueve magistralmente entre dos extremos: sutil intensidad pasional y suprema conciencia del acontecer íntimo. Y el precario equilibrio -más ansiedad que estabilidad- está dado por la singular capacidad para representarlo con un lenguaje que es fiel a cada instancia del proceso.

Decir que ese lenguaje es original e inconfundible no significa que carezca de antecedentes, algunos muy visibles. Como es bien sabido, los más importantes provienen de la poesía de Lugones y de Laforgue, poetas a su vez vinculados entre sí si recordamos el Lunario sentimental (Buenos Aires 1909) del primero. La afinidad de Lugones con el mexicano es, aparte de decisiva porque comparten un vocabulario de extrañeza e inquietud explícita. Por ejemplo, en un poema de Zozobra dedicado a Tórtola Valencia, López Velarde celebra a la bailarina con una juguetona referencia a su maestro: «Acreedora de prosas cual doblones/ y del patricio verso de Lugones» («Fábula dística»); y en su comentario «La corona y el cetro de Lugones» le atribuye una cualidad esencial con la que bien podemos caracterizarlo a él mismo:

«La reducción de la vida sentimental a ecuaciones psicológicas... ha sido consumada por Lugones. El sistema poético se ha convertido en sistema crítico. Quien sea incapaz de tomarse el pulso a sí mismo, no pasará de borrajear prosas de pamplina y versos de cáscara...»


(527-28)                


En realidad, hay una triangulación Laforgue-Lugones-López Velarde, los contactos de éste con el poeta francés pueden ser mediatos o inmediatos: Laforgue le llega al mexicano en lengua francesa, en traducción o ya asimilado en la poesía de Lugones. De ellos aprendió el arte funambulesco, desconcertante y acrobático de un verso que perfora las alturas celestiales, indaga los misterios de la noche y cae al pavimento de lo cotidiano y lo grotesco en un mismo impulso rítmico y emocional. Quizá por eso, en su amplio repertorio métrico, los abundantes endecasílabos y alejandrinos se combinan con versos de distintas medidas que contribuyen a darles un aire de continuo y caprichoso zigzagueo.

Pero no hay que olvidar los matices que respectivamente los distinguen: Lugones es más estrambótico y fantasioso; su visión es parabólica pues escapa del ámbito del yo y se pierde en el espacio. López Velarde es más íntimo y recogido; cuando explora, prefiere hacerlo dentro de sí mismo que fuera de su inmediato entorno. Y, si se le compara con Laforgue, se verá que López Velarde es más vital y menos cerebral que el francés, en quien, además, el sentimiento religioso -que siempre ronda en el mexicano- estaba por completo ausente. Las coincidencias o contactos con otros poetas hispanoamericanos, como Herrera y Reissig y Vallejo, han sido raramente mencionados aunque no son menos evidentes o reveladores: constituyen otra triangulación de voces que suenan emparentadas. Sobre todo en el área del léxico y de las anomalías tonales y rítmicas, hay mucho por decir. ¿Habría leído Vallejo a López Velarde? Difícil saberlo, pero también difícil no sospechar que sí cuando nos encontramos, por ejemplo, con esos «peones tantálicos» de «Despilfarras el tiempo...» y los comparamos con los «panes tantálicos» de «La de a mil» (Obra poética completa 96) o las «posibilidades tantálicas» en el poema XL de Trilce (147). Y más allá de eso sus obras nos plantean la cuestión de la función poética que cumplen en sus respectivas obras los símbolos de raíz católica.

Esta comunidad de lenguajes apunta a un fenómeno importante que estaba ocurriendo entonces en varias partes: puesta ya en manos de una generación de creadores cuya experiencia vital y estética era bastante diferente a la de Darío, la nueva poesía hispanoamericana intentaba romper con los moldes recibidos y expresar la condición del poeta moderno, con una visión crítica de sí mismo, su arte y su tiempo. La retórica modernista atravesaba por un proceso de fragmentación y descomposición; los poetas que hemos mencionado trabajaban con esos fragmentos y creaban una imagen en cuyos rasgos distorsionados se anunciaba el rostro de la literatura contemporánea. No hay que olvidar tampoco que el proceso era aún más radical en otros autores: Tablada y Huidobro son dos grandes ejemplos. En Europa, el clima de renovación poética -en algunos casos, ya plenamente dentro del cauce de la vanguardia- puede verse como un trasfondo de lo que estaba haciendo López Velarde. Son los años de T. S. Eliot (recuérdense las semejanzas de su producción temprana con Laforgue), Pound, Reverdy, Apollinaire: ironía, sinrazón, anomalías, rupturas de la dicción... López Velarde no escribe exactamente como ellos (tal vez porque, por encima o en el centro de la doble triangulación, está su deuda con Góngora), ni menos siente el furor de la iconoclastia, pero su obra tiene un aire de familia: el de quien se mueve en dirección análoga.

Para probarlo volvamos a Zozobra. En «La niña del retrato», por ejemplo, desmenuza a su modelo en una serie de atributos físicos al mismo tiempo que registra el impacto que le produce. Hay una actitud analítica y una distorsión psicofísica que no son muy distintas a las de realizaba la pintura cubista por esa misma época:


Cejas, andamio
del alcázar del rostro, en las que ondula
mi tragedia mimosa, sin la bula
para un posible epitalamio...


(212-14)                


Algo semejante encontramos en «Idolatría»:


Idolatría
de la expansiva y rútila garganta,
esponjado liceo
en que una curva eterna se suplanta
y en que se instruye el ruiseñor de Alfeo.


(214-15)                


También lo vemos sumergirse, con no menor sutileza y profundidad, en los misterios del ser y del concreto existir. Vivir es un desgarramiento, una pesadumbre irremediable, un sentir que somos precarios. Con finos trazos, el verso dibuja cada cosa como configurando un frágil equilibrio cósmico hecho de vivos contrastes y secretas afinidades. Nada es: todo se transfigura, se deshace en la nada, renace. El poeta tiene una agudísima percepción del tiempo como una dimensión fragmentada en pedazos discontinuos, en astillas que apuntan a una totalidad perdida, pero que presentimos y reconstruimos en los latidos de nuestro corazón: cada minuto que pasa cuenta y hay que prestarle atención. A veces, esa concentración en el instante como parte de un proceso continuo nos hace pensar en los esfuerzos de Baila, Boccioni y otros futuristas italianos por sugerir el movimiento en la pintura: desmontaje del tiempo en instantáneas fulgurantes. El poeta escribió: «Una sola cosa sabemos: que el mundo es mágico»; en todo cuanto tocó nos hizo sentir esa fuerza que convierte las cosas en algo superiores a sí mismas. Leamos estas estrofas de «La última odalisca»:



Y aunque todo mi ser gravita
cual un orbe vaciado en plomo
que en la sombra paró su rueda,
estoy colgado en la infinita
agilidad del éter, como
de un hilo escuálido de seda.
[...]

Voluptuosa Melancolía:
en tu talle mórbido enrosca
el Placer su caligrafía
y la Muerte su garabato,
y en un clima de ala de mosca
la Lujuria toca a rebato.


(219-21)                


Ese vértigo o desasosiego de la vida le brinda una sola certeza: «antes que muera estaré muerto». Melancolía es exactamente lo que nos deja su poesía, porque la tristeza queda frecuentemente enjugada por una ilusión de enamorado o por una ráfaga de humor que aligera los tonos sombríos del diseño. Un ejemplo lo tenemos en «Todo»: su flirteo con las prostitutas del «jeroglífico nocturno» que lo tientan «cuando cada muchacha/ entorna sus maderas» (las mismas mamparas desde las que se exhibían las prostitutas que la cámara de Henri Cartier-Bresson fijó para siempre en México hacia 1934)2, lo deja confuso con «su enigma de no ser/ ni carne ni pescado». Con frecuencia, el efecto grotesco o incongruente está subrayado por el efecto que crean las insólitas rimas, sobre todo en versos pareados: Mitra/Anitra, baña/patraña, hablillas/ rodillas, aniquila/ axila, etc. («Fábula dística»). Si a esto se suman las intensas percepciones (sobre todo cromáticas y olfativas) que dan color y fragancia imborrables a esta poesía; la incesante invención metafórica; la libertad con que usa los metros (desde los tradicionales hasta el verso libre); el jugueteo con sonidos y timbres peregrinos (que se parecen tanto a los Scherzos de Brahms); su gusto por repetir ciertas palabras para crear ecos y espejeos, el lector podrá tener una idea de su decisivo aporte a nuestro lenguaje lírico y de cómo aceleró su modernización.

Gozo y arrepentimiento están íntimamente ligados en su poesía; lo notable es que uno no oscurece al otro y que sentimos el aguijón de ese conflicto como algo nunca resuelto. Frente al placer tuvo una actitud dilemática que lo obligó a cuestionarse, a pensar lo que sentía. Dudaba si la suya era «la alta/ locura del primer/ teólogo que soñó con la primera infanta» o si era un «árabe sin cuitas/ que siempre está de vuelta de la cruel continencia» («La tónica tibieza»). Vivió la pasión carnal en la mente y se acostumbró a hacer de ella el motivo central de un estado general de ensoñación erótica, que se complace en imaginar el misterio que es tocar otro cuerpo y apropiarse de él. Sus poemas, por eso, son casi siempre contemplativos, razonamientos de la emoción, confidencias o conversaciones hechas en voz baja; aun si la visión de un cuerpo los provoca, la mente acaricia secretamente otro, como Zozobra confirma ampliamente. Los impulsos están morigerados y la urgencia amorosa disimulada en miradas arrobadas; hay una atmósfera de languidez, movimientos lentos y gestos discretos. Como en Veermer, todo parece doméstico y las figuras extáticas o pasivas, pero esta quietud está cargada con una extraña intensidad y energía imaginativas. López Velarde es un maestro en otorgar sentidos simbólicos e implícitos a lo que es vida corriente.

En lo grande y en lo pequeño, en la evocación pueblerina y la meditación urbana, en la quietud mística y la inquietud erótica, supo mostrar siempre una finísima sensibilidad. En esa capacidad de sentir y de crear el lenguaje que podía transmitir esa sutil vibración está la clave de su originalidad. Toda la poesía contemporánea tiene una gran deuda con López Velarde.






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