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Los avatares del faraón Tlà

Mihai Eminescu

Traducción de Ricardo Alcantarilla

La tarde... la tarde... santa y limpia grande extiende sus lienzos transparentes de azur bajo la luna que en la altura alejada del cielo pasa como una gran manzana de oro sin ser detenida por nada en el éter azul... los desiertos de Nubia lucen verde-grisáceo como las llanuras de hielo a los que ha caído una nevada débil y Memfis, la divina Memfis, levanta sus colosales muros nevados por la luna en la lejanía del país... parece que en una noche de verano hubiera nevado de repente un polvo de diamante encima de todo el mundo y las huellas de aquellos resplandores hubieran ablandado y endulzado el aire dulce de Egipto, y solo el Nilo mece las movedizas y las largas riberas de juncos entre los que corren sus espejos grandes, que reflejan el mundo del cielo y parece que sus aguas, moviéndose una encima de otra como sudarios de cristal movedizo, suena en la profundidad el cantar de los cantares. Fácilmente vuela el bote pequeño y negro parecido a unos pensamientos entre los cuadros grandiosos que se desarrollan de una y de otra parte del río... ciudades viejas que construyen sus muros grisáceos y sus columnas infinitas en la luz de las noches, las pirámides -tumbas de reyes-, ramas de palmeras y solo pájaros viajeros recorren con las alas extendidas, en un largo triángulo, las profundidades sin márgenes... ¿dónde va? ¿Dónde?

En el bote negro está acostado, y su cabeza grande en almohadas de seda, el enfermo rey Tlà; alrededor de su elevada frente, una corona de flores de amapola... de flores del olvido y del sueño...

Encima de la perpetuidad de las ondas vuela su bote, mientras que de una parte y de otra del Nilo se levantan los jardines pendientes... Dos sobre las riberas, sobre ellas, como a los hombros de la montaña, otras dos, y en la altura del cielo otras dos... Había escaleras gigantescas elevadas hacia el sol, y cada escalón era un jardín largo, extenso y todo su mundo se representa paso a paso (fielmente) en el cielo y ahondaba como en un espejo paso a paso en lo infinito del Nilo...

Los jardines colgantes se habían vuelto brillantes hondo-hondo en el río y entre ellos parecía que pasa la luna como un tesoro en lo hondo de las aguas. El bote paró en la ribera... El rey bajó pálido y ahondado y se perdió en la sombra de las altas bóvedas de hojas de los jardines, pasó a la luz de la luna y su sombra se pintó sobre la arena de las sendas como una figura escrita con carbón sobre un sudario blanco. Al frente del jardín más alto estaba su palacio, con la cúpula redonda, con hileras de columnas grises, con bóvedas gigantescas...

Eran tan grandes aquellos muros que el rey parecía una cucaracha negra, salida a la luz de la noche, que encaramaba las escaleras y pasaba por las bóvedas del palacio.

Él entró en una sala grande: Memfis estaba a sus pies... la ciudad infinita con las cúpulas blancas... cuyo océano de palacios gigantescos, cuyas calles extensas pavimentadas con piedras largas y blancas, cuyos jardines de palmeras formaban un cuadro al que mira asombrado y profundo... Le parecía que el espíritu del Universo sueña -él, a quien una tierra con imperios le es un grano- y que su ensueño grandioso es en este momento Memfis... Las bóvedas de las ventanas se arqueaban altas sobre su frente... Su bóveda estaba escrita a su alrededor con los signos zodiacales del cielo... sobre los muros altos estaban los rostros retratados de los reyes de Egipto.

Él pensaba... Que sombras gigantescas pasaban en la imaginación del pobre mortal que en un mundo tan grandioso se sentía tan pequeño, como una hormiga que flota en una hoja trémula sobre la superficie del Nilo... De repente sobre las ventanas altas cayeron largas cortinas rosas... y él permaneció en la sala extensa en unas tinieblas rosadas, abrumado por la luz de la luna que flotaba sobre Egipto. Memfis desapareció bajo sus pies... él quedó solo, con sus pensamientos negros... La noche callaba... Él paseaba entre la sombra rosada de la sala en su túnica negra-brillante... después sacó del pecho una ampolla cincelada de una sola amatista, cogió una copa cavada de una cornalina grande, que llenó con agua santa del Nilo... Destapó la ampolla y vertió tres gotas de su tinta sobre el agua de la copa y el agua se transformó paulatinamente primero amarilla como un oro diáfano, luego rosa como el cielo de la aurora, luego azul y profunda como el azulado cielo.

Él miró mucho al vaso y parecía que veía cosas extrañas en las metamorfosis de los colores... En verdad le pareció ver en el oro diáfano, en el fondo, un mosquito de hombre, con una muleta en la mano, anciano y calvo, durmiendo con los pies al sol y con la cabeza en la sombra extendida de unas iglesias... En el agua rosa vio como un pececillo morado claro que se parecía a un joven hermoso... en el agua violada vio un hombre siniestro y frío, con la cara de bronce...

-Dentro de cinco mil años, susurró él sonriendo... ¡Oh, Rodope, Rodope!

Había abierto una puerta grande y entró en una sala en cuyo entarimado había solo un único espejo de oro... sala descubierta... encima, el cielo con todos los océanos de estrellas... en el espejo, el cielo con todos los océanos de estrellas... Le parecía que es un grillo amargado suspendido en la infinidad...

-Isis -gritó él, hacia el espejo-... ¡Isis, muéstrate! -la tabla se ennegreció y encima aparecieron cartas blancas... figuras de hombres y animales... El palacio entero tembló tranquilo.

-Ha llegado la hora de mi muerte -dijo el rey, como si hubiera hablado con él solo-... espero que me digas la verdad... No me pintes rostros pasajeros... que me hagan creer que somos solo polvo...

Una risa bulló por toda la sala...

-Por qué te ríes -dijo el rey lóbrego-... a mí no me hace gracia, demonios... vosotros en verdad, no os moféis...

-¿Polvo? -respondió una voz del espejo con una fría y cruenta expresión de ironía-... ¿polvo?... te equivocas... ¿qué eres tú, rey Tlà? Un nombre eres... ¡una sombra! ¿Qué llamas tú polvo? El polvo es lo que existe siempre... tú no eres más que una forma por la que el polvo pasa... Lo que dos años antes se llamaba rey Tlà es átomo a átomo otra cosa que lo que hoy tiene el mismo nombre...

-Tu figura, Isis...

Sobre la tabla negra se pintó un círculo grande rojo... de este círculo estaban suspendidos seres como una escalera... Abajo, los minerales en los que las plantas llevaban sus raíces... los animales llevaban sus raíces en las plantas, el hombre en los animales; minerales en hombre, plantas en minerales, animales en plantas, el hombre en animales, y por entre todas estas formas temblaba el círculo rojo y hacía jugar las formas negras sobre su hilo rojo...

-Comprendo...

El espejo se doró... y el cielo se ahondó en su infinito... El rey se vio de nuevo... un instante suspendido...

-¡Oh, Rodope! Rodope -murmuró él triste-. ¿A qué llamo yo Rodope? es... una sombra.

El rey salió y cerró la puerta tras él...

El espejo solo se encrespó como la superficie de un lago... voces peleaban en su profundidad como la disputa de las olas... Risas y llantos... silbido, alarido... suspiro y una voz grande empezó a reír por todo el caos de voces pequeñas...

-Oh, mi mayor enemigo... decía una voz que andaba por la sala... Pirámides y templos, ciudades y jardines suspendidos os ponéis contra mis pasos... Río de vosotros, reyes de la tierra, río de vosotros... Que intentáis contener la eternidad en unas cáscaras de piedra, que para mí son cáscaras de avellana... En mí, en la muerte y el renacimiento está la eternidad... Vosotros... una sombra que me ha gustado pintar en el aire... vosotros queréis cogerme a mí... ¡Locos!

Después se aclaró el espejo y la eternidad del cielo se miró a ella misma... y se admira de su hermosura.

En la soledad de los desiertos se levante la pirámide gris con la frente llegando a las nubes... La luna la nieva, de modo que las partes golpeadas por ella parecían de nieve, las partes ensombrecidas parecían de carbón, y larga, puntiaguda, gigante, se extendía sobre la arena la sombra de la pirámide. El rey caminó por la raya de la sombra, un punto negro movedizo, hasta que se acercó a ella. Abrió una puerta con una llave de oro, la cerró tras de sí... y así había cerrado las puertas del mundo detrás de él... estaba solo, solo en una gran tumba... Él encendió una antorcha... Dentro se extendían columnas, figuras de dioses apenas golpeadas por la luz roja de la antorcha, cuyos rayos pasaban repentinos sobre las figuras gigantescas y negras de dioses en la sombra húmeda de las columnas, de modo que parecía que detrás de cada piedra, de cada sombra brillaban ojos siniestros, manantiales delgados enjambraban bajo los pies de los dioses y se perdían en la tierra... de vez en cuando la llama roja de la antorcha, prorrumpía más fuerte, lanzaba rayos de luz en las desiertas naves, por las arcadas sombrías y grises, por las columnas frías... y nadie, nadie en este lugar de la muerte.

De repente apareció Tlà... Él tiró la puerta de la tumba tras de sí, entre él y el mundo... su rostro grande y pálido, sus ojos profundos y centelleantes, su marcha orgullosa, la túnica negra que le caía en pliegues espléndidos desde los hombros hasta abajo... de ese modo permanecía áspero pintado en la luz roja de la antorcha. Te daba miedo mirarle a la cara... a este solitario mortal en las naves grandes y desiertas de la muerte... ¿Pero estaba él vivo...? Poco era y tenía que apoyar su cabeza, pesada por los pensamientos de un imperio, sobre la almohada paz eterna... ¿Eterna? Ah, no oses asustarle.

Él andaba como en ensueño... andaba sobre una generación de hombres... un pobre soñador quebrantado de dolor, deseoso de muerte... Él había abierto rápidamente la puerta de un peldaño que conducía debajo de la pirámide, cogió la antorcha... y profundizando lejos bajo la pirámide vio encandilado un plan negro y brillante... como si un océano se moviera mudo bajo la pirámide... Él miró abajo...

-¡Oh, lago! pronto cantarás en mi cabeza los cantos...

Él bajó las escaleras abajo, más abajo, como si hubiera bajado al fondo de una mina... y en la profunda lejanía lo veías junto a un lago. Los rayos de la antorcha no llegaban lejos... Una parte del agua se enrojeció por la luz y en medio suyo se dibujaban las formas negras y fantásticas de unas islas cubiertas de una floresta...

El rey subió las escaleras de una urna de piedra alta como un palacio... Arrojó la antorcha en la urna... Igual que si una cúpula se hubiera encendido de repente en el medio de la noche profundamente negra, de ese modo se encendió el fluido de la vasija e iluminó toda la nave grande como una bóveda del cielo de debajo de la pirámide, el lago que brillaba, la isla de bosques verdes, con los estratos de las flores pálidas y altas, con las sendas cubiertas con arena de plata... era un jardín hermoso en el medio de un lago subterráneo... solo el humo grueso se alzaba de la llama de la vasija y rompía arriba, arriba de bóveda subterránea.

El rey bajó a la ribera del lago... una meseta de grava, sobre la que el agua había pasado, llevaba a la isla... Él iba por la senda... el agua le llegaba hasta la rodilla... sus movimientos hacían nacer círculos moribundos sobre la superficie del agua y los regazos del manto llegaban al agua. Llegó a la isla... En la luz roja... entre la sombra negra de los árboles, junto a los largos estratos de flores, él marchó hasta llegar al medio de la isla.

Sobre un pedestal bajo había dos ataúdes... En uno estaba estirada una mujer con la figura de cera... las rosas rojas entrelazadas alrededor de la frente contrastaban con el rostro pálido y muerto... Los ojos grandes cerrados, la cara tirada y adelgazada, los párpados cárdenos sobre los ojos hundidos. Su ropa pasaba por todas las partes sobre los márgenes del ataúd y llegaba a la tierra... Las manos frías, transparentes blancas, con los dedos largos y delgados empuñados encima de pecho... Era un cadáver de una terrorífica hermosura...

-Oh, Rodope -dijo él arrodillándose al ataúd y apoyando su cara llena de lágrimas a su pecho-. ¡Cómo te amo!... ¿Por qué has muerto?... ¿No te dije que no mueras... no te rogué... niña? ¿Ves tú la llama de la lámpara gigantesca... ves tú el jardín que rodea tu ataúd... ves tú las coronas de los reyes colgadas de las ramas de estos árboles?... O, si las vieras... podías abrir tus ojos grandes, para que me mires hasta que muera a tu lado... porque moriré pronto... ¡Rodope! Te sigo en la noche de donde no se vuelve... El cielo con sus estrellas, el Nilo con sus eternas ondas... la divina Memfis... generaciones llorarán... y yo muero... muero, porque moriste tú, mi pálida niña... niña mía... mía...

Él apretó la frente con sus manos unidas... tinieblas... una negrura fría cubrió su mente, le parecía que Rodope lo llamaba en la lejanía, haciéndole señas con un ramo de palmera... él sentía que le latía el corazón y se le paraba... sentía como se le torcía la vida del pecho... sentía que... nada... nada.

Él había muerto con la frente apoyada sobre su pecho.

La llama gigantesca todavía centelleaba en el aire, parecía jugar con sus rayos rojos, que desaparecían y reaparecían fantásticamente todo el mundo subterráneo... después se apagó, y unas tinieblas profundas, sin área, mudo, dominó sobre el final de un hombre.

Era como si toda la grandeza hubiera pasado como un sueño iluminado por un relámpago por delante de los ojos y no hubiera quedado más que unas tinieblas parecidas a las del sueño sin ensueño, unas tinieblas sin espacio y sin tiempo.

*  *  *

-¡No le dejéis! ¡Sfrrr! ¡Tras él, chicos!... Ja, ja, ja... Y los niños descalzos, con sus sombreros grandes, corrían para golpear los talones tras un mendigo anciano y harapiento, con la cara asustada y con la barba enmarañada.

Arrojaban piedras sobre él... y él lloraba, el pobre idiota, y gritaba con todas sus fuerzas:

-¡Quiquiriquí!...

Un franciscano joven y pálido pasó junto a él... él se arrojó a sus pies y empezó a besarle los regazos de la saya de raso y elevó sus manos llorando hacia él...

-¡Niños malvados y sin lástima! -gritó el franciscano con una voz dura y sonora-, no os da vergüenza atormentar a un pobre idiota... a un mendigo... no veis cómo llora, no veis cómo levanta las manos secadas por la vejez... ¡oh! ¡La maldición de Dios caerá sobre vosotros!...

-¡Quiquiriquí! -gritó el anciano ronco y temblando de susto. Los niños asustados desencajaron sus ojos tranquilos al franciscano pálido y se disiparon como una bandada de gorriones...

El franciscano levantó al anciano de la tierra y le llevó hacia los soportales de unos muros grandes, le tumbó como pudo, poniéndole justo en la cabecera su saco... puso su mano hermosa sobre el corazón del pobre idiota, que se rompía batiendo de susto y horror y estuvo a su lado hasta que sintió que adormeció... Le puso un pan blanco al lado de su cabeza y luego se alejó suspirando... una lágrima grande brillaba en el ojo del hermoso monje.

Estaba en los viejos muros de piedra cúbica del consejo urbano de Sevilla donde le había llevado al pobre mendigo. El cielo con su oscurecido azur y con su sol ardiente se relaja sobre la ciudad vieja, las calles estrechas estaban más desiertas, hacía un calor adormecedor e insufrible que hervía las piedras del adoquinado, la arena y los muros y que provocaba que toda ventana tuviera echada la cortina... así que parecía una ciudad ciega e inhabitada, no se veía a ningún ser ni en las calles ni en las plazas. El mendigo dormía con cabeza a la sombra de los muros... es decir quién sabe si dormía solo... La sombra seca de los muros de las casas, la pereza cálida del día, ningún movimiento, ninguna voz... parecía que habían muerto todos los hombres en esta ciudad o dormían... porque todo el griterío anterior solo fue una interrupción de un largo y constante silencio.

El pobre mendigo había adormecido... Qué ensueños extraños tenían... Le parecía que su cuerpo entero es algo que se puede estirar y contraer y puede tomar cualquier forma del mundo... Le pareció primero que se le hinchaba la cabeza y poco a poco se convertía en un anciano giboso, gordo y bromista... o que ahora mismo se seca como el arenque y se convierte en un hombre largo, con los ojos pestañeando y pequeños, vestido en trajes largos negros... o que se le hincha el cuerpo y se le adelgazan los pies, pareciendo un saco de harina puesto sobre dos husos delgados... Después sintió que se contrae rápidamente, rápidamente también se convierte en un grano pequeño en medio de una yema de huevo... Por la clara él ve solo alrededor la cáscara del huevo y se revuelve como una hormiguilla en su centro... y todo crece, crece, como si le tirase algo los hombros...

«¡Aha! pensó él, me crecen las plumas»...

Después se sintió poco a poco creciendo, ahora las alas le estaban grandes... era gallo. ¡Quiquiriquí! gritó él, paseándose por un corral desierto bajo un cercado, sobre unas bolas de piedra y por barro, en el que quedaban las huellas de las patas como una carta de signos zodiacales... Quiquiriquí... Pero no se sentía bien... Le pesaba la cabeza... la cresta le pendía hacia abajo, sus ojos redondos como dos hombrillos de acero tenían telarañas... él agachó su cabeza y la escondió bajo el ala... levantó un pie y adormeció... Pero en un palo había una corneja que todo el tiempo gritaba: ¡crrr! ¡tlà! ¡tlà! ¡tlà! crrr... Los sonidos estos le perseguían en sueño... hasta que sintió que sentía nada... parecía que una tabla negra se coloca delante de sus ojos, luego paró también y eso... después le pareció que era un punto negro, pequeño, que igual se contrae siempre, hasta que no queda nada de él... nada. Por la tarde la ciudad empieza a vivir... Pasaban hombres con paso lento junto a él y le miraban curiosos en la cara... «Ha muerto el pobre Baltazar!» pensaban ellos... Llegó un consejero de la ciudad, pensó también él que había muerto... No se encontró ningún sacerdote que lo enterrado... «Él había sido endemoniado, decían ellos, cómo bendeciremos el cadáver de un endemoniado»...

Dos hombres pobres fueron encontrados para enterrarle por unos reales de la casa comunal. Zanjaron el hoyo en un rincón del cementerio. Por la tarde, con la luna, habían llegado con dos tableros batidos con clavos una con otra... Le pusieron sobre ellas y le miraron así como mira el hombre al muerto... es siempre un sentimiento, no de compasión, sino de desierto anímico ante un cadáver...

-Hermoso anciano -dijo uno-, parece que es uno emperador salido de los cuentos... la melena gris caía pesada a la tierra... la cabeza grande y pesada, porque los muertos son pesados...

-¡Ah! -dijo el otro... ¿qué más piensas tú?... No tenemos nosotros bastante en lo que pensar, para perder ahora el tiempo mirando a un muerto. ¡Sobre los tableros, vamos!

Habían llegado pronto afuera de ciudad, en el cementerio con sus muros blancos y largos, que parecían untados con cal de luz de luna... pasaron por el umbral de las puertecillas negras, y se acercaron a la tumba, al lado humeaba aún lodo fresco. En el fondo de la tumba húmeda había colocadas pajas... Ellos tiraron al anciano de la tabla con la cara boca abajo, sobre las pajas... tiraron otro brazo de pajas encima de él... y empezaron a tirar tierra encima de él...

-Es tarde, Boromeo -dijo uno-, vayámonos a casa... Mañana vendremos a llenar la tumba... Hemos arrojado bastante para que no sea descubierto...

-¡Vamos entonces!

Pusieron las palas sobre los hombros y, en la noche la clara, salieron murmurando y hablando bajo del cementerio... Las cruces blanqueadas miraban la luna, las flores de las tumbas murmuraban movidas por un soplo tranquilo, los muros blancos, que se elevaban sobre la llanura de las cruces y de las tumbas, la luna, que pasaba tan pálida y dolorosa... y, a lo lejos, la ciudad, con sus contornos fantásticos, con las casas y torres, con sus ventanas mudas que escondían misterios, y encima de todas un lienzo transparente de luz blanca... solo una ranita despierta en la hierba saltaba con las patitas distinguidas... «Tlà, tlà», gritaba él en la luna y despertó a un mosquito que había adormecido sobre su piel con: ¡Bzzz! ¡Tlà! Este dúo solitario no era interrumpido por nada... solo en la oreja del muerto se oía un grillo como si... Él parecía oír a aquel grillo, pero no pensaba nada... Y grillo afiló la voz, como la trémula voz de unas cuerdas de oro movidas y temblorosas, y le vino ahora clara una idea de oro a la mente... Oro, oro... el sonido crecía no en la mente, sino en su corazón.

Poco a poco su mente se le iluminó... le parecía que la caja del cerebro era una sala hermosa llena de flores y espejos, pero sin luz aún... una música suave pasó por la sala, extraña y dulce, y él sentía seres pasando por la sala, chicas en las ropas blancas... con su alma cálida y con el pecho lleno, y hombres apretándose las manos y murmurándole sobre el amor... Era un mundo semioscuro y a media voz. Una candela ardía en el medio de la sala cuya luz crecía poco a poco, de un punto como la punta de una aguja en una luciérnaga, de la luciérnaga en una llama débil y azul, y con cuanto la llama más crecía, tanto más las voces se oían más fuertes, cada vez más fuerte... hasta que de repente en la sala iluminada y llena de un aire de diamante... él oyó risas fuertes, ruidosas, bromas, dichos, juego... un ruido como en una sala de baile... Y vio que todas son sus propias imaginaciones, claras como en un ensueño limpio... Él se sentía aplastado... quitó las pajas y el lodo de la cara y se despertó en un hoyo profundo -sin saber cómo, sin saber quién es él, y sobre su frente con imaginaciones serenas flotaba arriba, arriba en el cielo, la luna llena.

«¿Quién soy yo?» fue el primer pensamiento que le vino a la mente. Su mente estaba clara, las imaginaciones eran como formas concretas, vivas y llenas de vida... él tenía un mundo preparado en su cabeza, de cuyos manantiales no podía dar cuenta... Se encontraba tranquilo... y... la memoria, la memoria era lo que le faltaba... Él había cerrado los ojos, para permanecer en las tinieblas y que, sin ser influido por el mundo de afuera, que recorre el campo de sus recuerdos... Era como un horizonte negro y sin fin... nada, nada... solo presente tenía... absolutamente ningún pasado... o uno tan tenebroso que no veía nada de él... lejos, lejos... al igual que si una noche negra como la luz de la botella con tinta... veía en algún sitio un fuego ardiendo... Cielo nublado y negro... la tierra y la noche de no poder verte la mano con los dedos esparramados delante de los ojos... lejos parecía ver en la noche llena de su alma una antigua corona de rey.

«¡Ah! pensó... temo no enloquecer de nuevo... porque, según veo, lo que tengo ahora... la mente... no la he tenido siempre... tengo que haberla perdido una vez».

Él salió de la tumba después de que había puesto en su lugar las pajas y la tierra, para que no se notara que él había salido de la tumba, y empezó a ir despacio por el cementerio... Llegó junto al muro... lo saltó... y empezó a ir hacia la ciudad... Llegó a una callejuela estrecha, a cuyos ambos lados se levantaban casas negras y largas con las ventanas redondas... Una torre de iglesia larga, con su piedra mohosa, cubierta con tejas ennegrecidas por el tiempo, con ventanas desgastadas y ciegas, con una puerta masiva y vieja de roble, herrada con una cruz de acero trabajada con miles de adornos y flores... Él había abierto con una llave grande y herrumbrosa la puerta, subió las escaleras angostas arriba y entró una cámara alta arqueada en medio de la cual se hallaba una mesa de la piedra gris y una silla vieja, cuyo tapizado estaba completamente hecho pedazos... solo la luna mira asustadiza por la ventana vieja, derrumbada y sin postigos, que se parece más a una hondonada de piedra de una visión. El anciano gris miraba asombrado las cosas que le rodeaban... un paso instintivo lo había llevado a esta visión... él encontró la llave a sí mismo... Un armario viejo de madera enmohecida, trabajado con todo tipo de esculturas, estaba medio abierto, una candela de vidrio roja oscura vertía rayos delgados de rubí en la cámara desierta... él abrió el armario... sacó un pergamino viejo y lo desplegó delante de él... Era un mapa de España. En un lugar de ella esta manchada con colores amarillas como el oro... Él se acercó a la ventana y miró largamente el lugar manchado.

-¡Hm! ¡sí, sí! aquí tiene que estar el ensueño de mi vida...

Y, como si se hubiera asustado por la despreocupación con la que había dejado el armario abierto, arrojó veloz el pergamino al fondo y lo cerró rápidamente con una llavecita de acero... Luego empezó a pasear por la cámara... Un jarrón olla de flores solo con la tierra estaba en un rincón... Él quitó la tierra afuera... bajo ella había monedas de oro... Con una clase de avidez él metió el dinero en un trapo viejo y se la puso en el pecho... Todo lo que hacía le parecía natural si se hubiera preguntado por qué lo hace no se hubiera podido dar cuenta... Tenía el instinto inconsciente de un animal, que hace todo lo que necesita sin saber cuál es la meta.

Se cortó la barba y el pelo con unas tijeras herrumbrosas... abrió una caja secular y enmohecida... sacó de ella ropas hermosas de terciopelo y se vistió con ellas... Sacó un espejo de la caja y se admiró en él... encontró un frasco morado lleno de fragancia y se salpicó las ropas con ella... y cuando salió de la torre vieja, con su sombrero con cordel de oro... con su botones de piedras preciosas, con anillos de diamante en el dedo, parecía un gentilhombre anciano y rico...

Fue ante un palacio viejo, edificado en un hermoso estilo moro, ante el cual se extendía un jardín de árboles en flor, rodeado de una rejilla de hierro con las puntas áureas... En la bóveda de las puertas sonaba una campana... Se abrieron, el conserje se agachó hasta el suelo ante él... Pasó por una senda larga hacia una sendas de castaños, llegó a las escaleras altas cubiertas por un baldaquín suspendido sobre columnas en forma de tallos de lirio, entró adentro... subió rápidamente las escaleras cubiertas con una alfombra blanda... entró en una sala espléndida... cuyos cuadros de las paredes se retrataban borrados y turbios en la semioscuridad de la luz de luna. Sobre un sillón al lado de la ventana estaba una chica alta y pálida, que a su entrada volvió asombrada la cabeza... Él se acercó a ella...

-¿Es usted, Señor? -dijo ella en voz baja-... siéntese ante mí... tengo que contarle muchas historias...

Sus ojos grandes y oscurecidos portaban en ellos un dolor sin lágrimas... Su sequedad terrible traicionaba la desesperación.

-Habla, niña mía.

-Señor... mi familia me ha destinado a casarme... y tengo que hacerlo, porque no tengo ningún poder de resistencia... Pero no os puedo amar... Amo a un joven caballero, joven y hermoso, y usted es anciano... Pero desde que os vi, marqués, me pareció que tenéis un carácter noble, no veis que me voy a sacrificar en un matrimonio que no os hará feliz y que a mí me va a desesperar...

-Te amo, Señora, dijo él con un tono seco y corto... pero no te voy a hacer infeliz... Pero tu presencia es capaz de hacerme egoísta, porque eres tan hermosa... Señora, renuncio a tu mano con una condición solo... muy fácil de cumplir, se entiende... Tienes que despedirme incluso esta tarde... Pon mis caballos en el carruaje... me marcho... Ten la bondad de darme el portaplumas y papel, para que escriba mi renuncia... llama a tu padre y a tu primo, para que sirvan de testigos... porque deseo que seas feliz...

La chica, colorada de alegría, salió, ordenó que prepararan el carruaje para el camino, trajo a su padre y a su primo...

-Cómo, señor marqués... usted renuncia a...

-¡Vamos, conde! no perdamos palabras en vano. Has querido hacer infeliz a tu niña, y yo no quiero que mi riqueza sea la causa de esto... Sé que eres pobre, conde... obsequio junto con la dote de la novia a la que renuncio la mitad de mi haber... Puedes llamar a un notario...

El notario fue traído rápidamente. El marqués dictó el acto de donación... El conde le apretó la mano con los ojos llenos de lágrimas... la chica y su primo se arrodillaron ante él besándolo las manos... él les bendijo y salió deprisa. El carruaje estaba preparado, los caballos resoplaban en sus guarniciones... Él se volvió rápido, entró en un cuarto débilmente iluminado donde dormía en la cama un anciano que, con todo detalle, era él mismo. Ropas como las suyas estaban colocadas en la silla... el anciano soñaba profundamente... «¡Sí, sí! decía él en el sueño... no os asombréis... renuncio a la mano de doña Ana... les obsequio con la mitad de mi haber».

-Sueña lo que yo he hecho -dijo él en voz baja-. Tanto mejor... tanto mejor...

Bajó, se subió al carruaje, que había salido del patio y empezó a volar por las calles largas, después salió al campo por el camino del pueblo... Parecía la llanura un almacén extenso y verde salpicado con ramilletes de flores diversas... De ese modo marchó hasta aproximadamente dos horas después de la medianoche...

Un castillo viejo con un jardín baldío se alzaba sobre una costa del cerro... Parecía más un montón de piedras que una muralla, con sus muros derruidos, con los árboles secos, a cuyo tallo crecían generaciones jóvenes de los árboles nuevos y delgados... Había un parque con un bosque viejo, donde sobre las ruinas de los árboles viejos y putrefactos crecían nuevos y jóvenes... El carruaje entró en el patio lleno de maleza y de matorrales salvajes, había llegado a las escaleras... él se abrió camino y entró en las altas y las grises naves del castillo, con las paredes frías de piedra cuadrada, con los muebles antiguos y marchitos, con los cuadros borrados y enmohecidos, en marcos de madera negra... De ese modo andaba el anciano, con una vela de cera en un candelero de plata, por todos los cuartos extensos y desiertos, y como ensueños de ancianos le rodeaban aquellos retratos que, serios en sus marcos, miraban como a él...

Él llegó a una cámara alta y sin paredes... Aparte de la puerta por la que había entrado no había otra... Él cerró aquella puerta tras de sí, colocó, hacia adentro, una barra de hierro sobre ella... se acercó a una pared de piedra cuadrada y empujó en un lugar con la mano... La pared de piedra se volvió como un quicio... él saltó veloz con la vela hasta la rendija abierta y se avivó, con la vela en la mano, sobre una escalera que llevaba abajo... Él volvió la pared a su lugar... y bajó las escaleras que sonaban torpes bajo los pasos... un aire enfermo le abrumaba el pecho... Llegó a un subterráneo grande... Por todas partes había bóvedas en los muros en los que había estatuas de piedra... figuras de caballeros vestidos en hierro... que miraban con sus ojos fríos de piedra a él... Una capa estaba colgada en un clavo... en un rincón había un barril colocada sobre el piso, hace mucho podrido, y una copa de plata junto a ella...

Él sacó tapón del barril... No corría nada... Por supuesto que la camisa apretada sobre el vino era muy gruesa. Él metió la espada en el barril y sostuvo la copa... Un vino como el ámbar, transparente... oloroso salió del barril... Él lo tapó, acercó los labios a aquel líquido viejo... y bebió el vaso entero. Le tembló el cuerpo de placer... Parecía que las figuras de piedra empezaban a mecerse de sus pedestales balanceando con las manos, después él se tumbó sobre la capa en el suelo para mirar... Las figuras de piedra bajaron y empezaron a jugar en la bodega, y bajo sus pesadas suelas de granito aulló el cielo subterráneo... Pero torpes como los osos daban vueltas saltando y gritando y regañando... ¡Hopp! ¡hopp, zupp, zupp! Y mecían sus tallas yertas, y movían sus pies, y sus ojos de piedra se movían secos y muertos con sus yelmos...

-Que viva Almanzor -gritó uno.

-Que viva -resonó el subterráneo...

Parecía que miles de voces respondían a su exclamación, sentías que estabas en un laberinto de subterráneos en los que solo había antesalas... La precipitación espantosa de los caballeros de piedra, sus gritos salvajes, su rabia estremecedora hacían que el anciano se envolviera en su capa... Él no decía nada... pero ellos ni observaban la presencia de un hombre vivo... Parecía que él estaba muerto o que no es de otro modo y solo ellos lo estaban.

Después sus palabras se hicieron poco a poco más débiles, nimias, pedazos... ellos contaban como si oyeras las voces de ancianas en la noche sobre la galería... cuentos que tenían lugar ante el alma de los auditorios toda la historia de caballería de España... y cada vez más sosegado, más sosegado oía el anciano sus voces susurrando, hasta que ya no oías nada... Él había adormecido.

Al día siguiente se levantó, la vela ya era un moco en el candelero de plata que ardía apenas... Él encontró sobre la mesa un manojo de llaves y, fundidos, muchos mocos de velas de cera amarilla... Encendió uno de los mocos que se había apagado, cogió las llaves y abrió una puerta que llevaba a un subterráneo vecino. Tenía la luz en el aire con el brazo distinguido... Cajas con montones de plata estaban en los rincones de este subterráneo sin ningún aliento... Plata, plata... él fue más lejos... Abrió otra puerta... Cajas de oro amontonados brillaban débilmente en la luz coloradita de la antorcha de cera. Él se acercó... Eran monedas muy antiguas, de los más peculiares tiempos. Unas batidas por los romanos incluso, otras más cercanas, pero todas viejas... Él fue adelante... abrió otra puerta y allá encontró pequeños ataúdes, sobre estantes de hierro, llenos de piedras preciosas. Diamantes en una, rubíes y esmeraldas en otra... y una caja llena de las más hermosas perlas... La omnipotencia humana estaba reunida en el subterráneo... Pero abrió una puerta y... y encontró un ataúd cubierto con una tela blanca... Él quitó la tela a un lado. Una calavera vacía con la boca haciendo una mueca de maldad se torcía como hacia él...

«¿Por qué te tuerces, pensó él airado... como si yo no supiera que este es el fin de la omnipotencia humana?».

Sentimientos oscuros le turbaron el pecho... Una inmensidad de deseos le movió el corazón y todos... todos realizables.

-Ah -dijo él en voz baja-... mundo, tuve el rincón de la felicidad en la mano... Tengo oro, y diría mil veces oro, no sabría aún la riqueza que tengo en mi poder... Y qué no puedes comprar con este metal brillante, en el que todos los demonios del mundo viven... ¡Todo, todo! Grandeza, renombre, coronas incluso... placeres... y lo que mejor paga... el derecho y el poder de despreciar el mundo entero...

¿Qué cuesta la inocencia de unas niñas? puedo preguntar yo, qué, el amor de unas madres hacia su niño asesinado, qué, el honor de un padre, marchitado por el marchitado de sus hijas... murmuraría sumas grandes... grandes para ellos, no para mí... Qué cuesta la absolución de la iglesia para el crimen... una suma grande, pero una suma... Qué cuesta la lástima de Dios... saquémosla a venta... Qué, el aplacamiento del diablo, qué, el amor del pueblo, qué, la gloria, qué cuesta la obra de un genio, con que eternizar mi nombre... Todas, todas están en venta... Él rio cruel. El eco de las bóvedas respondía con ebullición a su risa tremebunda, y el cráneo muerto parecía que hacía una mueca de maldad desde el ataúd... Aquí estoy en la cima de las cosas humanas... ¿Qué sería yo sin ti, metal frío y muerto? Un mendigo de las calles de Sevilla... ¿Qué soy contigo?... Todo lo que quiero... ¿Qué está en ti?... No puedo hallar una respuesta de tu sonido... ¿Qué está en ti? ¿Es amor? No. ¿Dónde está?... Es amistad, grandeza, genio. No... Porque no lo veo... Y no obstante es todo... todo...

Mientras el marqués Álvarez se había despertado por la mañana en la casa del conde, después de que tuviera un ensueño extraño que, se entiende, ni en la mente podría realizar. Él entró en la sala donde estaba recogida toda la familia en el almuerzo.

-¡Ah, marqués, pero joven todavía eres!... Cuando la desolación llegó tan rápidamente del pueblo... pero, por fin, con todo esto nos ofreces solo la ocasión de agradecerte de nuevo por tu generosa donación que hiciste ayer tarde... Eres magnífico, marqués...

-¿Yo?

-Bien... ¿Cómo... haces que no te acuerdas...?

-Yo soñé eso, pero no lo he hecho... Ni se me ocurriría...

Le trajeron el documento.

Él lo miró atontado:

-Mi firma, sin duda, pero es falsa...

-¿Cómo que falsa?

-Yo no he renunciado a la mano de doña Ana, ni le doné algo...

-Pero ayer tarde... acuérdate, marqués...

-Eei... pero yo no estoy loco, señor conde... Quieres burlarte de un hombre cuerdo. ¡Mis caballos... quiero irme!... Quiero ver a dónde llegaréis con vuestras donaciones.

-Qué caballos -dijo el conserje mirándolo de arriba abajo-. El carruaje y los caballos no están aquí, señor marqués... ayer marchó con ellos al pueblo...

El marqués se santiguó.

-¿Yo? yo marché al pueblo...

-¡Sí, sí, sí! Usted, quién otro...

-Bien, hermano... yo soñé...

-Soñó la realidad, marqués...

-Traedme el carruaje del correo... quiero irme... Al final alguien la cogió y tomó posesión de mi castillo bajo mi nombre y figura... No tiene ningún valor el acta de donación, conde... Regresaré y después hablaré... Es lunático tan solo... ya no entiendo nada...

Él marchó al pueblo...

El carruaje y los sirvientes habían venido con él hacía una tarde... Se asombraron cuando lo vieron apareciendo en un segundo.

-¿Vine yo ayer tarde con vosotros al pueblo?

-Vino, marqués...

Subió rápidamente las escaleras... entró en los aposentos... Encontró su portafolio sobre la mesa, que sabía que lo había tenido en la ciudad... «¡Dios conmigo! pensó él. ¿Qué significa eso?...». Buscó huellas de hombre extraño por todos los cuartos... Nada... Llegó solo a la puerta del último aposento. ¡Ah! aquella estaba cerrada de cien años. La cerradura herrumbrosa... Por tanto se veía que no había andado nadie...

Todo el día estos pensamientos no se los podía sacar de la mente...

Por la tarde, después de que cerró la puerta tras de sí, se puso frente al espejo y se miró largamente a él mismo... para que ver si era él o si ya no era él... Él empezó a amenazar con el dedo a la figura del espejo, riendo y torciéndose... «¡Ha! ¡Maldito! ¿Me persigues, vamos? haz actas en mi lugar... ¿me metes en deudas, ladrón?...». La figura del espejo amenazaba también a él con el dedo, pero parecía que miraba seriamente y parecía que sus gestos eran de loco... «¿Qué es esto? pensó el marqués asustado... Yo río, y ¡él me mira seriamente a mí!...». Él rio fuerte para asegurarse de que la figura del espejo era su sombra... y la figura se reía... pero como... ¡Dios mío! Una risa satánica, loca...

-¡Oh! ¡Oh! -gritó el marqués, aquí hay más que mi sombra... Cogió una espada larga y empezó a blandirla junto al espejo. También la figura blandía una espada... «Sal pero, dijo él cárdeno de rabia, sal, sombra, para luchar contigo... Veamos quién es el marqués Bilbao, yo o tú...».

El espejo se volvió en los quicios y una figura seca que era el marqués mismo en un segundo ejemplar se mostró de un pasadizo hundido en el muro...

Sus espadas se entrecruzaron... ambas grises... ambos serios y callados... Idéntico era el hombre que lucha con él mismo... Si hubiera caído uno de ellos... no hubieras sabido quién cayó... Parece que el marqués lucha con su propia figura salida del espejo.

Él cayó atravesado justo en el corazón... y la sombra del espejo empezó a reír... Después cogió el cadáver... lo tiró tras el espejo... lo precipitó a su lugar como si fuera una puerta... limpió el sable de sangre y se puso sobre el sillón donde el muerto estaba un cuarto de hora antes...

Al día siguiente llegó una carta del conde, en la que este le reprochaba el modo en el que juega con su familia y le envía de vuelta el acto de donación.

El nuevo marqués escribió la siguiente nota a doña Ana:

Amada Doña,

Soy, cómo sabes, un hombre anciano y extraño. No me gustan los agradecimientos, los seguros de amistad y todas estas formas vacías bajo las que a menudo no se esconde ningún sentimiento... No he querido haceros bien para que me estéis agradecida, sino, sencillamente, porque me gustó hacerlo. Para sustraerme de todos los agradecimientos que me resultan tan desagradables hice aquel pequeño escándalo. Os envío de vuelta el acto de donación... Él se queda y es válido...

Bilbao


Tenía en mano la llave de la voluntad humana, podía producir cualquier movimiento que le hubiera gustado. Alegría, envidia, dolor, amor, odio... «Digamos que tengo en la mano, la quintaesencia de los movimientos de la historia... haberes. Tú, representante de los poderes humanos y los poderes de la naturaleza subyugada, pendes del temblor de mis manos, pendéis de las imaginaciones de mi cabeza, de los deseos de mi corazón... Vamos, poetas, describid la luna, aprended, descubrid los manantiales del razonamiento, yo los tengo todos en este sonido del oro... Todo lo que buscáis, todo lo que no podéis tener, yo puedo... Pero serán mentiras... ¿Qué es la verdad?».

Pronto él tuvo el más hermoso palacio en Madrid... pronto los salones del marqués estaban abarrotados de la gente más elegante del país... princesas hermosas, oyendo de aquel fabuloso haber, queriendo poner la mano a aquella infinidad de probabilidades que el oro esconde en él... El oro significaba castillos sobre quejas eternas del mar, jardines de canción de arpa, amantes hermosos... Y tan solo este oro solo cuesta guiños acalorados y profundos, las sonrisas voluptuosas de los labios cocidas de juventud... el ondeo delicioso del abanico en la lengua mística del amor... ¿Por qué no? ¿Por qué no?... Las cartas perfumadas llenaban los ramilletes del marqués, rejuvenecido de tanta prevención...

¡Y qué hermosa era ella...! Ella tenía la frente de mármol, con el pelo del oro grisáceo, con los ojos grandes, en los que el cielo se había enamorado... pensabas que el universo estrellado miraba a la tierra solo por sus queridos ojos. Y sus manos de lirio y sus hombros de nieve... Un poema... y siempre cuando pasaba junto a él... sonreía... Su corazón rejuvenecía a su vista... y luego era tan grácil... sus pensamientos parecía que la mecían como el aire movido mece una caña... De ese modo aparecía en sus ropas largas y blancas... un ángel del cielo, con su corona de rosas... Y cuando miraba él su riqueza le parecía que su alma había sido un tesoro oscurecido donde el oro y las perlas yacían en tinieblas y que un rayo de amor, entrando en aquel corazón, haría que brillaran las flores de metal en todo su esplendor y completamente su conciencia de poder... ¡Oh!, ¡Ella! el edén lo podrías soñar con ella... En el calor ardiente que cubría como un almacén diáfano las llanuras con flores, que separa a los ejércitos de las nubes, que da lustre a los espejos del mar eterno, él sueña andando con ella del brazo... y su alma le adivinaba los pensamientos... Y cuantas veces pasaba junto a ella... sus labios murmuraban en voz baja, ¿con amor?... ¿conquistadores?... ¡ah! ¿Quién lo hubiera podido saber?

Una vez, después del fin de un baile, ella estaba en un rincón del sofá... él se acercó a ella... Sus ojos grandes brillaban de dulces luces... su pecho se movía con los latidos del corazón... Él se arrodilló a sus pies.

-¡Ella! -dijo él tranquilo-, ¿me puedes amar... me amas tú?

-¡Desde hace mucho, desde hace mucho! -susurró ella apenas perceptible.

-¡Mientes!

-¿Miento? ¿Qué me hubiera hecho mentir?

-Puede que estás bajo la influencia mágica de mi haber... No lo tengo... Todo lo que tengo es un millón... El resto se malgastó hace mucho. Ahora bien... Soy un hombre extraño... Te doy la mitad de este millón porque te pongo en libertad de decidir sobre tu corazón. Si, adinerada,... hubieras puesto los ojos sobre un hombre más cercano a ti en edad... dilo...

Sus ojos centellearon de indignación.

-Ah... cómo puedes creer que oro, que solo interés puede mover mi corazón... ¡No, no! Soy capaz de renunciar... pero te querré por los siglos... Soy capaz, asustada de este corazón crudo, de huir de tu presencia... pero no soy capaz de olvidarte...

-Ella, todo mi haber... el millón entero... he aquí en este portafolio... Está acompañado de un acto formal de devoción... Lo pongo sobre la mesa... me voy... No quiero que mi presencia te haga ponerte colorada... Nada... nadie en el mundo sabrá el manantial de tu riqueza futura... Pura como un ángel, rica, podrás elegir lo que quieras...

-Oh -dijo ella llorando-, no se parece nada con este enfriamiento y crueldad de corazón...

Él salió... Ella se quedó frente al portafolio abierto... Sus manos temblaban, sus ojos brillaban como una luz avara... Ella metió el portafolio en el seno... Salió...

El marqués volvió a entrar en el cuarto.

-Se ha ido -dijo él en voz baja-... Oh, oro... sin embargo no lo puedes todo. El parecer del amor tan solo... ¡El amor no!... Veamos la amistad... Mañana la ciudad sabrá que soy un mendigo... Un mendigo anciano enamorado de la figura de un ángel...

Al día siguiente le llegaron una multitud de cartas... las mujeres le pedían de vuelta sus cartas de amor... Los amigos se excusaron de que ya no podían tener el honor etc., etc... Una historia vieja sucede delante de sus ojos... Los amigos se volvían enemigos, los zalameros le escarnecían... las mujeres le encontraban feo y simplón... Las tinieblas habían abarcado su alma...

«Apariencias, apariencias... Pensé adquirir con oro una cosa verdadera... o... agradecimiento... o... amor... Nada, nada más que la apariencia de estas... El mendigo se alegrará que he caído... encuentra una satisfacción, una caricia para su dolor viendo a un hombre adinerado cayendo junto con él... Los ricos se alegrarán de ver al rival que les compra los placeres que les dejó el campo libre... que las mujeres y los vinos se abarataron... porque nadie ya no los paga tan caros... nadie ya no pone una medida grande sobre el valor de estos cosas...».

Él no durmió muchas noches... estaba sediento de amor, y con el oro extinguido habían desaparecido todos los ensueños de felicidad...

-Las pagué para que me mintieran... El oro es el manantial de la hipocresía y de la mentira... nada es verdad. Oh, amor, amor, susurró él adormeciendo...

Sentía de nuevo que la locura le abarcaba el alma... sentía de nuevo el alma como se le contraía (en un grano de ascua... Sentía de nuevo que enloquecía)***... que una noche extensa le envolvía el sentimiento y el pensamiento, que el mundo cesaba a su alrededor... y en su sueño mortuorio parece que todavía siente, débil, como un sonido del violín fino y dulce, la palabra: amor... después no sintió nada... nada...

En el medio de la sacristía negra y alta había edificado el catafalco cargado con un ataúd y cubriéndolo estaba colocado un sudario de terciopelo negro cosido con las estrellas de oro... En la noche solitaria ardía una sola antorcha... ningún sacerdote murmura en voz baja las oraciones de los muertos, solo algún rayo robaba sobre la elevación mortuoria y de las formas que traspasan se puede ver que bajo el sudario hay un cadáver...

De repente una puerta metálica se abrió y apareció un alto rostro de mujer. Su vestido negro cruje seco sobre piedras de la iglesia, un fino velo de puntilla le cubre la cara pálida... un anciano la sigue, con aire servicial.

-¿Él es pero...? ¡Ah! niño mío... ¿de ese modo se termina una vida de hombre... de ese modo?

-¡Ah! princesa -dijo el anciano-... cómo puede alguien con vuestro espíritu enamorarse de un hombre sin corazón, que desprecia a las mujeres, al que la muerte le parece una redención... Una mujer, señora, no hubiera podido abarcar el corazón de este hombre supersticioso, orgulloso, pobre... de este loco, en una palabra...

-Porque el corazón virgen desconoce el amor...

Ella levantó el rincón del sudario y descubre una hermosa cabeza de mármol cárdeno, una sonrisa de indecible beatitud estaba en sus labios...

-¡Oh, Ángelo! -dijo despacio-, ¿supiste tú qué es el amor, para que lo desprecies...? ¿Te acariciaron alguna vez las orejas aquellas dulces y lóbregas flores de la noche, las palabras de amor, las caricias de una mujer... batió alguna vez en tu frente aquel latido tranquilo, los besos, que una boca húmeda de mujer que bate para hallar que pensamientos hay en casa... de amor, de deseo, de dolor?... ¡Ah! ¡Pobre frente solitaria, te cubro con flores... duerme! ¡Duerme!

Ella había puesto las manos sobre la frente blanca y muerta... ¡Él sonreía en su ataúd con sonrisa muerta y santa!...

Un sarcasmo avivó los labios del anciano con una sonrisa fría y escéptica... «Si estuviera vivo, lo mataría... pensó él, sería un juguete de un día... Pero lo que no se puede ganar... un hombre muerto ya..., un corazón intacto, santo, del que la muerte tuvo lástima en el caso presente... aquí mi hermosa princesa puede ser sentimental... Qué burla...».

Ella cubrió de nuevo la cara del muerto... Afuera se oyó ruido de voces... Salieron rápido y cerraron la puerta metálica detrás de ellos... El muerto quedó solo...

-Perdóneme, señor, que le diga, pero metafóricamente hablando, se entiende... tú no me apareces en todos los pensamientos...

-Veremos, veremos, señor Dreyfuss...

-Metafóricamente hablando, tú quieres resucitar muertos... Perdóneme, señor, eso va contra cualquier convención...

-Metafóricamente hablando, ¡tú eres un carnicero, señor!

-Pero, señor, dejando todas especificaciones aparte... un hombre muerto no puede estar vivo... Uno más uno son dos... un vivo no puede estar muerto... Dos más dos son cuatro... Metafóricamente hablando...

Se abrió la puerta principal de la sacristía y entraron dos hombres, gesticulando y peleándose...

-Pero el hombre no solo está muerto, pero ni quiso vivir.

-Acepto, acepto... pero... qué me importa, el hecho es que no está...

-Quiera o no quiera... no quiera o quiera... no pregunto yo sobre esto... ¡Una luz vuelve!...

La sacristía pequeña se llenó de gente...

-Metafóricamente hablando, el hombre no puede estar vivo y muerto al mismo tiempo, dijo el señor doctor Dreyfuss.

El otro se acercó, y quitó el sudario...

-Llevadle a casa a la cama, no en la iglesia.

El sacerdote se santiguó... Pero él había cogido el dinero del entierro previamente... Qué le importaba...

A él le resultaba extraño estas circunstancias... era el muerto mismo. Él oía hablando a su alrededor, veía con los ojos cerrados las bóvedas góticas de la sacristía y la antorcha de cera blanca de su cabeza... pero le parecía que no obstante era una imaginación... Le parecía que le gustaba estar muerto... pensaba que estaba en otro mundo y no entendía la pelea por un cadáver... Le parecía que está presente sin estarlo... que se veía a él mismo estirado en el ataúd... sabía bien que un momento antes un demonio se había acercado y le había cubierto la frente con flores azules, y como estaba muerto no dudaba solo de lo que le rodeaba que, si quería, el techo de la iglesia desaparecía para él y las miles de estrellas de la noche estiraban sus llanuras de azur sobre su ser. Le parecía que estaba en una llanura larga y desierta... que el ataúd se quedaba solo bajo la bóveda del cielo, que el universo bajaba y le llovía con estrellas... de modo que, cubierto con ellas, él ya solo veía con los ojos fragmentos de oro que habían caído sobre los ojos...

Todo lo que quería lo veía... Veía a su madre llorando en un rincón de la ventana, teniendo con espasmos con la mano una cortina blanca... Digamos que estaba muerto... Luego ya no sintió de nuevo nada.

Después de este intervalo de tinieblas, él vio de nuevo las cuatro paredes tapizadas con flores azules de su cuarto, parecía que estaba en cama... que el viejo reloj resonaba despacio y monótono en la pared... le parecía ver una sombra en la ventana, haciendo punto, y él oía como el choque de las agujas de gancho, y los retratos de las paredes le miraban a él tan familiar... como unos viejos conocidos de tela... luego pensó mover la mano, pero no podía... gritar, pero era imposible... y la sombra diáfana de la ventana cantar en voz baja, con la voz llorosa, una canción de cuna que él había oído a menudo cuando era pequeño... quiso llorar...

-¡Madre! -gritó él...

-¡Oh, vive! ¡Vive! -oyó ahora más fuerte.

Su madre se acercó a él y le cubrió la cara de besos...

-Mi niño... dulce niño mío...

-Vivo -murmuró él desolado-. Digamos que no morí... La nada llena de caricia no abarcó mi ser martirizado.

-¡Calla, calla! Tus palabras son una maldición... Vivirás... para mí... Tranquilizarás tu frente eterna oscurecida por pensamientos ásperos... serás hombre entre los hombres...

-Buenas tardes, chica grande -dijo ella sonriendo-. ¿Tan triste y enamorado?

-No sé.

-¡Ah! no sabes... Si escondes tus ojos llenos... Pero nosotros sabemos que en su profundidad... Un icono.

-Mis ojos mienten, señora.

-Miénteme algo con ellos... Que vea qué cuentan estos ojos, señor.

-Nada...

-Mira fijamente a los míos, veamos si puedas mirar...

Él se levantó... Ella cerró los suyos después de un momento...

-¡No voy a mirarte de ese modo!... Tan claros, tan azules, con su lóbrega trasparencia... Unos ojos de niño... Me parece que inspiran confianza, parece que les diría todo lo que tengo en el corazón... tú, hombre anciano con la cara de niño... parece que me siento más sabia bajo su luz y no obstante, cuando me veo y me veo, me asusto de su profundidad... Eres incompasible, querido mío...

-Incompasible, como dices, señora... pero para nadie más que para mí mismo... Si te hubiera amado, señora, no hubiera sido feliz...

-Ah, calla, o te tapo la boca... No me hables nada de amor, ni de su probabilidad siquiera... Tu presencia colorada de semejantes palabras me oscurece la vista... Déjame los iconos de mi juventud... ¿Quieres que te lleve a la escuela? Presenciar el espectáculo de unas mujeres agresivas, que quieren sin éxito aprender a amar a un hombre que desprecia a las mujeres, que le es indiferente estar ante ellas, que las huye para enamorarse de su propia figura... ¿Quieres que juegue contigo? Me habría atrevido, incluso con mi peligro... ¿Que juguemos a juegos de niños, a dar palmas que no duelan, a hacerte arrodillar y a cubrir esquinas? Lo haría, pero no es un papel para ti... siéndote sincera... pero justamente, tu suerte como la preveo...

-Di, señora -dijo él en voz baja-, sabes que soy supersticioso... Una mujer como tú, con una mente tan clara, me dirá la verdad... Además de eso, eres mi amiga... Y mi única amiga, a la que me gusta contarle todas las idioteces, todos mis dolores, que llamarías imaginarios...

-Tú te enamorarás, porque nadie escapa de eso... Ay de ti, imagino de quién también y sé cómo... Ay de ti si te enamorarás, te lo digo de antemano... Mejor te hubieras casado... también eso es una desgracia, pero comparado con la otra no es nada.

-¡Cáseme, señora!... no ves que te escucho...

-Casarte... bien...

Ella se puso junto a él y colocó su codo desnudo sobre su hombro...

-Mira allá, en el rincón de la sala, a aquella chica... Ves su frente blanca alrededor de la cual cae su pelo rubio, ves su ojo azul tan serio y tanta tranquila ternura al mismo tiempo... Alrededor de la boca y de los pómulos de su cara hay una joven y enternecedora sombra de melancolía... Ella coge en su mano de cera y contempla quieta una flor de lirio... Su cabeza hermosa se inclina un poco y parece como si la flor se secara de amor bajo su mirada... Imagínate ahora que aquella niña fuera tuya... que la vieras alumbrando los bosques negros de tus dominios con su belleza angelical, que estuviera junto a los manantiales azules de tus bosques y que entretejiera coronas esperando a que su errante amado aparezca de las sendas angostas de la montaña para sentarse junto a ella, para que ella le cubra la frente y el pecho con las flores... di... ¿no la hubieras amado tú? Yo estoy enamorada de ella...

-¡Un ángel, señora! -dijo él algo descontento-... sabes que a mí no me gustan los ángeles, con su mirada tranquila y celestial... Ellos, con todo su ser cándido, con la nieve casta de la cara, de los hombros, de sus senos, es una obsesión del alma mía... Ella me mataría y el pobre diablo quedaría solo sobre la tierra en su piel de fiesta... Además temo semejante amor, lo temo terriblemente... Si seré malo, ella será blanda como un cordero... por mis maldiciones se multiplicarán sus oraciones trémulas, cuando fuera solo veneno, ella se besaría su crucecita de oro... ¡Ah! sería infeliz como no fui nunca y, lo que es más, me enamoraría locamente, ella me amaría del mismo modo... y por eso se repetiría una vieja tragedia mundanal... Dos hombres que se aman sin que se compaginen...

-Que sepas que me enfadé... que sepas que ya no hablo contigo... Tú ya no tienes madre, que lo sepas...

-Amada madre -dijo él, besándole las manos.

-Te ruego... ¡Ah! cuánto me enfadas... Si te pudiera odiar con un odio negro y terrible... Pero es imposible... Quiero besarte... Besarte, lava helada que eres... ¿Sabes tú lo que te vencerá? La frialdad... Si te tirara en el mar grande helado, entonces ya no estallarías como un volcán, arrojarías tus rayos de lava al cielo, y él se quedaría atónito como una eterna puesta de sol... ¡Loco! lo que me consuela es que soy tu madre... tu joven y hermosa madre... ¡que me confiesas los pensamientos, que me causas momentos de un dulce terror, que eres un diablo y que te amo! Hay poeta cerca... Agacha la cabeza detrás de la cortina... para que te bese, pero que no lo vea nadie...

La cortina tiembla escondiendo este misterio...

-Una cosa me asombra -dijo ella púrpura como una rosa-, ¿de dónde tomé este rol de mentor tuyo?... Además de eso, me asombro del amor que siento por ti. Es un sentimiento extraño... Parece como si fuera tu mujer, pero hace mucho, hace mucho, o como si fuera tu madre... En fin, es un sentimiento dulce y familiar... Mi amante no sufriría que seas... y con todo esto te amo...

-¿Te explico yo este sentimiento?... Me parece frecuentemente que nosotros ya hemos vivido una vez y que yo te amé con un amor loco e infantil... Sueño a menudo, y en lo profundo de mis visiones veo Egipto con toda su grandeza historia y me parece que fui rey y que tuve una mujer hermosa que se llamaba Rodope y que aquella mujer eres tú...

-Y a mí me parece que fuiste una vez un hombre joven y que este hombre estuvo loco y que aquel eres yo... ¡Adiós, niño mío! ¿Quieres otro beso?...

-¡También a mí, Rodope!...

¡Oh, las cortinas! Cuánto esconden ellas...

-Digamos que de hoy en delante soy una anciana matrona de cuatro mil años... una respetable momia -dijo ella levantándose y haciendo un gesto lóbrego-. Adiós...

Después salió fácilmente como una gacela y se perdió en el ruido de la sociedad.

«Extraña niña», pensó Ángelo. «Pero ha definido muy bien nuestro amor... Es como si hubiera estado casado hace mucho con ella, es como si el amor acalorado hubiera pasado y no hubiera quedado en mi corazón nada más que un secreto, una amistosa juventud... Y qué linda es... Podría mirarla días enteros, podría hablarle días enteros, pero como un anciano con una niña de 18 años. Son anciano, soy muy anciano», dijo él suspirando.

El doctor de Lys se acercó a él... Él cogió un sillón se puso frente a Ángelo, se colocó, se golpeó con las palmas sobre las rodillas y miró mudo al joven, sonriendo con boca apretada y levantando su mentón... y le preguntó algo con los ojos... como si hubiera querido decir: «¿Y por tanto?».

-No encontraste otro lugar, joven -dijo Ángelo riendo.

El doctor no respondió.

-¿Quieres que me vaya yo?

Ninguna respuesta.

-¿Me quedo?

Lo mismo.

-¿No respondes?

El doctor movió la cabeza que no.

-Bien.

Ángelo le miró fijamente a la cara y estuvieron mudos como dos locos unos cuantos minutos. Pero, al fin, Ángelo quiso levantarse.

-¡Quieto, quieto! -gritó el anciano-. Quédate aquí sosegado... tengo que decirte algo importante... Dame un cigarrillo...

-No tengo.

-Bien. ¿Crees en espíritus?

-Desde que te veo, no.

-Bien. No crees, me voy... que sepas que me voy -dijo él significativo.

-Pues, en serio -dijo Ángelo, y sus ojos se llenaron de unas tinieblas turbias y voluptuosas-, ¿qué tienes que decirme?

El doctor era conocido como miembro de la sociedad mística llamada: Los amigos de las tinieblas, y en verdad un hombre tranquilo como él da cualquier peso al misticismo...

Rodope se acercó y puso su boca sobre la oreja del doctor:

-Cumple tu promesa, quiero verle enamorado.

Ella desapareció.

-¿Crees en espíritus? -continuó el doctor imperturbable.

-Creo.

-Entonces ven conmigo esta noche... Se entiende, con los ojos atados -el alma de Ángelo tembló... El doctor había adquirido un tono grave y solemne...

-Ángelo -dijo él en voz baja-, te vamos a introducir entre amigos de las tinieblas. Me ves en la sociedad de los hombres risueños, con la frente serena... No soy de ese modo siempre... Te mostraré la única realidad de la vida, te mostraré la verdad sacada en la palma... el placer... Los amigos de las tinieblas son los amigos de los deleites anímicos. Verás con los ojos de tu mente lo que no has visto nunca... beberás tu vida en mil gotas de luz y de salvajes sentimientos... vivirás... Es esto vivido, ¿cómo vive el mundo? Con el alma vacía, con sus sufrimientos y sus alegrías mezquinas, una nada suspendida. Si somos nada, al menos de esta telaraña de nuestros pensamientos que abarca toda la luz y todas las tinieblas, el cielo y el infierno, el delirio y desesperanza.

Ángelo le apretó la mano...

-Y puedes, puedes... ¡Oh! si pudieras, doctor... Siento el demonio dentro de mí despertándose y apretándome el alma con sus garras... Esto es, esto es lo que deseo... solo nada no mitad, nada no mezquino... El todo entero, o rabiar de alegría, o rabiar de dolor... La rabia, ¡he aquí mi ideal!

El trineo volaba sobre las calles nevadas y extensas de la ciudad, en el aire parpadeaba, como un cascabillo de diamantes, algún copo de nieve, la luna pasaba en flor del ámbar por entre nubes moradas, cuajados por todos los lados en trozos rotos y negros, enrarecidos y deshechos por otros lugares en franjas y en harapos de plata, sobre el cielo con su bóveda acerada, sobre calles tras el trineo que dibujaba huellas en la nieve, al igual que cuando la gubia hubiera pasado largo, largo sobre un entarimado de tilo... los cascabelitos de los caballos del trineo tintineaban en el lapso del paso de los caballos y en el trineo, envuelto en pieles de lobo con la cara de tela aceitunada, estaba el doctor de Lys, con las orejas metidas en un gorro de marta, y Ángelo, cuya piel cogía apenas los hombros, porque el pecho estaba descubierto de ella, como si sobre él ondeara un gran encuadernador de cuello que ondea triunfante en el viento... Sobre la cabeza un sombrero alto de castor, y la cara pálida dejada a voluntad del frío y del brillo de los copos de nieve, que le parecían una bendición para el mareo de su alma. Los ojos estaban tapados con un pañuelo de seda negra. Dónde le llevaba el trineo él no lo sabía... al fin, ella entra por una puerta en un corral solitario cercada con una valla podrida desde hace mucho, sobre la cual pendía en hiladas espesas y vivas, como una ola impenetrable, labrusca deshojada, negra, encogida con sus millares de ramas enredadas a lo largo de la valla... En el medio del cercado había una casa con dos pisos, cuya cal estaba ennegrecida por la lluvia y los vientos, cuyas ventanas tenían cerrados los postigos y por ningún sitio se entreveía un rayo de luz... Bajaron la escalera de la entrada... nadie les salió al encuentro...

El doctor cogió a Ángelo de la mano, abrió la puerta principal, la cerró tras él con la llave, luego bajó por una escalera abajo, todo en abajo, hasta que ya no había donde bajar... Él quitó el lazo de seda de los ojos del joven. Este se despertó en una bóveda cuyos muros eran como de carbón untado con aceite, es decir, negros como la tinta y brillante, y en el medio de la bóveda lucía una lámpara clara como de diamante, que daba una apariencia más sobresaliente y más áspero pintadas las esquinas de los muros y las nítidas bóvedas...

-¿Dónde estamos? -dijo Ángelo.

-En la cueva del demonio del amor -dijo el doctor Lys en voz baja-... Llama con esta campanilla de metal y grita... Abracadabra...

Ángelo tocó la campanilla una vez.

-Otra vez más... hasta tres veces -dijo el doctor Lys.

Él llamó dos veces más... La resonancia arañó el aire de la sala y de repente, como de la tierra, vio un muchacho hermoso, pálido como la superficie de la perla, con ojos como bóvedas grande, negros, algo turbios, pero profundos, con el pelo que le caía en cepas negras y brillantes sobre los hombros, con los pantalones estrechos como calcetines de seda negra... en general todas sus ropas le estaban estrechamente pegadas al cuerpo, de modo que las formas más hermosas, como las de una estatua, estaban vestidas con este tejido de seda. Sobre la cabeza tenía un sombrero de terciopelo jacinto con una pluma roja. Sus manos de nieve llevaban una varita...

-¿Qué quieres, Ángelo? -preguntó él con la voz triste y dulce.

-¡Pide lo que quieras! -dijo el doctor.

-Quiero que esta cueva fea se transforme en un salón... De repente los muros se volvieron como unos quicios y desaparecieron y se presentó una sala hermosa con las alfombras blandas, con grandes candelabros de plata, con muebles revestidos terciopelo carmesí, con mesas de madera del nogal lustroso... Una chimenea de mármol con el fuego ardiendo estaba en un rincón de la sala...

-Ah -dijo Ángelo, acercándose al fuego-, qué dulce calor... Cómo te llamas, mi hermoso demonio...

El misticismo era su elemento... él ya no sentía ningún miedo.

-Cezar o Cezara -dijo el demonio sonriendo con una natural ambigüedad.

-Oh, gracioso andrógino -dijo él borracho del resplandor de las apariciones-, acércate dame un beso...

Cezar le miró fríamente.

-Eso no está en el contrato que haremos, Ángelo... mis hechos quedan a tu disposición, mi ser no. Tienes que ganarte mi afección... veremos si eres capaz, mi hermoso niño...

-Veamos tu poder mágico, demonio, ¡convierte esta sala desierta en una abarrotada sala de baile! Quiero estar alegre... No ves cómo la sangre me llenó mi cara pálida con una enferma rojez, como se me ennegrece la vista, que me pareces unas sombras grises pintadas sobre una pared negra...

El demonio levantó la varita... las paredes se quitaron y de repente de todos los lados se vieron salas con las paredes vestidas en atlas blancos como la nieve, cosidas con hojas verdes oscurecidas y con las flores carmesíes y brillantes. En los candelabros grandes ardían velas de una cera como el azúcar, con las llamas diamantinas. El aire de la sala es plateado, caliente que se puede oler, brillante por espejos con marcos de mármol negro... Con el pelo deshecho poético, pálidas pasaban niñas por la nevada del aire y de los rayos blancos, de la dulce canción invisible, del encendido baile estaba llena la gente de la sala... Cuántas gracias ocultadas, sus brazos blancos y desnudos, ropas largas, coronas de rosas en su pelo... Y solo la música anima los placeres con sus sonidos santos, los mueve con sus soplos...

Entre ellas, jóvenes en ropas negras, con chaquetas en la flor del lirio, con guantes como la perla, con botines radiantes y botones de diamante en la manga. Por las bóvedas que representaban el lugar de las ventanas ausentes había repisas con jarrones de flores frescas y desabotonadas que llenaban con un dulce frescor la sala, en un lugar había un juego de aguas que relucían como la plata estallando hacia arriba y recayendo en su estanque del mármol blanco en altos arbustos de hebras de diamante...

Ángelo estaba en su sillón y miraba con asombro este día de primera enterrada en la noche de la tierra. Todos los amigos de las tinieblas portaban una pequeña mitad de máscara de terciopelo que les cubría la frente y la nariz, solo unas de las chicas jóvenes estaban sin máscara... Una triste ternura había en sus caras...

-Qué hermosas son las chiquillas aquellas -dijo-... En este aire brillante ellas me parecen sombras de nieve arrojadas en un aire de diamante...

-¡Ah! son los demonios más peligrosos... parece que son flores de inocentes y bondadosas... Témete de ellas... en general he empezado a temerme de tu suerte, Ángelo... el demonio se supera esta noche a él mismo... Míralo cómo pasa pálido, hermoso, profundo por grupos de hombres y mujeres... para nadie tiene una sonrisa, para nadie una palabra... parece que apenas hubiera caído del cielo y que la desesperación eterna no hubiera tocado aún su celestial hermosura...

-Lo sé... no me toca...

-Pero incluso si te tocara... Ella representa solo con los corazones humanos... Ay de ti si le viniera a la mente jugar también con la tuya...

-Pero me odia, doctor Lys. Todo este encanto, parpadeando como un momento delante de los ojos, como una visión corta, te embriaga... pero prolongada deviene monótona como un ballet atónito o un cuento adormecido en el acto...

-Llama al demonio...

-¡Cezara! -gritó Ángelo fuerte-. Cezara le sobresaltó como golpeado por un sonido afilado de campana... Ella se acercó con la frente siniestra a Ángelo.

-¿Por qué Cezara y no Cezar? -preguntó ella con una graciosa sonrisa.

-Que cuánto me pedirás por «algo» más, mi hermoso esclavo. ¿No puedes preparar un concierto?...

-Oh, sí... ¿Quieres que cante yo?

-¡Sí, sí!

-¿Quieres que representemos también un drama? Te doy un papel en él...

-De acuerdo.

Una pared del fondo levantó su nieve florida con rosas de brasa y se vio una escena cuyo bastidor representaba árboles y matorrales de una joven y suculenta verdura, y al fondo se representaba un cerro vestido en bosque de abedul, un río corría lentamente por los sauces llorones y en la cima del cerro se levantaba un castillo viejo cubierto con hierro cuyos muros angulosos estaban serenados por la luna... Sobre la escena que representaba el jardín de aquel castillo, con las terrazas altas de flores, con bosques misteriosos y con las hileras de rosas, salió Cezara en un domino negro cuya capucha estaba colocada sobre la espalda... Estaba hermosa de ese modo... su cara de mármol contrastaba con el domino de seda negra y su propio pelo que caía en mechas largas, brillantes, negras sobre sus hombros... de las mangas brotaban sus manitas de reina con los dedos largos. Bajo los regazos del domino salían los pies pequeños en sus botines lustrosos...

Ella cantaba... Era tan dulce tristeza, parecía como una experiencia larga y dolorosa hablara de este hermoso demonio, era tanta la tristeza, tanta la dulzura, tanta la resignación y tanta la superioridad de espíritu en toda la expresión de su voz que te daban ganas de llorar de lástima, pero parecía que sentías que, si hubieras llorado, hubieras tocado aquel fondo de soberbia y de tinieblas de su alma... Ángelo la miraba y parecía que en su alma naciera igualmente una salvaje, vigorosa soberbia, parecía que es el león de los desiertos, que su corazón latía con fuerza ante cualquier sonido que oía, pero con un poder orgulloso, generosa, no de manera femenina, con el que se debilita el amor de una niña, a la que quieres besar las manos y soplarle los dedos porque se ha pinchado con una aguja. No era nada mezquino... era una sentimiento fuerte y tempestuoso lo que le movía el corazón... le parecía que si hubiera amado a aquel demonio no habría sido capaz de decirle una palabra de caricia, un nombre dulce, o compararle con una flor, o encontrar placer en paseos románticas bajo la luna.

«¡Ah! pensó él para sí mismo, eso no es amor, esto es enaltecimiento sobre mi propia naturaleza... es el sentimiento del roble cuando crece... del león cuando se tumba al sol, el caballo árabe cuando resopla ante el incendio del que huye... Parece que si le apretara en sus brazos, lo mataría, si le besara, le sangraría los labios por mi tiranía... lo odio... pero lo odio a muerte...».

El telón cayó... El doctor Lys les hizo una señal para que viniera a la escena... Había niñas rubias que actuaban con su jersey de seda pardusca y con dobletes de raso carmesíes, con sombreros de terciopelo negro con las plumas blancas... Ellas estaban atadas al cuello... Él las desató con dulzura de sus abrazos, se vistió él mismo en la cabina, en jersey negro y con doblete de terciopelo negro, cogió una capa hermosa y brillante cuyos regazos le tiraban románticamente sobre los hombros... Él hacía de un caballero joven en que se enamoraba de una reina... Su vida en aquel drama estaba rodeada de manos de hada, por todos lados veía que estaba cercado de intrigas de amor, de modo que le entraban ganas a él también de perder la mente en estos dulces líos... Era un cuento hermoso este... En una escena él aparece ente ellas... de la reina actuaba Cezara... Nunca tantas palabras de fuego y de un desesperado amor no ha hablado una mujer... él respondía frío y medido, como si el amor no le hiciera feliz... Pero la reina engaña al caballero... él la cree en peligro... entonces se tira a sus brazos. La maravilla que le tocó ahora le hincha el corazón en el pecho... Su corazón le rompe el pecho, él lo sentía latiendo con fuerza sobre su pecho... ella había apretado sus brazos alrededor de su cuello, parecía que ya no quería dejarle, su boca seca busca su boca... un beso desesperado... como una sanguijuela, o como una boa constrictor en forma de un ángel caído, ella le cogió su cabeza hermosa en brazos, quería sofocarla con este único abrazo...

-Cezara, por Dios, ¿qué haces? -preguntó él despacio.

-¡Oh! te amo -susurró ella con turbación-... no ves tú cómo rabio de amor y de deseo, mi hermoso niño...

-El público ríe... calla... Abajo el telón...

-Ah, el telón no cae... ¡no te dejo, no te dejo!

Él se deshizo con fuerza... El público esperaba... Él empezó a improvisar. Declamaba con una dolorosa soberbia, los iconos rebosaban hermosura y grandeza en su cabeza. Sus ojos de un oscurecido azul se iluminaron como el cielo... sus sombras largas se levantaban como si hubieran querido fijarse en Cezara en el lugar en el que estaba, de modo que quedaron atónitos, un sublime demonio de mármol... Su pose propia parecía cortada en hierro... Ningún movimiento en aquellos miembros esbeltos y altos... solo su cara enrojecida de loco entusiasmo, solo sus labios delgados se movían en declamaciones...

El telón cayó...

El doctor Lys cogió a Cezara en brazos, que estaba a punto de desmayarse.

-¡Qué hermoso eres! -murmuró ella sonriendo-... tan triste, tan resignado, con tanto amor al mismo tiempo.

Ángelo se retiró a su cabina... Estaba fatigado... fatigado de su beso, de su abrazo nervioso. Estaba como si le hubiera pegado alguien...

-Ángelo -resonó su voz.

Él se levantó... Ella era... Lo llama a su cabina...

-Desnúdame.

-Qué tipo...

-Desnúdame te digo... -dijo ella con ira.

Él le desabrochó el corsé... La nieve de sus hombros brotaba espléndida de bajo del vestido azul... Él metió las manos entre sus senos... Ella expiraba pesadamente y se volvió con un vistazo frío a él...

-¡Vamos! no seas niño... Ven aquí a mis pies... Arrodíllate... Sácame los botines y los calcetines.

Él enloquecía. Lágrimas de turbación le llenaron los ojos cuando sintió en su mano aquel pie vacío, nítido, pequeño... él se lo acercó a la boca...

-¿Me amas tú, Cezara? -dijo él en voz baja.

-Ni se me ha pasado por la cabeza... Vamos, el desdeñoso de mujeres... Y trozo con el trozo él le cogió las ropas... Hasta que, temblando, ella quedó desnuda, reflejada en el espejo de la cabina... Sus ojos paseabas y abarcaban con sed aquel cuerpo de mármol, hubiera querido cogerla en brazos... pero un movimiento frío de sus manos lo pararon.

-¡Soy el demonio del amor, loco! ¿Por qué te humillas ante mí?...

-No me humillo en absoluto... pero yo soy hombre... Déjame que recobre poder sobre mis sentidos crudos...

Ella rio fuerte, se arrojó a sus brazos, lo tumbó en un sillón, le estrechó el cogote y empezó a acariciarle el pelo, puso su boca abierta ante sus ojos, parecía que quisiera sorberle, le alisó la frente, lo beso... Una voluptuosidad indecible le abarcó todo el cuerpo... su corazón temblaba... era débil, hubiera querido morir en aquel momento...

-Ten lástima de mí -rogó él con la voz ablandada, ten lástima de mí...

Ella se vistió veloz en las ropas con las que se había vestido él en la escena... Qué hermosa era de ese modo. Era un paje hermoso y melancólico, un Hamlet -mujer...

-De este modo me juego contigo... como la tigresa con su presa... Porque eres mi presa, Ángelo... cada beso mío será un voluptuoso martirio para ti... cada abrazo -un infierno de lóbrego y dulce dolor-... Esta es la voluptuosidad cruda de la tortura... así quiero que me ames...

Ella sonrió como si la boca se encrespara para besar. Pero ahora provocó su soberbia vieja... Él recayó en su frialdad e impasibilidad...

-Veamos... -dijo él.

Tenía era sueño por la fatiga y puede que este cansancio hacía imperceptible los nuevos dolores y los nuevos delirios...

-Vamos -dijo ella-, salgamos de aquí...

Ella le tapó los ojos... y salieron veloces en el aire el frío de la noche de invierno. Afuera esperaba un trineo cuyos caballos golpeaban la tierra de impaciencia... Cezara cogió a Ángelo en brazos como si fuera un niño, lo tiró en trineo, en una piel grande, saltó también ella junto a él, envolvió la piel alrededor de ambos... Los caballos empezaron a volar y ellos quedaron envueltos como en un nido de plumas de gorrión, sacaban la cabeza solo cuando querían... Como si hubieran estado en casa en cama bajo una colcha de plumas tirada sobre sus cabezas... de ese modo estaban ahora... Ella jugaba con él, lo apretaba con los brazos, le acariciaba como si fuera un niño o como si fuera un pájaro que lo iba a matar apretándolo y acariciándolo... Y a su cara nítida, dulce se juntaba a su cara, él la sentía como si le hubiera borrado la cara con un terciopelo, su boca se pegaba a su oreja...

-Soy el demonio del amor -dijo él en voz baja-, soy un diablo, lo sabes, lo sabes... Me cojo a ti como la yedra del roble hasta que tu cuerpo se seque en mis abrazos como el roble se seca chupado por las raíces de la yedra... ¡Te destrozo, voy a beber tu alma, te sorberé como si fueras una gota de rocío en mi corazón sediento... ángel!

Ella le enlazó con brazos y con los pies... lo apretó fuerte al pecho, como si hubiera querido triturarle... como si no hubiera querido que su pecho se hinchara... Su sangre hervía como el mosto soterrado en tierra... le parecía que hubiera saltado por los poros también si ella y él hubieran tenido heridas en su pecho... por supuesto que en este momento de vida concentrada su sangre estaría comunicada recíprocamente y habrían crecido conjuntamente sus organismos como dos troncos de árboles.

Una voluptuosidad tenía, casi de desesperación, una amargura dulce que le rompía como los nervios y el cerebro, una endeblez molesta le abarcaba su cuerpo... Toda su naturaleza parecía una cuerda tensa sobre medida, que tenía o que romperse, o que extenderse de modo que perdiera para siempre toda su elasticidad...

Él forcejeaba en sus brazos como la tórtola en las garras del águila y parecía que, como el cordero que busca con la boca al lobo para besarle, porque no le conoce y cree que es el perro, de ese modo él, en su endeblez infantil, buscaba sin querer su boca, como si hubiera dicho: «Soy tímido en su búsqueda... prevén mi boca sedienta, preserva mi simplicidad y dame besos solo para ver que mi boca se encrespe fácilmente... no sabes cuánto me cuesta dar a mi boca el más fácil de mis deseos, que me llenan el corazón y el alma con sus raíces, de modo que quiera arrancarlos, arranca la vida con ellos... Soy como la flor con las raíces hondas... ¿quién conoce por la boca de la flor qué hondas son sus raíces? Pero quién sabe prevenir los deseos...». Y ella comprendió de su mina que había tomado una rara expresión de inocencia, de su mina de niña enamorada... que él, con toda la energía a sus movimientos, moría de amor... Le habría podido matar ahora sin que se resistiera, sin que lo sintiera incluso, así estaba de abarcada de amor... así como la mariposa se tira al fuego... así como las efemérides mueren en su toque amoroso...

Ella le llevó a casa... Él estaba embriagado, turbado, apenas se tenía en pie... Como si fuera un niño somnoliento ella le desnudó, le puso en la cama, lo tapó... luego le acarició despacio la frente hasta que vio como adormeció... por la extenuación, por la agitación de su corazón, él adormeció profundamente... Ella miró sonriendo a él... buscaba flores para llenarlo con ellas... encontró una rosa en la ventana, la rompió, la besó y se la puso después sobre la boca...

-¡Mi beso permanecerá hasta mañana por la mañana sobre tu boca, ángel! -susurró ella en voz baja-. Me parece que no amé nunca de este modo -dijo ella sonriendo-, porque me parece que, ante este amor, no he amado en absoluto... siento todos los demonios en mí... me parece como si en cada gota de sangre tuviera una chispa de dolor y voluptuosidad... ¿Todos los otros cómo eran ellos?... agresivos, dulces, complementarios, afectados, faroleros, enamorados... Este se deja amar... deja su alma atormentada por mis pensamientos y mis abrazos como un trozo de cera de una virginal blancura... y resiste... Con tanta fragilidad y endeblez une tal intenso poder de resistencia... mi flor joven... parece que me da lástima arrancarte... ¡Ah! estoy loca... Qué daría yo para que este sentimiento sea eterno en nosotros; pronto se marchitará, pronto su alma y corazón se enfriarán y me dan ganas de llorar... me dan ganas de huir, dejar a este virgen con la figura de Adonis que florezca en la sombra de sus pensamientos melancólicos... y que muera como una flor muere, con toda su primitiva belleza... así como ya ha muerto una vez... que pensarías que es un ángel de mármol, al que no le surcan las pasiones de cara nítida y redondeada en su oval, que no se seque, que no devengan feas estas irresistibles sombras de tristeza pintadas con maestría bajo los pómulos de su cara... Y con todo esto... ¡Ah! ¡Tengo prejuicios! Yo tengo prejuicios. Vamos, demonio... No es el primero, no será el último -dijo ella sonriendo con un tipo de odio-... que conceden -dijo ella con la voz ablandada-, que concedemos, Cezara, que es único en su clase.

Él se despertó al día siguiente tarde... Estaba tan cansado como si le hubiera golpeado el mar y lo habría envuelto luego en una sábana mojada y fría... Tenía frío... imágenes turbias, figuras negras mezcladas con nubes, de ese modo estaba el marco de sus imaginaciones... estaba en aquella disposición en la que se halla un hombre que ha pasado por la tortura de la inquisición y ahora se halla, con los miembros quebrados, en una cama blanda... los dolores son lóbregos mas no fuertes y se convierten en desgarradores apenas al toque.

«Tengo que huir de ella... tengo que huir de ella... porque si me mataría solo no sería nada... pero tiene que torturarme, tiene que matarme nervio a nervio, pensamiento a pensamiento, trozo a trozo de mi cerebro que se ablanda bajo sus besos... ¡Ah! y cómo sabe la mujer esta besar... sientes escalofríos... con cada beso mueres, para resucitar y morir de nuevo bajo otro... Si hubiera estado vestido en coraza de hierro y hubiera luchado en un torneo, el cuerpo no estaría tan quebrado como bajo sus abrazos. De verdad me parece que se pegó a mí y me ha chupado por todos sus poros la sangre de la carne, el zumo de los nervios, el poder del músculo... Es terrible la mujer esta o, mejor, el demonio este...».

De ese modo, cansado por la orgía de su alma, se vistió, se miró en el espejo... Una sombra morada le coloraba la cara... estaba cárdeno de pálido que estaba... Pero de ese modo era todavía más hermoso de cómo había sido alguna vez... «Tu beso de por la mañana, mi pobre Ángelo, dijo él sonriendo con tristeza... besemos esta boca que ya no me es virgen...». Él se acercó y besó su propio rostro del espejo...

Aunque hacía calor en la casa, las manos las tenía frías y los dedos chupados, de modo que encendió en una taza de porcelana alcohol morado, para calentar sus manos en la llama cárdena-roja... Salió al jardín para pasear por las sendas nevadas, por los árboles deshojados con las ramas cargadas de nieve y le parecía que estaba enfermo... le parecían que era convaleciente salido por primera vez de su habitación de enfermedad... Y se calentaba al sol de invierno y parecía que el eterno padre de la vida lo llenaba de salud y frescura... «¡No! ¡No! no quiero volver a verlo...». Él veía en día caliente de invierno a los niños jugando en las calles y tirándose bolas de nieve... carcajadas, risa, regocijo... Toda la naturaleza candorosa y alegre que vive, solo él oscurecido, no estando alegre de su vida, él con su inocencia perdida, con los ojos hondos, tranquilos, pero sin esperanza... «También se dice que no hay felicidad en el mundo», murmuró él. Una chica rubicunda y gorda, en una casaquilla de piel y con las manos en el manguito, pasó del brazo de un joven, soltando risas ahogadas, sonriendo de vez en cuando con astucia, mirando con una dulce jovialidad y a escondidas a sus camaradas... sus ojos marrones tenían vida, alegría, inocencia... «¡Ah! Pensó él y los miró... ¡cómo no tengo su juventud anímica... cómo no soy como ellos... felices!».

Por la tarde vino el doctor Lys para llevarle de nuevo...

-Ya no me voy... no quiero volver a verla...

-Ya no quieres verla, te prometo...

-Entonces... entonces, ¡vamos!

Después que le tapó los ojos, llegaron otra vez con el trineo al patio ya descrito. Bajaron las escaleras en los subterráneos de los Amigos de las tinieblas... el doctor Lys le dejó solo... Él se quitó el lazo de los ojos... Se hallaba en un gabinete pequeño, tapizado de negro... Una chimenea de mármol rojo, con fuego, un espejo en la pared... alfombras blandas en el suelo, una mesa con un candelero de plata, dos sillones con respaldos altos...

Cezara entró...

-El doctor Lys me ha mentido -dijo él con ímpetu-, perdóname... pero no quise verte más...

Ella estaba muy triste...

-Bien, bien, comprendo tu sentimiento... quieres una felicidad tranquila, que yo no soy capaz de darte... sientes que mi amor mío cansa... pero quién te dice que me ames... Por contra, si quieres yo te llevo a los brazos de ángeles de niñas... rubias, lágrimas de oro... porque yo soy tu siervo... yo soy un demonio, ¿crees eso? -dijo ella lóbrega, tienes que creer hasta que seas libre de deshacerte de mí... hasta que no sea demasiado tardío... porque no quiero engañarte sobre tu futuro... te secarás bajo mi soplo como una flor sin raíces y quemada por el sol de verano... Tienes que saberlo. ¿Necesitas ángeles? Sabré seducir ángeles para ti... solo que no te disguste...

Una sonrisa de indecible y santa felicidad pasó por sus labios... Ella hizo un gesto de asco y desprecio cuando vio aquella sonrisa... Ella leía de la expresión de la cara todo el libro del alma humana...

-Te traigo en seguida lo que deseas... un ángel... Doctor Lys -dijo ella abriendo la puerta-, nuestro ejemplar de lirio, que desde ayer suspira tras Ángelo...

En este intervalo Cezara se miró al espejo para componer su cara. Después de un momento se sentó en la butaca... Nunca Ángelo había visto tanta bondad y ternura expresada en una figura de hombre como había ahora en su cara... Era el ángel de la lástima y de la clemencia...

Él la miró largamente a su cara, luego se volvió y miró las... de modo que no le pudiera ver por el respaldo alto del sillón... La puerta se abrió y él oyó una voz dulce y sosegada, oyó crujiendo tranquila una ropa de gas, oyó tocando pies pequeños y leves la alfombra blanda...

-Buenas tardes, Cezara -dijo ella con una infantil alegría...

Él miró hacia atrás a la silla...

Cezara había mantenido la expresión de indecible dulzura, amabilidad y bondad que se había compuesto al lado del espejo...

-Oh, ¡Lilla! ¡Niña mía! Ven aquí a tu madre para que te bese... Qué linda eres... eres un ángel... un capullo de rosa... cómo llamarte solo... dime cómo dormiste...

-¡Ah! no pude dormir... No he podido sacármelo de la mente... sabes tú quién... ¡no! no digas el nombre...

-A... A... An...

-No... Me traicionas a mí misma... Y me parece tienes la cabeza en las manos... parecía que se había arrodillado ante mí y miraba sus ojos... y me miraba... y me miraba... y parecía que me habría mirado eternamente...

Ángelo escuchaba sonriendo.

-Y luego sabes tú... me parecía que también él me miraba a mí... ¡Ah! ¿Cómo? No sé cómo... Qué puedo decir... De ese modo adormeció solo y los ensueños vivos pasaban junto a mis ojos... ¡Ah! cómo sería capaz de amarle... parece que le besaría las manos si me lo permitiera...

-¡Y si él supiera que tú le amas... si él te amara de la misma manera, angelito!

-No lo digas, oh, no digas... ¡Ah! ni lo pienses... sé yo que ni piensa en mí: una pobre chica tonta...

-Pero, mira tú, precisamente eso ama él en ti -dijo Cezara con la voz llena y blanda-... tu ingenuidad... él querría desplegar aquellas hojas de la inocencia para mirar al capullo de rosa, en el significado de estas idioteces dulces de las que eres capaz de decir mil al día... y todas gentiles, todas interesantes... Cuántos enigmas le diste tú ayer tarde para adivinar, le romperías la cabeza con ellas... Tú no conoces tu poder, ¡tú, boquita de rosa que eres! o eres astuta, ¡haces que no sabes!

Elli rio con su vocecilla de plata...

-Oh, yo sé que soy linda -dijo ella ahogada de placer-, sé que gusto... pero a fe, te lo juro, Cezara... no sé qué él me pueda amar... Su mirada era tan fría para mí... mientras yo... yo hubiera muerto por besarle una vez...

-Me voy a llamarle... -dijo Cezara riendo y batiendo palmas de alegría.

-¡No, no, no! ¡Te ruego! Cezara, por Dios...

-Di que te parece bien si viniese...

-No... -dijo ella afirmando con la cabeza.

-Di que le amas.

-¡No! -dijo ella agachando la cabeza sobre el pecho y jugando con el rincón del delantal...

-Me voy, me voy... un besito, angelito...

Elli la besó con la boca entera, con gratitud... Cezara salió y cerró la puerta con llave tras de sí...

Ángelo volvió el sillón hacia ella...

-¡Oh, señor! -dijo ella asustada y todo el pudor, toda la inocencia, una tranquila indignación, imputación, un mundo de sentimientos contradictorios le jugaban delante...

Él se arrodilló a sus pies...

-¿Te has enfadado? -preguntó él con ternura.

-¡Sí!

-Pero nos reconciliamos, ¿quieres?

-¡Sí!

-Con un besito, ¿no es así?

Ella sacudió la cabeza...

Pero él se colocó junto a ella... le cogió la cabeza con la mano, le volvió su carita roja, que miraba quién sabe dónde, justo de frente la besó... Él sintió que también ella le había besado, pero así de tranquilo, así apenas movida... de modo que hubiera podido decir que no le había besado... Ella le rehusó con una mano de ella.

-Tú no me amas... lo sé, Elli... no me besas siquiera...

Sus ojos se llenaron de lágrimas.

-Ni siquiera me crees... -dijo ella en voz baja.

-Entonces bésame.

Ella pegó su boca a sus labios... que parecía que se ha pegado una fruta cocida y dulce de la boca... él le absorbió un beso...

-Qué dulce sabes tú besar, Elli...

-¡Ah! no aprendí de nadie... Eso viene así solo... No sé en cualquier momento...

-Entonces por qué te alejas de mí... ven aquí a mis brazos...

La atrajo despacio a su pecho...

-¡Ah, mira -dijo ella-... qué mal te queda la corbata al cuello!...

Ella arregló con sus manitas la corbata...

-Y luego no te has peinado bien, ¡ja, ja, ja! Y falta un botón de la camisa.

-Se me ha caído en el pecho, Elli... búscalo.

Ella metió su mano en el pecho. Él la cogió y la apretó sobre el corazón...

-No lo encuentro -dijo ella cerrando los ojos de roja que estaba... luego los reabrió y le miró con una tranquila y triste seriedad justo a los ojos... Parece que quisiera decirle: «Iba a decirte una palabra importante, pero no te la digo».

Él le abrió sus senos...

-Busco mi botón de diamante, puede que cayera entre tus senos...

-No, no -dijo ella defendiéndose.

-Aquí está -dijo él, pegando su boca a la fresa del mar de nieve que había salido debajo del corsé...

Ella se defendió de sus caricias, pero se defendía tranquila y más porque era como es debido... Hacía mucho ya no tenía el poder de rechazar algo...

Él apagó la luz y unas tinieblas profundas cubrieron su suspiro de amor.

Cuando Lilla y Ángelo estaban en un estado desordenado, donde las ropas parte habían caído de ellos, parte pendían por todas partes y ellos medio desnudos dormían apretadamente abrazados en el sofá, boca con boca, entró Cezara con una lámpara en manos a la casa y les miró... Ella estaba pálida, seria, triste... Tenía en su mano una sábana blanca y olorosa y la tiró sobre el novio y la novia, después se puso delante del fuego y miró mucho tiempo a las últimas huellas del ascua. Sus ojos se llenaron de lágrimas... después se levantó rápidamente, elevó la esquina de la sábana, descubrió la cabeza de Ángelo y le besó la frente:

-¡Me pagarás tú esto, niño mío, me lo pagarás! -después salió del gabinete.

Al día siguiente Lilla andaba como junto a las paredes y no miraba a nadie a la cara... Ángelo tenía una palidez húmeda, sus ojos eran turbios y blandos en la cabeza y había perdido su demoníaca brillantez.

Ella se había vestido y le ayudaba a él, le abotonaba la camisa al cuello, le hacía el nudo de la corbata... Era blanda como un cordero...

-¿Así que me amas, Ángelo?

-Más preguntas... Lilla, ¿habías venido hace mucho a la sociedad esta de los Amigos de las tinieblas?...

-¡Ah! que te diré cómo... Yo te vi a ti en los salones de la señora N. Me fuiste recomendado, pero tú miraste así, por encima, a mí, me dijiste una banalidad y te fuiste después... y yo te perseguía, miraba en cualquier espejo para verte en la esquina de la ventana en la que estabas... estuve anocheceres enteros, lloraba noches enteras... ¡ah! cómo te amo, Ángelo, dijo ella ahogándole la cara con besos... Un día se acercó el doctor Lys a mí. Me miró a mis ojos como sabe él mirar -extraño es decir...

«Amas a Ángelo, señorita, dijo él con el tono sin expresión y natural, como es su forma de hablar...».

«No», dije yo.

«Ven esta noche al club de los Amigos de las tinieblas, si quieres verle...».

«Pero no quiero verle...».

«Mi trineo te cogerá», dijo él.

«Pero no quiero ir con su trineo...».

«Él estará en la puertecita de tu jardín», dijo él, levantándose y sonriendo.

Ángelo, me llevó por la noche al jardín, abrí la puertecita, me puse en el trineo y aquí estoy.

Ella cogió su derecha con ambas manitas, las golpeó y las besó después...

-¡Lilla!

-Déjame, Ángelo... yo ya no tengo nada más que darte... te di todo... Hace mucho que no soy dueña de mí, hace mucho era toda tuya... Ten lástima de mí... Si creíste que soy tranquila... he aquí toda mi tranquilidad... si creíste que soy hermosa, he aquí toda mi belleza... Toda mi cara está santificada de tus besos... si no puedes amarme... ama tus besos, Ángelo, ama mis ojos, porque te miran, porque se han pegado los rayos de tu belleza... ama mi boca, que tocó la tuya... Ámate a ti en mi ser... Ángelo -dijo ella llorando y pegándose espasmódicamente a su pecho y acercando su boca a su oreja-: ama a tu niña...

Él no respondió nada. Le pareció que era un delincuente... que una culpa grande apretaba su alma...

-Y ¿cómo viviremos nosotros? -preguntó sonriendo con tristeza...

-¿Cómo? ¡Ah! he aquí cómo... He aquí el cuadro que he pintado... De madrugada, cuando dormirás aún, te besaré los ojos y te levantaré... luego te traeré el café y la camisa con los botones puestos, y los calcetines, la bata, el fez, un cigarrillo... te vestiré, luego te irás a tu trabajo... y, quedaré en casa, quitaré el polvo de tus libros, arreglaré los papeles, voy a arreglar las plumas estropeadas y cuando vengas a casa estará la mesa puesta... tela blanca, platos limpios, vasos límpidos de claros... después de comer tomaremos el café, hablaremos idioteces... luego -añadió despacio apenas moviendo los labios-, luego... digo también yo, de... tendremos niños... un muchacho hermoso como tú, tu icono, y una chiquilla como yo... ¡Ah! seremos felices...

-¡Sí, felices! -murmuró él despacio y oscurecido. «¡Oh, Cezara! Alma de demonio, pensó él, cómo lees en almas humanas... cómo ves en ellas escrito el futuro, cómo entiendo tu sonrisa de desprecio de ayer».

-Pero tú pareces triste, mi dulce amigo... ¿por qué?

-Estoy cansado, mujer mía, mi dulce mujer, nada más...

-Ahora me voy, para llegar a casa... Vendrás a pedirme, no es así... Ven hoy, esperaré con impaciencia tu llegada... ¡Oh! cuánto te puedo amar...

Ella arrojó su mantilla sobre los hombros, le besó y desapareció por la puerta...

Él quedó triste...

«Digamos que esta es mi vida futura... Adiós ensueños cegadores... deviene humilde hombre de una pequeña mujer... Tendremos niños... me traerá la bata y las zapatillas por la mañana... ¡Ah! tan solo una nauseabunda perspectiva de fealdad y monotonía...».

Cezara en su ropa de Hamlet reía en un rincón del cuarto. Dios sabe cuándo y cómo se había colado en casa... A sus palabras dichas en voz baja, pero bastante claras, ella echó una carcajada irónica y espléndida de frialdad...

-¡Calla! ¡Calla!

-¡Ahora bien! he aquí tu ideal... he aquí la vida de los ángeles... he aquí la meta que la naturaleza quiere cumplir por lo que vistió a aquella novata chica con la ingenuidad y gracias... un chiquillo... una chiquilla, el aire del cuarto apretado por la voluptuosa cama conyugal... una cama con sábanas que tienen que ser a menudo cambiadas... No resistió mucho el ángel, no es así... Se apresuraba la naturaleza para cumplir su meta grandiosa, la reproducción de la alcurnia humana, y se aseguró de esta realización mediante muchos abrazos, mediante dulces resistencias, mediante palabras con dos significados... ¡Oh! ¡Oh! ¡pfui! ¡Ja, ja, ja! Eh, qué haces, ¿huyes?...

-¡Te mataría, Cezara, de razón que tienes! Me desesperas...

-Y ciego loco qué eres... no ves tú que eres una herramienta, que alegrías, dolores, la pasión, el placer que tienes por un pecho femenino que no contribuye a nada a la voluptuosidad, el placer que tienes por una chica candorosa, porque cuanto más candorosa sea, tanto más pesado te vendrá a la cabeza matar al niño... no ves que eres una herramienta en las manos a un demonio, que eres el juguete de tus sentimientos, que nada de lo que tienes es tuyo, que tú eres la causa involuntaria que la naturaleza, o llámala cómo quieras, escribe las así llamadas metas grandiosas... ¿No ves tú que leyes, estados, monarcas, religiones no son más que el aparato pesado para hacer con poder este acto sucio de reproducción y os tirará después a los brazos de la monotonía mezquina de la fealdad, del ridículo, de una vidas que me dan náusea?... Te imaginas con la bata florecida, con el fez en la cabeza, con las zapatillas, con la propina, con un montón de niños, con una ocupación monótona y somnolienta; luego morirás y tus niños los de espíritu repetirán la misma vida espiritual...

-Tienes razón... eso me lo digo yo también... calla, tu risa me enfada...

-Y si callara -dijo Cezara cruzando sus manos-... Tú has perdido a esta niña... Tú sabías que no podrías amarla, podías al menos saber que ella no te bastará, y sin embargo la has tomado como tu esposa... la has hecho infeliz... Crees que se me ocurre preservarte de los remordimientos de pensamiento... ¡No! Por eso soy un demonio...

-Pero tú me la trajiste...

-¿Digo que no?... Sí... soy libre de intentar seducir... ¿Por qué te has dejado seducir?

-No tengo remordimientos...

-No tienes... Bien... La niña será separada de los padres... nacerá en la pobreza... Será una mujer perdida... si no la tomas como esposa... Pero tú la tomarás. ¡Tendrás una vida que odiar, andarás tras otras mujeres... yo cuidaré que ella sepa esto y entonces adiós paz casera, entonces apenas verás digamos el infierno sobre la tierra...! Hasta ahora no tienes ni idea... Hasta ahora tu melancolía y el color negro bajo el que miras el mundo son teorías grises junto a la realidad que te espera...

-Soportaré lo inevitable...

-Adiós, Ángelo...

-¡Cezara!... Cezara -murmuró él en voz baja y apoyando sus rodillas ante ella... te amo... no puedes tú perdonarme...

-¿Perdonarte? ¿Te amo yo?... -ella salió rápidamente de la casa.

-Lilli vino después a mí, enviada por su propio padre, para pedirme de nuevo excusas... Le dije que tú no la puedes tomar como esposa y expliqué mis puntos de vista... Lloró mucho la pobre chica... pero sabré yo acariciarla... Tengo un lacayo que no es nada despreciable...

-¡Cezara!

-Eh, ¡Dios mío! pero tú estás loco... Ella será feliz a su modo... Ven vuelve y chupa la herida esta... No ves que me corre la sangre sobre la ropa...

Él pegó sus labios de la herida del pecho y chupó aquellas gotas de rubí que parecían correr sobre la nieve... Ella le cogió la cabeza con las manos... después le levantó la cabeza y besó su boca roja de sangre... Eso justo lo agradeció... Ella cubrió su seno, lo levantó en sus brazos como si fuera un niño, lo apretó en el pecho, lo acarició...

-Cómo me haces padecer -susurró él lentamente.

-Bien, aún no has conocido tú lo que quiero yo que conozcas... Amigo mío, tienes la elección entre dos cosas: entre feo, ordinario, mezquino y entre el dolor, pasión, turbación... entre Lilli y yo. Yo no te engaño, te lo digo de antemano: yo secaré tu vida si me elijes a mí... yo te mataré... pero no te voy a coser la bata, ni te voy a llenar las bolsas de tabaco... yo te voy a desesperar... Pero no te daré niños... Una única cosa te aseguro, no te afearás conmigo, puede en cambio que yo me afee conmigo... entonces, se entiende, se acaba todo... entonces sé que tendrás o que morir, o que enloquecer.

Ella le colocó sobre sus rodillas, metió sus manos en su pecho y él sintió ennegreciéndose el mundo delante de sus ojos...

-¡Ah! resistiría si tuviera fuerzas -dijo él con dolor-... pero ahora... ahora cuando te daría todo el mundo por un beso tuyo y mi vida junta... ahora es demasiado tarde, diablo de mujer que eres...

-La voluptuosidad cruda del deseo y del dolor... he aquí lo que te ofrezco... De una cosa estate seguro: te amo. No te dejes engañar por la circunstancia porque el amor se parece mucho al odio... Sería capaz de dejarme matar por ti.

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