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Los cautivos del bosque

Frederick Marryat



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Capítulo I

   Los hechos que me dispongo, a narrarles a mis jóvenes lectores tuvieron lugar en 1647. Si consultan la historia de Inglaterra en esa fecha, descubrirán que el rey Carlos I, contra quien se habían rebelado los Comunes de Inglaterra, había sido vencido después de una guerra civil de casi cinco años y confinado como prisionero en Hampton Court. Los realistas -o sea el partido que combatiera por el rey Carlos- habían sido dispersados, y el ejército del parlamento, bajo las órdenes de Cromwell, estaba empezando a dominar a los Comunes.

   Fue en noviembre de ese año cuando el rey Carlos, acompañado por sir John Berkely, Ashburnham y Legg, huyó de Hampton Court y sus caballos lo llevaron a toda velocidad hacia la región del Hampshire que conduce al Bosque Nuevo. El rey confiaba en que sus amigos le tuviesen preparado un navío en que escapar a Francia, pero, en cuanto a esto, sufrió una decepción. Ningún navío estaba pronto, y después de haber vagado durante algún tiempo por la costa, resolvió ir a Titchfield, una finca del conde de Southampton. Después de largas consultas con sus acompañantes, siguió su consejo, que era confiar en el coronel Hammond, entonces gobernador de la isla de Wight en nombre del parlamento, pero a quien se presumía íntimamente realista. Sean cuales fueren les sentimientos de piedad del coronel Hammond para con un rey en situación tan infortunada, se mostró firme en sus deberes para con sus amos, y la consecuencia fue que el rey Carlos volvió a quedar prisionero en el castillo de Carisbrook.

   Pero ahora debemos abandonar al rey y buscar los orígenes de esta historia en el comienzo de la guerra civil. A poca distancia del pueblo de Lymington, que no está muy lejos de Titchfield, donde se refugiara el rey, pero del otro lado del lago, Southampton y al sur del Bosque Nuevo, con el cual linda, existía una finca llamada Arnwood, perteneciente al realista Beverley. Se trataba entonces de una propiedad de considerable valor, muy vasta y con un parque adornado por valiosos árboles: porque terminaba en el Bosque Nuevo y podía considerarse una prolongación de éste. Este coronel Beverley como debernos llamarlo, porque había ascendido a esa categoría en el ejército del rey, era un estimado amigo y compañero de armas del príncipe Ruperto y tenía bajo su mando varios escuadrones de caballería. Estaba siempre junto a este valeroso príncipe cuando éste lanzaba sus brillantes cargas, y finalmente murió en sus brazos en la batalla de Naseby. El coronel Beverley se había emparentado, al casarse, con la familia de los Villiers, y el fruto de su matrimonio fueron dos hijos y dos hijas; pero su celo y sentido del deber lo habían inducido, al empezar la guerra a abandonar a su esposa y familia en Arnwood y estaba predestinado a no volver a verlos. La noticia de su muerte le causó tal efecto a la señora Beverley, agotada ya por la ansiedad que le inspiraba la suerte de su marido, que a los pocos meses lo siguió a la tumba tempranamente, dejando a sus cuatro hijos a cargo de una anciana pariente, hasta que la familia de los Villiers pudiese protegerlos; pero, como se verá por esta historia, esto era imposible en ese período. A tiempo de comenzar nuestro relato, peligraban las vidas del rey y de muchas otras personas, y los huérfanos se quedaron en Arnwood, siempre a cargo de su anciana pariente.

   El Bosque Nuevo, como quizá lo sepan mis lectores, fue cercado inicialmente por Guillermo el Conquistador como bosque real para su diversión, porque en esos tiempos la mayoría de las testas coronadas, amaban apasionadamente la caza, y quizá recuerden también que su sucesor, Guillermo el Rojo, encontró la muerte en ese bosque por culpa de una flecha desviada de sir Walter Tyrrell. Desde entonces, ese bosque siguió siendo un dominio real. En el período a que nos referimos, había allí un puesto de guardabosques y cuidadores encargados de vigilar a los cazadores furtivos, que comprendía a unos cuarenta o cincuenta hombres, pagados por la corona. Al empezar la guerra civil, todos ellos permanecieron en sus puestos, pero no tardaron en descubrir, dada la organización del país, que ya no podían cobrar sus sueldos. Y entonces, cuando el rey hubo resuelto reclutar un ejército, Beverley, que tenía un cargo superior allí, enroló a todos los hombres jóvenes y atléticos empleados en el bosque y se los llevó consigo para unirse al ejército del rey. Quedaron unos pocos, cuyos servicios carecían de valor a causa de su edad, y entre ellos figuraba un viejo y fiel criado de Beverley, un hombre de más de sesenta años de edad que se llamaba Jacobo Armitage y que había obtenido aquel empleo merced al coronel. Los que se quedaron en el bosque se instalaron en cabañas separadas por muchos kilómetros de distancia y se compensaren sus sueldos impagos matando a los ciervos y vendiendo su carne o consumiéndola personalmente.

   La cabaña de Jacobo Armitage estaba situada en los alrededores del Bosque Nuevo, a un par de kilómetros de la mansión de Arnwood, y cuando el coronel Beverley fue a unirse a las tropas del rey, presintiendo, cuán poca seguridad tenían su esposa e hijos en aquellos tiempos azarosos, le pidió al viejo, dado su apego a la familia, que no perdiese de vista a Arnwood y lo visitara con toda la frecuencia posible por si podía serle útil a la señora Beverley. El coronel quiso persuadir a Jacobo de que se alojara en la propia mansión; pero, el viejo formuló objeciones a esto. Se había pasado toda la vida en la selva y le resultaba insoportable la idea de abandonarla. Le prometió al coronel cuidar de su familia y aun estar al alcance de ésta en caso necesario, y cumplió su palabra. La muerte del coronel Beverley fue un duro golpe para el viejo guardabosques, y Jacobo cuidó de la señora Beverley y de los huérfanos con la mayor solicitud; pero cuando aquélla siguió a su esposo a la tumba, Jacobo, redobló sus atenciones, y rara vez se alejó a más de unas pocas horas de distancia de la casa. Los dos varones eran sus compañeros inseparables y los adiestró, a pesar de su juventud, en todos los secretos de su oficio. Tal era el estado de cosas al tiempo en que el rey Carlos se fugó de Hampton Court. Y ahora reanudaré mi narración en el punto en que la dejé.

   Apenas Cromwell y el parlamento se enteraron de la evasión del rey, enviaron al sur, en todas direcciones, tropas de caballería, ya que les rastros de los cascos probaban que se había alejado hacia allí. Cuando descubrieron que había tomado el camino del Bosque Nuevo, las tropas fueron subdivididas y se les ordenó que registraran el bosque, en partidas de doce a veinte, mientras que otras se dirigían a toda prisa a Southampton y todos los demás puertos de mar o parajes costeros donde verosímilmente podía embarcarse el rey. El viejo Jacobo había estado en Arnwood el día anterior, pero en esta jornada había resuelto conseguir alguna carne de venado, para no volver allí con las manos vacías, porque miss Judith Villiers era muy afecta al venado y no dejaba de recordárselo a Jacobo cuando en la despensa faltaba aquella carne durante muchos días. Jacobo había salido a cobrar una pieza, y después de ubicar a sotavento a un hermoso gamo, se estaba acercando gradualmente a él de manera furtiva, ora arrastrándose detrás de un enorme roble, ora deslizándose a través del alto helechal para ponerse a tiro sin ser advertido cuando súbitamente el animal, que había estado paciendo apaciblemente, dio un salto y desapareció en la espesura. Al mismo tiempo, Jacobo advirtió a un pequeño grupo de caballos que galopaban por el vallecito en que había estado paciendo el gamo. Jacobo nunca había visto aún a las tropas del parlamento, porque éstas no habían sido enviadas durante la guerra a esa parte del país, pero sus cascos de hierro, sus arreos de ante, sus prendas de vestir escuras, lo convencieron de que debían ser ellos: tan distintos eran de la caballería de los realistas, de equipos claros, mandada por el príncipe Ruperto. Al tiempo en que avanzaron, Jacobo había estado tendido en el helechal cerca de algunos bajos arbustos de espino; no queriendo ser advertido por ellos, retrocedió entre los arbustos, proponiéndose seguir escondido hasta que se alejaran galopando, porque pensaba: «Soy un guardabosques del rey y ellos pueden considerarme un enemigo. Y... ¿quién sabe cómo me tratarán?» Pero las tropas que pasaban a caballo defraudaron a Jacobo en sus esperanzas; por el contrario, apenas llegaron a un roble ubicado a veinte metros de su escondite, se dio la orden de hacer alto y desmontar. Los sables de los jinetes tintinearon en sus vainas de hierro al obedecerse la orden, y el viejo creyó que lo descubrirían de inmediato; pero uno de los espinos se interponía exactamente entre él y los soldados, y lo ocultaba de un modo eficaz. Finalmente, Jacobo se aventuró a erguir la cabeza y atisbar a través del matorral, y advirtió que los soldados estaban aflojando las cinchas de sus caballos negros o secando el sudor de sus flancos con manojos de helecho.

   Un hombre de poderosa complexión, que parecía mandar a los demás, estaba parado con la mano apoyada en el arqueado cuello de su corcel, que parecía más fresco y vigoroso que nunca, aunque cubierto de espuma y sudor.

   -No dejen de almohazarlos -dijo-, porque hemos puesto a prueba el temple de nuestros caballos, y sólo nos queda ahora media hora de descanso. Debemos seguir adelante, ya que debe cumplirse la obra del Señor.

   -Dicen que este bosque mide muchos kilómetros de largo y de ancho -observó otro de los hombres-, y podemos recorrer muchos kilómetros sin objeto alguno; pero aquí está James Southwold, que antaño vivió aquí como guardacaza; más aún, creo haber oído decir que nació y se crió en estos bosques. ¿No, es así, James Southwold?

   -Exactamente -replicó un joven de aire activo-. Nací y me críé en este bosque, y mi padre fue guardacaza antes que yo.

   Jacobo Armitage, que escuchaba la conversación, reconoció de inmediato a aquel joven. Era uno de los que habían ingresado al ejército del rey con los demás guardacazas y cuidadores. Le apenó mucho ver que un joven a quien siempre había considerado sincero y fiel, y que había abandonado el bosque para pelear en defensa de su rey, se había convertido en un traidor, uniéndose a las filas del enemigo; y Jacobo pensó que habría sido mucho mejor que James Southwold no abandonara el Bosque Nuevo y no hubiese sido corrompido por las malas compañías.

   «Era un buen muchacho -pensó Jacobo- y ahora es un traidor y un hipócrita.»

   -Si has nacido y te has criado en este bosque, James Southwold -dijo el jefe de la tropa-, debes conocer todos sus laberintos y senderos. Trata, pues, de hacer memoria. ¿No hay escondites secretos donde pueda ocultarse la gente o espesuras que puedan disimular a un tiempo al hombre y al caballo? Quizá puedas señalar el punto preciso donde está oculto Carlos.

   -Conozco una cañada, a kilómetro y medio de Arnwood -replicó James Southwold-, que puede ocultar al doble de nuestras tropas a los ojos del más avisado.

   -Iremos allá, entonces -replicó el jefe-. ¿Arnwood, dijiste? ¿No es ésa la finca del realista Beverley, que fue muerto de un tiro en Naseby?

   -Aun así -replicó Southwold-, fueron muchas las ocasiones, antaño, antes de mi regeneración, desde luego, en que pasé allí días de juerga, y fueron muchos los jarros de buena cerveza que me bebí.

   -Y volverás a beberlos -replicó el jefe-. La buena cerveza no sólo está destinada a los realistas, sino, también a los leales. Cuando hayamos examinado la cañada a que te refieres, dirigiremos nuestros caballos hacia Arnwood.

   -¿Quién sabe si no está oculto Carlos en la casa del realista? -observó otro.

   -De día, creo que no -replicó el jefe-. Pero de noche, a los realistas les gusta tener un techo sobre sus cabezas. De modo que iremos allí de noche, y no antes.

   -He registrado muchos de sus refugios -observó otro-, pero la búsqueda es casi inútil. Entre sus paneles a resorte y puertas secretas y falsos cielos rasos y paredes dobles, se puede hurgar hasta el cansancio sin encontrar nada.

   -Sí -replicó el jefe-. Sus moradas están llenas de esas abominaciones papistas, pero hay un medio seguro. Y si Carlos está oculto en alguna casa, me atrevería a afirmar que lo encontraremos. El fuego y el humo lo harán salir, y le pondré fuego con antorchas a todas las casas de realistas en treinta kilómetros a la redonda. Pero tendría que ser de noche, ya que no estamos seguros de que lo alberguen allí de día. ¿Conoces bien la mansión de Arnwood, James Southwold?

   -Sé cómo se llega a todos los lugares de la planta baja, la bodega, el sótano y la cocina; pero no puedo decir que he estado en los aposentos de la planta alta.

   -Ni hace falta; si puedes llevarnos a la entrada de la planta baja, eso bastará.

   -Sí que puedo, señor Ingram -replicó Southwold-. Y al sitio en que se encuentra la mejor cerveza.

   -Bien, Southwold, bien. Debemos hacer nuestra obra y con diligencia. Vamos, soldados míos, ceñid vuestras cinchas; iremos a la cañada. Si ésta no oculta al que buscamos, nos ocultará, al menos, a nosotros hasta la noche, y entonces todo quedará iluminado por las llamas de Arnwood, mientras rodeamos la casa e impedimos la fuga. ¡Igualitarios, a caballo!

   Los soldados saltaron sobre sus sillas y se alejaron con pesado trote, encabezados por Southwold. Jacobo se quedó entre los helechos hasta que se perdieron de vista, y entonces se puso de pie. Miró durante largo rato el camino seguido por los soldados, se inclinó para recoger su escopeta y dijo:

   -La providencia ha intervenido en esto, sí. Y también ha intervenido en que no esté conmigo mi perro, porque éste no se habría quedado callado durante tanto tiempo. ¿A quién se le habría ocurrido que James Southwold podía convertirse en un traidor? Más que traidor, porque está pronto a morder la mano que lo ha alimentado, a quemar la casa que lo ha acogido siempre gustosamente. Mal mundo es éste, y le agradezco al cielo el haber vivido siempre en los bosques. Pero no hay tiempo que perder.

   Y el viejo guardabosques se echó el fusil al hombro y se alejó de prisa en dirección a su cabaña.

   «De modo que el rey ha huido -pensó mientras caminaba-. ¡Y quizá esté en el bosque! ¡Quién sabe si no se halla en Arnwood, porque no debe tener muchos refugios disponibles! Tengo que darme prisa y visitar inmediatamente a miss Judith. «¡Igualitarios, a caballo!», dijo aquel individuo. ¿Qué será un igualitario?»

   Como quizá mis lectores se pregunten lo mismo, deben saber que gran parte del ejército del parlamento había adoptado en aquel entonces el nombre de igualitario, por opinar que todos los hombres deblan ser iguales y todas las propiedades debían estar divididas por igual.

   El odio de aquella gente por todos los que la superaban en jerarquía o bienes, sobre todo los que integraban el partido del rey, en su mayor parte hombres de bienes y jerarquía, era ilimitado y se mostraban despiadados y crueles en sumo grado, renunciando a buena parte del talante y lenguaje fanáticos que caracterizaran antes a los puritanos. A Cromwell le había costado mucho trabajo sosegarlos, cesa que logró finalmente ahorcando y matando a muchos. Nada sabía de esto Jacobo; todo lo que sabía era que Arnwood iba a ser quemado esa noche y que era necesario retirar de allí a la familia. En cuanto a conseguir ayuda para resistir a los soldados, comprendía que esto era imposible. Al pensar en lo que ocurriría, le agradeció a Dios el haberle permitido enterarse de lo que iba a pasar, y apretó el paso. Su escondite del helechal estaba a unos doce kilómetros de Arnwood. Lo primero que hizo, fue ir a su cabaña a dejar su escopeta; luego ensilló su petiso del bosque y partió rumbo a Arnwood. En menos de dos horas llegó a la puerta de la mansión; eran entonces alrededor de las tres de la tarde, y como corría el mes de noviembre, sólo, quedaban dos horas de luz diurna.

   «Me costará habérmelas con esa inflexible vieja -pensó Jacobo, mientras tiraba de la campanilla-. Creo que no se levantaría de su silla alta aunque viniese el viejo Oliverio con todo su ejército. Pero ya veremos.»



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Capítulo II

   Antes de que conduzcan a Jacobo a presencia de miss Judith Villiers, debemos hacer alguna referencia a la vida en Arnwood. Con excepción del único criado varón, que lo mismo trabajaba en la casa que en las caballerizas, según conviniera, todos los hombres de la servidumbre del coronel Beverley habían seguido, la suerte de su señor; y como ninguno de ellos había vuelto, cabía suponer que, según todas las probabilidades, habían compartido su suerte. Tres criadas, con el hombre ya mencionado, componían toda la servidumbre. En realidad, había motivo para que ésta no aumentara, porque los arrendamientos se pagaban en parte o no se pagaban. Se presumía en general que la finca, ahora que el parlamento había dominado la situación, sería confiscada, aunque esto no hubiese sucedido aún. Y los arrendatarios no querían pagarles a los que no estaban autorizados a percibir los arrendamientos que podían verse obligados a pagar nuevamente. Por ello, a miss Judith Villiers le resultaba difícil mantener a su servidumbre, y aunque no se lo confesaba a Jacobo Armitage, la verdad era que a menudo la carne de venado traída por éste a la casa era toda la carne existente en la despensa. Las tres criadas eran: la una, cocinera; la otra, camarera de miss Villiers, y la tercera, sirvienta. Y los niños no estaban al cuidado de ninguna de ellas y quedaban en gran parte librados a sí mismos. En la casa habían tenido un capellán, pero éste se marchó antes de morir la señora Beverley, y la vacante no había sido llenada; en realidad, no habría podido serlo fácilmente, porque al capellán que se había ido se le debían muchos meses de sueldo y mis Judith Villiers esperaba que sus pariente la invitaran de un momento a otro a vivir allí con los niños, y se pasaba los días sentada en su alta silla esperando ese llamado que nunca llegaba, dado lo difícil de aquellos tiempos turbulentos.

   Como ya lo hemos dicho, los huérfanos eran cuatro: los dos mayores varones, y las menores niñas. Eduardo, el primogénito, tenía de trece a catorce años; Humphrey, el segundo, contaba doce; Alicia once y Edith ocho. Como precisamente nos disponemos a contar la historia de estos jóvenes, poco diremos de ellos por ahora, salvo que, desde hacía muchos meses, no sufrían coacción alguna y nadie había cuidado de ellos. Sus camaradas eran Benjamín, el hombre que quedaba en la casa, y el viejo Jacobo Armitage, que se pasaba con ellos todo su tiempo libre. Benjamín era de inteligencia bastante precaria y una fuente de diversión más que otra cosa. En cuanto a las criadas, una de ellas estaba totalmente ocupada atendiendo a miss Judith, que era muy exigente y con un alto sentido de su propia importancia. Las otras dos tenían harto trabajo, ya que, cuando no hay dinero con qué pagar, todo debe hacerse en casa. Nada tiene de asombroso el que, en estas condiciones, los varones se volvieran ruidosos y las niñas traviesas; pero, por dicha causa, miss Judith rara vez les franqueaba el acceso, a su aposento. Es verdad que mandaba por ellos una vez al día, para cerciorarse de que estaban en la casa o de que existían, pero, pronto eran despedidos y librados a sí mismos. Tal era el abandono en que vivían los jóvenes huérfanos. Debe admitirse, con todo, que ese mismo abandono los volvió independientes y audaces, llenos de salud a causa de su constante actividad y más adecuados al cambio que no tardaría en producirse.

   -Benjamín -dijo Jacobo, al acercarse el criado a la puerta-. Tengo que hablar con la señorita.

   -¿Has traído algún venado, Jacobo? -dijo Benjamín, sonriendo-. Porque, en caso contrario, creo que no serás bienvenido.

   -No. Pero se trata de un asunto importante, de modo que envíale a Ágata inmediatamente.

   -Sí que lo haré, y nada diré del venado.

   A los pocos minutos, Jacobo fue conducido por Ágata a los aposentos de miss Judith Villiers. La anciana dama contaba unos cincuenta años de edad, era muy estirada y tiesa y estaba sentada en una silla de alto respaldo, con los pies sobre un escabel y las manos cruzadas delante, con los mitones reposando sobre el albo delantal.

   El viejo guardabosques le hizo una reverencia.

   Según me dicen, usted tiene algo importante que decirme -observó miss Judith.

   -Importantísimo, señora -replicó Jacobo-. En primer lugar, debe usted saber que Su Majestad el rey Carlos ha huido de Hampton Court.

   -¡Su Majestad ha huido! -replicó la dama.

   -Sí, y se presume que está escondido en esta vecindad. Supongo que no se halla en esta casa..., ¿verdad?

   -Jacobo, Su Majestad no está en esta casa; si lo estuviera, yo me dejaría arrancar la lengua antes que confesarlo, aún tratándose de usted.

   -Pero tengo otra cosa confidencial que decirle, señora.

   -Retírese, Ágata. Y cuide de ir abajo y de no quedarse junto a la puerta.

   Al oír esta orden, Ágata se precipitó afuera del aposento, cerrando con un portazo que le hizo dar un salto en la silla a miss Judith.

   -¡Muchacha mal educada! -exclamó miss Judith-. Vamos, Jacobo Armitage. Puede continuar.

   Entonces Jacobo narró con todos los detalles lo que había oído esa mañana, al encontrarse con los soldados, terminando con la información de que la casa sería quemada esa misma noche. Luego señaló la necesidad de abandonar inmediatamente Arnwood, ya que sería imposible oponerse a los soldados.

   -¿Y adónde he de ir, Jacobo? -preguntó tranquilamente miss Judith.

   -No lo sé, señora. Está mi cabaña, pero se trata de algo muy modesto e inadecuado para una persona como usted.

   -Así lo considero, Jacobo Armitage, y no aceptaré su oferta. No le cuadraría a la dignidad de una Villiers asustarse y abandonar su morada al llegar un partida de groseros soldados. Suceda lo que suceda, no me moveré de aquí... no, ni aun de esta silla. Por lo demás, no creo que el peligro sea tan grande como usted supone. Que Benjamín ensille un caballo y se disponga a ir a Lymington de inmediato. Le daré una carta para el juez del pueblo, a fin de que nos envíe protección.

   -Pero, señora, los niños no pueden quedarse aquí. No los dejaré aquí. Le he prometido al coronel...

   -¿Correrán más peligro los niños que yo, Jacobo Armitage?-replicó solemnemente la anciana dama-. Esa gente no se atreverá a maltratarme. Quizá violenten la bodega y se beban la cerveza... y se entretengan con tal o cual venado traído por usted. Pero dudo que se arriesguen a agraviar a una dama de la casa de Villiers.

   -Temo que se arriesgarán a cualquier cosa, señora. De todos modos, asustarán a los niños, y tratándose solamente de una noche, éstos se hallarían mejor en mi cabaña.

   -Bueno, así sea; llévelos a su cabaña y que vaya con ustedes Marta para atender a las señoritas Beverley. Baje ahora, y dígale a Marta que venga aquí y a Benjamín que ensille lo más pronto que pueda.

   Jacobo salió del aposento, satisfecho de haber obtenido permiso para llevarse a los niños. Sabía que era inútil discutir con miss Judith, que se mantenía firme en sus trece cuando había manifestado su intención. Jacobo caviló acerca de si convenía hablarles a los criados del peligro inminente; pero no tuvo oportunidad de hacerlo, porque Ágata se había quedado junto a la puerta mientras Jacobo daba aviso a miss Villiers, y apenas hubo mencionado el guardabosques la amenaza de que esa noche quemarían Arnwood, había corrido a la cocina a comunicárselo a los demás criados.

   -No me quedaré para morir quemada -exclamó la cocinera, al entrar Jacobo-. ¡Lindas noticias las suyas, señor Armitage! ¿Qué dice mi señora?

   -Quiere que Benjamín ensille inmediatamente y lleve una carta a Lymington. Y usted, Ágata, debe subir a sus aposentos.

   -Pero..., ¿qué se propone hacer? ¿Adónde iremos? -exclamó Ágata.

   -Miss Judith se propone quedarse donde está.

   -Entonces, lo que es por mí, se quedará sola -exclamó la doncella, a quien Benjamín festejaba-. Bastante malo es ya tener pecas vituallas y no cobrar sueldo, pero eso de morir quemada... Benjamín, ponga una grupera detrás de su silla de montar e iré a Lymington con usted. No tardaré en tener listo mi hato de ropa.

   Benjamín, que estaba en la cocina al entrar Jacobo, hizo un significativo signo de asentimiento y se fue a la caballeriza. Ágata subió a los aposentos de su ama con aire muy perturbado y la cocinera se fue también muy presurosamente a su alcoba.

   «¡Todos la abandonarán! -pensó Jacobo-. Bueno, mi deber es evidente. No dejaré a los niños en la casa.»

   Fue en su busca y los encontró jugando en el jardín. Inmediatamente llamó a los dos varones aparte.

   -Señorito Eduardo -dijo-. Usted debe probar que es el hijo de su padre. Debemos abandonar inmediatamente esta casa; suba conmigo a sus habitaciones y ayúdeme a empacar sus ropas y las de sus hermanos, porque esta noche debemos irnos a mi cabaña. No hay tiempo que perder.

   -Pero..., ¿Por qué, Jacobo? Debo saber el porqué.

   -Porque los soldados de caballería del parlamento quemarán la casa esta noche hasta sus cimientos.

   -¡Que la quemarán! Pero si la casa es mía..., ¿verdad? ¿Quién se atreverá a quemarla?

   -Ellos se atreverán y lo harán.

   -Pero lucharemos contra ellos, Jacobo; podemos atrincherarnos. Yo sé usar una escopeta y también dar en el blanco, como usted sabe; luego, están Benjamín y usted.

   -¿Y qué podrán hacer usted y dos hombres más contra una tropa de caballería, mi querido niño? Si pudiéramos defender la casa, Jacobo Armitage sería el primero en intentarlo; pero eso es imposible, mi querido niño. Recuerde a sus hermanas. ¿Le gustaría que fuesen quemadas vivas o muertas a tiros por esos malvados? No, no, señorito Eduardo; usted debe hacer lo que digo y no perder tiempo. Empaquemos lo que sea más útil y carguemos los hatos sobre White Billy. Luego ustedes podrán venir a la cabaña conmigo, y nos arreglaremos lo mejor posible.

   -¡Eso será divertido! -dijo Humphrey-. Ven, Eduardo.

   Pero Eduardo Beverley necesitaba más persuasión para abandonar la casa; por fin, el viejo Jacobo logró convencerlo, y la ropa fue apilada en hatos lo más pronto posible.

   -La tía dijo que Marta acompañara a sus hermanas, pero dudo de que quiera venir -dijo Jacobo-. Y creo que no habrá sitio para ella, ya que la cabaña es harto pequeña.

   -Oh, no la necesitamos -dijo Humphrey- Alicia viste siempre a Edith y se viste sola desde el día mismo en que murió mamá.

   -Entonces, bajemos los hatos y amárrenlos ustedes al petiso, mientras voy en busca de sus hermanas.

   -Pero..., ¿adónde irá la tía Judith? -inquirió Eduardo.

   -Ella no abandonará la casa, señorito Eduardo; se propone quedarse y hablar con los soldados.

   -¡De modo que una anciana como ella se queda para afrontar al enemigo, mientras yo huyo! -replicó Eduardo-. No me iré.

   -Señorito Eduardo -replicó Jacobo-. Haga lo que le plazca, pero sería cruel dejar aquí a sus hermanas: ella y Humphrey deben venir conmigo y yo no podré conseguir que vengan a mi cabaña si usted no me ayuda. Eso no queda lejos y luego usted podrá volver muy pronto.

   Eduardo consintió. El petiso fue cargado prestamente y las niñas, que estaban jugando aún en el jardín, fueron llamadas por Humphrey. Se les dijo que pasarían la noche en la cabaña y la idea las deleitó.

   -Vamos, señorito Eduardo -dijo Jacobo-. ¿Quiere tomar de la mano a sus hermanas y conducirlas a la cabaña? Aquí tiene la llave de la puerta. El señorito Humphrey puede guiar al petiso.

   Y, llevándolo aparte, Jacobo continuó:

   -Y además, señorito Eduardo, le diré algo que no he de mencionar en presencia de su hermano y sus hermanas: los soldados están revolviendo todo el Bosque Nuevo, porque el rey Carlos ha huido y lo buscan. Por lo tanto, usted no debe abandonar a sus hermanos hasta que yo vuelva. Cierre con llave la puerta de la cabaña apenas anochezca. Ya sabe donde encontrará una luz, sobre el aparador; y mi escopeta está cargada y pende sobre la repisa. Haga todo lo que pueda si los soldades quieren forzar la entrada; pero, rnás que nada, prométame que no los abandonará hasta mi regreso. Me quedaré aquí para ver qué puedo hacer por su tía; y cuando vuelva, decidiremos qué ha de hacerse.

   Esta treta del Jacobo tuvo éxito. Eduardo prometió que no abandonaría a sus hermanos y sólo quedaban unos pocos minutos de luz, diurna cuando el pequeño grupo dejó la mansión de Arnwood. Cuando franqueahan la verja, se cruzaron con Benjamín, que se alejaba al trote con Marta a sus espaldas sobre una grupera, y que aferraba un envoltorio tan grande como ella. No cambiaron una sola palabra y pronto Benjamín y Marta se perdieron de vista.

   -¿Adónde se irá Marta? -dijo Alicia-. ¿Estará de vuelta cuando regresemos mañana a casa?

   Eduardo no contestó, pero Humphrey dijo:

   -Pues se lleva mucha ropa en ese enorme hato, para tratarse de una noche, en todo caso.

   Jacobo, apenas hubo despachado a los niños, volvió a la cocina, donde encontró a Ágata y a la cocinera que reunían sus cosas, aprestándose evidentemente a una presurosa fuga.

   -Ha visto a miss Judith, Ágata?

   -Sí. Y me dijo que se quedaría y que yo debía quedarme de pie detrás de su silla, para poder recibir dignamente a los soldados, pero no admiro su plan. Quizá la dejen en paz a ella, pero estoy segura de que serán groseros conmigo.

   -¿Cuando vuelve Benjamín?

   -No piensa volver. Dijo que en cualquier caso, no volvería hasta mañana por la mañana, y que entonces haría una escapada aquí, para asegurarse de si el aviso era cierto o no. Pero Marta se ha ido cen él.

   -Ojalá pudiera inducir a la señorita a dejar la casa -dijo Jacobo pensativamente-. Temo que no la respeten tanto como ella supone. Suba, Ágata, y dígale que quiero hablar con ella.

   -No, no haré tal cosa; tengo que irme porque ya oscurece.

   -¿Y dónde se va?

   -A casa de Gossip Allwood. Eso queda a un par de kilómetros de distancia y tengo que llevar mis cosas.

   -Pues mire, Ágata. Si me anuncia a la señorita, yo le llevaré sus cosas.

   Ágata consintió y apenas hubo llevado al primer piso la lámpara, porque ya había oscurecido totalmente, Jacobo fue introducido de nuevo a los aposentos de miss Judith.

   -Querría, señora, poder convencerla de que dejase la casa por esta noche -dijo el guardabosques.

   -Jacobo Armitage, no abandonaré esta casa aunque esté llena de soldados; ya se lo he dicho...

   -Pero, señora...

   -Basta, señor. Usted se excede -replicó la dama, con altanería.

   -Pero, señora...

   -Retírese de aquí, Jacobo Armitage, y no vuelva jamás. Salga de aquí y envíeme a Ágata.

   -Ágata se ha ido, señora, y también se ha ido la cocinera, y Marta se ha marchado con Benjamín; cuando yo me marche, usted se habrá quedado sola.

   -¿Se han atrevido a marcharse.?

   -No se han atrevido a quedarse, señora.

   -Váyase, Jacobo Armitage, y cierre la puerta al salir.

   Jacobo vacilaba aún.

   -Obedézcame de inmediato -dijo la anciana, y el guardabosques, considerando inútil toda protesta, salió y obedeció la última orden de miss Judith, cerrando la puerta en pos de él.

   Jacobo encontró a Ágata y a la otra doncella en el patio: tomó los envolterios de ambas y como se lo había prometido a Ágata, las acompañó hasta la casa de Gossip Alwood, que tenía una pequeña cervecería a un par de kilómetros de distancia.

   -Pero... ¡Dios mío! ¿Qué será de los niños? -dijo Ágata, cuando se alejaban, ya que los había olvidado hasta entonces movida por sus propios temores-. ¡Pobrecitos! Y Marta los ha abandonado también.

   -Sí, en verdad. ¿Qué será de nuestros queridos niños?- dijo la cocinera, lagrimeando.

   Entonces Jacobo, sabiendo que los hijos de un realista tal como el coronel Beverley sufrirían un trato riguroso si eran descubiertos y sabiendo asimismo que no siempre se podía confiar en las mujeres, resolvió no decirles adónde los había enviado. De modo que contestó:

   -¿Quién habría de hacerles daño a niños de tan corta edad? No. No hay por qué temer por ellos; hasta los soldados los protegerán.

   -Así lo espero -replicó Ágata.

   -No lo duden. Ningún hombre causará daño a unos niños -replicó Jacobo-. Los soldados los llevarán a Lymington, seguramente. No temo por ellos; si con alguien serán descorteses, será con esa orgullosa dama.

   La conversación terminó en este punto, y a su debido tiempo, los viajeros llegaron a la posada. Jacobo acababa de dejar los hatos sobre la mesa, cuando se oyó rumor de cascos caballares. A poco, los soldados detuvieron sus cabalgaduras ante la puerta y desmontaron. Jacobo reconoció a la partida que encontrara en el bosque, y entre ellos, a Southwold. Los soldados pidieron cerveza y se quedaron algún tiempo en la casa, charlando y jaraneando con las mujeres, sobre todo con Ágata, que era muy bien parecida. Jacobo se habría retirado silenciosamente, pero se encontró con que en la puerta habían apostado a un centinela para impedir que alguien saliera. Volvió a sentarse y mientras escuchaba la conversación de los soldados, fue reconocido por Southwold, que lo abordó. Jacobo no fingió no conocerlo, porque ello habría sido inútil, y Southwold le formuló muchas preguntas sobre los moradores de Arnwood. Jacobo replicó que allí estaban los niños y unos pocos criados, e iba a mencionar a miss Judith Villiers, cuando se le ocurrió una idea: podía salvar a la anciana dama.

   -Ya sé que ustedes van a Arnwood -dijo Jacobo-, y he oído decir a quien buscan. Quizá me equivoque, pero si ustedes se topan con una vieja o algo así cuando vayan a Arnwood, pónganla sobre la grupa de su caballo y llévenla a Lymington lo más pronto que puedan. Usted me entiende.

   Southwold asintió con aire significativo y le oprimió la mano a Jacobo.

   -Una sola palabra, Jacobo Armitage: si triunfo en la captura gracias a su indicación, es simplemente justo que usted reciba algo del premio. ¿Dónde podré encontrarlo pasado mañana?

   -Esta noche me voy de aquí y no tengo más remedio que hacerlo. Lo positivo es que estoy en dificultades: cuando la marejada haya pasado, daré con usted. No vuelva a hablarme más.

   Southwold volvió a oprimir la mano de Jacobo y lo abandonó. A poco, dieron orden de volver a montar y los soldados partieron.

   Armitage los siguió lentamente, sin ser advertido. Los soldados llegaron a la casa y la rodearon. Poco después el guardabosques notó el resplandor de las antorchas, y al cuarto de hora se alzó una densa humareda en el cielo oscuro pero despejado; finalmente brotaron las llamas de las ventanas inferiores de la mansión y a poco iluminaron la zona hasta varios kilómetros a la redonda.

   «Esto ha terminado», pensó Jacobo y se volvía ya para encaminarse de prisa hacia su propia cabaña, cuando oyó el galope de un caballo y unos fuertes gritos. Un minuto después, James Southwold pasó a su lado con miss Judith amarrada detrás de él, pataleando y forcejeando todo lo posible. Jacobo sonrió al pensar que le había salvado la vida a la anciana con aquella pequeña treta, porque evidentemente Southwold suponía que llevaba en la grupa al rey Carlos disfrazado de mujer, y entonces, volvió lo más pronto posible a la cabaña.

   Al cabo de media hora había atravesado los densos bosques que mediaban entre la mansión y su morada, volviendo a ratos la vista para contemplar las llamaradas del incendio que se elevaban a creciente altura. Llamó a la puerta de la cabaña: Smoker, un gran perro mestizo de zorro y sabueso, gruñó hasta que Jacobo le habló y entonces Eduardo abrió la puerta.

   -Mis hermanas están en cama y profundamente dormidas, Jacobo -dijo Eduardo-. Y Humphrey cabecea desde hace media hora. ¿No será mejor que se acueste también antes de que volvamos?

   -Salga, señorito Eduardo, y mire -replicó Jacobo.

   Eduardo contempló las llamas y el salvaje resplandor que cubría el cielo, y guardó silencio.

   -Ya le dije que ocurriría esto y ustedes se habrían quemado vivos en sus lechos, porque los soldados no entraron en la casa para averiguar quiénes estaban en ella, sino que la incendiaron apenas la hubieron rodeado.

   -¿Y mi tía? -exclamó Eduardo, estrujándose las manos.

   -Está a salvo, señorito Eduardo, y a estas horas en Lymington.

   -Iremos a verla mañana.

   -Temo que no: no debe usted arriesgar tanto, señorito Eduardo. Esos igualitarios no perdonan a nadie y más vale que lo crean a usted muerto en el incendio.

   -Pero mi tía sabe lo contrario, Jacobo.

   -Es cierto. Lo había olvidado.

   Y, realmente, Jacobo había olvidado esto. Pensaba que la vieja moriría en el incendio y que entonces nadie sabría de la existencia de los niños; pero había olvidado, al planear la salvación de miss Judith, que ésta sabía el paradero de los niños.

   -Pues bien, señorito Eduardo. Iré mañana a Lymington a ver a la señorita; pero usted debe quedarse aquí y cuidar de sus hermanas hasta que yo vuelva, y entonces veremos qué ha de hacerse. Las llamas ya no son tan brillantes como antes.

   -No. Es mi casa la que han quemado estos cabezas redondas -dijo Eduardo, cerrando el puño.

   -Era su casa, señorito Eduardo, y su propiedad, pero queda por verse hasta cuándo seguirá siéndolo. Temo que ese dominio será anulado.

-¡Ay del que se atreva a tomar posesión de la finca! -exclamó Eduardo-. Si vivo, seré un hombre muy pronto.

   -Sí, señorito Eduardo, y entonces reflexionará más que ahora y no será imprudente. Entremos en la cabaña, porque es inútil que nos quedemos a la intemperie; esta noche la helada aprieta.

   Eduardo siguió lentamente a Jacobo al interior de la cabaña. Su pequeño corazón estaba desbordante. Era un muchacho orgulloso y bueno, pero la destrucción de la mansión había hecho nacer evidentemente en su corazón malos pensamientos, el odio a los puritanos que habían matado a su padre y ahora quemado su propiedad, y el ansia de vengarse de ellos (no sabía cómo); pero, a pesar de su juventud, su mano estaba pronta a herir. Se tendió en la cama, pero no pudo conciliar el sueño. No hacía más que revolverse en el lecho, y su cerebro hervía de pensamientos y planes de venganza. De haber dicho sus plegarias esa noche, se hubiera visto obligado a repetir: «Perdónanos, como perdonamos nosotros a quienes usurpan lo nuestro». Por fin se quedó dormido, pero no durmió tranquilo y a menudo habló entre sueños y despertó a sus hermanos.



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Capítulo III

   A la mañana siguiente, apenas les hubo servido Jacobo el desayuno a los niños, partió rumbo a Arnwood. Sabía que Benjamín había expresado su intención de volver a caballo, para enterarse de lo ocurrido, y lo conocía lo bastante para estar seguro de que lo haría. Pensó que lo mejor era verlo, de ser posible, y cerciorarse de la suerte de miss Judith. El guardabosques llegó a las ruinas aun humeantes de la mansión, y encontró allí a algunas personas, en su mayoría residentes a pocos kilómetros de distancia, algunas atraídas por la curiosidad, otras consagradas a recoger las enormes cantidades de plomo del tejado, derretidas y caídas, y a apropiárselas; pero aquello, en su mayor parte, estaba harto caliente para tocarlo y le echaban nieve para enfriarlo, porque había nevado durante la noche. Por fin, Jacobo advirtió a Benjamín a caballo, que se adelantaba despaciosamente hacia él y se le acercó de inmediato.

   -Realmente, el espectáculo es lamentable, Benjamín. ¿Qué novedades trae de Lymington?

   -Lymington está lleno de soldados y éstos no son demasiado corteses -replicó Benjamín.

   -¿Y cómo está la señorita?

   -Oh... Eso, es algo muy doloroso -dijo el criado-. Y la suerte de los pobres niños, también. ¡Pobre señorito Eduardo! Habría sido un bravo caballero.

   -Pero..., ¿está a salvo la señorita? -insistió Jacobo-. ¿La vio usted?

   -Sí, la vi; los soldados creyeron que la pobre era el rey Carlos en persona.

   -Pero deben haber descubierto su error a estas horas..., ¿verdad?

   -Sí. Y también lo ha descubierto James Southwold -replicó Benjamín-. ¡Pensar que la pobre señorita se ha desnucado!

   -¿Desnucado? ¡No me diga! ¿Cómo ha sido eso?

   -Pues, según parece, Southwold creyó que la señorita era el rey Carlos disfrazado de vieja, de modo que la agarró y la sujetó bien a sus espaldas y se fue galopando con ella a Lymington; pero ella forcejeó y pataleó de una manera tan varonil, que él no pudo sostenerse sobre la silla y ambos cayeron del caballo, y él se desnucó.

   -¿De veras? ¡Un juicio de Dios sobre un traidor! dijo Jacobo.

   -Ambos fueron recogidos, sujetos el uno al otro como estaban y llevados por los demás soldados a Lymington.

   -Pues... ¿Dónde está entonces la señorita? ¿La vio usted y habló con ella?

   -La vi, Jacobo, pero no hablé con ella. Olvidaba decirle que al desnucar a Southwold, también se desnucó ella.

   -¿De modo que la señorita está muerta?

   -Sí que lo está -replicó Benjamín-. Pero... ¿qué importa ella? Lo que lamento es la muerte de esos pobres niños. Marta no ha cesado de llorar desde entonces.

   -No me extraña.

   -Yo estaba en la posada del Caballero y los soldados entraron allí y empezaron a jactarse de lo que habían hecho y dijeron que aquélla era una buena obra. Yo no pude soportarlos y le pregunté a uno de ellos si era una buena obra quemar vivos en sus lechos a unos pobres niños. De modo que él se volvió y asestó un golpe en el suelo con su espada y me preguntó si yo era realista. Dije que no y él insistió: «Entonces... ¿Quién es usted?» Todo mi valor se esfumó y contesté que era un pobre cazador de ratas. «De modo que cazador de ratas... ¿eh? -dijo él-. Pues bien, señor Cazador de Ratas... Cuando usted mata ratas..., ¿no mata también a los críos cuando encuentra un nido de ratas? ¿O los deja crecer y convertirse en seres dañinos?» «Claro que mato a los críos», respondí. «Pues lo mismo hacemos nosotros con los realistas cuando los encontramos». No dije una sola palabra más y salí de la posada lo antes que pude.

   -¿Ha oído usted algo sobre el rey? -inquirió Jacobo.

   -No, nada. Pero los soldados han vuelto a ponerse en campaña y tengo entendido que se han marchado al bosque.

   -Entonces, Benjamín, adiós; me iré de estos lugares... Es inútil que me quede aquí. ¿Donde están Ágata y la cocinera?

   -Han ido a Lymington en las primeras horas de la mañana.

   -Dígales adiós en mi nombre, Benjamín.

    -¿Adónde va, pues?

   -No lo sé muy bien, pero creo que tomaré el camino de Londres. Sólo me había quedado aquí para velar por los niños, y ahora que han muerto me marcharé de Arnwood para siempre.

   Jacobo, ansioso de volver a la cabaña, al enterarse de que los soldados estaban en el bosque, le estrechó la mano a Benjamín y se alejó precipitadamente. «Bueno -pensó mientras tanto-, lo siento por la pobre vieja; pero, con todo, quizá sea para bien. ¡Quién sabe qué habrían hecho ellos con esos niños. ¿Destruir el nido junto con las ratas? ¡Buena idea! Pero tendrán que empezar por descubrir el nido.»

   Y el viejo guardabosques continuó su viaje, sumido en hondas cavilaciones.

   Cabe observar aquí que, a pesar de lo sanguinarios que eran muchos de los puritanos, no creemos que Jacobo Armitage tuviera motivo para los temores que expresaba y sentía; esto es, creemos que habría podido comunicarle la existencia de los niños a la familia de los Villiers y que nadie les habría hecho daño. Es cierto que podían haber perecido al incendiarse la casa, de haber estado en sus lechos, pero, es muy improbable que el hecho de que su padre fuese tan fiel adepto de la causa realista hiciera peligrar sus vidas, y ello no resulta probado por la historia de la época; pero el viejo guardabosques opinaba de otro modo. Odiaba a los puritanos y las fechorías de éstos habían sido exageradas a tal punto por los rumores, que estaba convencido de que las vidas de los niños corrían peligro. Convencido de ello, y sintiéndose ligado por su promesa al coronel Beverley de protegerlos, Jacobo resolvió que vivirían con él en el bosque y se criarían aparentando ser sus nietos. Sabía que era imposible encontrar mejor escondite, ya que, salvo los guardabosques, eran muy pocos los que sabían donde estaba la cabaña, y ésta se hallaba tan apartada de los senderos transitados y tan oculta por elevados árboles, que había pocas probabilidades de que la viesen o se supiera su existencia. Por lo tanto, Jacobo resolvió que los niños se quedarían con él hasta tiempos mejores. Y entonces él les comunicaría su existencia a las otras ramas de la familia, pero no antes. «Puedo cazar y alimentarlos así -pensó-. Y tengo un poco de dinero en caso de necesidad. Y les enseñaré a ser útiles; tendrán que aprender a valerse por sí mismos. Están el jardín y la parcela de tierra; dentro de dos o tres años los muchachos, podrán servir para algo. No puedo enseñarles gran cosa, pero sí puedo enseñarles a temer a Dios. Debemos salir del paso lo mejor posible y depositar nuestra fe en Él, que es un Padre para los desamparados.»

   Con estos pensamientos bulléndole en la cabeza, Jacobo llegó a la cabaña y se encontró con que los niños estaban parados junto a la puerta esperándolo. Todos ellos, fueron presurosamente a su encuentro, y el perro se abalanzó a la vanguardia para darle la bienvenida a su amo.

   -¡Quieto, Smoker, buen perro mío! Bueno, señorito Eduardo, he sido lo más rápido posible. ¿Cómo se han portado el señor Humphrey y sus hermanas? Pero no debemos quedarnos afuera hoy, porque los soldados están registrando el bosque y pueden verlos a ustedes. Entremos inmediatamente, porque no convendría que vinieran aquí.

   -¿Quemarían la cabaña? -inquirió Alicia, tomando la mano de Jacobo.

   -Sí, querida; creo que lo harían si descubrieran que usted y sus hermanos están en ella. Pero no debemos dejar que los vean.

   Todos entraron en la cabaña, que consistía en una gran habitación al frente y dos al fondo como alcobas. Había también una tercera alcoba, que estaba detrás de las otras dos, pero sin muebles.

   -Ahora veamos qué hay para el almuerzo... Sé que ha quedado carne de venado -dijo Jacobo-. Vengan; todos debemos ser útiles. ¿Quién cocinará?

   -Yo -dijo Alicia-. Siempre que usted me muestre cómo. Hay algunas patatas en el cesto del rincón..., y de la cuerda penden varias cebollas. Necesitamos un poco de agua. ¿Quién la traerá?

   -Yo -dijo Eduardo, que tomó un cubo y fue hacia el manantial.

   Las patatas fueron peladas y lavadas por los niños: Jacobo y Eduardo cortaron la carne de venado, se lavó la marmita de hierro y luego la carne y las patatas fueron echadas a la marmita y ésta sobre el fuego.

   -Ahora cortaré las cebollas, porque los harán lagrimear.

   -No me importa -dijo Humphrey-. Cortaré y lloraré al mismo tiempo.

   Y Humphrey tomó un cuchillo y cortó con gesto varonil las cebollas, aunque se veía obligado a secarse los ojos con la manga muy a menudo.

   -Eres un buen muchacho, Humphrey -dijo Jacobo-. Ahora meteremos ahí las cebollas y dejaremos que todo eso hierva. Como ven, ustedes mismos se han preparado el almuerzo. ¿Verdad que es agradable?

   -Sí -gritaron todos ellos-. Y comeremos nuestro propio almuerzo apenas esté listo.

   -Entonces, Humphrey, debe bajar algunos de los platos que están en el aparador. Y usted, Alicia, encontrará algunos cuchillos en la gaveta. Y veamos... ¿Qué podría hacer la pequeña Alicia? ¡Oh!, podría ir al trinchante y traer el salero. Eduardo, quédese al acecho y avíseme si viene o pasa alguien. Hay que estar alerta mientras los soldados no hayan abandonado el bosque.

   Los niños se dedicaron a sus tareas, y Humphrey gritó, como lo hacía muy a menudo:

   -¡Vamos, esto es divertido!

   Mientras se cocía el almuerzo, Jacobo entretuvo a los niños mostrándoles cómo se ponían las cosas en orden: barrió el piso y aseó el hogar, le mostró a Alicia cómo se lavaba un mantel y a Humphrey cómo se quitaba el polvo a las sillas. Todos trabajaron alegremente, mientras la pequeña Edith miraba y batía palmas.

   Pero momentos antes de estar pronta la comida, Eduardo entró y dijo:

   -¡Unos soldados galopan por el bosque!

   Jacobo salió y observó que los soldados seguían una dirección que los llevaría cerca de la cabaña.

   Entró y, después de pensarlo n poco, dijo:

   -Mis queridos niños: esos hombres pueden venir aquí y registrar la cabaña. Ustedes deben hacer lo que les digo, y cuiden mucho de guardar silencio. Humphrey, usted y sus hermanas deben ir a la cama y fingir que están muy enfermos. Eduardo, quítese la levita y póngase esa vieja chaqueta de caza mía; usted debe quedarse en la alcoba atendiendo a sus hermanos enfermos. Venga, querida Edith, usted debe jugar a los enfermos y luego cenará.

   Jacobo llevó a los niños a la alcoba, y quitándoles la ropa externa, que los habría delatado como hijos de buena familia, los acostó y cubrió hasta la mandíbula con los cobertores. Eduardo se había puesto la vieja chaqueta de caza, que le llegaba hasta más abajo de las rodillas, y se paró con un jarro de agua en la mano junto a la cabecera de las dos muchachas. Jacobo salió a la habitación del frente, para sacar los platos dispuestos para el almuerzo. Y apenas lo hubo hecho, oyó el ruido de los soldados y a poco un golpe en la puerta de la cabaña.

   -Adelante -dijo.

   -¿Quién es usted, amigo mío? -dijo el jefe de la tropa, entrando.

   -Un pobre guardabosques, señor, y en grandes apuros -replicó Jacobo.

   -¿Qué apuros, amigo mío?

   -Tengo a todos los niños en cama, con viruelas.

   -Con todo, debemos registrar su cabaña.

   -Bien venidos -replicó Jacobo-. Sólo les ruego que no asusten a los niños, si pueden evitarlo.

   Aquel hombre, a quien ahora se había unido otro, comenzó su búsqueda. Jacobo abrió todas las puertas de las habitaciones y aquéllos franquearon sus umbrales. La pequeña Edith chilló al verlos; pero Eduardo la acarició y le dijo que no se asustara. Mas los soldados no se fijaron en los niños. Registraron concienzudamente la casa y volvieron luego a la habitación del frente.

   -Es inútil quedarse aquí -dijo uno de los soldados-. ¿Nos vamos? Estoy cansado de la cabalgata y tengo hambre.

   -También yo. Y ahí hay algo que huele bien -dijo otro-. ¿Qué es eso, buen hombre? -continuó, destapando la marmita.

   -Mi comida para una semana -respondió Jacobo

   No tengo ahora quién me cocine y no puedo encender el fuego todos los días.

   -Pues pareces vivir bien si cocinas estas cosas todos los días. Me gustaría probar un par de cucharadas.

   -Y bien venido, señor -replicó Jacobo-. Cocinaré algo más para mí mismo.

   Los soldados le tomaron la palabra. Se sentaron a la mesa, y a poco desapareció todo el contenido de la marmita. Después de haberse hartado, se levantaron, le dijeron que su potaje era tan bueno que confiaban en visitarlo nuevamente, y riendo de buena gana montaron a caballo y se alejaron.

   -Bueno -dijo Jacobo-. Bien venidos al almuerzo. No creía salir del paso a tan poco costo.

   Apenas se hubieron perdido de vista los soldados, el guardabosques les gritó a los niños que se levantaran, cosa que hicieron sin demora. Alicia se puso la blusa de Edith, Humphrey su chaqueta y Eduardo se quitó la chaqueta de caza.

   -Ya se han ido -dijo Jacobo, entrando.

   -Y nuestros almuerzos también -dijo Humphrey, mirando la marmita vacía y los platos sucios.

   -Sí, pero podemos preparar otro. Y eso nos permitirá entretenernos un poco más -dijo Jacobo- Eduardo, vaya a buscar el agua; Humphrey, corte las cebollas; Alicia, lave las patatas. Y usted, Edith, ayúdeles a todos, mientras yo corto un poco más de carne.

   -Confío en que la comida será tan buena como la otra -observó Humphrey-. ¡Aquélla olía tan bien!

   -Será tan buena, sino mejor; porque mejoraremos con la práctica y tendremos más apetito para comerla -dijo Jacobo.

   -Esos hombres malos se comieron nuestro almuerzo -dijo Edith-. Pero no comerán más. Esto lo comeremos nosotros.

   Y así lo hicieron, apenas estuvo listo; pero su hambre había crecido mucho antes de sentarse a la mesa.

   -¡Esto es muy divertido! -dijo Humphrey, con la boca llena.

   -Sí, señorito Humphrey. Dudo que el rey Carlos tenga hoy tan buen almuerzo. Señorito Eduardo, lo noto muy grave y silencioso.

   -Sí, Jacobo. ¿Acaso me falta motivo? ¡Oh! ¡Si hubiese podido apalear a esos soldados!

   -Pero no podía usted hacerlo, de modo que debe ponerle al mal tiempo buena cara. ¡Dicen que cada perro tiene su día, y quién sabe si el rey Carlos no volverá alguna vez al trono!

   Ese día no hubo nuevas visitas en el cabaña, y todos se fueron a la cama y durmieron profundamente.

   A la mañana siguiente, Jacobo, que se sentía muy ansioso por saber novedades, ensilló al petiso, habiéndole dado antes instrucciones a Eduardo sobre lo que debía hacer si alguna partida de soldados visitaba la cabaña. Le aconsejó fingir que los niños estaban en cama con viruelas, como el día anterior. Luego Jacobo se dirigió hacia la posada de Gossip Allwood y allí se enteró de que el rey Carlos había sido capturado, de que estaba en la isla de Wight y de que los soldados habían emprendido el regreso a Londres con toda la celeridad posible. Considerando que ya no había peligro por ese lado, Jacobo dirigió su cabalgadura con toda rapidez hacia Lymington. Entró en una tienda y compró dos trajes de campesino, que supuso les quedarían bien a los dos muchachos, y en otra compró un atavío similar para las dos muchachas. Luego, con varios otros artículos de confección y algunas cosas más que hacían falta para la casa, hizo un gran paquete, que puso sobre el petiso, y tomando la brida emprendió el regreso y llegó a tiempo: para supervisar la preparación de la cena, que consistía ahora en bistecs de venado fritos en una sartén y patatas hervidas.

   Terminada la cena, Jacobo abrió su envoltorio y les dijo a los niños que ahora, ya que se verían obligados a vivir en una cabaña, tendrían que usar ropa rural, y que él les había traído alguna para que pudiesen vagar libremente por los bosques sin temor a desgarrársela. Alicia y Edith fueron a la alcoba, y Alicia vistió a Edith y se vistó ella, y ambas salieron muy contentas de su cambio de indumento. Humphrey y Eduardo se pusieron el suyo en la sala, y toda la ropa les sentó a maravilla y la medida resultó muy justa.

   -Ahora, recuérdenlo: todos ustedes son mis nietos -dijo Jacobo-. Porque yo no seguiré llamándolos señorito y señorita..., cosa que nunca se hace en una cabaña. Naturalmente, usted me comprende, Eduardo, ¿verdad? - agregó Jacobo.

   Eduardo asintió y Jacobo les dijo a los niños que ahora podían salir de la cabaña a jugar, al oír lo cual todos ellos salieron encantados con aquella ropa que les daba libertad de movimientos.

   Ahora debemos describir la cabaña de Jacobo Armitage, en que los niños debían vivir en el futuro. Como ya lo hemos dicho, contenía una gran sala o cocina, en que había un espacioso hogar y una chimenea, una mesa, escabeles, aparadores y trinchantes, y los dos dormitorios adyacentes a esta habitación estaban destinados, el uno a Jacobo y el otro a los dos muchachos, y un tercero o interno a las dos niñas, como más retirado y seguro. Pero la cabaña tenía también dependencias: un pesebre, en que vivía durante el invierno White Billy, el petiso, un cobertizo y una pocilga rústicos, con un patio anexo, y además una parcela de tierra poco mayor que un acre, bien cercada a fin de mantener a raya a los ciervos y animales salvajes en general, cuya parte más importante era cultivada como un jardín y un sembrado de patatas, y la otra que seguía, cubierta por el césped, contenía algunos viejos y hermosos manzanos y perales. Tal era la morada. El petiso, unas cuantas aves de corral, una marrana, dos lechones y el perro Smoker eran los animales de la casa. Allí había nacido Jacobo Armitage - porque la cabaña había sido construida por su abuelo-, pero él no había vivido siempre allí. Cuando joven, su propensión a ver más mundo lo había inducido a servir unos años en el ejército. Su padre y su hermano habían vivido en Arnwood, residiendo allí permanentemente Jacobo cuando muchacho. El capellán de Arnwood le había cobrado simpatía, enseñándole a leer, pero no a escribir. Apenas hubo crecido sirvió, como ya lo dijimos, en las tropas comandadas por el padre del coronel Beverley. Y al morir éste, el coronel le había conseguido el puesto de guardabosques, antes a cargo de su padre, vivo aún, pero demasiado viejo ya para cumplir con sus deberes. Jacobo Armitage se casó con una mujer joven, buena y devota, con quien vivió durante varios años, después de lo cual murió sin darle descendencia. Y más tarde, al morir también su padre, Jacobo Armitage había vivido solo hasta el período en que hemos comenzado esta historia.



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Capítulo IV

   El viejo guardabosques se quedó despierto durante toda la noche, pensando qué debía hacer con los niños. Sentía la gran responsabilidad en que incurría y le alarmaba pensar en las posibles consecuencias si moría pronto. ¿Qué sería de los niños, en un paraje tan apartado que pocos conocían su existencia, totalmente aislados del mundo, y librados a sus propios recursos? Confiaba en que saldrían del trance mientras él viviera; pero si Dios lo llamaba a su seno antes de que crecieran y pudiesen valerse por sí mismos, quizá pereciesen. Eduardo no tenía aún los catorce años. Es cierto que se trataba de un niño diligente, valeroso y precavido para su edad; pero no tenía aún fuerzas o habilidad suficientes para lo que se requeriría. Humphrey, el segundo, también era promisorio; pero, de todos modos, sólo eran niños.

   «Tengo que enseñarles a ser útiles, a confiar solamente en sí mismos; no hay un momento que perder, y no debo perderlo. Haré lo más que pueda y confiaré en Dios. Sólo pido, dos o tres años, y después de ese tiempo creo que podrán valerse sin mí. Mañana deben iniciar la vida de hijos de un guardabosques.»

   De acuerdo con esta decisión, Jacobo, apenas se hubieron vestido los niños, y cuando se reunieron en la sala, abrió su Biblia, que había puesto sobre la mesa, y dijo:

   -Queridos niños, ustedes, saben que deben quedarse en esta cabaña, para que los perversos soldados no los encuentren; fueron ellos quienes mataron al padre de ustedes, y de no haberles alejado yo de Arnwood los habrían quemado vivos en sus camas. Por lo tanto, ustedes deben vivir aquí aparentando ser nietos míos y adoptar el apellido de Armitage y no el de Beverley, y vestir como hijos del bosque, como ahora, y hacer lo que hacen los hijos del bosque..., es decir, cuidar en todo de sí mismos, ya que ahora no tendrán criados que los atiendan. Todos ustedes deben trabajar; pero el trabajo les gustará si lo hacen juntos, porque entonces les parecerá un juego. Eduardo es el mayor y debe ir conmigo al bosque, y yo tendré que enseñarle a matar ciervos y otros animales salvajes para mantenernos. Y cuando haya aprendido, será Humphrey quien salga conmigo y aprenda a cazar.

   -Sí -dijo Humphrey-, aprenderé pronto.

   -Pero todavía no, Humphrey, porque tendrás que hacer algún trabajo en el ínterin: cuidar del petiso y de los cerdos y aprender a cavar en el jardín con Eduardo y conmigo cuando no salgamos a cazar. Y a veces iré solo y dejaré a Eduardo trabajando en tu compañía cuando haya algo que hacer. Tú, mi querida Alicia, tendrás que encender el fuego con la ayuda de Humphrey y limpiar la casa por la mañana. Humphrey irá al manantial por el agua y hará todo el trabajo pesado. Y tú tendrás que aprender a lavar, mi querida Alicia..., ya te mostraré cómo. Y también aprenderás a preparar la cena con Humphrey, que te ayudará, y a hacer las camas. Y la pequeña Edith cuidará de las aves y les dará de comer por las mañanas, y se preocupará de los huevos...; ¿Harás eso, Edith?

   -Sí -replicó la niña-. Y les daré de comer a todos los pollitos cuando salgan del cascarón, como lo hacía en Arnwood.

   -Sí, querida, y así serás útil. Ahora bien: ustedes comprenderán que no sabrán hacer todo esto de inmediato. Tendrán que probarlo varias veces; pero pronto aprenderán a hacerlo bien y entonces les parecerá un juego. Yo les enseñaré todo, y cada día lo harán mejor, hasta que ya no necesiten lecciones. Y ahora, mis queridos niños, como aquí no hay capellán, debemos leer la Biblia todas las mañanas. Eduardo sabe leer, no lo ignoro. ¿Y tú, Humphrey?

   -Sí; todo, salvo las palabras mayores.

   -Pues ya las aprenderás muy pronto. Y Eduardo y yo les enseñaremos a leer a Alicia y a Edith de noche, cuando estemos libres. Será una diversión hacerlo. Y ahora díganme: ¿les gusta a todos lo que les he dicho?

   -Sí -replicaron todos los niños.

   Y entonces, Jacobo Armitage leyó un capítulo de la Biblia, después de lo cual todos se hincaron de rodillas y dijeron la Plegaria del Señor. Como esto se volvió a hacer todas las mañanas y las noches, no necesitó repetirlo. Luego Jacobo les mostró cómo se limpia la casa y Humphrey y Alicia pronto terminaron el trabajo siguiendo sus instrucciones. Y luego se sentaron a tomar el desayuno, que era muy sencillo, formándolo carne fría y tortas cocidas sobre las ascuas, en lo cual Alicia adquirió prontamente experiencia, y la pequeña Edith se mostró muy útil cuidándoselas mientras Alicia ejecutaba sus demás tareas. Pero había desaparecido casi toda la carne de venado, y después del desayuno Jacobo y Eduardo, con el perro Smoker, se internaron en los bosques. Eduardo no tenía escopeta, ya que sólo iba para aprender a acercarse a los animales salvajes, lo cual requería mucha cautela; en realidad, Jacobo no tenía otra escopeta para él, aun cuando hubiese querido facilitársela.

   -Ahora, Eduardo, le estamos siguiendo el rastro a un hermoso ciervo, y no dudo de que lo encontraremos; pero lo difícil es ponerse a tiro de él. Recuerda que uno debe estar siempre oculto, porque la vista de ese animal es tan rapidísima, que uno debe acercársele en silencio, porque su oído es muy fino, y que nunca hay que arrimarse a él con el viento a favor, porque su olfato es muy sutil. Además, uno debe cazar de acuerdo a la hora del día. A esta hora, el animal está comiendo; dentro de dos horas, estará tendido en el alto helechal. El perro es inútil, salvo que el ciervo esté malherido entonces el perro, podrá capturarlo. Smoker conoce muy bien su deber y se ocultará tan bien como nosotros. Vamos a internarnos ahora en la espesura del bosque, ya que en él hay ahora muchos claros donde podemos encontrar al ciervo; pero debemos mantenernos más a la izquierda, porque el viento enfila al este y debemos caminar contra el viento. Y ahora que vamos a entrar en el bosque, recuerda que no debes pronunciar una sola palabra y que has de caminar detrás mío todo lo silenciosamente posible. ¡Smoker, en marcha!

   Ambos avanzaron a través del bosque por espacio de unos dos kilómetros, y a esta altura Jacobo le hizo una señal a Eduardo y se dejó caer en el helechal, arrastrándose hasta un espacio abierto, donde, a cierta distancia, estaban un ciervo y tres venados. Estos pacían tranquilamente, pero el ciervo erguía repetidas veces la cabeza y husmeaba el aire al mirar en torno, siendo evidentemente el centinela de las hembras.

   El ciervo estaba a medio kilómetro, aproximadamente, del sitio donde se habían acurrucado los cazadores en el helechal. Jacobo permaneció inmóvil hasta que el animal empezó a comer de nuevo y luego avanzó arrastrándose a través del helechal, seguido por Eduardo y el perro, que también se arrastraban. Este tedioso acercamiento continuó durante algún tiempo, y habían cubierto ya la mitad de la distancia que los separaba del ciervo, cuando el animal volvió a erguir la cabeza y pareció inquieto. Jacobo se detuvo y permaneció inmóvil. A poco, el ciervo se alejó, seguido por las hembras, hasta el lado opuesto del claro en que se apacentaran, y con gran fastidio de Eduardo el animal estaba ahora a algo más de quinientos metros de distancia. Jacobo se volvió y se arrastró adentro del bosque, y cuando tuvo la seguridad de que no eran vistos se levantó y dijo:

   -Ya ves, Eduardo, que hace falta paciencia para acechar a un ciervo.¡Vaya un ejemplar regio! Pero es probable que se haya alarmado esta mañana y se sienta muy inquieto. Ahora debemos atravesar los bosques hasta colocarnos a sotavento de él, del otro lado del valle. Como ves, ha llevado a las hembras hasta el bosquecillo y tendremos mejores oportunidades si guardamos silencio y somos cautelosos.

   -¿Qué lo sobresaltó, en su opinión? -dijo Eduardo.

   -Cuando te arrastrabas por el helechal, detrás mío, quebraste una ramita podrida con el cuerpo..., ¿verdad?

   -Sí; pero eso causó muy poco ruido.

   -Lo suficiente para sobresaltar a un ciervo rojo, Eduardo, como lo descubrirás al poco tiempo de ser guardabosques. Estos contrastes son inevitables y me han pasado centenares de veces, y entonces hay que empezar todo el trabajo de nuevo. Vamos a dar un rodeo; más vale que guardemos absoluto silencio. Si llegamos sin dificultad al otro lado, estará atrapado.

   Cruzaron a paso vivo el bosque y a la media hora habían llegado al lado en que estaba paciendo el ciervo. Cuando estuvo a unos trescientos metros del animal, Jacobo volvió a dejarse caer sobre las manos y los pies, arrastrándose de arbusto en arbusto, deteniéndose cada vez que el ciervo erguía la cabeza y volviendo a avanzar cuando seguía comiendo. Por fin llegaron al helechal existente en el costado del bosque, y se arrastraron a través de él como antes, pero más cautelosamente aún al acercarse al ciervo. De este modo, llegaron por fin a unos ochenta metros del animal, y entonces Jacobo aprontó su escopeta para echársela al hombro, y, mientras la amartillaba, se levantó para disparar. El chasquido causado por el seguro del arma sobresaltó inmediatamente al ciervo, y éste volvió la cabeza en la dirección de donde provenía el ruido. Cuando lo hacía, Jacobo hizo fuego, apuntando debajo de la paletilla del animal; el ciervo dio un salto, volvió a caer, quedó arrodillado, trató de correr y se desplomó muerto, mientras las hembras huían con la rapidez del viento.

   Eduardo se puso de pie con un grito de regocijo. Jacobo comenzó a cargar de nuevo la escopeta y detuvo a Eduardo, que se disponía a correr hacia el animal muerto.

   -Eduardo, debes aprender tu oficio -dijo-. No vuelvas a hacer eso jamás: no grites nunca así. Por el contrario, debiste quedarte callado y en el helechal.

   -¿Por qué? El ciervo está muerto.

   -Sí, querido mío; ese ciervo, está muerto. Pero... ¿cómo puedes saber si no hay otro tendido en el helechal, cerca de nesotros, o a cierta distancia, y a quien tu grito ha alarmado? Suponte que los dos tuviéramos escopetas y que la detonación de la mía hubiese sobresaltado a otro ciervo al acecho en el helechal a tiro de nosotros. Entonces habrías podido matarlo. O si un ciervo estuviese tendido a cierta distancia, la detonación podría haberlo sobresaltado lo suficiente para que moviera la cabeza sin levantarse. Yo vería moverse sus astas y hubiera señalado su escondite, y habríamos podido entonces seguirlo y acecharlo también.

   -Comprendo -replicó Eduardo-. He obrado mal; pero ya me portaré mejor otra vez.

   -Es por eso que te lo digo, hijo mío -respondió Jacobo-. Vámonos ahora a cobrar la presa. ¡Oh, Eduardo! Se trata de un noble animal. Creí que era un ciervo real, y lo es.

   -¿Qué es un ciervo real, Jacobo?

   -Un ciervo es llamado novato a los tres años de edad, cervato a los cuatro, cierva seguro a los cinco, y después de los cinco ciervo real.

   -¿Y cómo sabe usted su edad?

   -Por sus astas. Como ves, este ciervo tiene nueve astas; ahora bien, un novato sólo tiene dos, un cervato tres y un ciervo seguro cuatro. A los seis años de edad, las astas aumentan en número hasta que suelen llegar a ser veinte o treinta. Éste es un hermoso animal, y la carne de venado se está poniendo muy buena. Ahora mírame ejecutar las faenas de mi oficio.

   Jacobo degolló al animal y le sacó las entrañas.

   -¿Estás cansado, Eduardo? -dijo Jacobo, mientras secaba su cuchillo de caza en el pelo del ciervo.

   -No, en absoluto.

   -Pues bien... Ahora estamos, me parece, a unos siete u ocho kilómetros de la cabaña. ¿Podrías encontrar el camino solo? Pero eso no tiene importancia. Smoker te guiará por el sendero más breve. Yo me quedaré aquí y tú puedes ensillar a White Billy y volver con él, porque cargaremos sobre su lomo la carne del venado. Es demasiado grande para nosotros... A decir verdad, sólo con la ayuda de White Billy podremos salir del paso. Puedo asegurarte que ahí hay más de 280 libras de carne de venado.

   Eduardo asintió de inmediato y Jacobo, que deseaba que Smoker se fuese a casa, se dedicó a desollar al ciervo y cortar su carne para transportarlo mejor. Al cabo de una hora y media, Eduardo, ayudado por Smoker, volvió con el petiso, sobre cuyo lomo cargaron la parte principal de la carne. Jacobo puso un pedazo grande sobre sus hombros y Eduardo otro, y Smoker, después de haberse regalado con parte de las entrañas del animal, los siguió. Durante el trayecto de regreso, Jacobo, inició a Eduardo en los secretos de la caza mayor y de muchos otros puntos vinculados con el acecho de los ciervos, con los cuales no molestaremos a nuestros lectores. Apenas llegaron a la cabaña, colgaron el venado, pusieron el petiso en el establo y luego se sentaron a almorzar con un excelente apetito después de su larga caminata de la mañana. Alicia y Humphrey habían preparado el almuerzo, y éste humeaba en la marmita cuando Jacobo declaró que no había probado mejor potaje en toda su vida. Alicia se sintió no poco orgullosa de esto y de loe elogios que le hicieron Eduardo y el viejo guardabosques. Al día siguiente Jacobo expuso su intención de ir a Lymington a vender gran parte de la carne del ciervo y a traer una bolsa de harina de avena para hacer tortas. Eduardo pidió que lo dejara acompañarlo, y Jacobo le replicó:

   -Eduardo, no debes pensar en dejarte ver en Lymington o en cualquier otra parte durante algún tiempo, hasta que crezcas y te vuelvas irreconocible. Eso sería una locura y con ello harías peligrar quizá las vidas de tus hermanos, así como la tuya propia. No vuelvas a mencionarlo jamás; ya llegará la hora en que esto será necesario, y entonces no tendrás más remedio que ir. Actualmente te reconocerían de inmediato. No, Eduardo. Yo te diré qué me propongo hacer: me queda un poco de dinero y te compraré una escopeta para que puedas aprender a cazar ciervos sin mí. Porque, si me sucediera algo... ¿quién sino tú podría cuidar de tus hermanos? En Lymington son muchos los que me conocen, pero ninguno de ellos sabe dónde está mi cabaña; sólo saben que vivo en el Bosque Nuevo y que los proveo de carne de venado y que compro otros artículos en cambio. Eso es todo lo que saben, y puedo ir a Lymington sin temores. Mañana venderé la carne de venado y traeré una buena escopeta y Humphrey tendrá las herramientas de carpintero que ansía..., porque creo, a juzgar por lo que hace con el cuchillo, que tiene condiciones innatas para ese trabajo y que eso puede sernos útil. Tengo que conseguir también algunas otras herramientas para Humphrey y para ti, ya que entonces podremos trabajar todos juntos, y algunos ovillos y agujas para Alicia, ya que sabe coser un poco y la práctica le permitirá perfeccionarse.

   Jacobo fue a Lymington como se lo proponía, y volvió muy entrada la noche con White Billy bien cargado. Traía una bolsa de harina de avena, algunas azadas y palas, una sierra y escoplos y otras herramientas, dos guadañas y horquillas de tres dientes. Y cuando Eduardo salió a su encuentro puso en sus manos una escopeta de caño muy largo.

   -Creo, Eduardo, que esta escopeta te gustará, ya que sé de dónde proviene. Era de uno de los guardabosques, considerado el mejor tirador de la selva. Conozco el arma porque la vi en sus manos y me la prestó para examinarla más de una vez. Murió en la acción de Naseby, con el pobre coronel Beverley, y su viuda vendió la escopeta para hacer frente a sus necesidades.

   -¡Bueno! -dijo Eduardo-. Muchas gracias, Jacobo; procuraré matar suficientes ciervos para devolverle el dinero que le costó.

   -Me alegraré de que así sea, Eduardo; no porque quiera recobrar el dinero, sino porque eso me dará mayor tranquilidad de ánimo, sobre el porvenir de todos ustedes si algo me pasa. Apenas conozcas a fondo las tareas del bosque, me ocuparé de Humphrey, porque nada hay mejor que tener dos cuerdas en el arco. Mañana no saldremos; tenemos carne para tres semanas o más. Y ahora que tenemos helada, se conservará bien. Tú practicarás con un blanco, para habituarte a esta escopeta; porque todas las armas de fuego, hasta la mejor, exigen cierta costumbre.

   Eduardo, que había manejado a menudo una escopeta ya, probó a la mañana siguiente que tenía excelente puntería, y después de dos o tres horas de adiestramiento daba en el blanco a cien pasos casi todas las veces.

   -Me gustaría que me dejara usted salir solo -dijo, jubiloso ante su éxito.

   -No traerías a casa lo más mínimo, hijo mío -replicó Jacobo-. No, no; aún te resta mucho que aprender. Pero haré lo siguiente: siempre que tengamos una necesidad muy apremiante de carne de venado, serás el primero en tirar.

   -Con eso me basta -dijo Eduardo.

   El invierno llegó con todos sus rigores y los moradores de la cabaña se quedaban casi siempre en ésta. Jacobo y los muchachos salían en busca de leña y la traían a través de la nieve.

   -¡Ojalá yo pudiese construir una carreta, Jacobo, porque sería muy útil y entonces White Billy tendría algo que hacer! -dijo Humphrey-. Pero no puedo hacer las ruedas y, además me faltan los arneses.

   -Tu idea no es mala, Humphrey -replicó Jacobo. Lo pensaremos. Si tú no puedes construir una carreta, quizá yo pueda comprar una. Ya sería útil con sólo servirnos, para llevar el estiércol del patio al sembrado de patatas; hasta ahora lo he llevado en canastos y el trabajo resulta pesado.

   -Sí. Y podríamos aserrar la leña y transportarla a casa en la carreta, en vez de arrastrarla así; la cuerda me deja muy dolorido el hombro.

   -Bueno. Cuando mejore el tiempo veré qué puedo hacer Humphrey; pero, por ahora, las carreteras están tan bloqueadas que me parece imposible traer una carreta de Lymington a la cabaña, aunque quizá podríamos traer un caballo.

   Pero si bien se quedaron en la cabaña con aquel tiempo inclemente, no se abandonaron al ocio. Jacobo aprovechó esta oportunidad de enseñarles todo a los niños. Alicia aprendió a lavar y a cocinar. Es cierto que a veces se escaldaba un poco y en ocasiones se quemaba los dedos; también sucedían otros accidentes, ya que los objetos usados eran demasiado pesados para levantarlos sola, pero la práctica y la destreza compensaban la falta de fuerzas y cada día los accidentes eran menores. Humphrey tenía sus herramientas de carpintero, y aunque al principio sufrió muchos fracasos y despilfarró clavos y madera, aprendió poco a poco a usar sus herramientas con más destreza e hizo varias cositas útiles. La pequeña Edith podía hacer ahora algo, ya que amasaba y cocía todas las tortas de avena, de modo que Alicia no debía perder tiempo y trabajo cuidándolas. Asombraba cuánto podían hacer los niños, ahora que no había quien lo hiciera por ellos. Y Jacobo les daba lecciones a diario. Durante las veladas, Alicia se sentaba con su aguja e hilo para remendar la ropa. Al principio su labor era incorrecta, pero fue mejorando día a día. Edith y Humphrey aprendieron a leer mientras Alicia trabajaba, y luego fue Alicia quien aprendió. Y así, el invierno transcurrió con tanta rapidez que, aunque los niños se pasaron cinco meses en la cabaña, les parecieron cinco semanas. Todos se sentían felices y contentos, con excepción, quizá de Eduardo, que tenía accesos de melancolía y daba ocasionalmente señales de impaciencia por saber qué pasaba en el mundo.

   Nada tiene de sorprendente el que Eduardo Beverley tuviese accesos de melancolía e impaciencia. Eduardo había sido criado como heredero de Arnwood, y un niña, a tan temprana edad, se impregna del concepto de su posición, si ésta promete ser alta. Estaba a tres kilómetros escasos de la propiedad que era suya por derecho. Su mansión había sido reducida a cenizas, él estaba oculto en el bosque y apenas si podía adivinar dónde. Suspiraba ansiando el triunfo de la causa del rey y esperaba anhelante el día en que podría apoyar y defender la causa realista. Anhelaba mandar tropas como su padre, para llevar a sus soldados a la victoria, recobrar su finca y vengarse de quienes habían obrado tan cruelmente con él. Esto era simplemente propio de la naturaleza humana. Y por más que lo reconviniera Jacobo: Armitage y tratara de desviar sus sentimientos hacia otros cauces, por más que le predicara la conveniencia de perdonar las injurias y la necesidad de ser paciente hasta que llegaran tiempos mejores, Eduardo no podía dejar de cavilar sobre todo aquello, y si alguna vez hubo un pecho animado por un odio intenso contra los puritanos, fue el de Eduardo Beverley. Aunque esto era de lamentar, no podía sorprender al viejo guardabosques. Sólo cabía razonar con Eduardo todo lo posible, calmar sus irritados sentimientos y, distrayéndolo constantemente con algo, tratar de hacerle olvidar los rencorosos sentimientos que lo animaban.

   Pero había algo suficientemente claro para Eduardo, y era esto: que, cualesquiera fuesen sus infortunios, no podía solucionarlos por el momento. Y este sentimiento, más que ningún otro quizá, servía para frenarlo. Y como el día en que se le presentara una oportunidad parecía muy lejano, hasta para su ardiente imaginación logró eliminar poco a poco de sus pensamientos lo que era inútil por el momento.



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Capítulo V

   Como ya lo dijimos, el tiempo pasaba muy rápidamente. Con excepción de alguna excursión en procura de carne de venado, todos se quedaban en la cabaña y Jacobo no iba a Lymington. La helada había pasado, la nieve había desaparecido desde hacía mucho tiempo y las árboles ya florecían. El sol empezó a brillar con intensidad, y en el mes de mayo el bosque recobró su verdor.

   -Y ahora, Eduardo -dijo Jacobo Armitage cierto día, durante el desayuno-iremos de nuevo en procura de venado para venderlo en Lymington, porque debemos comprar la carreta para Humphrey y los arneses. Los ciervos andan, por lo general, sueltos en esta estación, porque las hembras están con sus cachorros. Debemos hallar el rastro de un ciervo y seguirle la pista hasta su escondite, y allí serás el primero en disparar contra él, si lo deseas; pero eso, de todos modos, depende más del ciervo que de mí.

   Caminaron siete u ocho kilómetros y finalmente hallaron la huella de un ciervo; pero el adiestrado ojo de Jacobo le indujo a sugerirle, a Eduardo que aquel rastro era el de un ciervo joven y que no valía la pena seguirlo. Le explicó a Eduardo la diferencia de las marcas de las pezuñas y otras señales que permitían saberlo, y siguieron la marcha hasta encontrar otra huella, que Jacobo declaró era la de un ciervo seguro, esto es, lo bastante viejo para y obtener buena carne de venado.

   -Ahora debemos seguirle la pista hasta su escondite, Eduardo -dijo.

   Esto los obligó a caminar cerca de kilómetro y medio, y por fin llegaron a un bosquecillo de espinos cuya extensión era de un acre.

   -Aquí está Eduardo; veamos ahora si se ha refugiado, dentro.

   Dieron la vuelta al bosquecillo y no pudieron hallar ningún rastro revelador de que el ciervo hubiese abandonado su escondite, y Jacobo declaró que el animal debía estar oculto allí.

   -Ahora, Eduardo, quédate aquí mientras vuelvo a sotavento del escondite; entraré ahí con Smoker, y el ciervo, según todas las probabilidades, saldrá de frente al viento cuando se sobresalte. Podrás hacer buena puntería. Acuérdate de hacer fuego para acertarle detrás de la paletilla; si se mueve con rapidez, dispara un poco más adelante de la paletilla; si es lento, toma puntería con precisión. Pero recuérdalo: si me topo con él en su refugio lo mataré, si puedo, porque necesitamos su carne, y luego seguiremos la pista de otro contigo, para que tengas una oportunidad.

   Después de estas palabras, Jacobo se separó de Eduardo y fue a sotavento del refugio del ciervo, por donde se internó con Smoker. Eduardo se había detenido detrás de un espino, a pocos metros del refugio, y pronto oyó crujido de ramas.

   Transcurrió poco tiempo y salió al trote un joven ciervo; volvió la cabeza y se disponía a alejarse a saltos, cuando Eduardo disparó y el animal cayó. Recordando el consejo de Jacobo, Eduardo se quedó en su sitio, volviendo a cargar en silencio su arma y pronto se unieron a él Jacobo y el perro.

   -¡Brava, Eduardo! -dijo, el guardabosques, en voz baja, y protegiéndose la frente del resplandor del sol, escudriñó concienzudamente un alto matorral que se divisaba entre los espinos, a un kilómetro de barlovento de allí-. Me parece ver algo ahí... Fíjate tú, Eduardo; tus ojos son más jóvenes que los míos. ¿Es la rama de un árbol eso que se divisa en el helechal o no?

   -Veo eso a que se refiere -replicó Eduardo. No es una rama; se mueve.

   -Me lo imaginaba, pero mis ojos no son tan buenos como antaño. Es otro ciervo, no lo dudes, pero no sé cómo, podríamos acercarnos a él... Es imposible cruzar esa parcela de césped sin ser visto.

   -No, no podemos alcanzarlo desde aquí -replicó Eduardo-. Pero si retrocedemos a sotavento y entramos en el bosque nuevamente, creo que hay ahí suficientes espinos desde el bosque hasta el sitio donde está tendido el animal para acercarnos a él arrastrándonos desde atrás, lo suficiente para tomar puntería. ¿No parece?

   -Eso exigirá cuidado y paciencia, pero creo que puede hacerse. Lo intentaré; ahora me toca a mí. Más vale que te quedes aquí con el perro, ya que de espino a espino sólo puede ocultarse un cazador.

   Jacobo, después de ordenarle a Smoker que se quedara, partió. Tuvo que dar un rodeo de cinco kilómetros para llegar al sitio donde se extendían los espinos desde el bosque, y Eduardo no volvió a verlo, aunque esforzó sus ojos para conseguirlo, hasta que el ciervo saltó y se oyó una detonación. Eduardo notó que el ciervo no estaba muerto, pero sí herido de gravedad y lo vio correr hacia el refugio, en cuyas cercanías estaba oculto.

   -Tírate al suelo, Smoker -dijo, mientras amartillaba la escopeta.

   El ciervo se puso a tiro y se acercaba más aun cuando vio a Eduardo y se volvió. Eduardo hizo fuego y luego azuzó al perro, que saltó en pos del animal herido, ladrando mientras lo perseguía. El joven, notando que Jacobo se adelantaba presurosamente hacia él, lo esperó.

   -Está malherido, Eduardo -gritó Jacobo-. Y Smoker lo atrapará, pero debemos seguirlo con la mayor rapidez posible.

   Ambos tomaron sus escopetas y corrieron lo más rápidamente posible, hasta que, al entrar al bosque, oyeron que el perro se había detenido.

   -No tendremos que ir lejos, Eduardo; el ciervo está vencido. Smoker lo tiene acorralado.

   Recorrieron otro medio kilómetro y se encontraron con que el ciervo había caído de rodillas y Smoker lo tenía aferrado de la garganta.

   -Fíjate ahora cómo me acerco a la presa, Eduardo, porque la cornada del ciervo es muy peligrosa.

   Jacobo avanzó por detrás del ciervo y lo degolló con su cuchillo de caza.

   -Es un hermoso animal y hemos aprovechado bien el día, pero tendremos que hacer dos viajes para llevar toda esta carne. Yo no pude hacer puntería bien... y como ves, le acerté en el flanco.

   -Y aquí está mi bala en su garganta -dijo Eduardo.

   -Eso es. De modo que fue un buen tiro el tuyo y hoy te llevas el trofeo, Eduardo. Ahora voy a quedarme vete a la cabaña en busca de White Billy. Humphrey tiene razón en cuanto a la carreta. Si tuviéramos una podríamos llevarlo todo a casa de una vez, pero ahora tengo que ir a degollar al otro ciervo, que mataste tan hábilmente. Pronto serás un buen cazador, Eduardo. Un poco más de conocimiento y de experiencia y dejaré el asunto a tu cargo y colgaré mi escopeta sobre la chimenea.

   Ya estaba muy avanzada la noche cuando trajeron toda la carne de venado a casa después de dos viajes y se sintieron muy cansados antes de acondicionarla toda debidamente. Eduardo estaba encantado de su éxito, pero no más que el viejo Jacobo. A la mañana siguiente, Jacobo se dirigió a Lymington, con el petiso cargado de carne de venado, que vendió, así como otras dos cargas que prometió traer al día siguiente y al subsiguiente. Luego buscó una carreta y tuvo la suerte de encontrar una pequeña, perfectamente adecuada al tamaño del petiso, que no era alto pero sí muy fuerte, como todos los petisos del Bosque Nuevo. También compró arneses y luego unció a Billy a la carreta para que lo llevara a casa, pero a Billy no lo satisfizo mucho verse uncido a una carreta y durante algún tiempo se mostró muy inquieto y retrocedió y se encabritó y siguió cualquier camino menos el necesario. A fuerza de lisonjas y persuasiones, se sometió, por fin, y avanzó en línea recta, pero entonces lo asustó el ruido de la carreta atrás suyo y escapó. Por fin, cansadísimo, pensó que lo mejor era ceder y dejarse poner tranquilamente el arnés, ya que no podía remediarlo, y así lo hizo, y llegó sin dificultad a la cabaña. Humphrey se sintió encantado al ver la carreta y dijo que ahora podría desempeñarse a maravilla. Al día siguiente, Jacobo se las ingenió para poner en la carreta todo el resto de la carne de venado y White Billy no opuso ya resistencia; lo llevó todo a Lymington y volvió con la carreta tan sosegada e inteligentemente como si hubiese estado en el arnés toda su vida.

   -Bueno, Eduardo -dijo Jacobo-. La carne de venado ha costeado la carreta, sea como fuere. Y ahora, te contaré las novedades que supe en Lymington. El capitán Burly, que trataba de incitar al pueblo a salvar al rey, ha sido ahorcado, arrastrado y descuartizado como traidor.

   -Los traidores son quienes lo condenaron -replicó Eduardo, airado.

   -Sí que lo son, pero hay una noticia mejor, y es que el duque de York ha huido a Holanda.

   -Sí, esa es una buena noticia. ¿Y el rey?

   -Sigue prisionero en el castillo de Carisbrook. Hay muchos rumores y conversaciones, aunque nadie sabe distinguir lo verdadero de lo falso, pero te aseguro que eso no podrá durar y que el rey recobrará sus derechos.

   Eduardo se mostró muy grave durante algún tiempo.

   -Confío en el cielo y creo que aun recobraremos todos nuestros derechos, Jacobo -dijo finalmente-. ¡Ojalá yo fuese un hombre!

   Aquí terminó la conversación y se fueron a la cama. En aquellos días había mucho trabajo en la cabaña. Había que sacar el estiércol del establo y de las pocilgas y llevarlo al sembrado de patatas y al jardín, y sembrar las semillas, y ahora la carreta resultó valiosa. Cuando hubieron trasladado y esparcido el estiércol, Eduardo y Humphrey le ayudaron a Jacobo a cavar la tierra y a echar la semilla. Luego sacaron las coles del año anterior y sembraron los nabos y zanahorias. Antes de terminar el mes quedaron sembrados el jardín y la parcela de las patatas, y Humphrey se encargó de quitarles la cizaña y de mantenerlos limpios. La pequeña Edith tenía también trabajo ahora, porque las gallinas empezaban a poner huevos y apenas las oía cacarear, Edith corría en busca de los huevos y los traía; y antes de terminar el mes, Jacobo había instalado cuatro gallinas sobre los huevos. Billy, el petiso, era soltado para que paciera en el bosque; por las noches volvía espontáneamente a la casa.

   -Les diré qué necesitamos -dijo Humphrey, que había tomado la granja a su cargo-. Necesitamos una vaca.

   -Oh, sí, una vaca -exclamó Alicia-. Me sobraría tiempo para ordeñarla.

   -¿De quién son las vacas que suelo ver en el bosque? -le preguntó Humphrey a Jacobo.

   -Si a alguien le pertenecen es al rey -replicó Jacobo-. Pero son ganado extraviado que llegó al bosque y se quedó allí desde entonces. Por lo general, se trata de animales salvajes y conviene tener cuidado al acercarse a ellos, ya que los toros se echarán sobre ti. Se multiplican con mucha rapidez: era apenas seis hace unos años, y ahora hay por lo menos cincuenta en el rebaño.

   -Pues trataré de atrapar una vaca, si puedo -dijo Humphrey.

   -Eso te dará trabajo, hijo -replicó Jacobo-. Y, como ya te dije, cuídate de los toros.

   -No necesito, toros -replicó Humphrey-. Pero una vaca nos dará leche y además tendremos más estiércol para abonar el jardín. Entonces, mi jardín rendirá más patatas.

   -Bueno, Humphrey. Si logras atrapar a una vaca, nadie te lo impedirá, pero no creo que eso te resulte muy fácil y quizá sea muy peligroso.

   -De todos modos buscaré una -replicó Humphrey-. ¿Verdad que sería divertido tener una vaca, Alicia?

   Todas las cosechas estaban ya levantadas, y a medida que se alargaban los días, el trabajo se fue tornando relativamente liviano y fácil. Humphrey estaba atareado fabricando una pequeña carretilla para Edith, a fin de que ésta pudiera llevarse la cizaña a medida que él la sacaba con la azada, y finalmente, esta gran hazaña quedó realizada con gran admiración de todos y mucha satisfacción de Humphrey. En verdad, si se recuerda que Humphrey sólo tenía el serrucho y el hacha y que debió talar el árbol y luego aserrar los tablones, cabe reconocer que le exigió gran paciencia y perseverancia, aun la mera construcción de una carretilla, pero Humphrey no sólo perseveró, sino que se mostró lleno de inventiva. Había construido un gallinero con varas de abeto e hizo nidos para que las gallinas pudiesen tenderse y empollar, y ahora correteaban allí cuarenta o cincuenta pollos. También había dividido la pocilga, para que la marrana pudiese estar aparte de los demás cerdos, y podía esperarse para muy pronto una camada de lechones. Humphrey había trasplantado también fresas salvajes del bosque, logrando, merced al abono, que fuesen grandes y buenas; y obtuvo también una buena cosecha de cebollas en el jardín, gracias a la semilla comprada por Jacobo en Lymington.

   Ahora, Humphrey estaba muy atareado cortando unas varas en el bosque, a fin de hacer un establo para la vaca, porque afirmó que la conseguiría de un modo u otro. Llegó el mes de junio, y la sazón de segar la hierba para que sirviera de heno para el invierno, y Jacobo tenía dos guadañas. Les enseñó a los niños a usarlas y ambos no tardaron en volverse expertos en su manejo, y como el gramillón abundaba en esa época del año, y podían segar cuanto se les antojara, no tardaron en usar a menudo a White Billy para que llevara el heno a casa. Las niñas ayudaron en este trabajo, ya que Humphrey les había fabricado dos rastrillos. Jacobo consideró que había suficiente heno, pero, Humphrey dijo que el heno bastaba para el petiso, pero no para la vaca.

   -Pero... ¿dónde conseguiremos la vaca, Humphrey?

   -Donde se consigue el venado replicó el niño-. En el bosque.

   De modo que Humphrey siguió segando y preparando heno, y Eduardo y Jacobo salieron en procura de venado. Cuando quedó segado y apilado todo el heno, Humphrey encontró un método para bardar con helechos, que nunca se le había ocurrido a Jacobo, y hecho esto, comenzaron a cortar helecho para que les sirviera de forraje. También ahora Humphrey quiso obtener el doble de lo que cortara antes Jacobo, porque necesitaba un camastro para la vaca. Finalmente, Eduardo y él empezaron a tomar en broma el asunto, y cuando Eduardo trajo a casa más venado del que podría conservarse fresco con los calores, le dijo a su hermano que el resto era para la vaca. Con todo, Humphrey no quería ceder y todas las mañanas y tardes, se ausentaba infaliblemente durante un par de horas y pudo descubrirse que acechaba al rebaño de vacas salvajes que pacían; a veces, éstas se hallaban muy cerca, otras, muy lejos. El niño solía subirse a los árboles y las examinaba cuando pasaban allá abajo, sin advertirlo.

   Cierta noche, Humphrey volvió muy tarde y a la mañana siguiente salió antes del amanecer. Terminado ya el desayuno, Humphrey no había aparecido aún y nadie podía comprender qué ocurría. Jacobo se sentía inquieto, pero Eduardo reía y dijo:

   -Oh, confíe en él. Volverá y traerá la vaca.

   Apenas hubo dicho estas palabras, entró Humphrey, rojo de sudor.

   -Vamos, Jacobo y Eduardo, vengan conmigo: hay que uncir a Billy a la carreta y llevarnos a Smoker y una soga. Llévense además las escopetas, por si hacen falta.

   -Pero... ¿qué pasa?

   -Lo contaré mientras caminamos, pero debemos uncir a Billy a la carreta, porque no hay tiempo que perder.

   Humphrey desapareció y Jacobo le dijo a Eduardo:

   -¿Qué habrá pasado?

   -Sólo puede tratarse de la vaca que tanto lo enloquece -replicó Eduardo-. De todos modos, cuando venga con el petiso lo sabremos; tomemos nuestras escopetas y llamemos a Smoker, como lo quiere Humphrey.

   Humphrey trajo al petiso y la carreta y emprendieron la marcha.

   -Supongo que ahora nos dirás adónde vamos... ¿verdad? -dijo Eduardo.

   -Sí. Ustedes saben que yo estaba acechando desde hace tiempo a una manada, parque quería conseguir una vaca. Estuve encaramado en un árbol cuando pasó en varias ocasiones y noté que una o dos de las vaquillonas iban a parir. Ayer, al atardecer, advertí que a una de ellas le faltaba bien poco para alumbrar y que estaba inquieta y abandonó por fin a la manada y se internó en un bosquecillo. Me quedé allí tres horas para ver si volvía a salir y no salió. Como ustedes saben, anochecía ya cuando regresé a casa. Esta mañana, fui antes del amanecer y encontré a la manada. La vaquillona es de las que se reconocen a simple vista, negra con manchas blancas, y después de un detenido examen, comprobé que no figuraba en la manada, de modo que me convencí de que debía haber ido al matorral a alumbrar, y de que ya no era la primera vez que alumbraba.

   -Puede ser -replicó Jacobo-. Pero no comprendo qué hemos de hacer nosotros.

   -Yo, tampoco -dijo, Eduardo.

   -Pues bien; les diré qué me propongo. Voy con el petiso, y la carreta para llevarme a casa al ternero, si podemos, atraparlo... y supongo que sí. Llevo a Smoker para que entretenga a la vaquillona mientras ponemos al ternero en la carreta. Y la soga para atar a la vaquillona, si es posible, y ustedes se encargarán de mantener a raya a la manada con sus escopetas, si acuden a ayudarla. ¿Comprenden ahora mi plan?

   -Sí. Y me parece muy probable que tengas éxito, Humphrey -replicó Jacobo-. Mereces un elogio por el plan. Te ayudaremos lo mejor posible. ¿Dónde está el matorral?

   -A menos de un kilómetro de aquí -respondió Humphrey-. Pronto llegaremos.

   Al llegar advirtieron que la manada pacía a considerable distancia del matorral, lo cual quizá fuese preferible.

   -Eduardo y yo entraremos en el matorral con Smoker y tú nos seguirás, Humphrey -dijo Jacobo-. Yo haré que Smoker aferre a la vaquillona en caso necesario. De todos modos la tendrá acorralada..., suponiendo, naturalmente, que esté aquí. Primero daremos un rodeo en torno del matorral y encontraremos las huellas de la vaquillona. Miren, ahí están sus pisadas. Ahora, entremos.

   Se internaron cautelosamente en el bosquecillo, siguiendo el rastro del animal y finalmente dieron con éste. Al parecer, la vaquillona había alumbrado hacía una hora apenas, y estaba lamiendo al ternero, que no se había parado aún. Apenas advirtió a Jacobo y Eduardo, la vaquillona meneó la cabeza e iba a abalanzarse sobre ellos, pero Jacobo le dijo a Smoker que saltara sobre el animal y el perro obedeció inmediatamente. El ataque del perro atrajo a la vaquillona a la espesura, y como el perro saltaba a su alrededor, esquivando sus cornadas, la vaquillona no tardó en quedar separada del ternero.

   -Vamos hijos míos -dijo Jacobo, avanzando hacia el ternero-. Levanten al cachorro entre los dos y pónganlo en la carreta. Déjenme a Smoker y a mí entendérnoslas con la vaca.

   Los niños pusieron los brazos bajo el vientre del ternero y se lo llevaron. La vaquillona estaba harto atareada al principio defendiéndose de Smoker para notar la desaparición del ternero; al verlo, Jacobo llamó a Smoker, a fin de que el perro se interpusiera entre la vaquillona y el camino por el cual salieran del matorral los niños. Finalmente, la vaquillona lanzó un sonoro mugido y se precipitó afuera del matorral en persecución de su vástago, obstaculizada por Smoker, que se aterraba de su oreja y en ocasiones le impedía avanzar.

   -Agárrala, Smoker -dijo Jacobo, que volvió a ayudarles a los niños-. Agárrala. ¿Está el ternero en la carreta?

   -Sí. Y bien amarrado -replicó Eduardo-. Y nosotros también estamos en la carreta.

   -Perfectamente -contestó Jacobo-. Ahora subiré yo. Partamos. La vaquillona nos seguirá, no lo duden. ¡Aquí, Smoker! ¡Déjala en paz!

   Smoker, al oír esta orden, salió saltando del matorral, seguido por la vaquillona, que mugía ansiosamente. El ternero respondió al mugido desde la carreta y la vaca corrió frenéticamente hacia el vehículo.

   -En marcha, Humphrey -dijo Jacobo-. Me parece que algún animal de la manada responde al mugido de la vaquillona, y cuanto antes nos alejemos, mejor.

   Humphrey, que tenía las riendas en la mano, se puso en marcha. La vaquillona los siguió, chocando por momentos con el perro y rozando a veces con la cabeza la zaga de la carreta, pero al mugido del animal le respondían ahora bramidos de tono más grave, y Jacobo dijo:

   -Eduardo, apronta tu escopeta, -porque me parece que la manada nos sigue. Pero no dispares hasta que yo te lo diga. Debemos dejarnos guiar por las circunstancias. No nos convendría perder al petiso o correr algún riesgo serio, en bien de la vaquillona y del ternero mismo. Apura la marcha, Humphrey.

   A los pocos minutos distinguieron a unos cuatrocientos metros más atrás, no a toda la manada, sino a un solo toro, que acudía con rápido trote con la cola en el aire, meneando la cabeza y bramando fuertemente en respuesta a la vaquillona.

   -No es, más que uno, después de todo -dijo Jacobo-. Supongo que la vaquillona es su favorita. Bueno, ya podremos habérnoslas con él. Sube, Smoker. Suba inmediatamente, caballero -insistió, al ver que Smoker se disponía a atacar al toro.

   Smoker obedeció y el toro avanzó hasta ubicarse a cien metros.

   -Vamos, Eduardo. Dispara primero..., apúntale a la paletilla. Humphrey, para.

   Humphrey detuvo al petiso y el toro siguió avanzando, pero parecía no saber a quién atacar, a menos que fuese al perro. Apenas hubo llegado a sesenta metros de la carreta, Eduardo hizo fuego, y el animal se desplomó de rodillas, desgarrando la tierra con los cuernos.

   -Con eso, basta -dijo Jacobo-. Sigue, Humphrey; luego le echaremos un vistazo a ese animal. Ahora más vale que vayamos a casa, ya que pueden venir otros.

   El toro se ha incorporado, pero está inmóvil. Sospecho que se halla herido de gravedad.

   La carreta siguió su camino, seguida por la vaquillona, pero ya no aparecieron nuevos animales de la manada y pronto llegaron a la cabaña.

   -¿Qué hemos de hacer ahora? -dijo Jacobo-. Vamos, Humphrey, dilo tú que has arreglado todo esto, y lo has hecho bien.

   -A mi parecer, Jacobo, debemos entrar la carreta en el patio y cerrarle la verja a la vaca, hasta que yo esté pronto.

   -Eso se hace fácilmente echándole encima a Smoker -contestó Jacobo-. Pero... ¡Dios sea loado!, ¡Ahí salen corriendo Alicia y Edith! ¡La vaquillona puede matarlas! ¡Vuélvete, Alicia! Corre a la cabaña y cierra la puerta hasta que lleguemos.

   Al oír esto y los gritos de Eduardo, Alicia y Edith se retiraron precipitadamente a la cabaña. Entonces, Humphrey arrimó la carreta a la empalizada del patio, a fin de que Eduardo pudiera trepar al otro lado y estuviese pronto a abrir la verja. Smoker se dedicó a la vaquillona, y como antes, no tardó en atraer su atención, de modo que abrieron la verja y la carreta penetró en el patio, y la verja se cerró antes de que la vaquillona pudiese seguirlos.

   -¿Y ahora, Humphrey?

   -Saquemos al ternero de la carreta y pongámoslo en el establo. Yo entraré allí con una cuerda y un nudo corredizo en su extremo y lo echaré sobre los cuernos de la vaquillona mientras esté ocupada con su ternero, cosa que sucederá apenas la dejemos entrar. Yo les pasaré afuera el extremo de la cuerda para que ustedes tiren de ella cuando yo esté pronto, y entonces la tendremos bien sujeta, hasta que podamos asegurarla bien. Cuando yo grite «listo», abran la verja y déjenla entrar. Pueden hacer eso y saltar a la carreta luego, por si la vaquillona se les echa encima; pero no creo que lo haga, ya que lo que quiere es el ternero y no atacarnos.

   Apenas tuvo lista la cuerda, Humphrey dio la señal y abrieron la verja; la vaca penetró corriendo inmediatamente y al oír balar a su ternero, entró en el establo, cuya puerta cerraron en pos de ella. Un momento después, Humphrey les gritó que tiraran de la cuerda, cosa que hicieron.

   -Con eso basta -dijo Humphrey desde dentro-. Ahora aten la cuerda y luego pueden entrar.

   Eduardo y Jacobo entraron y hallaron a la vaquillona arrimada al costado del establo, gracias a la cuerda ceñida a sus cuernos e incapaz de mover la cabeza.

   -Esto ha sido muy hábil, Humphrey. Pero... ¿qué podemos hacer ahora?

   -Primero le aserraré las puntas de los cuernos, para que si logra arrojarse sobre nosotros, no nos cause mucho daño. Esperen a que yo traiga el serrucho.

   Apenas hubo aserrado las puntas de los cuernos de la vaquillona, Humphrey tomó otro pedazo de soga, que amarró sólidamente en torno de sus cuernos y luego sujetó el otro extremo al costado del cobertizo, para que el animal pudiera moverse un poco y comer de la artesa.

   -Eso es -dijo-. Ahora, el tiempo y la paciencia harán el resto. Debemos mimarla y tratarla bien y pronto la amansaremos. Por ahora, dejémosla con el ternero. Tiene un metro de cuerda y eso le da suficiente libertad para lamer a su crío, que es todo lo que pide por el momento. Mañana le traeremos un poco de hierba.

   Y los tres salieron, cerrando la puerta del establo.

   -Bueno, Humphrey -dijo Jacobo-. Confieso que esta vez nos has vencido y que te toca reír a ti. «Cuando hay voluntad, se encuentra la manera», dice el refrán, y no le falta verdad; y te aseguro que al verte preparar tanto heno y juntar tanta paja y construir un establo, tuve tan pocas esperanzas de que conseguiríamos una vaca como de obtener un elefante. Y debo decirte que mereces gran elogio por la manera de lograr tus fines.

   -Por cierto que sí -replicó Eduardo-. Tienes más inventiva que yo, hermano. Pero el almuerzo debe estar pronto, si Alicia ha cumplido con su deber. ¿Qué le parece, Jacobo, si vamos después del almuerzo a ver qué ha sido de ese toro?

   -Sí, por cierto. No será mal alimento y podré vender toda la carne que contenga la carreta en Lymington. Además, su piel vale dinero.



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Capítulo VI

   Alicia y Edith se sentían ansiosas por ver a la vaca y, especialmente, al ternero; pero Humphrey les dijo que no debían acercarse al establo hasta que él las acompañara, y que entonces los verían. Terminado el almuerzo, Jacobo y Eduardo tomaron sus escopetas y Humphrey unció a Billy a la carreta y los siguió. Encontraron al toro donde lo habían dejado, parado e inmóvil aun. Sacudió la cabeza cuando se le acercaron con suma cautela, pero no trató de abalanzarse sobre ellos.

   -Creo que está desangrado, o poco menos -dijo Jacobo-. Pero lo mejor es asegurarse. Eduardo, ubícale una bala a tres pulgadas más atrás de la paletilla y así estaremos tranquilos.

   Eduardo así lo hizo, y el animal se desplomó muerto. Los tres se acercaron a su cadáver, y calcularon que pesaba por lo menos unas setecientas libras.

   -Es un noble animal -dijo Eduardo-. No sé por qué no pensamos antes en matar uno así.

   -No son animales de caza, Eduardo -dijo Jacobo.

   -No, no lo son ahora, Jacobo -dijo Humphrey-. Así como usted y Eduardo pretenden tener derecho a las presas de caza, yo pretendo tenerla al ganado vacuno como mi parte del bosque. Hay más animales de éstos, recuérdenlo, y yo me propongo conseguir otros aún.

   -Bueno, Humphrey. Pues te cedo, por mi parte, todos mis derechos, si es que los tengo.

   -Y yo los míos -añadió Eduardo.

   -De acuerdo. Algún día verán lo que haré -replicó Humphrey-. Recuerden que venderé el ganado vacuno en mi beneficio particular hasta que pueda comprarme una escopeta y un par de cosas más que necesito.

   -De acuerdo también con eso, Humphrey -replicó Jacobo-. Y ahora, a desollar al animal.

   La operación de desollar y descuartizar al toro insumió toda la tarde y Billy estaba pesadamente cargado cuando tiró de la carreta al regresar. Al día siguiente Jacobo fue a Lymington a vender el toro y su piel, y volvió satisfecho de la ganancia obtenida. Había comprado, a pedido de Humphrey, algunas lecheras, una pequeña mantequera, un balde para la leche y aun le sobraba dinero. Humphrey les dijo que no había ido aún a ver a la vaquillona por parecerle preferible no hacerlo.

   -Mañana por la mañana estará más mansa, créanme -dijo.

   -Pero si no le das de comer..., ¿no morirá el ternero?

   -¡Oh, no lo creo! No le dejaré pasar hambre, sino que haré que me agradezca el alimento cuando lo reciba. Mañana por la mañana cortaré para ella un poco de hierba.

   Digamos desde ya que, a la mañana siguiente, Humphrey entró al establo a ver a la vaquillona. Al principio ésta se movió de un lado a otro y se mostró muy arisca. El niño le ofreció un poco de hierba, le dio unas palmadas y le habló cariñosamente durante largo rato, hasta que por fin ella le permitió tocarla suavemente. Durante quince días Humphrey le trajo a diario la comida, y ella se sosegó más día tras día, hasta que, finalmente, cuando el niño se le acercaba, la vaquillona no le repelía ya con los cuernos. El ternero se volvió totalmente manso, y cuando la vaquillona advirtió que su vástago estaba tranquilo se calmó más aún. Después de aquellos quince días, Humphrey sólo le dejó alimentarse a la vaquillona de manos de Alicia, para que el animal pudiera conocerla bien. Y cuando el ternero tuvo un mes, el joven hizo la primera tentativa de ordeñarla. La vaquillona empezó por resistirse dando coces, pero después de diez días se dejó extraer la leche. Entonces Humphrey la soltó durante unos días para que corretease por el patio, conservando aún al ternero en el establo y haciendo entrar a la vaquillona de noche, ordeñándola antes de dejar mamar al ternero. Después de esto, se aventuró a un último experimento, que consistió en dejarla salir del patio para pacer en el bosque. La vaquillona se alejó a cierta distancia y Humphrey temió que se reuniría a la manada, pero de noche el animal volvió al lado de su ternero. Después de esto, Humphrey se dio por conforme y la dejó salir a diario, y ya no tuvieron dificultades con ella. Pero no quiso destetar al ternero hasta el invierno, época en que encerró a la vaquillona en el corral y la alimentó con heno. Luego destetó al ternero, que era hembra, y no tuvieron más dificultades con la madre. Alicia pronto aprendió a ordeñarla y la vaquillona se volvió muy tratable y de buen natural. Tales fueron los comienzos de la industria lechera en la cabaña.

   -Jacobo -dijo Humphrey-, ¿cuándo irá usted a Lymington de nuevo?

   -No lo sé. Los últimos días de agosto, como sabes, y el mes de septiembre no son buenos para el venado, y por lo tanto no sé para qué habría de ir.

   -Pues deseo que, cuando vaya, traiga algo para Alicia y para mí.

   -¿Qué quiere Alicia?

   -Un gatito.

   -Bueno; creo que podré conseguírselo. ¿Y tú, Humphrey?

   -Un perro. Smoker es enteramente suyo, Jacobo; quiero un perro para mí, para criarlo a mi manera.

   -Bueno; conviene tener otro perro. Aunque Smoker no está viejo, no está de más tener dos perros para ir de caza, por si hay algún accidente.

   -También yo lo creo así -replicó Eduardo-. Trate de conseguir dos cachorros, uno para Humphrey y el otro para mí.

   -No necesito ir a Lymington por ellos. Debo cruzar el bosque para visitar a unos amigos, a quienes no veo desde hace tiempo, y quizá consiga allí los cachorros que necesitamos, iguales a Smoker. Lo haré inmediatamente porque quizá tenga que esperarlos, aunque me los prometan.

   -¿Puedo ir con usted, Jacobo? -dijo Eduardo.

   -Preferiría que no fueses; podrían formularme preguntas.

   -También yo preferiría que se quedara; lo necesito aquí.

   -¿Por qué, Humphrey? ¿Para qué trabajo?

   -Hay mucho que hacer y es trabajo pesado; las bellotas están listas, para la trilla y necesitamos muchas para los cerdos. Tenemos que engordar a tres y alimentar a los demás durante el invierno. No puedo salir del paso muy bien con sólo Alicia y Edith; de modo que si no eres perezoso, te quedarás con nosotros y nos ayudarás, Eduardo.

   -Humphrey, tú no piensas más que en tu granja.

   -Y tú eres demasiado cazador para pensar en algo que no sea un ciervo; pero un pájaro en la mano vale por dos en la rama, en mi opinión, y yo conseguiré más con mi chacra que tú en el bosque.

   -Humphrey nada tiene que ver con las aves de corral y los huevos, ¿verdad, Eduardo? Nos pertenecen a Edith y a mí, y Jacobo los llevará a Lymington y los venderá por nosotras y nos comprará unos vestidos nuevos para los domingos, porque éstos parecen ya algo gastados... y con razón -dijo Alicia.

   -Sí, querida. Las aves de corral son tuyas y las venderé por ti cuando quieras y compraré lo que quieras con el dinero -replicó Jacobo-. Deja que Humphrey gane todo el dinero que pueda con los cerdos.

   -Sí. Y la manteca me pertenece a mí, si la hago -dijo Alicia.

   -No, no -replicó Humphrey-. Eso no es justo; yo encuentro vacas y no pido nada por ellas. Debemos repartirnos, la manteca por mitades, Alicia.

   -No tengo objeción que hacer -dijo Alicia-, ya que tú encuentras a las vacas y les das de comer. Ayer hice una libra de manteca, para probar lo que podía hacer solamente, pero no está sólida, Jacobo. ¿Por qué habrá pasado eso?

   -He visto hacer manteca a las mujeres y ya lo sé, Alicia; de modo que la próxima vez te ayudaré. Supongo que no habrás exprimido bien el suero ni le habrás puesto sal.

   -No le puse sal.

   -Pero debiste hacerlo. En caso contrario, la manteca no dura.

   Se convino, en que Eduardo se quedaría en casa para ayudar a recoger las bellotas para los cerdos y en que Jacobo cruzaría sólo el bosque en busca de cachorros; y el guardabosques partió a la mañana siguiente. Estuvo ausente dos días y luego volvió; dijo, que le habían prometido dos cachorros y que los había elegido. Eran de la misma raza que Smoker, pero sólo tenían quince días de edad y no podían ser separados de su madre por algún tiempo, de modo que Jacobo había convenido visitar nuevamente a sus amigos cuando los cachorros tuvieran tres o cuatro meses de edad y pudieran seguirlo por el bosque. Jacobo agregó que poco había faltado para que lo hiriera un ciervo que se había abalanzado sobre él -porque en esa estación los ciervo eran muy peligrosos y violentos-, pero que él había hecho fuego y partido uno de sus cuernos, y que esto lo había ahuyentado.    -Ahora debes tener cuidado cuando vayas por el bosque, Eduardo.

   -No tengo deseos de ir -replicó Eduardo-. Ya que no podemos cazar, es inútil; pero en noviembre recomenzaremos.

   -Sí -replicó Jacobo-; eso llegará pronto. Mañana les ayudaré con las bellotas, y al día siguiente, si tengo, tiempo, llevaré a Lymington las aves de Alicia.

   -Sí. Y cuando vuelva me ayudará a batir la manteca, porque entonces tendré una buena cantidad de crema.

   -Y no se olvide de comprar el gatito, Jacobo, -dijo Edith.

   -¿De qué sirve un gatito? -dijo Humphrey, muy atareado, haciendo una jaula de pájaros para Edith, después de haber concluido otra para Alicia-. No hará sino robarnos la crema y comerse nuestros pájaros.

   -No, no hará tal cosa; porque cerraremos bien la puerta del armario donde están la leche y la crema, y colgaremos las jaulas a tal altura que el señor Micifuz no podrá alcanzarlas.

   -En ese caso, un gatito será útil, porque te enseñará a ser cuidadosa -dijo Eduardo.

   -Mi chaqueta está algo gastada y lo mismo la tuya, Eduardo. Trataremos, como Alicia, de hallar el medio de costearnos otra.

   -Humphrey -dijo Jacobo-. Compraré todo lo que necesites, y confía en que lo pagarás apenas puedas.

   -Eso es precisamente lo que quiero -replicó Humphrey-. Entonces conviene que me compre usted una escopeta y un traje nuevo; cuando se los haya pagado, necesitaré unas herramientas más, algunos clavos y tornillos y un par de cosas más, pero nada diré de ellos por ahora. Consígame la escopeta y veré qué puedo obtener en el bosque, sobre todo cuando tenga mi perro.

   -Bueno, ya veremos. Quizá te agrade salir de vez en cuando conmigo y aprender algunas cosas sobre los bosques, porque Eduardo sabe ya todo lo que sé y puede salir solo.

   -Claro que sí, Jacobo; quiero aprenderlo todo.

   -Pues bien... En el bolso queda todavía un poco de dinero, y yo iré mañana a Lymington. Ahora creo que ya es hora de que nos vayamos a la cama. Y si ustedes están tan cansados como yo, dormirán bien.

   Jacobo puso en la carreta al día siguiente unos cuarenta de los pollos criados por Alicia; los demás fueron conservados para acrecentar el corral. Su crianza había costado poco o nada; porque, cuando pequeños, sólo habían comido un poco de torta de avena, y más tarde se habían mantenido con las patatas que quedaron, como pueden hacerlo siempre las aves cuando tienen un gran trecho de terreno por donde pasearse.

   Jacobo volvió a la hora del crepúsculo con todas las cosas. Trajo vestidos nuevos para Alicia y Edith, con algunas agujas, hilo y estambre, y les dio algún dinero que había sobrado de la venta de los pollos, después de hacer las compras. También compró trajes nuevos para Eduardo y Humphrey, y una escopeta que mereció la calurosa aprobación de éste, ya que era de mayor calibre y bala más pesada que las de Jacobo o Eduardo. También trajo un gatito blanco para Alicia y Edith. No había noticias que valieran la pena; solamente se sabía que los igualitarios se habían sublevado contra Cromwell y que él los había dominado con las demás tropas, y Jacobo dijo que, a juzgar por todas las apariencias, aquella gente estaba riñendo y peleando entre ellos.

   Transcurrió el tiempo y llegó el mes de noviembre sin que nada perturbara las tareas cotidianas de la familia en el bosque, cuando cierto atardecer, Jacobo, que había vuelto de cazar con Eduardo (la primera salida que hacían desde los principios de la estación), le dijo a Alicia que ésta debía hacer todo lo posible, por prepararles una buena comida al día siguiente, ya que habría una fiesta.

   -¿Por qué, Jacobo?

   -Si no puedes adivinarlo sola, no te lo diré hasta que llegue la hora -replicó Jacobo.

   -Entonces Humphrey tendrá que ayudarnos -replicó Alicia-. Y haremos lo que podamos. Ahora que tenemos un poco de carne, trataré de que el almuerzo sea de primera.

   Alicia hizo todos los preparativos y preparó para el día siguiente un trozo de venado al horno, un guiso de venado, un par de pollos asados y un pastel de manzanas, lo cual, para ellos, era ciertamente un gran almuerzo. Y las viandas estaban muy bien aderezadas, porque Jacobo le había enseñado a Alicia a cocinar y la niña había mejorado poco a poco siguiendo sus enseñanzas. Humphrey era tan hábil como ella, y la pequeña Edith era muy útil, ya que desplumaba las aves y cuidaba de la comida mientras se cocía.

   -Y ahora les diré por qué he pedido un banquete para hoy -dijo Jacobo, después de haber dicho la plegaria de costumbre-. Hoy hace un año justo que ustedes llegaron a la cabaña. Ahora ya lo saben.

   -No lo recuerdo con certeza, pero creo que usted tiene razón -dijo Eduardo.

   -Y ahora, hijos, díganme -inquirió Jacobo ¿Verdad que este año ha pasado muy rápida y felizmente..., tan rápida y felizmente como si ustedes hubieran estado en Arnwood?

   -Sí. Y más aún -dijo Humphrey-. Porque en Arnwood yo no tenía a menudo con qué entretenerme y aquí los días me han resultado siempre tan cortos...

   -Estoy de acuerdo con Humphrey -dijo Eduardo.

   -Y yo estoy segura de lo mismo -replicó Alicia-. Siempre he estado atareada y me he sentido feliz y nadie me ha regañado por haberme ensuciado o roto la ropa, como antaño.

   -¿Y qué dice la pequeña Edith?

   -Me gusta ayudar a Alicia y jugar con el gatito -dijo la pequeña.

   -Pues bien, hijos míos -dijo Jacobo-. Créanme que ustedes son más felices cuando sus días transcurren rápidamente, y que eso ocurre solamente cuando tienen mucho que hacer. Aquí disfrutan de paz y seguridad. ¡Y Dios quiera que puedan seguir así! En este mundo sólo necesitamos unas pocas cosas; esto es, que en realidad necesitamos unas pocas, aunque ansiamos y suspiramos por muchas. Ustedes tienen salud y alegría, que son las grandes bendiciones de la vida. ¿Quién podría creer, al mirarlos, que, son los mismos niños que traje de Arnwood? Eran muy distintos entonces. Ahora son fuertes y sanos, están rosados y tostados, en vez de blancos y delicados. Mira a tus hermanas, Eduardo. ¿Crees que alguno de tus amigos de antaño..., crees, que Marta, que las cuidaba, las reconocería?

   Eduardo sonrió y dijo:

   -Por cierto que no; sobre todo con su ropa actual.

   -Y tampoco reconocerían a Humphrey, según creo. Tú, Eduardo, siempre fuiste un niño robusto, y salvo que creciste mucho y estás más bronceado, no hay gran diferencia. Te reconocerían, aun en el traje de guardabosque que luces ahora, pero yo digo que debemos darle las gracias al Todopoderoso por haber hallado salud, dicha y seguridad en la cabaña de un guardabosque. Y yo debo estarle agradecido al cielo, y lo estoy, por haberse dignado conservarme la vida y permitido que yo les enseñara a todos ustedes hasta ahora la manera de ganarse el sustento por sí mismos, cuando Dios me llame a su seno. Hasta ahora he podido cumplir mi promesa al noble padre de ustedes, y no se imaginan cómo disminuye día a día la pesada carga que agobiaba mi espíritu, aun cuando los veo cada vez más capaces de bastarse a sí mismos. Dios los bendiga, hijos míos, y ojalá vivan lo suficiente para ver muchos días como éste.

   Y Jacobo estaba tan conmovido al decir esto, que se vio rodar una lágrima por su arrugada mejilla.

   Llegó el segundo invierno. Jacobo y Eduardo salían de caza habitualmente un par de veces por semana; porque el viejo guardabosques se quejaba de rigidez en el cuerpo y de dolores reumáticos, y ya no era tan activo como antaño. Humphrey acompañaba ahora a Eduardo una vez por semana, pero no más, y casi nunca volvían sin haber obtenido venado, ya que Eduardo conocía bien su oficio y no necesitaba ya el consejo de Jacobo. A medida que avanzaba el invierno, Jacobo fue renunciando por completo a las salidas. Iba a Lymington a vender la carne de venado y a conseguir lo que hacía falta para la casa, como la avena y la harina, que eran las necesidades principales; pero aun estos viajes lo agotaban y era evidente que la constitución física del viejo se iba desmoronando. Humphrey estaba siempre atareado. Cierta noche hacía algo que los intrigaba a todos ellos y le preguntaron para qué era aquello, pero el niño. no quiso decirlo.

   -Estoy haciendo un experimento -dijo, mientras doblaba una varita de avellano-. Si resulta, ustedes lo sabrán; en caso contrario, sólo me habré molestado un poco inútilmente. Jacobo, confío en que no olvidará usted la sal cuando vaya mañana a Lymington, porque mis cerdos están prontos para ser muertos y debemos salar la mayor parte de la carne. Cuando las patas y paletillas hayan estado suficiente tiempo en sal, veré si puedo ahumarlos y en ese caso, ahumaré un poco de tocino. ¿Verdad que será divertido, Alicia? ¿Te gustaría tener un gran pedazo de tocino colgado ahí? Y te bastaría con subirte a un taburete para cortar cuanto quisieras, cuando Eduardo y yo regresáramos con hambre y tú no tuvieses nada para darnos de comer.

   -Me alegraré mucho de tener tocino y creo, que también te alegrarás tú, a juzgar por tus palabras.

   -Sí, por cierto. Te lo aseguro. ¿No dijo usted, Jacobo, que las varas de fresno eran las mejores para ahumar el tocino?

   -Sí, hijo; cuando estés pronto, te diré cómo debes hacer. Mi pobre madre solía ahumar muy bien por esta chimenea.

   -Creo que con esto bastará -dijo Humphrey, dejando enderezarse la vara de avellano después de haberla doblado-. Pero mañana lo sabré.

   -Pero... ¿Para qué es eso, Humphrey? -dijo Edith.

   -Vete a jugar con tu gatito, chiquilla -replicó Humphrey, dejando sus herramientas y materiales en un rincón-. Tengo mucho que hacer ahora, pero debo matar a mis cerdos antes de pensar en otra cosa.

   Al día siguiente Jacobo llevó la carne de venado a Lymington y trajo la sal y otras cosas que hacían falta. Entonces mataron a los cerdos y los salaron siguiendo las instrucciones de Jacobo; el reumatismo de éste no le permitió ayudar, pero Humphrey y Eduardo colocaron la sal y Alicia llevó los pedazos de puerco a la artesa cuando terminaron. Humphrey había salido el día anterior para ocuparse del misterioso asunto que tenía entre manos. A la mañana siguiente, salió poco antes del desayuno y al volver traía una liebre, que puso sobre la mesa:

   -Bueno -dijo-. Mi resorte ha dado resultado y aquí está su fruto. Ahora haré otros y tendremos algo para el almuerzo por variar.

   Los demás se sintieron muy satisfechos con el éxito de Humphrey y el niño no poco orgulloso de él.

   -¿Cómo se te ocurrió la manera de hacerlo?

   -Leí en el viejo libro de viajes que Jacobo trajo en verano pasado que la gente solía atrapar así conejos y liebres; no pude entender el procedimiento con exactitud, pero me dio la idea.

   Conviene decir que Jacobo había traído más de una vez a la cabaña un par de libros, viejos que había encontrado o que le regalaran, y que Humphrey y Eduardo los habían hojeado ocasionalmente, pero muy de tarde en tarde, ya que su exceso de tareas les impedía encontrar tiempo para la lectura, aunque a veces, de noche, se pasaban la velada leyendo. Si se tiene en cuenta cuán jóvenes eran y cuán práctica y atareada era su vida, esto no puede sorprender.



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Capítulo VII

   Humphrey se dedicaba ahora a otra cosa. Había fabricado, varias trampas y traía conejos y liebres casi a diario. También había hecho algunas trampas para pájaros y ello le había permitido apresar dos cardelinas para Alicia y Edith, que las niñas pusieron en las jaulas preparadas por él. Pero, como dijimos, Humphrey estaba a la pesca de otra cosa; salía a temprana hora de la mañana, y de noche, cuando salía la luna, volvía tarde, mucho después de haberse acostado todos. Pero ellos nunca sabían el porqué de sus salidas y Humphrey no quería decirlo. Tuvo lugar una fuerte nevada y Humphrey salió más a menudo que nunca. Finalmente a la semana, poco más o menos de haber caído sobre la tierra una capa de nieve, el niño volvió una mañana trayendo una liebre y un conejo, y dijo:

   -Eduardo, he atrapado algo más grande que una liebre o un conejo y tienes que ayudarme, y debemos ir con nuestras escopetas. Supongo que su reumatismo no le permitirá acompañarnos, Jacobo, ¿verdad?

   -No. Creo que podré ir. Lo que me causa tantos dolores es la humedad. Quizá este aire frío me haga bien. Me he sentido mucho mejor desde que empezó la nevada. Veamos, ahora, lo que has atrapado.

   -Habrá que caminar tres kilómetros -dijo Humphrey, cuando salían.

   -No importa, Humphrey; guíanos.

   El joven prosiguió la marcha hasta que llegaron a un grupo de grandes árboles y luego los condujo hasta una trampa que había cavado, de unos dos metros de ancho, tres de largo y otros tantos de profundidad.

   -He aquí mi gran trampa -dijo Humphrey-. Y miren lo que he atrapado en ella.

   Eduardo y Jacobo miraron y vieron en el foso a un joven toro. Smoker, que los acompañaba, empezó a ladrarle furiosamente.

   -Y ahora... ¿qué vamos a hacer? No creo que esté herido. ¿Podríamos sacarlo? -preguntó Humphrey.

   -No, no muy bien. Si se tratara de un ternero, sí que podríamos, pero el toro es demasiado pesado y aunque consiguiéramos sacarlo, vivo, tendríamos que matarlo, de modo que será mejor matarlo desde ya de un tiro.

   -Eso creo -replicó Humphrey.

   -Pero... ¿cómo lo atrapaste? -Preguntó Eduardo.

   -Leí sobre eso, en el mismo libro donde encontré la idea para la trampa de las liebres -replicó Humphrey-. Cavé el foso y lo cubrí de zarzas y luego lo recubrí de nieve. Este es el bosquecillo adonde acude la liebre, sobre todo en invierno; es grande y seco y los árboles grandes lo protegen, y fue por eso que elegí ese lugar. Tomé un gran manojo de heno, puse un poco sobre la nieve alrededor del foso y luego esparcí algo más en pequeños puñados, para que los vacunos salvajes lo encontraran y recogieran, cosa que se alegrarían de hacer, ahora que la tierra está cubierta de nieve. Y, como ven, tuve éxito.

   -Bueno, Humphrey, eres un as, lo reconozco -dijo Eduardo-. ¿Lo matamos?

   -Sí, ahora que está mirando hacia arriba.

   Eduardo le disparó al toro un balazo en la frente y el animal se desplomó muerto. Pero luego los tres se vieron obligados a volver a casa en busca del petiso y la carreta, y de cuerdas para sacar al toro del foso y ello les dio no poco trabajo, pero el petiso les ayudó y finalmente lo sacaron.

   -Lo haré con más facilidad la vez próxima -dijo Humphrey-. Fabricaré una árgana lo antes que pueda y pronto izaremos otro, como sacar un balde de agua del pozo.

   -Es una hermosa carne joven -dijo Jacobo, que estaba desollando al toro-. Según creo, no tiene más de dieciocho meses. De haber sido un animal plenamente desarrollado, como el que matamos, se habría quedado donde estaba, porque nunca habríamos podido sacarlo.

   -Sí, Jacobo, lo habríamos sacado; porque yo hubiera bajado y después de cortar en pedazos su cadáver, lo habríamos izado por partes.

   Cargaron en la carreta la piel y los cuartos del animal y emprendieron el viaje de regreso.

   -Esto servirá para pagar en buena parte la escopeta, Humphrey -dijo Jacobo-. Eso, si no paga más.

   -Me alegro de ello -dijo Humphrey-. Pero confío en que no será el último toro que atraparé.

   -Eso me recuerda algo, Humphrey. Creo que debes volver con la carreta y llevarte todas las entrañas de la bestia y hacer desaparecer toda la sangre que hay sobre la nieve, porque he observado que al ganado vacuno lo asusta mucho el olor y el espectáculo de la sangre. Lo descubrí al verlos venir en un par de oportunidades al sitio en que yo había degollado a un ciervo; vi que, al acercar sus hocicos al lugar donde había sangre en el suelo, levantaban las colas y huían, bramando de un modo terrible. A decir verdad, he oído decir que si se comete un crimen en un bosque y uno quiere hallar el cadáver, una manada de ganado vacuno llevada allí resulta más útil aun que un sabueso.

   -Gracias por decirme eso, Jacobo, porque yo nunca me lo habría imaginado, y le diré qué voy a hacer. Llenaré la carreta de restos de helechos y pondré esa hierba en el fondo del foso; para que, si logro atrapar a una vaquillona o a un ternero que valgan la pena, no se lastimen al caer.    -Debiste tardar mucho tiempo en cavar esa fosa, Humphrey.

   -Así es. Y a medida que cavaba más hondo, el trabajo era más duro. Y luego tuve que llevarme toda la tierra y esparcirla. Tardé más de un mes en terminar, y finalmente usé una escalera para subir y bajar, y subí los cestos de tierra a la superficie, porque el foso era demasiado profundo para tirarla afuera.

   -Nada como la paciencia y la perseverancia, Humphrey. Tú tienes esas virtudes en mayor grado que yo.

   -Estoy seguro de que también tiene más paciencia y perseverancia que las que tengo, o tendré nunca -replicó Eduardo.

   Durante aquel invierno, que transcurrió rápidamente, ocurrieron pocos sucesos de importancia. El viejo Jacobo estaba más o menos confinado en su cabaña por el reumatismo y Eduardo cazaba solo u ocasionalmente con Humphrey. Humphrey tuvo la suerte de atrapar a un toro y una ternera en su trampa, ambos de un par de años de edad, y con un tosco artificio suyo a modo de árgana logró, con la ayuda de Eduardo, izarlos ilesos afuera del foso. Fueron colocados en el corral, y después de haber sido domados haciéndoles pasar hambre, siguieron el ejemplo de la vaquillona y el ternero, y se tornaron totalmente mansos. Fueron un importante agregado al ganado de la granja, como cabe suponer. El único hecho lamentable era el confinamiento del viejo, Jacobo en la cabaña, lo cual, al avanzar el invierno, le impidio ir a Lymington, de modo que no pudieron vender carne de venado, y Humphrey, a título de experimento, ahumó algunos jamones de venado, que colgó con los otros. Había otra cosa que los preocupaba, a saber, que Jacobo no podía cruzar el bosque en busca de los cachorros prometidos. Y había pasado ya la época en que debía llevárselos, porque corría el mes de enero. Eduardo y Humphrey insistieron mucho en que el viejo dejara ir a uno de ellos, pero la única respuesta que pudieron obtener, fue «que él pronto estaría mejor». Finalmente, notando que empeoraba en vez de mejorar, Jacobo consintió en que fuese Eduardo. Le dio instrucciones sobre la manera de proceder, el camino que debía tomar y describió la morada del guardabosques; le advirtió que debía usar el apellido. Armitage y decir que era su nieto. Eduardo prometió obedecer las instrucciones de Jacobo y a la mañana siguiente partió, montó sobre White Billy con un poco de dinero en el bolsillo, por si le hacía falta.

   -Ojalá pudiera ir contigo -dijo Humphrey, mientras caminaba al lado del petiso.

   -Ojalá, Humphrey; por mi parte, me siento como un esclavo puesto en libertad. Le hago justicia a la bondad y buena voluntad del viejo Jacobo y reconozca todo lo que le debemos, pero, con todo, albergarse aquí en el bosque, sin ver ni hablar con nadie, aislándose del mundo, no le cuadra a Eduardo Beverley. Nuestro padre fue un soldado y muy bueno por cierto, y si yo fuese lo bastante crecido, creo que aun ahora huiría y me uniría al partido realista, por deshecho que pueda estar -y con toda evidencia lo está - en este momento. El acecho del ciervo está muy bien, pero yo busco caza más alta.

   -Comparto tus sentimientos -replicó Humphrey. Pero recuerda, Eduardo, que el viejo está muy débil. ¿Y qué sería de nuestras hermanas si las abandonáramos?

   -Lo sé muy bien, Humphrey -no me propongo abandonarlas, puedes estar seguro de ello-, pero querría que estuviesen a salvo con nuestros parientes y entonces tendríamos libertad de acción.

   -Sí que la tendríamos, Eduardo, pero recuerda que aún no somos hombres y los niños de quince y trece años no pueden hacer gran cosa, aunque quieran hacerlo.

   -Es cierto que sólo tengo quince años -replicó Eduardo-, pero soy bastante fuerte y también lo eres tú. Creo que si yo pudiera asestar una buena estocada en la cabeza de un hombre, éste se tambalearía bajo el golpe, aunque fuese grande como un búfalo. Sé muy bien que han combatido en la guerra jóvenes de mi edad, y recuerdo que mi padre me prometió llevarme consigo apenas tuviese los quince años.

   -Lo que me intriga es el temor del viejo Jacobo de que nos vean en Lymington -replicó Humphrey.

   -¿Por qué? ¿De qué temor se trata?

   -Lo ignoro tanto como tú; en mi opinión ese temor sólo existe en su imaginación. Seguramente, a nosotros no nos dañarían (si anduviéramos sin armas como los demás) por el hecho de que nuestro padre hubiese luchado por el rey. Es verdad que han decapitado a algunos; pero éstos conspiraban entonces en favor del rey, o se oponían al parlamento de otro modo. Esto fue lo que supe por Jacobo, pero no sé qué podemos temer si callamos. Pero ahora se plantea lo siguiente, Eduardo (porque Jacobo me ha dicho más sobre cierto punto que a ti, según creo). Supongamos que debieras abandonar el bosque... ¿Cuál sería tu primer paso?

   -Naturalmente, manifestaría quién soy y tomaría posesión de la propiedad de mi padre en Arnwood, que es mía por derecho de linaje.

   -Exactamente lo mismo que piensa Jacobo. Y dice que eso sería tu perdición, porque la propiedad está confiscada, como dicen ellos, o anulada legalmente y entregada al parlamento, por haber luchado tu padre contra éste en el bando realista. Ya no te pertenece y no permitirían entrar en posesión de ella; por el contrario, según todas las probabilidades, serías encarcelado y... ¿quién sabe cuál sería tu suerte entonces? Ya ves que hay peligro.

   -¿Fue Jacobo quien te dijo esto?

   -Sí, fue él; me dijo que no te hablara del tema, dado lo impetuoso que eras, ya que si te enterabas de que la propiedad había sido confiscada, cometerías sin duda algún acto imprudente, y quecualquier acto de esa índole sería una excusa para arrestarte. Y agregó que no esperaba vivir mucho, porque su debilidad crecía día a día y que sólo confiaba en poder vivir uno o dos años más, para poder sosegarte hasta que llegaran tiempos mejores. Dijo que, si se suponía que todos habíamos muerto carbonizados en Arnwood durante el incendio, ello les daría una buena oportunidad de calificarte de impostor y de tratarte de conformidad con ello, y que había tanta gente ansiosa de recibir el don de la finca, que miles de personas maquinarían tu muerte. Dijo que si te dabas a conocer y reclamabas tu propiedad, les harías simplemente el juego a tus enemigos y provocaría las más fatales consecuencias, porque, manifestó Jacobo, para probar que eras Eduardo Beverley debías declarar que yo y tus hermanas estábamos en el bosque contigo, y esta revelación pondría a toda la familia a merced de sus más enconados enemigos. Y resulta imposible predecir qué sería de tus hermanas, pero probablemente éstas serían confiadas a alguna familia puritana, que encontraría placer en maltratar y humillar a las hijas de un hombre como el coronel Beverley.

   -¿Y por qué no me dijo todo eso a mí?

   -Temía decirte algo. Suponía que la idea de la injusticia te excitaría tanto, que podría inducirte a cometer alguna imprudencia, y dijo: «Ruego a Dios todas las noches que me conserve esta vida, por lo demás inútil, porque sé que si yo muriera Eduardo abandonaría el bosque».

   -Nunca, mientras mis hermanas estén bajo mi protección -replicó Eduardo-. Si estuvieran a salvo, me marcharía inmediatamente.

   -Creo, Eduardo, que hay mucha verdad en lo que dice Jacobo: no harías nada bueno (porque no te devolverían tu propiedad, dando a conocer actualmente tu paradero, y sí podrías hacer mucho mal. «Espera tu oportunidad», es un buen consejo en estos tiempos borrascosos. Por eso, yo que tú sería muy cauteloso; pero sigo creyendo que no hay peligro alguno en que tú o yo salgamos del bosque con nuestra indumentaria actual y bajo el apellido de Armitage. Nadie nos reconocería; tú estás muy alto y también yo, y estamos tan tostados y curtidos por el aire y el ejercicio, que parecemos los hijos del bosque, más bien que los del coronel Beverley.

   -Hablas muy razonablemente, Humphrey y estoy de acuerdo contigo. No soy tan fogoso como lo supone el viejo; y si mi pecho arde de indignación, de todos modos tengo suficientes fuerzas para disimular mis sentimientos en caso necesario. Puedo oponer la astucia a la astucia si hace falta, y a juzgar por lo que dices, creo que éste es realmente el caso. Hay una cosa cierta, y es que mientras el rey Carlos esté cautivo, como lo está y sus leales dispersos o en el extranjero, nada puedo hacer, y darme a conocer sólo equivaldría a dañarme a mí mismo y a todos nosotros. Por lo cual, ciertamente, guardaré silencio y también seguiré viviendo como hasta ahora con un nombre falso; pero, con todo, debo mezclarme -y lo haré-con otras gentes y me enteraré de lo que pasa. Quiero vivir en este bosque y proteger a mis hermanas mientras sea necesario, pero, aunque viva aquí, no quiero confinarme del todo en el bosque.

   -Eso es precisamente lo que pienso, Eduardo, lo que deseo por mi parte, pero no nos precipitemos ni aun en eso. Y ahora te deseo un grato paseo y si puedes consigue de los guardabosques algunos perdigones para mí; tengo muchas ganas de obtenerlos.

   -No lo olvidaré. Adios, hermano.

   Humphrey volvió a casa para cuidar su granja, mientras Eduardo proseguía su viaje por la selva. La conversación precedente puede dar cierta idea del carácter de ambos jóvenes. Eduardo era valiente e impetuoso, precipitado en sus decisiones, pero susceptible con todo de ser convencido. Criado como heredero de la propiedad de los Beverley, sentía, más de lo que podía esperarse de Humphrey, la mortificación de ser pobre, después de tan grandes perspectivas en sus primeros tiempos; por ello sus anhelos de venganza contra el bando opuesto eran más intensos y sus bríos crecían dadas sus convicciones. Su temperamento era naturalmente belicoso y esta tendencia había sido estimulada por su padre cuando niño; con todo, nunca hubo un corazón más bondadoso o un muchacho de mayor generosidad.

   Humphrey era de un temperamento más tranquilo y filosófico, menos encaminado quizá a conducir que a aconsejar; había en él una gran prudencia unida al coraje, pero su valor era más bien pasivo que activo, un coraje que si era atacado podía defenderse valientemente, pero era cauteloso y reflexivo antes de atacar. Humphrey no tenía el espíritu de guerrero de Eduardo. Era un hijo menor y debía ganarse en cierto modo su posición y sentía que sus inclinaciones lo llevaban más a la paz que a la lucha. Además, Humphrey poseía talentos que Eduardo no tenía; un talento natural para la mecánica y una investigación inquisitiva de la ciencia, hasta donde podía permitirselo su limitada educación. Tenía más aptitudes para ser ingeniero o agricultor que para ser soldado, aunque no cabía duda de que habría podido ser un excelente soldado de proponérselo.

   En bondad y generosidad temperamental era igual a su hermano, y ésta era la razón de que jamás hubiesen cambiado una palabra colérica, porque lo que buscaban no era salirse con la suya, sino ceder el uno a los deseos del otro. De más está decir que nunca hubo dos hermanos de mayor apego mutuo y que se respetaran tanto mutuamente.



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Capítulo VIII

   Eduardo hizo trotar al petiso y a las dos horas estaba del otro lado del Bosque Nuevo. Las instrucciones de Jacobo no fueron olvidadas y antes del mediodía se encontró ante la verja de la casa del guardabosques. Después de haber desmontado y de pasar la brida del petiso por sobre la balaustrada, atravesó un pequeño jardín muy pulcro, pero que, a tan temprana altura del año, no era demasiado alegre, salvo cuando asomaban los azafranes y las campanillas. Llamó a la puerta con los nudillos y una muchacha de unos catorce años, muy pulcramente vestida, respondió al llamado.

   -¿Está en casa Osvaldo Partridge, señorita? -dijo Eduardo.

   -No, joven, no está. Se encuentra en el bosque.

   -¿Cuándo volverá?

   -Su hora habitual es al anochecer, a menos que haya obtenido más éxito de lo habitual.

   -He recorrido bastante camino en su busca y no quisiera volverme sin haberlo visto, -replicó Eduardo. -¿Tiene esposa o alguien con quien yo pueda hablar?

   -No tiene esposa, pero yo estoy dispuesta a trasmitirle un mensaje.

   -He venido en busca de unos perros que Osvaldo Partridge le prometió a Jacobo Armitage, su pariente; pero el viejo está demasiado enfermo desde hace algún tiempo para venir por ellos personalmente, y me ha enviado a mí.

   -En la perrera hay perros jóvenes y viejos, grandes y pequeños; esto es todo lo que sé y no más.

   -Entonces temo que me veré obligado a esperar su regreso -replicó Eduardo.

   -Hablaré con mi padre -respondió la muchacha-. Si usted no tiene inconveniente en esperar un momento...

   Al par de minutos la muchacha volvió, diciendo que su padre le rogaba que entrase y hablara con él. Eduardo se inclinó y siguió a la muchacha, que lo condujo a un aposento donde estaba sentado un hombre vestido a la usanza de los cabezas redondas de la época. Su sombrero, en forma de campanario, yacía sobre la silla, y debajo de él estaba su espada. A su lado veíase un escritorio cubierto de papeles.

   -Aquí está el joven, padre -dijo la muchacha, y después de haber dicho estas palabras atravesó la habitación y se sentó junto a la lumbre.

   Aquel hombre -o, digamos más, bien, aquel caballero, porque tenía el aspecto de tal, a pesar del traje oscuro y característico que usaba -siguió leyendo una carta que acababa de abrir. Y Eduardo, que temía verse prisionero de un cabeza redonda, cuando sólo esperaba encontrarse con un guardabosques, se sintió más irritado aún por el desdén del huésped. Olvidando que era, por propia afirmación, el pariente de un tal Jacobo Armitage, y no Eduardo Beverley, enrojeció de ira mientras permanecía inmóvil en el umbral. Afortunadamente, el tiempo que se tomó el huésped para leer la carta le dio tiempo también a Eduardo para recordar el disfraz bajo el cual aparecía; el color se esfumó de sus mejillas y permaneció en silencio, mirando ocasionalmente a la muchacha, que cuando los ojos de ambos se encontraban apartaba la mirada.

   -¿Qué desea usted, joven? -dijo finalmente el caballero de la mesa.

   -He venido, señor, por un arreglo privado con el guardabosques Osvaldo Partridge, en busca de dos jóvenes sabuesos que le prometió a mi abuelo Jacobo Armitage.

   -¡Armitage! -dijo el huésped, mirando una lista de la mesa-. Armitage..., Jacobo... Sí, ya veo, que es uno de los guardabosques. ¿Por qué no ha venido a visitarme?

   -¿Por qué habría de visitarlo, señor? -replicó Eduardo.

   -Simplemente, joven, porque el Bosque Nuevo me ha sido confiado por el parlamento. Se ha comunicado a todos los empleados en él que viniesen aquí, para que se les permitiera quedarse o para que fueran exonerados, según lo juzgara yo más conveniente.

   -Jacobo Armitage no ha oído una sola palabra de eso, Señor -replicó Eduardo-. Era un guardabosques nombrado por el rey. Desde hace dos o tres años no se le paga su sueldo y vive en una cabaña de su propiedad que le dejó su padre.

   -Y usted, joven, si puede saberse, ¿vive con Jacobo Armitage?

   -Desde hace más de un año.

   -Y ya que su pariente no ha recibido paga ni remuneración alguna, según dice usted..., ¿de qué manera ha proveído a su sustento?

   -¿Cómo lo han hecho los demás guardabosques? -replicó Eduardo.

   -No me formule preguntas, señor -replicó el caballero-. Y tenga la bondad de contestar a las mías. ¿De qué ha vivido Jacobo Armitage?

   -Si usted supone que Jacobo Armitage carece de medios de subsistencia, señor, se equivoca -replicó Eduardo-. Tenemos una parcela de tierra propia, que cultivamos; tenemos nuestro petiso y nuestra carreta, tenemos nuestros cerdos y vacas.

   -¿Y eso ha bastado.?

   -¿Tenían más los patriarcas? -replicó Eduardo.

   -Es usted vivaz en la respuesta, joven; pero yo sé algo sobre Jacobo Armitage y nosotros sabemos -continuó el caballero, acercando su dedo a algo escrito junto al nombre incluido en la lista -con quién se ha asociado y a quién ha servido. Ahora permítame que le formule una pregunta. Usted ha venido, según dice, por dos cachorros de sabuesos. ¿Hacen falta esos cachorros para sus cerdos y vacas? ¿O a qué usos han de ser destinados?

   -Tenemos un perro tan bueno como el que más, pero queremos tener otros, por si lo perdemos -contestó Eduardo.

   -Tan bueno como el que más... ¿Bueno para qué?

   -Para cazar.

   -Por lo tanto, ¿reconoce que ustedes cazan?

   -Nada reconozco en cuanto se refiera a Jacobo Armitage, que puede responder por sí mismo -replicó Eduardo-. Pero permítame asegurarle que, si ha matado venados, nadie podría condenarlo por ello.

   -¿Quizá podrá usted explicarme el porqué?

   -Nada más fácil. Jacobo Armitage le servía al rey Carlos, que lo empleó como guardabosques y le pagaba su salario. Quienes no debieron hacerlo se rebelaron contra el rey, le arrebataron su autoridad y los medios de pagarle a quienes empleaba. Éstos siguieron siendo servidores del rey, ya que no fueron exonerados. Y no teniendo otros medios de mantenerse, consideraron que su buen señor habría sido harto feliz con que mataran para su subsistencia al venado que no podían cuidar ya para él, sin comerlo en parte ellos mismos.

   -¿Reconoce, pues, que Jacobo Armitage mató ciervos en el bosque?

   -No reconozco nada en nombre de Jacobo Armitage.

   -¿Reconoce que los mató usted mismo?

   -No responderé a esa pregunta, señor. En primer lugar, porque no he venido aquí a acusarme a mí mismo, y en segundo lugar, porque debo saber quién le da su autoridad para interrogar.

   -Joven -replicó el otro con tono severo-. Si quiere saber quién me confiere mi autoridad, por descomedido que usted sea -ante esta observación Eduardo se sobresaltó, pero, dominándose, apretó los labios y quedó inmóvil-, aquí tiene mi nombramiento designándome representante del parlamento para tomar a mi cargo el Bosque Nuevo y ser su superintendente, con poder para nombrar y exonerar a quienes se me antoje. Presumo que usted deberá darse por satisfecho con mi palabra, ya que no sabe leer ni escribir.

   Eduardo se acercó a la mesa y tomó tranquilamente el documento y lo leyó.

   -Lo que ha manifestado usted es exacto, señor -dijo, dejándolo-, y la fecha es, según advierto, el 20 de diciembre último. De modo que sólo han pasado dieciocho días.

   -¿Y qué inferencia podría usted extraer de ello, joven? -replicó el caballero, mirándolo con asombro.

   -Simplemente ésta, señor: que Jacobo Armitage está en cama con reumatismo, desde hace tres meses, durante cuyo período no ha matado ciertamente ciervo alguno. De modo que, hasta que el parlamento tomó posesión del bosque, éste le pertenecía sin duda a Su Majestad, aunque no le pertenezca ahora; por lo cual, Jacobo Armitage, hasta ahora, sólo responde por cualquier ciervo que haya matado ante su soberano el rey Carlos.

   -Es fácil advertir la escuela en que ha sido usted criado, joven, aunque en este papel no haya constancia de que su ascendiente sirvió a las órdenes del realista coronel Beverley y lo educó dentro de su manera de pensar.

   -Señor, es vil el perro que muerde la mano que lo alimenta -dijo Eduardo con apasionamiento-. Jacobo Armitage, y su padre antes que él, fueron servidores de la familia del coronel Beverley; le debieron su situación actual en el bosque, se lo debieron todo, reverencian su nombre y sostienen la causa por la cual cayó él, también la sostengo yo.

   -Joven, si su modo de hablar no es cuerdo, es, en todo caso, propio de un ser agradecido; por lo demás, no he de pronunciar una palabra irrespetuosa a la memoria del coronel Beverley, que era un hombre valeroso y leal a la causa que abrazó, aunque no fuera santa. Pero en mi situación no puedo, siendo justo con quienes sirvo, dar cargos y remuneraciones a quienes han sido y siguen siendo, como puedo juzgarlo por sus palabras, adversos al actual gobierno.

   -Señor -replicó Eduardo-, su modo, de hablar con respecto al coronel Beverley me infunden un respeto por usted que le confiese, no sentí en el primer momento. Lo que dice usted es muy justo. Pero no creo que pueda dañar a Jacobo Armitage, ya que, en primer lugar, sé que él no serviría bajo sus órdenes, y, en segundo lugar, porque es demasiado viejo y débil para atender a ese empleo. Por lo demás, su cabaña y tierra son de su propiedad y usted no puede quitárselas.

   -Supongo que tendrá el título respectivo... -replicó el caballero.

   -Tiene el título otorgado a su abuelo mucho antes de nacer el rey Carlos, y supongo que el parlamento no se propondrá anular las disposiciones de los reyes anteriores.

   -¿Puedo saber qué parentesco lo liga a usted con Jacobo Armitage?

   -Creo haber dicho ya que soy su nieto.

   -¿Vive con él?

   -Así es.

   -Y si el viejo muere, ¿heredará su propiedad?

   Eduardo sonrió y, mirando a la muchacha, dijo:

   -¿No, le parece, doncella, que su padre está alardeando de su cargo?

   La muchacha rió y dijo:

   -Tiene autoridad conferida.

   -No sobre mí, por cierto, y tampoco sobre mi abuelo, ya que lo ha exonerado.

   -¿Se crió usted en la cabaña, joven?

   -No, señor. Me crié en Arnwood. Fuí compañero de juegos de los hijos del coronel Beverley.

   -¿Fue educado con ellos?

   -Sí, señor. Porque en cuanto me lo permitió mi disposición, el capellán siempre estuvo pronto a darme instrucción.

   -¿Dónde estaba usted al quemarse Arnwood?

   -En la cabaña -dijo Eduardo, apretando los dientes y con aire colérico.

   -Sí, sí. Puedo perdonar cualquier expresión de sentimiento de su parte, joven, cuando se le recuerda ese hecho horrible y deshonroso. Fue una mancha imborrable..., un hecho diabólico y que pensamos provocaría la venganza del cielo. Si las plegarias pudieran evitarlo o lo evitaron, no faltaron por nuestra parte.

   Eduardo guardó silencio; este reconocimiento del cabeza redonda impidió una explosión de su parte. Pensó que no toda aquella gente era tan mala como lo suponía. Después de una larga pausa, dijo:

   -Cuando vine aquí, señor, fue en busca de Osvaldo Partridge y para conseguir los sabuesos que nos había prometido; pero presumo que mi viaje ha sido inútil. ¿Por qué?

   -Porque usted tiene la fiscalización del bosque y no permitirá que se den perros para que cacen quienes no son empleados del actual gobierno.

   -Juzga usted bien, ya que mi deber es impedirlo; pero, ya que la promesa fue hecha antes de que me nombraran -dijo el caballero, sonriendo-, presumo que, a su entender, yo no tengo derecho a intervenir, ya que si lo hago será un caso ex post facto. Por cuyo motivo no intervendré. Sólo debo hacerle notar que las leyes siguen siendo las mismas en cuanto concierne a los que se apoderan furtivamente de ciervos en el bosque... ¿Me entiende?

   -Sí, señor, y si ello no le ofende, le contestaré con sinceridad.

   -Hable, pues.

   -Considero que los ciervos del bosque pertenecen al rey Carlos, que es mi legítimo soberano, y no reconozco más autoridad que la suya. Sólo me considero responsable ante él por cualquier ciervo que mate, y estoy seguro de que me autorizará y perdonará todo lo que yo pueda hacer.

   -Ésa, quizá sea su opinión personal, mi buen señor; pero no será la opinión de los poderes gobernantes. Si lo atrapan usted será castigado, y lo haré yo, en razón de la autoridad de que me han investido.

   -Sí, señor; si eso sucede, así sea. Usted ha exonerado a los Armitage a causa de su apoyo al rey, y no podrá sorprenderlo, por lo tanto, que ellos lo apoyen más que nunca. Tampoco ha de sorprenderlo el que un guardabosques exonerado se convierta en cazador furtivo.

   -Y tampoco le sorprenderá a usted que un cazador furtivo incurra en pena si es atrapado -replicó el cabeza redonda-. De modo que esto pone punto final a nuestra discusión. Si va a la cocina hallará viandas para entretener el estómago, y si quiere esperar el regreso de Osvaldo Partridge, bien venido.

   Eduardo, que se sentía indignado por aquel envío a la cocina, asintió, le sonrió a la muchachita y salió de allí.

   «Bueno -pensó mientras atravesaba el pasillo-, vine aquí por dos cachorros y he encontrado un cabeza redonda. No sé por qué, no me siento tan irritado contra él como debiera estarlo. Esa muchachita tiene una linda sonrisa... Estaba hermosa de veras al sonreír. ¡Oh, ésta es la cocina, a la cual se ve enviado el señor de Arnwood por un parcial de Cromwell y cabeza redonda, probablemente un comerciante o un truhán, que ha servido a la causa! Bueno, así sea. Como dice Humphrey, 'esperaré mi oportunidad'. Pero aquí no hay nadie, de modo que veré si encuentro una caballeriza para White Billy, que debe estar cansado de permanecer junto a la verja.»

   Eduardo volvió por el mismo camino, salió por la puerta principal y fue par el jardín hasta el sitio donde estaba amarrado su petiso y se lo llevó en busca de una caballeriza. Encontró ésta detrás de la casa, y después de haber llenado el pesebre de heno volvió a la casa y se sentó en un porche junto a la puerta que llevaba a las dependencias del fondo, porque la casa del guardabosques era grande y cómoda. Eduardo estaba sumido en profundas cavilaciones, cuando lo hizo volver en sí la hija del flamante intendente del bosque, que le dijo:

   -Temo, joven señor, que usted no haya disfrutado de la hospitalidad debida en la cocina, ya que no había allí quien pudiera atenderlo. Yo ignoraba que Hebe hubiese salido. Si quiere venir conmigo, quizá pueda encontrarle algunas viandas.

   -Gracias, doncella. Es usted bondadosa y considerada con un cazador furtivo convicto y confeso -replicó Eduardo.

   -¡Oh!, pero estoy segura de que usted no cazará furtivamente. Y si lo hace, procuraré disuadirlo de ello -replicó la muchacha, riendo.

   Eduardo la siguió a la cocina y ella sacó prestamente un ave fría y un pastel de carne de venado, que puso sobre la mesa. Luego trajo un jarro de cerveza.

   -Bueno -dijo la muchacha dejándolo sobre la mesa-, esto es todo lo que he podido encontrar.

   -El nombre de su padre, si no me equivoco, es Heatherstone. Así decía el nombramiento.

   -Sí.

   -¿Y el suyo?

   -El mismo de mi padre, supongo.

   -Sí. Pero me refiero al nombre de pila.

   -Formula usted extrañas preguntas, joven señor; pero, con todo, se las contestaré. Mi nombre de pila es Paciencia.

   -Gracias por haberse dignado contestarme -replicó Eduardo-. ¿Vive usted aquí?

   -Por ahora sí, buen señor. Y ahora lo dejo.

   «Buena muchachita -pensó Eduardo-, a pesar de ser hija de un cabeza redonda. Y me llama «señor». Lo cual indica que no parezco nieto de Jacobo, y que debo tener cuidado.»

   Después de estas meditaciones, Eduardo acometió con buen apetito las viandas puestas ante él, y acababa de terminar una sabrosa comida, cuando volvió a entrar Paciencia Heatherstone, y dijo:

   -Ha llegado Osvaldo Partridge.

   -Gracias, doncella -respondió Eduardo-. ¿Puedo formularle una pregunta? ¿Dónde está el rey?

   -He oído decir que reside en el castillo de Hurst -replicó la muchacha-. Pero -agregó, bajando la voz- toda tentativa de verlo sería inútil y sólo lo dañaría y dañaría a los que trataran de hacerlo.

   Después de estas palabras, Paciencia salió de la habitación.



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Capítulo IX

   Terminada su comida, y después de unos buenos tragos de cerveza, licor que no probaba desde hacía mucho tiempo, Eduardo se levantó de su mesa y salió por la puerta de los fondos, y se encontró con Osvaldo Partridge. Lo abordó, exponiendo el motivo de su visita.

   -Ignoraba que con Jacobo viviese un nieto; en realidad, ni siquiera sabía que lo tuviera. ¿Hace mucho que vive usted con él?

   -Más de un año -replicó Eduardo-. Antes vivía en Arnwood.

   -¿De modo que usted, según debo presumir, está en el bando realista? -replicó Osvaldo..

   -Hasta la muerte, cuando llegue la hora -replicó Eduardo.

   -Y yo también. Y usted ha de suponerlo, porque yo nunca le daría un sabueso a quien no lo fuese. Pero más vale que vayamos a la perrera; los perros podrán oír lo que se habla, pero no repiten.

   -No pensaba encontrarme con otro que no fuese usted al venir aquí -dijo Eduardo-. Y le contaré ahora todo lo que me pasó con el nuevo intendente.

   Y Eduardo le relató la conversación.

   -Ha sido usted audaz -dijo Osvaldo-. Pero quizá haya sido mejor. Yo conservaré mi puesto y lo mismo otros dos; pero, hay muchos guardabosques nuevos. Sólo sé de ellos que no son muy aptos para su trabajo y despotrican contra el rey durante todo el día; lo cual, supongo, es el principal de sus méritos a los ojos de quienes los designan. Con todo, hay una cosa cierta, y es que si esos individuos son incapaces de acechar a un ciervo solos, harán todo la posible por impedirselo a los demás; de modo que usted debe andarse con cuidado, porque el castigo es severo.

-No los temo, La única dificultad es que ahora no hallaremos mercado, para vender carne de venado -replicó Eduardo.

   -¡Oh!, no se preocupe por eso. Le daré los nombres de todos los que le comprarán el venado sin riesgo alguno de su parte, salvo el corrido al matarlo. Se encontrarán con usted en el parque, le pagarán al contado y se lo llevarán. No lo sé a buen seguro, pero presiento que este nuevo intendente, o como quiera usted llamarlo, no es tan severo como finge serlo. En realidad, el haberle permitido a usted hablar como lo hizo y sus propias palabras sobre el coronel, me convencen de que tengo razón en la opinión que me he formado.

   -¿Sabe usted quién es?

   -No gran cosa; pero es un buen amigo del general Cromwell, y dice que le ha prestado buenos servicios a la causa del parlamento. Pero usted y yo volveremos a encontrarnos, ya que el bosque es libre, de todos modos. Si viene por aquí, no traiga su escopeta y cuide de que no lo vigilen cuando regrese a su casa. Aquí tiene los perros para su abuelo. ¿Qué edad podrá tener usted? Porque Jacobo no tiene más de sesenta, aproximadamente.

   -Sin embargo, tengo más de quince.

   -Yo le habría dado, cuando menos, dieciocho, o diecinueve. Está usted muy desarrollado para su edad. Bueno... ¡No hay cosa más indicada que una vida en el bosque para convertir a un niño en un hombre! ¿Sabe cazar un ciervo al acecho?

   -Rara vez salgo, sin traer uno.

   -¿Será posible? Lo indudable es que Jacobo es un maestro de su oficio. Pero usted es joven para haberlo aprendido tan pronto. Debo saber donde está la cabaña del viejo (porque no lo sé exactamente). En primer lugar, porque quiero visitarlos a ustedes, y en segundo término para poder despistar a otros. ¿Conoce el grupo de grandes robles que llaman Macizo Real?

   -Sí.

   -¿Quiere que nos encontremos allí pasado mañana, apenas amanezca?

   -Si estoy vivo y a salvo.

   -Eso basta. Llévese a los perros atraillados y márchese.

   -Muchas tracias. Pero no debo dejar al petiso; está en la caballeriza.

   El guardacaza meneó la cabeza en gesto de adiós, y Eduardo lo abandonó para ir a la caballeriza por el petiso. El joven ensilló a White Billy y se alejó a través del bosque con los perros trotando detrás del caballo.

   Eduardo tenía mucho en qué meditar mientras cabalgaba de regreso a la cabaña. Adivinaba que su posición era más difícil que antes. Estaba convencido de que a Jacobo Armitage le quedaba poca vida: el pobre viejo estaba convertido ya en un esqueleto a causa del dolor y las enfermedades. Era indudable que, ahora que estaba restaurado el orden y ya se ocupaban del bosque, el sustento que se obtenía de éste sólo podría ser logrado con peligro. Y Eduardo se alegró de que Humphrey, con su laboriosidad e inteligencia, hubiese vuelto la granja tan lucrativa. En realidad pensó que, en caso necesario, ellos podrían vivir del producido de la granja sin correr el peligro de ser encarcelados por cazar ciervos al acecho. Pero él le había dicho al intendente que consideraba a la caza mayor propiedad del rey, y estaba resuelto a correr el riesgo pasara lo que pasara, aunque no le permitiría ya a Humphrey que lo hiciera.

   «Si me sucede algo -pensé-, Humphrey seguirá aún en la cabaña cuidando de mis hermanas. Y si me veo obligado a huir del país, ello me convendrá, ya que podré entonces ofrecerle mis servicios a los que son aún parciales del rey.

   Con estos pensamientos y muchos otros, Eduardo se entretuvo hasta que, bien entrada ya la noche, llegó a la cabaña. Encontró a todos, en cama, salvo a Humphrey, que lo esperaba, y a quien le contó lo ocurrido. Humphrey le dijo poco en respuesta; prefirió pensarlo antes de emitir opinión. Le dijo a Eduardo que Jacobo había estado muy enfermo durante todo el transcurso del día y le había pedido a Alicia que le leyera la Biblia durante la velada.

   A la mañana siguiente, Eduardo fue al cuarto de Jacobo, que durante los diez últimos días había estado postrado en el lecho y le dio detalles sobre lo sucedido en la morada del guardabosques.

   -Has sido más audaz que prudente, Eduardo -replicó Jacobo-. Pero yo no podía esperar que hablaras de otro modo. Eres demasiado altivo y varonil para mentir, y me alegra de que así sea. En cuanto al hecho de que apoyes al rey, aunque esté ahora cautivo en manos de ellos, no pueden culparte ni castigarte por eso, mientras no tengas armas en las manos; pero, ahora que han incluido al bosque en su jurisdicción, debes tener cuidado, porque son ellos quienes gobiernan ahora y deben ser obedecidos o sufrirse las consecuencias. Con todo, no te pido que me prometas esto o aquello; sólo te hago notar que tus hermanas sufrirán si cometes cualquier imprudencia, y ten cuidado en bien de ellas. Te digo esto, Eduardo, porque presiento que mis días están contados y que dentro de poco Dios me llevará a su seno. Entonces tendrás sobre tus hombros toda la carga que ha pesado últimamente sobre los míos. No temo el resultado si eres prudente; estos últimos meses han probado que tú y Humphrey pueden encontrar aquí un medio de vida, y es una suerte, ahora que se van a poner en vigencia las leyes del bosque, que hayan hecho a la granja tan lucrativa. Si me permites un consejo, limita tus cacerías del bosque al ganado vacuno salvaje; éste no se considera caza y las leyes del bosque no lo abarcan y su carne es tan valiosa como el venado..., mejor dicho, no se vende a tan alto precio, pero su cantidad es mayor. Pero ocúpate de la granja lo más posible, porque tú, Eduardo, no pareces un guardabosques de humilde cuna y es natural que así sea, y cuanto más sosegado vivas, mejor. En cuanto a Osvaldo Partridge, puedes confiar en él; lo conozco bien y será tu amigo por afecto a mí, apenas sepa que he muerto. Ahora, déjame; volveré a hablar contigo por la noche. Envíame a Alicia, querido hijo.

   Eduardo se sintió muy acongojado al advertir el cambio operado en el viejo Jacobo. El guardabosques se sentía evidentemente mucho peor, pero Eduardo no tenía idea de lo mal que estaba. Eduardo le ayudó a Humphrey en la granja, y de noche volvió a visitar a Jacobo y le habló de su cita con Osvaldo Partridge a la mañana siguiente.

   -Ve, hijo mío -dijo Jacobo-. Y ten con él toda la intimidad que puedas y hazte su amigo... Más aún; si fuese necesario, puedes decirle quién eres. Yo mismo pensé en decírselo, ya que ello puede serte importante algún día como prueba. Creo que será mejor que lo traigas aquí mañana por la noche, Eduardo; dile que me estoy muriendo y que quiero hablar con él antes de marcharme. Ahora Alicia me leerá la Biblia y yo hablaré contigo en otra oportunidad.

   En las primeras horas de la mañana siguiente, Eduardo se encaminó a la cita convenida con Osvaldo Partridge. El Macizo Real, como se lo llamaba, dado el tamaño y la belleza característicos de los robles, distaba unos once kilómetros de la cabaña, y a la hora indicada Eduardo, con la escopeta en la mano y Smoker tendido a su lado, estaba reclinado contra uno de aquellos monarcas del bosque. No debió esperar mucho tiempo. Osvaldo Partridge, provisto de manera parecida, hizo su aparición y Eduardo avanzó a su encuentro.

   -Bienvenido, Osvaldo -dijo Eduardo.

   -Y bienvenido usted también, joven -replicó Osvaldo-. He sido interrogado a fondo sobre su persona cuando nos separamos; primero, por el cabeza redonda Heatherstone, que me indujo en toda forma a averiguar si usted es lo que afirma, es decir, el nieto de Jacobo... o alguna otra persona. En realidad, creo que él lo supone a usted el duque de York... Pero no pudo obtener de mí más de lo que yo sabía. Le dije que la cabaña de su abuelo era de su propiedad y un don concedido a sus antepasados, que usted fue criado en Arnwood y que se reunió con su abuelo después de la muerte del coronel y del criminal incendio de la casa y de todos sus ocupantes por la partida de puritanos. Pero la linda hijita de Heatherstone se mostró más curiosa aún. Me interrogó formulándome preguntas de toda clase cuando su padre no estaba presente aún, y finalmente me pidió que hiciese el favor de aconsejarle a usted que no cazara ciervos, ya que su padre era muy riguroso en el cumplimiento de su deber, y por cuanto si usted era sorprendido, se vería encarcelado.

   -Muchas gracias a esa doncella por su advertencia, pero, con todo eso confío en cazar uno en el día de hoy -replicó Eduardo-. Un ciervo real no es carne para cabezas redondas, aunque los servidores del rey puedan darse un banquete con él.

   -Bien dicho. Ahora quiero conocer su experiencia en el oficio. Usted dirigirá la caza.

   -¿Cree que podremos rastrear a un ciervo aquí?

   -Sí, en este mes, sin duda.

   -Adelante -dijo Eduardo-. El viento sopla del cuarto oeste; le haremos frente, si le parece bien... o, mejor, dejémosle soplar contra nuestra mejilla derecha por ahora.

   -Está bien -replicó Osvaldo.

   Y caminaron durante media hora, poco más o menos.

   -Este es el rastro de un gamo hembra -dijo Eduardo en voz baja, señalando las huellas. -Ese bosquecillo es un refugio probable para un ciervo.

   Avanzaron y Eduardo le señaló a Osvaldo el rastro del ciervo que penetraba en la espesura. Entonces dieron la vuelta y no hallaron huella alguna reveladora de que el animal hubiese dejado su escondite.

   -Está aquí -murmuró Eduardo, y Osvaldo le indicó con una seña a Eduardo que entrara en el bosquecillo, mientras él penetraba por el otro lado.

   Eduardo se internó cautelosamente en el bosquecillo. En el centro percibió, por entre los árboles, un pequeño claro, cubierto de altos helechos y se sintió seguro de que el ciervo estaba tendido allí. Se abrió camino arrastrándose de rodillas hasta poder abarcar mejor con la vista el lugar, y luego amartilló su escopeta. El ruido indujo al ciervo a mover sus astas y descubrir así su escondite. Eduardo pudo percibir el ojo del animal por entre el matorral; esperó a que el animal volviera a serenarse, hizo puntería cuidadosamente y disparó. Al oír la detonación se levantó de un salto otro ciervo y huyó. Osvaldo hizo fuego, y lo hirió, pero el animal se alejó, perseguido por los perros. Eduardo, que no sabía si había acertado, o no, pero que estaba casi convencido de no haber acertado, salió precipitadamente del bosquecillo para intervenir en la cacería; y al pasar por la parcela de helechos, advirtió que su presa estaba muerta. Entonces siguió a la caza y como era muy veloz, pronto alcanzó a Osvaldo y lo pasó en silencio. El ciervo se dirigió hacia un terreno cenagoso y finalmente fue hacia el agua que se veía más allá y quedó acorralado. Entonces Eduardo esperó a Osvaldo, que lo alcanzó.

   -Está en la ciénaga -dijo Eduardo-. Y ahora, puede entrar y matarlo.

   Osvaldo, ansioso por su presa, se apresuró a llegar al sitio donde los perros y el ciervo estaban en el agua y atravesó de un balazo la frente del animal.

   Eduardo se acercó a él, le ayudó a sacar del agua el ciervo y entonces Osvaldo lo degolló y procedió a ejecutar las tareas usuales.

   -¿Cómo se explica que le haya errado usted? -dijo Osvaldo-. Porque estas balas son mías.

   -Porque no disparé contra él -dijo Eduardo -. Mi presa yace muerta en el helechal... y es un excelente animal, por cierto.

   -Éste es un ciervo de cuatro años -dijo Osvaldo.

   -Sí, pero el mío es un ciervo real, como verá usted cuando volvamos.

   Apenas hubo terminado su faena, Osvaldo colgó de un roble los cuartos del animal y regresó en compañía de Eduardo.

   -¿Dónde lo hirió usted, Eduardo? -dijo Osvaldo, mientras caminaban.

   -Sólo vi su ojo por entre el helechal y debo haberle acertado ahí.

   Al llegar al sitio, Osvaldo se encontró con que Eduardo había acertado con la bala en el ojo del ciervo.

   -Bueno -dijo-. Usted me hizo presumir que sabía algo de nuestro oficio, pero no creí que fuera tan capaz como lo suponía usted mismo. Confieso ahora que usted es un maestro, por lo que puedo ver, en todas las ramas del arte de la caza. Este es, ciertamente, un ciervo real. ¡Veinticinco astas, como que estoy vivo! Vamos, saque su cuchillo y terminemos, porque si hemos de ir a la cabaña, no tenemos tiempo que perder. Dentro de media hora oscurecerá.

   Colgaron todos los cuartos del ciervo como antes y emprendieron la marcha hacia la cabaña de Jacobo. Eduardo propuso que Osvaldo usara la carreta y el petiso para llevar la carne a casa a la mañana siguiente y dijo que él lo acompañaría para traerlos de regreso.

   -Me parece muy bien -dijo Osvaldo-. Y ya hemos llegado, si mal no recuerdo y confío en que habrá algo que comer.

   -No se preocupe por eso. Alicia estará preparada para recibirnos -replicó Eduardo.

   La cena estaba pronta, y Osvaldo elogió el trabajo de la cocinera. Le sorprendió mucho descubrir que Jacobo tenía cuatro nietos. Después de la cena entró en el aposento de Jacobo y se quedó con él durante más de una hora. Durante esta plática, Jacobo le confesó que los cuatro niños eran los hijos del coronel Beverley, carbonizados presuntamente durante el incendio de Arnwood. Osvaldo salió de la habitación, tan sorprendido como satisfecho de la información y de la confianza depositada en él. Saludó respetuosamente a Eduardo y a Humphrey y dijo:

   -Yo ignoraba en compañía de quién estaba, señor, como se imaginará; pero el saberlo me alegra el corazón.

   -Nada de eso, Osvaldo -replicó Eduardo-. Recuerde que sigo siendo Eduardo Armitage y que somos los nietos del viejo Jacobo.

   -Ciertamente, señor. Por el bien de ustedes recordaré que así debe entenderse. Le aseguro que me parece una suerte que Jacobo me haya confiado el secreto, porque bien podría ser que yo resultara útil. Nunca se me habría ocurrido que me prepararía la cena una hija del coronel Beverley.

   Luego, ambos iniciaron una larga conversación, durante la cual Osvaldo expresó su opinión de que el viejo se estaba agotando rápidamente y que no, duraría más de tres o cuatro días. Osvaldo, se hizo preparar una cama sobre el piso del aposento donde dormían Eduardo y Humphrey, y a la mañana siguiente partieron, a temprana hora, con el petiso y la carreta, cargaron sobre ella la carne de venado y la llevaron a la morada del guardabosques. Llegaron tan tarde que Eduardo consintió en pasar la noche allí y volver a su casa a la mañana siguiente. Osvaldo entró en la sala para hablar con el intendente del bosque, dejando a Eduardo en la cocina con Hebe, la criada. Le dijo al intendente que había traído buena carne de venado y le solicitó órdenes al respecto. Expuso también que le había ayudado Eduardo Armitage, que había traído la carne para él en su carreta y que estaba ahora en la cocina, ya que se vería obligado a pasar la noche allí; y al ser interrogado fue pródigo en elogios sobre la maestría y conocimiento del oficio de que hiciera gala Eduardo, que declaró superiores a los suyos.

   -Ello prueba que el joven tiene mucha práctica, de todos modos -replicó el señor Heatherstone, sonriendo-. Ha estado viviendo a expensas del rey, pero no debe seguir viviendo a expensas del parlamento. Convendría contratar a este joven como guardabosques, si pudiéramos, porque aunque es adversario nuestro, estoy seguro de que nos sería fiel una vez consagrado a nuestro servicio. Puede usted proponérselo, Osvaldo. Las ancas de ese ciervo real deben serle enviadas mañana al general Cromwell; en cuanto al resto, daremos las instrucciones pertinentes apenas hayamos resuelto qué debe hacerse con él.

   Osvaldo salió del aposento y volvió a reunirse con Eduardo.

   -El general Cromwell recibirá las ancas de su ciervo -le dijo a Eduardo, sonriendo-, y el intendente propone que usted ingrese a su servicio en calidad de guardabosques.

   -Gracias -replicó Eduardo-. Pero no tengo el menor deseo de cazar venado para el general Cromwell y sus cabezas redondas, y puede usted decírselo así al intendente, agradeciéndole mucho, su buena voluntad para conmigo, de todos modos.

   -Me lo imaginaba; pero el hombre tenía buenas intenciones, de eso estoy realmente seguro. Bueno, Hebe, ¿qué puede usted darnos de comer, ya que tenemos hambre?

   -Les serviré de comer ahora mismo -replicó Hebe-. Tengo algunos bistecs al fuego.

   -Y tendrá usted que encontrar una cama para este joven amigo.

   -No la hay en la casa, pero hay mucha paja en las caballerizas.

   -Con eso bastará -replicó Eduardo-. No soy exigente.

   -Supongo que no. ¿Por qué habría de serlo? -replicó Hebe, que era bastante vieja y malhumorada-. Si sube por la escalerita que encontrará adosada al muro, hallará un buen lecho cuando llegue arriba.

   Osvaldo se disponía a reconvenirla por su modo de hablar, pero Eduardo le hizo un gesto y no se dijo más.

   Apenas hubieron concluido la cena, Hebe propuso que se fuesen a la cama. Era tarde y ella quería irse a dormir. Eduardo se levantó y salió, seguido por Osvaldo, que le había cedido al intendente y a su hija el pabellón del veedor y dormía en la cabaña de uno de los guardabosques, a medio kilómetro de distancia, poco más o menos. Después de haber conversado durante algún tiempo, se dieron la mano y se separaron, ya que Eduardo se proponía volver muy temprano a la mañana siguiente, pues lo inquietaba el estado de Jacobo.

   El joven subió por la escalerita al desván. No había puerta que resguardara del viento, que soplaba de un modo punzante y frío, y a poco se sintió tan helado que no pudo conciliar el sueño. Se levantó para ver si podía encontrar alguna protección del viento, acurrucándose mejor en el rincón; porque aunque Hebe le había dicho que había mucha paja, aquello demostraba que había bien poca en realidad, apenas lo suficiente para tenderse. Al poco rato bajó la escalerita para caminar un poco por el patio y desentumecerse los miembros con el ejercicio. Finalmente, después de haber dado vueltas por aquí y allá, alzó los ojos hacia la ventana de la alcoba que estaba sobre la cocina, donde vio que ardía aún una luz. Pensó que debía ser Hebe, la criada, que había subido a acostarse, y como no le tenía mayor simpatía por haberlo privado de un buen descanso esa noche, deseaba que le acometiera un dolor de muelas o alguna otra cosa que la tuviese despierta, cuando súbitamente advirtió a través del blanco cortinado de la ventana un gran resplandor en el aposento. Éste crecía por momentos, y Eduardo vio que la figura de una mujer se abalanzaba, tratando de abrir la ventana. Al moverse los cortinados, notó que el aposento estaba en llamas. Sin pensarlo mucho, Eduardo corrió en busca de la escalerita que le había servido para subir al desván y la colocó contra la ventana. Las llamas eran menos vivas, y pudo ver a la mujer vislumbrada por la ventana. Subió velozmente y forzó la ventana; el humo brotó en tal cantidad que poco faltó para que lo sofocara, pero entró. Y apenas estuvo adentro, tropezó con el cuerpo de la persona que había tratado de abrir la ventana, desplomándose en el suelo inconsciente. Cuando lo levantó, el fuego, ahogado hasta entonces por falta de aire mientras permanecieron cerradas todas las ventanas y puertas, estalló y le quemó la piel antes de poder bajar nuevamente la escalera, con el cuerpo en los brazos; pero logró descender sano y salvo. Advirtió que su ropa estaba en llamas y la oprimió hasta que el fuego se extinguió, y sólo entonces descubrió que había traído en los brazos a la hija del intendente del bosque. No había tiempo que perder, de modo que Eduardo la llevó a la caballeriza y la dejó allí, inconsciente aún, sobre la paja de un compartimiento vacío, mientras se apresuraba a dar la señal de alarma a la gente de la casa. Junto a las caballerizas estaba el tonel donde bebían los caballos. Eduardo tomó el cubo, lo llenó y, subiendo por la escalera, lo echó en el aposento y bajó por más.

   A esta altura, los continuos gritos de «¡Fuego, fuego!», que lanzaba Eduardo habían despertado a la gente de la casa y también de las cabañas contiguas. El señor Heatherstone salió a medio vestir, el horror impreso en su semblante. Hebe lo siguió gritando y los demás acudieron luego a toda prisa de las cabañas.

   -¡Sálvenla! ¡Mi hija está en su cuarto! -exclamó el señor Heatherstone-. ¡Oh, sálvenla o déjenme que lo haga yo! -gritaba el pobre hombre, atormentado.

   Pero el fuego brotaba de la ventana con tanta fuerza que toda tentativa debía ser inútil.

   -¡Osvaldo! -gritó Eduardo-. ¡Que la gente me suba el agua con la mayor rapidez posible! ¡Nada harán de provecho mirando!

   Osvaldo hizo que los hombres pusieran manos a la obra y Eduardo se vio provisto de agua con tanta rapidez que el fuego empezó a menguar. Ahora era posible acercarse a la ventana, y unos cuantos cubos más le permitieron a Eduardo poner el pie en el aposento, y a partir de entonces fueron disminuyendo las llamas y el humo.

   Mientras tanto, habría sido imposible descubrir el sufrimiento del intendente, que se hubiera precipitado a la escalera y luego entre las llamas, de no haberlo detenido alguno de sus hombres.

   -¡Hija mía! ¡Niña mía! ¡Quemada! ¡Muerta!... -exclamaba, estrujándose las manos.

   En ese momento, una voz gritó desde la multitud:

   -¡En Arnwood fueron cuatro los que murieron quemados!

   -¡Santo cielo! -exclamó el señor Heatherstone, desmayándose, y en ese estado lo llevaron a un pabellón vecino.

   En el ínterin, el suministro de agua le permitió a Eduardo apagar totalmente el incendio. El mobiliario de la habitación se había quemado, pero el fuego no había llegado más lejos. Y cuando Eduardo se convenció de que ya no existía peligro, bajó por la escalerita y les comunicó a los demás que todo estaba a salvo. Luego llamó a Osvaldo y le pidió que lo acompañara a la caballeriza.

   -¡Oh, señor! -replicó Osvaldo- ¡Esto es espantoso! Y pensar que era una señorita tan encantadora.

   -Está sana y salva -replicó Eduardo-. Así lo creo, al menos. La bajé por la escalerita y la dejé en la caballeriza antes de tratar de apagar el fuego. Mírela ahí está. Aún no ha vuelto en sí. Traiga un poco de agua. ¡Respira! ¡Gracias a Dios! Con eso basta, Osvaldo; ya vuelve en sí. Ahora envuélvala en su capa y llévela a su cabaña. Allí terminará de reponerse.

   Osvaldo envolvió a la muchacha, inconsciente aún, en su capa y se la llevó en brazos, seguido por Eduardo.

   Apenas hubieron llegado a la cabaña, cuyos ocupantes estaban atareados en la morada del guardabosques, acostaron a la muchacha en un lecho y Paciencia volvió pronto en sí.

   -¿Dónde está mi padre? -exclamó la joven, apenas se hubo recobrado lo suficiente.

   -Está sano y salvo, señorita -dijo Osvaldo.

   -¿Se ha quemado la casa?

   -No. El fuego está apagado.

   -¿Quién me salvó? Dígamelo.

   -El joven Armitage, señorita.

   -¿Quién? ¡Ah!, ya recuerdo. Pero tengo que ver a mi padre. ¿Dónde está?

   -En la otra cabaña, señorita.

   Paciencia trató de levantarse, pero advirtió que estaba harto agotada, y se dejó caer nuevamente en el lecho.

   -No puedo estar en pie. Tráiganme aquí a mi padre.

   -Así lo haré, señorita -respondió Osvaldo-. ¿Quiere quedarse aquí, Eduardo?

   -Sí -replicó el joven.

   Y salió a la puerta de la cabaña y se quedó allí mientras Osvaldo iba por el señor Heatherstone.

   Osvaldo lo encontró vuelto en sí, pero, presa de tremenda angustia, como cabía imaginarlo.

   -El fuego está apagado, señor -dijo Osvaldo.

   -Eso no me importa. ¡Mi hija, mi pobre hija!

   -Su hija se ha salvado -replicó Osvaldo.

   -¡Salvada! -gritó el señor Heatherstone, poniéndose de pie-. ¡Salvada! ¿Dónde está?

   -En mi cabaña. Me envía en su busca.

   El señor Heatherstone se lanzó afuera del recinto, pasó junto a Eduardo, parado junto a la puerta de la otra cabaña y pronto se vio entre los brazos de su hija. Osvaldo salió y Eduardo le contó en detalle la manera cómo había salvado a la joven.

   -De no haber sido por el mal carácter de esa muchacha Hebe, al enviarme a dormir donde no había paja, podían haberse quemado todos -observó Eduardo.

   -Ella le dio a usted la oportunidad de pagar mal con bien -le hizo notar Osvaldo.

   -Sí; pero tengo unas buenas quemaduras en el brazo -dijo Eduardo-. ¿Tiene usted algo que sirva para curarlas?

   -Sí, creo que sí. Espere un momento.

   Osvaldo entró en la cabaña y volvió con un ungüento, con el cual curó el brazo de Eduardo, que estaba seriamente quemado.

   -¡Cuán agradecido debiera estar el intendente.. y ha de estarlo, sin duda! -observó Osvaldo.

   -Y por esa misma razón ensillaré mi petiso y me marcharé con la mayor rapidez posible. Y..., ¿me oye, Osvaldo?, no le diga dónde vivo.

   -No sé cómo podré negarme a decírselo si me lo exige.

   -Pero usted no debe decírselo. Me ofrecerá un cargo en el bosque a manera de gratitud y yo no lo aceptaré. No veo inconveniente alguno en que yo haya salvado a su hija, como salvarla a la hija de mi peor enemigo y aun a mi peor enemigo en persona de tan espantosa muerte; pero no quiero su gratitud ni sus ofertas de empleos. No aceptaré nada de un cabeza redonda. Y en cuanto al venado del bosque, le pertenece al rey y lo cazaré cuando lo crea conveniente. Adiós, Osvaldo. ¿Nos visitará cuando tenga tiempo?

   -Iré a visitarlos antes de que termine esta semana; no lo dude -respondió Osvaldo.

   Eduardo le rogó entonces que le ensillara el petiso, ya que su brazo le impedía hacerlo personalmente, y apenas le hubo hecho se alejó hacia la cabaña de Jacobo.

   Su caballo avanzó a gran velocidad, porque el joven se sentía ansioso por llegar y enterarse del estado del pobre Jacobo. Y, además, la quemadura de su brazo le dolía mucho. A kilómetro y medio de la cabaña, poco más o menos, le salió al encuentro Humphrey, que le dijo que, al parecer, al viejo no le quedaban muchas horas de vida y que se mostraba muy deseoso de verlo. Como el petiso estaba muy fatigado a causa del rápido ritmo que le impusiera Eduardo, éste siguió al paso, y a medida que se adelantaban le explicó a Humphrey lo sucedido.

   -¿Te duele mucho el brazo?

   -Por cierto que sí -replicó Eduardo-. Pero no puedo evitarlo.

   -Claro que no; pero sí puede aliviarse el dolor. Sé cómo conseguirlo, porque recuerdo qué le aplicaron a Benjamín cuando se quemó la mano en Arnwood, y ello le proporcionó gran alivio.

   -Sí, es muy probable; pero, que yo sepa, no tenemos droga o medicamento alguno en la cabaña. De todos modos, ya hemos llegado. ¿Quieres llevar a Billy a la caballeriza, mientras voy a ver a Jacobo?

   -Adiós gracias, has venido, Eduardo -dijo el viejo guardabosques-. Porque sentía ansias de verte antes de morir. Y algo me dice que sólo me resta una breve permanencia sobre la tierra.

   -¿Por qué dice usted eso? ¿Se siente muy mal?

   -No. Mal, no. Pero me siento desfallecer rápidamente. Recuerda que soy viejo, Eduardo.

   -No mucho, Jacobo. Osvaldo me dijo que usted no contaba más de sesenta años.

   -Osvaldo nada sabe de eso. He cumplido ya los setenta y seis, Eduardo. Y, como sabes, la Biblia dice que los días de los hombres son tres veces veinte más diez. De modo que he excedido la cuenta. Y ahora, Eduardo, sólo me resta decirte unas pocas palabras. Ten cuidado..., si no por ti mismo, al menos por tus hermanitas. Eres joven, pero fuerte y recio más allá de lo usual a tus años, y podrás protegerlas mejor que yo. Veo que se avecinan aún días oscuros; pero es su voluntad que así sea, y... ¿quién puede dudar de que eso debe ser así? Te ruego que no reveles por ahora tu cuna y linaje: ningún bien puede aportarte eso, y sí mucho mal. Y si puedes resignarte a vivir en la cabaña y de los productos de la granja, mejor que mejor. No te busques dificultades cazando venados, que ellos reclaman ahora como propios. Encontrarás algún dinero en la bolsa que tengo en mi cofre, y eso te bastará para comprar todo lo que necesites durante largo tiempo; pero gástalo con cuidado, porque no se sabe cuándo podrá hacerte más falta. Y ahora, Eduardo, llámame a tu hermano y hermanas, para despedirme de ellos. Soy, como todos, un pecador, pero confío en la misericordia de Dios mediante la intercesión de Jesucristo. Eduardo, he cumplido con mi deber para contigo lo mejor posible; pero prométeme una cosa: que leerás la Biblia y dirás las plegarias todas las mañanas y las noches, como lo he hecho siempre yo, cuando me haya ido de este mundo. Prométemelo, Eduardo.

   -Le prometo hacerlo, Jacobo -replicó Eduardo y no olvidaré sus demás consejos.

   -Dios te bendiga, Eduardo. Ahora llama a los niños.

   Eduardo llamó a sus hermanas y a Humphrey.

   -Humphrey, mi buen niño -dijo Jacobo-. Recuerda que, en mitad de la vida, corremos peligro de muerte y que no hay seguridad para jóvenes ni viejos. Tú o tu hermano pueden verse arrebatados en plena juventud: el uno puede morir y el otro seguir viviendo. Recuerda que tus hermanas dependen de ustedes, y no cometas imprudencia alguna. Temo que corras demasiado riesgo al cazar ganado vacuno salvaje, porque siempre buscas nuevas maneras de atraparlo. Ten cuidado, Humphrey, porque haces mucha falta. No abandones la granja; tal como está, los mantendrá a todos ustedes. Querida Alicia, querida Edith, me estoy muriendo; muy pronto los hermanos de ustedes me bajarán a la tumba. Sean buenas y obedezcan a sus hermanos en todo. Y ahora, Alicia, bésame. Has sido un gran consuelo para mí, porque me leíste la Biblia cuando yo no podía seguirla leyendo personalmente. Ojalá el lecho de muerte de ustedes tenga tan buena compañía como el mío, y vivan felices y mueran de muerte cristiana. Adiós, y que Dios los bendiga. Bendita seas, Edith. Que al crecer seas tan buena e inocente como ahora. ¡Adiós, Humphrey! ¡Adiós, Eduardo! Mis ojos se empañan... Recen por mí, niños. ¡Oh, Dios de misericordia, perdona mis muchos, pecados y recibe mi alma por medio de Jesucristo! Amén, amén.

   Éstas fueron las últimas palabras pronunciadas por el viejo guardabosques. Los niños que estaban arrodillados junto a su lecho, rezando como él lo pidiera, advirtieron al incorporarse que Jacobo había muerto. Todos lloraron amargamente, porque sentían gran afecto por el buen viejo. Alicia se quedó sollozando en brazos de Eduardo y Edith en los de Humphrey, y pasó mucho tiempo antes de que ambos hermanos lograran consolarlas. Finalmente, Humphrey le dijo a Alicia:

   -Le estás oprimiendo el brazo a Eduardo. ¡No sabes cuán dolorosa es la herida! Vengan, queridas mías; vayamos al otro aposento y busquemos algo con qué aliviarle el dolor.

   Este pedido distrajo la atención de las niñas, al mismo tiempo que suscitaba en ellas renovada solidaridad con su hermano. Todos entraron en la sala, y Humphrey les dio a las niñas unas patatas para que las rasparan sobre un trozo de lienzo, que sacó de la chaqueta de Eduardo, y arremangó la camisa de éste. Luego puso sobre la quemadura las patatas raspadas y Eduardo dijo que le proporcionaba gran alivio. Entonces las hermanitas rasparon otras más, pero no pudieron reprimir por más tiempo sus sollozos. Al verlo, Humphrey les dijo que Eduardo no había comido, nada y que debían darle algo de cenar. Esto volvió a ocupar a las niñas durante algún tiempo. Y cuando quedó lista la cena, todos se sentaron a la mesa. Se acostaron temprano, pero no sin que Eduardo hubiese leído un capítulo de la Biblia y las plegarias, como lo hiciera siempre el viejo Jacobo. Y esto suscitó nuevamente sus lágrimas.

   -Vamos, querida Alicia. Debes acostarte y lo mismo Edith -dijo Humphrey.

   Las niñas se echaron en los brazos de sus hermanos, y después de haber llorado durante algún tiempo, Alicia se levantó y, tomando de la mano a Edith, la condujo a la alcoba.



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Capítulo X

   -Humphrey -dijo Eduardo-. Cuanto antes terminemos con todo esto, mejor. Mientras permanezca en la cabaña el cadáver del pobre Jacobo, sólo habrá dolor para estas pobres niñas.

   -De acuerdo -replicó Humphrey-. Dónde lo enterraremos?

   -Bajo el roble grande, detrás de la cabaña -replicó Eduardo-. Cierto día el viejo me dijo que le gustaría ser enterrado bajo uno de los robles del bosque.

   -Bueno -dijo Humphrey-. Entonces iré a cavar la tumba esta noche. La luna está brillante y habré terminado antes de la mañana.

   -Lamento no poder ayudarte, Humphrey.

   -Pues yo lamento que estés lastimado; pero no necesito ayuda, Eduardo. Si te acuestas un poco, quizá puedas dormir. Cambiemos el emplasto de patata antes de acostarte.

Humphrey cambió el emplasto sobre el brazo de Eduardo, y éste, que se hallaba muy agotado se tendió vestido sobre el lecho. Humphrey salió, y cuando hubo hallado sus herramientas, puso manos a la obra. Trabajó tesoneramente y antes de la mañana había terminado. Luego volvió a entrar y se tendió en el lecho junto a Eduardo, sumido en profundo sueño. Al amanecer se levantó y despertó a su hermano.

   -Todo está pronto, Eduardo; pero temo que tendrás que ayudarme a subir a la carreta al pobre Jacobo. ¿Crees poder hacerlo?

   -¡Oh, sí! Mi brazo está mucho mejor y me siento muy distinto ya. Si traes la carreta veré qué puedo hacer en el ínterin.

   Al volver Humphrey se encontró con que Eduardo había elegido una sábana para envolver el cadáver, pero no había podido hacer más sin la ayuda de su hermano. Entonces arrollaron bien la sábana y sacaron al muerto de la cabaña, depositándolo en la carreta.

   -Bueno, Eduardo. ¿Hemos de llamar a nuestras hermanas?

   -No; todavía no. Primero pongamos el cuerpo en la fosa y luego las llamaremos.

   Llevaron el cadáver en la carreta a la fosa y lo bajaron a ésta, y luego volvieron y dejaron nuevamente al petiso en la caballeriza.

   -¿No hay plegarias adecuadas para rezar por los muertos? -dijo Humphrey.

   -Creo que sí, pero no está en la Biblia; de modo que debemos leer alguna parte de la Biblia -dijo Eduardo

   -Sí; creo que uno de los salmos es adecuado, Eduardo -dijo Humphrey, volviendo las páginas-. Aquí lo tienes..., el 90, en el cual, como recordarás, dice que los días del hombre son tres veces veinte y diez».

   -Sí -replicó Eduardo-. Y también leeremos éste, el número 146.

   -¿Crees que sé habrán levantado nuestras hermanas?

   -Tengo la seguridad de que sí -replicó Humphrey-. E iré a verlas.

   Humphrey fue hacia la puerta y dijo:

   -Alicia..., Edith... Vengan inmediatamente.

   Las dos hermanitas estaban ya vestidas. Eduardo se puso la Biblia bajo el brazo y tomó a Alicia de la mano. Humphrey condujo a Edith hasta que llegaron a la fosa, y entonces las dos niñas vieron el cadáver amortajado de Jacobo que yacía allí.

   -Arrodillémonos -dijo Eduardo, abriendo la Biblia.

   Y todos se arrodillaron junto a la tumba. Eduardo leyó los dos salmos y luego cerró el libro. Las niñas arrojaron una última mirada sobre el cadáver y luego volvieron llorando a la cabaña. Eduardo y Humphrey rellenaron la fosa y siguieron a sus hermanas.

   -Me alegro de que eso haya terminado... dijo Humphrey, secándose los ojos-. ¡Pobre Jacobo! Rodearé su tumba con una cerca.

   -Entra, Humphrey -dijo Eduardo.

   Eduardo se sentó en la silla de Jacobo y atrajo a sus hermanas. Rodeándolas con sus brazos, dijo:

   -Alicia, Edith, queridas hermanitas: hemos perdido a un buen amigo, a un amigo cuya memoria debemos recordar con muchísima gratitud. Nos salvó de morir en el incendio que destruyó la casa de nuestro padre y nos protegió a partir de entonces. Ha desaparecido, porque a Dios le plugo llamarlo a su seno, y debemos inclinarnos ante la voluntad del cielo. Y henos aquí, dos hermanos y dos hermanas, huérfanos y sin más protección que la del Señor. Henos aquí, alejados del resto del mundo, viviendo el uno para el otro. ¿Qué debemos hacer, pues? Debemos querernos muchísimo y ayudarnos los unos a los otros. Yo, si vivo, haré mi parte, y lo mismo hará Humphrey y también ustedes, queridas hermanas. Yo puedo responder por todos. Ahora es inútil que nos lamentemos; todos debemos trabajar y trabajar con alegría y orar todas las mañanas y todas las noches para que Dios bendiga nuestros esfuerzos y vivir aquí en paz y seguridad. Bésame, querida Alicia; bésame, querida Edith. Y besen a Humphrey y bésense entre sí. Que esos besos sean los sellos de nuestro vínculo: y depositemos nuestra fe en Él, único padre de la viuda y del huérfano. Y ahora, recemos. Eduardo y los niños repitieron la plegaria del Señor y luego se levantaron. Fueron a trabajar en sus respectivas tareas, y las faenas del día pronto los sosegaron, aunque luego, durante muchos días, sólo ocasionalmente se vio una sonrisa sobre sus labios.

   Así transcurrió una semana, y a esa altura el brazo de Eduardo había mejorado tanto que ya no sentía dolor alguno y pudo ayudarle a Humphrey en las tareas de la granja. La nieve había desaparecido, y la primavera, aunque había sido detenida en su marcha durante algún tiempo, hizo ahora rápidos progresos. El trabajo constante y el retorno del buen tiempo lograron conjuntamente devolver la serenidad a los espíritus. Y mientras Humphrey preparaba la cerca en torno de la tumba del viejo Jacobo, Alicia y Edith recogían las violetas silvestres que asomaban ahora en los parajes resguardados y plantaban las raíces sobre la tumba. Eduardo arrancó también todas las tempranas flores que pudo y les ayudó a sus hermanas en su tarea. Y así, entre las flores y la cerca, la tumba del viejo se convirtió en el trabajo constante de los cuatro hermanos. Y, al terminar su labor solían quedarse aún allí a comentar las virtudes de Jacobo. Al llegar el primer domingo después del entierro, como el tiempo era hermoso y templado, Eduardo propuso que leyeran el servicio, religioso usual que eligiera el viejo Jacobo, junto a su tumba y no en la cabaña como antes. Y continuaron haciendo esto siempre que el tiempo lo permitió. Así, el sitio de reposo del viejo Jacobo se convirtió en la iglesia de los niños y les infundió los sentimientos de amor y devoción que dan eficacia a la plegaria. Apenas hubo terminado la cerca, Humphrey puso una tablilla sobre el roble, con estas simples palabras esculpidas: «Jacobo Armitage».

   Eduardo había esperado a diario la visita de Osvaldo Partridge, como prometiera éste hacerlo antes del fin de la semana, pero Osvaldo no apareció, con gran sorpresa de Eduardo. Transcurrió un mes; el brazo de Eduardo estaba ya perfectamente y Osvaldo seguía sin aparecer. Cierta mañana Humphrey y Eduardo conversaban sobre muchas cosas, la principal de las cuales era un viaje de Eduardo a Lymington, porque ahora necesitaban harina, cuando Eduardo se acordó de lo que le había dicho el viejo Jacobo sobre el dinero que encontraría en su cofre. Fue al cuarto de Jacobo y abrió el cofre, en el fondo del cual, bajo la ropa, encontró una bolsa de cuero, que le trajo a Humphrey. Al abrirla les sorprendió mucho encontrar allí más de sesenta monedas de oro, además de una buena cantidad de monedas de plata.

   -Por cierto que hay aquí una buena suma de dinero -observó Humphrey-. No sé cuál es el precio de las cosas, pero me parece que esto ha de durarnos largo tiempo.

   -También yo lo creo así -replicó Eduardo-. Ojalá venga Osvaldo Partridge, porque quiero formularle muchas preguntas. No conozco el precio de la harina ni de ninguna otra cosa que debamos comprar, ni sé cuánto debo pagar por el venado. No quiero ir a Lymington antes de verlo, por lo mismo. Si no viene pronto, iré a averiguar qué pasa.

   Eduardo repuso el dinero en el cofre y él y Humphrey salieron a la granja para proseguir su trabajo.

   Sólo a las seis semanas de la muerte del viejo Jacobo apareció Osvaldo Partridge.

   -¿Cómo sigue el viejo, señor? -fue la primera pregunta.

   -Fue sepultado a los pocos días de haberse marchado usted -replicó Eduardo.

   -Me lo imaginaba -dijo el guardabosques-. La paz sea con él... Fue un hombre bueno. ¿Y cómo sigue su brazo?

   -Casi del todo restablecido -respondió Eduardo-. Vamos, siéntese, Osvaldo, porque tengo mucho que decirle, y antes que nada, permítame preguntarle qué le ha impedido venir aquí, de acuerdo con su promesa.

   -Simplemente -y en pocas palabras- un asesinato.

   -¡Un asesinato! -exclamó Eduardo.

   -Sí, un asesinato cometido con toda deliberación. En suma, han decapitado al rey..., al rey Carlos, nuestro soberano.

   -¿Cómo se atrevieron a hacerlo?

   -Pues sí que se atrevieron -replicó Osvaldo-. En el bosque sabemos poco de lo que está pasando, pero cuando yo lo vi a usted por última vez, oí decir que el rey estaba en Londres y que iba a ser juzgado.

   -¡Juzgado! -exclamó Eduardo-. ¿Cómo podrían juzgar a un rey? De acuerdo a las leyes de nuestro país, todo hombre debe ser juzgado por sus pares. ¿Y dónde estaban sus pares?

   -La majestad se convierte en nada, supongo -replicó Osvaldo-.Pero, de todos modos, es como digo. A los dos días de haberse ido usted, el intendente se marchó precipitadamente a Londres y por lo que pude comprender, se oponía firmemente a la ejecución e hizo todo lo posible por impedirla, pero fue inútil. Cuando se marchó me dio rigurosas instrucciones de no alejarme de la casa ni por una hora, ya que su hija se quedaba sola; no pude ir a visitarlo como lo había prometido. Pero, de todos modos, Paciencia recibió cartas de él y me dijo lo que le digo yo.

   -¿No ha almorzado usted, Osvaldo? -dijo Eduardo.

   -No, eso no.

   -Querida Alicia, prepara algún almuerzo..., ¿quieres? Y mientras almuerza, Osvaldo, perdóneme si lo abandono por algún tiempo. Su noticia me ha asombrado a tal punto, que no podré escuchar otra cosa mientras no haya platicado conmigo mismo y dominado mis sentimientos.

   Eduardo estaba, a decir verdad, en un estado de ánimo tal que necesitaba calmarse. Abandonó la cabaña y se internó hasta cierta distancia por el bosque, sumido en hondas cavilaciones.

   -¡Asesinado, finalmente! -exclamó-. Sí, eso bien puede calificarse de asesinato, y sin nadie que lo salve.... ni un golpe asestado en su defensa..., ni un brazo levantado. ¡Cuánta sangre valerosa derramada en vano! Espíritu de mis padres..., ¿no has dejado en pos algo de tu temple y de tu honra? ¿O es que toda Inglaterra se ha vuelto cobarde? Bueno, algún día llegará la hora, y si no puedo seguir luchando por mi rey, puedo combatir, al menos, en cualquier caso, contra quienes lo asesinaron.

   Tales eran los pensamientos de Eduardo mientras vagaba por el bosque, y transcurrió más de una hora antes de que su impetuosa sangre volviera a su fluir usual. Finalmente, más sereno, regresó a la cabaña y escuchó los detalles que le dio Osvaldo de lo que había oído.

   Cuando hubo concluido, Eduardo le preguntó si había vuelto el intendente.

   -Sí, o yo no estaría aquí en caso contrario -respondió Osvaldo-. Volvió ayer, al parecer más desconsolado y grave, y he oído decir que volverá a Londres dentro de pocos días. En realidad, él mismo me lo dijo, porque le pedí permiso para venir a ver a Jacobo. Me dijo que podía ir, pero debo volver pronto, ya que él tiene que regresar a Londres. Creo, a juzgar por lo que me dijo la señorita Paciencia y por lo que he visto yo misma, que está sinceramente asombrado e irritado por lo ocurrido, y en realidad también lo están muchos otros, que aunque adversos al método de gobierno del rey, nunca imaginaron que las cosas podían tomar ese giro. Tengo un mensaje del intendente para usted que es el siguiente: el señor Heatherstone le pide venga a visitarlo, para poder darle las gracias por haber salvado a su hija.

   -Recibiré las gracias de usted, Osvaldo; eso será lo mismo que si me las hubiera dado él personalmente.

   -Sí, quizá sea así, pero traigo otro mensaje, de la señorita misma. Ésta me dijo que nunca se sentiría feliz antes de verlo y darle las gracias por su coraje y su bondad, y que usted no tiene derecho a dejarla así en deuda y a no darle la oportunidad de expresar sus sentimientos. Ahora bien, señor Eduardo. Yo estoy seguro de que ella tiene razón en lo que dice, y me hizo prometerle que yo lo induciría a venir. No pude negárselo, porque es una muchachita encantadora. Como su padre se marchará a Londres dentro de unos pocos días, usted puede hacerle una visita sin temor a verse agraviado por cualquier oferta que él pueda hacerle.

   -Bueno -replicó Eduardo-. No tengo mayor inconveniente en volver a verla, porque fue muy bondadosa conmigo. Y ya que usted dice que el intendente no estará allí, quizá vaya. Pero ahora debo hablar con usted de otras cosas.

   Eduardo le formuló entonces a Osvaldo varias preguntas relativas al valor de los diversos artículos y al mejor método para vender su carne de venado.

   Osvaldo respondió a todas sus preguntas y Eduardo anotó cosas y direcciones.

   Osvaldo se quedó dos días con ellos y luego se despidió, logrando de Eduardo la promesa de que visitaría su casa apenas pudiera.

   -Si el intendente volviera antes de lo esperado, vendré y se lo diré; pero, por lo que le he oído decir, se propone pasar por lo menos un mes en Londres.

   Eduardo, le prometió a Osvaldo que lo vería antes de diez días, y Osvaldo, emprendió entonces su viaje.

   -Humphrey -dijo Eduardo, apenas se hubo ido Osvaldo-, he resuelto ir mañana a Lymington. Necesitamos un poco de harina y muchos otros artículos, ya que Alicia dice que no puede pasar sin ellos por más tiempo.

   -¿Por qué no habríamos de ir ambos, Eduardo? -replicó Humphrey.

   -No, esta vez no -replicó Eduardo-. Tengo que averiguar muchas cosas y ver a mucha gente, y prefiero ir solo. Además, no puedo permitir que mis hermanas se queden solas. No creo que corran peligro, pero algo puede sucederles. Nunca me lo perdonaría. Con todo, es necesario que vayas conmigo a Lymington algún día para saber dónde comprar y vender, en caso de necesidad. Lo que propongo, es que invitemos a Osvaldo a venir y quedarse aquí un par de días. Entonces lo dejaremos a cargo de nuestras hermanas e iremos a Lymington juntos.

   -Tienes razón, Eduardo; eso será el mejor plan.

   Cuando Humphrey hizo esta observación, Osvaldo volvió a entrar en la cabaña.

   -Le diré por qué he vuelto, señor Eduardo -dijo Osvaldo-. Tanto da que yo vuelva ahora o mañana. Es temprano, y como usted se propone ir a Lymington se me ocurrió que más vale que lo acompañe. Entonces podré mostrarle todo lo que necesita, y eso será mejor que dejarlo ir solo.

   -Gracias, Osvaldo. Se lo agradezco mucho -dijo Eduardo-. Humphrey, saquemos la carreta inmediatamente o llegaremos tarde. ¿Quieres hacerlo? Porque tengo que ir por algún dinero y hablar con Alicia.

   Humphrey fue inmediatamente a uncir el petiso, a la carreta, y Eduardo dijo:

   -Osvaldo, usted no debe llamarme señor Eduardo ni aun cuando estemos solos. Si lo hace, también me llamará así en presencia de otras personas; por lo tanto, acuérdese en el futuro de llamarme simplemente Eduardo.

   -Ya que usted lo quiere así, ciertamente -respondió Osvaldo-. En realidad, sería mejor, ya que un desliz de la lengua en presencia de otras personas podría infundir sospechas.

   El petiso y la carreta estuvieron pronto ante la puerta, y Eduardo, después de haber recibido nuevas instrucciones de Alicia, partió rumbo a Lymington acompañado por Osvaldo.

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