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Los caballos salvajes

Manuel Ugarte





El telegrama con que el camarero nos sorprendió al amanecer, decía simplemente: «D. Antonio y Margarita están enfermos». Pero Julio tuvo un sobresalto, se vistió a prisa, pidió la cuenta de la fonda, olvidó los negocios que nos habían llevado a la ciudad, y resolvió partir sin perder un minuto.

La estancia1 estaba a treinta leguas de Carmen de Areco, en un sitio solitario y salvaje, que era por entonces uno de los últimos puestos avanzados de la civilización en la Pampa. Para volver teníamos que viajar ocho horas en ferrocarril y seis en diligencia. Después cesaba toda comunicación y era indispensable requerir caballos y galopar cinco horas más por aguazales y desiertos.

En el tren no cambiamos una palabra. La locomotora escupía cuajarones de humo sobre las tierras sin límite, donde pastaban enormes rebaños. La alfombra multicolor de la llanura se extendía sin ondulación, como un mar tranquilo hasta el horizonte.

Pero la solemnidad del espectáculo no conseguía calmar mis inquietudes. Traté de imaginar lo que había ocurrido.

El padre de Julio era un hombre fuerte, que desde el amanecer recorría a caballo su hacienda. Nada hacía suponer una enfermedad en aquel coloso moreno, de miembros ágiles, que a su hirviente sangre española había añadido el fuego de la tierra virgen.

En cuanto a Margarita, la hermana de Julio, era una muchacha sana, de ojos muy negros, en quien la naturaleza parecía haber puesto su savia más pura. Vestía casi siempre de amazona y galopaba a la par de los hombres, acompañándoles en las tareas de la hierra o la esquila con los cabellos enroscados en forma de serpiente, una flor encarnada en la boca y en los ojos un relámpago de sol y de alegría.

Hice mil conjeturas, pero no alcancé a adivinar el mal que podía haber atacado a aquellos dos seres, que parecían destinados a una existencia larga y feliz. Sólo pude representarme el estupor de la madre y esposa, que veía caer de pronto, en medio del tranquilo hogar, aquel doble rayo de desgracia.

Cuando el tren llegó a Sarmiento, nos precipitamos hacia el sitio en que pensábamos encontrar la diligencia; pero un campesino nos refirió con gran lujo de detalles que el coche había sufrido una avería y que sólo podía salir al atardecer.

Julio se obstinó en su mutismo y comenzó a pasearse con lentitud bajo el corredor de la estación.

Llovía torrencialmente y las calles de la aldea estaban llenas de ese lodo especial de la América del Sur, donde la falta de empedrado hace que los caminos se conviertan en aguazales. Las carretas dejaban al pasar un surco hondísimo, y como algunas quedaban atascadas, era necesario ponerles caballos de ayuda para sacarlas del atolladero.

-Quizá es fatal lo que ocurre... -murmuró Julio con gesto supersticioso- parece que la naturaleza nos combate... y que alguien quiere cerrarnos el paso...

*  *  *

Así que subimos a la diligencia, se arrinconó en una esquina, y sólo habló para ofrecer dinero al conductor y pedirle que castigara a los caballos.

El camino estaba peor que nunca. En cada recodo encontrábamos pantanos que nos impedían pasar, y teníamos que dar largos rodeos para seguir adelante. El conductor juraba contra el tiempo en el dialecto especial de los paisanos de Sur-América. La lluvia se filtraba por las rendijas del coche. El viento encorvaba el tronco de los árboles. A veces estallaba un trueno majestuoso, que se prolongaba en la soledad. Y la diligencia se habría paso lentamente en medio de la noche, con sus dos faroles amarillos que proyectaban una claridad brumosa sobre el lodo.

Llegamos a la última aldea a la una de la mañana, y a esa hora parecía casi imposible encontrar caballos. Alguien nos indicó una posada, a cuya puerta llamamos, sin que abrieran. En las calles del caserío reinaba una oscuridad profunda...

Julio decidió ir al puesto de policía rural, que estaba al lado de la estación, y pidió hablar con el sargento, a quien conocía por haberle alojado más de una vez en la hacienda. Le suplicamos que nos prestase dos caballos. El sargento se resistió al principio; pero como nos debían algunos favores, acabó por acceder al fin.

En pocos minutos estuvieron enjaezados dos alazanes inquietos. Y sin decir una palabra, nos lanzamos a rienda floja en la obscuridad, desdeñando los caminos y tratando de cortar en línea recta hacia la casa.

*  *  *

Nada iguala el horror de aquella huida de noche, bajo la lluvia, por campos desconocidos... A veces nos encontrábamos galopando en un pantano; otras veces los animales, cuyos ojos horadaban las tinieblas, se detenían bruscamente ante una barrera de alambres. En más de una ocasión tuvimos que bajar y encender, a pesar del viento, un cerillo para tratar de orientarnos. El lodo nos llegaba a la rodilla. Un frío glacial nos helaba los huesos. Y cada relámpago que rasgaba la obscuridad, nos mostraba un panorama de desolación, donde surgían los árboles desnudos, como brazos...

-Démonos priesa... -repetía Julio con una voz implacable, que resonaba como señal de socorro.

Y hundíamos las espuelas con ferocidad, como si vinieran persiguiéndonos... Los caballos devoraban la distancia y saltaban los pantanos y las cercas, ganados por el terror de la noche.

A veces me parecía oír un galope detrás de nosotros. Fue una idea insensata, pero tuve miedo de algo que no supe definir. Como no veía nada a mis pies, ni encima, ni en torno mío, me invadía cierto pavor y me parecía que no hallaríamos nunca nada entre nosotros, que no habíamos dejado nada detrás, que los caballos no tocaban el suelo... y que galoparíamos eternamente en el vacío, como fantasmas...

De pronto cesó la lluvia y un fresco olor de hierba mojada nos anunció que pisábamos tierra de agricultores. La hacienda no podía estar lejos... Pero la idea de llegar me horrorizó sin saber por qué.

Cuando nos hallamos ante la primer tranquera de la propiedad, Julio descorrió el cerrojo sin bajar del caballo y continuamos la carrera. De ahí a la casa, había todavía media hora. Los animales comenzaban a flaquear, pero les herimos desesperadamente los flancos y siguieron huyendo con relinchos lamentables de pobres bestias que ignoran por qué se las sacrifica.

Al salir de un bosquecillo de pinos, divisamos las primeras luces de la vivienda. El edificio desaparecía en la sombra y sólo se veían los rectángulos de luz de las ventanas.

Descorrimos el cerrojo de otra tranquera, entramos al jardín y la primer claridad del día asomaba en el horizonte, cuando nos encontramos a la puerta de la casa.

*  *  *

La madre de Julio salió a recibirnos y se dejó caer en nuestros brazos, sin atinar a decir nada. Julio la apartó nerviosamente... abrió la puerta, y mudo, desequilibrado, como si no se diera cuenta de las cosas entró al salón...

En medio del cuarto había dos ataúdes rodeados de cirios y gentes enlutadas.

Quiso arrojarse sobre los cadáveres, pero nos precipitamos sobre él y se lo impedimos.

Entonces comenzó una lucha espantosa, durante la cual le contaron con palabras entrecortadas lo que había ocurrido.

El caballo de Margarita, acometido por una rabia loca, se había desbocado junto a las breñas que bordean el arroyo y había huido, llevándosela por los campos hacia el horizonte. Don Antonio picó espuelas y corrió detrás para prestarle ayuda. Desde la casa les siguieron con los ojos en aquella carrera vertiginosa. Don Antonio perdió el equilibrio y cayó al inclinarse para refrenar el caballo de su hija. Margarita siguió sola... Primero se mantuvo y pugnó por contener al animal desbocado... Después saltó de la montura... Su pie quedó prisionero en el estribo... Y el caballo siguió... tropezando el cuerpo contra los árboles y las piedras, hasta que un movimiento brusco le libró de la carga que arrastraba, dio un salto más elástico y se perdió, junto con el otro, en la llanura... Cuando llegaron a socorrerlos, D. Antonio agonizaba y Margarita era un montón de carnes sangrientas cubiertas de lodo.

Julio no escuchó los detalles. Por sus ojos pasó una llamarada de locura y se acercó a la ventana abierta enjugándose la frente...

Muy lejos, rozando los campos, en el dintel del día, el sol colgaba su farol chinesco rojo. Una racha de caballos salvajes pasó hacia el Norte, con las crines al viento, en uno de esos pánicos que los arrebatan en la Pampa. Entre ellos, iban dos con freno y silla...

Julio hizo al verlos un gesto brusco cogió una carabina que estaba colgada en la pared y apuntó. Las detonaciones resonaron unas tras otras, con un ruido siniestro, en la quietud de aquel cuarto donde había dos cadáveres. Uno de los animales cayó y se revolcó en el llano lanzando un relincho agudo. Los otros se perdieron a la distancia... Y Julio, como un coloso vencido por la barbarie de la naturaleza, se echó al fin a llorar y les mostró los puños.





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