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- XI -

     -�Y bien! -exclamó el marqués, mientras que su amigo comía apresuradamente por discreción, a pesar de que el huésped, amable y cortés, le invitase a la tranquilidad-. �Qué habéis hecho hoy, mi temible sabio? Sí, ya comprendo; habéis escrito hermosas páginas. �No perdáis ni una linea! Es oro molido que pasará a la posteridad, porque estos tiempos de obscurantismo caerán en los abismos del pasado; pero os recomiendo que, cuando no escribáis en mi alcoba, ocultéis siempre cuidadosamente vuestras páginas en el bargueño con secreto que he mandado poner en la vuestra.

     El mudo hizo señas de que había escrito en el gabinete del marqués, y que sus páginas estaban en cierto cofre de ébano, en el que el marqués las solía reunir. Se hacía entender de su huésped por señas con mucha facilidad.

     Mejor todavía -repuso Bois-Doré-; están aún más seguras, porque ninguna mujer entra jamás. No es que desconfíe de Belinda; pero la encuentro demasiado beata desde la llegada del nuevo rector que nos ha enviado monseñor de Bourges, y que me temo no valga lo que nuestro viejo amigo el antiguo abate, que tuvimos por mediación del arzobispo Juan de Beaume. �Ah! �Por qué no habremos conservado aquel buen prelado, con su enorme barba, su estatura de gigante, su corpulencia de tonel, su apetito de Gargantúa, su hermosa cabeza, su gran ingenio y su mucha sabiduría? �Uno de los hombres más listos y mejores del reino, a pesar de que a primera vista se le hubiese tomado nada más que por un alegre compañero!

     �Ah! Mi buen amigo, si hubieseis venido en su tiempo no hubierais tenido necesidad de permanecer oculto en el fondo de este pequeño feudo, ni os hubierais visto obligado a traducir vuestro nombre al francés, ocultar vuestra ciencia, pasar por un pobre gaitero y hacer creer a las gentes de aquí que habéis sido mutilado por los hugonotes; nuestro excelente primado os hubiera puesto bajo su protección, y habríais impreso vuestros hermosos pensamientos en Bourges, con gran honor para vuestro nombre y el de nuestra provincia; pero ahora no tenemos más arzobispos que los demasiados celosos de Condé.

     �Sí, sí; de bonitas cosas me he enterado hoy mismo, en casa de Beuvre, acerca del príncipe renegado de la fe de sus padres y de las amistades de su juventud! Nos inunda de jesuitas, y si el pobre Enrique tornase a la vida vería divertidas mascaradas; monsieur de Sully está cada vez más en desgracia. Condé le compra con amenazas todas las fincas del Berry. Escuchad esto: Ha conseguido que le den la gran bailía y la comandancia de la fortaleza. Ya es el rey de nuestra provincia, y dícese que piensa en ser el rey de Francia. Por lo tanto, las cosas van mal y no hay seguridad más que en el interior de nuestras pequeñas fortalezas, y esto con la condición de ser prudentes y esperar con paciencia que termine este estado de cosas.

     Giovellino cogió la mano que le tendía el marqués por encima de la mesa y la besó con aquella efusión elocuente que suplía en él a la palabra. Al mismo tiempo le dio a entender con sus miradas y su pantomima que se hallaba muy feliz junto a él, que no añoraba la gloria ni el ruido del mundo y que estaba dispuesto a ser prudente por miedo a comprometer a su protector.

     -En cuanto al joven hidalgo que me habéis visto introducir aquí y festejar lo mejor que he podido -prosiguió Bois-Doré-, debo deciros que yo no sé nada de él, sino que es amigo de Guillermo de Ars, que está en peligro y que se trata de ocultarle y defenderle en caso necesario. �Pero no encontráis sorprendente que en todo el día este extranjero no me haya llamado aparte ni una sola vez para confiarme su caso, o que no lo haya hecho cuando naturalmente nos hemos encontrado solos al llegar aquí?

     Lucilio, que tenía siempre un lápiz y un cuaderno sobre la mesa, junto a él, escribió a Bois-Doré: �Orgullo español.�

     -�Sí! -repuso el marqués leyendo, si así puede decirse, antes de que el mudo hubiera escrito, por la costumbre que en dos años había adquirido de adivinar sus palabras desde las primeras letras-. �Altivez castellana� es lo que yo he pensado también. He conocido a muchos hidalgos de éstos y sé que no se creen descorteses al no manifestar confianza. Por lo tanto, debo practicar la hospitalidad a la antigua usanza, respetar los secretos de mi huésped y ponerle buena cara, como a un viejo amigo del que se cree que en él todo es de lo más honorable del mundo. Pero esto me permite no otorgarle la confianza que él me niega y por eso habréis visto que en su presencia os he dejado en un rincón como un pobre músico alquilado. Y ahora, mi buen amigo, os ruego que me perdonéis todas las faltas de afecto y de cortesía a las que me obliga el cuidado de vuestra seguridad, así como esos trajes sin lujo ni elegancia que hago usar.

     El pobre Giovellino, que en su vida había estado tan bien vestido, ni tan tiernamente mimado, interrumpió al marqués estrechándole las dos manos, y Bois-Doré se sintió conmovido al ver resbalar gruesas lágrimas de agradecimiento sobre el rudo bigote negro de su amigo.

     -Vamos -dijo-, me pagáis demasiado, puesto que me queréis tanto... Os tengo que recompensar a mi vez hablandoos de la amable Lauriana. �Pero debo repetiros lo que me ha dicho para vos? �No os pondréis demasiado ufano?... �No? Entonces, adelante. Primero:

     ��Qué tal sigue vuestro druida?� Yo le contesté que mi druida es mucho más suyo que mío y que se recordara que en la Astrée Climante no era más que un falso druida, tan enamorado como cualquier otro amante de esta admirable historia.

     �Sí, sí -ha contestado ella-; me estáis engañando. Si este Climante me quisiese tanto como queréis hacerme creer, hubiera venido hoy con vos, mientras que ya llevamos dos semanas sin verle. �Me diréis que, como ocurre en la Astrée, tiene sobresaltos al oír mi nombre y suspiros que parece que le desgarran el estómago? No lo creo, y más bien lo considero como un inconstante Hylas.�

     -Ya veis que la amable Lauriana sigue burlándose de la Astrée, de vos y de mí. Sin embargo, cuando al anochecer me despedía de ella, me dijo:

     -Quiero que pasado mañana traigáis al druida y su sordina, y si no, os pondré mala cara.

     El pobre druida escuchó sonriendo el relato de Bois-Doré; sabría bromear cuando la ocasión se presentaba, es decir, tomar a bien las bromas de los demás. No consideraba a Lauriana más que como una niña encantadora de quien él hubiera podido ser el padre; pero era todavía bastante joven para acordarse de haber amado, y en el fondo de su alma el sentimiento de su aislamiento en la vida le causaba una gran amargura.

     Al pensar en el pasado ahogó un suspiro de añoranza y espontáneamente se puso a tocar un aire italiano, que el marqués prefería a todos los demás.

     Tocó con tal encanto y pasión, que Bois-Doré le dijo, utilizando su voto favorito, sacado de monsieur de Urfé:

     -�Numes celestes!, mi buen amigo; no necesitáis lengua para hablar de amor, y si el objeto de vuestros afanes estuviera aquí, tenía que ser sordo para no comprender que toda vuestra alma se confiesa a la suya. Pero vamos a ver: �no me dejaréis leer vuestras páginas sublimes de ciencia?...

     Lucilio hizo seña de que tenía la cabeza algo cansada, y Bois-Doré se apresuró a mandarle a la cama después de haberle abrazado fraternalmente.

     Lo cierto es que Giovellino se sentía a menudo más artista y más sentimentalista que sabio y filósofo. Su naturaleza era a la vez entusiasta y reflexiva.

     Monsieur de Bois-Doré se retiró a su �habitación de noche�, situada encima del salón.

     No había mentido al decir a Lucilio que ninguna mujer penetraba en aquel santuario de su descanso, ni en los gabinetes que de él dependían; había hecho en este sentido las más severas prohibiciones hasta para la misma Belinda.

     Sólo el viejo Matías (apodado Adamas por la misma razón que Guillette Carca se veía obligada a dejarse llamar Belinda, y Juan Fachot, Clindor) tenía derecho a asistir a los misterios del tocado del marqués; tan convencido estaba éste de que su colorete y su tinte no podían ser denunciados más que por el arsenal de cajas, frascos y tarros instalados sobre sus mesas.

     Por lo tanto, halló, como de costumbre, a Adamas solo, preparando los rizadores, los polvos y las grasas perfumadas, destinados a mantener la belleza del marqués durante su sueño.



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- XII -

     Adamas era un gascón de pura cepa: buen corazón, mucho ingenio, lengua incansable. Bois-Doré, con una ostentación llena de ingenuidad, le trataba de viejo servidor, a pesar de llevarle diez años lo menos.

     Este Adamas, que le había seguido en sus últimas campañas, era su ciego instrumento y le hacía saborear el incienso de una admiración perpetua, tanto más funesta para su razón cuanto que era el resultado de un entusiasmo sincero. Era él quien le persuadía de que todavía era joven, de que no podía volverse viejo, y de que al salir de sus manos, reluciente y pintarrajeado como una estampa de misal, tenía que anular a todos los mequetrefes e ilusionar a todas las bellas damas.

     No hay gran hombre para su criado; ejemplo: Sancho Panza, que decía verdades tan duras a su amo. Pero Bois-Doré, que no pasaba de ser un hombre excelente, gozaba el privilegio de ser un semidiós para su lacayo, y, mientras que ha habido héroes que han sido la irrisión de sus gentes, este anciano tan grotesco era tomado en serio por la mayoría de las suyas.

     Así van las cosas en este mundo; todos habrán podido notar, como yo, que a veces van en contra de la lógica y del sentido común.

     Sin embargo, este caso se explicaba por la inmensa bondad del viejo hidalgo. Los grandes caracteres provocan demasiada exigencia. Su menor debilidad sorprende; su menor impaciencia escandaliza. El que no tiene carácter no irrita nunca a nadie y recoge las ventajas de su continua amabilidad.

     -Señor marqués -dijo el viejo Adamas poniendo una rodilla en tierra para descalzar a su viejo ídolo-, debo contaros una muy extraña aventura que acaba de ocurrir en vuestra castellanía.

     -Habla, amigo mío, puesto que tienes ganas de hablar -contestó Bois-Doré, que permitía que su acicalador charlase familiarmente con él; además, cuando estaba adormilado gustaba de que le meciesen con algún inocente comadreo.

     -Sabréis, pues, mi amo querido y bien amado -prosiguió Adamas con su acento gascón-, que a eso de las cinco de la tarde ha venido aquí una mujer sorprendente, una de esas pobres mujeres como hemos visto tantas veces en las costas del Mediterráneo y en las provincias del Mediodía; ya sabéis, señor, esas mujeres bastante blancas, con labios gruesos, ojos hermosos y cabello negro.... �como el vuestro!

     Al mismo tiempo que hacía esta comparación, sin la menor malicia, Adamas traía respetuosamente, sobre un sostén de marfil, la peluca de su amo.

     -�Quieres hablar -dijo Bois-Doré sin inmutarse por el objeto de la comparación- de esas gitanas que hacen de todo?

     -No, señor, no; esta es española, y me parece que cuando está sola jura por Mahoma.

     -Entonces, �quieres decir que es mora?

     -Justamente, señor marqués, es una mora y no sabe una palabra de francés.

     -�Pero tú sabes algo de español?

     -Un poco, sí, señor. Y como no he olvidado lo que sabía me he puesto a hablar con esa mujer con tanta facilidad como a vos hablo.

     -Bueno, �eso es toda la historia?

     -�Oh! No; pero dadme tiempo. Según parece, esta mora pertenecía a la gran partida de los ciento cincuenta mil que perecieron casi todos hace unos diez años, los unos por el hambre y el homicidio, en las galeras que les transportaban a África, y los otros, por miseria y enfermedad en las costas del Languedoc y de la Provenza.

     -Pobre gente -dijo Bois-Doré-. Ha sido verdaderamente el acto más aborrecible del mundo.

     -�Es verdad, señor, que España ha expulsado a un millón de moriscos y que apenas un centenar ha llegado en Túnez?

     -No te sabría decir el número; pero sí te diré que fue una carnicería, y que jamás ha habido bestias de carga tratadas como esos desgraciados seres humanos. Ya sabes que nuestro Enrique había querido hacerles calvinistas, lo cual les hubiera salvado volviéndoles franceses.

     -Me acuerdo muy bien, señor, de que los católicos del Mediodía no querían oír hablar de ello y decían que los degollarían a todos antes de ir a misa con tales demonios. Los calvinistas no se mostraron más razonables; de suerte que, en espera de poder hacer algo con esos desdichados, nuestro buen rey Enrique les dejó tranquilamente en los Pirineos. Pero después de su muerte la reina regente ha querido librar a España de ellos, y por eso ha sido el arrojarles al mar, con o sin navío. Algunos, para evitar tan mala suerte, han aceptado el dejarse bautizar, y la mujer en cuestión es de los que tomaron este buen partido, aunque sospecho que su conversión no es muy sincera.

     -�Qué importa, Adamas? �Crees que el gran autor del cielo, de la tierra y de la vía láctea?...

     -�Qué decís, señor? -preguntó Adamas, poco aficionado a los nuevos conocimientos de su amo, que más bien le preocupaban un poco-. No me parece que vía láctea es una palabra francesa.

     -Te explicaré en otra ocasión -contestó bostezando el marqués, que se adormecía ante la lumbre que chisporroteaba en el hogar-. Acaba tu historia.

     -Pues bien, señor -prosiguió Adamas-; esta mora ha permanecido hasta el año pasado en los montes de los Pirineos, donde guardaba los rebaños de unos pobres granjeros; por esto ha seguido hablando su dialecto catalán, que comprenden bastante bien al otro lado de las montañas.

     -Esto me explica cómo con tu dialecto gascón, que no se diferencia mucho del montañés, has podido hablar español con esa mujer.

     -Como quiera el señor; tanto es así, que le he dicho muchas palabras españolas que ha comprendido muy bien. Además debo deciros que trae con ella un niño que no es su hijo, pero a quien quiere como una cabra quiere a su cabrito, y esta preciosa criatura, que tiene más inteligencia que pesa, habla el francés tan bien como vos y como yo. Y esta mora, señor, que en francés se llama Mercedes...

     -Mercedes es un nombre español -dijo el marqués subiendo a su vasto lecho con la ayuda de Adamas.

     -Quiero decir que es un nombre cristiano -prosiguió el servidor-. Mercedes, digo, se metió en la cabeza hace seis meses ir a ver a monsieur de Rosny, de quien le habían dicho que era el brazo derecho del difunto rey, y que, aun estando en desgracia, tenía mucho poder por su riqueza y su virtud. Se puso en camino hacia el Poitou, donde le dijeron que residía monsieur de Sully. �No os sorprende, señor, el que una mujer tan pobre e inculta se decida a atravesar la mitad de Francia a pie, sola, con un niño que no pasa de los diez años, para ir a ver a un personaje de tanta importancia?

     -Pero no me dices qué razón tenía esa mujer para hacerlo.

     -He aquí, señor, lo maravilloso de la historia. �Qué creéis que pueda ser?

     -�Por mucho que busque!... Dilo en seguida, que ya va siendo tarde.

     -Ya os lo diría si lo supiera; pero no lo sé, y por mucho que he hecho no he logrado que me lo diga.

     -Entonces, buenas noches.

     -Señor, esperad a que cubra la lumbre.

     Y mientras cubría la lumbre, Adamas prosiguió, elevando la voz:

     -Esta mujer es completamente misteriosa, señor marqués, y quisiera que la vierais.

     -�Ahora? -exclamó el marqués despertándose sobresaltado-. Tú bromeas; es hora de dormir.

     -Sin duda; �Pero mañana por la mañana?

     -�Pero está aquí?

     -�Claro, señor! Pedía un rincón para pasar la noche a cubierto; le di de cenar, porque ya sé que el señor no quiere que se niegue el pan a los desdichados, y después de hablar con ella le mandé que se acostase sobre la paja.

     -Habéis hecho mal, mi amigo; una mujer es siempre una mujer, y... �espero que no estará con otros mendigos? No quiero libertinaje en mi casa.

     -�Ni yo tampoco, señor! La he puesto sola, con su niño, en la bodega pequeña, donde os aseguro que están bien. �Esos desgraciados no tienen costumbre de estar tan cómodos! Sin embargo, esta Mercedes está tan limpia como es posible en semejante miseria, y hasta no es nada fea.

     -�Espero, Adamas, que no abusaréis de su pobreza?... �La hospitalidad es cosa sagrada!

     -El señor se burla de un pobre anciano. Bien está que el señor marqués tenga principios de virtud; en cuanto a mí, os aseguro que ya no me hacen mucha falta, porque el diablo ya no me tienta. Además, esa mujer parece ser muy honrada y no da un paso sin llevar al niño agarrado a sus faldas. Ha debido correr mayores peligros que el de gustarme a mí, porque viajó con unos gitanos que han cruzado hoy el país. Era una partida bastante numerosa, en parte compuesta por egipcios, en parte por gentes de distinta nacionalidad, según es costumbre. Dice que estos vagabundos no han sido malos para ella; lo cual demuestra que es verdad que los miserables se protegen entre sí. Los seguía porque ella no conoce los caminos y decían que iban a Poitou; pero esta tarde los ha dejado diciendo que ya no les necesitaba y que tenía que hacer en esta región. Y esto es, señor, lo que más me sorprende, porque no ha querido decirme sus razones para obrar de este modo. �Qué opina el señor?

     Bois-Doré no contestó; dormía profundamente, a pesar del ruido que hacía Adamas hablando, algo intencionadamente, para obligarle a escuchar su historia.

     Cuando el viejo servidor vio que el marqués se hallaba realmente encaminado hacia el país de los sueños, le arregló cuidadosamente las mantas, introdujo en la escarcela de marroquín, que colgaba a la cabecera de la cama, un hermoso par de pistolas de campaña; colocó a la derecha, sobre una mesa, la tizona desenvainada y el cuchillo de caza; el infolio de la Astrée, soberbia edición con grabados; una gran copa llena de hipocrás, un timbre con su martinete y un pañuelo de hilo fino de Holanda impregnado con perfume de almizcle. Luego encendió la lamparilla de noche, apagó las velas jaspeadas de varios colores, y dispuso, al pie de la cama, las zapatillas de terciopelo encarnado y la bata de sarga verde con brochados del mismo tono.

     Entonces, al momento de retirarse, el fiel Adamas contempló a su amo, a su amigo, a su semidiós.

     El marqués, limpio de todos sus coloretes, era un hermoso anciano, y la paz de su tranquila conciencia extendía sobre su faz dormida un algo respetable. Mientras que su peluca descansaba sobre la mesa, y sus vestidos, rellenos para disimular los huecos que la edad había cavado en sus hombros y sus piernas, yacían esparcidos sobre las butacas, su cuerpo, adelgazado en la mitad, dibujaba sus contornos angulosos bajo una colcha de raso blanco con escudos de armas bordados en canutillo de plata sobre las cuatro esquinas.

     El respaldo de la cama, subiendo en panel recto de diez pies de altura, así como el cielo de lambrequín, que se unía formando un dosel a este gran respaldo, eran también de raso blanco, pespunteado sobre el denso relleno de algodón y realzado por anchos dibujos de plata en relieve; el interior de las cortinas era igual; la parte externa era de damasco rosa.

     En este lecho lujoso y mullido, aquel viejo rostro, de rasgos acentuados y siempre marcial en su dulzura, con su bigote erizado de papelitos rizadores y su gorro de seda acolchado en forma de medio mortero, adornado con un valioso encaje levantado hacia arriba a modo de corona, ofrecía, bajo la luz de una lámpara azulada, la mezcla más singular de grotesco y de austeridad.

     �El señor duerme bien -pensó Adamas-; pero se ha olvidado de hacer sus oraciones, y yo tengo la culpa; las haré por él.�

     Se arrodilló y oró con mucha devoción; luego se retiró a su alcoba, a la que solamente un tabique separaba de la de su amo.

     El arsenal que Adamas había dispuesto alrededor de la cama del marqués no era más que un acto de costumbre o de lujo.

     Todo estaba tranquilo en torno del pequeño castillo; en el interior todo dormía profundamente.



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- XIII -

     El primero en despertarse fue Sciarra de Alvimar, que también había sido el primero en dormirse, rendido por el cansancio.

     No le gustaba quedarse en la cama, y como estaba acostumbrado a una gran penuria, hábilmente disimulada, no necesitaba de los cuidados de su ayuda de cámara. Esto parecía tanto más natural cuanto que el viejo español que le acompañaba no hubiese consentido fácilmente en cumplir otras obligaciones que las de escudero.

     Y, sin embargo, este hombre le era tan fiel como Adamas a Bois-Doré; pero había tanta diferencia en sus relaciones como en sus caracteres y en sus situaciones respectivas.

     Se hablaban poco, fuese porque no les agradase o porque se entendiesen a medias palabras. Además, el criado se consideraba, hasta cierto punto, como igual a su amo, puesto que sus familias eran tan antiguas la una como la otra, y tan puras -al menos tal era su pretensión- de mezcla en las razas mora o judía, tan terriblemente despreciadas y tan atrozmente perseguidas en España.

     Sancho de Córdoba -este era el nombre del viejo escudero- había visto nacer al joven Alvimar en el castillo de su pueblo, donde él, a fuerza de miseria, estaba reducido al oficio de porquero. El joven hidalgo, apenas más rico que él, le había tomado a su servicio el día que decidió marchar al extranjero en busca de fortuna.

     Decíase en aquel pueblo castellano que Sancho había amado a doña Isabel, la madre de Alvimar, y que ésta no se había mostrado muy esquiva. Explicaban de este modo el afecto de aquel hombre taciturno y sombrío por el joven altivo y frío, que le trataba, no precisamente como a un criado, sino como a un subalterno sin inteligencia.

     Sancho empleaba su vida, soñadora o embrutecida, en cuidar los caballos y en afilar y limpiar las armas de su amo. El resto del tiempo oraba, dormía o soñaba, evitando las familiaridades con los demás criados, que consideraba como inferiores, y no tratándose con nadie, porque desconfiaba de todo el mundo; comía poco, no bebía nunca y nunca miraba a la cara.

     Alvimar, pues, se vistió solo y salió, aunque apenas era de día, para darse cuenta de aquellos lugares.

     El castillo tenía vistas a un pequeño estanque, del que partía un ancho foso que daba la vuelta a los edificios; éstos consistían, según ya hemos dicho, en un conjunto de arquitectura de varias épocas:

     Primero. Un pabellón nuevo, blanco, esbelto, cubierto de pizarra -lo que constituía un gran lujo en un país en el que por aquel entonces se utilizaba a lo sumo la teja- y coronado por dos guardillas con tímpanos festoneados y adornados con bolas.

     Segundo. Otro pabellón, ya muy antiguo, pero bien restaurado, con techo de mairán y parecido en su forma a ciertos chalets suizos. Esta morada, donde estaban las cocinas, los comedores de la servidumbre y los cuartos destinados a los amigos, ofrecía la disposición salvaje de los antiguos tiempos de alarma. No tenía puerta exterior y se entraba solamente pasando por los demás edificios; sus ventanas daban al patio, y su fachada, que daba al campo, no tenía más aberturas que dos agujeros cuadrados, colocados en el frontispicio como dos ojillos desconfiados en una faz muda.

     Tercero. Una torre prismática, igualmente pentagonal, con una puerta ojival, delicadamente labrada, y un techo de pizarra; tenía sobrepuesta una torrecilla con una espadaña y una veleta esbelta. Esta torre contenía la única escalera del castillo y unía el edificio viejo con el nuevo.

     Otras construcciones bajas, dedicadas a la servidumbre del interior, estaban situadas al borde del foso y adosadas a los demás edificios.

     El patio, con un pozo en medio, estaba circunscrito por el castillo, el estanque, otro edificio de un solo piso -también adornado con guardillas con bolas de piedra y destinado a las caballerizas, al séquito y los carruajes de caza- y, en fin, por la torre de entrada, menos hermosa y menos grande que la de Motte Seuilly, pero sostenida por un muro de defensa lleno de troneras con halconetes, enfilados contra los alrededores del puente.

     Esta endeble fortificación era suficiente por el doble cerco de los fosos; el primero, que rodeaba el patio, era ancho, profundo y con agua corriente; el segundo, que rodeaba el corral, era pantanoso, pero guarnecido de buenas murallas.

     Entre los dos cercos, a la derecha del puente, se extendía el jardín, bastante amplio, cerrado por muros elevadas y fosos bien cuidados; a la izquierda se hallaba el paseo, la perrera, el vergel y la pradera, con el palomar señorial y la halconera, vasto dominio que se extendía hasta las casas del pueblo, casi todas propiedad del marqués.

     La aldea estaba fortificada, y en algunas partes la base maciza de sus murallitas databa, según decían, del tiempo de César.

     Al comparar la exigüidad del castillo con la extensión de la finca, con el rico mobiliario amontonado en las habitaciones y con las lujosas costumbres del señor, Alvimar se preguntó la causa de tal contraste, y, como no era dado a la benevolencia, sacó la conclusión de que acaso el marqués ocultaba su fortuna, no por avaricia, sino porque la fuente de dicha fortuna no debía de ser muy clara.

     No se equivocaba del todo.

     El marqués tenía, como muchos hidalgos de su tiempo, la semejanza de haberse enriquecido sin gran escrúpulo en los disturbios civiles, a expensas de las ricas abadías y por medio de impuestos de guerra, de derechos de conquista y del contrabando de la sal.

     El saqueo era, en aquella época, una especie de derecho de gentes; prueba de ello es la reclamación de monsieur de Arquian quejándose legalmente porque monsieur de La Châtre le había incendiado su castillo �contrariamente a todos los usos de guerra, pues no hubiera en este caso ni mentado siquiera el destrozo y saqueo de sus muebles�.

     En cuanto al contrabando de sal, a principios del siglo XVII hubiera sido difícil hallar un noble de nuestras provincias que considerase como una injuria el calificativo de hidalgo salinero.

     Por lo tanto, la opulencia, de la que monsieur de Bois-Doré hacía buen uso, por su generosidad y su caridad inagotable, no era ningún misterio en el reducido país de La Châtre; pero el marqués prescindía de una casa de grandes dimensiones y de un servicio demasiado espléndido, evitando así, razonablemente, llamar la atención del gobierno de la provincia.

     Bien sabía que los tiranuelos que se repartían los dineros de Francia no hubiesen carecido de pretextos, aparentemente legales, para hacerle restituir todo lo cogido.

     Alvimar recorrió los jardines, creación cómica de su huésped, para quien ciertamente constituía un orgullo mayor que el de sus más hermosos hechos de armas.

     Sobre una mediocre extensión de terreno había pretendido realizar los jardines de �Isaura�, tal como están descritos en la Astrée. �Aquel lugar encantado, con fuentes y parterres o con paseos y umbrías.� El inmenso bosque, que formaba en la novela un dédalo tan gracioso, estaba representado por un bosquecillo laberíntico, en el que no habían sido olvidadas ni la plantación de avellanos ni la fuente de la �verdad de amor�, ni la �caverna de Dumon y Fortuna�, ni el �antro de la vieja Mandraga�.

     Todas estas cosas le parecían a Alvimar excesivamente pueriles; pero, sin embargo, menos absurdas que lo que nos parecían hoy.

     La monomanía de monsieur de Bois-Doré era lo bastante corriente en su tiempo para no ser una excentricidad; Enrique IV y su corte habían devorado la Astrée, y en las pequeñas cortes alemanas, los príncipes y las princesas seguían tomando los nombres; relumbrantes que el marqués sólo imponía a sus gentes y a sus bichos. La boga apasionada de la novela de monsieur de Urfé ha durado dos siglos y ha conmovido y encantado hasta al mismo Juan Jacobo Rousseau; en fin, no debemos olvidar que en vísperas del terror, el hábil grabador Moreau ponía todavía en sus composiciones damas que se llamaban Chloris y señores que se llamaban Hylas o Cidamant. Pero en los grabados y en las romanzas estos nombres ilustres eran llevados por marqueses de fantasía, mientras que los nuevos pastores se llamaban ya Colín o Colás. Se había dado un pasito hacia lo real; no por esto valía más la égloga; de heroica se había tornado picaresca.

     Queriendo formarse una idea de los arrabales, Alvimar cruzó la aldea, que se componía de un centenar de casas y estaba situada en una hondonada. Hay muchas localidades así en nuestro país. Cuando no son bastante fuertes para encaramarse, fieras y amenazadoras, sobre las alturas escarpadas, parecen ocultarse a propósito en el hueco de los valles, como si tuvieran el designio de escapar a la vista de las partidas de merodeadores.

     Este lugar es uno de los más bonitos del bajo Berry. Los caminos de grava que a él conducen son transitables y limpios en cualquier época del año. Tienen una defensa natural, constituida por dos riachuelos encantadores y que acaso fueron antiguamente utilizados por las tropas de César.

     Uno de estos riachuelos proveía los fosos del castillo; el otro, situado más bajo que el pueblo, cruzaba los dos pequeños estanques.

     El Indre, que se desliza a tres pasos de allí, recibe estas aguas corrientes y las transporta a lo largo de un valle estrecho, cortado por caminos hundidos, sombreados y llenos de yermos incultos, de aspecto salvaje.

     En este reducido desierto, cercado por hermosos terrenos incultos, matorrales, hierbajos, retamas, brezos y castaños, no se encontrará grandeza, pero sí gracia.

     Sobre los ribazos del Indre, que se convierte en riachuelo a medida que se aproxima a su nacimiento, las flores silvestres crecen con una abundancia regocijante.

     El riachuelo apacible y claro ha destruído todos los terrenos que estorbaban su marcha y ha formado islotes de verdura, donde los árboles crecen con vigor -demasiado unidos para ser imponentes- y extienden sobre el agua una bóveda de follaje.

     Alrededor de la aldea, la tierra es fértil: nogales magníficos y una cantidad de altos árboles frutales forman un nido de verdura.

     La mayor parte de las tierras pertenecían a monsieur de Bois-Doré; arrendaba las buenas; las malas constituían su terreno de caza.

     Después de haber explorado esta pequeña región, que, por su aislamiento y la ausencia de comunicaciones, hacía esperar también la ausencia de malos encuentros, Alvimar volvió a la aldea y pensó que acaso le convendría hacer una visita al rector.

     Delante de él se le había escapado a monsieur de Beuvre decir a monsieur de Bois-Doré:

     -�Y vuestro nuevo párroco? �Sigue haciendo sermones al estilo de la Liga?

     Estas palabras habían despertado la atención del español.

     �Si este eclesiástico es un celoso de la buena causa -pensó-, su trato puede ser útil para mí, porque Beuvre es un hugonote y Bois-Doré, con su tolerancia, vale tanto como él. �Quién sabe si será posible vivir en buena armonía con tales gentes?�

     Empezó por visitar la iglesia, y se escandalizó ante su abandono y su desnudez, que probaban la incuria del antiguo párroco, la indiferencia del castellano y la tibieza de culto de los feligreses.

     Bois-Doré, cuya abjuración real o pretendida no había tenido resonancia, no pensó en celebrar su vuelta a la ortodoxia con donaciones a la iglesia del pueblo y liberalidades al capellán. Sus vasallos aborrecían a los hugonotes, y los festejos con que en 1610 habían saludado su conversión definitiva carecían de sinceridad; pero estas suspicacias fueron reemplazadas por un inmenso cariño cuando se encontraron con un señor bondadoso y bienhechor, en lugar del antiguo administrador, que les oprimía.

     Por lo tanto, había poca devoción en la aldea de Briantes, y como los campesinos se habían negado a pagar no sé qué diezma a no sé qué convento, el arzobispo les había enviado un hombre muy a propósito para hacer que aquellas malas gentes volvieran a los buenos principios y al mismo tiempo vigilar las opiniones del castellano.

     El piadoso Sciarra se arrodilló en la iglesia y murmuró algunas oraciones; pero no se sentía en disposición de rezar con fervor y no tardó en salir para ir a casa del rector.

     No tuvo necesidad de ir hasta su casa; le vio en la plaza hablando con Belinda y pudo examinarle a su placer.

     Era un hombre joven todavía, con una cara biliosa, dulzona y llena de disimulo. Probablemente las preocupaciones del mundo temporal eran tan vivas en él como en Alvimar, pues tan pronto como hubo percibido aquel grave y elegante forastero que salía de la iglesia no pensó más que en enterarse de quién era.

     Como no tenía más ocupación que la de informarse de todo lo concerniente al marqués, sabía ya perfectamente que un nuevo huésped había llegado la víspera al castillo. Pero �cómo un hombre tan piadoso, según lo indicaba la visita matinal de Alvimar a la iglesia, podía tratarse con un convertido tan dudoso como era Bois-Doré?

     Mientras intentaba informarse sobre este particular, interrogando al ama de gobierno del castillo, advirtió que no podía volver una sola vez la cabeza sin encontrar la mirada del forastero fija en él.

     Dio unos pasos con la Belinda, para ponerse fuera de su vista, porque no quería arriesgar un saludo sin saber de quién se trataba.

     Alvimar comprendió o adivinó la preocupación del sacerdote; pero quería esperarle y permaneció en el pequeño cementerio que rodeaba la iglesia; la inspección de su fisonomía le había hecho tomar la resolución de dirigirle la palabra y trabar conocimiento con él.

     Mientras esperaba, pensaba en su destino; era éste un problema que le obsesionaba constantemente y que la vista de las tumbas esparcidas parecía hacer más irritante todavía.

     Alvimar creía en la Iglesia, pero no creía en el verdadero Dios. Para él la Iglesia era la Constitución de disciplina y de terror por excelencia; el instrumento de tortura, del que un Dios implacable y feroz se servía para establecer su autoridad. Si hubiese reflexionado bien, se hubiera persuadido fácilmente de que el misericordioso Jesús estaba manchado por la herejía.

     La idea de la muerte le era odiosa. Temía el infierno y, por una consecuencia natural de las malas creencias, no podía conformar su vida a la rigidez de sus principios.

     No tenía fervor más que para la discusión; cuando estaba solo consigo mismo, encontraba su corazón seco y su espíritu turbado por la ambición del mundo. En vano se le reprochaba. La idea de la condenación por sí solo no puede ser provechosa, y los terrores no son remordimientos.

     -�Habrá que morir! -pensaba, mirando los salientes de césped que cubrían, semejando los surcos de un campo, las tumbas de aquellos sencillos aldeanos-. �Morir acaso sin fortuna y sin poderío, como estos miserables siervos que no han dejado siquiera un nombre que escribir sobre estas crucecillas de madera podrida! �Ni crédito ni fama en este mundo! Iras, decepciones, trabajos inútiles, inútiles esfuerzos.... �crímenes acaso!... Todo para llegar al umbral de la eternidad sin haber podido servir a la gloria de la Iglesia en esta vida y sin haber merecido el perdón en la otra.

     Al pensar en el destino, acabó por persuadirse de que la influencia del diablo había estropeado el suyo.

     Un instante pensó en confesarse con aquel cura, cuya mirada le había parecido tan inteligente; luego tuvo miedo de confiar los secretos que perturbaban su vida y su descanso.

     En medio de sus negras reflexiones, vio por fin llegar a monsieur Poulain, que se acercó, saludándole con deferencia.

     El conocimiento fue pronto hecho.

     Los dos hombres sintieron desde las primeras palabras que eran tan ambiciosos el uno como el otro.

     El rector llevó a Alvimar a su casa y le invitó a almorzar.

     -No podré ofreceros- le dijo- más que una comida muy pobre. Mi cocina no se parece a la del castillo. No tengo ni criados ni vasallos a mis órdenes para proveer mis festines. La frugalidad de mi mesa os permitirá conservar bastante apetito para hacer honor a la del marqués, cuya campana no sonará hasta dentro de tres horas.

     Había en este preámbulo un sentimiento de amargura envidiosa contra el castillo que no escapó al español. Se apresuró a aceptar el almuerzo del rector con la seguridad de enterarse de todo lo que debía esperar o temer de la hospitalidad del marqués.



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- XIV -

     Monsieur Poulain empezó hablando bien del castellano.

     Era un hombre excelente; tenía muy buenas intenciones; no podía negarse que daba mucho a los pobres; desgraciadamente, tenía poco discernimiento y distribuía sus limosnas al azar, sin consultar al intermediario natural entre el castillo y la cabaña, o sea el párroco. Era algo chiflado, inofensivo personalmente, pero peligroso por su posición, por su fortuna y por los ejemplos de sensualidad refinada, de ligereza y de indiferencia religiosa que daba a los que le rodeaban.

     Además, había en su casa un personaje bastante sospechoso: ese gaitero, que podía no ser tan mudo como fingía serlo; algún hereje o falso sabio que se ocupaba de astronomía, acaso de astrología.

     El viejo Adamas no valía mucho más; era un vil adulador y un hipócrita, y el paje, tan ridículamente ataviado como un gentilhombre, �él, que, como burgués, no tenía derecho a gastar raso, y que los domingos iba a misa con una especie de sobrevesta adamascada!

     Toda aquella chusma no valía nada. Apenas eran corteses con monsieur Poulain; no le manifeistaban ninguna consideración señalada; todavía no le habían invitado a comer de un modo particular e insistente. Se habían limitado a decirle una vez que tenía su cubierto puesto. Eso era portarse con muy pocos cumplidos, y era sorprendente por parte de un hombre que había vivido mucho tiempo en la corte. Bien es verdad que la corte del Bearnés no brillaba por su urbanidad, y allí se mimaba escandalosamente a gentes de poco más o menos; en fin, en el castillo la única persona que tenía buen sentido era Belinda.

     Alvimar comprendió que monsieur Poulain era hombre de juicio. Volvió a pensar que el gaitero, sobre todo, era sospechoso.

     Sin embargo, no se interesó mucho tiempo por tales menudencias.

     Tan pronto como se hubo cerciorado de que no debía demostrar confianza al marqués, ascendió en sus preocupaciones y quiso saber lo que debía pensar de los personajes de la provincia.

     Monsieur Poulain estaba al corriente de todos los secretos del Gobierno de Bourges. Entendía la política a la manera de Alvimar: apoderarse de la vida privada de cada persona para llegar a tener ascendiente sobre los asuntos generales.

     Este mal sacerdote comprendió que podía hablar; confesó que se encontraba muy a disgusto en aquella pequeña aldea, pero que tenía paciencia con la esperanza de que un día u otro monsieur de Bois-Doré o su vecino monsieur de Beuvre provocasen alguna persecución que él prefería sufrir a ejercer.

     -Comprendedme bien; más vale estar en el terreno de la defensiva que en la brecha de la agresión. En la brecha no se está nunca seguro; si estos calvinistas del bajo Berry llegasen a amenazarme hasta hacerme algún pequeño daño, yo metería bastante ruido y saldría de estas funciones ínfimas y de este país desierto. No vayáis a suponerme ambicioso; no tengo más ambición que la de servir a la Iglesia, y, para ser útil, hay que admitir la necesidad de estar en candelero.

     �Este curilla es más listo que yo -pensó Alvimar-; sabe esperar y colocarse convenientemente para disparar sobre el enemigo; yo he sido siempre agresivo, y es lo que me ha perdido. Pero nunca es tarde para aprovechar los buenos consejos; vendré a menudo a pedírselos a este hombre.�

     Efectivamente; aquel hombre, que parecía no ocuparse más que de comadreos de pueblo y que en el fondo no se preocupaba de ellos más que por el partido que les podía sacar, era más listo que Alvimar; tanto es así, que en una hora le adivinó �a él, tan desconfiado!, y se enteró, si no de los secretos de su vida, al menos de los de su carácter, de sus decepciones, sus desdichas, sus deseos y sus necesidades.

     Cuando le hubo sonsacado cuanto quiso, pareciendo ser él el que hacía confidencias, fue derecho al grano y le habló en la forma siguiente:

     -Tenéis más probabilidades que yo para triunfar, dado que la fortuna es la mayor condición para el poderío. Un sacerdote no puede hacer fortuna tan fácilmente como un seglar. Tiene que caminar lentamente, sin más fuerzas que las de su espíritu y su celo. No debe olvidar que la riqueza no es su finalidad, y no la puede desear más que como un medio. Pero vos estáis en disposición de hacer fortuna de la noche a la mañana. Basta con que os caséis.

     -No lo creo -dijo Alvimar-. Las mujeres de nuestra época corrompida hacen la fortuna de sus amantes con más gusto que la de sus maridos.

     -Lo he oído decir -contestó monsieur de Poulain-; pero conozco el remedio.

     -�Ah, sí? �Pues poseéis un gran secreto!

     -Muy sencillo y muy fácil. No hay que apuntar tan alto como puede que lo hayáis hecho. No es necesario casarse con una mujer del gran mundo. Hay que buscar una buena dote y una mujer sencilla en el fondo de una provincia. �Me comprendéis bien? Hay que gastar el dinero en la corte sin llevar allí a la mujer.

     -�Cómo! �Casarse con una burguesa?

     -Hay damiselas nobles que son más ricas que las burguesas y no menos modestas.

     -No conozco a ninguna.

     -La hay en este país, sin ir más lejos... �Y la viudita de la Motte Seuilly?

     -No tiene gran fortuna.

     -Juzgáis por las apariencias. Aquí no hay costumbres de lujo. Exceptuando a ese loco marqués, la nobleza sedentaria vive sin ostentación; pero hay dinero. El contrabando de sal y los saqueos de los conventos han enriquecido a los hidalgos. Cuando queráis, yo os probaré que con las rentas de madame de Beuvre llevaréis en París una vida de las más holgadas. Además, está emparentada con las primeras familias de Francia y no todas verían con gusto la alianza con un español.

     -�Pero no es calvinista como su padre?

     -�La convertiríais!... Al menos que su calvinismo os sirviese de pretexto fácil paxa dejarla vivir en su castillo.

     -�Veis muy lejos, señor rector! Pero si un día u otro declaráis la guerra a esa familia...

     -Con tal que no haga que la despojen de sus bienes, esta guerra puede, en ciertos casos, seros útil. Fijaos bien en que no os aconsejo que maltratéis o abandonéis a vuestra esposa, sino que tengáis la libertad de alejaros de ella por las necesidades de vuestra condición. Si su carácter se agriase o si se rebelase, se la podría dominar por su herejía. La libertad de conciencia concedida a estas gentes está sujeta a restricciones que ellos quebrantan a menudo. Por lo tanto, están siempre bajo nuestra dependencia, y la prueba es que esa viudita no encuentra con quien volverse a casar. Los jóvenes del país están hartos de la guerra de castillos y temen casarse con la guerra. En estos momentos me tendríais más rival que acaso monsieur de Ars, que es un moderado y un asiduo de la Motte. Pero ya se le sabría retener en Bourges con otros lazos. Es un mozo fácil de distraer. Además, con el tipo que tenéis, y tratándose de una viuda que debe de aburrirse en la soledad, tendríais que ser muy poco hábil para fracasar. Veo en vuestra sonrisa que no dudáis mucho del éxito.

     -Pues bien; confieso que no estáis equivocado -contestó Alvimar, que recordó de pronto la emoción que la damita no había logrado ocultarle y acerca de la que él se había podido equivocar fácilmente.- Creo que si yo quisiera...

     -Hay que querer... Pensad en ello... -respondió monsieur de Poulain, levantándose-. Si estáis decidido, escribiré confidencialmente a gentes que pueden mucho.

     Se refería a los jesuitas, que ya habían empezado a conmover la firmeza de monsieur de Beuvre, amenazándole con impedir que su hija se volviese a casar. Podían devolver al hidalgo su tranquilidad al precio de este enlace. Alvimar comprendió a medias palabras, y prometió al rector que lo pensaría seriamente y que le daría la contestación a los dos días, puesto que precisamente tenía que pasar el día siguiente en casa de monsieur de Beuvre.

     La campana del castillo anunciaba la comida; Alvimar se despidió del curilla, que le auguraba tan risueños destinos, y emprendió de nuevo el camino hacia el castillo.

     Se sentía más fuerte y más alegre que lo había estado desde hacía muchos días, porque se sentía en comunicación con un espíritu activo, capaz de ayudarle llegado el caso. El valor le volvía. Su fuga al Berry, su refugio inquietante en casa del enemigo de sus creencias y de sus opiniones, y la especie de aislamiento, que dos horas antes se presentaban a su pensamiento con un tinte sombrío, le sonreía ahora como una aventura feliz.

     �Sí, sí; este hombre tiene razón -pensaba-. Este casamiento me salvará. No tengo más que querer. Cuando haya enamorado a esta provincianita, podré confesarle mi desgracia en la corte. Será para ella una cuestión de honor el ofrecerme compensaciones. Además, si es menester dármelas de moderado durante unos días... �pues lo intentaré! �Vaya, valor! Mi horizonte se aclara y acaso brille el fin la estrella de mi fortuna.�

     Al hacer estas reflexiones levantó la cabeza y vio ante él, sobre el puente levadizo del patio, al niño de la marisca montando valientemente uno de los caballos de la carroza del marqués.

     Mercedes había pedido permiso a Adamas para pasar el día en el castillo, y el buen hombre se lo había concedido en nombre de su amo, a quien la quería presentar en cuanto éste estuviese visible.

     Al jugar en el patio, el niño le había hecho gracia al cochero, que había consentido en mantarle sobre Squilindre, mientras que él, montando Pimante -el otro caballo de la carroza-, tenía la brida y conducía los caballos al río para que tomasen su baño cotidiano.

     La figura de aquel niño llamó la atención de Alvimar; la víspera le había visto abalanzarse pordioseando entre las patas de su caballo y huir ante su látigo, y ahora el mismo niño, encaramado sobre el monumental corcel Squilindre, le miraba de arriba abajo con aire de triunfo benévolo.

     Era imposible ver una cara más interesante y más conmovedora que la del pequeño vagabundo; su belleza no era vistosa: era pálido, quemado por el sol y parecía endeblucho; acaso sus facciones no eran irreprochables; pero en la expresión de sus ojos, de un negro dulcemente aterciopelado, y en la sonrisa bondadosa y fina de su boca delicada, había algo irresistible para todo el que no tuviera el corazón cerrado al encanto divino de la infancia.

     Instintivamente Adamas había sentido su dulce poderío y hasta los criados más groseros del corral los sentían también. �Estas naturalezas rudas son a veces tan buenas! �No ha dicho de ellas madame de Sevigné que se encuentran �almas de campesinos completamente rectas que aman la virtud con la misma naturalidad con que los caballos galopan�?

     Pero Alvimar no amaba el candor, no amaba a los niños, y éste en particular le causó un desagrado que no logró explicarse.

     Tuvo una sensación de vértigo y de frío, como si en el momento en que volvía más sosegado y menos triste al castillo de Briantes, el rastrillo le hubiese caído sobre la cabeza.

     Desde hacía algunos años sufría vértigos repentinos, y solía atribuir a las personas que en aquellos momentos le llamaban la atención el fenómeno que le ocurría. Creía en influencias misteriosas, y para desviarlas se apresuraba, por si acaso, a renegar y a maldecir interiormente de los seres que le parecían revestidos de este poder oculto.

     -�Así te rompa la cabeza ese caballo! -murmuró, mientras que debajo de su capa levantaba los dedos de la mano izquierda para conjurar el mal de ojo.

     Al ver que la morisca venía hacia él por el patio, repitió el gesto cabalístico. La mujer se detuvo un momento y, como la víspera, le miró con una atención que le irritó.

     -�Qué me queréis? -le preguntó bruscamente, adelantándose hacia ella.

     La morisca no contestó; le saludó y corrió a reunirse con su hijo, preocupada por verle a caballo.

     El marqués venía con Lucilio Giovellino al encuentro de su huésped.

     -�Venid a comer! -le dijo. �Debéis de estar muerto de hambre! La Belinda se desespera porque, como no os ha visto salir esta mañana, no ha podido impedir que os marchéis en ayunas.

     Alvimar no creyó deber hablar de su visita y de su comida en casa del cura. Habló de la belleza agreste de los arrabales y del tiempo dulce y risueño de la mañana otoñal.

     -Sí -dijo Bois-Doré-; durará todavía unos días, porque el sol...

     Un grito estridente le interrumpió, y, corriendo con toda la velocidad que le fue posible, para enterarse de lo que ocurría, llegó al puente con Alvimar y Lucilio; uno le había precedido y el otro le seguía maquinalmente.

     Vieron entonces que la morisca, desde el borde del foso, extendía con angustia los brazos hacia el niño, que era arrastrado río adentro por el caballo que montaba; la mujer parecía dispuesta a arrojarse al agua desde el escarpado sitio en que se encontraba.



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- XV -

     He aquí lo que había ocurrido.

     El gitanito, radiante y orgulloso por montar un caballo tan grande, había persuadido graciosamente al cochero de que le dejase guiar. El buen Squilindre, sintiéndose entregado a aquellas manecitas y excitado además por los alegres taconazos que tamborileaban sobre sus flancos, se había aventurado demasiado hacia la derecha, había perdido el vado y había pasado nadando por debajo del puente. El cochero intentaba acudir en su auxilio; pero Pimante, más desconfiado que su compañero, se negaba a perder pie. El niño, asido a las crines, estaba encantado con la aventura.

     Sin embargo, los gritos de su madre le volvieron a la realidad, y gritó en un idioma que sólo Lucilio pudo comprender:

     -No tengas miedo, madre; estoy bien agarrado.

     Pero había entrado en la corriente del río que alimentaba el foso. El pesado y flemático Squilindre estaba ya cansado, y las ventanas de su nariz, abiertas y tirantes, denotaban su malestar y su inquietud.

     No se le ocurría volver atrás; iba derecho al estanque, donde la imposibilidad de franquear el dique podía agotar las fuerzas que le quedaban para nadar.

     Pero todavía el peligro no era inminente, y Lucilio se esforzaba en hacer comprender por gestos a la morisca que no debía arrojarse al agua. Ella no hacía caso, y ya descendía por el musgoso talud, cuando el marqués, al ver el peligro que corrían aquellos dos infelices, empezó a desabrocharse el abrigo.

     Se hubiera arrojado; se disponía a hacerlo sin consultar a nadie y sin que Alvimar comprendiese su designio, cuando Lucilio lo advirtió, y como a él nada le estorbaba, se arrojó al foso desde el puente y empezó a nadar vigorosamente hacia el niño.

     -�Ah, mi bueno y bravo Giovellino! -exclamó el marqués, olvidando en su emoción la traducción francesa, que desnaturalizaba el nombre de su amigo.

     Alvimar registró el nombre en los pequeños archivos de su memoria, que era muy fiel, y mientras que el marqués se acercaba al talud para calmar y contener a la morisca, él permaneció sobre el puente, contemplando con un interés singular el giro que tomaba la aventura.

     Este interés no era el que cualquiera persona de buen corazón hubiera sentido en semejante circunstancia, y, sin embargo, el español experimentaba una gran ansiedad.

     No deseaba que el mudo se ahogase, lo que no era probable; pero deseaba que el niño pereciese, lo que era muy posible. No pedía al cielo que abandonase a la pobre criatura, y tampoco razonaba su instinto; pero éste le dominaba, a pesar suyo, como un mal extraño e invencible. El niño le inspiraba un terror supersticioso que iba en aumento.

     �Si lo que siento es una revelación de mi destino -pensó-, en este momento se debate y se decide mi suerte. Si el niño muere, estoy salvado; si se salva, estoy perdido.�

     El niño fue salvado.

     Lucilio alcanzó al caballo, agarró al pequeño jinete por el cuello de su chamarreta y le dejó sobre el talud, entre los brazos de su madre, que había seguido, corriendo y gritando, las peripecias del drama.

     Después volvió tranquilamente en busca de Squilindre, que se obstinaba estúpidamente contra el dique del estanque; le obligó a retroceder y le entregó sano y salvo al cochero, que estaba apuradísimo.

     Todo el mundo había acudido al oír los gritos de la morisca y todos sintieron un verdadero enternecimiento viéndola besar, sollozando, las rodillas de Lucilio y hablarle efusivamente en árabe, sorprendida de que no la contestase nada, aunque parecía entender perfectamente el idioma.

     El marqués abrazó a Lucilio y le dijo en voz baja:

     -�Eh, mi pobre amigo! �A pesar de ser un hombre atormentado hasta los huesos por la mano del verdugo, sois todavía un vigoroso nadador! Dios, que sabe que no vivís más que para el bien, ha querido hacer milagros en vos. Ahora id a mudaros por completo; y vos, Adamas, haced que sequen y calienten a este pobre diablillo, que no parece estar más asustado que si saliese de su cama. Deseo que, después de mi almuerzo, me lo traigáis con su madre; por lo tanto, ponedlos lo más limpios que podáis. �Pero dónde está monsieur de Villarreal?

     El supuesto Villarreal había vuelto al castillo, y solo, en su cuarto, rogaba al Dios vengador, en que creía, para que no le castigase demasiado por la aspereza con que había deseado, sin causa, la muerte del gitanito.

     Llamamos así al niño para imitar a las personas que en aquel momento le rodeaban. Pero después del almuerzo, cuando monsieur de Bois-Doré se trasladó a su antigua sala de su castillo a la que Adamas daba el pomposo título de sala de audiencias, y a veces de sala de justicia, y cuando el viejo servidor le presentó la morisca y su hijo, la primera palabra del marqués, tras un silencio imponente, fue esta exclamación:

     -Cuanto más considero este chiquillo, más me convenzo de que no es ni egipcio, ni morisco, sino, antes bien, español de pura raza y acaso de sangre francesa.

     No era necesario ser adivino para hacer tal descubrimiento; sin embargo, fue escuchado con todo respeto por Adamas, que, en calidad de introductor, se hallaba presente a la conferencia. Alvimar y Lucilio habían sido invitados al acto por el marqués.

     -Mirad -prosiguió Bois-Doré ingenuamente satisfecho por su penetración, desabrochando la gruesa camisa blanca del niño-: su cara está tostada por el sol; pero no más que la de nuestros aldeanos en tiempo de siega; su cuello es blanco como la nieve, y jamás siervo ni villano tuvo las manos y los pies tan menudos como éstos. Vamos, diablillo, no avergonzaros, y ya que, según dicen, entendéis el francés, contestadnos: �Cómo os llamáis?

     -Mario -contestó el niño sin vacilar.

     -�Mario? �Eso es un nombre italiano!

     -Yo no sé.

     -�De qué país sois?

     -Creo que soy francés.

     -�Dónde habéis nacido?

     -No me acuerdo.

     -�No me extraña! -dijo el marqués riendo-. Pero preguntádselo a vuestra madre.

     Mario se volvió hacia la morisca y abrió la boca para hablarle.

     Una expresión de felicidad irradiaba de su rostro por sentirse acogido paternalmente por el hermoso caballero, que le tenía entre las rodillas, y de quien tocaba con la punta de sus deditos el precioso traje de raso y el lindo perrito emperifollado.

     Pero tan pronto como su mirada se cruzó con la de su madre, pareció comprender un aviso de gran importancia; se alejó dulcemente de monsieur de Bois-Doré, y acercándose a la morisca, bajó los ojos sin hablar.

     El marqués le dirigió otras preguntas, a las que no contestó tampoco; pero su mirada, tierna y dulce, parecía pedirle furtivamente perdón por su descortesía.

     -Amigo Adamas -dijo el marqués-; creo que has exagerado un poco tu historia al pretender que este mozalbete habla vulgarmente nuestro idioma. Es verdad que lo pronuncia bastante bien y que ha dicho varias palabras casi sin acento extranjero; pero creo que a eso se reduce su conocimiento del francés. Ya que tú sabes tan bien el español -yo confieso que sé muy poco-, hazle que se explique.

     -Es inútil, señor marqués -dijo Adamas sin desconcertarse-; os juro que este bribonzuelo habla el francés como un letrado. Pero está cohibido ante vos, sencillamente.

     -�Quia! -dijo el marqués-. Es un valiente que no teme a nada. Ha salido del agua tan risueño como había entrado, y ya ve que somos buenas gentes.

     Mario pareció haber comprendido, porque sus amables ojos aprobaban, mientras que la mirada inteligente y temerosa de la morisca se detenía sobre Alvimar como para decir que no, que aquél, al menos, no merecía el último calificativo del marqués.

     -Vaya, vaya -prosiguió el buen Silvain, cogiendo de nuevo a Mario entre sus piernas-; quiero que seamos buenos amigos. Quiero a los niños, y éste me gusta. �Verdad, maese Jovelin, que esta cara no está hecha para engañar, y que esta mirada de niño va derecha al corazón? Aquí hay un misterio, y le quiero conocer. Escucha, amigo Mario: si me contestas la verdad te daré... �Qué quieres que te dé?

     El niño, obedeciendo a la ingenua impetuosidad de sus pocos años, se precipitó hacia Fleurial, el lindo perrito blanco, que no abandonaba el regazo de su amo en cuanto éste se hallaba sentado.

     Mario parecía resuelto a todo por conseguirle; pero una segunda mirada de Mercedes le advirtió que debía contenerse, y volvió a dejar el perrito sobre las rodillas de su amo, con gran satisfacción del marqués, que temía haber ido demasiado lejos.

     El niño movió tristemente la cabeza e hizo señas de que no deseaba nada.

     Hasta entonces, Alvimar no había hablado; mientras hacía su oración, después de la escena del estanque, había, rápida pero seguramente, repasado en su memoria todas las circunstancias de su vida. No había encontrado en ellas nada que pudiese relacionarse, aun indirectamente, con una mujer y un niño en el caso en que éstos se encontraban.

     Por lo tanto, su emoción había sido sencillamente una alucinación; se arrepintió de no haberla sabido vencer en el acto y recuperó toda su serenidad.

     Durante la comida, el marqués no había dicho una palabra del relato de Adamas acerca del viaje misterioso de Mercedes. El mismo Bois-Doré no le había escuchado más que a medias, la víspera, al dormirse. Por eso, desde hacía unos minutos, Alvimar consideraba con una tranquilidad despreciativa aquellos dos mendigos, y le parecía haber encontrado por fin la causa vulgar de la repugnancia que sentía hacia ellos.

     Tomó la palabra:

     -Señor marqués -dijo-: si me permitís retirarme, me parece que mediante algún dinero haréis hablar a este bribonzuelo cuando gustéis. Puede que sea un cristiano robado por esta morisca, porque no me cabe duda acerca de la raza de la mujer. Sin embargo, si creéis que el color de la piel es una indicación segura, estáis en un error. Hay muchos de estos miserables que son tan blancos como nosotros, y si queréis tener una seguridad, haréis bien en levantar los cabellos que cubren la frente de este rapaz; acaso hallaréis la señal del hierro candente.

     -�Cómo! -dijo el marqués sonriendo-. �Tanto miedo tienen al agua del bautismo que borran su huella con fuego?

     -Esa marca es de la esclavitud -prosiguió Alvimar-. Se la inflige la ley española. Se les imprimen en la frente la marca de una S y la de una cabeza de clavo, lo cual significa en español, y en sentido figurado, esclavo.

     -Sí -dijo el marqués-, ya comprendo; es un jeroglífico. Pues lo encuentro muy feo, y si este pobre niño está señalado y es esclavo en vuestro país, yo le compro y le hago libre en el buen país de Francia.

     Mercedes no había comprendido nada de lo que decían en torno suyo. Veía con angustia que Alvimar se acercaba a Mario como para tocarle; pero el español no hubiese, por nada del mundo, mancillado sus guantes con el contacto de un morisco, y esperaba que el marqués levantase los cabellos del niño; Bois-Doré no lo hacía por un sentimiento delicado de conmiseración hacia la pobre madre, de quien creía comprender la humillación y la inquietud.

     Mario comprendía lo que decían; pero, dominado y como fascinado por la mirada de Mercedes, se encerraba en un silencio impasible.

     -Ya veis -dijo Alvimar al marqués- cómo baja la cabeza, ocultando su vergüenza. Vamos, estoy suficientemente enterado de lo que son, y os dejo en su honrada compañía. No hay peligro de que abran la boca ante un español, y, por lo visto, saben que lo soy. Entre esa raza abyecta y la nuestra existe un instinto de aversión que nos hace olfatearnos, como el ave salvaje olfatea al cazador. Ayer he encontrado a esta mujer en la carretera, y estoy seguro de que ha intentado alguna brujería sobre mi caballo porque esta mañana cojeaba. �Si yo fuese el dueño de esta casa, semejante peste no permanecería en ella ni un minuto más!

     -Sois mi huésped -contestó Bois-Doré cortésmente, pero con un acento de dignidad y de energía del que Alvimar no le hubiera creído capaz-, y como tal, tenéis derecho a no hallar en mi casa contradicción a vuestras ideas, sean o no sean las mías. Como no quiero que bajo mi techo seáis molestado en nada, si la presencia de estos infieles os desagrada, nos las arreglaremos para que no vuelvan a herir vuestra vista; pero no podéis exigir que eche brutalmente a un niño y a una mujer.

     -Ciertamente que no, señor -dijo Alvimar recobrando el dominio de sí mismo-; sería desconocer vuestras bondades, y os pido perdón por mi violencia. Vos sabéis el horror que existe en mi país contra los infieles, y yo sé que hubiera debido refrenarlo aquí.

     -�Qué queréis decir? -preguntó Bois-Doré algo impacientado-. �Es que nos tomáis por musulmanes?

     -�No lo quiera Dios, señor marqués! Me refería a la tolerancia francesa, en general, y como la urbanidad nos impone como ley el conformarnos a los usos del país que nos da la hospitalidad, os prometo que me dominaré y que veré sin repugnancia en vuestra casa a quien os plazca recibir.

     �Perfectamente! -contestó el buen marqués, dándole la mano-. �Queréis que dentro de un rato, cuando haya terminado aquí, os lleve a matar un par de liebres?

     -Es demasiada bondad -dijo Alvimar al salir pero no os molestéis por mí; hasta que llegue la hora de la comida iré, con vuestro permiso, a escribir algunas cartas.

     El marqués se levantó para saludarle; luego se volvió a sentar con una gracia indolente y dijo, dirigiéndose a Lucilio:

     -Nuestro huésped es un caballero bien educado, pero tiene el genio algo vivo, y, después de todo, su desgracia, consiste en ser demasiado español; estos seres sublimes desprecian todo lo que no es como ellos mismos; pero creo que se han perjudicado al martirizar y exterminar a los pobres moriscas. Un día u otro lo lamentarán. Los moriscos eran trabajadores y limpios en el país de la pereza y de la mugre. Antes de ser tan duramente provocados, eran dulces y humanos. Vaya, vaya; si tenemos ante nosotros un pobre despojo de esa raza que fue grande en otros tiempos, no le pisoteemos. �Tengamos piedad! �Dios para todos!

     Lucilio había escuchado al marqués con una atención religiosa y se puso a escribir mientras oía las últimas palabras.

     -�Qué hacéis? -le dijo Bois-Doré.

     Lucilio le enseñó el papel, que al marqués le pareció que era un verdadero jeroglífico.

     -Son -contestó el mudo con un lápiz- las excelentes palabras que acabáis de pronunciar traducidas al árabe. Ved si el niño sabe leer y si comprende este idioma.

     Mario miró el papel que le presentaran y corrió a leerlo a su madre; la morisca escuchó con gran emoción, besó lo escrito y fue a arrodillarse ante el marqués.

     Luego se volvió hacia Giovellino y le dijo en árabe:

     -Hombre de corazón y de virtud, di a este hombre de bien lo que te voy a decir. No he querido hablar mi idioma delante del español. No he querido que el niño dijese una palabra delante de él. El español nos odia, y donde nos encuentra nos daña. Sin embargo, el niño es cristiano no es esclavo. Puedes ver sobre mi frente la señal de la Inquisición; se ve todavía, aunque yo era muy pequeña cuando me quemaron.

     Al hablar así desató el pañuelo de harpillera abigarrada que sujetaba su larga cabellera negra, y enseñó su frente, que no presentaba ninguna marca.

     Pero se golpeó con la palma de la mano, y al momento, el horrible jeroglífico se dibujó en blanco sobre la piel enrojecida.

     Levantó la suave y abundante cabellera de Mario, y prosiguió:

     -Pero puedes mirar la frente del niño. Si la hubieran señalado como la mía, la huella no podría disimularse todavía. Es una frente bautizada por un cura de su religión; el niño está instruído en la fe y en el idioma de sus antepasados.

     Mientras que la morisca hablaba, Lucilio escribía, traduciendo, y el marqués leía.

     -Preguntadle su historia -dijo al mudo-; hacedle saber que nos interesamos por sus desgracias y que la tomamos bajo nuestra protección.

     Lucilio no necesitó escribir las palabras de Bois-Doré; Mario, que hablaba el árabe con la misma facilidad que el francés y el catalán, las traducía a su madre adoptiva con una facilidad notable.

     Transcribiremos la conversación de estas cuatro personas, como si las cuatro hubieran hablado el mismo idioma, y como si Lucilio, rápido en escribir, no se hallase en la imposibilidad de hablar ninguno.



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- XVI -

     La morisca habló así:

     -Mario, mi bien amado, di a este bondadoso señor que yo hablo poco el español, y menos todavía el francés; contaré mi historia a su escribiente y él la leerá:

     Soy hija de un pobre granjero de Cataluña, donde los pocos moriscos perdonados por la Inquisición vivían aún tranquilos, con la esperanza de que les dejarían ganar su vida trabajando, puesto que no habían tomado parte alguna en las guerras de los últimos tiempos, tan desdichadas para nuestros hermanos de las demás provincias de España.

     Mi padre se llamaba Yesid en árabe y Juan en español; yo, bautizada por aspersión como los demás, era la cristiana Mercedes, pero la morisca Ssobyha.

     Ahora tengo treinta años; tenía trece cuando nos avisaron secretamente que íbamos a ser, a nuestra vez, despojados y echados.

     Antes de mi nacimiento, el terrible rey Felipe II había ordenado �que en un plazo de tres años todos los moriscos tenían que saber la lengua castellana y no hablar, ni leer, ni escribir en árabe pública o seeretamente; que todos los contratos en árabe serían nulos; que todos nuestros libros serían quemados; que abandonaríamos nuestros trajes y llevaríamos los de los cristianos; que las moriscas saldrían sin velo, con la cara descubierta; que no tendríamos ni fiestas, ni danzas, ni cantos nacionales; que perderíamos nuestros apellidos y nuestros nombres para tomar nombres cristianos; que ya ni moriscos ni moriscas podrían bañarse nunca, y que nuestros baños serían destruídos en nuestras casas�.

     Y así nos insultaron hasta en el pudor de nuestras costumbres y en la salud de nuestros cuerpos. Mis padres se habían sometido. Cuando vieron que la sumisión no les servía para nada, y que en realidad los perseguían para apoderarse de su dinero, no se ocuparon más que en reunir y esconder todo lo que pudieron para huir cuando volviese a presentarse el peligro de la muerte.

     A fuerza de trabajos y de paciencia reunieron un pequeño tesoro. Decían que era para evitarme el tener que pordiosear como tantos otros que se habían dejado sorprender. Pero estaba escrito que yo pediría limosna como los demás.

     A pesar de las humillaciones con las que nos agobiaban, nos considerábamos bastante felices. Nuestros señores, los españoles, no nos querían; pero como veían que éramos los únicos en España que sabían y querían cultivar sus tierras, pedían al rey que nos perdonase.

     Tenía yo diez y siete años cuando el rey Felipe II dictó de pronto un nuevo decreto contra todos los moriscos catalanes. Nos expulsaba del reino con todos los bienes nobiliarios que pudiésemos llevar con nosotros. So pena de muerte, teníamos que abandonar en tres días nuestras casas e ir escoltados hasta el lugar del embarque. Todo cristiano que ocultase un moro, sería castigado con seis años de galeras.

     Estábamos arruinados. Sin embargo, mi padre y yo cogimos todo el oro que nos era posible llevar, y nos marchamos sin proferir una queja. Nos prometían conducirnos a África, país de nuestros antepasados.

     Entonces pedimos al Dios de nuestros padres que nos aceptase de nuevo como hijos fieles.

     Durante el viaje nos dejaron vestir nuestros antiguos trajes, que desde hacía un siglo se conservaban en las famillas, y cantar nuestras oraciones en nuestro idioma, que no habíamos olvidado, porque, a despecho de los edictos, lo hablábamos siempre entre nosotros.

     Nos amontonaron como bestias en las galeras del Estado; pero apenas nos habíamos embarcado, nos pidieron el precio de la travesía. La mayor parte no tenían nada. Se exigió que los ricos pagasen por los pobres.

     Mi padre, viendo que arrojaban al mar a los que no encontraban fianza, pagó sin sentimiento por todos los que estaban en nuestra embarcación; pero cuando vieron que no le quedaba nada, le arrojaron al mar como a los otros.

     La morisca se paró. No lloraba, pero tenía el pecho oprimido.

     -�Detestables granujas españoles! �Pobres moriscos! -murmuró el marqués.

     Luego, como advertido por una triste mirada de Lucilio, añadió:

     -Francia, �ay!, no se ha portado mejor, y la regente los ha tratado absolutamente igual.

     Mercedes prosiguió:

     -Al verme sola en el mundo, sin un céntimo y privada de todo lo que amaba, quise seguir a mi pobre padre; no me dejaron. Era bonita. El patrón de la galera me quería por esclava. Pero Dios desencadenó una tempestad y fue menester luchar contra ella. Varias embarcaciones naufragaron y miles de moriscos perecieron con sus verdugos.

     La galera que nos conducía fue lanzada por una tempestad contra las costas de Francia y se estrelló en un lugar cuyo nombre no he sabido nunca.

     Fui arrojada sobre la playa entre los muertos y los moribundos; estaba salvada. Me arrastré entre las rocas, y, no teniendo fuerzas para ir más lejos, me escondí cuidadosamente, y, empapada y rendida, dormí por primera vez desde hacía muchos días y muchas noches.

     Cuando me desperté, la tempestad había cesado. Hacía calor; estaba sola. El buque, destrozado, se hallaba sobre la costa; los muertos, sobre la playa. Tenía hambre, pero me quedaban bastantes fuerzas para andar.

     Me alejé lo más de prisa que pude del ribazo, donde temía encontrar españoles, y me encaminé por las montañas, mendigando el pan, el agua y el albergue. Me recibían muy mal; mi traje me hacía sospechosa a los aldeanos.

     Por fin encontré algunas mujeres de mi raza que estaban establecidas en un pueblo y que me dieron un vestido; me aconsejaron que ocultase mi religión y mi origen, porque los hombres del país no querían a los extranjeros y aborrecían especialmente a los moriscos. Por lo visto �ay! los aborrecen en todas partes, pues más tarde me han dicho que, en lugar de acoger como hermanos a los que habían logrado llegar a África, los bereberes los han degollado o reducido a una esclavitud peor que la de España.

     �Cómo podía yo seguir el consejo de ocultar mi origen? No sabía bastante bien el idioma catalán para ello. A lo primero me dieron alguna limosna; pero cuando pasaba un español decía a la gente del país:

     -Tenéis entre vosotros una morisca.

     Y me echaban de todas partes. Iba de valle en valle.

     Un día en que me hallaba en una carretera, que según he sabido más tarde era la de Pau, el cielo hizo que encontrara a una mujer todavía más desdichada que yo. Era la madre del niño que veis, y que he adoptado como hijo mío...

     -Seguid -dijo el marqués.

     Pero Mercedes volvió a detenerse; pareció reflexionar y dijo a Lucilio:

     -No puedo contar la historia de los padres del niño más que a vos solo..., que le habéis salvado la vida y me parecéis un ángel en la tierra. Si consienten en tenernos aquí unos días y veo que no hay para Mario peligro alguno, juro decirlo todo; pero temo al español, y he visto a este noble señor poner su mano en la de él después de haberle reprendido por su dureza hacia nosotros. Lo he sorprendido todo con mis ojos; los señores son los señores, y los pobres esclavos no deben esperar que ni aun los mejores se pongan de su parte en contra de sus iguales.

     -�No hay iguales que valgan! -exclamó el marqués cuando Lucilio le hubo traducido por escrito la contestación de Mercedes. Juro por mi fe de cristiano y mi honor de caballero proteger al débil contra todos.

     La morisca contestó que diría la verdad, aunque ocultando ciertos detalles inútiles.

     Luego prosiguió en la forma siguiente:

     -Me hallaba en la carretera de Pau; pero en medio de las montañas, en un lugar muy desierto. Mientras descansaba, ocultándome por miedo a las malas gentes que se encuentran en todas partes, vi pasar a un hombre que viajaba con su mujer.

     La mujer iba un poco delante; unos bandidos llegaron por detrás y mataron y robaron al viajero con tal rapidez, que su mujer no lo notó, y al retroceder le vio ya muerto a través del camino.

     Ante tal espectáculo, cayó moribunda; vi que estaba embarazada.

     No sabía cómo aliviarla y consolarla. Arrodillada junto a ella, oraba y lloraba, cuando apareció un hombre de barba gris, vestido de negro, que iba a caballo y se acercó a preguntarme por qué lloraba. Le mostré la mujer echada sobre el cuerpo de su marido. Le habló en varios idiomas, porque era un sabio; pero no tardó en darse cuenta de que ella no estaba en estado de contestar.

     La sacudida que acababa de sufrir precipitaba su alumbramiento.

     Pasaban unos pastores con sus rebaños; los llamó, y como vieron que aquel hombre era un sacerdote de su religión cristiana, le obedecieron y llevaron a la mujer a su casa, donde murió una hora más tarde, después de haber dado a luz a Mario y de haber entregado al cura el anillo de matrimonio que llevaba en el dedo, sin poder explicar nada, pero designando al niño y al cielo.

     El cura se detuvo en casa de los pastores para dar sepultura a los pobres muertos, y como creyó que yo era la esclava de la señora, me confió el niño y me dijo que le siguiera. Pero yo, al ver que era sabio y humano, no le quise engañar. Le conté mi historia y le dije cómo había presenciado por casualidad el asesinato del buhonero.

     -�Era un buhonero? -preguntó el marqués.

     -O un hidalgo disfrazado -contestó Mercedes-; porque su mujer llevaba debajo de su pobre capa vestidos de señora, y cuando a él le desnudaron para enterrarle, vieron que tenía una camisa fina y calzas de seda debajo de su traje grosero. Sus manos eran blancas, y también le encontraron un sello con armas.

     -�Enseñadme el sello! -exclamó Bois-Doré, hondamente conmovido.

     La morisca movió la cabeza y dijo:

     -No le tengo.

     -Esta mujer desconfía de nosotros -prosiguió el marqués, dirigiéndose a Lucilio-; sin embargo, esta historia me interesa más de lo que se figura. �Quién sabe si...? Vamos, mi buen amigo, intentad al menos hacerle decir la época precisa en que ocurrió la aventura que nos relata.

     Lucilio hizo seña al marqués de que interrogase al niño, quien contestó sin vacilar:

     -He nacido una hora después de la muerte de mi padre, una hora antes de la muerte del buen rey de Francia Enrique IV. Me lo ha dicho el señor cura Anjorrant, recomendándome que no lo olvidase nunca, y mi madre Mercedes no me prohíbe que os lo diga con la condición de que el español no se entere.

     -�Por qué? -preguntó Adamas.

     -No sé -contestó Mario.

     -Entonces ruega a tu madre que continúe su historia -dijo monsieur de Bois-Doré-, y tened la seguridad de que os guardaré el secreto, según os lo hemos prometido.

     La morisca prosiguió su relato en esta forma:

     -El buen cura pidió que le diesen una cabra para amamantar al niño, y nos llamó, diciéndome:

     �Más tarde hablaremos de religión. Sois desgraciados, y debo tener piedad de vosotros.�

     Vivía bastante lejos de allí, en plena montaña. Nos alojó en una cabañita, hecha con piedras de mármol y revestida con otras piedras grandes, negras y aplastadas; dentro no había más que hierba seca. Aquel santo no podía ofrecernos más que un albergue y la palabra de Dios. La casa donde vivía no era mejor que la casita donde nos encontrábamos.

     Pero a los ocho días de estar allí, el niño estaba aseado y cuidado, y la casa bien cerrada. Los pastores y los aldeanos no me rechazaban, porque su sacerdote les había enseñado la dulzura y la caridad. Yo les enseñé, para el cuidado de sus rebaños y para el cultivo de sus tierras, cosas que ignoraban y que saben todos los labradores moriscos. Me escucharon y, considerándome útil, ya no me dejaron carecer de nada.

     Hubiera sido muy dichosa junto a aquel hombre de paz, en aquel país de perdón, si hubiera podido olvidar a mi pobre padre, la casa donde habían nacido mis parientes y mis amigos, a los que ya no volvería a ver. Pero tomé tanto cariño al pobre huérfano, que poco a poco me consoló de todo.

     El cura le educó y le enseñó el francés y el español, mientras que yo le enseñaba mi idioma para tener a alguien en el mundo con quien hablarlo. Y, sin embargo, no creáis que al enseñarle oraciones árabes le haya desviado de la religión que le enseñaba el sacerdote.

     No creáis que rechazo vuestro Dios. �No! �No! Cuando vi que aquel hombre tan sincero, tan misericordioso, tan sabio y tan casto, me hablaba bien de su profeta Issa y de los hermosos preceptos del Engil, que no mandan hacer lo que el Corán nos prohíbe, pensé que la religión más hermosa debía de ser la que practicaba; y como a pesar de la aspersión de los curas españoles no había recibido el bautizo -me había protegido con las manos para que ni una gota de agua cristiana cayese sobre mi cabeza-, consentí en ser bautizada de nuevo por aquel hombre virtuoso y juré a Alá que no negaría jamás el culto de Issa y de Paracleto.

     Esta ingenua declaración causó vivo placer al marqués, quien, a pesar de sus nuevas nociones de Filosofía, era tan poco partidario, como Adamas, de la idolatría pagana atribuida a los moriscos de España.

     -Entonces -dijo acariciando la morena cabeza de Mario- no tenemos que habérnoslas con demonios, sino con seres de nuestra especie. �Numes celestes! Me alegro mucho, porque esta pobre mujer me interesa y este huérfano me conmueve el corazón. �De modo, mi bello amiguito, que has sido educado por un cura de los Pirineos, sabio y bueno? �Y tú también eres un pequeño sabio! No podré hablarte en árabe; pero si tu madre te quiere dejar conmigo, juro hacer que te eduquen como a un noble.

     Mario no sabía lo que era la nobleza.

     Indudablemente tenía una cultura prodigiosa en relación con su edad y con la época y el ambiente en que había sido educado; mas, para todo lo que no era religión, moral e idiomas, era un verdadero salvaje y no tenía la menor idea de la sociedad en la que el marqués le invitaba a entrar.

     No vio en la oferta más que cintas, bombones, perritos y lindas habitaciones llenas de aquellos bibelots que a él le parecían juguetes. Sus ojos brillaron de codicia ingenua, y Bois-Doré, que era, en su género, tan ingenuo como él, exclamó:

     -�Vive Dios! Maese Jovelin, este niño es de buena estirpe. �Habéis visto cómo le han brillado los ojos al oír la palabra noble? Vamos, Mario, pide a Mercedes que te deje con nosotros.

     -�Los dos! -exclamó el niño.

     -Los dos -contestó Bois-Doré-; ya sé que el separaros sería una crueldad.

     Mario, loco de alegría, se apresuró a decir a la morisca en árabe, cubriéndola de caricias:

     -�Madre! �Ya no andaremos por los caminos! Este buen señor nos tendrá aquí, en su hermosa casa.

     Mercedes dio las gracias suspirando:

     -El niño no es mío -dijo-; es de Dios, que me lo ha confiado; tengo que buscar y encontrar a su familia. Si no existen ya o no le quieren, volveré aquí y os diré de rodillas: �Guardadle y echadme a mí, si queréis. Yo prefiero llorar sola a la puerta de la casa donde él sea feliz, que verle pordiosear otra vez por los caminos.�

     -Esta mujer tiene un alma grande -dijo el marqués-. Pues bien: la ayudaremos con nuestro dinero y nuestra influencia a encontrar lo que busca. �Pero por qué no nos dice lo que sabe? Acaso conociendo el nombre de la familia del niño la podríamos ayudar en seguida.

     -Ese nombre no lo sé -contestó la morisca.

     -Entonces, �por qué abandonasteis vuestras montañas?

     -Diles lo que quieren saber -dijo Mercedes a Mario en árabe-; pero no les digas nada de lo que todavía deben ignorar.



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- XVII -

     Mario tomó la palabra, encantado de tener que hablar; pero sin descaro ni remilgos, con todo el candor de su gracia natural y su noble mirada.

     -Éramos muy felices allí -dijo-; había grutas, cascadas, montañas muy altas y grandes árboles; todo era mucho mayor que aquí, y el agua hacía más ruido. Mi madre guardaba unas vacas muy buenas y teñía e hilaba la lana para hacer tela. �Mirad mi gorro blanco y su capa encarnada! Yo también trabajaba: hacía cestas. �Oh! Sé hacerlas muy bien. Si vuelvo a vuestro castillo para ser noble, ya lo veréis. Haré todas las cestas de la casa.

     Todos los días, durante dos horas, aprendía a hablar y escribir el francés y el español con el señor cura Anjorrant. No me reñía nunca; estaba siempre contento conmigo. �Era un hombre tan bueno! Me quería tanto, que a veces mi madre tenía celos y me decía:

     -Apuesto que quieres más al señor cura que a mí.

     Pero yo le contestaba:

     -�Oh, no! Os quiero lo mismo a uno y a otro. Os quiero todo lo que puedo. Os quiero tanto como desde aquí hasta el pico de la montaña. �Más todavía! �Como desde aquí al cielo!

     Pero al cumplir yo diez años todo cambió para nosotros. De pronto, monsieur Anjorrant se puso muy enfermo por haber caminado mucho por la nieve para salvar unos niños que se habían perdido, y que él encontró; porque en nuestro pueblo hay nieve en invierno, y a veces tan alta como vuestra casa. Y, de pronto, monsieur Anjorrant se murió.

     Mi madre y yo lloramos tanto, que no sé cómo nos quedan ojos para ver.

     Entonces mi madre me dijo:

     -Hay que cumplir la voluntad de nuestro profeta, de nuestro amigo. Nos ha dejado los papeles y las alhajas que pueden servirnos para que tu familia te reconozca. Ha escrito por ti muchas veces al ministro de Francia; no se ha recibido nunca contestación; acaso se han perdido las cartas. Iremos a ver al rey o a alguien que pueda hablarle por nosotros, y si, tienes abuelos, o tías, o primos, impedirán que sigas siendo un vasallo, porque has nacido libre y la libertad es lo mejor en este mundo.

     Nos marchamos con muy poco dinero. El buen monsieur Anjorrant no había dejado nada a nadie. Tan pronto como tenía una moneda la daba a los que la necesitaban. Hemos andado, andado mucho. �Francia es tan grande! Llevamos tres meses así. Mi madre, al ver el camino tan largo, temía no llegar nunca, y pedíamos de puerta en puerta que nos diesen albergue y pan. Nos daban siempre, porque mi madre tiene un aire muy dulce y a mí me encontraban gracioso. Pero no conocíamos los caminos y dábamos muchas vueltas, que nos retrasaban en vez de hacernos adelantar.

     Entonces fue cuando nos encontramos con unas gentes muy extrañas, que se llamaban egipcios, y que nos dijeron que, si sabíamos hacer algo, nos fuésemos con ellos al Poitou. Mi madre sabe muy bien cantar en árabe, y yo sé tocar algo el tímpano y la guitarra de los Pirineos. Los tocaré cuando queráis. A aquella gente le pareció que sabíamos bastantes cosas. No eran malos con nosotros, y había entre ellos una niña morisca, llamada Pilar, a quien yo quería mucho, y un muchacho mayor, llamado La Flecha, que era francés, y que me hacía reír con sus muecas y sus cuentos. Pero casi todos eran ladrones, y mi madre sufría al verlos tan tragones y tan holgazanes.

     Y por esto, me decía todos los días:

     Debemos separarnos de estas gentes porque no son buenas.

     Y ayer los dejamos porque...

     -�Porqué? -dijo el marqués.

     -Acaso os lo diga mi madre Mercedes más tarde, después de pedir a Dios que le dé a conocer la verdad. Así me lo ha dicho, y yo no sé más.

     -Decididamente -dijo el marqués levantándose estas personas me interesan mucho y quiero que se les trate y cuide bien en mi casa hasta que les plazca; decirme en qué forma les puedo ayudar. �Pero no me habías dicho, mi fiel Adamas, que esta Mercedes tiene una carta para monsieur de Seuilly?

     -�Sí ,sí! -exclamó Mario-. Es el nombre que hay escrito en la carta de monsieur Anjorrant.

     -Pues es muy sencillo. Le conozco mucho, y me encargo de que lleguéis hasta él sin cansancio ni miseria. Por lo tanto, descansad aquí y pedid cuanto queráis. Mira, Adamas, la madre y el niño están muy limpios y sus trajes montañeses no son feos del todo. �Pero llevan encima todo lo que poseen?

     -Sí, señor; salvo los trajes peores que llevaban ayer y esta mañana, cada uno tiene dos camisas y la demás ropa en proporción. Pero esta mujer emplea todo el tiempo que le queda libre en lavar, zurcir y peinar al niño. Ved qué bien cuidada está su cabellera. Sabe muchos secretos árabes para la limpieza. Sabe hacer unos polvos de alheña y unos elixires que quiero que me enseñe a fabricar.

     -Es una buena idea; pero ocupaos en darle ropas y telas para que está mejor provista. Ya que es mañosa, sabrá sacar buen partido. Me voy a dar un paseo. Luego, si no la disgusta, cantará alguna canción de su país con la guitarra del niño; me alegraría oír esa música extranjera. �Adiós, maese Mario! Como habéis hablado muy bien, quiero daros luego una cosa; tened la seguridad de que no lo olvidaré.

     El gentil Mario besó la mano del marqués y echó una mirada muy expresiva al perrito Fleurial, que hubiera preferido a todas las riquezas de la casa.

     Bien es verdad que Fleurial era una maravilla; era el preferido entre los tres perritos mimados del marqués, y no se separaba nunca de su amo dentro de la casa. Era blanco como la nieve, enmarañado como un manguito y al contrario de lo que suelen ser los perritos mimados, era dulce como un cordero.

     El marqués dio su paseo habitual; habló bondadosamente a los vasallos que encontró y pidió noticias de los que estaban enfermos para enviarles los alivios necesarios; luego volvió a casa y mandó llamar a Adamas.

     -�Qué regalaré al lindo Mario? -le preguntó-. Sería necesario encontrar un juguete propio de su edad, y aquí no hay ninguno. �Ay, amigo mío! Somos tres solterones que nos vamos haciendo viejos: maese Jovelin, yo y tú.

     -Ya he pensado en ello, señor -dijo Adamas.

     -�En qué, mi viejo servidor? �En el matrimonio?

     -No, señor; puesto que a vos no os agrada, tampoco a mí. Pero he encontrado un juguete para el niño.

     -Ve a buscarle en seguida.

     -Aquí está, señor -dijo Adamas, cogiendo un objeto que había dejado en el alféizar de la ventana-. Como he advertido que el niño tenía muchas ganas de que se le regalase Fleurial, lo que no es posible, me he acordado de haber visto en las guardillas varios juguetes olvidados desde hace mucho tiempo, y entre otros, este perro de estopa, que no está muy carcomido por la polilla y que se parece a Fleurial, salvo en que es de piel de cordero negro y que no le queda mucho rabo.

     -�Y salvo mil otras diferencias que hacen que no se le parezca en nada! �Pero de dónde viene ese juguete, Adamas?

     -De la guardilla, señor.

     -Muy bien; pero... �dices que hay otros?

     -Sí, señor; un caballito que no tiene más que tres patas, un tambor roto, unas armas, un resto de castillo con almenas...

     Adamas se calló de pronto al ver que el marqués estaba profundamente absorto ante el perro de estopa, mientras que una gruesa lágrima trazaba un surco en el colorete de su mejilla.

     -�He hecho alguna tontería! -exclamó el viejo criado-. �Por Dios! Mi buen amo, �por qué lloráis?

     -No sé... un desfallecimiento -dijo el marqués, limpiándose con su pañuelo perfumado, en el que quedó buena parte de las rosas de su cutis-; he creído reconocer este juguete y, de no equivocarme, es una reliquia que no debe regalarse, Adamas... �Viene de mi pobre hermano!

     -�De veras, señor? �Ah, qué tonto soy! Debí pensarlo. Lo que creí es que era un juguete vuestro de cuando erais niño.

     -No; cuando yo era niño no habla juguetes. Era aquella una época de guerra y de tristeza en el país; mi padre era un hombre terrible, y, como distracción, me enseñaba argollas, cadenas, aldeanos sobre el potro y prisioneros ahorcados en los olmos del parque... Más tarde, mucho más tarde, se casó en segundas nupcias y tuvo un segundo hijo.

     -Ya lo sé, señor; el joven Florimond, que tanto amabais; �la flor de los hidalgos, ciertamente! �Desaparecido de tan extraña manera!

     -No sabría decir cuánto le amaba, Adamas. No tanto por nuestras relaciones de cuando él era hombre, puesto que entonces seguíamos partidos diferentes y no nos veíamos más que el espacio de tiempo necesario para abrazarnos y decirnos que éramos amigos y hermanos, a pesar de todo, sino por las monadas de su infancia. Según ya te he contado, tuve ocasión de custodiar y cuidar al niño durante una ausencia de mi padre, que duró aproximadamente un año. La segunda mujer de mi padre había muerto, y el país estaba muy intranquilo. Sabía que los calvinistas odiaban a mi padre, y juzgué que era mi deber venir a proteger al pobre niño, al que aun no conocía, y que empezó a quererme, como si se hubiera dado cuenta de la injusticia de nuestro padre para conmigo. Era dulce y hermoso como este pequeño Mario. No tenía en torno suyo ni parientes ni amigos. En aquel tiempo, la peste azotaba el país, y las que no morían por la enfermedad, morían por el miedo. Él hubiera muerto también por falta de cuidados y de alegría si yo no le hubiese tomado tal cariño, que me pasaba días enteros jugando con él. Yo fui quien le trajo estos juguetes, y ahora que lo pienso, tengo motivos para recordarlo, porque estuvieron a punto de costarme caro.

     -Contadme eso, señor; os distraerá.

     -Te lo contaré, Adamas. Era en 1500... �no importa la fecha!

     -Claro, claro, señor; la fecha no importa.

     -Mi querido hermanito Florimond se aburría en casa, y yo no me atrevía a dejarle salir por no exponerle a las balas de todos los partidos que mataban a todo el mundo y no conocían amistades. Se me ocurrió una diversión que había codiciado en mi infancia.

     Había visto en el castillo de Sarzay muchos bichos de estopa y otras fruslerías, que servían de juguete a los niños Barbanzones. Los señores que poseían el castillo de Sarzay, de padres a hijos desde hacía muchos años, eran de lo más fanáticos contra los pobres calvinistas, y en aquella época se hallaban en Issoudun haciendo ahorcar y quemar a cuantos podían. En ausencia de los dueños, el castillo de Sarzay no estaba bien guardado. Los habitantes de los alrededores se habían entregado en cuerpo y alma a los católicos y a monsieur de La Châtre; de mí no desconfiaban porque estaba completamente solo y era demasiado pobre para intentar nada.

     Ideé penetrar en el castillo con algún pretexto y apoderarme de los juguetes, a no ser que algún criado quisiese vendármelos, porque era inútil buscar otros en parte alguna. Era una mercancía de lujo que no se vendía en los pueblos.

     Me presenté audazmente, como enviado de mi padre y pedí la entrada al castillo como para hablar con el aya de los jóvenes, que por aquel entonces ya montaban a caballo, como yo, y recorrían el país. Entro, me explico, y el aya me recibe mal.

     Sabía que yo había guerreado ya con los calvinistas y que mi padre no me quería; pero el dinero la amansó: subió a una habitación del piso alto y me trajo lo que los niños, ya muy mozos, habían dejado menos destrozado.

     Me marché con un caballo, un perro, una fortaleza, seis cañones, una carretera y muchos cacharritos de hierro; todo ello iba en una casta cubierta con una tela, que yo até detrás de mí, sobre el caballo. Me llegaba hasta los hombros, y al salir del patio de Sarzay oí a los criados que se reían desde las ventanas y se decían unos a otros: �Es un simple, y si no tenemos que habérnoslas con más protestantes que éste, no nos costará trabajo la victoria.�

     Algunos tenían buenas ganas de disparar sobre mí sus arcabuces; pero no tuve que lamentar más que el susto.

     Piqué espuelas a mi caballo, llevando tras de mí el cesto, que sonaba tanto como el cajón de un calderero del Limousin.

     Sin embargo, todo marchaba bien, y yo volvía tranquilamente por el atajo para no pasar con tal bagaje por la ciudad de La Châtre; pero tuve que pasar la Couarde por el puente del camino de Aigurande, y entonces me encontró frente a una patrulla de diez o doce soldados alemanes, que se dirigían hacia la ciudad.

     Eran merodeadores; pero iba con ellos uno de los peores partidarios de la época, un bribón, cuyo padre o tío tenía el mando de la fortaleza de Bourges, y se hacía llamar el capitán Macabro.

     Aquel joven, que tenía poco más o menos mi edad, pero era ya viejo en malicias, servía de guía, a modo de aprendizaje, a todos los bandidos que le admitían en su compañía. Yo me había encontrado otras veces frente a él, y él sabía bien que, puesto que yo me había batido por los calvinistas, no debía ser tratado como enemigo por los alemanes. Pero al ver mi cargamento pensó que debía de ser una buena presa, y, dándoselas de capitán, me mandó que pusiese pie en tierra y que entregase mi caballo y mi bagaje a sus gentes, que por aquel entonces se daban el nombre de caballeros del duque de Alençon.

     Como no sabían una palabra de francés y el Macabro les servía de trujamán, hubiera sido inútil que yo intentase parlamentar. Como sabía con quién me las tenía que ver, y que después de haberme sometido y haberme dejado desmontar sería golpeado y acaso tiroteado a modo de pasatiempo, según la costumbre de los merodeadores, arriesgué el todo por el todo.

     El Macabro había echado ya pie a tierra para desmontarse; entonces le di un puntapié en el estómago y le tumbé patas arriba, blasfemando como cuarenta demonios.

     -�Y bien hicisteis, señor! -exclamó Adamas entusiasmado.

     -Los otros -prosiguió Bois-Doré- estaban tan lejos de suponer que un mocoso como era yo hiciese semejante hazaña en medio de ellos, hombres duchos y armados hasta los dientes, que se echaron a reír; lo que yo aproveché para huir. Pero en cuanto pasó su sorpresa me lanzaron una granizada de balas alemanas, que se llamaban entonces peladillas de Monsieur, porque aquellos alemanes servían a las órdenes de Monsieur, el hermano del rey, contra las tropas de la reina madre.

     Quiso la suerte que no me alcanzase ninguna bala y, gracias a mi buena yegua Brandina, que me llevó al galope por los caminos hondos y tortuosos de la Couarde, regresé sano y salvo a casa. Al verme sacar de la cesta los juguetes, mi hermanito tuvo una gran alegría.

     Monín -le dije al darle la fortaleza-, bien me ha servido el estar tan admirablemente fortificado, porque sin estas buenas murallas que llevaba a la espalda creo que no me hubieses visto volver. Lo cierto es, buen Adamas, que si descosiésemos ese perro yo creo que encontraríamos algún plomo en sus tripas, y si la fortaleza no sirvió para protegerme al menos los animales debieron servir para proteger la fortaleza.

     -Entonces, señor, quiero guardar cuidadosamente todos estos juguetes y hacer con ellos un trofeo de honor en alguna sala del castillo.

     -No, Adamas; se burlarían de nosotros. Y ya que hacía aquí viene ese hermoso niño, hay que regalarle el perro de estopa y los demás juguetes, porque lo que viene de un ángel debe destinarse a otro ángel, y yo veo en los ojos de este Mario la inocencia y la simpatía que había en los ojos de mi hermano... Sí; es cierto -prosiguió el marqués al ver entrar a Mario y Mercedes conducidos por el paje Clindor-; si Florimond hubiera tenido un hijo, hubiera sido igual a este niño, y si quieres que te diga por qué me ha gustado a primera vista es porque su aire, su dulce voz y sus maneras acariciadoras, más aún que sus facciones, me recuerdan a mi hermano tal como era a la edad de este huérfano.

     -Vuestro señor hermano no se casó nunca -dijo Adamas, que era todavía más novelero que su amo-; pero puede haber tenido bastardos y quién sabe si...

     -No, no, amigo mío; �no soñemos! He tenido yo otro sueño mientras que la morisca nos contaba la historia del hidalgo asesinado. �Pues no he llegado a imaginar que pudiese haber sido mi pobre hermano?

     -Lo cierto es, señor, que no veo la imposibilidad de que lo fuera, puesto que nadie sabe cómo ha muerto.

     -No lo era -contestó el marqués-, y la prueba es que el padre de Mario fue asesinado cuatro días antes de la muerte de nuestro buen rey Enrique, mientras que yo tuve una última carta de mi hermano fechada en Génova el día décimosexto de junio, es decir, poco más o menos un mes más tarde. Por lo tanto, no se puede establecer ninguna relación.



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- XVIII -

     Mientras que el marqués y Adamas cambiaban estas reflexiones, la morisca se había preparado para cantar y Lucilio había acudido a oírla.

     Las canciones gustaron tanto al marqués, que rogó a Lucilio que anotase los aires; Lucilio las apreció más todavía diciendo que eran �cosas raras y antiguas de una perfecta belleza�.

     Estimulada por las alabanzas, Mercedes cantaba cada vez mejor y Mario la acompañaba muy bien.

     Estaba tan lindo con su gran guitarra, su aire modoso, su boca entreabierta y sus hermosos cabellos ondulados sobre los hombros, que no se hartaba uno de mirarle. Su traje, compuesto por una ruda camisa blanca, cortas bragas de lana obscura, una cintura roja y calzas grises con bridas de lana encarnada enrolladas alrededor de la pierna, favorecía la gracia de su cuerpo y la elegancia de sus formas delicadas.

     El regalo de aquellos juguetes que habían traído de la guardilla le deslumbró, y el marqués vio con gusto que, después de admirar aquellas maravillas, las ordenó en un rincón con una especie de respeto.

     El caso es que todo aquello no le entusiasmaba y, cuando la sorpresa se hubo disipado, tornó a pensar en Fleurial, que estaba vivo y que era juguetón y hubiera podido seguirle en su vida errante, mientras que la posesión de los caballos y ciudadelas era tan sólo el sueño de un instante en su existencia de miseria y de tránsito.

     El resto del día pasó sin otro disgusto para Alvimar.

     Volvió a ver a monsieur Poulain y le dijo que estaba resuelto a entablar el sitio de la gentil Lauriana.

     Durante la cena puso todo su cuidado en no enemistarse con el marqués, para que éste no le malquistara con la viudita, y consiguió hasta aparecer amable. No volvió a encontrar en la casa ni a la morisca ni al niño, ni oyó hablar de ellos y se recogió temprano para soñar con sus proyectos.

     Toda la servidumbre del marqués se alegró de que Mario permaneciese algunos días en el castillo, según dijo Adamas. Éste le hizo comer con su madre en la segunda mesa, en la que comía él también, en calidad de ayuda de cámara, con el ama de gobierno Belinda, el paje Clindor y maese Jovelin, a quien Bois-Doré hacía con toda intención pasar por un subalterno.

     El cochero y los demás criados comían a otras horas y en otro lado; era la tercer mesa.

     Había una cuarta mesa para las gentes del cortijo, los transeuntes, los viajeros pobres y los frailes alforjeros; de suerte que, desde el alba hasta la noche cerrada, o sea las ocho o las nueve, se comía en el castillo de Briantes y había incesantemente alguna chimenea que humeaba con olor a guisado, atrayendo de lejos bandadas de golfillos y de mendigos. Estos recibían siempre en la puerta principal buena pitanza con las sobras, e instalaban la quinta mesa sobre el césped de la avenida o sobre el borde de los fosos.

     Las rentas del marqués hacían frente a aquella amplia hospitalidad y a aquel numeroso personal, muy poco en relación con lo exiguo del castillo, y aun le sobraba dinero para satisfacer sus inocentes caprichos.

     Aunque no se ocupaba de contabilidad alguna, no le robaban; como Adamas y Belinda se aborrecían, se vigilaban mutuamente, y si Belinda no era mujer que se privase de sisar un poco, el temor de dar motivo a las sospechas de su enemigo la hacía ser prudente y forzosamente moderada en cuestión de provechos. Estaba liberalmente pagada y siempre magníficamente vestida a costa del castellano, que no quería ver �ni pingos ni mugre� en torno suyo, y no tenía pretexto alguno para malversar; lo lamentaba, sin embargo, porque era de esas personas que adoran un céntimo robado y desprecian un luis bien adquirido.

     En cuanto a Adamas, no era en todas sus relaciones la probidad personificada -había hecho la guerra y usado las costumbres de los guerrilleros-; pero amaba tanto a su amo que, si desde el puesto eminente de hombre de confianza al que había llegado se hubiera atrevido a saquear y a poner rescate a las gentes de fuera, lo hubiera hecho únicamente en provecho del castillo de Briantes.

     Clindor hacía causa con él contra la Belinda, que le odiaba y le trataba de perro disfrazado.

     Era un buen muchacho, medio listo y medio tonto, indeciso entre ser un burgués, título que iba adquiriendo cada día mayor importancia, o dárselas de futuro hidalgo, según la vanidad común a toda la burguesía, y que había de mantenerla por mucho tiempo en una actitud equívoca, haciéndola ser, a pesar de su superioridad intelectual, el juguete de los partidos.

     Se guardó el secreto sobre el origen de la morisca, para no exponerla a la intolerancia recelosa de la Belinda, que hacía grandes aspavientos de devoción; Adamas la hizo pasar por española.

     No se traslució una sola palabra de su historia ni de la de Mario.

     -Señor marqués -dijo Adamas al desnudar a su amo-, estamos en la infancia en cuanto se refiere a los artificios del tocado. La morisca, con quien durante la velada he hablado de cosas serias, me ha enseñado más en una hora que lo que saben todos vuestros engalanadores de París. Posee secretos admirables acerca de todo, y sabe extraer de las plantas jugos maravillosos.

     -�Está bien, está bien, Adamas! Háblame de otra cosa. Recítame algún poema mientras me arreglas la barba, porque me siento triste y estoy por decir, como monsieur de Urfé, hablando de Astrée, que el �recuerdo de mis pesares enturbia el reposo de mi pecho y el respirar de mi vida�.

     -�Numes celestes!, señor -exclamó el fiel Adamas, que gustaba de usar las fórmulas de su amo-, �siempre el recuerdo de vuestro hermano?

     -�Ay!, me ha vuelto hoy a dominar, no sé por qué. Hay días así, amigo mío, en los que un dolor adormecido se despierta. Es como las heridas hechas en la guerra. �Sabes lo que me ha recordado hace un momento la gracia de este huérfano? �Que me voy haciendo viejo, mi pobre Adamas!

     -�El señor bromea!

     -No; nos hacemos viejos, amigo mío, y mi nombre se extinguirá conmigo. Tengo algunos primos lejanos que no me interesan y que perpetuarán si pueden, el nombre de mi padre; pero yo seré el primero y el último Bois-Doré, y nadie heredará mi marquesado, puesto que es honorífico y proviene de un capricho regio.

     -Lo he pensado a menudo, y lamento que el señor no haya querido poner fin a su vida de soltero, casándose con alguna bella ninfa de estos contornos.

     -Indudablemente he hecho mal en no pensar en ella. He corrido demasiado de bella en bella, y aunque no haya conocido a monsieur de Urfé, apuesto que él ha oído hablar de mí en algún lugar, y que me ha querido representar en el personaje del pastor Hylas.

     -�Y aunque eso fuera, señor? Ese pastor es un hombre muy amable, infinitamente ingenioso y el más gracioso, para mí, de todos los héroes del libro.

     -Sí, pero es joven, y te repito que empiezo a dejar de serlo y a lamentar amargamente el no tener familia. �Sabes que mil veces he tenido la idea o el deseo de adoptar algún niño?

     -Ya lo sé, señor; cada vez que veis un nene, bonito y gracioso, volvéis a la misma idea. Y bien: �quién os lo impide?

     -La dificultad de encontrar uno que tenga una fisonomía hermosa y un buen natural y no tenga padres dispuestos a quitármelo después de que yo le haya educado; porque eso de encariñarse con un niño para que se lo lleven a la edad de veinte o veinticinco años...

     -Hasta entonces, señor...

     -�Oh! El tiempo camina tan de prisa! No se le siente pasar. Ya sabes que había pensado traer a mi casa a algún pariente pobre; pero en mi familia son todos unos viejos ligueros y, además, sus niños son feos, traviesos o sucios.

     -Cierto es, señor, que los segundones de Bouron no tienen nada de hermosos. Os habéis llevado la estatura, todo el atractivo y toda la valentía de la familia, y vos solamente sois capaz de daros un heredero digno de vos.

     -�Yo! -dijo Bois-Doré, algo asombrado por tal aserción.

     -Sí, señor; hablo en serio. Puesto que vuestra libertad os pesa, puesto que por décima vez os oigo decir que queréis ordenaros...

     -�Pero, Adamas, hablas de mí como de un perdido! Me parece que desde la triste muerte de Enrique he vivido según conviene a un hombre agobiado por el dolor, y a un hidalgo sedentario, obligado a dar buen ejemplo.

     -Cierto, cierto, señor; podéis decirme sobre este particular todo lo que gustéis. Mi deber es no contradeciros. No tenéis la obligación de contarme todas las aventuras que os acontecen en los castillos o en los bosquecillos de los alrededores, �verdad, señor? Eso no importa más que a vos. Un fiel servidor no debe espiar a su amo, y no creo haber hecho nunca al señor preguntas indiscretas.

     -Hago justicia a tu delicadeza, mi querido Adamas -contestó Bois-Doré confuso, preocupado y halagado a la vez por las suposiciones quiméricas de su idólatra criado-. Hablemos de otra cosa -prosiguió sin atreverse a insistir sobre un asunto tan delicado y queriendo figurarse que Adamas sabía de él aventuras que él mismo ignoraba.

     El marqués no era abiertamente ni fanfarrón ni jactancioso. Tenía demasiado mundo para contar las conquistas que había hecho y para inventar las que ya no hacía. Pero le encantaba el que se las siguieran suponiendo, y con tal de no comprometer a ninguna mujer en particular, dejaba decir que podía pretender a todas. Sus amigos se prestaban a su modesta fatuidad, y la gran diversión de los jóvenes, especialmente de Guillermo de Ars, era el embromarle sobre este punto, sabiendo cuán agradable le era tal género de broma.

     Pero Adamas no andaba con tantos rodeos; aunque no era excesivamente meridional por su propia cuenta, lo era para las cosas de su amo, porque había confundido su personalidad en el resplandor de la de Bois-Doré.

     Por lo tanto, prosiguió hablando con aplomo sobre el mismo tema y declaró que el señor hacía bien en pensar en el matrimonio.

     Esta conversación volvía a menudo entre ellos, y ni el uno ni el otro se cansaba de ella, a pesar de que, desde hacía treinta años, no tuviera nunca más resultado que esta reflexión de Bois-Doré:

     -Sin duda, sin duda; �pero estoy tan tranquilo así! No corre prisa; ya volveremos a hablar de ello.

     Sin embargo, esta vez pareció escuchar con más interés que de costumbre las habladurías de Adamas a su propósito.

     -Si no creyera casarme con una mujer estéril -dijo a su confidente-, �en verdad que lo haría! Acaso me conviniera una viuda con hijos.

     -�Quitad allá, señor! -exclamó Adamas-. Tomad a una damisela joven y hermosa, que os dará una descendencia que perpetúe vuestra imagen.

     -Adamas -dijo el marqués después de haber vacilado un rato-, tengo alguna duda de que el cielo me conceda tal dicha. Pero me sugieres una idea agradable: la de casarme con una joven a quien poder considerar como una hija y querer como si fuera un padre. �Qué te parece?

     -Me parece que tomándola muy joven, muy joven, acaso el señor se pudiera imaginar que había adoptado un niño. Entonces, si el señor quisiera, no habría necesidad de ir muy lejos. La damita de la Motte Seuilly es precisamente la que conviene al señor. Es hermosa, buena, honesta y risueña; es lo que hace falta para alegrar nuestro castillo, y estoy seguro de que su padre lo ha pensado más de una vez.

     -�Tú crees, Adamas?

     -�Claro! �Y ella también! �Creéis que cuando vienen aquí ella no hace comparaciones entre su viejo castillo y el vuestro, que es una mansión de hadas? �Creéis que, aun siendo tan jovencita y tan inocente como es, no habrá pensado en lo que sois comparándoos con todos los demás pretendientes que pueda tener?

     Bois-Doré se durmió pensando, precisamente, en la ausencia de pretendientes alrededor de la bella Lauriana, en los rencores de los vecinos contra el sincero y rudo Beuvre y en el dolor que le causaba a este último tal estado de cosas, pasajero sin duda, pero del que él exageraba la posible duración.

     El marqués se persuadió de que su proposición sería aceptada como una gran merced de la Fortuna.

     La cuestión religiosa era sencilla entre ellos, y en caso de que Lauriana le reprochase el haber abjurado el calvinismo, no tendría gran inconveniente en volver a él por segunda vez.

     La fatuidad no le permitía detener su pensamiento en la objeción que le pudieran hacer respecto a su edad. Adamas tenía el don de alejar cada noche, con sus lisonjas, un recuerdo tan desagradable.

     Aquella noche el buen Silvio se durmió más ridículo que nunca; pero quien hubiera podido leer en su corazón el sentimiento verdaderamente paternal que le guiaba, la gran tolerancia filosófica de que estaba dotado, �en previsión de infidelidades� y los proyectos de mimos, de sumisión y de cariño que formaba para su esposa, le hubiera seguramente perdonado, aun burlándose de él.

     Cuando Adamas pasó a su cuarto le pareció oír en la escalera excusada un roce de vestido.

     Se precipitó todo lo de prisa que pudo; pero no alcanzó a Belinda, quien tuvo tiempo de huir después de haber oído, según ocurría a menudo, toda la conversación de los solterones.

     Adamas sabía que era capaz de aquel espionaje. Sin embargo, creyó haberse equivocado y atrancó todas las puertas cuando ya no quedaba más secreto por sorprender que los ronquidos del marqués y los ladridos ahogados de Fleurial, echado al pie de la cama y soñando con cierta gata negra, que era para él lo que Belinda era para Adamas.



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- XIX -

     Al día siguiente fueron a la Motte Seuilly; llegaron a eso de las nueve.

     El lector no habrá olvidado que en aquella época la comida se servía a las diez de la mañana y la cena a las seis de la tarde.

     El marqués, firmemente resuelto a declarar sus proyectos matrimoniales, pensó que esta vez debía emplear un medio de locomoción más ligero que su magnífica y enorme carroza.

     Montó, sin esfuerzos excesivos, sobre su lindo caballo andaluz, llamado Floridor -también un nombre de la Astrée-, un excelente animal, de ademanes dulces y carácter tranquilo, pero algo aparatoso, a propósito para que el jinete se luciese; es decir, que al menor aviso de la pierna o de la mano sabía poner ojos feroces, encabritarse, dilatar las narices como un mal demonio, hasta hacer corvetas bastante altas; en fin, dárselas de malo.

     �En realidad, era de lo más inocente del mundo.�

     Al poner pie en tierra, el marqués ordenó a Clindor que pasease su caballo durante un cuarto de hora alrededor del patio, so pretexto de que estaba demasiado sudoroso para entrar en seguida en la cuadra; pero en realidad con la idea de que todos se enterasen a fondo de que seguía cabalgando su brillante corcel.

     Pero antes de aparecer delante de Lauriana, el buen monsieur Silvain entró en la habitacíón que le estaba reservada en la casa de su vecino, para componerse, perfumarse y ataviarse lo más airosa y elegantemente posible.

     Por su parte, Sciarra de Alvimar, vestido completamente de terciopelo y de raso negro, a la moda española, con los cabellos cortas y la gola de ricos encajes, no necesitó más que cambiar sus botas por calzas de seda y zapatos cubiertos de cintas para ofrecer su aspecto más ventajoso.

     A pesar de que su traje severo, y ya anticuado en Francia, fuese más adecuado a la edad de Bois-Doré que a la suya, le daba cierto aire de diplomático y de sacerdote, que hacía resaltar doblemente su juventud, extraordinariamente conservada, y la elegancia fácil de su persona.

     Monsieur de Beuvre parecía haber presentido un día de petición de mano, pues estaba menos hugonote, es decir, menos austero que de costumbre en su indumentaria, y encontrando a su hija demasiado sencilla, la había persuadido para que se pusiese un vestido más hermoso.

     Lauriana se vistió con toda la elegancia que le permitía el luto de viuda, que debía llevar hasta que se volviese a casar. Los usos de entonces no transigían.

     Se puso un vestido de seda blanca, con la sobrefalda recogida sobre un fondo de un tono blanco grisáceo, que se llamaba entonces color bazo.

     Se puso una chorrera y puños de encaje, y como su caperucita de viuda -el gorrito de María Estuardo- la dispensaba de someterse a la moda de la horrible peluca empolvada, que reinaba todavía, pudo lucir sus hermosos cabellos rubios, ondulados y enrollados en forma que descubrían su linda frente y encuadraban sus sienes, en las que las venas se transparentaban delicadamente.

     Para no parecer demasiado provinciana, se echó sobre el pelo una nube de polvos de Chipre, que le hacían parecer de un rubio aún más aniñado.

     Aunque los dos pretendientes estaban resueltos a mostrarse amables entre sí, hubo, sin embargo, durante el almuerzo alguna tirantez, como si les hubiese ocurrido la sospecha de que se hacían mutuamente competencia.

     El hecho es que Belinda había contado al ama de monsieur de Poulain la conversación que había sorprendido la víspera entre Adamas y el marqués. El ama se lo había participado al rector, quien había avisado a Alvimar por medio del siguiente billete:

     �Tenéis en la persona de vuestro huésped un rival que os puede servir de contraste cómico; sacad partido de la circunstancia.�

     Alvimar se rió interiormente de tal rivalidad; su plan consistía en atacar antes que nada el corazón de la dama.

     No le importaba que el padre estuviese o no de su parte; pensaba que, una vez dueño de los sentimientos de Lauriana, lo demás le sería fácil.

     Bois-Doré razonaba de otra manera.

     No podía poner en duda la estimación y el afecto que tenían por él. No esperaba ni deslumbrar ni enloquecer a Lauriana. Hubiera deseado encontrarse solo con el padre y la hija para exponer con toda sencillez las ventajas de su rango y de su fortuna; luego esperaba, por medio de humildes galanterías, darse ingeniosa y honradamente a comprender.

     En fin, quería portarse como hombre bien educado, mientras que su rival hubiera preferido conquistar la plaza en héroe de aventuras.

     Beuvre, al ver que Alvimar se ponía tierno, dio un disgusto a su viejo amigo, llevándole aparte a lo largo del riachuelo, para hacerle infinidad de preguntas acerca de la fortuna y del rango de su huésped; lo único que Bois-Doré podía contestar era que monsieur de Ars, se lo había recomendado como un noble por quien tenía singular aprecio.

     -Guillermo es joven -decía monsieur de Beuvre-, pero nos tiene demasiada consideración para presentarnos un hombre indigno de nuestra buena acogida. Sin embargo, me sorprende el que no os haya dicho nada más; pero monsieur de Villarreal ha debido exponeros los motivos de su venida. �Cómo es que no ha ido con Guillermo a los festejos de Bourges?

     Bois-Doré no podía contestar a estas preguntas. Pero en el fondo de sus pensamientos, Beuvre se persuadía de que aquel misterio no ocultaba más designio que el de agradar a su hija.

     -La habrá visto en algún sitio -pensaba-, sin que Lauriana haya reparado en él, y aunque me parece ser muy católico, también me parece estar muy enamorado de ella.

     Y pensaba también que, dado el estado actual de las cosas, un yerno español y católico levantaría la fortuna de su casa y borraría el perjuicio que había causado a su hija al convertirse a la religión reformada.

     Aunque sólo hubiera sido por llevar la contraria a los jesuitas, que le habían amenazado, deseaba que el español, aun siendo medianamente rico, tuviera un abolengo bastante alto para pretender a la mano de Lauriana.

     Monsieur de Beuvre razonaba en escéptico.

     Aunque no hiciera con los Ensayos, de Montaigne, los mismos aspavientos que hacía Bois-Doré con la Astrée, los leía con asiduidad, y hasta no leía más libro que aquél.

     Bois-Doré era más honrado en política que su vecino y, de ser padre, no hubiera razonado como él. No era más religioso que Beuvre; pero de las creencias de otros tiempos había guardado la de la patria, y el espíritu de la Liga no le hubiera hecho transigir.

     Estaba tan absorto con sus propias preocupaciones, que no adivinó las de su amigo, y durante un cuarto de hora hablaron con frases sueltas, sin comprenderse, de la urgencia de un buen matrimonio para Lauriana.

     Al fin, la cuestión se aclaró.

     -�Vos! -exclamó Beuvre estupefacto de sorpresa cuando el marqués se hubo declarado-. �Él! �Quién diablos podía esperar una cosa así? Yo me imaginaba que me hablabais a medias palabras de vuestro español, �y ahora resulta que se trata de vos mismo? �Vamos! �Mi vecino! �Habláis cuerdamente o es que os tomáis por vuestro nieto?

     Bois-Doré se mordió el bigote; pero como estaba acostumbrado a las bromas de su amigo, se repuso en seguida y se esforzó en persuadirle de que la gente se equivocaba acerca de su edad y añadió que su padre se había vuelto a casar con buen éxito a dos, sesenta años, o sea siendo más viejo que lo era él actualmente.

     Mientras así perdía el tiempo, Alvimar se esforzaba en aprovecharlo.

     Había sabido detener a madame de Beuvre bajo el enorme árbol, cuyas ramas, colgando hasta el suelo, formaban como un recinto de verdura sombría, en el que se hallaban aislados en medio del jardín.

     Empezó torpemente con piropos exagerados.

     Lauriana no estaba prevenida contra el veneno de la linsonja; estaba poco enterada de las bellas maneras de las jóvenes nobles y no hubiera sabido distinguir la mentira de la verdad; pero, afortunadamente para ella, su corazón no había sentido todavía el hastío de la soledad y era mucho más niña de lo que parecía. El lenguaje hiperbólico de Alvimar le hizo mucha gracia y se echó a reír de su galanteo con una animación que le desconcertó.

     Él comprendió que sus frases no surtían efecto yse esforzó en hablar de amor con más naturalidad.

     Acaso hubiera logrado su propósito, llevando alguna turbación a aquella alma virginal; pero de pronto Lucilio, como si hubiera sido enviado por la Providencia, llegó a interrumpir el peligroso coloquio con las dulces notas de su sordina.

     No había querido ir con Bois-Doré, porque sabía que le harían comer con los criados y que no vería a Lauriana hasta las doce.

     Ni Lauriana ni su padre ignorabanla trágica historia del discípulo de Bruno, y, siguiendo el ejemplo del marqués, los de la Motte Seuilly afectaban tratarle como simple artista para no comprometerle; pero le guardaban la consideración que se merecía.

     Lucilio era el único que no había pensado en acicalarse en aquella ocasión. No tenía esperanza alguna de llamar la atención, ni siquiera tenía el menor deseo de que se fijasen en su persona, porque sabía que sólo podía pretender a la unión misteriosa de las almas.

     Por lo tanto, se acercó al árbol sin vana timidez ni falsa discreción y, contando con la verdad y la belleza de lo que iba a decir con su música, se puso a tocar, con gran desagrado y despecho de Alvimar.

     Por un momento, Lauriana también se sintió contrariada por la interrupción; pero se lo reprochó al ver sobre el hermoso rostro del músico la intención ingenua de serle agradable.

     �No sé por qué -pensó la joven- hay sobre este rostro como un resplandor de afecto sincero y de confianza sana que no se encuentra sobre el del otro.�

     Y volviendo a mirar a Alvimar, que estaba contrariado, adusto y altivo, sintió como un escalofrío de terror, acaso por él, acaso por ella misma.

     Quizá también porque fuese muy sensible a la música, o porque su espíritu estuviese dispuesto a cierta exaltación, se imaginó oír las palabras de los hermosos aires que tocaba Lucilio, y aquellas palabras imaginarias le decían:

     ��Mira el claro Sol que brilla en el dulce cielo y las aguas vivas que reciben sus rayos sobre sus facetas tornadizas!

     �Mira los hermosos árboles inclinados, formando negras cunas, sobre el fondo de oro pálido, de las praderas, y las praderas mismas, ya risueñas como en la primavera, bajo el bordado de las rosadas flores del otoño, y el cisne gracioso, parece navegar con ritmo a tus pies, y las aves viajeras que cruzan allá lejos las nubes diapreadas!

     �Todo eso es lo que te digo con mi música: �es la juventud, la pureza, la fe, la amistad, la dicha!

     No escuches la voz extranjera que no comprendes. Es dulce, pero engañadora. Apagaría el Sol sobre tu cabeza, secaría la tierra bajo tus pies, marchitaría las flores en los prados y troncharía las alas de los pájaros; haría descender en torno tuyo la sombra, el frío, el miedo, la muerte, y agotaría para siempre el manantial de las armonías divinas que te canto.�

     Lauriana ya no veía a Alvimar; sumida en un dulce ensueño, tampoco veía a Lucilio. Estaba transportada al pasado y, pensando en Carlota de Albret, se decía:

     ��No, no! �Jamás escucharé la voz del demonio!�

     -Amigo -dijo levantándose cuando el músico hubo terminado, me has hecho mucho bien y te doy las gracias; no te puedo ofrecer nada digno de pagar los bellos pensamientos que sabes hacer comprender; por eso te ruego que aceptes estas dulces violetas, que son el emblema de tu modestia.

     Había negado aquellas flores a Alvimar y afectaba dárselas al pobre músico delante de él.

     Alvimar tuvo una sonrisa de triunfo, creyéndose provocado por una coquetería más incitadora que una confesión de amor; pero tal no era el pensamiento de Lauriana; fingiéndose atar el ramillete al sombrero del músico, le dijo en voz baja:

     -Maese Giovellino: os pido que seáis para mí como un padre y no os separéis ni un paso hasta que yo os lo diga.

     Merced a la agudeza de su penetración italiana, Lucilio comprendió.

     -Sí, sí; ya comprendo -contestó con una mirada expresiva-; contad conmigo.

     Y se sentó sobre las raíces del antiguo árbol, a distancia respetuosa, como un criado que esperase las órdenes que le quisieran dar; pero lo bastante cerca para que Alvimar no pudiese decir una palabra sin que él la oyese.

     Alvimar lo adivinó todo. Le tenía miedo; tanto mejor. Sentía un desdén tan profundo hacia el tocador de cornamusa, que se puso de nuevo a hacer su corte delante de él, como si hubiera estado delante de un madero.

     Pero su poderoso magnetismo perdió todo su poder.

     Lauriana tenía la sensación de que la apacible presencia de un hombre de bien como Lucilio era una defensa. Se hubiera avergonzado de ser coqueta delante de él. Se sentía bajo su mirada, y aquella era una protección. Vio al español picarse e irritarse poco a poco. Ensayó sus fuerzas haciéndole frente.

     Alvimar quería que despidiese al importuno, y se lo decía con la intención de que el otro lo oyese.

     Lauriana se negó rotundamente, declarando que deseaba oír más música.

     Entonces Lucilio preparó su gaita.

     Alvimar llevó la mano a su jubón, sacó un cuchillo español bien afilado y, después de desenvainarlo, se puso a jugar con él como por distracción; a ratos fingía querer escribir con el cuchillo sobre el árbol, y a ratos parecía querer lanzarlo, como haciendo alardes de habilidad.

     Lauriana no comprendió la amenaza.

     Lucilio permanecía impasible; sin embargo, era muy italiano para no conocer la ira fría de un español y para no saber hasta dónde puede ir la punta de un estilete lanzado como al azar.

     En otra ocasión se hubiera preocupado por un instrumento que la mirada de Alvimar parecía acechar, como para atravesarlo. Pero obedecía a Lauriana y combatía por la inocencia, como Orfeo por el amor, con su lira victoriosa; atacó violentamente uno de los aires moriscos que había oído y anotado la víspera.

     Alvimar se sintió desafiado y el fuego que ardía en él comenzó a abrasarlo.

     Tenía la habilidad de un chino para lanzar el cuchillo y, resuelto a asustar al impertinente músico, comenzó a lanzar en torno suyo la hoja brillante, que trazaba relámpagos más cercanos a medida que Lucilio proseguía su canto lastimero y tierno. Lauriana se había alejado unos pasos, y en aquel momento volvía la espalda a la horrible escena.

     �He desafiado las torturas y la suerte -pensaba Giovellino-; desafiémoslas de nuevo sin dar al español la alegría de verme palidecer.�

     Volvió los ojos hacia otro lado y tocó con el mismo recogimiento y la misma perfección que si hubiera estado en la mesa de Bois-Doré.

     Entretanto, Alvimar, yendo y viniendo, se divertía colocándose delante de él y apuntándole, como si hubiera sentido la tentación de tomarle por blanco; y por una de esas extrañas fascinaciones que son el castigo de las malas bromas, empezaba a sentir realmente aquella monstruosa tentación.

     Tenía sudores, frío y vértigos.

     Lucilio lo sentía más que lo veía; pero prefería arriesgarlo todo a dejar ver un instante de temor al enemigo de su patria y al insultador de su dignidad.



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- XX -

     Mientras a dos pasos de Lauriana, que estaba distraída, se desarrollaba aquel terrible juego, un extraño testigo vigilaba: era el lobezno criado en la perrera, y que había tomado las costumbres y las maneras de un perro, pero no los instintos y el carácter. Acariciaba a cualquiera, pero no se encariñaba con nadie.

     Echado a los pies de Lucilio, había mirado con inquietud el juego cruel del español, y como el puñal había caído dos o tres veces cerca de él, se había levantado y resguardado detrás del árbol, sin más preocupación que la de su propia seguridad.

     Pero el juego no cesaba, y el animal, al que empezaban a nacerle los dientes, los enseñó repetidas veces en silencio y, creyéndose atacado, exteriorizó por primera vez en su vida el instinto del odio al hombre.

     Con la mirada ardiente, las patas tiesas, el espinazo erizado y tembloroso, estaba oculto a la vista de Alvimar por el tronco colosal del árbol, desde donde acechaba el momento favorable y desde donde se abalanzó de pronto sobre él.

     Le hubiera estrangulado, o al menos herido, si un vigoroso puntapié de Lucilio no le hubiera rechazado, haciéndole rodar a distancia.

     La brusca interrupción del canto, y el sonido lastimero que lanzó la gaita, abandonada por el artista, hicieron volver rápidamente a Lauriana.

     No comprendiendo lo que ocurría, acudió en el momento en que Alvimar, ciego de ira, hundía el cuchillo en el cuello del animal.

     Realizó aquel acto con todo el ardor de la venganza, y era visible en su pálido rostro y en sus ojos inyectados la alegría misteriosa y profunda que experimentaba por tener algo que degollar.

     Hundió tres veces el acero en las entrañas palpitantes y, a la vista de la sangre, su boca se contrajo de un modo tan voluptuoso, que Lauriana, temblorosa, oprimió con sus dos manos el brazo de Lucilio, diciéndole en voz baja:

     -�Mirad! �Mirad! �César Borgia! �Es él en persona!

     Lucilio, que había visto muchas veces en Roma el retrato pintado por Rafael, podía, aún más fácilmente que ella, distinguir el parecido, y con un gesto indicó lo mucho que le había impresionado.

     -�Qué es esto, señor? -dijo la dama, llena de emoción, al español triunfante-. �Os creéis aquí en medio de una selva y pensáis serme agradable presentándome la cabeza o las patas de un animal que he criado con mis propias manos y que hace un rato he acariciado ante vos? �Ah! Sois poco cortés, y con ese cuchillo ensangrentado más parecéis un carnicero que un hidalgo.

     Lauriana estaba enojada y no sentía más que aversión por el extranjero.

     Él, como despertando de un sueño, se disculpó diciendo que el lobo había querido devorarlo; que era una mala compañía en una casa, y que se alegraba de haber salvado a la señora de un accidente que, lo mismo que a él, hubiera podido ocurrirle a ella.

     -�Os ha atacado? -prosiguió Lauriana mirando a Lucilio, que hizo una seña afirmativa-. �Entonces os ha mordido? �Dónde está la herida?

     Y cuando vio que Alvimar no había sido herido se indignó por el miedo que había tenido a un animal tan pequeño y tan poco peligroso.

     -La palabra miedo no es muy exacta -contestó él con una especie de rabia; no creía que se la pudiera aplicar quien todavía tiene en la mano el arma de muerte.

     -�Muy ufano estáis por haber matado a ese lobezno! Un niño hubiera hecho otro tanto, y en él sería disculpable; pero no lo era en un hombre, a quien hubiera bastado con un latigazo para rechazarle. Lo repito, señor, habéis tenido mucho miedo y esa es la enfermedad de los que gustan de verter sangre.

     -Ya veo -dijo el español repentinamente abatido- que he incurrido en vuestra desgracia, y en esto, como en todo, hallo el efecto de mi mala suerte. Tiene tal ensañamiento contra mí, que en muchos momentos he tenido la idea de ceder el campo en esta lucha, en la que no encuentro más que desventajas y sinsabores.

     Había mucha verdad en lo que Alvimar acababa de decir, y como después de haber maquinalmente limpiado el puñal parecía dudar en envainarle, Lauriana, sugestionada por la impresión siniestra de su mirada, le creyó algo loco a consecuencia de alguna gran desgracia y dispuesto a quitarse la vida.

     -Para perdonaros -le dijo-, exijo que me entreguéis el arma que tan malamente habéis empleado. No me agrada esta hoja traidora, que los hidalgos de Francia no usan ya, como no sea en la caza. A un caballero le basta su espada, y para desenvainarla delante de una dama necesita el tiempo de la reflexión. Tendría siempre miedo a un hombre que lleva oculta un arma tan rápida y tan fácil de manejar, y como no me parece que ésta tenga mucho precio os pido que me la sacrifiquéis en reparación del disgusto que me habéis causado.

     Alvimar creyó que quería desarmarlo por zalamería. Sin embargo, le dolía separarse de un arma tan fiel, y dudó.

     -Ya veo -le dijo Lauriana- que es el regalo de alguna bella, a quien no tenéis libertad para desobedecer.

     -Si tenéis semejante idea -contestó él-, quiero que la desechéis enseguida.

     Y, poniendo una rodilla en tierra, le presentó el puñal.

     -Está bien -dijo Lauriana retirando la mano, que él quería besar-. Os perdono como a huésped a quien no se quiere mortificar; pero nada más. En cuanto a esa arma traidora, no la guardo por amor a vos, sino para impedir el daño que pudiera causar.

     Se hallaban en aquel momento al pie del torreón, donde encontraron al marqués y a monsieur de Beuvre discutiendo apasionadamente.

     Lauriana se disponía a contarle lo que acababa de suceder; pero su padre no le dio tiempo para ello.

     -Escuchad, mi muy amada hija -le dijo cogiéndole una mano y colocándola en el brazo del marqués-; nuestro amigo quiere deciros un secreto, y mientras os lo cuenta me esmeraré en hacer compañía a monsieur de Villarreal. Ya lo veis -añadió dirigiéndose al marqués-, os confío mi oveja sin temor a vuestros terribles dientes, y no le digo nada que pueda considerarse ante ella. Habladle como gustéis. Si luego os pesa, yo me lavo las manos; vos lo habréis querido.

     -Ya veo -dijo madame de Beuvre al marqués- que me vais a hacer alguna petición.

     Y creyendo que se trataba, como de costumbre, de hacer con él alguna excursión de caza, añadió que, fuese lo que fuese, lo concedía de antemano.

     -�Tened cuidado, hija mía! -exclamó monsieur de Beuvre, riendo-. �No sabéis a lo que os comprometéis!

     -No me asustéis -contestó ella-; puede hablar inmediatamente.

     -�Oh! �Eso creéis! Pero os equivocáis en mucho -repuso monsieur de Beuvre-. Apuesto que su discurso durará más de una hora. Id los dos a alguna sala donde no seáis molestados y, cuando terminéis, venid a reuniros con nosotros.

     El marqués no se inmutó por aquellas broma... Para resolverse a hacer su petición había tenido ya que ahogar en sí vivos temores acerca del estado matrimonial, que venía aplazando desde hacía unos cuarenta años.

     Si al fin se había decidido era porque quería hacer la fortuna y la felicidad de alguien, y, después de haber admitido esta idea, consideraba como un deber el persistir en su resolución.

     Por lo tanto, en cuanto se encontraron en la sala, ofreció su corazón, su nombre y su dinero, con el estilo de la Astrée, con aquella pasión descabellada que no habla de nada menos que de tormentos horrendos, de suspiros que parten el alma, de terrores que causan mil muertes, de esperanzas que hacen perder la razón, etc...; todo con un convencionalismo tan casto y tan frío, que la virtud más austera no se puede asustar.

     Cuando Lauriana hubo comprendido que se trataba de casamiento, no se sorprendió tanto como su padre.

     Sabía que el marqués era capaz de todo y, en lugar de reírse de él, se apiadó. Le tenía afecto, y hasta respeto, por su bondad y su lealtad. Comprendió que por poco que ella diese el ejemplo expondría al pobre anciano a burlas interminables y que las chanzas amistosas y moderadas de las que era objeto se tornarían mortificantes y crueles.

     �No -pensó la prudente joven-; eso no será y no sufriré que mi viejo amigo sea el hazmerreír de los criados.�

     -Mi querido marqués -le dijo esforzándose por hablarle en su estilo-: he pensado en la posibilidad y en la conveniencia del proyecto que me comunicáis. Había adivinado vuestra hermosa y honrada pasión, y si no la he compartido es porque soy todavía demasiado joven para que el malicioso Cupido me haya prestado atención. Dejadme, pues, retozar un poco más en la isla encantada de la Ignorancia de Amor; no tengo prisa en abandonarla, puesto que soy feliz con vuestra amistad. De todos los hombres que conozco sois el mejor y el más amable, y si mi corazón me habla bien pudiera ser que me hablase de vos. Pero eso está escrito en el libro de los destinos y debéis darme el tiempo de interrogar el mío. Si por alguna fatalidad me mostrase ingrata hacia vos os lo confesaría con candor y arrepentimiento, porque no sacaría de ello más que perjuicio y vergüenza. Pero tenéis el alma tan grande y tan buena, que, a pesar de mi tontería, seguiríais siendo para mí un amigo y un hermano.

     -�Ciertamente! �Os lo juro! -exclamó Bois-Doré con ingenuo entusiasmo.

     -Pues bien, mi leal amigo -prosiguió Lauriana-, esperemos. Os pido siete años de prueba, según la antigua usanza de los perfectos caballeros, y hacedme la merced de que este convenio quede secreto entre nosotros. Dentro de siete años, si mi alma ha permanecido insensible al amor, renunciaréis a mí, y si yo comparto vuestra pasión, no os lo ocultaré. También os juro que si antes de llegar al término de nuestro convenio las atenciones de otro hombre logran convencerme a pesar mío, os lo confesaré humilde y sinceramente. Esto es, al parecer, poco probable; sin embargo, quiero preverlo todo, por el deseo que tengo de conservar vuestra amistad si pierdo vuestro amor.

     -A todo me someto -respondió el marqués-, y juro guardaros, adorable Lauriana, la fe de un hidalgo y la fidelidad de un amante perfecto.

     -Cuento con ello -dijo dándole la mano-; sé que sois un hombre de corazón y un pastor incomparable. Ahora volvamos con mi padre y dejadme decirle lo que ha sido convenido entre nosotros, a fin de que nuestro secreto no tenga más confidente que él.

     -Está bien -contestó el marqués-. �Pero no cambiaremos alguna prenda?

     -�Cuál? Hablad, lo consiento; pero que no sea un anillo. Pensad que soy viuda y que no puedo llevar más anillo que el de un segundo enlace.

     -Pues bien; permitid que mañana os envíe un presente digno de vos.

     -�Eso, no! Sería dar a conocer nuestro secreto a todo el mundo... Dadme cualquier fruslería que llevéis... �Mirad! Esa bombonera de marfil esmaltada que tenéis en la mano.

     -�Sea! Pero, y vos, �qué me daréis? Porque ya veo que entendéis lo que debe ser este cambio. Ha de ser un objeto que se lleve encima en el momento en que se da la palabra.

     Lauriana buscó en sus bolsillos y no encontró más que su pañuelo, sus guantes y su bolsa y el puñal de Alvimar.

     Como la bolsa era un recuerdo de su madre, le dio el puñal.

     -Ocultadle bien -dijo-, y mientras os lo deje esperad en mí; si os lo volviese a pedir...

     -�Me atravesaría el corazón! -exclamó el viejo Celadón.

     -�No! Es cosa que no haréis -dijo Lauriana con mucha seriedad-, porque yo me moriría de pena y además sería faltar a la promesa que me hacéis de seguir siendo mi amigo a pesar de todo.

     -Es justo- dijo Bois-Doré arrodillándose y recibiendo la prenda-; os juro no morir por eso, así como os juro no amar ni aun mirar a ninguna otra bella mientras no me hayáis arrebatado la esperanza de agradaros.

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