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- LI -

     Mario entró sin dificultad; no había puerta.

     Se acercó a Rosidor; le tocó y reconoció sus arneses, su pelo fino y su relincho cariñoso; que el caballo de su padre estuviera oculto en aquella ruina le dejó pensativo.

     Acaso el marqués también se ocultaba; acaso estaba allí mismo.

     Mario buscó, llamó con precaución, y después de cerciorarse de que estaba solo, creyó que debía imitar el ejemplo que parecían haberle dado. Ató a Coquet por la brida al lado de Rosidor y se dirigió a pie, sigilosamente, hacia la hostería nueva.

     Se deslizó junto a los matorrales y llegó, sin que nadie le hubiera visto, ante una partida de jinetes que se estaban instalando en aquel lugar; los unos se ocupaban de sus caballos y los hacían entrar en la vasta cuadra de enfrente; los otros, ya libres de tal cuidado, permanecían en medio de la carretera, cambiando en voz baja y con aire misterioso palabras que Mario no comprendía.

     Se deslizó entre ellos sin ser advertido; pero cuando llegó al umbral de la cocina de la hostería, iluminada por el resplandor del hogar, sintió que una mano ruda le agarraba por el cuello de la sobrevesta y que una voz bronca le decía en francés, pero con un acento alemán muy pronunciado:

     -�No se pasa!

     Al mismo tiempo vio que ante la puerta dos hombres altos y negros, armados hasta los dientes, montaban la guardia.

     Entonces recordó las palabras de Sancho y lo que Pilar lo había dicho del refuerzo esperado por los bandidos.

     �He caído en la ratonera -pensó-; pero como estoy disfrazado me tomarán por un pordiosero. Necesito absolutamente saber si mi padre está aquí dentro.�

     Entonces tendió la mano y se puso a pedir limosna con el tono lastimero que había oído afectar a los gitanos y que a veces él también había tomado, a modo de broma, cuando viajaba con aquella honorable compañía.

     Le soltaron en seguida, pero le mandaron que se marchara, y como no parecía comprender, le amenazaron apuntándole con los mosquetes.

     Se disponía a alejarse, con la firme resolución de volver, cuando otra voz, que partía de la hostería, dio una orden en alemán, y en el acto, en lugar de rechazarle hacia fuera, le cogieron de nuevo y le empujaron dentro de la cocina.

     Allí, antes de que hubiera tenido tiempo de darse cuenta de nada, se halló en presencia de un personaje alto, seco y moreno, vestido con traje militar, que le dijo con acento italiano:

     -Acércate, pequeño, y si traes una carta, dámela.

     -No traigo carta, -contestó Mario mirando al extranjero con tranquilidad.

     -�Entonces algún recado verbal? Habla.

     -Primero -contestó el niño con gran presencia de ánimo-, tengo que saber con quién hablo.

     -�Diablos! -dijo el forastero con una sonrisa desdeñosa-, somos desconfiados; �eso está bien! He aquí el santo y seña: �Saqueo y Macabro.� �Y a ti qué nombre te han dado?

     -La Fleche -contestó Mario al azar.

     -�Eh? �Qué es eso? -preguntó el italiano frunciendo el ceño-. �Eso no significa nada!

     -�Esperad! -exclamó Mario inspirado por estas palabras-. No es todo. �No hay algo de pillaje en vuestro santo y seña?

     -Eso es otra cosa -dijo el otro con su misma sonrisa lúgubre-; pero aun falta algo, monicaco. Tienes poca memoria.

     -Acaso -contestó el niño-. Ya sé que hay otra palabra; �no es Sancho?

     -�Al fin! Entonces quédate en ese rincón y no te muevas. Yo soy el teniente Saqueo; el capitán Macabro llegará dentro de un cuarto de hora. A él tendrás que darle cuenta de tu mensaje, que a mí me importa muy poco. �A callar! -gritó a los jinetes, que iban y venían alrededor de la casa, conversando sin duda más alto de lo que debían.

     Se hizo un gran silencio, y el que se daba el nombre de teniente Saqueo se dirigió a Mario, que buscaba el medio de introducirse en otra habitación para buscar a su padre o a alguien que le pudiese dar noticias de él.

     -Amiguito mío -le dijo-, bueno es que te enteres de la consigna para tu gobierno. A todo el que quiera entrar aquí se le rechaza o se le detiene; sobre todo el que quiere salir se dispara. �Has comprendido?

     -Pero yo no tengo por qué querer salir -contestó prudentemente Mario-; busco si hay algo que comer; tengo hambre.

     -Eso a mí no me importa, amiguito. Nosotros también tenemos hambre y esperamos que el capitán nos dé orden de comer.

     Mario no tenía hambre. Estaba muy intranquilo. Veía en la habitación del fondo, que era una especie de comedor, a madame Pignoux y a su criada que iban y venían con un aire atareado. Le pareció que la hostelera lo veía, le reconocía y hasta que advertía a su criada para que no se diese por enterada de su presencia.

     Pero todo podía ser una ilusión, y Mario acechaba el momento en que Saqueo volviese la espalda para intentar cambiar una palabra o una mirada con madame Pignoux. Sabía que en aquella casa todo el mundo adoraba a su padre y a él.

     Tomó el partido de simular que dormía, y Saqueo no tardó en salir para dar órdenes.

     Entonces el niño se precipitó hacia madame Pignoux y le dijo:

     -�Soy yo! �No digáis nada! �Dónde está mi padre?

     -Arriba -contestó precipitadamente la hostelera, que a pesar de sus años era aún una mujer muy ágil.

     Y designó a Mario la escalera de madera que conducía al comedor llamado sala de honor de la hostería del Gallo Rojo.

     Pero cuando el niño empezaba a subir le detuvo.

     -�Eso no! -dijo-; no saben que está aquí. No os mováis, mi joven amo. �Le matarían!

     -�Pues quiénes son estos hombres?

     -�Mala gente! Soldados alemanes; mi criado Juan los ha reconocido. Son bandidos que por donde pasan lo hacen a sangre y fuego.

     -�Pero no os han hecho daño?

     -No; quieren comer y beber. �Luego sabe Dios si no incendiarán la casa con nosotros dentro! Así es cómo suelen pagar sus gastos.

     -Madame Pignoux, mi padre tiene que huir de aquí. �Qué hay que hacer?

     -Por ahora es imposible; guardan todas las puertas, y vuestro padre no tiene ya edad para saltar por las ventanas. Además, �para qué? La casa está cercada y no nos dejan siquiera ir al gallinero o a la cueva sin venir detrás.

     -Pero al menos hay que esconder a mi padre. �Ah! �Estoy seguro de que van contra él! �Dónde está?

     -En el cuarto de mi marido, que por fortuna no está aquí. Ha ido a La Châtre a servir una comida de boda y no volverá hasta mañana. Han preguntado por él.

     -�Por quién? �Por mi padre?

     -No, por mi marido. No me explico cómo pueden conocerle. He dicho que está enfermo, alzando mucho la voz para que vuestro padre me oyera desde arriba. Espero que se le ocurrirá meterse en la cama.

     -�Y a ellos no se les ha ocurrido subir?

     -�Ya lo creo! Han mirado en la sala de honor y han dicho...

     -�Ya vuelven! �Callémonos! -dijo Mario.

     Y volvió a colocarse en el mismo rincón de la cocina y con la misma actitud amodorrada de antes.

     -�Vamos, bruja, a darse prisa! -exclamó Saqueo, que entraba acompañado por dos de sus acólitos-. Poned la mesa y servidnos lo mejor que tengáis. Aquí viene el capitán Macabro. Vosotros -dijo a sus soldados -haréis respetar la consigna. Silencio y paciencia. Nadie piense en comer hasta que el capitán esté sentado a la mesa. El capitán se detiene aquí para hacer una buena cena y no admite que se saquee la despensa, porque no quedarían más que huesos para él y sus oficiales. Acordaos de los que han sido ahorcados en Linières por haber saqueado las provisiones. �Andando! He hablado en francés para que lo entendáis, señora bruja -añadió, dirigiéndose a la hostelera, cuando sus soldados hubieron salido-; para que sepáis que no se trata aquí de lloriquear ni de lanzar suspiros... Trabajad bien y preparad el asador. �Vamos! Y si el asado se quema por vuestra culpa, �ay de vuestros viejos huesos!

     -Y �cómo queréis que me dé prisa si estoy casi sola para hacerlo? -dijo madame Pignoux sin inmutarse por los insultos-. No somos más que dos viejas. Haced que me devuelvan mi criado para que ponga la mesa. No puedo estar a la vez arriba y abajo.

     -Tu criado es sospechoso; nos ha parecido que quería escaparse al vernos, y luego ha intentado esconder la avena. Ha recibido una buena paliza, y ahora está bajo nuestras órdenes.

     -�Y ese galopín? -prosiguió la hostelera mientras ensartaba sus aves-. �Forma parte de vuestra pandilla? �No me podría ayudar?

     -Ayúdala, granuja -dijo Saqueo a Mario-. �Y a ver si trabajas bien!

     Mario se levantó afectando indolencia y preguntó qué tenía que hacer.

     -Súbete arriba con la criada -exclamó madame Pignoux- y pon el mantel a escape.

     Mario subió y dijo a la criada:

     -�Mi padre? �El cuarto donde está? �Pronto!

     Ella le condujo al segundo piso y el niño arañó ligeramente la puerta, que estaba cerrada y atrancada por dentro.

     El marqués reconoció aquella manecita, que arañaba todas las mañanas de la misma manera a la puerta de su alcoba.

     -�Oh! �Dios mío! -exclamó apresurándose a abrir-. �Tú aquí? �Pero qué significa este trajo? �Con quién has venido? �Cómo? �Por qué?

     -No tengo tiempo para dar explicaciones -contestó Mario-. Estoy solo; quiero que salgas de aquí. Haz como yo, padre, disfrázate.

     -�Toma, pues es verdad! -dijo la criada-. Coged los avíos de nuestro amo y ponéoslos señor marq...

     -�Nada de marqués! -interrumpió Mario-. Vete, buena mujer; y vos, padre, seréis maese Pignoux.

     -�Pero por qué presentarme? -dijo el marqués mientras desabrochaba maquinalmente su jubón-. Yo no sabré representar este papel.

     -�Sí, sí, padre! Pero dime: �no conoces a uno que se llama Macabro? Me parece que algunas veces te he oído pronunciar ese nombre.

     -�Macabro? Sí, por cierto; conozco el nombre y la persona que lo lleva, si es la misma que...

     -�Hace mucho que no te ha visto?

     -�Diablo!, sí; unos veinte o treinta años... �Acaso más!

     -Pues bien, mejor! Déjate ver sin temor. Haz de hostelero y ya encontraremos medio de huir.

     -No será posible, hijo mío -dijo el marqués mientras seguía desnudándose-. Tenemos que habérnoslas con unos compañeros astutos. Figúrate que han llegado sin hacer más ruido que si hubiera sido un tropel de mulas andando al paso y conducidas por un solo hombre. Yo no sospechaba nada; la hostelera dormía junto al fuego; yo me hallaba en la sala leyendo la Astrée, esperando la hora...

     -�Escondamos la Astrée! Los cocineros no leen libros encuadernados con seda -dijo Mario, apoderándose del tomo que el marqués había colocado maquinalmente junto a su sombrero, al tomar posesión del cuarto del hostelero.

     Al mismo tiempo, a medida que el marqués se despojaba de una prenda de su indumento, el niño la ocultaba bajo los haces de un pequeño granero contiguo.

     -Pero �y tú?, pobre hijo mío -prosiguió el marqués, con la agitación que puede suponerse-, �no han adivinado que eres un hidalgo? �No te han hecho daño, Dios mío?

     -No, no; hablemos de ti, padre. �No has intentado huir antes de que apostasen sus centinelas?

     -�Claro que no! Yo no sospechaba nada. Hacían tan poco ruido, que creía que se trataba de una cuadrilla de arrieros; solamente después de bloquear la casa han levantado un poco la voz y entonces he visto por la ventana que estaba cogido en una trampa y que se trataba de la peor especie de asesinos y de ladrones. Me estuve quieto, pensando que no tardarían en marcharse; pero he oído algunas palabras en italiano que he comprendido a medias. Creo que quieren quedarse aquí hasta el alba. Entonces he pensado que cuando mis hombres no me vean llegar a Brilbault, donde me esperan a las diez, se preocuparán por mí y vendrán a buscarme aquí, donde saben que tengo que detenerme.

     -Lo mejor sería esperarlos. Esos reitres no son más que una docena; he podido contarlos aproximadamente, y cuando vean que llegan los nuestros, sabré abrirme paso hasta ellos con mi espada.

     -Padre -dijo Mario, que miraba por la ventana-, a estas horas son por lo menos veinticinco, porque acaba de llegar una buena partida. Los nuestros no piensan todavía en venir a buscarte, y de un momento a otro los reitres pueden registrar la casa de arriba abajo para saquearla.

     -Pues bien, hijo mío, ya estoy completamente disfrazado; quédate junto a mí, como para cuidar al hostelero enfermo. Si vienen, nos dejarán tranquilos. No se maltrata ni se rapta más que a las personas bien equipadas y bien vestidas... �Ah! �A propósito! Mi caballo puede darme a conocer. Han debido de verle.

     -Tu caballo está escondido, y el mío también.

     -�Sí? Entonces es que ese bravo mozo ha encontrado algún medio... �Pero por qué gritan así esos bandidos? �Lo oyes?

     -�Es que me llaman a mí! Quédate aquí, padre; no atranques la puerta; despertarías sus sospechas.

     �Mira! Entran en la sala que hay aquí debajo. �Voy! Procura oírlo todo; los tabiques son delgados; haz por comprender y estáte preparado para bajar si te llamo.



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- LII -

     Mario se deslizó como un gato por la escalerita que conducía desde la alcoba del hostelero a la sala principal y se encontró en presencia del capitán Macabro, quien en el mismo instante hacía su entrada por la escalera que partía de la cocina.

     El teniente Saqueo se hallaba también presente en compañía de dos o tres tipos no menos patibularios.

     La cara del personaje que llevaba el nombre siniestro de Macabro era al pronto menos desagradable que la del teniente. La de éste era pérfida y fría y tenía una sonrisa feroz. La de Macabro denotaba una rudeza embrutecida que quería parecer imponente.

     En aquella faz, idiotizada por la fatiga y el vicio, no había sitio para una sonrisa. Los músculos parecían atrofiados y petrificados; los ojos, de color claro, tenían la fijeza de los ojos de esmalte. Las facciones acentuadas recordaban las de Polichinela, sin la expresión burlona y animada de aquél. Una gran cicatriz en la mandíbula había paralizado un lado de la boca y separaba en dos, de una manera singular, la barba, blanca y roja, que parecía estar torcida y en parte a contrapelo. Una gruesa verruga velluda aumentaba la chepa de su nariz preeminente. Un vello gris y erizado cubría sus dedos hasta las uñas.

     Era bajo y delgado, pero ancho de hombros y recogido sobre sí mismo como un jabalí; del jabalí tenía también la tez rojiza y la cabeza casi sin cuello. Parecía ser muy viejo, pero todavía se notaba en él una fuerza hercúlea. Su voz áspera, siempre en el diapasón elevado que los tontos creen necesario para el mando militar, sonaba como un ronco trueno.

     Llevaba, según la moda de los reitres una casaca y una escarcela de piel de búfalo y un morrión y una coraza de hierro barnizado. Una pluma negra, vieja y desbarbada, se alzaba sobre aquel casco negro y brillante. Llevaba una de esas anchas y fuertes espadas alemanas contra las que se partían fácilmente las brillantes lanzas de la gendarmería francesa; las pistolas de chispa, primera intentona de la pistola, a la cual nuestros soldados preferían aún, injustamente, las armas con rueda y mecha; el mosquete corto y la bandolera, guarnecida de pequeñas cartucheras de cuero negro que contenían las cargas de pólvora y de plomo, completaban el armamento de campaña del personaje.

     Su séquito particular, o, según se decía también, sus lanzas, se componía de dos carabineros estradiotes y de dos soldados que alternaban las funciones de paje con las de herrador.

     Llevaba, además, siete soldados de caballería ligera, bien armados y bien montados, que no se separaban nunca de él y que constituían su tropa más escogida. Al menos, así es como podemos traducir, por medio de equivalentes tomados en la costumbre de la época, los títulos y los grados de aquella compañía de aventureros extranjeros, de los que cada jefe modificaba, según su poder o su capricho, la organización, el equipo y los cuadros.

     Mario no se había equivocado al calcular en veinticinco hombres el total de la partida que había llegado con el capitán, reunida con la que la había precedido, bajo las órdenes de su teniente.

     -�Valiente posada! -exclamó el capitán con tono desdeñoso, mientras restregaba las gruesas suelas de sus enormes botas cubiertas de barro contra los travesaños pulcros y relucientes de una silla de nogal-. �Es éste un fuego para viajeros de noche? �Es que no hay leña en este barracón?

     -�Ay!, señor -dijo la criada arrojando una brazada de retamas en la chimenea ya bastante encendida-, no podemos hacer más; estamos en país llano y hay poca madera.

     -�Vaya una criada estúpida, y aun más fea que su ama, si es posible! -prosiguió el amable Macabro-. Mira, bella desdentada, así se calienta uno cuando la leña está cara.

     Y arrojó en la vasta chimenea la silla sobre la que acababa de limpiarse los pies.

     -Vamos a ver, teniente, -prosiguió fríamente, dirigiéndose a Saqueo-; decís que hay aquí un pequeño harapiento enviado por esos...

     -�Ya era hora de que te viese el pelo! -exclamó Saqueo, alzando un pie para empujar a Mario hacia el respetable capitán.

     Mario esquivó el ultraje pasando ágilmente bajo la bota del reitre, y, acercándose al otro bruto, le dijo con aplomo:

     -Soy yo; ya he dicho el santo y seña a vuestro teniente, y he aquí mi mensaje: No podéis permanecer en esta hostería porque una gran partida de gente armada va a llegar esta noche. No podéis atacar el castillo, que está bien defendido. Tenéis que volveros al sitio de donde venís, porque si no el asunto acabará mal para vosotros. Es Sancho quien os lo manda decir.

     -El tal Sancho es un viejo idiota -contestó el capitán.

     Y acompañando cada una de sus palabras con una blasfemia que no es necesario reproducir para dar una idea de la amenidad de su conversación, añadió:

     -No he andado cien leguas en país enemigo para marcharme con las manos vacías. Vete a decir al que te envía que el capitán Macabro conoce el país mejor que él y que le importa muy poco lo que llaman un castillo bien defendido. Dile que tengo cuarenta jinetes, puesto que van a llegar quince más a las órdenes de mi esposa, y que cuarenta reitres valen por todo un ejército. Conque lárgate y pronto, con mil diablos, perro gitano.

     -No le despidáis, capitán -dijo Saqueo, que parecía ser el más juicioso de los dos-; no nos conviene seguir asociados con ese loco de español y esa chusma de egipcios. Es inútil que el chico vaya a decirles que persistimos en nuestros proyectos. Nos seguirían y no harían más que estorbarnos y merodear en torno nuestro. Haced lo que os ha dicho vuestra mujer. Permaneced aquí hasta media noche, y aun llegaréis mucho antes de que amanezca, puesto que no hay más que dos leguas de aquí a Briantes. Por lo tanto, no dejéis salir a este muchacho. Si queréis, puedo arrojarle por la ventana, y así no habrá miedo de que pueda escaparse.

     -�No! �Nada de extremos inútiles! -gritó el capitán con su voz de falsete-. Me he vuelto hombre dulce y humano desde que tengo una esposa de corazón sensible... �La casa está guardada como es debido?

     -Una mosca no entraría sin mi permiso.

     -Entonces cenemos en paz en cuanto llegue mi Proserpina... �Habéis dado órdenes?

     -Sí; pero a pesar de las buenas noticias que nos ha dado madame Proserpina acerca de las dulzuras de este albergue, creo que tendremos una triste comida. El gran cocinero de quien os habían hablado está medio muerto en su cama, y la hostelera no tiene cabeza para nada. El criado es un traidor, que debemos vigilar, y la sirvienta una vieja idiota, que lo rompe todo y no sirve para maldita la cosa.

     -�Es que vos le habláis con dureza, amigo mío! Tenéis siempre la amenaza y el insulto en la boca. �Mil rayos! Mi esposa os lo ha dicho muchas veces: no tenéis mundo. �Dónde está esa hostelera del demonio? Con veinte bofetadas voy a levantarle los ánimos.

     Y yendo pesadamente hasta la escalera, llamó a madame Pignoux con los epítetos más groseros, sin duda para dar a su teniente un ejemplo de dulzura y de cortesía.

     Toda esta conversación tenía lugar en francés.

     Macabro era de origen alemán; pero había nacido en Bourges y pasado su juventud en el Berry. Aparte de cierto vocabulario, que utilizaba para sus voces de mando, hablaba mal y a disgusto el idioma de sus padres. El italiano Saqueo mascullaba el francés con más facilidad que el alemán. Por lo tanto, cuando querían emplear este idioma les costaba trabajo comprenderse, y, además, en aquel momento se sentían tan dueños de la situación, que no se dignaban dominarse ante Mario y los de casa. Mario, que había arriesgado mucho al intentar hacer que los reitres se volviesen atrás, y que podía ser desmentido de un momento a otro por algún enviado verdadero de Sancho o de La Fleche, comprendió que hubiera sido demasiada osadía insistir. Fingió indiferencia y despreocupación mientras preparaba la mesa, pero sin perder una palabra de lo que hablaban los dos bandidos.

     Sancho había prometido realmente que enviaría un mensajero a Etalié, donde había señalado la última etapa de los reitres. Pero aquel mensajero era un gitano, y como esperaba que se lograría la ocupación y el saqueo de Briantes sin la ayuda de los alemanes, se guardó mucho de cumplir el encargo y se fue a merodear por la aldea abandonada, esperando la hora en que sus compañeros habían de asaltar el castillo.

     La hostelera, tan cortésmente llamada por Macabro, subió y le hizo frente con valor.

     -�A qué sirven las palabrotas, capitán Macabro? -dijo poniéndose en jarras-. Hace mucho que nos conocemos, y ya sé que pagaréis vuestro escote y el de vuestros lansquenetes con juramentos y estropicios. No os recibo por mi gusto y no ignoro que más bien lo hago por mi ruina. Pero soy una mujer razonable y no soy tonta. Hago de tripas corazón y os sirvo lo mejor que puedo, para evitar los malos tratos y verme cuanto antes libre de vuestra presencia. Si vos también, capitán, tenéis algo de buen sentido, comprenderéis que no hay que molestarme inútilmente, sino dejarme en paz y tener en cuenta que yo sé freír y asar tan bien como cualquiera.

     -�Y quién eres tú, vieja charlatana? -preguntó el capitán, esforzándose en girar su cuello anquilosado en su alzacuello de hierro para mirar a madame Pignoux.

     -Mi nombre es María Mouton, y fui vuestra cantinera durante el sitio de Sancerre; tanto es así, que un día os guisé un viejo capón, con el que os chupasteis los dedos.

     -Es posible; me acuerdo del capón, que era bueno, pero no de ti, que eres fea... Pero si has servido a la buena causa, te perdono tu charla.

     -�Y a qué llamáis ahora la buena causa? �Tantas veces habéis cambiado vos y los vuestros!

     -�Callaos, señora cotorra! No discuto de religión con gentes de vuestra especie.

     -Además -dijo Saqueo burlonamente-, sabréis que la buena causa es siempre la que nosotros servimos.

     -No es hora de charlar -prosiguió Macabro -cuando mi Proserpina está al llegar, y te mando que te apresures.

     -No puedo darme más prisa -contestó la Pignoux-. �Por qué me habéis mandado subir?

     -Porque quiero que tu marido, que dicen que es un cocinero notable, se levante, aunque reviente, y eche una mano.

     -Eso no puede ser; mi hombre está baldado por los dolores y ya hace mucho que no guisa.

     -�Mientes, amiga mía! Tu hombre es un secuaz del viejo... �Basta! Ya tengo noticias de vosotros, y mi esposa me ha dicho...

     -�De qué viejo queréis hablar?

     -�Me parece que me interrogas! -dijo el capitán, con una dignidad grotesca, que él afectaba de buena fe.

     -�Por qué no? -repuso la hostelera-. �Y quién es vuestra esposa, para haberos informado tan bien?

     -Retén tu lengua, y cuando llegue mi diosa, sírvela de rodillas -dijo Macabro con una fatuidad que hizo que su boca sesgada llegase hasta su ojo izquierdo.

     Luego, volviendo a su idea fija, que era comer bien y regalar a su diosa, insistió en que el hostelero se levantase.

     �Por el infierno! -exclamó Saqueo desenvainando su espada; no es cosa difícil. Siempre he oído decir que es bueno sacudir las partes enfermas para darles soltura, y sabré descubrir a ese supuesto moribundo dondequiera que esté escondido. Venid conmigo, estradiotes, y meted la espada por todas partes.

     -Es inútil -exclamó Mario precipitándose ante la tizona desenvainada-; voy a buscarle; yo sé donde está maese Pignoux.... le conozco, y cuando le diga que tiene el honor de recibir al capitán Macabro en persona, acudirá en seguida.

     -Este chico me gusta -dijo Macabro viendo salir a Mario-. Se lo regalaré a mi esposa para que le sirva. Todos los días me pide un paje de buen ver.

     -No haréis nada de provecho con un gitano -dijo Saqueo-. Éste tiene un aire descarado y burlón.

     -Os equivocáis. Yo le encuentro gracioso -repuso el capitán.

     No le gustaba que le contradijeran y desde hacía unos días el teniente se tomaba con él confianzas excesivas, por causas que no tardaremos en conocer y que Macabro empezaba a sospechar.

     El marqués, preocupado por Mario, estaba en un pasillito que había cerca de la sala y se esforzaba en oírlo todo; pero su oído no percibía más que trozos de conversación; Mario, al ir a buscarle, se apresuró a ponerle al corriente en pocas palabras.

     No tuvo tiempo ni quiso decirle lo que ocurría en Briantes; comprendía que el marqués tenía bastante que hacer con salir de aquel apuro y que no debía preocuparle con nuevas inquietudes.

     Como los reitres ignoraban también el ataque precipitado de los gitanos, no había peligro de que el marqués se enterase hasta que él creyese conveniente decírselo.

     �Pero tal ocasión llegaría? Una persona de experiencia hubiera juzgado desesperada la situación actual, y el marqués, que no conocía más que una parte de las cosas, la juzgaba muy grave. Pero Mario poseía la fe dichosa de la infancia; no veía toda la magnitud del peligro.

     -Si salimos de aquí, como espero -pensaba-, no nos reiremos poco mi padre y yo de la facha que tenemos en este momento.



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- LIII -

     El pobre marqués, disfrazado de cocinero, estaba realmente muy cómico.

     Había hecho las cosas a conciencia. Se había quitado la peluca, ocultando su cráneo desnudo bajo un bonete almidonado en forma de molde de repostería.

     De esta manera, con su cara privada de sus bucles de ébano y embadurnada con hollín y con sus grandes manos blancas convenientemente embadurnadas también, haciendo juego con su rostro, estaba casi desconocido.

     Se las había arreglado de manera que ocultaba completamente su fina camisa bajo un blusón campesino, y se había calzado unas malas zapatillas de fieltro; un mandil grasiento disimulaba sus calzas de paño, que no eran excesivamente llamativas, porque con motivo de la expedición nocturna a Brilbault se había vestido muy sencillamente, lo cual resultaba beneficioso en la presente circunstancia.

     Como Mario le había advertido que Macabro parecía ser un bruto, tonto y vanidoso, comprendió que debía tratar de inspirarle confianza, y desde las primeras palabras se dio cuenta de que no había hipérbole, por exagerada que fuese, que no pudiera hacerle tragar.

     -Ilustre y valeroso capitán -le dijo haciendo un saludo hasta el suelo-, os ruego disculpéis la tontería de mi mujer, que no ha sabido darme a conocer qué gran hombre de guerra y de talento teníamos en casa. Es verdad que estoy enfermo de gota; pero vuestro aire simpático y marcial haría resucitar a un muerto, y recuerdo demasiado el haber servido bajo vuestro estandarte para no querer, aunque dejase mi vida en la lumbre de mis hornillos, volver a serviros con el pequeño talento que el cielo me ha concedido.

     -Bien, bien -dijo Saqueo al capitán-; no hay nada como saber amenazar a tiempo; he aquí que ahora todos pretenden haber servido a vuestras órdenes.

     -Para el caso es lo mismo -repuso Macabro-, con tal de que me sirvan bien ahora. Y al fin y al cabo, señor teniente, no creo que sea imposible el que este viejo me haya conocido antaño en las guerras de la provincia. Mi persona hizo bastante para que haya quedado memoria de ella. �Cocinero!, a los postres me contarás tus campañas, porque ya veo por tu aire y tus andares que la gota no te ha quitado el tipo militar. Hueles de una manera extraña -añadió sorprendido por el perfume que a pesar del disfraz, exhalaba la persona del marqués-; parece un olor a dulce. �Bueno! �Apuesto que has sido lansquenete!

     -Lo fui durante un año -contestó Bois-Doré, que sabía de memoria toda la existencia aventurera de maese Pignoux y la borrascosa juventud de Macabro-. Y bien os vi perseguir a los hugonotes de Bourges, cuando las matanzas en las cárceles, en compañía de aquel terrible viñador a quien llamaban el Gran Vinagrero...

     -�Ah! -exclamó el teniente, mirando a su capitán con aire burlón-. �No decía yo que fuisteis un gran papista, mi capitán?

     -Cada cosa en su tiempo -repuso Macabro, con calma filosófica-; mi padre, que era entonces capitán de la torre principal de Bourges, con el difunto monsieur de Pisseloup, protegió cuanto pudo a los pobres calvinistas del país... Yo me aparté cuando no tuve más remedio; pero he vuelto al buen camino y obro con más franqueza que vos, señor italiano, que lleváis escapularios bajo vuestro corselete alemán.

     El italiano contestó con acrimonia, y Macabro, molesto al verle elevar la voz en presencia de sus pajes y de sus estradiotes, aunque entendiesen poco francés, le impuso silencio y preguntó al marqués la lista de la comida que podía servirle.

     Bois-Doré, que había provocado el incidente de las matanzas católicas precisamente para enterarse de las aguas en que navegaba en la actualidad el viejo Macabro, se sintió más tranquilo.

     Aquel jefe de partido no podía obrar bajo la protección del príncipe de Condé. Tuvo la presencia de ánimo de hablar de cocina como hombre entendido en la materia, y como durante las dos horas de estancia en la hostelería había, a modo de pasatiempo, tratado de esta grave cuestión con madame Pignoux, conocía a fondo el contenido de la despensa y los recursos de la bodega.

     -Tendremos -dijo- el honor de ofreceros un cuarto de jabalí aderezado con especias, del cual me hablaréis; una buena fuente de cangrejos de Issoudun hervidos en cerveza...

     -�Supongo que con mucha pimienta! -dijo el capitán-. A mi esposa le agradan los manjares de gusto subido.

     -Se le echará pimienta de España.

     Y después de enumerar todos los platos, el marqués añadió:

     -�Pero no le agradarían a vuestra ilustre dama algunos manjares dulces después del asado?

     -�Diablo!, sí. Iba a olvidar que me ha recomendado cierta tortilla de almizcle...

     -�Vuestra señoría quiere acaso decir pistachos? Es una invención mía.

     -�Ah! �Sí? Ella me había dicho que era una invención del viejo...

     -�Del viejo? �Quién se atreve a vanagloriarse de haber inventado antes que yo la tortilla de arroz con pistachos?

     -Pues el viejo Bois-Doré, ya que hay que nombrar a ese majadero.

     Bois-Doré se mordió el bigote.

     -�Y quién -dijo- hace al marqués el honor de repetir sus fanfarronadas cocineriles? �Vuestra señora esposa se jacta de conocerle?

     -Así parece -contestó Macabro-, y además, viejo bribón, ya sé que eres un humilde servidor de ese canalla de falso marqués, tu maestro de cocina. �Pero no me importa! �Estás bien vigilado y tus orejas me responden de tus guisotes!

     El marqués vio que no le quedaba más salida que hablar mal de sí mismo, y no se privó de hacerlo, rebajando cuanto pudo su nobleza y su carácter en términos bastante cómicos, pero sin poder resolverse a unir a su nombre maldecido y calumniado el epíteto de viejo que su contemporáneo Macabro usaba con orgullo contra él.

     Macabro insistió de un modo desagradable.

     -Ese cacoquimio -dijo- debe de estar muy decrépito, porque la última vez que le vi era un mozuelo larguirucho, sin pelo de barba, y a poco, por descuido, le parto por la mitad.

     -�De veras? -dijo Bois-Doré recordando la aventura de su juventud, que había contado recientemente a Adamas-. �Le hicisteis el honor de mediros con él?

     -No, buen hombre, no me rebajé hasta ese punto. Él iba a caballo, llevando municiones de guerra a nuestros enemigos. Le cogí por una pierna, le tumbé a mis pies y, dejándole por muerto, me apoderé de su cargamento.

     -�Que consistía en pólvora y balas? -preguntó Bois-Doré, que no podía menos de reír para sus adentros de las fanfarronadas del hombre a quien él había tumbado de un puntapié y del re cuerdo de aquel famoso cargamento de municiones, que consistía en juguetes de niño.

     -Era una buena presa -contestó el capitán-. �Pero basta de hablar, viejo charlatán! Vete abajo a vigilarlo todo.

     Bois-Doré, despedido, se vio obligado a abandonar a Mario, a quien el capitán retuvo.

     Al salir, cambió con su hijo una mirada llena de angustia, que el niño le devolvió llena de confianza. Sentía que Macabro no estaba dispuesto en contra suya.

     -Bueno, muchacho -dijo el capitán-, adelántate y dime quién eres, si es que lo sabes.

     -Pues la cosa es que no lo sé, mi capitán -contestó Mario, que aun no había olvidado el modo de hablar de los gitanos; soy un niño robado o encontrado en algún camino por los estradiotes negros, llamados egipcios.

     -�Qué sabes hacer?

     -Tres grandes cosas -dijo Mario, que recordó oportunamente las bellas divisas de La Fleche-: ayunar, velar y correr; con esto se va lejos y se sale bien de todo.

     -Tiene ingenio -dijo Macabro mirando a su teniente, quien para demostrar su mal humor lo volvía la espalda y estaba sentado a horcajadas sobre su silla, con la cabeza y las manos apoyadas sobre el respaldo, junto a la lumbre.

     Macabro encontró aquella postura indecente, y se lo reprochó en términos cínicos. Saqueo se levantó sin decir nada y salió.

     Mario lo observaba todo, y la enemistad de los dos jefes le pareció de buen agüero.

     Se prometió sacar partido si la cosa era posible y la ocasión se presentaba.

     Macabro reanudó la conversación con él.

     -�Cómo es -le preguntó- que la noche pasada no te he visto en Brilbault?

     Mario no se inmutó.

     -No estaba allí -dijo-; estaba recogiendo gallinas por los alrededores, con el solo objeto de preservarlas contra el zorro y la pepita.

     -�Sabes robar gallinas? �Muy bien!, es un don de la Naturaleza que puede aprovecharse. Pero dime si el español ha acabado de reventar.

     -�Monsieur de Alvimar? -dijo Mario, que iba comprendiendo el relato de Pilar y no lo consideraba ya como un sueño.

     -Sí, sí -dijo Macabro-, ese perro de papista que me ha removido el estómago con sus padrenuestros.

     -Ha muerto esta mañana.

     -�Ha hecho bien el imbécil! �Y Sancho? Ese vale más; es un beatón, pero, sin embargo, entiende de negocios. �Dónde está a estas horas?

     -Se oculta.

     -�Por qué no ha venido aquí a reunirse conmigo?

     -Ya os he dicho que hay peligro para vos, y él lo sabía.

     -�Qué peligro? �Nos hará traición el viejo Pignoux?

     -No, el pobre hombre no sabe nada de nada. �Y qué podría hacer contra vos?

     -�Pero quién nos amenaza?

     -Unos señores que os buscan en Brilbault en este momento y que van a volver a pasar por aquí con un gran séquito para ir a dormir a Briantes.

     -�Los has visto tú?

     -Sí.

     -�Cuántos son?

     -�Acaso doscientos jinetes! -dijo Mario, que creía asustar a su interlocutor.

     -�Entonces la cosa está descubierta? -preguntó éste con cierta vacilación.

     -Así parece.

     El capitán pareció reflexionar, si es que su rostro de piedra podía indicar alguna preocupación moral.

     El corazón de Mario latía bajo sus andrajos. Por un instante abrigó la esperanza de que su ardid tendría éxito y de que Macabro se decidiría a volverse atrás. Pero el capitán se puso a hablar en alemán con sus estradiotes, que salieron al punto, y Macabro volvió a su graciosa postura, con una pierna sobre el morrillo de la chimenea y la otra sobre la silla que el teniente había abandonado.

     Mario se atrevió a interrogarle:

     -Y bien, mi capitán, �vais a volver a...?

     -�A Linières? �No, por cierto, amigo mío! Mis caballos están cansados y mi gente también. Y he dormido tan mal en Brilbault la noche pasada, que quiero descansar aquí. �Pobre del que venga a molestar!

     Estos proyectos de sueño hicieron de nuevo renacer la esperanza de Mario.

     -Si están muy cansados -pensó-, llegará un momento en que podremos huir.

     -No contaba, como el marqués, con la llegada de sus amigos y de sus gentes. Pilar había debido avisarles de la toma del patio de Briantes, y sin duda todos se habrían precipitado en tal dirección con la esperanza de encontrar al marqués, porque la gitanita, que tenía la inteligencia más clara de lo que correspondía a su edad, les habría comunicado sin duda que Mario había ido por su parte, a avisar a su padre.

     Mientras hacía estas reflexiones, el teniente Saqueo entró y se dirigió a Macabro, que se adormilaba ante la lumbre.

     -Capitán -le dijo con un tono medio humilde y medio arrogante-, permitid que os diga que gracias a vuestra idea de hacernos avanzar por pequeñas partidas estamos perdiendo el tiempo; vuestra mujer y su séquito no llegan, y si permanecéis mucho rato en la mesa, según vuestra costumbre, todo puede fracasar. No se trata de celebrar un festín, sino de comer de prisa, dormir dos horas y avanzar sin dar tiempo a los transeúntes para que lleven la noticia de nuestra llegada.

     -�Suprimid los transeúntes! -contestó tranquilamente Macabro-. �No es cosa convenida? No os costará mucho trabajo, pues desde Linières no hemos encontrado un gato, y este país está vacío, como una iglesia en el 62. Pero son palabras inútiles. Oigo la voz de Proserpina. �Ya llega! Acudamos a recibirla.

     Al hablar en esta forma, Macabro se levantó pesadamente y bajó a la cocina.

     -El capitán envejece -dijo Saqueo en italiano a uno de los herradores que se habían quedado plantados ante la puerta como estatuas.

     -No es eso -contestó el reitre-, es que se ha casado, lo que es peor, porque así no se piensa más que en la boda y no se tiene energía cuando hace falta.

     Mario, que estudiaba el italiano con Lucilio, comprendió poco más o menos estas palabras y siguió al teniente y a los dos reitres a la cocina.

     Tan pronto como entró, y sin ocuparse de los que llegaban y obstruían la puerta, se deslizó hasta Bois-Doré, que guisaba lo mejor que podía en compañía de madame Pignoux, pensando que cuanto antes estuviese el enemigo sentado ante la mesa antes se ofrecería alguna posibilidad de evasión.

     -�Eres tú, hijo mío? -dijo el marqués en voz baja-. �No te han maltratado?

     -No, no -contestó Mario-. Somos muy buenos amigos el capitán y yo. Déjame que te ayude, padre. Podremos hablar mientras no se ocupan de nosotros.

     -Muy bien, pero no nos miremos. Mira cómo me las arreglo para hablar con la hostelera. �madame Pignoux! -gritó-. �Dadme la mantequilla!

     Y añadió por lo bajo:

     -�Quién llega, buena mujer?

     -Una dama que se apea del caballo. No os volváis por si acaso os conoce.

     -Niño, dame la pimienta -dijo el marqués, dando una palmada sobre el hombro de Mario.

     Y le dijo al oído:

     -No te vuelvas tú tampoco.

     -Madame Pignoux -añadió inclinándose hacia la hostelera-, haced por verle la cara.

     -No la conozco -contestó la Pignoux-; tiene un matorral de cabellos y de plumas... �Es una buena moza!



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- LIV -

     Nuestros tres personajes se hallaban en el extremo de la cocina, junto al fogón, de espaldas a la puerta y frente a una ventana de la planta baja, ante la cual veían pasar incesantemente las siluetas de los reitres que hacían centinela.

     Había dos a cada lado de la casa, lujo inútil, puesto que aquella casa no tenía más que dos puertas: la que daba a la carretera y la de la despensa, que daba a un pequeño jardín cercado de vallas.

     Todas las ventanas de la planta baja y del primer piso tenían sólidas rejas. Era inútil, por lo tanto, pensar en escaparse.

     Sin embargo, el marqués suspiraba con impaciencia:

     -�Ay, hijo mío! -decía Mario-. �Por qué estarás tú aquí? Con este cuchillo de cocina ya me sabría yo librar de los dos centinelas que están delante de la puerta de la despensa. Pero contigo... no me atrevo; soy cobarde.

     -Y si mi hombre estuviera aquí -añadía Pignoux-, aunque es viejo, entre él y Santiago se las entenderían con los otros dos. Pero mucho me temo que hayan matado a mi buen criado... �Ah! �Dios mío! �Aquí está! �Ved cómo le han puesto esos malditos! �Está ensangrentado!

     Santiago �el Mellado� era feo, solapado y tenía mal genio; pero era valiente y fiel.

     -No es nada -dijo-; dadme un trapo para limpiarme la cara.

     -Pero si te han descalabrado, mi pobre amigo -dijo el marqués, dándole su pañuelo de encaje, que se había dejado olvidado en el bolsillo de sus calzas.

     Mario se apoderó del pañuelo, que hubiera podido delatarles como hidalgos, y lo arrojó al fogón encendido, donde ardió como una cerilla.

     Santiago se limpió la sangre y vendó su herida con una servilleta.

     -No os preocupéis -dijo a madame Pignoux-; me han dejado volver aquí para servirles; dadme el cuchillo, y la noche no se acabará sin que destripe a alguno de ellos.

     -Te matarían -dijo la hostelera.

     -No importa -contestó Santiago.

     -Pero harías que nos matasen a nosotros también.

     -Santiago -dijo el marqués-. Mira este niño. Si puedes, haz que salga de aquí; pero si nos quieres, sé prudente.

     Santiago miró a Mario a hurtadillas y, sin contestar, fue repetidas veces a la despensa como ocupado en sus obligaciones, pero en realidad para examinar a los reitres que hacían centinela con la regularidad de dos autómatas.

     -Esos perros alemanes -dijo al marqués- ni duermen, ni beben, ni comen hasta que han matado a todo el mundo.

     -Y conocen la disciplina -contestó el marqués suspirando-. �Ah! No se puede negar que los reitres son unos buenos soldados. Si el gran Enrique hubiera tenido diez mil de ellos, hubiera sido rey diez años antes.

     -Trabaja, padre, trabaja -dijo Mario-; el teniente te está mirando.

     -Puede mirarme, hijo mío; sé manejar la sartén tan bien como el mismo maese Pignoux.

     -Es la verdad -dijo la hostelera-. Juraríase que no habéis hecho otra cosa en vuestra vida.

     -He aprendido en campaña, madame Pignoux; he guisado para mi Enrique con la espada al flanco y el casco puesto. �Quién me hubiera dicho que un día había de guisar para Macabro y su cara mitad! Supongo que será una cualquier cosa.

     En aquel momento la voz de madame Proserpina se elevó sobre las demás:

     -�Puah! �Cómo huele a quemado! -gritaba-. Esto es una peste. Subamos, subamos pronto. Vamos, teniente, dadme la mano. �Mil rayos!

     Monsieur de Bois-Doré y su hijo se miraron y al punto se inclinaron sobre sus cazuelas.

     Aquella amazona, que después de conversar y discutir confidencialmente a la puerta de la hostería con el capitán y el teniente cruzaba la cocina pavoneándose con su lujoso indumento de guerrera y agitando su voluminosa cabellera de un rubio ardiente bajo su chambergo cubierto de plumas abigarradas; aquella madame Proserpina, esposa más o menos legítima del capitán Macabro, era la antigua ama de llaves del marqués, la enemiga personal de Mario, la Guillette Carcat de La Châtre, la Belinda de Briantes.

     -Estamos perdidos -pensó el marqués-; nos reconocerá.

     -Estamos salvados -pensó Mario-; no nos reconoce.

     Y para disfrazarse mejor se puso un mandil con un peto que le llegaba hasta la barbilla y restregó sus manecitas, llenas de carbón, sobre sus mejillas sonrosadas.

     Belinda pasó sin volver la cabeza. Pero era inútil pensar en evadirse. Madame quería ser servida en el acto.

     La dulzona y gazmoña ex ama de llaves había sufrido una rápida metamorfosis. Al hacerse la compañera del viejo bandido, había adquirido las maneras soldadescas y el tono imperioso y violento, que al fin y al cabo eran la expresión de su verdadera naturaleza, comprimida y disfrazada en Briantes desde hacía mucho tiempo. Su cuerpo, se había desarrollado con la misma exuberancia. Como ya no se veía obligada a ocultarse para saborear licores y dulces robados, se había entregado de lleno a su golosa pasión. Macabro, que guardaba siempre la mejor parte en los saqueos, se cuidaba de aprovisionar abundantemente a su compañera de dinero, víveres y bebidas; de este modo ella ahogaba en los excesos de los festines el remordimiento y el asco de ser la manceba de aquel monstruo.

     El placer de no hacer nada más que cabalgar y mandar era para ella una compensación más. Las intemperancias de su nueva vida aventurera habían alterado sus facciones y duplicado su volumen. Su cara, coloreada por naturaleza, había adquirido ya los tonos jaspeados de la depravación y el matiz amoratado de los excesos. Orgullosa por su abundante guedeja roja, la esparcía sobre sus hombros con una afectación ridícula, y se adornaba sin discernimiento con todos los objetos que maese Macabro conquistaba, valiéndose de la traición más que de la guerra franca.

     Madame tenía mucha prisa por comer y beber; había hecho una larga caminata a caballo y se regalaba con la idea de conocer, al fin, los famosos guisos de maese Pignoux, cuyas alabanzas había oído tan frecuentemente en Briantes.

     Le tenía sin cuidado que veinticinco buenos soldados (unos verdaderos granujas, para poner las cosas en su punto) esperasen ante la puerta con el estómago vacío. No le preocupaba lo más mínimo el que su manera de proceder les disgustase o no; se atrevía a todo, porque su imbécil amante le había dado el grado de teniente y el mando de una parte de su banda, a la que ella asociaba en sus beneficios cuando estaba de buen humor y que le era fiel por interés.

     Los que habían venido con ella tomaron posesión de la cocina, mientras que los otros eran relegados a la cuadra o recibían la orden de hacer la ronda y montar la guardia. Los primeros contaban con los restos de la comida de su teniente y demostraron gran actividad en hacer que le sirvieran; unos ponían la mesa, injuriando y zarandeando a las criadas, mientras los otros obligaban a darse prisa al cocinero Bois-Doré, a su supuesta mujer y a Mario, el marmitón improvisado.

     Era inútil pensar en cambiar impresiones. Había que guisar, y se guisaba sin descanso.

     Esta fue una de las aventuras de la vida del marqués en que él se mantuvo a la altura de los acontecimientos.

     Hizo guisos dignos de mejor suerte, salpimentó y dispuso los manjares, engrasó la sartén y volvió las tortillas con ademanes llenos de tal maestría, que acabó por imponer respeto a aquellos herejes a pesar de su impaciencia.

     En el momento en que se disponía a servir la sopa, el marqués vio que Santiago �el Mellado� alargaba el brazo como para salpimentarla por segunda vez. Maquinalmente rechazó su inútil ayuda; pero la insistencia del Mellado le sorprendió; le cogió la mano y le pareció que la sal que llevaba tenía un aspecto singular.

     -Dejadme -dijo Santiago-; les gusta la sopa muy salada.

     Su extraña sonrisa hizo que el marqués comprendiera.

     -Santiago -le dijo en voz baja-, nada de veneno; es una cobardía, y la cobardía trae mala suerte. Solamente Dios puede salvarnos. No le ofendamos.

     Santiago dejó caer los polvos con que se proponía sazonar la sopa de los amables huéspedes del Gallo Rojo. El gesto generoso y novelesco del marqués le parecía inexplicable, pero se sometió con una especie de terror supersticioso.

     Bois-Doré entregó la sopa y el primer servicio a los barbudos pajes de madame Proserpina; tuvo un momento de respiro; parecían dispuestos a dejarle un poco más de libertad.

     El mismo Mario iba de vez en cuando hasta el umbral, y en aquel momento lo hubiera sido fácil huir fingiendo ir a buscar leña bajo el cobertizo; pero se guardó mucho de proponérselo a su padre; éste hubiera exigido que aprovechase la ocasión, y por nada en el mundo hubiera querido el niño separarse de él.

     -Si matan a mi padre -pensaba-, quiero morir con él; pero conservaré hasta el fin la esperanza de salvarle.

     Madame Pignoux también empezaba a concebir algunas esperanzas. Los hombres de la teniente parecían más descarados, pero un poco menos siniestros que los que les habían precedido en la cocina.

     Casi todos eran franceses y jóvenes. Mandaban con tanto cinismo como los otros, pero había en sus maneras una especie de buen humor, que permitía esperar un fondo de bonachería o al menos algún momento de olvido.

     Pero una orden partió de lo alto de la escalera y fue a caer como un rayo sobre los cautivos. Madame Proserpina llamaba a su presencia a maese Pignoux y a su mujer.

     -�Iré; voy corriendo! -exclamó la anciana subiendo la escalera.

     Y al presentarse ante la teniente solicitó respetuosamente sus órdenes, cuidando de parecer que no la reconocía o que la consideraba desde el primer momento como a persona bastante más importante que la ex encargada de pasear los perritos del marqués.

     -Mis órdenes son que vuestro esposo venga también -contestó la Belinda, halagada por la sumisión de madame Pignoux-. Id a buscarle, buena mujer.

     -Dispensadme -dijo la Pignoux-; mi hombre se halla con los apuros de su trabajo y no está presentable con su delantal y su gorro sucios ante una dama como vos.

     -�Es que tú te crees más presentable, vieja bribona? -gritó el capitán-. A mí no me la das, �sabes? Quiero verle la cara al belitre de tu marido y no valen disculpas. Y vosotros, pícaros -dijo a los criados de Proserpina-, �cómo es que cuando vuestro teniente os manda algo necesita repetíroslo dos veces? �Es que voy a tener que ir yo mismo a buscar a ese traidor?

     En el mismo momento Bois-Doré, a quien ya habían obligado a subir la escalera, penetró en la sala empujado con tal violencia, que poco le faltó para caer a los pies de Proserpina.

     El pobre Mario le seguía temblando de miedo por él y de rabia contra los reitres. Si su viejo padre se hubiera caído, el niño, perdiendo la paciencia, se hubiera dejado hacer trizas por defenderle.

     Afortunadamente para los dos, el marqués no perdió la cabeza y se decidió a afrontarlo todo, contando con el éxito de su disfraz.

     La casualidad quiso que Proserpina no prestase la menor atención a su cara. Conocía muy bien al verdadero Pignoux; al pronto no se dignó alzar la mirada hacia él, porque estaba distraída por las atenciones excesivamente familiares que tenía con ella el teniente Saqueo, que, sentado a su lado, aprovechaba todos los instantes en que Macabro no le observaba con demasiada atención.

     Por lo tanto, el marqués pudo colocarse detrás de Proserpina con la actitud de un servidor respetuoso que aguarda órdenes, y hábilmente hizo que Mario se colocase detrás de él.

     -�Ah! �Por fin estás aquí, racimo de horca! -exclamó el capitán, pegando un puñetazo sobre la mesa-. Tu temor nos revela tu traición, y veo claramente tus malos designios.

     Bois-Doré, creyéndose descubierto, estuvo a punto de mandar el disfraz al diablo y esgrimir el cuchillo de cocina, para morir, al menos, sin ser insultado; pero la presencia de Mario paralizaba su valor. Incierto acerca del sentido de las palabras que le dirigían, se guardó de contestar, no queriendo dejar oír su voz a Proserpina.

     Se contentó con mirar fijamente a Macabro; esta actitud era, sin que él lo sospechase, la mejor que podía adoptar.

     -�Vamos! �Hablarás? -gritó de nuevo el capitán, que, preocupado al principio, parecía tranquilizarse ante aquel aire de candor-. �Te las das de tonto, granuja! Sin embargo, no ignoras que al no presentarte aquí en persona y al resistirte a cumplir con tu deber has faltado a todas las reglas y a todas las obligaciones de tu oficio.

     Bois-Doré, decidido a no hablar, hizo una pantomima, que equivalía a un gesto interrogativo y que significaba: ��De qué se trata?�

     -�Has perdido el habla, tú que tan bien charlabas hace un rato? -prosiguió Macabro-. �O ignoras, triple idiota, que el hostelero debe probar antes que nadie los manjares y las bebidas que presenta? �Te crees que estoy lo bastante seguro de ti para exponerme a ser envenenado?... Vamos, pronto, mala bestia, traga lo que ves en este plato y en este cubilete, o si no te haré tragar mi tizona.

     Al mismo tiempo mostraba al marqués un plato en el que había puesto una parte de todos los manjares servidos en la mesa y un cubilete lleno de vino tomado de todos los jarros.

     El marqués se tranquilizó al ver de qué se trataba, tanto más cuanto que Proserpina no lo miraba en el momento en que tuvo que inclinarse sobre la mesa para tomar el plato y el vaso.

     La costumbre de obligar al hostelero a probar los guisos había caído en desuso desde el fin de las grandes guerras civiles, al menos en las provincias del centro. Ni los viajeros usaban de este derecho ni los hosteleros empleaban el de desarmarles antes de que entrasen en la casa.

     Pero Macabro procedía como en país conquistado y hubiera sido inútil discutir el derecho del más fuerte. El marqués se sometió valientemente con una sonrisa desdeñosa por el insulto hecho a su lealtad. Tomó silenciosamente el contenido del plato y del vaso, mientras lanzaba a Santiago �el Mellado� una mirada que significaba claramente: �Ves, Santiago, la generosidad trae suerte.�

     Y Santiago, que adoraba al marqués, se persignó al volver a la cocina.



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- LV -

     Todo marchaba bien.

     Macabro y sus acólitos, vencidos por la mirada altiva y el silencio digno del majestuoso cocinero, estaban encantados de poder hacer honor a sus guisos, y acaso todo hubiera terminado bien sin una desdichada distracción del marqués, que lo echó todo a perder.

     Proserpina dejó caer el abanico de plumas que llevaba colgado de la cintura, junto a una daguita y dos pistolas, y, por una fatal costumbre de galantería, a la que nunca había faltado, ni aun con su ama de gobierno, el marqués se inclinó para recoger el objeto y lo presentó, advirtiendo demasiado tarde su imprudencia.

     Durante un momento, que pareció durar un siglo, los ojos de Proserpina reflejaron sorpresa e incertidumbre; pero al fin la dama exclamó llevando la mano a sus pistolas:

     -�Que muera de mala muerte si éste es maese Pignoux!

     -�Qué? �Qué es esto? -exclamó Macabro a su vez-. Ven aquí, mal guisandero, y muestra tu hocico a la compañía. �Por todos los diablos!, si hay aquí alguna superchería y algún pinche vil ha usurpado las funciones de cocinero, juro hacer con su pellejo un colador.

     El marqués no hizo caso de las amenazas del bandido; comprendió que el momento de la crisis había llegado y, empujando a Mario, le echó fuera de la sala diciéndole:

     -Tú, vete abajo; mi mujer te llama.

     Luego se presentó resueltamente frente a Proserpina y la miró con esa dignidad suprema que sólo el hombre de corazón es capaz de emplear contra cobardes adversarios.

     A pesar del grotesco indumento del marqués, la Belinda no pudo dominar un sentimiento de respeto y de remordimiento. Tenía entre sus manos la vida de aquel hombre, a quien quería humillar y robar, pero a quien no quería que torturasen ni degollasen. Dudó un momento y al fin dijo:

     -�A fe mía, maese Pignoux, ahora os reconozco! Pero �qué diablo! Mucho habéis cambiado. �Es que habéis tenido alguna terrible enfermedad?

     -Sí, señora -contestó Bois-Doré movido por aquel buen movimiento-; he tenido muchos disgustos en mi casa desde que me vi obligado a separarme de una persona que me servía muy bien.

     -Ya sé de quién habláis -repuso la Belinda-. Era un tesoro que no supisteis apreciar y al que arrojasteis como a un perro. Sí, sí; sé cómo ocurrió aquello. Os portasteis mal y ahora os lamentáis. Pero es tarde. La persona a quien os referís no volverá a serviros �a fe mía!

     -Hará bien en no servir a nadie si puede prescindir de ello; pero tengo la esperanza de que en cualquier situación que se halle no habrá olvidado mi generosidad. Me separé de ella sin reproches ni tacañería; ella os lo podrá decir.

     -�Basta! Hablaremos de esto más tarde. Servidnos bien y volved a vuestra tarea, amigo.

     Al salir, Bois-Doré vio que hablaba en voz baja con uno de sus hombres.

     -Estamos salvados -dijo a Mario en la escalera-. No me ha delatado y acaba de dar órdenes para que nos dejen salir.

     Y lleno de candor, el marqués se dirigía con Mario hacia la puerta de la cocina; pero se había equivocado. Por el contrario, Proserpina había renovado la orden de bloqueo.

     Había que seguir fingiendo y ocuparse en confeccionar la famosa tortilla de pistaches.

     Una hora aproximadamente pasó sin aportar cambio alguno a la grotesca y trágica situación.

     En la sala se hacía mucho ruido. Macabro gritaba, juraba y cantaba. Unas veces era una alegría brutal y otras, ira.

     He aquí lo que ocurría:

     El teniente Saqueo era un hombre positivo como su nombre. Encontraba absurdo el prepararse para un golpe de mano que exigía una marcha rápida y silenciosa con una cena que por experiencia él sabía que había de degenerar en orgía.

     Macabro era un bandido entregado a todos los excesos, que eran el verdadero objeto de sus correrías. No tenía, como su teniente, cualidades de especulador, y si no temiese profanar las palabras diría que ponían en su vida de aventuras una especie de embriaguez que era como una poesía sombría y brutal. Era tan bohemio como ladrón; lo gastaba todo, y no era rico más que a temporadas.

     El otro amontonaba fríamente y empleaba con mesura sus ganancias. Era entendido en negocios, no sacrificaba nada al placer y reunía una fortuna.

     En nuestro tiempo hubiera sido un granuja más comedido; hubiera sido un estafador con levita y hubiera hecho vida de sociedad en lugar de recorrer los caminos y desvalijar a los transeúntes.

     Cada siglo tiene su tráfico, y en las guerras civiles de los siglos XVI y XVII el bandolerismo se había organizado en industria regular y en cálculos positivos.

     Saqueo aspiraba a suprimir a Macabro. No se hubiera atrevido a atacarle de frente, pero hacía con él lo que el príncipe con el rey de Francia. Empujaba a su amo al peligro, contando con que un tiro le dejase el sitio libre.

     Con este objeto se esforzaba en agradar a Proserpina, guardiana de la caja y de las alhajas, y la dama, aunque tratando con miramientos a su casual esposo, no desanimaba al esposo en perspectiva, porque los azares de la guerra podían hacer que le fuese útil en algún momento dado.

     Macabro empezaba a darse cuenta de aquel juego de coquetería y se sentía perplejo entre el deseo de dejarse dominar por su diosa y el de administrarle una buena paliza.

     También hubiera deseado romper la cabeza a su rival y, sin embargo, comprendía cuán necesarias eran la actividad y la lucidez de su teniente, a él que no se podía resignar a ser sobrio ni a vivir en perpetua alerta.

     Tanto era así que, harto de aquellas alternativas de ira y de reconciliación que se repetían a cada comida, el capitán tomó el partido de ahogar sus preocupaciones en el vino clarete de La Châtre, y después de mucho desbarrar empezó a experimentar la invencible necesidad de echar un sueño con las narices sobre el plato, dentro de los restos de un pastel.

     Solamente entonces pudo Saqueo hablar seriamente con Proserpina.

     -Ya veis, mi Bradamante -le dijo-, que este borracho no sirve para nada, y si me hicierais caso le dejaríamos dormir tranquilamente su borrachera y partiríamos a saquear el castillo. Mañana, a nuestra vuelta, recogeríamos a nuestro bello capitán, que por ahora no nos serviría más que de estorbo en nuestra expedición.

     Proserpina acariciaba una idea que acababa de ocurrírsele, una idea atrevida y singular, que se guardó mucho de comunicar al teniente.

     Fingió consentir.

     -Id a dar de comer a la tropa -contestó-; yo me quedo al cuidado de este dormilón, y si se despierta le daré de beber para que reanude su sueño.

     Saqueo bajó a la cocina y mandó que le entregasen todas las provisiones de cerdo salado y conservas de caza; luego fue a la cuadra, donde sus hombres y los de Macabro se habían instalado.

     Se procedió, bajo su dirección y con una parsimonia prudente, a la distribución de víveres, y sobre todo a la del vino; él mismo cuidó de que se montase bien la guardia. Los hombres de Proserpina estaban sentados ante la mesa de la cocina y cenaban alegremente con los copiosos restos de la cena de los oficiales.

     Entre tanto la teniente mandó subir al cocinero; éste la encontró calentándose ante la lumbre en una actitud masculina; sus gruesas piernas estaban calzadas con altas botas de montar.

     Estaban solos, porque el capitán roncaba sobre su pastel.

     -Sentaos aquí, marqués, y hablemos -dijo ella con un tono condescendiente bastante cómico-. Tenéis que enteraros de nuestras situaciones respectivas y os haré ver muchas cosas en pocas palabras, porque el tiempo apremia.

     El marqués se sentó en silencio.

     -Debo deciros -prosiguió la dama-bandolero- que cuando me despedisteis tan descortésmente de vuestro solar entré al servicio de madame de Gartempe, que debía partir para la Lorena, donde posee bienes de importancia.

     -Ya lo sé -dijo el marqués-; entrasteis en casa de una dama de alta alcurnia, y vuestra situación no había empeorado. �Cómo es que...?

     -�Que haya salido tan pronto? En vuestra casa me había dado a la devoción, porque siempre es agradable hacer lo contrario de lo que hacen los amos; por lo mismo, encontrando que mi noble señora era demasiado exigente respecto a los asuntos de conciencia, me pasé a las ideas de la Reforma, lo cual fue causa de que me echase, mucho más duramente que vos, lo confieso.

     En esto llegó a Lorena una cuadrilla de aventureros, que habían servido a aquel bravo capitán a quien allí llaman el bastardo de Mansfeld y que, derrotado al otro lado del Rin por los ejércitos católicos del emperador, buscaba fortuna en Alsacia y Lorena.

     Aquellos hombres inspiraban mucho miedo, tanto a mí como a los demás; pero la casualidad quiso que me encontrara entre ellos a éste que veis aquí. Acababa de despedir a sus soldados y proyectaba volver a Bourges para establecerse y envejecer en paz.

     Él recordaba el Berry con tanto cariño, que nuestra amistad fue pronto hecha y me ofreció su corazón y su mano.

     No sé por qué no me determiné al matrimonio. Para terminar, mi querido marqués, debo deciros que vuestro castillo será tomado esta noche e incendiado mañana por la mañana.

     -�Es este el verdadero objeto de vuestra expedición? -preguntó el marqués afectando tranquilidad-. �Sois vos quien ha sugerido esta idea al capitán Macabro? No puedo creer que seáis hasta tal punto vengativa y perversa.

     -La idea no es mía, pero yo la he sugerido sin querer por haber hablado imprudentemente de vuestro tesoro. Apenas se enteró me agobió con sus preguntas, y yo, sin saber dónde quería ir a parar, le di bastantes detalles que le hicieron creer que sería fácil apoderarse del tesoro.

     También tuve la imprudencia de enseñarle unas cartas que confirmaron mis incautas palabras. Una era de monsieur Poulain; la otra, de Sancho. Ambas me daban noticias de monsieur de Alvimar, porque creía que yo seguía en lo que ellos llamaban los buenos principios, y como conviene tener amigos en todas partes, me guardó mucho de notificarles en qué compañía me encontraba.

     En vista de todo esto, un buen día Macabro marchó a Alsacia, donde encontró a varios de sus antiguos reitres; alistó a otros que estaban deseando entrar en campaña, se asoció al teniente Saqueo, que es un hombre hábil e infatigable, y, hecho todo esto, volvió a Linières, desde donde marchó ayer a Brilbault con algunos de los suyos, después de citar a los demás para esta noche en la hostería aislada en que nos hallamos en este momento.

     Bois-Doré escuchaba con mucha atención, pero ocultando la sorpresa y la inquietud que le causaban todas estas revelaciones.

     Al recordar las apariciones de Brilbault, volvió maquinalmente la vista hacia la pared de la sala en que se encontraba y por segunda vez vio reflejarse la cara, con gruesa nariz ganchuda, largo mostacho y casco empenachado, del capitán Macabro.

     Era el mismo perfil que había visto en Brilbault, y ya no dudaba de que el rector Poulain, al que había creído reconocer, fuese también de la partida. Además, �no acababa de decirlo la misma Proserpina que Alvimar había sobrevivido al terrible duelo de La Rochaille?

     No hizo ninguna reflexión y se limitó a interrogar a la dama, que confirmó todas sus suposiciones.

     Alvimar había visto horrorizado al hugonote Macabro junto a su lecho de muerte.

     Pero tan pronto como expiró, Sancho hizo el juramento de unirse a los reitres y a los bandidos gitanos que quisiesen secundarle.

     -Esta mañana -añadió Proserpina- Macabro volvió a Thevet, donde le esperábamos. Saqueo y yo, con nuestros hombres, estábamos acampados fuera de la ciudad, sin querer asustar ni maltratar a nadie; así, gracias a la prudencia y a la buena disciplina de nuestros aventureros, es como hemos podido caminar más de cien leguas a través de Francia sin tener que combatir. Nos hacíamos pasar por voluntarios al servicio del rey y enseñábamos papeles falsos. De esta manera, los que quieran ir a buscar fortuna en el partido hugonote o en otra parte podrán llegar hasta el Poitou; Macabro piensa facilitarles los medios de hacer carrera, y si ve que se aventuran en malos negocios, él se retirará de la campaña con el botín de vuestro castillo. De modo, mi querido marqués, que en nuestro poder está el arruinaros, y, por vuestra desgracia, habéis venido a caer aquí, entre las manos de personas resueltas a quitaros la vida.

     -Es decir, que mi suerte está en vuestras manos -contestó el marqués-, y me lo decís para hacerme comprender el agradecimiento que os debo. Contad, Belinda, con que no se limitará a palabras, y si también renunciáis a marchar sobre Briantes, sacaréis más provecho que en partir mis bienes con esta banda de ladrones.

     -Ya os he dicho, marqués, que no soy yo quien dirige; pero os puedo ayudar a libraros del capitán y puedo hacer atender a razones al teniente, que prefiere el dinero a las peleas.

     -Es decir, que queréis mi rescate y el de mi castillo. Evaluad primero el de mi persona, que lo confieso, está indefensa en vuestro poder. En cuanto al castillo...

     -En cuanto al castillo, creéis poder defenderle una vez libre. Por eso no quedaréis en libertad hasta que hayamos salido de él, al menos que...

     -�Al menos que pague?

     -Al menos que firméis, señor marqués, porque vuestra firma es sagrada para quien, como vuestra fiel Belinda, conoce el honor de un hidalgo cual vos.

     -�Qué queréis que firme? -preguntó el marqués, fácilmente resignado, toda vez que no se trataba más que de dinero.

     Proserpina guardó un instante de silencio. Su rostro adquirió una expresión de malicia diabólica y, sin embargo, reflejó al mismo tiempo una ansiedad singular, como si sus propias exigencias la hubieran ruborizado un poco.

     -Vamos, vamos -le dijo el marqués-, hablad y acabemos pronto, antes de que vuestro compañero se despierte.

     -Mi compañero no es mi esposo, ya lo sabéis, señor marqués -repuso la teniente con coquetería-. Es muy feo y muy tonto... y aunque no seáis más joven que él, aun tenéis atractivos..., a los que no he permanecido siempre todo lo indiferente que aparentaba.

     -�Qué locuras me estáis diciendo, mi pobre Belinda?... Vaya, basta de bromas... �Acabemos!

     -No bromeo, marqués; siempre he sentido la ambición de ser dama noble; para concluir, he aquí mi única y última palabra: �Sed libre! �Nada de rescate! �Marchaos! Corred a defender vuestro castillo, si yo no puedo impedir que lo ataquen, y sea cual sea el resultado del asunto, cumpliréis la palabra que me vais a dar por escrito de tomarme por esposa legítima y heredera universal.

     -�Mi esposa vos! -exclamó el marqués, retrocediendo estupefacto-. �En qué pensáis? �Mi heredera! Cuando Mario...

     -�Ah! He aquí la cuestión; el niño es el obstáculo. Pero podéis estar tranquilo; seré bondadosa con él si se porta debidamente conmigo, y después de mi muerte vuestros bienes podrán volver a él, siempre que yo esté satisfecha de su comportamiento.

     -�Belinda, estáis loca! -dijo el marqués levantándose-. Al menos que todo esto sea una broma...

     -No es una broma, y, �por mi vida! -dijo levantándose ella también-, si no escribís en el acto lo que exijo, despierto al capitán y hago subir mis gentes.

     -Podéis hacer que me maten, si os parece -contestó Bois-Doré-, pero no me prestaré nunca a vuestro capricho. Y tened en cuenta que no me dejaré degollar como un cordero.

     Belinda, ciega de furor, empezó a llamar a sus hombres. El marqués desenvainó su cuchillo y se precipitó hacia la puerta para recibir a los asesinos. Pero en aquel momento Macabro se levantó de pronto, tambaleándose, y arrojó un jarro a la cabeza de su esposa. Mal lo hubiera pasado ésta de tener el bandido más seguro el pulso.

     -�Puerca indecente! -gritó corriendo tras ella-. �Ah! �Quieres casarte con tu viejo marqués? �Acaso crees que soy sordo? �No sabes que el capitán Macabro no duerme más que con un ojo y un oído? Tú, quédate, marqués. Contra ti no tengo nada, porque tú has rechazado las ofertas de esta maldita Putifar. �Te digo que te quedes! Ayúdame a coger a esta bribona. Quiero retorcerle el cuello y hacer un tambor con su pellejo.

     A pesar de estas seductoras invitaciones, el marqués dejó a los dos amantes arreglárselas juntos y se precipitó hacia la escalera. Mario, asustado por el ruido que se oía en la sala alta, se había precipitado a su vez. Se encontraron en medio de la escalera sin poder ni subir ni bajar, porque desde arriba, Proserpina, perseguida por Macabro, que le molía a golpes con el palo de la silla, cayó sobre ellos rodando, mientras que de abajo los reitres de la teniente subían para calmar aquella escena conyugal.

     Lo que se consiguió al punto.

     Proserpina, desmelenada, se levantó y se arrojó entro sus soldados, que, sin ningún respeto hacia el capitán, se apoderaron de él con bastante brutalidad, se lo llevaron a la sala y lo encerraron, burlándose de sus gritos y de sus amenazas.

     La teniente, acostumbrada a aquellas escenas, no tardó mucho en reponerse.

     Apenas hubo bebido un vaso de ginebra de Marche, que le presentó uno de sus pajes, buscó con una mirada de ave de rapiña a su víctima:

     -�El cocinero! �El cocinero! -exclamó-. �Traedme al cocinero!



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- LVI -

     Trajeron al marqués y a Mario, que se agarraba desesperadamente a él.

     Belinda reconoció al niño en el acto, y una alegría feroz hizo enrojecer su cara, pálida por el miedo.

     -�Amigos míos! -exclamó-, ya tenemos cogidos al jabalí y al jabato, y han de valernos un buen rescate; pero para nosotros solos, �oís?, sin repartir con los alemanes -llamaba así a los reitres del capitán- ni con el teniente Saqueo y sus italianos. Para nosotros, para nosotros solos el tal Bois-Doré y su hijo, y �viva Francia, pardiez! �Una pluma, papel, tinta, pronto! El marqués tiene que firmar su rescate. Yo conozco su fortuna, y os respondo que no me ocultará nada. Mil escudos de oro para cada uno de estos bravos, �lo oyes, marqués?; y para mí, la palabra que te he pedido.

     -Para ti, mala mujer, toda mi fortuna -exclamó el marqués-, con tal de que mi hijo tenga la vida en salvo. �Dadme, dadme la pluma!

     -Eso no -repuso la Proserpina-; no quiero solamente la fortuna, sino tu nombre, y vas a firmar la promesa de matrimonio.

     El marqués no creía que aquel demonio se hubiera atrevido a declarar sus pretensiones ante testigos.

     Pero, lejos de escandalizarse, los reitres aplaudieron, como si se hubiera tratado de una excelente jugada, y el rubor invadió el rostro de Bois-Doré, sublevado por el papel abyecto y ridículo que le hacían representar.

     -Pedís demasiado, señora -dijo, encogiéndose de hombros-; tomad mi oro y mis tierras, pero mi honor...

     -�Es tu última palabra, viejo loco? Entonces venid aquí, camaradas; traed una cuerda y haced la estrapada al chiquillo.

     Al hablar así, la odiosa mujer designaba un enorme gancho de hierro clavado en la bóveda de la cocina y que servía para colgar los pies del asador.

     En un segundo se apoderaron de Mario, que gritó al marqués:

     -�Niégate, niégate, padre! Aguantaré todo.

     Pero el marqués no podía soportar la idea de martirizar a su hijo.

     -�Dadme la pluma! -gritó-. Consiento. �Firmo todo lo que queráis!

     -Hagámosle dar, sin embargo, un salto o dos de estrapada -dijo uno de los bandidos, mientras empezaba a atar a Mario-; esto hará que la escritura del viejo sea más generosa.

     -Sí, hacedlo -contestó Proserpina-. Este niño insoportable lo tiene bien merecido...

     El marqués se volvió furioso; pero se calmó en seguida al ver a su pobre hijo, que palidecía de miedo a pesar de su valor.

     Era inútil toda resistencia: Mario estaba en poder de aquellos bandidos.

     Bois-Doré cayó a los pies de Proserpina.

     -�No hagáis sufrir a mi hijo! -exclamó-. Cedo, me someto, me caso con vos. �Qué más necesitáis que mi palabra?

     -Quiero tu firma y tu sello -contestó Proserpina.

     El marqués cogió la pluma con mano temblorosa y escribió lo que lo dictaba aquella furia:

     �Yo, Silvio Juan Pedro Luis Bouron del Noyer, marqués de Bois-Doré, prometo y juro a Guillette Carcat, llamada Belinda, y llamada Proserpina...�

     En aquel momento se oyó un ruido espantoso, y los reitres de Proserpina se precipitaron hacia la puerta.

     Eran los alemanes del capitán, a quienes éste había llamado por la ventana, y que acudían para libertarle. Los italianos de Saqueo montaban la guardia con orden de no dejar entrar ni salir a nadie.

     Estos tres bandos estaban siempre peleando; sus jefes tenían que sujetarlos y separarlos a menudo. Pero esta vez fue imposible. Saqueo, atraído por los gritos de Macabro, y creyendo que Proserpina quería acabar con su tirano, se esforzaba en impedir que los alemanes le auxiliasen; los franceses, al servicio de la teniente, odiaban a los unos y a los otros, y todos vinieron a las manos, sin utilizar las armas, pero injuriándose y golpeándose con los pies y los puños.

     Aquel estrépito estaba aumentado por el del estropicio de muebles en la sala alta, donde Macabro se debatía como un demonio para libertarse, y por los gritos agudos de Proserpina, que alentaba a los suyos y empezaba a temer por su vida en el caso de que fuesen derrotados.

     Bien puede suponerse que el marqués no aguardó al fin de la lucha para pensar en su huida. Dio un salto hacia su hijo para libertarle; pero la cuerda estaba tan ingeniosamente atada y era tal su turbación, que no conseguía desatarla.

     -�Cortad! �Cortad! -decía madame Pignoux.

     Pero un temblor convulso agitaba las manos del anciano, y temía herir a su hijo con el cuchillo.

     -Dejadme a mí -dijo Mario, rechazándole.

     Y con maña y sangre fría deshizo el nudo.

     El marqués le cogió en sus brazos y siguió a la hostelera y a la criada, que corrían hacia la cocina.

     Al precipitarse hacia fuera, tropezó en el umbral y estuvo a punto de caerse; había un cuerpo tumbado en el suelo: era el del Mellado. Estaba muerto; pero junto a él yacían dos reitres: uno atravesado por un asador, y el otro medio decapitado por el cuchillo. Santiago se había vengado y había dejado libre el paso. Su cara horrible, pero enérgica, tenía una expresión espantosa: parecía contraída por una risa de triunfo, y dejaba ver sus colmillos, espaciados, como a punto de hacer presa.

     El marqués vio rápidamente que ya no se podía hacer nada por el pobre Mellado; corrió cuanto pudo, llevando a Mario apretado contra su pecho.

     -Déjame en el suelo -le decía el niño-; correremos mejor. Por favor, déjame en el suelo.

     Pero el marqués creía oír cargar detrás de él las terribles pistolas de chispa, y quería proteger a su hijo con su cuerpo.

     Cuando se vio fuera de su alcance se decidió a dejarle en el suelo, y ambos se lanzaron hacia el bosquecillo, en el que se ocultaba la antigua hostería medio derrumbada.

     Mientras corrían, vieron correr también a madame Pignoux y a su criada. Se apiadaron de aquellas dos viejas; pero llamarlas hubiera sido la perdición de todos. Ellas cortaron a campo traviesa; sin duda se dirigían hacia algún escondrijo conocido, que podría ofrecerles un buen refugio.

     Los caballeros de Bois-Doré saltaron sobre sus caballos y evitaron llegar al Terrier por la carretera. Pasaron por uno de esos senderos estrechos y bordeados de altos matorrales de endrinas, que serpenteaban entre las propiedades.

     La batalla de los reitres podía cesar bruscamente. Estaban bien montados, y eran capaces de alcanzar a los fugitivos; pero el ligero galope de Rosidor y de Coquet hacía poco ruido sobre la tierra mojada, y como el sendero que seguían se cruzaba con otros, el enemigo tendría que separarse en varios grupos para poderles seguir.

     Ante todo, se trataba de ganar terreno; por eso los de Bois-Doré no pensaron en un principio más que en despistar al enemigo, metiéndose al azar en aquel dédalo de caminos cenagosos que se hundían cada vez más a medida que llegaban al fondo del valle.

     Después de diez minutos de galope, el marqués detuvo su caballo y el de Mario.

     -�Alto! -le dijo-. Agudiza tu fino oído. �Somos perseguidos?

     Mario escuchó; pero el ruido de la respiración de su caballo jadeante le impedía oír bien.

     Saltó a tierra, se alejó unos pasos y volvió.

     -No oigo nada -dijo.

     -Tanto peor -contestó el marqués-, porque ya habrán terminado de batirse, y deben de pensar en nosotros. Pronto, a caballo, hijo mío, y sigamos corriendo. Hay que llegar a Brilbault, donde están nuestros amigos y nuestros servidores.

     -No, padre, no -repuso Mario, que ya se hallaba de nuevo sobre su caballo-. A Briantes es donde debemos correr a campo traviesa. �Oh!, padre, os lo suplico; no vaciléis y no dudéis de que tengo razón. Estoy seguro de lo que digo.

     Bois-Doré cedió sin comprender; el momento no era para discusiones.

     Llegaron en línea directa a la aldea de Lacs, a través de la gran llanura fronteriza que pertenecía por entero a la señoría de Montlery, y, por lo tanto, no estaba todavía en aquella época dividida en lotes, bordeados por zarzas.

     Iban a la ventura de Dios en terreno descubierto y sin poder apresurarse, porque en varios sitios los caballos se hundían hasta las rodillas en la tierra labrada.

     Sin embargo, nuestros fugitivos hicieron la mitad del trayecto sin oír ninguna partida de jinetes por la carretera, a la que seguían casi paralelamente, a una distancia de dos o tres tiros de arcabuz.

     Según el marqués, esto era mala señal. La disputa de los reitres no había podido prolongarse tanto. Al comprobar los alemanes que Macabro no había sido asesinado, sino sencillamente encerrado por causa de su borrachera, todo debía de haberse apaciguado, y Proserpina no era mujer que olvidase a los cautivos, de quienes esperaba, al menos, un buen rescate.

     �Si no nos persignen por la carretera -pensaba el marqués- es que nos han visto cruzar la llanura y nos esperan a la entrada del bosque de Veille, en los caminos hondos que la Belinda conoce, sin duda. Acaso esos granujas están más cerca de nosotros de lo que nos figuramos, porque la niebla se va haciendo densa, y ya no sé si aquellas sombras que veo allí son árboles o jinetes parados que nos esperan.�

     Detuvo otra vez a Mario para comunicarle sus impresiones.

     Mario miró los árboles y dijo:

     -�Corramos! �Corramos! Allí no hay jinetes.

     Los fugitivos reanudaron su carrera. Pero al pasar junto al bosque, que en aquella época se extendía hasta la alquería de Aubiers, fueron súbitamente alcanzados por un grupo de jinetes que desembocaban a su derecha y les gritaban ��Alto!� con voz resonante.

     Eran voces francesas; pero los aventureros de Belinda eran también franceses.

     El marqués dudó un momento. Aquellos hombres estaban ocultos todavía por la obscuridad del bosque, y no era fácil reconocerlos, mientras que los Bois-Doré se hallaban bastante lejos de la entrada para no escapar a sus miradas.

     -Sigamos andando -dijo Mario-. Si no son enemigos, ya lo veremos.

     -�Vive Dios! -exclamó el marqués-, son los reitres, y nos siguen. �Corramos, corramos, hijo mío!

     Y pensó:

     ��Que Dios dé fuerzas a mis pobres caballos!�

     Pero los caballos habían corrido demasiado en la tierra resbaladiza; habían perdido su primer ardor, y los que les perseguían estaban tan cerca, que a cada momento el marqués creía oír silbar las balas junto a sus oídos. Perdía mucho tiempo, por empeñarse, a pesar de Mario, en permanecer detrás, para recibir la primera descarga.

     Un jinete mejor montado que los demás le alcanzó casi y le gritó:

     -�Te detendrás, ladrón, o tendré que matarte?

     -�Alabado sea Dios, es Guillermo! -exclamó Mario-. Reconozco su voz.

     Volvieron riendas, y quedaron estupefactos al ver que Guillermo se abalanzaba sobre ellos, intentando arrojar al marqués de su caballo.

     -�Eh!, primo mío -dijo Bois-Doré-, �no me reconocéis?

     -�Ah! �Quién diablo os reconocería con semejante indumento? -contestó Guillermo-. �Qué es eso blanco que tenéis en la cabeza, y qué clase de falda es ésa que lleváis flotando sobre los muslos? Quería tener noticias vuestras; luego, al veros de cerca, me pareció reconocer vuestro caballo y el de Mario. Pero creía que eran ladrones que se llevaban vuestras monturas, acaso después de haberos asesinado. �Es éste Mario? En verdad que estáis los dos singularmente ataviados.

     -Es verdad -dijo el marqués, al acordarse de su mandil de cocina y de su gorro de dril, que no había tenido todavía ni tiempo ni idea de quitarse-, no estoy equipado como hombre de guerra, y os agradeceré, primo mío, que me proporcionéis un sombrero y armas, porque no llevo más que un cuchillo de cocina, y acaso tengamos necesidad de pelear de un momento a otro.

     -Tomad, tomad -dijo Guillermo, dándole su propio sombrero y las armas de su mejor criado-; daos prisa, y no nos detengamos, porque parece ser que vuestro castillo está en peligro.

     Bois-Doré creyó que Guillermo estaba mal informado.

     -Nada de eso -le dijo-; hace media hora los reitres estaban todavía en Etalié.

     -�Los reitres en Etalié? -reclamó Guillermo-. En tal caso, más nos vale correr, si no queremos ser cogidos entre dos fuegos.

     No se podía perder el tiempo en explicaciones. Prosiguieron a toda marcha por la llanura hasta Briantes.

     A lo largo del camino, las gentes de Bois-Doré iban engrosando la banda de Guillermo; después de vanas pesquisas en Brilbault, habían recibido los avisos de la gitanita y volvían al azar, sin tener mucha fe en su mensaje, y pensando que acaso era un ardid de sus compañeros para despistar las investigaciones.

     Se habían decidido porque Pilar les había dicho que su amo estaba avisado también y volvería sobre sus pasos. Como no le habían visto en Brilbault en el sitio convenido, pensaron que el aviso, real o falso, debía de haber sido dado, efectivamente, al marqués, y que era inútil ir a buscarle a Etalié.



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- LVII -

     Monsieur Robin no había creído ni una palabra del relato de Pilar. Sin embargo, se había puesto en camino con su escolta, pero sin apresurarse, y era de temer que se hubiesen encontrado con los reitres, porque nuestros caballeros llegaron cerca de Briantes sin que les alcanzasen.

     También los preocupaba maese Jovelin, que era el primero que había partido de Brilbault, con cinco o seis hombres de Briantes. Les sorprendía el no haberle alcanzado todavía, a pesar de lo rápido de la marcha que llevaban; cada cual hacía estas reflexiones para sí, sin tener tiempo de comunicarlas a los demás.

     En muchas novelas he leído largas conversaciones cambiadas por los personajes mientras que sus caballos devoran el espacio; pero, en realidad, no he visto nunca que esto fuese posible.

     Cruzaron el pueblo, y aunque no era más que la una de la madrugada, se veía con tanta claridad como en pleno día. Los edificios de la granja del castillo eran presa de las llamas.

     Ante tal espectáculo no dudaron ya y se precipitaron al asalto de la puerta, que estaba cerrada y defendida por Sancho y por algunos gitanos, que habían reunido apresuradamente al oír el galope de los que llegaban.

     -�Qué hacemos? -dijo Guillermo al marqués-. Los nuestros, arrebatados por la ira, no esperan órdenes de nadie. Vamos a perder nuestros mejores criados acaso inútilmente. Pensemos en hacer las cosas con provecho.

     -Eso es -dijo Bois-Doré-, detenedlos; un momento más o menos no ha de impedir que mi granero arda; la vida de estos buenos cristianos está para mí por encima de toda mi cosecha. Llamadlos y apaciguadlos; pero antes quiero ocuparme de este niño, que me inquieta.

     Al hablar en esta forma, el marqués apartó un poco a Mario.

     -Hijo mío -le dijo-, dadme vuestra palabra de que no avanzaréis hasta que yo os llame.

     -�Cómo, padre! -exclamó Mario, desesperado-; me habláis como hace un momento me hablaba Aristandre, y me tratáis como si fuera un niño chiquitín. �Así me dais lecciones de honor y de valentía, ves que...?

     -�Silencio, señor! �Obedeced! -dijo el marqués, hablando autoritariamente a su hijo amado por la primera vez en su vida-. No tenéis todavía edad para batiros, y os lo prohíbo.

     Gruesas lágrimas llenaron los ojos del niño. El marqués volvió la cabeza para no verlas, y después de dejar a Mario en medio de una pequeña escolta de buenos servidores, corrió a reunirse con Guillermo de Ars, que había logrado imponer orden y obediencia a su tropa.

     -Es completamente inútil -dijo el marqués- que intentemos forzar la entrada; dos hombres se bastan para defenderla durante una hora, de no ser que consintamos en sacrificar a veinte de los nuestros. �Ah!, primo mío, está muy bien que uno fortifique sus entradas, pero resulta muy incómodo cuando se trata de volver a casa. En este lugar el foso tiene quince pies de profundidad, y ya veis que los taludes no permitirían cruzarlo a nado; el que lo hiciera sería tiroteado desde la terraza. �Sabéis lo que hay que hacer? �Mirad!, el granero se ha derrumbado; ha debido de caer en el foso y colmarlo en parte. Por ahí es por donde hay que entrar. Voy con mi gente; quedaos aquí fingiendo buscar tablas y materiales para reemplazar el puente levadizo, y así engañaréis al enemigo y le impediréis huir cuando nosotros caigamos sobre él. Nosotros, amigos míos -dijo a los suyos-, nos deslizaremos sin hacer ruido, bordeando el muro, cuya sombra nos ocultará, a pesar del fuego que consume nuestras mieses.

     El plan del marqués era muy juicioso. Había ocurrido lo que él suponía. El foso estaba colmado en parte y el muro derribado por la caída del granero; pero había que pasar sobre los escombros incendiados y a través de las llamas y del humo. Los caballos, espantados, retrocedieron.

     -�A pie, amigos míos, a pie! -gritó el marqués, avanzando al galope entre aquel infierno.

     Sólo Rosidor se arrojó en él intrépidamente; salvó todos los obstáculos con una habilidad milagrosa, y, sin preocuparse de que sus hermosas crines y las cintas que le adornaban se chamuscasen, llevó valientemente a su amo al centro del recinto.

     La espléndida cabellera del marqués no corría peligro alguno. Se había quedado bajo los haces de leña, en la hostería del Gallo Rojo.

     El valor del amo electrizó a los criados, ya muy animados por el deseo de libertar o de vengar a sus familias, y varios le siguieron de bastante cerca para impedir que cayera en manos del enemigo.

     Pero en el momento en que el grueso de la tropa llegaba a los escombros llameantes, uno de los campesinos lanzó un grito de alarma, que detuvo a los demás y los hizo retroceder con terror.

     Bajo la acción de un calor intenso, la parte superior de la fachada del granero, que estaba todavía en pie, acababa de crujir y se inclinaba, amenazando aplastar a quien intentase pasar. Seguramente no tardaría en caer ni un minuto; entonce pasarían, por muy difícil que fuese.

     Esto es lo que todos pensaron y todo el mundo esperó. Pero los segundos y hasta los minutos pasaban, y la fachada no caía. Y aquellos segundos, aquellos minutos, eran siglos en la situación en que se hallaba el marqués en aquel momento.

     Solamente con una docena de los suyos hacía frente a una partida de combatientes compuesta por más de treinta gitanos.

     Cuatro horas habían pasado desde la evasión de Mario, y en estas cuatro horas los bandidos no sólo habían pensado en engullir.

     A la primera embriaguez de la victoria y a la primera satisfacción de su apetito había sucedido la esperanza obstinada de apoderarse del castillo. Habían intentado todos los medios para introducirse por sorpresa. Varios habían muerto en aquellas intentonas, gracias a la vigilancia de Adamas y de Aristandre, secundada por la serenidad, los buenos consejos y la actividad de Lauriana y de la morisca.

     Viendo la inutilidad de sus esfuerzos, habían prendido fuego al granero, con la esperanza de inducir a los sitiados a hacer una salida para salvar los edificios y las cosechas. El prudente Adamas tuvo que gastar tesoros de elocuencia para lograr retener a Aristandre, que quería arrojarse ciegamente en la trampa. Hasta había sido necesario que Lauriana hiciese uso de su autoridad y le demostrase que si él sucumbía en la empresa todos los desdichados encerrados en el castillo, empezando por ella misma, estaban perdidos sin remedio.

     Hacía una hora que el granero ardía, y Aristandre, exasperado, había agotado todos los juramentos y todas las imprecaciones de su vocabulario. Condenado a la inacción, tascaba el freno y maldecía de Adamas y de Lauriana, de Mercedes y de Clindor, que también predicaban la paciencia, y de todos los que le retenían, cuando Adamas, subido a lo alto de la torre de la escalera, le gritó desde la lucerna:

     -�Ahí está el señor! �Ahí está el señor! No lo veo, pero respondo que está ahí, porque hay pelea, y estoy seguro de haber reconocido su voz dominando a todas las demás.

     -Sí, sí -exclamó Mercedes, que miraba por una de las ventanas del patio- Mario está aquí, porque el perrito Fleurial anda como loco; le ha sentido. �Mirad!, no le puedo sujetar.

     -�Aristandre! -exclamó Lauriana-. �Salid! �Salgamos todos! �Es el momento!

     Aristandre había salido ya. Sin preocuparse de si era seguido o no, se precipitó al lado del marqués, y le libertó de La Fleche, que, flexible como una serpiente, había saltado sobre la grupa de su caballo y le ahogaba entre sus brazos, secos y nerviosos, aunque sin lograr desarzonarle.

     Aristandre agarró al gitano por una pierna, a trueque de arrastrar también al marqués, le arrojó al suelo y le pisoteó, hundiéndolo las costillas; luego le abandonó desmayado o muerto, y se abalanzó sobre los demás.

     Los criados del castillo habían salido también, incluso Clindor, y el pobre perrito Fleurial, que se escapó de los brazos de la morisca, se metió entre las piernas del marqués y, por último, desapareció entre el tumulto para ir en busca de Mario.

     Lauriana, armada y exaltada, quería salir también.

     -�En nombre de Dios! -exclamó Adamas, precipitándose entre ella-. �No hagáis tal! Si el señor ve a su amada hija en medio del peligro, perderá la cabeza y, por vuestra causa, se dejará matar. Además, ved, señora, que me encuentro solo para cerrar las puertas, y acaso esto sea la salvación de los nuestros. �Quién sabe lo que puede ocurrir? Quedaos para ayudarme en caso necesario.

     -�Pero la morisca ha salido! -exclamó Lauriana-. Mira, Adamas, mira. Busca a Mario; va detrás del perrito. �Dios mío! �Dios mío! �Mercedes, volved! �Que os van a matar!

     Pero Mercedes, en medio de la batalla, no oía nada, ni hubiese querido oír tampoco: no pensaba más que en su hijo. Pasaba entre fuego y hierro; hubiera atravesado un muro de piedra.

     El marqués y Aristandre, valerosamente secundados, no tardaron en hacerse dueños del terreno, y empezaron a rechazar a los bandidos, unos hacia las ruinas del granero y otros hacia la puerta. Los que pasaban junto a la pared, sin preocuparse por su inminente caída, fueron recibidos con picos y estacas por los vasallos de Bois-Doré, que habían empezado a franquear el pasaje peligroso.

     Mataron e hicieron prisioneros a varios; los otros retrocedieron y, siguiendo las murallas, toda la banda, que no se componía ya más que de unos veinte hombres, se metió bajo la bóveda de entrada.

     -Apagad el fuego -gritó Bois-Doré, al ver que el incendio alcanzaba los demás edificios del cortijo-, y dejadnos acabar de derrotar a esta canalla.

     Dirigía estas palabras a los aldeanos, a las mujeres y a los niños que se habían decidido a salir del castillo; luego corrió con sus criados hacia la bóveda de la entrada, donde acababa de entablarse un extraño conflicto entro los bandidos, que huían, y Sancho, que guardaba la salida.

     Sancho no tenía más que una idea: una idea implacable. Había visto a Mario colocado por el marqués detrás de una casa de la aldea, en medio de una escolta. El niño estaba bien resguardado y bien protegido. Pero era imposible que en algún momento no saliese de su refugio y no se colocase al alcance de un tiro de arcabuz.

     Sancho permanecía en acecho, con el cañón de su arma apoyado sobre una almena de la terraza, con el cuerpo bien escondido y con la mirada fija en la pared tras de la cual su presa había de surgir tarde o temprano. El sombrío español tenía la ventaja formidable de que no le desviaba de su objeto ninguna preocupación por su propia vida. No pensaba en el porvenir, ni aun en la hora presente, tan llena de peligros. No pedía al cielo más que un minuto para realizar y saborear su venganza.

     Por eso, cuando los gitanos, derrotados, azuzados por las espadas, llegaron gritando ante las macizas estacas de la compuerta, Sancho permaneció tan inmóvil como las piedras de la bóveda. En vano voces furiosas y desesperadas le gritaron:

     -�El puente! �El rastrillo! �El puente!

     Fue sordo. �Qué le importaban sus cómplices!

     Los gitanos se vieron obligados a precipitarse hacia la maniobra para intentar libertarse. Sus mujeres y sus hijos lanzaban gritos espantosos.

     Ocurría la contra de la escena de terror y de confusión que había tenido lugar en aquel mismo sitio, pocas horas antes, entre los espantados vasallos del castillo.

     Bois-Doré, siempre a caballo y rodeado por los suyos, tenía ya en su poder los restos de aquella horda de asesinos y ladrones. Las mujeres, enfurecidas, en defensa de sus hijos, se revolvían contra él con una rabia desesperada.

     -�Rendíos! �Rendíos todos! -exclamó el marqués, apiadado-. �Os doy cuartel por los niños!

     Pero nadie se rendía; aquellos desdichados no creían en la generosidad del vencedor; no comprendían la bondad, que, hay que confesarlo, era cosa rara en los señores de aquella época.

     El marqués tuvo que detener a sus gentes, para impedir, según dijo más tarde, una matanza de inocentes, si es que se encontraban algunos entre aquellos pequeños salvajes, ya ejercitados en todas las perversidades de que eran capaces.

     En fin, la compuerta fue alzada y el puente bajó.

     Guillermo, tan generoso como el marqués, hubiera dado cuartel a los débiles; pero, con gran sorpresa de Bois-Doré, los fugitivos pasaron sin obstáculo. Guillermo y los suyos no estaban allí.

     -�Mil rayos del demonio! -exclamó Aristandre-. �Esos diablos se escapan! �Sus! �Sus! �A ellos! �Ah, señor, mientras los teníamos aquí, debíamos haberlos triturado como paja!...

     Y se lanzó en su persecución, dejando al marqués solo bajo la bóveda abierta y despejada, muy intranquilo por Mario, y no pudiendo lanzar su caballo por el puente, por temor a aplastar a los suyos, que estaban a pie y se precipitaban sobre aquel pasaje estrecho para alcanzar a los fugitivos.

     Al fin, el puente quedó despejado. Vencedores y vencidos se precipitaron hacia adelante. El marqués pudo pasar, y vio llegar hacia él a Mario, que pensaba que ya podía abandonar su refugio, puesto que todo parecía haber terminado.

     El peligro parecía, efectivamente, disipado por parte de los bandidos; los fugitivos no pensaban más que en huir como podían, en todas direcciones; algunos se escondían en tal o cual sitio, con mucha habilidad, para dejar pasar a los perseguidores.

     Pero uno de los vencidos no se había movido, y nadie pensaba en él: era Sancho, que seguía escondido y arrodillado en el ángulo de la terraza. Desde allí le hubiera sido fácil arrojar piedras sobre los de Briantes, porque siempre había en la galería de maniobras una provisión de adoquines a la medida de la abertura de las almenas. Pero Sancho no quería revelar su presencia. Quería vivir unos instantes; veía llegar a Mario, y le apuntaba tranquilamente, cuando vio, mucho más cerca de él y más a su alcance, al marqués a tres pasos del puente.

     Entonces se entabló en su alma un violento combate. �Qué víctima debía escoger? No existían entonces escopetas de dos tiros, y había demasiada poca distancia entre el padre y el hijo para darle tiempo a cargar el arma de nuevo.

     En su lucha con Aristandre, Sancho había roto una de sus pistolas, y su vigoroso antagonista le había arrebatado la otra.

     Por un refinamiento de venganza, Sancho se resolvió a escoger a Mario: verle morir sería, sin duda, para el marqués más cruel que morir él mismo.

     Pero aquel instante de vacilación había turbado el equilibrio de su apacible ferocidad.

     Mario iba a caballo; el tiro partió; pero, demasiado bajo para alcanzarle, fue a herir a la morisca, que marchaba a su lado.

     -�Auxilio! �Auxilio, amigos míos! -exclamó Bois-Doré al verse solo con su hijo, expuesto a los tiros de enemigos invisibles.

     Sólo acudieron Lauriana y Adamas, que, al ver huir a los bandidos, habían abandonado la guardia del postigo para reunirse con ellos.

     Mientras que con la ayuda del desesperado Mario levantaban a la pobre morisca, el marqués alzó los ojos hacia la terraza y vio erguirse la alta silueta de Sancho, que, al reconocer a Mercedes, causa primera de la muerte de su amo, se consolaba un poco de no haber conseguido su propósito, y, sin pensar en huir, se apresuraba a cargar de nuevo su arma.

     Bois-Doré le reconoció en seguida, a pesar de que el incendio iluminaba débilmente aquella parte. Como no le quedaba ningún arma cargada, se arrojó de su caballo para entrar bajo la bóveda y subir a la terraza. Porque pensaba, y con razón, que de todos los enemigos con quienes había tenido que habérselas, el vengador de Alvimar era el más peligroso.

     Sancho le vio acudir, adivinó su pensamiento, y sin entretenerse en lanzarle proyectiles que hubieran podido caer a su lado sin gran daño, se precipitó a la escalera de la maniobra, decidido a apuñalarle, porque su cuchillo era la única arma que le quedaba en estado de servirlo.

     Bois-Doré se disponía a franquear la escalera con la espada en alto, cuando pareció presentir la manera de proceder de tan vil adversario.

     Bajó la punta de la espada, tanteando cada peldaño en la obscuridad, adivinando que Sancho estaba allí agachado y en acecho para abalanzarse sobre él y derribarle. Se agarró al pasamanos, pero sin resguardar suficientemente su cuerpo.

     Sancho, avisado por el ruido de la espada al tropezar contra la piedra, se puso en pie, franqueó varios escalones de un salto vigoroso, y fue a caer sobre Bois-Doré, a quien derribó y agarró por el cuello; luego le puso las dos rodillas sobre el pecho y exclamó:

     -�Ya eres mío, hugonote maldito! No esperes compasión, que tampoco tú la has tenido por...

     Antes de terminar su frase, buscó el sitio del corazón, y con la otra mano alzó el cuchillo, diciendo:

     -�Por el alma de mi hijo!

     El marqués, aturdido por la caída, se defendía débilmente: estaba perdido. Pero en aquel momento Sancho sintió sobre su cara dos manecitas que tanteaban, y que de pronto le arañaron tan terriblemente, que tuvo que hacer un movimiento para desasirse.

     Un pensamiento rápido le hizo abandonar al marqués.

     -�El niño primero! -exclamó.

     Pero una conmoción espantosa interrumpió bruscamente sus palabras.

     Mario había seguido al marqués. Había oído su caída. Había encontrado a tientas el rostro de Sancho; había reconocido por el tacto que no era el de Bois-Doré. Llevaba una pistola, que arrancó a Clindor al pasar junto a él. Colocó el cañón sobre aquel cráneo velludo y rudo, y disparó a quemarropa.

     Había vengado la muerte de su padre y salvado la vida de su tío.



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- LVIII -

     Al pronto, el marqués no supo qué ángel libertador había acudido en su auxilio.

     Se desasió del cuerpo de Sancho, que pesaba sobre él; luego extendió los brazos, tanteando en la obscuridad, porque creía que se trataba de un nuevo enemigo que se había equivocado al disparar.

     Sus manos tropezaron con Mario, que se esforzaba en levantarle, diciendo con angustia:

     -�Padre! �Mi pobre padre! �Estás muerto? No me hablas; �estás herido?

     -No, nada; algo contuso solamente -contestó el marqués-. Pero �qué ha ocurrido? �Dónde está ese infame?

     -Me parece que le he matado -dijo Mario-, porque no se mueve.

     -�No te fíes! �No te fíes! -exclamó Bois-Doré, levantándose con esfuerzo y llevando a su hijo abajo de la escalera-. Mientras que a la serpiente le queda un soplo de vida, intenta morder.

     En aquel momento Clindor llegó con una antorcha, y vieron a Sancho inerte y desfigurado.

     Respiraba todavía; a través de la sangre que cubría su rostro, sus ojos parecían decir: �Muero dos veces, puesto que me sobrevivís.�

     -�Cómo, mi pobre David! �Has matado a este Goliat?- exclamó el marqués en cuanto empezó a reponerse.

     -�Ay!, padre, lo he matado demasiado tarde -contestó Mario, que estaba como ebrio, y que recobró con la memoria el dolor-. Creo que mi Mercedes ha muerto.

     -�Pobre morisca! Esperemos que no -dijo el marqués, suspirando.

     Y volvieron a pasar por el puente para ir a reunirse con ella, mientras que Clindor, que temía ver levantarse a Sancho, atravesaba con una punta de partesana la garganta de aquel miserable.

     La morisca se hallaba en pie. No quería que se ocupasen de ella, aunque le costaba trabajo sostenerse.

     Tenía una herida dolorosa: la bala había atravesado su brazo derecho, que ceñía el talle de Mario en el momento del disparo; pero no pensaba más que en el niño, preocupada porque no lo veía; y cuando él se acercó, ella tuvo una sonrisa y perdió el conocimiento.

     La transportaron al castillo, donde Mario y Lauriana la siguieron dándole la mano y llorando amargamente porque la creían perdida.

     El marqués quedó fuera.

     La ausencia de Guillermo le parecía de mal agüero, y avanzó porque creyó oír en la carretera rumores más serios que los que podían provenir de la captura o de la resistencia de algunos fugitivos.

     A medida que avanzaba, los ruidos se hacían más alarmantes, y cuando llegó a lo alto de la torrentera vio venir hacia él una partida en desorden, compuesta por vasallos de Ars y Briantes.

     -�Alto, amigos! -les gritó-. �Qué ocurre y cómo es que unos valientes como vosotros parecen volver la espalda?

     -�Ah!, sois vos, señor marqués -contestó uno de aquellos hombres-. Hay que volver al castillo y defenderse detrás de las murallas, porque ya llegan los reitres. Monsieur de Ars sabía que llegaban, porque monsieur Mario se lo había advertido; ha ido a su encuentro, y en este momento se está batiendo con ellos. Pero no hay medio de luchar contra esas gentes, porque, según dicen, un reitre es más fuerte y más malo que diez cristianos, y además tienen un cañón; ya lo hubieran utilizado contra nosotros de no haber sido por miedo a alcanzar a los suyos, por el desorden en que los ha puesto monsieur de Ars.

     -Monsieur de Ars se ha portado juiciosa y valerosamente, hijos míos -dijo el marqués-; y si el miedo a los reitres os ha hecho volver la espalda, no sois dignos de estar a su servicio ni al mío. Id, pues, a ocultaros detrás de las murallas; pero yo os advierto que, si me veo forzado a retroceder y a refugiarme en mi casa, os echaré de ella, como a gentes que comen demasiado bien y se baten demasiado mal.

     Aquellos reproches hicieron volverse a varios; los demás huyeron; estos últimos pertenecían casi todos a Guillermo.

     Sin embargo, eran hombres valientes; pero los reitres habían dejado en el país tan terribles recuerdos, a los que la leyenda había añadido tan espantosos prodigios, que se necesitaba ser extraordinariamente bravo para afrontarles.

     El marqués, acompañado por algunos, que se ruborizaban de su pánico, no tardó en reunirse con Guillermo, que atacaba heroicamente al capitán Macabro.

     La noche era muy clara, y esto había permitido a Guillermo emboscarse, para caer sobre ellos e impedir que fuesen a cañonear el castillo, porque llevaban, efectivamente, una pequeña pieza de campaña, cuya existencia no había sospechado Bois-Doré durante su reclusión con Etalié.

     Todo el mundo sabe que basta con un mal cañón para demoler aquellas pequeñas fortalezas, hábilmente dispuestas para resistir los asaltos de la Edad Media, pero indefensas ante los recursos de la buena artillería de sitio. Los más formidables castillos del Berry fueron derrumbados cual castillos de naipes, bajo el reinado de Richelieu y de Luis XIV, en cuanto el poder central quiso acabar con la nobleza armada; es sorprendente lo insignificante del número de soldados y de granadas que bastaron para ejecutar tan magna empresa.

     Por estas causas el marqués debía impedir a todo trance que el enemigo se aproximase a su castillo, y con tal fin corrió a auxiliar a Guillermo, que se portaba como un valiente, a pesar de la deserción de la mayoría de sus hombres.

     Pero fue necesario ceder bajo el impulso de los reitres, que tenían la doble ventaja del terreno y del número; la partida parecía perdida, cuando se oyeron, a retaguardia de la tropa enemiga, rumores de combate, como si ésta se hubiera encontrado cogida simultáneamente entre dos fuegos.

     Era monsieur Robin de Coulogne, que llegaba muy oportunamente con los suyos. Su retraso se tornaba providencial. Si hubiera seguido a los reitres de más cerca, los hubiera alcanzado antes, y probablemente no lo hubiera sido fácil vencerlos.

     Sin embargo, aunque cogidos entre dos fuegos, los reitres se batieron encarnizadamente, sobre todo los vigorosos alemanes de Macabro y los fogosos franceses de la teniente.

     Los italianos de Saqueo fueron los primeros en ceder; aborrecían a Macabro y a Proserpina, y no querían morir por ellos.

     Intentaron separarse de los demás para llegar al castillo por algún rodeo; pero a mitad del camino fueron recibidos por Aristandre, que, ocupado en perseguir a los gitanos, ignoraba el ataque de los reitres, y cayó sobre ellos sin saber de qué se trataba.

     Como llevaba consigo una partida poco numerosa, pero buena, y como al primer disparo mató al teniente, los demás no tardaron en ser derrotados por completo, y temiendo una nueva generosidad de Bois-Doré, el carrocero se apresuró a suprimir a todos los prisioneros.

     El cinturón del teniente Saqueo era una buena presa; pero Aristandre no quiso apropiárselo, y lo reservó para la comunidad.

     Un momento después, mientras corría para ir a reunirse con el marqués, encontró a uno de los hombres que habían acompañado a Lucilio a Brilbault.

     -�Eh!, Denison -le gritó-. �Qué has hecho con nuestro músico?

     -Pregunta más bien -contestó Denison -lo que han hecho con él esos bandidos de reitres. �Dios sabe! Nos dirigíamos, hacia Etalié para reunirnos con el señor marqués; pero al pie de la colina los bandidos nos rodearon, nos echaron abajo de nuestros caballos y nos llevaron con ellos.

     A lo primero querían arcabucear a maese Jovelin en el sitio. Estaban furiosos porque él no les contestaba, y tomaron su silencio por un desprecio. Pero había entre ellos una señora que lo reconoció y que dijo que el señor marqués daría un buen rescate por él. Entonces le ataron como a nosotros, y a estas horas deben de estar, él y cuatro de nuestros camaradas, o libres como yo, o muertos en la batalla.

     En cuanto a esa señora, que está ataviada como un oficial, no sé quién es; pero el cielo me confunda si no se diría que es la dama Belinda en persona.

     -Pues vamos a ver, Denison -dijo Aristandre-, y salvemos a todos nuestros amigos, si es posible.

     El buen carrocero reunió, mientras iba corriendo, a cuantos pudo, y atacó a los reitres por el flanco con bastante inteligencia y oportunidad.

     Cogidos por tres lados y reducidos a la mitad, porque unos habían sido muertos por Bois-Doré, Guillermo y monsieur Robin, y otros habían huido con el teniente Saqueo, los reitres, reunidos en pequeño batallón, hicieron un esfuerzo para retirarse en buen orden por el flanco izquierdo.

     Pero era fácil envolver a un ejército tan pequeño; su cañón, conducido a retaguardia, había caído ya en poder de monsieur Robin. Ni siquiera pudieron dispersarse. Tuvieron que rendirse a discreción, salvo algunos que, cegados por la rabia, se dejaron matar, no sin haber antes herido a algunos de sus adversarios.

     Como no podía fiarse en la palabra de los reitres, hubo que desarmarlos y maniatarlos; amanecía cuando vencedores y vencidos se encontraron reunidos en el patio del castillo.

     El incendio de los edificios del cortijo había sido dominado; el destrozo era considerable, pero el marqués no pensaba en ello; limpiábase el sudor y el polvo, que velaban sus ojos, y buscaba con emoción en torno suyo a los seres queridos: primero a Mario, que no se hallaba junto a él para felicitarle, lo cual le hizo temer que el estado de la morisca hubiese empeorado; después a Lauriana, que acudió para tranquilizarle acerca de Mercedes; Adamas, que le besaba los pies con entusiasmo; Jovelin y Aristandre, que no aparecían por ninguna parte, y, por último, su buen cortijero, cuya muerte le ocultaban; en fin, todos sus fieles servidores y vasallos, cuyo número había disminuido en aquella noche fatal.

     Pero mientras preguntaba por ellos, se interrumpía continuamente para preguntar por Mario con una súbita ansiedad.

     Dos o tres veces, durante el encarnizado combate con los reitres, le había parecido ver a la luz del crepúsculo el rostro de su hijo pasar cerca de él cual una visión flotante.

     -�Ah! �Aristandre, por fin! -exclamó al ver de pronto al carrocero, que se acercaba a caballo-. �Has visto a mi hijo? �Habla pronto!

     Aristandre tartamudeó algunas palabras ininteligibles. Su rostro estaba alterado por la fatiga, desconcertado por una confusión inexplicable.

     El marqués se puso pálido como un muerto.

     Adamas, que le contemplaba con adoración comprendió en seguida su angustia.

     -�No!, no, señor -exclamó, mientras recibía en sus brazos a Mario, que se precipitaba desde la grupa de Squilindre, donde había permanecido oculto detrás del ancho pecho del carrocero-. Hele aquí sano y lozano como una rosa del Lignon.

     -�Qué hacíais a caballo detrás del cochero, señor conde? -preguntó el marqués, después de abrazar a su heredero.

     -�Ay!, mi buen amo, perdonadle -dijo Aristandre, que acababa de echar pie a tierra-. Cuando vine a buscar a Squilindre a la cuadra para combatir a los alemanes, me apresuró a encerrar a Coquet, para que el señor conde no pudiera montarle, porque había visto rondar por allí a vuestro demonio... �perdón!, a vuestro encanto de hijo, y ya me sospechaba yo que quería lanzarse al peligro.

     Pero en lo más fuerte del combate, de repente siento algo que salta junto a mí; al pronto no hice caso, �era una cosa tan ligera!; pero entonces vi que tenía cuatro brazos, dos grandes y dos chicos. Con los grandes guiaba mi caballo y mataba a los enemigos; con los chicos cargaba más armas y manejaba la pica con tal destreza que hacía doble trabajo.

     �Qué iba a hacer yo! Me encontraba en tal tremolina, que no hubiera sido prudente dejar en tierra a mi pequeño compañero, y �a Dios gracias! hemos salido enteros, después de dar una buena tunda al enemigo y de abatir, bajo las patas de este valeroso caballo, que ha resultado un famoso caballo de guerra, a más de un malvado que iba contra vuestra vida, que Dios conserve, señor marqués. Si he obrado mal, castigadme; pero no regañéis al señor conde, porque, en verdad, �vive Dios! que es un mocito... que atizaba de firme a esos... alemanes, y que no tardará en ser, a fe mía, un... como vos, mi amo.

     -Basta, basta de elogios, amigo -repuso Bois-Doré, estrechando la mano de su carrocero-. Ya que enseñas a tu joven amo a desobedecer, al menos no le enseñes a jurar como un pagano.

     -Pero �he desobedecido, padre? -dijo Mario-. Me habías prohibido que me batiese con los gitanos, pero no me habías dicho nada de los reitres.

     El marqués cogió a su hijo en brazos, y no pudo menos de mostrarle con orgullo a sus amigos y contarles de qué manera había librado a su tío del terrible Sancho.

     -Vamos, pequeño héroe -le dijo, besándole de nuevo-, ya no necesitas andadores. Has vengado con tu propia mano, y a la edad de once años, la muerte de tu padre, y has ganado las espuelas de caballero. Vete a arrodillar ante tu dama, porque has conquistado la esperanza de agradarle algún día.

     Lauriana, sin vacilar, besó fraternalmente a Mario, y éste le devolvió sus caricias sin ruborizarse.

     No había llegado todavía el momento de que aquella santa amistad pudiese tornarse en santo amor.

     Ambos fueron a reunirse con Mercedes, después de tranquilizar al marqués acerca de la suerte de Lucilio. Éste, que era un buen cirujano, se hallaba junto a la morisca. Mario no había querido vanagloriarse por haber contribuido a la liberación de su amigo, que a su vez se había batido bravamente junto a él.

     La morisca estaba tan contenta por los cuidados del preceptor y el regreso de Mario, que no sentía el dolor de su herida.

     Después de curarle, Lucilio se ocupó en curar a los demás heridos, incluso a los prisioneros, que debían partir en seguida, con una buena escolta, a la cárcel de La Châtre.

     Sentados en el patio, en torno a los restos del incendio, los reitres estaban cabizbajos; el capitán Macabro, que se había batido completamente borracho y que estaba mal herido, no pensaba más que en pedir aguardiente, para olvidar su derrota; la Belinda había tenido tanto miedo en la derrota, que había quedado como idiotizada; esto la preservaba de sentir la humillación de verse expuesta al desprecio y a los reproches de los criados y vasallos, a los que durante tanto tiempo ella había desdeñado y mortificado.

     Sin embargo, las aldeanas tuvieron algunas consideraciones para con ella, porque el lujo de su traje las deslumbraba instintivamente.

     Pero cuando Adamas se enteró de las pretensiones que había manifestado de casarse con el marqués y de sus intenciones de martirizar a Mario, excitó contra ella la execración general, hasta tal punto que el marqués tuvo que apresurarse a mandarla a la cárcel de la ciudad. Contra la opinión de Adamas, la dejó sus alhajas y su bolsa, y consintió que fuera transportada en el caballo.

     Los caballos de los reitres, que eran excelentes; sus equipajes, sus armas y el dinero de los oficiales fueron distribuidos entre los vencedores, sin que el marqués consintiese en guardar para él nada de los despojos del enemigo. Además, cuidó de socorrer cuanto antes a los pobres vasallos, saqueados y maltratados por los gitanos.



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- LIX -

     Cada cual se volvió a su casa en cuanto hubo visto partir a los prisioneros, a los que monsieur Robin acompañaba con un gran séquito de gente de los alrededores, que, atraída por el ruido de la batalla, había llegado un poco tarde para combatir, pero a tiempo de ayudar a los combatientes en las últimas tareas, proporcionándoles un poco de descanso, del que estaban en verdad muy necesitados.

     Juan el Cojo, que llegó medio borracho y de los últimos, consideró como un honor el unirse a la escolta. Desde hacía mucho tiempo abrigaba un odio oculto contra el capitán Macabro; además, había perdido la pierna en un encuentro con los reitres.

     Por eso entró en la ciudad de La Châtre con la cabeza erguida, con aires de matamoros, y contando a quien quería oírle que con su fulgente espada había matado a catorce, como dice la canción.

     Y señalando a los más fornidos prisioneros, decía:

     -A éste le he cogido yo.

     Aun quedó desorden en el patio de Briantes después de despejar el sitio.

     La planta baja de los edificios seguía sirviendo de enfermería para los hombres y los animales. El comedor y la cocina estaban abiertos para todo el que quería calentarse, beber o comer; el marqués no quiso ni sentarse antes de proveer a las necesidades de todo el mundo. Lucilio y Lauriana curaban y animaban cuanto mejor podían a aquellos desdichados.

     Aquel agitado cuadro presentaba episodios variados.

     Unos gritaban y gemían por la extracción de una bala; otros reían y chocaban las copas, recordando las proezas de la noche; otros lloraban sus muertos.

     Había ancianas insoportables que alborotaban porque no encontraban una cabra, y otras que, habiendo perdido a sus hijos, corrían con la mirada extraviada y el pecho tan oprimido, que no tenían ni fuerzas para llamarlos.

     Mario, ágil y compasivo, les ayudaba en sus pesquisas, mientras que Adamas, siempre previsor, hacía cavar en un campo próximo una vasta fosa para enterrar los muertos del enemigo. Se trató con más honor a los del país, y se mandó buscar a monsieur Poulain para que orase por ellos hasta el momento de la inhumación.

     Festejaron a los más valientes; a última hora lo había sido casi todo el mundo; sin embargo, durante el día fueron encontrando a algunos infelices idiotizados, agazapados bajo haces de leña o en rincones del cobertizo, donde se hubieran dejado abrasar o asfixiar, dominados por el terror.

     En medio de aquellas escenas, trágicas o grotescas, Bois-Doré se multiplicaba, ayudado por el buen Guillermo, para vigilarlo todo.

     A pesar de las cosas horribles o dolorosas que se presentaban ante ellos a cada paso, estaban animados por esa especie de embriaguez que sigue siempre al fin dichoso de una gran crisis.

     Lo que había que lamentar era poca cosa en comparación de lo que hubiera podido ocurrir.

     El marqués había vuelto a montar a caballo, para dedicarse más rápidamente a sus caritativos deberes, y su indumento resultaba incomprensible para la mayoría de los que le veían pasar.

     Llevaba todavía su delantal de cocina, verdad es que ya hecho jirones y manchado con la sangre de los enemigos; tanto era así, que varios vasallos creyeron que se había ceñido un trozo de estandarte para demostrar su victoria. Sus grandes bigotes se habían tostado en el incendio, y el gorro de tela de maese Pignoux, aplastado por el sombrero que Bois-Doré se había puesto apresuradamente, le cubría hasta los ojos; todo el mundo creía que estaba herido, y le preguntaban con solicitud si era cosa de cuidado.

     En el momento en que se arrojaban las primeras paletadas de tierra sobre los cadáveres, uno de éstos protestó.

     Era La Fleche, que pretendía no estar muerto del todo.

     Los improvisados sepultureros estaban poco dispuestos a hacerle caso, cuando Mario pasó cerca y oyó la discusión. Acudió, y mandó que desenterraran al miserable; le obedecieron a disgusto; pero, a pesar de toda su autoridad señorial, el generoso niño no consiguió que transportasen al herido a la enfermería.

     Todos se alejaron con diversos pretextos, y Mario tuvo que ir a buscar a Aristandre, que obedeció sin murmurar y le acompañó hasta el lugar en que el gitano herido yacía sobre la tierra húmeda y manchada.

     Pero ya era tarde; La Fleche estaba perdido sin remedio: su mirada, dilatada y extraviada, revelaba que estaba en la agonía.

     -Ya es tarde, señor -dijo Aristandre-; he sido yo quien te ha golpeado, y confieso que no lo he hecho con dulzura; pero no soy yo quien le ha metido esa tierra y esas chinas en la boca para ahogarle. Nunca se me hubiera ocurrido una cosa semejante.

     -�Tierra y chinas? -contestó Mario, mirando con horror y sorpresa al gitano, que se ahogaba-. �Antes hablaba! �Habrá mordido el suelo al luchar contra la muerte?

     Se inclinó hacia el miserable para aliviarle; pero La Fleche, que tenía ya la lividez de la muerte, hizo un esfuerzo con el brazo, como para decirle: �Es inútil; dejadme morir en paz.�

     Luego extendió el brazo con el índice tendido, como si indicase a su asesino; y permaneció así, rígido por la muerte, que había apagado ya su mirada.

     Los ojos de Mario siguieron instintivamente la dirección que lo designaba aquel gesto espantoso, pero no vio a nadie.

     Sin duda el gitano había tenido, al morir, una alucinación relacionada con su mala y triste vida.

     Pero Aristandre notó que sobre la tierra arcillosa había huellas recientes de un pie menudo.

     Aquellas huellas rodeaban al cadáver; cerca de la cabeza se multiplicaban; luego se alejaban en la dirección que el brazo del muerto seguía designando.

     -�Cómo habrá niños tan malos? -dijo el buen carrocero, haciendo notar aquellas huellas a Mario-. Ya sé que estos gitanos valen menos que los perros, y acaso el hijo del pobre Charasson, al ver que intentábamos salvar a este miserable, ha querido rematarle de esta manera, para vengar la muerte de su padre. De todos modos, es una invención del demonio, y buena razón tienen al decir que del mal nace el mal.

     -Sí, sí, mi buen amigo -contestó Mario horrorizado-. Tú te das cuenta de que un moribundo no es ya un enemigo. Pero mira allí, detrás del matorral. �No es la niña Pilar la que se esconde?

     -No sé quién es la niña Pilar -dijo el carrocero-, pero sé que esa bribonzuela es la de esta noche. Mirad, ahora se aleja. Corre como un gato. �La conocéis?

     -Sí -dijo Mario-, la conozco demasiado, y veo que está poseída por el diablo. Dejémosla huir, carrocero, y �ojalá se marche muy lejos de aquí!

     -Vamos, señor, no os quedéis en este odioso lugar -repuso Aristandre-; voy a enterrar los restos de este hereje, porque los perros y los cuervos lo están ya olfateando y no le gustaría al señor marqués que este cuerpo permaneciera sobre sus tierras.

     Mario, extenuado por el cansancio, se retiró a descansar.

     Después de dormir una hora sobre una butaca, junto a su querida morisca, que fingió dormir también para tranquilizarle, volvió a prodigar cuidados, alivios y consuelos en el castillo y en la aldea, ayudado por la amable y abnegada Lauriana.

     El marqués, después de arreglarse un poco a toda prisa, recibió la visita del teniente del prebostazgo.

     En compañía de los señores de Ars y de Coulogne expuso los hechos a los magistrados, encargados de hacer buena y pronta justicia.



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- LX -

     El día avanzaba. La calma había vuelto a reinar en la aldea y en el castillo. Mario y Lauriana, al regresar de su excursión, sintieron la necesidad de respirar un poco en el jardín, único lugar de la finca que no había sido profanado por escenas de violencia y de desolación.

     Mientras Mario contaba a su amiga los detalles de sus aventuras particulares, de los que aun ella no había tenido tiempo de darse bien cuenta, llegaron al Palacio de Astrée, en aquel laberinto en que la noche anterior el niño había pasado una hora tan agitada.

     El atardecer era hermoso. Los dos niños se sentaron en la escalera de la cabaña.

     Mario, sin estar enfermo, estaba algo febril. Las violentas emociones que había sufrido habían impreso en su rostro una seriedad impropia de su edad, y Lauriana, al mirarle, quedó sorprendida por la expresión de energía melancólica que había transformado su mirada dulce y clara.

     -Mario mío -le dijo-, temo que no estés bueno. Has tenido miedo y valor, fatiga y energía, alegría y pena en esta noche abominable; pero todo eso ha pasado. Maese Jovelin responde de Mercedes, y ella jura que no sufre. Has salvado la vida a nuestro querido marqués y vengado la muerte de tu pobre padre. Todo esto hace que a estas horas seas ya todo un hombre; pero no debes seguir preocupado, sino pensar en dar las gracias a Dios por el buen resultado que te ha concedido en este asunto.

     -Ya pienso en ello, Lauriana mía -contestó Mario-; pero también pienso en una cosa que me ha dicho mi padre esta mañana, y después de la cual me has abrazado diciendo: �Sí, sí.� Esa cosa vuelve ahora a mi memoria. Mi padre dijo que yo había conquistado la esperanza de agradarte. �Es que hasta ahora no te agradaba?

     -Sí, Mario; me agradas mucho, puesto que te quiero.

     -�Perfectamente! Pero mi padre dice, bromeando a veces, que yo seré tu marido. �Tú crees que eso podrá ocurrir?

     -Verdaderamente no lo sé, Mario; pero no lo creo. Yo soy más vieja que tú; te llevo dos o tres años, y cuando tú seas un joven, yo seré casi una vieja.

     -Y sin embargo, Lauriana, Adamas me ha dicho que ya habías estado casada con tu primo Helyon, que tenía tres o cuatro años más que tú. �Te reprochaba él el ser demasiado joven?

     -Sí, a veces, antes de que nos casáramos, cuando jugando nos peleábamos.

     -Pues yo encuentro que hacía mal; para mí no eres ni joven ni vieja, y siempre me parecerás bien, porque siempre te querré como te quiero ahora.

     -No lo sabes, Mario; dicen que se muda el corazón al cambiar de edad.

     -Eso no es cierto en cuanto a mí. A mi Mercedes la encuentro siempre joven y amable, y desde que estoy en el mundo, siempre estoy a gusto con ella. Mira: según dicen, mi padre es viejo; pues yo me divierto con él más que con Clindor, y tampoco noto diferencia de edad entre maese Lucilio y nosotros. �Es que te aburres tú conmigo porque soy el más joven de los dos?

     -No, Mario; eres mucho más razonable y más amable que los otros niños de tu edad, y ya eres más instruido que yo.

     -Dime, Lauriana: �me encuentras mejor que a tu otro marido?

     -No debo decir eso, Mario; él era mi marido, y tú no lo eres.

     -�Es que tú le querías porque era tu marido?

     -No sé; cuando no era más que mi primo, yo no le quería mucho; me parecía demasiado alocado y revoltoso. Pero cuando nos llevaron juntos a la iglesia reformada y nos dijeron: �Ya estáis casados; no os volveréis a ver hasta dentro de siete u ocho años, pero tenéis la obligación de amaros�, yo contesté: �Está bien.� Y todos los días oraba por mi marido, pidiendo a Dios que me concediese amarle cuando le volviese a ver.

     -�Y no le volviste a ver nunca! �Tuviste pena cuando murió?

     -Sí, Mario. Era mi primo; he llorado mucho.

     -Y si yo me muriese, yo, que no soy tu primo ni tu marido, �no llorarías?

     -Mario -dijo Lauriana-, no hay que hablar de esas cosas; dicen que cuando se es joven trae mala suerte. No quiero que mueras, y además te digo que te quiero mucho.

     -�Y no me quieres prometer que serás mi mujer?

     -�Y qué puede importarte, Mario, el que yo sea tu mujer? Ni siquiera sabes si querrás casarte cuando tengas edad de ello.

     -�Sí que me importa, Lauriana! No quiero más esposa que tú, porque tú eres buena y quieres a todos los que yo quiero. Y como dices que hay que querer al marido, comprendo que si nos casamos me querrás siempre, en lugar de que si te casas con otro ya no pensarás en mí. Y entonces yo tendré mucha pena, y sólo con pensar en ello me entran ganas de llorar.

     -�Y estás llorando de veras! -dijo Lauriana, enjugándole los ojos con su pañuelo-. Vamos, vamos, Mario; te digo que no estás bueno hoy, y que debes cenar y dormir bien. �Por qué te atormentas por cosas que todavía no han ocurrido, en lugar de alegrarte por las desgracias que has evitado esta noche?

     -Lo pasado, pasado -dijo Mario-; lo que ha de venir... no sé por qué pienso en ello hoy, pero es a pesar mío.

     -Has tenido demasiadas emociones.

     -Acaso; sin embargo, no estoy cansado; y no sé por qué he pensado en ti toda la noche, sobre todo en los momentos en que estábamos en peligro mi padre y yo. Si nos matan a los dos, pensaba, �quién salvará a mi Lauriana? Pensaba en ti tanto, o acaso más, que en mí y en todos los demás. Mira, he pensado en ti, sobre todo cuando estaba con Pilar.

     -�Y por qué te hacía pensar esa niña en tu Lauriana?

     Mario reflexionó un momento y contestó:

     -Es que verás: cuando yo viajaba con los gitanos, jugaba y charlaba a menudo con ella; sabe el español y un poco de árabe, y me inspiraba compasión porque parecía enferma y desgraciada. Mercedes y yo éramos para ella todo lo buenos que podíamos, y ella nos quería. Llamaba a Mercedes mi madre, y a mí, mi maridito. Y cuando yo decía: �No, eso no quiero�, se enfadaba y lloraba, y yo, para consolarla, tenía que decirle: �Bueno, bueno, sí.�

     Verdad es que esta noche nos ha sido muy útil: ha ido corriendo a avisar a messieurs Robin y Guillermo, según yo se lo había encargado; pero, sin embargo, me ha inspirado horror, y me he dado cuenta de que es cruel y no tiene religión. Y ese nombre de marido, que tantas veces me había dado a pesar mío, me repugnaba; y al acordarme de haberme comprometido contigo en broma, veía al demonio encarnado en ella, y al buen ángel de la guarda encarnado en ti.

     En aquel momento una piedra se desprendió de la cabaña y cayó tan cerca de Lauriana, que poco faltó para que la hiriese.

     Los dos niños se apresuraron a alejarse, pensando que la cabaña se derrumbaba, y fueron a reunirse con el marqués, que les esperaba para cenar.

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