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Capítulo XI

   -¿Habría dado, usted con el camino a Lymington? -dijo Osvaldo, mientras el petiso avanzaba al trote.

   -Sí, así lo creo -replicó Eduardo-.Pero hubiera ido primero a Arnwood. En realidad, de estar solo, lo habría hecho así; pero hemos recorrido un trayecto mucho más breve.

   -Creo que no le habría gustado ver las ruinas de Arnwood -replicó Osvaldo.

   -No pasa un solo día sin que piense en ellas -respondió Eduardo-. Me gustaría verlas. Me gustaría también ver si alguien ha tomado posesión de la propiedad, ya que, según dicen, ha sido confiscada.

   -Oí decir que lo sería, pero no que ya lo había sido -dijo Osvaldo-. Pero sabremos más cuando lleguemos a Lymington. No veo ese pueblo desde hace más de un año. No creo que alguien lo reconozca a usted.

   -Supongo que no. Pero poco me importa que eso suceda. En realidad..., ¿quién me conoce allí?

   -Bueno, la presentación que haré de usted ahorrará probablemente algunas conjeturas. No lo llevaré a un círculo de gente propensa a formular preguntas; nos resta sólo un cuarto de hora de viaje.

   Apenas llegaron a Lymington, Osvaldo se dirigió hacia una pequeña hostería, donde paraban habitualmente los guardacazas y guardabosques. En realidad, el posadero era quien les compraba toda la carne de venado y la vendía íntegramente a su vez. Penetraron en el patio y, dejando el petiso y la carreta en manos del mozo de cuadra, entraron en la hostería misma, donde se encontraron con el posadero y un par de personas más que bebían.

   -Bueno, maese Andrés..., ¿cómo le va? -preguntó Osvaldo.

   -Veamos -dijo el corpulento posadero, echando atrás la cabeza y adelantando el abdomen, mientras escudriñaba fijamente a Osvaldo-. ¡Pero si es Osvaldo, Partridge, como que yo soy yo! ¿Dónde se metió usted durante tanto tiempo?

   -Estuve en el bosque, maese Andrés, donde hay no pocas permutas y cambios.

   -Sí; he oído decir que ustedes tienen algo así como un veedor parlamentario.. ¿Y quién es el que lo acompaña?

   -El nieto de un viejo amigo suyo, ahora muerto: el pobre Jacobo Armitage.

   -¡Jacobo, muerto! ¡Pobrecito! ¡Era leal como el pedernal! ¡De modo que ha muerto! Pues todos le debemos una muerte al cielo. ¡Los guardabosques y los posaderos, lo mismo que los reyes, todos deben morir!

   -He traído aquí a Eduardo Armitage para presentárselo, maese Andrés. Ahora que el viejo ha muerto, será él quien le traerá la carne del bosque.

   -¡Oh!, está bien. Eso escasea ahora. Hace tiempo que no tengo carne. El último que me la trajo fue Jacobo. Supongo que usted no es uno de los guardabosques del parlamento, ¿verdad? -continuó el posadero, volviéndose hacia Eduardo.

   -No -replicó éste-. Yo no mato venados para los cabezas redondas.

   -Bravo, retoño... Bravo y muy bien dicho. Los Armitage fueron todos hombres buenos y leales, y siguieron la suerte de los Beverley; pero ahora no hay Beverleys a quien seguir. Fueron arrancados de raíz; lástima grande. Eso fue un asunto lamentable. Pero, entre; no debemos hablar aquí, porque las paredes oyen, según dicen, y nunca se sabe ahora ante quién se atreve uno a hablar.

   Luego, Osvaldo y Eduardo entraron con el posadero y maese Andrés convino con el joven Beverley que éste le proporcionaría regularmente una cantidad determinada de carne de venado durante la temporada, a cierto precio; pero como ahora resultaba peligroso traerla al pueblo, se acordó que cuando la tuviera pronta Eduardo vendría a Lymington a dar aviso y que el posadero enviaría gente a traerla de noche. Cerrado este trato, los visitantes tomaron una copa con el posadero y fueron al pueblo a hacer las compras necesarias. Se llevaron algunas y dejaron otras, harto pesadas, para retirarlas con la carreta cuando se marcharan. Entre otras cosas, Eduardo pidió pólvora y plomo, y fueron a una armería donde podían conseguirse. Mientras hacía sus adquisiciones, Eduardo advirtió una espada que le pareció conocer, y que pendía del muro con otras armas.

   -¿Qué espada es ésa? -le dijo al hombre que estaba pesando la pólvora.

   -No es mía, precisamente -replicó el hombre

   Me fue traída para ser limpiada por un miembro de la familia del coronel Beverley, y antes de que me la reclamara la casa fue quemada y todos perecieron. Estoy seguro de que era una de las espadas del coronel, ya que tiene grabadas las letras E. B. Tengo en Arnwood una cuenta por el trabajo hecho y ninguna probabilidad de cobrarme ahora; de modo que no sé si vender la espada o qué hacer.

   Eduardo guardó silencio durante un rato, porque temía hablar. Por fin, replicó:

   -Le seré franco. Yo y todos los míos hemos sido leales de la familia Beverley, y lamentaría que la espada del coronel cayese en otras manos. Por eso pienso que si yo pagara la cuenta que se le debe, usted podría muy bien dejarme la espada como garantía del dinero, con el expreso convenio de que si es reclamada algún día por la familia de los Beverley la he de devolver.

   -Ciertamente -dijo Osvaldo-. Nada podría ser más justo ni más claro.

   -También yo lo creo así, joven -replicó el armero-. Usted me dejará, naturalmente, su nombre y dirección..., ¿verdad?

   -Sí. Y este amigo, saldrá de fiador de que son exactos -replicó Eduardo.

   El armero presentó entonces la cuenta y Eduardo la pagó. Y después de haber escrito en un papel el nombre de Eduardo Armitage, entró en posesión de la espada. Luego pagó la pólvora y el plomo, que Osvaldo tomó a su cargo, y ocultando a duras penas su júbilo, se apresuró a salir de la armería.

   -Osvaldo -exclamó Eduardo-, no me separaría de esto ni por millares de libras. Sólo arrebatándome la vida me separarán de esta espada.

   -Así lo creo -replicó Osvaldo-. Y creo, además, que nunca se verá deshonrada en sus manos. Pero no hable tan fuerte, que dondequiera hay delatores y espías al acecho. ¿Necesita alguna otra cosa?

   -Creo que no. El caso es que esta espada me ha hecho olvidar todo lo demás. Si hubo alguna otra cosa, la he olvidado. Volvamos a la hostería; ensillaremos al petiso y pediré la harina y la avena.

   Cuando llegaron a la hostería, Osvaldo salió al patio para aprontar la carreta, mientras Eduardo iba a la habitación del posadero para averiguar qué cantidad de carne de venado podría comprarle por vez. Osvaldo había tomado la espada de manos de Eduardo y la había puesto en la carreta mientras ajustaba el arnés, cuando un hombre se acercó al vehículo y miró detenidamente la espada. Luego la examinó y le dijo a Osvaldo:

   -¡Pero si es la espada del coronel Beverley, mi señor! La reconocí inmediatamente. Se la llevé a Phillips, el armero, para que la limpiara.

   -¿De veras? -replicó Osvaldo-. ¿Quiere hacerme el favor de decirme su nombre?

   -Benjamín White -dijo el desconocido-. Serví en Arnwood hasta la noche en que se quemó y he estado aquí a partir de entonces.

   -¿Y qué hace ahora?

   -Soy camarero en la taberna del Commonwealth, de la calle Fish..., que no es gran cosa.

   -Bueno, bueno; quédese junto al petiso y cuide de que nadie saque nada de la carreta, mientras entro por unos paquetes.

   -Sí, por cierto que lo haré. Pero, dígame, guardabosques..., ¿cómo obtuvo esta espada?

   -Se lo diré cuando vuelva -replicó Osvaldo.

   Luego entró en la hostería y le contó a Eduardo lo ocurrido.

   -Sin duda, lo reconocerá a usted, señor, y es necesario que no salga antes que yo haya podido alejarlo -dijo.

   -Tiene razón, Osvaldo. Pero antes de que se vaya, pregúntele qué fue de mi tía y dónde la enterraron, y pregúntele también dónde están los demás criados... Quizá estén en Lymington como él.

   -Averiguaré todo eso -replicó Osvaldo, que abandonó a Eduardo y volvió a acercarse al posadero para reanudar la plática.

   Al regresar, Osvaldo le contó a Benjamín cómo había obtenido la espada en la armería el nieto del viejo Armitage.

   -Nunca supe que Jacobo tuviera nieto alguno -replicó Benjamín-. Y tampoco sabía que el vicio hubiera muerto.

   -¿Qué fue de todas las mujeres de Arnwood? -inquirió Osvaldo.

   -Ágata se casó con uno de los soldados y se fue Londres.

   -¿Y las demás?

   -La cocinera se fue a la casa de sus amigos, que viven a unos quince kilómetros de aquí, y nunca he vuelto a oír hablar de ella.

   -Pero las mujeres eran tres -dijo Osvaldo.

   -¡Oh, si! Estaba Marta -replicó Benjamín, con aire algo confuso-. Se casó con un soldado, ¡la muy coqueta!, y se fue a Londres cuando lo hizo Ágata. Si me hubiera imaginado que lo haría, no me la habría llevado de Arnwood en la grupera de mi caballo. Por mí, bien habría podido morir quemada como los pobres niños.

   -¿No murió la vieja dama?

   -Sí. Esto es, se suicidó antes que ahorrarle la muerte a Sauthwold.

   -¿Dónde fue enterrada?

   -En la iglesia de Saint Faith, por el intendente y el ayuntamiento, porque no se encontró sobre su persona dinero suficiente para costear el sepelio.

   -¿De modo que usted es camarero del Commonwealth? ¿Es buena esa posada?

   -No mucho. Me iré apenas pueda; se lo aseguro.

   -Sí; pero su empleo debe ser cómodo para poder quedarse tanto tiempo en él.

   -¡Pues vaya si me regañarán cuando vuelva! Pero eso pasa siempre, ya sea que uno se dé prisa o no, todo es uno. Pero creo que ya debo irme, de modo que adiós, señor guardabosques. Y dígale al nieto de Jacobo que me alegrará verlos por la memoria de Jacobo, y que eso me costará trabajo, pero le encontraré algo de beber cuando venga.

   -Así lo haré. Lo veré mañana -replicó Osvaldo, subiendo a la carreta-. De modo que adiós, Benjamín.

   Y éste se fue, con gran satisfacción de Osvaldo, que creía que jamás se iba a marchar.

   Ambos se separaron con rapidez para compensar el tiempo perdido, y pronto desaparecieron a la vuelta de la esquina. Entonces Osvaldo volvió a bajar de la carreta, llamó a Eduardo y después de retirar la harina y demás artículos pesados, ambos emprendieron el regreso.

   Durante el viaje, Osvaldo le comunicó a Eduardo las informaciones obtenidas de Benjamín, y a última hora llegaron sin dificultad a la cabaña.

   Se quedaron levantados poco tiempo, ya que estaban cansados, y Osvaldo había resuelto partir antes del amanecer, cosa que hizo sin molestar a nadie, porque Humphrey se levantó y se vistió tan pronto como Osvaldo y le dio algo de comer cuando se disponía a irse. Todos los demás seguían profundamente dormidos. Humphrey caminó alrededor de un kilómetro y medio con Osvaldo y volvía a la granja, cuando se le ocurrió echarle un vistazo a su trampa, ya que no la había examinado durante muchos días. Por lo tanto, se encaminó hacia donde estaba y llegó allí en el preciso momento en que estaba amaneciendo.

   Corrían los últimos días de marzo, y la temperatura era benigna si se tiene en cuenta la temporada. Humphrey llegó a la trampa; había suficiente luz y pudo notar que la tapa había sido rota y que, por consiguiente, según todas las probabilidades, algún animal había quedado atrapado. Se sentó y esperó el amanecer, pero por momentos le pareció oír un pesado respirar y en cierta ocasión un gemido sofocado. Esto le causó más ansiedad y escudriñó repetidas veces el interior de la trampa, pero durante largo tiempo nada pudo descubrir, hasta que por fin le pareció ver una figura humana en el fondo del foso. Humphrey llamó, preguntando si había alguien allí. La respuesta fue un gemido y Humphrey se sintió horrorizado ante la idea de que alguien hubiera caído en la trampa y perecido, o de que estuviese pereciendo por falta de socorro. Recordando que la rústica escalerita que había hecho para sacar la tierra del foso estaba cerca, reclinada contra un roble, corrió por ella y bajó al foso, descendiendo luego cautelosamente. Cuando llegó al fondo, sus temores se confirmaron, porque encontró tendido el cuerpo de un muchacho semidesnudo. Humphrey lo dio vuelta, ya que yacía de cara al suelo, y trató de moverlo y de asegurarse de que estaba vivo, complaciéndole descubrir que así era. El muchacho gimió varias veces y abrió los ojos. Humphrey temió no ser bastante fuerte para echárselo sobre los hombros y subirlo por la escalerita; pero al hacer la tentativa descubrió que, de tan consumido, el pobre joven estaba lo bastante liviano para transportarlo y lo dejó a salvo junto a la trampa.

   Recordando que estaba cerca el abrevadero de la manada de ganado vacuno salvaje, Humphrey se dio prisa en llegar hasta allí y llenó a medias de agua su sombrero. El joven, aunque no podía hablar, bebió ávidamente, y a los pocos minutos parecía estar mucho mejor. Humphrey le dio un poco más de agua y le mojó el rostro y las sienes. Acababa de aparecer el sol y la luz del día ya era plena. El joven procuró hablar, pero como lo hizo tan en voz baja y evidentemente en un idioma extranjero, Humphrey no pudo comprenderlo. Por eso, le hizo señas al joven dándole a entender que se iba y que no tardaría en volver. Cuando le hubo hecho comprender esto, según creyó, Humphrey corrió a la cabaña con toda la rapidez posible, y apenas hubo llegado llamó a Eduardo; cuando Humphrey le hubo contado en pocas palabras lo ocurrido, Eduardo entró en la cabaña en busca de un poco de leche y un pedazo de torta, mientras Humphrey uncía el petiso a la carreta.

   A los pocos instantes partieron de nuevo, y pronto llegaron a la trampa, donde encontraron al joven tendido aún donde lo dejara Humphrey. Mojaron la torta en la leche y apenas se hubo ablandado, le dieron un pedazo a poco, el joven tragó el alimento con toda facilidad y se recobró lo suficiente para poder sentarse. Entonces Humphrey y Eduardo lo levantaron, llevándolo a la carreta y emprendieron tranquilamente el regreso a la cabaña.

   -¿Quién será, en tu opinión, Eduardo?... -dijo Humphrey.

   -Algún pobre mendigo que estaba cruzando el bosque.

   -No; no es exactamente eso. Me parece que es uno de esos cíngaros o gitanos, como los llaman. Es muy moreno y tiene ojos negros y dientes blancos, como los que vi en cierta oportunidad cerca de Arnwood al salir con Jacobo. Éste dijo que nadie sabía su procedencia, pero que los gitanos estaban dispersos por todo el país y que eran grandes ladrones y decían la buenaventura y recurrían a toda suerte de tretas.

   -Quizá sea así; no creo que ese joven sepa hablar el inglés.

   -Le agradezco mucho al cielo que me haya impulsado casualmente esta mañana a visitar la trampa. ¡Imagínate que me hubiese encontrado al pobre muchacho agotado por el hambre y muerto! Eso me hubiera hecho muy desdichado, y jamás habría sentido placer alguno al mirar a las vacas, ya que éstas me habrían recordado siempre tan triste accidente.

   -Muy cierto, Humphrey; pero ese infortunio te ha sido ahorrado y debes agradecerle al cielo que eso haya ocurrido. ¿Qué hacemos con él, ahora que está aquí?

   -Si opta por quedarse con nosotros, nos será muy útil en el establo -dijo Humphrey.

   -Naturalmente -dijo Eduardo riendo-. Ya que ha caído en la trampa, debe ir a parar al mismo sitio que todos los capturados en igual forma.

   -Bueno, Eduardo. Esperemos a que se restablezca y luego veremos qué puede hacerse con él; quizá se niegue a quedarse con nosotros.

   Apenas hubieron llegado a la cabaña, sacaron al joven de la carreta y lo llevaron al aposento de Jacobo y lo tendieron en el lecho porque estaba harto débil para permanecer en pie.

   Alicia y Edith, muy sorprendidas al ver al huésped y por la forma cómo había sido atrapado, se apresuraron a prepararle algún alimento. Apenas éste estuvo listo se lo sirvieron al joven, que se desplomó luego en el lecho, agotado, y no tardó en quedar profundamente dormido. Durmió así toda la noche, y a la mañana siguiente, al despertar, pareció estar mucho mejor, aunque con mucha hambre. Esta última circunstancia fue fácil de remediar, y luego el joven se levantó y entró en la sala.

   -¿Cómo te llamas? -le preguntó Humphrey. -Pablo.

   -¿Sabes hablar el inglés?

   -Sí, un poco -replicó, Pablo.

   -¿Cómo fuiste a dar a la trampa? -No vi el agujero.

   -¿Eres gitano?

   -Sí.

   Humphrey le formuló muchas otras preguntas y logró que el joven, en su imperfecto inglés, le explicara los siguientes detalles.

   Había estado viajando en compañía de varios otros seres de su raza, rumbo a la costa del mar, en una de sus migraciones usuales, y los gitanos habían enclavado sus carpas a poca distancia de la trampa. Durante la noche él había salido a colocar varias trampas para conejos, y al volver a las carpas, dada la oscuridad, había caído en el agujero. Había permanecido allí tres días y tres noches, habiendo tratado en vano de salir. Su madre estaba en el grupo de gitanos al cual pertenecía, pero no tenía padre. No sabia dónde podía volver a reunirse con el grupo errante, ya que los gitanos no le habían dicho el rumbo que llevaban, y sólo sabía que iban hacia la costa. Era inútil buscarlos, y él no lamentaba mucho abandonarlos porque lo habían tratado muy mal. En respuesta a la pregunta de si le agradaría quedarse con ellos, le contestó a Humphrey que sí, siempre que fuesen buenos con él y no lo hiciesen trabajar demasiado, que prepararía la cena y les cazaría conejos y pájaros y haría muchas otras cosas.

   -¿Serás honrado si te conservamos y no dirás mentiras? -dijo Eduardo.

   El joven lo pensó un poco y luego hizo un gesto de asentimiento.

   -Bueno, Pablo. Te pondremos a prueba, y si eres un buen muchacho haremos todo lo posible por verte feliz -dijo Eduardo-. Pero si te portas mal, nos veremos obligados a echarte. ¿Entiendes?

   -Seré lo mejor que pueda -respondió Pablo, y aquí terminó la conversación por el momento.

   Pablo era un muchachó de muy baja estatura, que aparentaba unos quince o dieciséis años de edad, de tez muy morena, pero cuyas facciones eran muy hermosas, poseyendo hermosos dientes, blancos y grandes ojos negros; en su inteligente rostro había ciertamente algo que predisponía en su favor, eso sin contar su derecho a verse bien tratado por ellos, que lo habían dejado sin amigos a raíz de su infortunio. Pablo le gustó particularmente a Humphrey, suscitando interés en él, ya que el joven había estado a punto de perder la vida por su culpa.

   -En realidad, Eduardo, pienso que ese joven puede sernos muy útil y confío sinceramente en que demostrará ser honesto, y fiel -le dijo Humphrey a su hermano, cuando ambos salieron a la puerta de la cabaña-. Primero debemos devolverle la salud y los bríos, y entonces veré qué puede hacer.

   -El caso es, mi querido Humphrey, que no podemos obrar de otro modo; está separado de sus amigos y no sabe adónde ir. Sería inhumano rechazarlo, ya que hemos sido la causa de su infortunio; pero, aunque pienso esto, no estoy muy seguro de su buena conducta y de que sea muy útil. Siempre me han dicho que estos gitanos son unos vagabundos, que viven robando todo lo que pueden. Y si Pablo ha sido educado en esa forma, mucho me temo que no podrá ser reformado fácilmente. Con todo, sólo podemos probar y confiar en que las cosas marchen lo mejor posible.

   -Lo que dices es justo, Eduardo; al propio tiempo ese joven tiene un aire honesto, a pesar de ser gitano lo que me infunde cierta confianza. Admitiendo que se le ha enseñado a obrar mal..., ¿no crees que, si se le dice lo contrario, puede ser persuadido a obrar bien?

   -Eso no es imposible, por cierto -replicó Eduardo-. Pero cuídate, Humphrey, y no te fíes demasiado de él antes de conocerlo mejor.

   -¡Con seguridad que no! -replicó Humphrey-. ¿Cuándo te propones ir a la cabaña del guardabosques, Eduardo?

   -Dentro de un par de días; pero no estoy con ánimos de ser muy cortés con los cabezas redondas, aunque he prometido visitar a una dama y una muchachita muy amable y linda por añadidura.

   -¿Por qué, Eduardo? ¿Qué te hace sentir contra ellos más animadversión que de costumbre?

   -En primer lugar, Humphrey, no puedo olvidar el asesinato del rey, porque eso fue un asesinato y no otra cosa; y ayer obtuve lo que considera casi un don del cielo, y si es así, sólo me fue dado con la intención de que lo use.

   -¿Y qué fue eso, Eduardo?

   -La espada de nuestro valeroso padre, que éste desenvainó tan noblemente y con tanta eficacia en defensa de su soberano, Humphrey, y que confío en ver esgrimida algún día por su hijo en forma igualmente destacada y quizá con mejor suerte. Entra conmigo y te la mostraré.

   Eduardo y Humphrey entraron en la alcoba y Eduardo levantó la espada, que había dejado a su lado sobre la cama.

   -Mira, Humphrey -continuó Eduardo-. Ésta fue la espada de nuestro padre.

   Y besando el arma, agregó:

   -Confío en poder desenvainarla para vengar su muerte y la muerte de alguien cuya vida debió ser sagrada.

   -Espero que así será, querido hermano -replicó Humphrey-. Tienes un fuerte brazo y una buena causa. ¡Quiera el cielo que ambos triunfen! Pero dime ahora cómo entraste en posesión de la espada.

   Eduardo le contó entonces todo lo ocurrido durante la visita a Lymington con Osvaldo, sin olvidar una referencia a la aparición de Benjamín y el convenio que había hecho sobre la venta de la carne de venado.

   Apenas hubo concluído el almuerzo, Eduardo y Humphrey tomaron sus escopetas, habiendo convenido en ir a cazar ganado vacuno salvaje.

   -Humphrey, ¿tienes alguna idea de dónde está paciendo ahora la manada?

   -Sé donde estuvo paciendo ayer y anteayer, y no creo que hayan cambiado de campo de pastoreo, porque la hierba es muy tierna aún y sólo está madura en las franjas meridionales. Créeme, daremos con la manada a unos seis kilómetros de donde estamos, o menos.

   -Debemos acecharlos como lo hacemos al cazar los ciervos..., ¿verdad? No dejarán que nos acerquemos a distancia de tiro..., ¿no te parece, Humphrey? -dijo Eduardo.

   -Tenemos que correr el riesgo, Eduardo; nos permitirán avanzar hasta ponernos a distancia de tiro, pero entonces los toros se echarán sobre nosotros, mientras la manada aumenta la distancia. Por otra parte, si los acechamos, podemos matar a uno de ellos y entonces la detonación ahuyentará a los demás. En el primer caso, hay un riesgo; en el segundo no lo hay, pero sí más fatiga y trastorno. Escoge lo que te plazca; obraré como resuelvas.

   -Bien, Humphrey. Ya que me dejas la elección, creo que esta vez tomaré al toro por las astas, según el dicho..., es decir, si cerca de nosotros hay árboles, porque si la manada está en un claro no correré el peligro; pero si podemos hacer fuego sobre ellos y replegarnos contra un árbol, en caso de que embista un topo, los atacaré abiertamente.

   -Bueno, Eduardo. Creo que será muy difícil que con nuestras escopetas y Smoker para cubrirnos la retirada, no logremos ser dueños del campo. Con todo, debemos examinar bien el terreno antes de acercanos y si podemos ponernos a tiro sin alarmarlos o irritarlos, naturalmente que lo haremos.

   -Los toros están muy salvajes en primavera -observó Eduardo.

   -Lo son en todo tiempo, que yo sepa -replicó Humphrey-. Pero creo que ya estamos cerca de ellos. Sí; ahí está la manada.

   -Sí, por cierto -replicó Eduardo-. Ahora no tenemos que vérnoslas con ciervos ni ser tan cautelosos; pero, con todo esos animales son precavidos y vigilan atentamente. Debemos aproximarnos a ellos silenciosamente, escurriéndonos de árbol en árbol. ¡Smoker échate! ¡Quieto Smoker! ¡Eso es! ¡Así me gusta!

   Eduardo y Humphrey se detuvieron a cargar sus escopetas y luego se acercaron a la manada en la forma planeada, y llegaron muy pronto a doscientos metros de la manada, detrás de un gran roble, donde se detuvieron para practicar un reconocimiento. La manada comprendía unas setenta cabezas, de diversos tamaños y edades. Los animales pacían en todas las direcciones, dispersos, ya que la hierba tierna era muy escasa; pero aunque la manada estaba dispersa sobre muchos acres de tierra, Eduardo le indicó a Humphrey que todos los toros adultos estaban en la periferia, como prontos a defender a los demás en caso de ataque.

   -Humphrey -dijo Eduardo-. Hay una cosa evidente: tal como está la manada en estos momentos tendremos que matar a un toro. Es imposible ponernos a tiro de los demás sin derribar a un toro, y no dudes de que nos disputará obstinadamente el paso. Y, además, la manada huirá y no obtendremos nada.

   -Bueno -replicó Humphrey-. La carne vacuna es carne, y dicen que los mendigos no pueden elegir, de modo que...¡vaya por el toro, ya que no hay rnás remedio!

   -Acerquémonos más a ellos y luego resolveremos que se hace. ¡Despacio, Smoker!

   Avanzaron poco a poco, ocultándose sucesivamente tras de diversos árboles, hasta ubicarse a ochenta metros de uno de los toros. El animal no los advirtió, y como ya estaban a tiro, volvieron a detenerse detrás de un árbol para consultarse.

   -Ahora, Eduardo, me parece mejor que nos separemos. Tú puedes hacer fuego desde donde estamos y yo me arrastraré a través del helechal y me esconderé detrás de otro árbol.

   -Perfectamente; hazlo así -dijo Eduardo-. Si puedes, arrástrate hasta ese árbol de las ramas bajas y entonces quizá te pongas a tiro del toro blanco, que viene hacia aquí. ¡Smoker, tiéndete! El perro no puede ir contigo, Humphrey; no estaría a salvo.

   La distancia hasta el árbol que quería alcanzar Humphrey en su arriesgada búsqueda era de unos ciento cincuenta metros del sitio donde estaba Eduardo. Humphrey se arrastró durante algún tiempo, por el helechal, pero llegó finalmente a un claro de unos diez metros de ancho, que ni él ni su hermano habían notado y donde Humpbrey no podría ocultarse.

   El joven vaciló y finalmente resolvió tratar de cruzarlo. Eduardo, que observaba alternativamente los movimientos de Humphrey y de los dos animales próximos a ellos, advirtió que el toro blanco que estaba más lejos de él, pero más cerca de Humphrey, erguía la cabeza, escarbaba la tierra con la pata y avanzaba luego con un bramido al sitio donde estaba Humphrey, que seguía arrastrándose hacia el árbol, después de haber atravesado el claro, y estaba ya a pocos metros de aquél. Al notar el peligro que corría su hermano y que, además, el propio Humphrey no lo advertía, Eduardo no supo qué hacer. El toro estaba demasiado lejos de él para disparar con alguna probabilidad de éxito, y Eduardo no sabía cómo advertirle a Humphrey sin gritar que el animal lo había descubierto y se precipitaba hacia él. Después de reflexionar sobre todo esto un momento, Eduardo resolvió disparar contra el toro más próximo a él, cosa que había prometido no hacer hasta que Humphrey estuviera pronto a disparar también; después de hacer fuego, se proponía poner en guardia a su hermano gritando. De modo que, por un momento, apartó los ojos de Humphrey, y después de apuntar al toro, disparó; pero, probablemente porque sus nervios estaban algo excitados por la idea del peligro que corría Humphrey, la herida no fue mortal y el toro regresó al galope hacia su manada, que formaba una falange cerrada a unos ochocientos metros de distancia. Entonces Eduardo se volvió hacia el sitio en que estaba su hermano y advirtió que el toro atacante no se había reunido con el resto de la manada, sino que se hallaba a treinta metros de Humphrey y lo embestía, y que su hermano estaba de pie junto al árbol con la escopeta pronta a disparar. Humphrey hizo fuego, y al parecer también erró el blanco; el animal se precipitó sobre él, pero Humphrey, con gran rapidez, dejó caer la escopeta y, aferrándose de las ramas inferiores, subió al árbol y se puso fuera del alcance del toro en un instante. Eduardo sonrió al ver que Humphrey estaba a salvo: pero, con todo, su hermano se hallaba prisionero, porque el toro daba vueltas alrededor del árbol, bramando y mirando a Humphrey. Eduardo meditó un momento, luego cargó su escopeta y le ordenó a Smoker que corriera hacia el toro. El perro, a quien Eduardo había contenido hasta entonces a duras penas a sus pies, se lanzó al ataque. Eduardo, al gritarle al perro, pensaba conseguir que el toro lo siguiera hasta ponerse a tiro; pero antes de que pudiera atacar al animal, observó que uno o dos toros más se habían separado de la manada y avanzaban rápidamente hacia él. En esas circunstancias, Eduardo comprendió que su única posibilidad era trepar él mismo a un árbol, cuidando de llevarse consigo su escopeta y municiones. Después de haberse puesto a salvo en una rama bifurcada, el joven contempló la posición de todos ellos. Humphrey estaba en la rama, sin su escopeta. El toro que lo había perseguido se lanzó ahora hacia Smoker, el cual parecía comprender que debía limitarse a atraer al toro hacia Eduardo, ya que seguía replegándose hacia éste. En el ínterin, los otros dos toros se acercaron mucho, mezclando sus bramidos y mugidos con los del primero; uno de ellos estaba tan próximo a Eduardo como el primer toro, entretenido ahora con Smoker. Finalmente, uno de los toros que avanzaban se detuvo, escarbando la tierra con la pata como si lo decepcionara no encontrar a un enemigo, a cuarenta metros escasos del sitio donde estaba encaramado Eduardo. El joven apuntó cuidadosamente, y cuando disparó el toro se desplomó muerte. Eduardo estaba volviendo a cargar su arma cuando oyó un aullido y al mirar vio a Smoker arrojado por los aires, a causa de una cornada del primer toro; al propio tiempo notó que Humphrey había bajado del árbol, recobrando su escopeta, poniéndose a salvo ahora sobre la rama inferior. El primer toro estaba avanzando para atacar a Smoker, que parecía incapaz de huir, tan mal herido lo había dejado la cornada, cuando el otro toro, que al parecer debía ser un viejo enemigo del primero, lanzó un bramido y lo atacó; entonces, ambos jóvenes miraron desde el árbol el combate de los dos toros y Smoker permaneció tendido en el suelo, jadeante y agotado. Cuando los toros, con los cuernos entrelazados, se embestían furiosamente, dispararon ambas escopetas y los dos animales cayeron. Después de esperar un poco para ver si se podían levantar o si se acercaba algún otro animal de la manada, Eduardo y Humphrey bajaron de los árboles y se estrecharon la mano afectuosamente.



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Capítulo XII

   -¡Qué trance apurado, Humphrey! -dijo Eduardo, reteniendo la mano de su hermano.

   -Por cierto que sí... Podemos agradecerle al cielo nuestra salvación -replicó Humphrey-. ¡Y el pobre Smoker! Veamos si está mal herido.

   -Espero que no -dijo Eduardo, acercándose al perro, que yacía inmóvil en el suelo, con la lengua afuera y jadeando violentamente.

   Examinaron con detenimiento al pobre Smoker y comprobaron que no presentaba ninguna herida externa; pero cuando Eduardo le oprimió el flanco, el animal profirió un sordo gemido.

   -Es ahí donde lo alcanzó la cornada del toro -observó Humphrey.

   -Sí -dijo Eduardo apretando y tanteando con suavidad-. Y tiene dos costillas rotas. Humphrey, trata de conseguirle un poco de agua; eso lo reanimará mejor que nada. El toro lo ha dejado sin aliento con su embestida. Creo que el pobrecito no tardará en restablecerse.

   Humphrey volvió momentos después con un poco de agua de un manantial vecino. La traje, en su sombrero y se la tendió al perro, que sorbió el líquido lentamente al principio, pero con rapidez mucho mayor luego y meneando la cola.

   -Basta ahora -dijo Eduardo-. Debemos darle tiempo de recobrarse. Vamos, examinemos nuestras presas. ¡Diablos! ¡Qué cantidad de carne tenemos aquí, Humphrey! Necesitaremos, por lo menos, tres viajes a Lymington.

   -Sí. Y no hay tiempo que perder, porque está aumentando el calor, Eduardo. Bueno, ¿qué podemos hacer? ¿Quieres quedarte mientras voy a casa en busca de la carreta?

   -Sí; está de más que vayamos los dos. Yo me quedaré aquí cuidando al pobre Smoker y desollaré a nuestras presas hasta tu regreso. Déjame el cuchillo, porque el mío no tardará en quedar romo.

   Humphrey le dio su cuchillo a Eduardo, y tomando su escopeta emprendió el regreso a la cabaña. Eduardo había desollado ya a dos de los toros cuando Humphrey volvió. Y Smoker, aunque sufría visiblemente estaba ya en pie. Apenas hubieron concluido y dividido en cuartos a las bestias, cargaron la carne en la carreta y se dirigieron a la cabaña; tuvieron que volver, y tanto ellos como el petiso se sentían muy fatigados cuando los jóvenes se sentaron a cenar. El gitanillo se había repuesto, considerablemente y estaba muy animado. Alicia dijo que las había estado divirtiendo a Edith y a ella arrojando tres patatas al aire simultáneamente y jugando con ellas como si fuesen pelotas y que había hecho girar una fuente sobre una brocheta de hierro, manteniéndolas a ambas en equilibrio sobre su mentón. Las niñas sirvieron la cena, que el gitanillo comió en el rincón de la chimenea, mirando a ratos a Edith, por quien parecía sentir ya gran afecto.

   -¿Está sabrosa? -le preguntó Humphrey, tendiéndole otro pedazo de carne de venado.

   -Sí. No he comido tan bien en el foso -replicó Pablo, riendo.

   En las primeras horas de la mañana siguiente, Eduardo y Humphrey se dirigieron a Lymington, con la carreta cargada de carne. Eduardo le mostró a Humphrey todos los comercios donde debía hacer las compras y las calles en que estaban situados, lo presentó al posadero y después de haber vendido su carne, los hermanos volvieron a casa. El resto de la carne fue llevado a Lymington y vendido por Humphrey al día siguiente, y las tres pieles liquidadas un día después.

   -Hemos cumplido una buena jornada de trabajo, Eduardo -dijo Humphrey, hecho ya el recuento del dinero percibido.

   -Lo hemos ganado con cierto riesgo, de todos modos -replicó Eduardo-. Y ahora, Humphrey, creo que es hora de cumplir mi promesa a Osvaldo, y de ir a la casa del intendente a visitar a esa joven dama, pues presumo que lo es..., y ciertamente tiene todas las apariencias de serlo. Quiero liquidar esa visita antes de obrar.

   -¿Qué quieres decir, Eduardo?

   -Quiero decir que me propongo salir de caza y matar algún ciervo; pero no lo haré antes de haber visitado a esa joven. Terminada la visita, pienso desafiar al intendente y a todos sus guardabosques.

   ¿Por qué habría de impedirte hacer hoy mismo esa visita, ya que tienes tantas ganas de cazar?

   -No lo sé; pero quizá ella me pregunte si lo he hecho y no quiero decirle que sí..., y tampoco que no. Por eso no empezaré antes de haberla visto.

   -¿Cuándo partirás?

   -Mañana por la mañana. Y llevaré mi escopeta, aunque Osvaldo prefería que yo no lo hiciera. Pero después del combate que hemos sostenido días pasados con el ganado salvaje, no creo prudente ir sin armas. A decir verdad, nunca me siento a mis anchas sin mi escopeta.

   -Pues yo tendré mucho trabajo, cuando estés ausente; hay que desenterrar las patatas, y veré qué puedo obtener de Pablo. Parece bastante restablecido y se ha entretenido durante largo rato, de modo que es hora de que lo lleve al jardín mañana y lo ponga a trabajar. ¡Cuánta fruta promete el huerto este año! Y si ese muchacho nos resulta útil, Eduardo, y me ayuda, creo que cultivaré todo el huerto y cercaré otra parcela de tierra y procuraré sembrar un poco de maíz. Es el gasto más serio que tenemos y me gustaría llevar a moler mi propio maíz al molino.

   -Pero..., ¿no requiere un arado y caballos el cultivo del maíz?

   -No; lo haremos a mano. Dos de nosotros podemos cavar mucho a ratos perdidos, y obtendremos mejor cosecha con la pala que con el arado. Ahora tenemos tanto estiércol que podemos permitírnoslo.

   -Pues si hay que hacerlo, más vale hacerlo desde ya, Humphrey, antes de que la gente del otro lado del bosque venga y nos descubra, o nos disputen el derecho al cercamiento.

   -El bosque le pertenece al rey, hermano, y no al parlamento. Y nosotros somos vasallos del rey y sólo necesitamos su permiso -replicó Humphrey-. Pero lo que dices es cierto; cuanto antes mejor, y pondré manos a la obra de inmediato.

   -¿Cuánto te propones cercar?

   -Unos dos o tres acres.

   -Pero eso es más de lo que podrás cavar este año o el próximo.

   -Lo sé, pero abonaré la tierra sin cavarla y la hierba crecerá de tal modo, que esa gente supondrá muy viejo el cerco.

   -La idea no es mala, Humphrey; pero te aconsejo que vigiles a ese muchacho, porque es de mala raza y temo que carezca de educación y de nociones demasiado severas de honestidad. Ten cuidado y dile a tus hermanas que también lo tengan y que no le dejen sospechar que tenernos algún dinero en ese viejo cofre, hasta que sepamos si es digno de confianza o no.

   -Más vale que lo ignore en todos los casos -replicó Humphrey-. Quizá siga siendo honrado si no lo tienta el saber que hay algo digno de ser robado.

   -Tienes razón, Humphrey. Bueno, partiré mañana por la mañana a hacer esa visita. Confío en saber de la joven todo género de noticias, ahora que su padre está ausente.

   -Pues yo espero obtener algún trabajo de ese Pablo -replicó Hurnphrey. ¡Cuántas cosas podría hacer yo si Pablo trabajara! Pero te diré una cosa. Cavaré un aserradero y conseguiré una sierra y entonces podré cortar tablones y construir todo lo que se nos antoje. En la primera visita que haga a Lymington, compraré una sierra -puedo permitírmelo ahora- y haré antes que nada un banco de carpintero y luego, con algunas herramientas más, seguiré trabajando. Y más adelante, Eduardo, te diré qué otras cosas voy a hacer.

   -Pues tendrás que decírmelo en alguna otra ocasión, Humphrey, porque ahora es muy tarde y tengo que irme a la cama, ya que debo madrugar -replicó Eduardo, riendo-. Sé que tu mente alberga tantos proyectos, que se necesitaría media noche para pasarle revista a todos.

   -Creo que estás en lo cierto -dijo, Humphrey-. Y será mejor hacer las cosas de a una que hablar de cien; de modo que como dices, nos iremos a la cama.

   Al amanecer, Eduardo y Humphrey se levantaron y Alicia salió cuando llamaron a su puerta, ya que no estaba dispuesta a que Eduardo se marchara sin su desayuno. Edith se les unió y se entregaron a las plegarias. En ese momento, Pablo salió y escuchó lo, que decían. Terminadas ya las plegarias, Humphrey le preguntó a Pablo si sabía qué habían estado haciendo.

   -No, no lo sé muy bien -respondió el gitanillo. Supongo que ustedes le estarán orando al sol.

   -No, Pablo -dijo Edith-. Le oramos a Dios para que nos haga buenos.

   -¿De modo que ustedes son malos? -dijo Pablo-. Pues yo no lo soy.

   -Sí, Pablo -dijo Alicia-. Todos somos muy malos, pero si tratamos de ser buenos, Dios nos perdona.

   Aquí terminó la conversación y apenas hubo tomado su desayuno, Eduardo besó a sus hermanas y se despidió de Humphrey.

   Eduardo se echó la escopeta al hombro y después de llamar a su cachorro, a quien había bautizado con el nombre de Fiel, les dijo adiós a Humphrey y a sus hermanas y emprendió su viaje a través del bosque.

   Fiel, así como el cachorro de Humphrey, a quien habían bautizado con el nombre de Guardián, se habían convertido en hermosos perritos. El primero había sido llamado Fiel porque agarraba a los lechoncitos de las orejas ylos llevaba a la pocilga, y el otro, Guardián, porque se mostraba alerta al menor ruido, pero, como decía Humphrey, Guardián debía haber sido adiestrado en la operación de guiar a los cerdos, cuadrándole esto más que a Fiel, criado para la caza en el bosque, en tanto que Guardián había sido criado como perro doméstico y de granja.

   Eduardo se había negado a llevarse al petiso, ya que Humphrey lo necesitaba para el trabajo de la granja y el tiempo era tan hermoso que prefería caminar, y por lo demás esto le permitiría al volver a través del bosque darle caza a algún venado, cosa que no podría hacer cabalgando sobre el lomo de Billy. Eduardo echó a andar con rapidez, seguido por su perro, a quien había enseñado a seguirlo pisándole los talones. Se sintió feliz como la gente que no tiene preocupaciones, a causa del buen tiempo, del intenso verdor de la vegetación, salpicada de flores en pleno desarrollo y del majestuoso escenario que veía por ambos lados. Su corazón estaba pleno de alegre exaltación mientras caminaba, el rostro acariciado por la leve brisa estival. Pero sus pensamientos, concentrados preferentemente en la caza, cambiaron de pronto y se tornó serio. Desde hacía algún tiempo, no se enteraba de noticias políticas importantes o de lo que hacían los Comunes con el rey. Estas cavilaciones le evocaron naturalmente la muerte de su padre, el incendio de su finca y la confiscación de ésta. Sus mejillas se colorearon de indignación y su ceño se tornó malhumorado. Luego trazó planes para el futuro. Imaginaba al rey libertado de su prisión y conduciendo a un ejército contra sus opresores; se veía a sí mismo a la cabeza de una tropa de caballería, cargando contra la caballería del parlamento. La victoria lo acompañaba. El rey estaba nuevamente sobre su trono y él recobraba la posesión de la finca familiar. Reconstruía Arnwood y no se sabe cómo, Paciencia aparecía su lado cuando les daba instrucciones a los artesanos, pero en ese momento sus ensoñaciones se vieron perturbadas repentinamente por los ladridos de Fiel y sus saltos hacia adelante.

   Eduardo, que había recorrido a esta altura más de la mitad del trayecto, alzó los ojos y advirtió que lo enfrentaba un hombre vigoroso, de unos cuarenta años, aparentemente, y de aire repulsivo.

   -¿Qué hace usted aquí, joven? -dijo el desconocido, acercándose a él y amartillando la escopeta, que retuvo en la mano mientras avanzaba.

   Eduardo amartilló tranquilamente su propia escopeta, que estaba cargada, al advertir este preparativo hostil del desconocido y replicó:

   -Camino por el bosque, como lo habrá notado.

   -Sí, lo noto. Y veo que camina con un perro y una escopeta; ahora se servirá acompañarme. No se les permite ya a los cazadores furtivos de ciervas que hagan batidas por el bosque.

   -Yo no soy un cazador furtivo de ciervos -replicó Eduardo-. Sólo podrá darme ese título cuando encuentre carne de venado en mi poder, y en cuanto a acompañarlo, no haré tal cosa. Apártese o quizá lo pase mal.

   -Mire, joven inútil... Si usted no tiene carne de venado en su poder, no es por falta de voluntad; está persiguiendo ciervos, eso es evidente. Vamos, vamos; no es conmigo con quien debe tratar. Mis órdenes son capturar a todos los cazadores furtivos y me lo llevan a usted.

   -Si puede -replicó Eduardo-. Pero deberá probarme, por lo pronto, que es capaz de hacerlo. Mi escopeta es tan buena como la suya y mi puntería igualmente segura, sea usted quien fuere. Le repito que no soy un cazador furtivo y que no he salido en busca de ciervos, sino rumbo a la casa del intendente, adonde voy en este momento. Le digo todo esto para evitar que usted cometa alguna tontería, y después de habérselo dicho, le aconsejo que lo piense dos veces antes de obrar una sola. Déjeme seguir mi camino en paz o quizá pierda su empleo; eso si su temeridad no le hace perder la vida.

   En el aire sosegado de Eduardo había algo de tan frío y resuelto, que el guardabosques vaciló. Advirtió que cualquier tentativa de llevarse a Eduardo le haría arriesgar la vida, y sabía que tenía orden de capturar a todos los cazadores furtivos, pero no de matar la gente a tiros. Es cierto que aquella resistencia con armas de fuego justificaría que él obrara en defensa propia, pero admitiendo que lograra éxito, lo cual era dudoso, Eduardo no había sido sorprendido in fraganti delito, esto es, matando a un venado, y él no tenía testigos para probar qué había sucedido. Sabía también que el intendente había dado órdenes muy severas de no derramar sangre, a lo cual era muy contrario en todas las circunstancias, y en el porte y modales de Eduardo había algo que lo diferenciaba tanto de un plebeyo, que el guardabosques se sintió perplejo. Además, Eduardo había declarado que iba a la casa del intendente. Después de haber cavilado sobre todo esto, creyó aconsejable cambiar de tono y por eso replicó:

   -¿Usted me dice que va a la casa del intendente? Supongo que tendrá algo que hacer allí. Si lo llevara prisionero lo conduciría a ese sitio; de modo que lo que puede hacer, joven, es encaminarse ahora allí delante de mí.

   -Gracias -replicó Eduardo-. Pero no caminaré delante de usted. En cambio, si usted opta por dejar simplemente montada en seguro su escopeta en vez de tenerla amartillada, y por caminar a mi lado, haré otro tanto. Esas son mis condiciones y no me avendré a otras; de modo que decídase, porque estoy apurado.

   El guardabosques pareció muy indignado ante esta réplica, pero tras breve pausa, dijo:

   -Que así sea.

   Entonces, Eduardo desenmartilló su escopeta, con los ojos fijos en el guardabosques y éste hizo lo mismo, y echaron a andar el uno junto al otro, manteniéndose Eduardo a tres metros de él, por si el guardabosques no cumplía lo pactado.

   Después de unos pocos instantes de silencio, el guardabosques dijo:

   -Me dijo usted que iba a la casa del intendente. Pero éste se halla ausente.

   -Presumo que debe estar la señorita Paciencia, con todo -dijo Eduardo.

   -Sí -replicó el guardabosques, que al descubrir que Eduardo parecía saber tanto sobre la familia del intendente, comenzó a mostrarse más cortés-. Sí, la señorita Paciencia está en casa, porque la he visto en el jardín esta mañana.

   -¿Y Osvaldo, está también? -preguntó Eduardo.

   -Sí. Usted parece conocer a nuestra gente joven. ¿Quién es usted, si me permite la pregunta?

   -Le permitiría la pregunta si usted me hubiese tratado con cortesía -replicó Eduardo-. Pero como eso no es cosa suya, dejaremos las cosas en ese punto.

   Esta réplica desconcertó más aun al guardabosques y éste, dado el tono autoritario asumido por Eduardo, comenzó a presumir que había cometido algún error y que le estaba hablando a un superior, disfrazado de rústico. Por lo tanto, contestó humildemente, observando que se había limitado a cumplir con su deber.

   Eduardo siguió la marcha sin responder.

   Cuando llegaron a un centenar de metros de la casa del intendente, Eduardo dijo:

   -Ahora he llegado adonde me proponía y entraré en esta casa, como se lo dije. ¿Prefiere entrar conmigo o ir en busca de Osvaldo Partridge y decirle que se ha encontrado con Eduardo Armitage y que me alegraría verlo? Supongo que usted está bajo sus órdenes... ¿No es así?

   -Sí que lo estoy -replicó el guardabosques-. Y como me parece bien, iré a transmitir su mensaje.

   Entonces Eduardo le volvió la espalda y franqueó la verja de mimbre del jardín y llamó a la puerta de la casa. Le abrió la propia Paciencia Heatherstone, que dijo:

   -¡Oh, cuánto me alegro de verlo! Entre.

   Eduardo se quitó el sombrero y se inclinó. Paciencia lo hizo pasar al gabinete de su padre, donde fuera recibido Eduardo la primera vez.

   -Y ahora, gracias, muchas gracias por haberme salvado de tan espantosa muerte -dijo la joven, tendiendole la mano-. No sabe cuán desdichada me ha hecho el no poder expresarle mi humilde gratitud por su valerosa conducta.

   Su mano seguía en la de Eduardo, al pronunciar estas palabras.

   -Aprecia usted exageradamente mi acto -replicó Eduardo-. Yo habría hecho lo mismo por cualquiera que estuviese en apuros. Era mi deber de hombre.

   Eduardo iba a decir «de caballero», pero se contuvo.

   -Siéntese -dijo Paciencia, tomando una silla-. De ningún modo, nada de ceremonias. No puedo tratar como inferior a una persona a quien me liga semejante deuda de gratitud.

   Eduardo sonrió mientras se sentaba.

   -Mi padre le está tan agradecido como yo..., con seguridad que sí, porque oí que, al rezar, invocaba bendiciones para usted. ¿Qué puede hacer en su beneficio? Le pedí a Osvaldo Partridge que lo trajera a usted aquí para averiguarlo. Oh, señor... Por favor, dígame cómo podemos probarle nuestra gratitud de un modo que no se limite a las meras palabras.

   -Usted me la ha probado ya, señorita Paciencia -respondió Eduardo-. ¿Acaso no ha honrado a un pobre rústico tendiéndole amistosamente su mano y aun invitándolo a sentarse en su presencia?

   -Quien me ha salvado la vida con peligro de la suya, es para mí un hermano..., al menos, me siento una hermana para con él. Una deuda es una deuda, ya sea que esté contraída con un rey o con un...

   -Guardabosques, señorita Paciencia... Esa es la verdadera palabra que usted no debió vacilar en usar. ¿Supone que mi oficio me Avergüenza?

   -Si he de decirle la verdad, no puedo creer que usted sea lo que pretende ser -replicó Paciencia-. Quiero decir que, aunque usted sea un guardabosques ahora, nunca se crió como tal. Mi padre opina lo mismo que yo.

   -Les agradezco a ambos su buena opinión, pero temo, no poder elevarme por sobre mi condición de guardabosques; más aún, desde la llegada de su padre a estos lugares y dadas las nuevas reglamentaciones, tengo todas las probabilidades de descender a la condición inferior de cazador furtivo. En realidad, de no haber tenido mi escopeta conmigo, hoy mismo me habrían detenido al venir aquí.

   -Pero usted no estaba cazando venados, ¿verdad, señor? -inquirió Paciencia.

   -No; ni he matado venado alguno desde la última vez que la vi a usted.

   -Me alegro de poder decirle eso a mi padre; ello lo complacerá mucho -replicó Paciencia-. Me dijo que lo creía a usted capaz de desempeñar tareas muy superiores a las que se le podrían ofrecer aquí y sólo quería saber qué aceptaría usted. Tiene interés..., un gran interés..., si bien ahora en pugna con las reglas de este país, a causa del...

   -Asesinato del rey, diga usted. O debiera decirlo, señorita Paciencia. He oído decir cuán opuesto se mostró su padre a ese sucio, acto y ello lo honra ante mis ojos.

   -¡Qué bueno es usted al decirlo! -dijo Paciencia, a cuyos ojos asomaron las lágrimas-. ¡Qué placer me proporciona el oírle elogiar la conducta de mi padre!

   -¡Pero si es natural, señorita Paciencia! Todos los que piensan como yo deben elogiarlo. Su padre está en Londres..., ¿no es así?

   -Así es; y eso me recuerda que usted querrá comer algo después de su caminata. Llamaré a Hebe.

   Y con estas palabras, Paciencia abandonó la habitación.

   El caso es que, repentinamente, la señorita Paciencia acababa de recordar que estaba a solas con un joven desde hacía algún tiempo -lo cual no era muy decoroso en esos tiempos-, y al aparecer Hebe con las viandas frías se apartó, pero sin salir del aposento.

   Eduardo se sirvió lo que le ofrecían en silencio, mientras Paciencia se consagraba a su labor y tenía los ojos fijos en ésta, salvo alguna fugaz mirada a la mesa para comprobar si hacía falta algo. Cuando Eduardo hubo terminado la comida, Hebe retiró la bandeja y el joven se levantó para despedirse.

   -De ningún modo, no se vaya todavía; tengo mucho que decirle antes. Permítame volver a preguntarle cómo podemos servirlo.

   -Jamás podría aceptar empleo alguno de los gobernantes actuales. De modo que no toquemos ese punto.

   -Temía que su respuesta sería ésa -replicó con gravedad Paciencia-. No crea que lo culpo; porque hay muchos ya que gustosamente desandarían sus pasos, de ser posible. No habían pensado, al oponerse al rey, que las cosas terminarían así. ¿Dónde vive usted, señor?

   -En el extremo opuesto del bosque, en una casa que me pertenece ahora, pero que heredó mi abuelo.

   -¿Vive usted solo? Seguramente que no..

   -No. No vivo solo.

   -Vamos, puede decírmelo todo, porque yo no repetiría nada que pudiera causarle daño o que usted quisiera mantener oculto.

   -Vivo con mi hermano y dos hermanas, porque mi abuelo ha muerto desde hace tiempo.

   -¿Es menor que usted su hermano?

   -Sí.

   -¿Y qué edad tienen sus hermanas?

   -Son menores aún.

   -Le dijo usted a mi padre que vivía del producto de su granja..., ¿verdad?

   -Así es.

   -¿Es grande esa granja?

   -No. Muy pequeña.

   -¿Y basta para mantenerlos?

   -Últimamente nos ha mantenido eso y la caza de vacunos salvajes.

   -Y también el matar ciervos hasta hace poco. ¿verdad?

   -Ha adivinado.

   -Usted le dijo a mi padre que fue criado en Arnwood... ¿No es así?

   -Sí. Me crié allí y me quedé en Arnwood hasta la muerte del coronel Beverley.

   -Y lo educaron... ¿verdad?

   -Sí. El capellán me enseñó lo poco que sé.

   -En ese caso, ya que usted fue criado en la casa y educado por el capellán, el coronel Beverley no debió destinarlo al cargo de guardabosques..., ¿verdad?

   -No, por cierto. Yo debía ser soldado apenas me llegara la edad de portar armas.

   -¿No tendrá usted algún parentesco lejano con el coronel Beverley?

   -No. No tengo ningún parentesco lejano con él -replicó Eduardo, que comenzaba a sentirse molesto ante aquel minucioso interrogatorio-. Pero, con todo, de estar vivo el coronel Beverley y de requerir aún sus servicios el rey, yo estaría sin duda sirviéndolo a estas horas. Y ahora que he contestado a tantas preguntas suyas, señora Paciencia..., ¿me permitirá usted que le pregunte a mi vez algo sobre su persona? ¿Tiene usted hermanos?

   -Ni uno; soy hija única.

   -¿Sólo le queda uno de sus progenitores?

   -Sólo uno.

   -¿Con qué familias está emparentada?

   Paciencia lo miró con sorpresa al oír esta última pregunta.

   -Mi apellido materno es Cooper; mi madre era hermana de sir Anthony Ashley Cooper, que es una persona bien conocida.

   -¡Será posible! ¿De modo que usted es de sangre noble?

   -Así lo creo -replicó Paciencia, con sorpresa.

   -Gracias por su condescendencia, señorita Paciencia. Y ahora, si me lo permite, me despediré de usted.

   -Antes de que se vaya, permítame agradecerle de nuevo el haberme salvado una indigna vida -dijo Paciencia-. Bueno, debe usted volver aquí cuando esté mi padre. Le alegrará muchísimo tener la oportunidad de agradecerle a quien ha salvado a su única hija. A decir verdad, si usted conociera a mi padre, sentiría por él tanto aprecio como yo. Es muy bueno, a pesar de su aire severo y melancólico; rara vez ha sonreído desde la muerte de mi pobre madre.

   -En cuanto a su padre concierne, señora Paciencia, pensaré lo mejor posible de un hombre que ha ingresado a un partido que detesto. No puedo decir más.

   -No debo decir todo lo que sé. Si hablara, usted descubriría quizá que mi padre no está tan ligado a ese partido como usted supone. Ni su cuñado ni él son grandes amigos de Cromwell, puedo asegurárselo, pero se lo digo confidencialmente.

   -Eso lo eleva en mi estimación. Pero en ese caso... ¿por qué sigue ocupando ese cargo?

   -No lo pidió. En realidad, cree, que se lo dieron porque querían eliminarlo, y él lo aceptó porque se oponía a lo que pasaba y quería eliminarse. Al menos, eso lo deduzco de lo que he oído. Lo que lo liga con el gobierno actual, no es un cargo de poder ni de confianza.

   -No; es, simplemente, un cargo que lo opone a mi persona y a mis ilegalidades -replicó Eduardo, riendo-. Bueno, señorita Paciencia, se ha mostrado usted muy condescendiente con un pobre guardabosques y le reitero mis gracias por sus bondades conmigo. Ahora me despediré.

   -¿Y cuándo vendrá a visitar a mi padre?

   -No sabría decirlo. Temo que tardaré en poder afrontar su agraviado rostro, y a un cazador furtivo no le conviene acercarse a él -respondió Eduardo-. Con todo, algún día quizá me conduzcan ante ustedes como prisionero, y entonces él me verá con seguridad.

   -Yo no le diré a usted que cace venados -replicó Paciencia-. Pero si los mata, nadie le hará daño..., o sé poco de mi poder o del de mi padre. Adiós, pues, señor; y nuevamente mi gratitud y la expresión de mis gracias.

   Paciencia volvió a tenderle la mano a Eduardo, que esta vez, como un auténtico caballero, se la llevó respetuosamente a los labios. Paciencia se sonrojó un poco, pero no trató de retirarla, y Eduardo, con una gran reverencia, abandonó el aposento.



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Capítulo XIII

   Apenas hubo salido de la casa del intendente, Eduardo se encaminó presurosamente a la cabaña de Osvaldo Partridge, a quien encontró esperándolo, porque el guardacaza no había dejado de transmitir su mensaje.

   -Ha sostenido usted una larga conversación con la señorita Paciencia y me alegro de ello, ya que eso le da a usted importancia aquí -dijo Osvaldo después de los primeros saludos-. Ese bribón de cabeza redonda con quien se topó, se sentía muy inclinado a cumplir rigurosamente con su deber e insistió en que estaba seguro de que usted acechaba al ciervo, pero yo lo hice callar diciéndole que ya lo llevaba a usted a menudo conmigo, ya que usted era el mejor tirador del bosque y que el intendente sabía que yo lo hacía. Creo que si lo sorprenden al matar a un ciervo, lo mejor será que usted les diga que lo ha matado a pedido mío, y yo, lo apoyaré, si lo traen a presencia del intendente, el cual, estoy seguro de ello, me agradecerá el haberlo hecho. Usted puede matar todos los ciervos del bosque después de lo que ha hecho por él.

   -Muchas gracias, pero no creo que yo aproveche su oferta. Que me atrapen si pueden y si me atrapan, que me lleven si pueden.

   -Veo, señor, que usted no aceptará favor alguno de los cabezas redondas -replicó Osvaldo-. Con todo, como ahora soy el jefe de los guardianes, haré todo lo posible para que mis hombres no lo molesten. Todo lo que quiero es impedir que usted sea objeto de cualquier insulto o vejamen... Esa gente no sabe quién es usted, como lo sé yo.

   -Muchas gracias, Osvaldo. Debo, correr mi albur.

   Eduardo le contó luego a Osvaldo cómo habían hallado al gitanillo en el foso, episodio que lo divirtió mucho.

   -¿Cómo se llama el guardacaza con quien me encontré en el bosque? -preguntó Eduardo.

   -James Corbould. Fue expulsado del ejército -dijo Osvaldo.

   -No me gusta su aspecto -confesó Eduardo.

   -Sí, su semblante no lo recomienda -replicó Osvaldo-. Pero nada sé de él; hace apenas quince días que está aquí.

   -¿Puede darme un rincón donde descansar mi cabeza esta noche, Osvaldo? Porque sólo emprenderé el regreso mañana por la mañana.

   -Todo lo que tengo está a su disposición, señor -replicó Osvaldo-. Pero temo que sólo puedo ofrecerle una sincera bienvenida. Sin duda, usted podría alojarse en la casa del intendente, si lo deseara.

   -No, Osvaldo; la señorita está sola y yo no volvería a confiar en los cuidados de Hebe. Me quedaré aquí, si me lo permite.

   -Y bien venido, señor. Instalaré a su cachorro en la perrera, inmediatamente.

   Eduardo se quedó esa noche en la casa de Osvaldo y se levantó al amanecer, y después de haber tomado un ligero desayuno, echándose la escopeta al hombro, fue a la perrera en busca de Fiel y emprendió el viaje de regreso.

   «Paciencia es una buena muchachita y de carácter agradecido o no se habría portado conmigo como lo ha hecho... y eso que me supone de humilde cuna», pensó reiteradas veces el joven durante el trayecto.

   Y luego meditó en lo que le había dicho Paciencia sobre su padre, y Eduardo sintió que su animosidad contra el cabeza redonda se derretía rápidamente.

   «Es improbable que vuelva a verla muy pronto -pensó también-. A menos que me conduzcan como prisionero, ante el intendente, naturalmente.»

   Cavilando así sobre tal o cual tema, Eduardo había recorrido más de doce kilómetros de su itinerario a través del bosque, cuando pensó que estaba lo bastante lejos para aventurarse en busca de algún venado. Recordando que a poca distancia existía un bosque con una límpida laguna, Eduardo supuso que probablemente encontraría allí a un ciervo refrescándose, porque a mediodía ahora el calor era muy intenso. Por lo tanto, llamó a Fiel y avanzó con cautela hacia el bosquecillo. Apenas hubo llegado al sitio, se encogió y se arrastró silenciosamente por entre la maleza. Por fin, llegó a las proximidades del claro contiguo a la laguna. Allí no había venado alguno, pero Eduardo vio profundamente dormido sobre la hierba a James Corbould, el guardacaza de siniestro aspecto que le abordara en el bosque el día anterior. Fiel se disponía a ladrar, pero Eduardo le impuso silencio y al adelantarse hasta donde estaba tendido el guardacaza, que, por falta de un perro que le advirtiera la presencia de Eduardo, seguía roncando con el rostro reluciente bajo los rayos del sol, notó que Corbould tenía la escopeta bajo su cuerpo en la hierba. La tomó, abrió suavemente la cazoleta y tiró la pólvora y volvió a ponerla en su lugar, porque Eduardo se decía:

   «Este hombre ha venido en busca mía, no cabe duda, y como no hay testigos, puede sentirse inclinado a mostrarse maligno, ya que jamás vi a hombre de aire más perverso. Si hubiese estado cazando ciervos, habría traído a su perro, pero es evidente que está dedicado a la caza del hombre. Ahora lo dejaré, y si se topa con algo, no matará del primer disparo, eso es seguro, y si me sigue, tendré la misma probabilidad de salvarme que cualquier otro blanco de su escopeta».

   Luego, Eduardo salió de la maleza, pensando que si había existido alguna vez un rostro que proclamara en un hombre la existencia de un criminal, ese rostro era el de Corbould. Mientras sorteaba los obstáculos de su camino, oyó aullar a un perro y al mirar en torno, advirtió que Fiel no estaba a su lado. Al desandar sus pasos, Fiel se adelantó corriendo hacia él. El caso era que el perro había olido un poco de carne en el bolsillo del guardacaza y metido el hocico en él para cerciorarse de qué se trataba. Al hacerlo, había despertado a Corbould, saludándolo éste con un rudo golpe en la cabeza. Esto, había motivado el aullido del cachorro y también inducido a Corbould a aferrar su escopeta y a seguir cautelosamente el rastro del animal, que sabía muy bien era el mismo visto el día anterior con Eduardo.

   El joven esperó breve rato y al ver que Corbould no aparecía, siguió andando camino de su casa, habiendo renunciado ahora a toda idea de matar venados. Caminaba rápidamente y estaba a nueve kilómetros de la cabaña, cuando se detuvo para beber en un arroyuelo y luego se sentó a descansar por breve tiempo. Mientras lo hacía, quedó sumido en una de sus ensoñaciones usuales y olvidó el transcurso del tiempo. Pero lo despertó un sordo gruñido de Fiel y se le ocurrió de inmediato que Corbould debía haberlo seguido. Considerando que convenía estar en guardia, cargó silenciosamente su escopeta y luego se puso de pie para examinar las inmediaciones. Fiel saltó hacia adelante, y Eduardo, al mirar en aquella dirección, advirtió a Corbould semioculto detrás de un árbol apuntándolo con su escopeta. Oyó apretar el percutor y el chasquido de la llave, pero la escopeta no disparó, y luego Corbould hizo su aparición, amagando contra Fiel con la culata del arma. Eduardo avanzó hacia él y lo intimó a desistir, so pena de pasarlo mal.

   -¿De veras, joven? Quien lo pasaría mal sería usted -exclamó Corbould.

   -Así habría ocurrido si su escopeta hubiese disparado -replicó Eduardo.

   -Yo no le apuntaba a usted; apuntaba al perro y mataré a ese animal si puedo.

   -No sin peligro para usted; pero usted no apuntaba al perro -su arma no estaba lo bastante baja para eso- sino que me encañonaba a mí, cobarde malvado, y si he escapado con vida, sólo debo agradecérselo a mi propia prudencia y a su soñolienta cabeza. Le diré francamente que le saqué la pólvora de la cazoleta mientras usted dormía. Si yo lo tratara como se merece, debiera ahora meterle mi bala en el cuerpo, pero soy incapaz de matar a un hombre indefenso... y eso le salva la vida. Con todo, aléjese de mí lo antes que pueda, porque si me sigue se me agotará la paciencia. Váyase de inmediato -continuó Eduardo, echándose la escopeta al hombro y apuntando a Corbould-. Si no se va, hago fuego.

   Corbould advirtió que Eduardo estaba resuelto y le pareció conveniente satisfacer su exigencia. Se alejó hasta que se creyó fuera de su alcance, y entonces se desahogó con un torrente de blasfemias y de epítetos injuriosos, con que no ofenderemos a nuestros lectores. Antes de seguir adelante, juró que le arrebataría la vida a Eduardo antes de mucho y se alejó agitando el puño. Eduardo permaneció en su sitio hasta que Corbould se hubo alejado a bastante distancia y luego prosiguió su viaje. Eran poco más o menos las cuatro de la tarde y Eduardo, mientras seguía su camino, se dijo:

   «Ese hombre debe ser de un temperamento muy malvado, porque en nada lo he agraviado, salvo negándome a dejarme capturar por él. ¿Y es ése un agravio por el cual deba quitársele la vida a un hombre? Corbould es un hombre peligroso y lo será más aún ahora que he frustrado su plan. Dudo que vuelva a casa. Estoy casi seguro de que volverá y me seguirá cuando crea poder hacerlo sin ser visto por mí, y si lo hace, descubrirá dónde está nuestra cabaña..., ¿y quién sabe qué iniquidad sería capaz de cometer y cómo podría alarmar a mis hermanitas? No volveré a casa hasta la noche, y seguiré ahora otra dirección para despistarlo».

   De modo que Eduardo se dirigió más al norte y cada media hora cambió de trayectoria, para que su rumbo fuese muy distinto del que llevaba a la cabaña. En el ínterin oscureció gradualmente, y mientras tanto, cada vez que pasaba cerca de un gran árbol, Eduardo inspeccionaba los alrededores para saber si Corbould lo estaba siguiendo. Por fin, cuando acababa de anochecer, advirtió a poca distancia la figura de un hombre que lo seguía corriendo de árbol en árbol, para acercarse cada vez más a él.

   «¡De modo que estás ahí! -pensó Eduardo-. Ahora te haré bailar de lo lindo y veremos quién se cansa primero. Veamos... ¿Dónde estoy?».

   El joven miró a su alrededor y luego notó que estaba cerca del macizo de árboles donde Humphrey había cavado su trampa para los vacunos salvajes y que existía un claro de medio kilómetro aproximadamente entre el sitio donde estaba él y el foso. Eduardo tomó una decisión e inmediatamente salió a cruzar el claro, llamando a Fiel consigo. Había oscurecido casi por completo, porque sólo quedaba la luz de las estrellas, pero, con todo, había suficiente claridad para distinguir el camino. Cuando, cruzaba el claro, el joven volvió los ojos y notó que Corbould lo seguía y que estaba más cerca que antes, confiando probablemente en la creciente tiniebla para disimular su proximidad. «Con eso basta -pensó Eduardo-. Ven, muchacho». Y Eduardo siguió hasta llegar a la trampa; allí se detuvo y miró, advirtiendo al guardacaza a un centenar de metros de distancia. El joven contuvo al perro por el hocico, a fin de que no gruñera ni ladrara y luego siguió la dirección adecuada para que el foso quedara exactamente entre Corbould y él. Al hacerlo, aceleró el ritmo de sus pasos, y Corbould, al seguirlo, acrecentó también el de los suyos, hasta llegar a la trampa, que no podía advertir, y cayó en ella de bruces, y cuando caía. Eduardo oyó su escopeta que se descargaba, el crujido de las ramitas que cubrían la trampa y un grito de Corbould. «Con eso basta -pensó Eduardo-. Ahora puedes quedarte ahí durante tanto tiempo como el gitanillo, y eso te enfriará el valor. La trampa de Humphrey está llena de contingencias, y en este caso me ha prestado un servicio. Ahora puedo volver a casa con toda la rapidez posible. Vamos, Fiel, amigo mío; ambos necesitamos nuestra cena. Yo me encargo de la mía, porque me siento capaz de comerme todo el pastel de carne que Osvaldo me puso delante esta mañana». El joven prosiguió la marcha con paso rápido, encantado can este desenlace de su aventura. Al acercarse a la cabaña, encontró junto a la puerta a Humphrey, con Pablo, que lo esperaban. Pronto se reunió a ellos y no tardó en abrazar a Alicia y a Edith, que habían estado esperando ansiosamente su regreso y que se extrañaban de su demora.

   -Denme de cenar, mis queridas niñas -dijo Eduardo-, y luego sabrán todo lo sucedido.

   Apenas hubo satisfecho su devorador apetito -porque no había comido lo más mínimo, como lo recordarán sin duda mis lectores, desde que partiera en las primeras horas de la mañana de la casa de Osvaldo Partridge-, empezó a narrar los sucesos del día. Todos escucharon con gran interés, y cuando Eduardo hubo concluido, Pablo, el gitanillo, se levantó de un salto y dijo:

   -Ahora ese hombre está en el foso. Mañana por la mañana, yo tomar la escopeta y matarlo.

   -No, no, Pablo; no debes hacer eso -replicó Eduardo, riendo.

   -Pablo -dijo la pequeña Edith-. Siéntate. No se debe matar a la gente.

   -Entonces él matar al señor -dijo Pablo-. Él muy mal hombre.

   -Pero si tú lo matas, Pablo, serás un mal muchacho -replicó Edith, que parecía haber adquirido autoridad sobre él.

   Pablo no pareció comprender esto, pero obedeció la orden de su pequeña ama y volvió a sentarse en el rincón de la chimenea.

   -Pero, Eduardo -dijo Humphrey-. ¿Qué te propones hacer?

   -No lo sé. Pensaba dejarlo ahí un par de días y luego avisarle a Osvaldo dónde está ese individuo.

   -La única objeción -replicó Humphrey- es que, según dices, se le disparó la escopeta al caer al foso. Es probable que esté herido y si es así, podría morirse si lo dejáramos allí.

   -Tienes razón, Humphrey..., eso es posible; y no quiero tener la vida de un prójimo sobre mi conciencia.

   -Lo mejor será, Eduardo, que yo ensille el petiso mañana por la mañana y visite a Osvaldo para contarle todo lo sucedido y mostrarle dónde está la trampa.

   -Creo que eso será lo mejor, Humphrey.

   -Sí -dijo Alicia-. Sería espantoso que un hombre muriera en tan maligna disposición de ánimo. Que lo saquen de ahí y quizá se arrepienta.

   -¿No lo castigará Dios, hermano? -dijo Edith.

   -Sí, querida, tarde o temprano la venganza del cielo alcanza a los malvados. Pero me siento muy cansado después de tan larga caminata. Dediquémonos a las plegarias y luego nos iremos a la cama.

   El recuerdo del peligro corrido por Eduardo ese día pasaba grandemente sobre todo el grupo. Y, con excepción de Pablo, en las palabras de todos vibró la más solemne devoción y gratitud al cielo cuando elevaron sus preces.

   Humphrey se levantó antes del alba y a las nueve había llegado a la cabaña de Osvaldo, que lo acogió cordialmente antes de saber la causa de la imprevista visita. La narración del joven molestó grandemente a Osvaldo y pareció compartir la opinión de Pablo, que era dejar al bribón donde estaba; pero cuando Humphrey lo reconvino, emprendió la marcha con dos de los otros guardacazas, y antes del anochecer llegaron a la trampa, donde oyeron gemir a Corbould.

   -¿Quién está ahí? -dijo Osvaldo, mirando el interior del foso.

   -Soy yo...., Corbould -replicó el guardacaza.

   -¿Está herido?

   -Sí, malamente -replicó Corbould-. Al caer se me disparó la escopeta y la bala me ha atravesado el muslo. Me he desangrado casi hasta morir.

   Humphrey fue por la escalerita, que estaba a mano y con muchos esfuerzos de los cuatro lograron extraer, a Corbould, que gemía penosamente de dolor. Le ciñeron fuertemente un pañuelo alrededor de la pierna para impedir que siguiera sangrando, y luego le dieron un poco de agua, lo cual lo reanimó.

   -Vamos..., ¿qué hemos de hacer? -dijo Osvaldo-. No podemos llevarlo a casa.

   -Yo se lo diré -dijo Humphrey, llevándolo aparte-. No conviene que estos hombres conozcan la ubicación de nuestra cabaña, y no podemos llevarlo allí. Indíquele que se queden con ese hombre, mientras usted va por una carreta para trasladarlo a su casa. Iremos a la cabaña, le daremos de comer a Billy y luego volveremos con él en la carreta y les traeremos a sus hombres algo de comer. Después iré con ustedes y me llevaré la carreta antes del amanecer. Habrá que hacer el viaje de noche, pero será el plan más seguro.

   -También yo lo creo así -dijo Osvaldo, que les ordenó a los dos hombres que esperaran su regreso, ya que iría en busca de alguna carreta, y luego se fue con Humphrey.

   Apenas hubieron llegado a la cabaña, Humphrey le dio el petiso a Pablo para que lo llevara al establo y le diese de comer, y luego le comunicó a Eduardo el estado de Corbould.

   -Es casi de lamentar que no se haya matado -observó Osvaldo-. Habría sido un acto de justicia, ya que atentó contra su vida sin causa alguna. El bribón sanguinario y me gustaría verlo lejos de aquí. Con todo, el intendente sabrá de esto y no dudo de que lo exonerará.

   -No obre con precipitación Osvaldo -replicó Eduardo-. Por ahora, déjele prestar su propia versión del suceso; porque puede resultar más peligroso exonerado que bajo su fiscalización. Vamos, siéntese y cene. Billy necesita una hora para comer lo suyo, de modo que usted no tiene por qué apurarse.

   -Ése es su gitano, Eduardo..., ¿verdad? -dijo Osvaldo.

   -Sí.

   -Me gusta el aire de ese muchacho; pero los gitanos son una raza extraña. No confíe demasiado en él -continuó Osvaldo, en voz baja- antes de haberlo puesto a prueba y de haberse cerciorado de su fidelidad. Son gente muy excitable y capaz de intenso apego si se la trata bien. Lo sé porque, en cierta oportunidad, le hice un favor a un gitano y eso me salvó la vida más tarde.

   ¡Oh!... Cuéntenos eso, Osvaldo -dijo Alicia.

   -Ahora la historia sería demasiado larga, mi querida señorita -replicó Osvaldo-. Pero lo haré en otra ocasión. Haga lo que haga ese joven, no lo golpeen; porque los gitanos jamás perdonan un golpe, según me han dicho quienes los conocen, y el recurso no sirve de nada con ellos. Como dije, son una raza extraña.

   -No le pegaremos, créalo -replicó Humphrey

   Salvo que Edith le dé una bofetada; porque ella es quien se preocupa más de él y supongo que a él no le preocuparía mucho un golpe de la manecita de Edith.

   -No, no -replicó Osvaldo, riendo-. Edith puede obrar como quiera. ¿Qué hace aquí ese muchacho?

   -¡Oh!, nada por ahora, ya que el pobre apenas si se ha recobrado -replicó Humphrey-. Sigue a Edith, le ayuda a cuidar los huevos, y anoche colocó varias trampas a su manera y por cierto que me superó, ya que atrapó tres conejos y una liebre, mientras que yo, con todas mis trampas, sólo pude cazar un conejo.

   -Creo que le conviene dejar esa parte del sustento diario a su cargo. Se ha criado ocupándose de eso, Humphrey, y le servirá de diversión. No espere usted que trabaje mucho; los gitanos no están habituados a trabajar. Viven una existencia errante y no trabajan si pueden evitarlo. Pero si logra que el gitanillo les cobre afecto, podrá serles muy útil, porque esa gente es muy hábil y diestra.

   -Confío en hacer de él una persona útil -replicó Humphrey-. Pero, con todo, no lo obligaré a hacer lo que no le gusta. Siente ya mucho afecto por el petiso y le gusta cuidarlo.

   -Mándemelo uno de estos días, para que el gitanillo sepa dónde encontrarme. Eso quizá resulte importante si ustedes tienen que enviarme un mensaje y no pueden hacerlo personalmente.

   -Muy cierto -dijo Eduardo-. No lo olvidaré. Humphrey..., ¿vas por la carreta? ¿O debo ir yo?

   -Es preferible, sin duda, que vaya Humphrey. No conviene que sospechen que usted trajo la carreta, Eduardo. No conocen a Humphrey, y éste se marchará por la mañana antes de que despierten.

   -Muy exacto -replicó Eduardo.

   -Y es hora de que partamos -dijo Osvaldo-. ¿Tendrá la amabilidad de darles de comer algo a mis hornbres la señorita Alicia, ya que han ayunado todo el día?

   -Si -replicó Alicia-. Lo tendré todo pronto antes de que el petiso esté uncido a la carreta. Edith, querida mía, ven conmigo.

   Entonces Humphrey salió para enjaezar el caballo, y cuando todo estuvo, pronto él y Osvaldo emprendieron de nuevo la marcha.

   Al llegar al foso encontraron a Corbould tendido entre los otros dos guardacazas, sentados a su lado. Corbould se sentía mucho mejor desde que le vendaran la herida y lo levantaron y tendieron sobre el forraje que Humphrey pusiera en la carreta. Entonces todos prosiguieron el viaje al otro extremo del bosque, mientras los guardacazas comían lo que les había traído Humphrey, caminando detrás de la carreta. El viaje fue aburrido y penoso para el herida, que gemía a cada sacudida de la carreta en los baches del camino; pero aquello no tenía remedio. Corbould estaba muy agotado cuando llegaron, lo cual sólo sucedió pasada la medianoche. Entonces Corbould fue llevado a su cabaña, donde lo acostaron, y se envió a otro guardacaza por un cirujano. Los acornpañantes de Osvaldo se alegraron de poder irse a la cama, porque la jornada había sido fatigosa. Humphrey se quedó con Osvaldo durante tres horas, y luego volvió con Billy, que, a pesar de haber cruzado el bosque tres veces en el curso de las veinticuatro horas, parecía muy fresco y pronto a volver.

   -Le daré noticias sobre el estado de ese hombre, Humphrey, y su explicación sobre su caída en el foso; pero usted no debe esperar verme durante quince días por lo menos.

   Humphrey se despidió de Osvaldo. Y Billy se mostraba tan ansioso por volver a su establo, que Humphrey no podía contenerlo y lograr que caminara con paso tranquilo. «Los caballos y, por lo demás, todos los animales, saben que no hay sitio como el hogar. Es una lástima que los hombres, que se consideran mucho más sabios, no piensen lo mismo», caviló Humphrey mientras el petiso avanzaba al trote. El joven meditó mucho sobre el peligro a que se viera expuesto Eduardo, y se dijo: «En realidad, creo que me sentiría mucho más tranquilo si Eduardo estuviese ausente. Siempre estoy preocupado por él. Ojalá reuniese un ejército y viniera el nuevo rey, que está ahora en Francia. Es preferible que Eduardo esté combatiendo en el campo de batalla a que se quede aquí y corra el riesgo de recibir un tiro como cazador furtivo o que se vea encarcelado. La granja basta para todos nosotros, y cuando yo disponga de más tierra, será más que suficiente, aun sin cazar a los vacunos salvajes. Yo sirvo para atender la granja, pero Eduardo no. Está perdiendo el tiempo en esta oscuridad, y él lo sabe. Siempre se verá en tal o cual apuro, eso es indudable. ¡Cuán milagrosa fue su salvación con ese bribón, y cuán poco le importa eso! Nació para ser soldado, eso es evidente. Y si lo llega a ser algún día, estará en su elemento y se destacará, si Dios tiene a bien conservarle la vida. Lo persuadiré de que se quede en casa algún tiempo para ayudarme a cercar la otra parcela de tierra, y cuando eso esté hecho, cavaré un foso de aserradero y veré si puedo inducir a Pablo a aserrar conmigo. Tengo que ir a Lymington a comprar una sierra. ¡Cuántas cosas podría hacer y cómo podría mejorar esto si tuviera aserrados los árboles formando tablones!»

   Así pensaba Humphrey mientras proseguía la marcha. Estaba preocupado por la granja y las mejoras, y se dedicaba constantemente a calcular cuándo tendría otro carnero o una camada nueva de lechones. Inicialmente, se le había ocurrido, hacer trabajar fuerte a Pablo; pero no había echado en saco roto el consejo de Osvaldo, y ahora meditaba sobre la forma de inducir a Pablo a bajar al foso de aserradero, lo cual no sólo era un trabajo pesado, sino también desagradable, dado el aserrín que le caería en los ojos. Las cavilaciones de Humphrey fueron interrumpidas por un llamado, y al volverse en dirección a la voz advirtió a Eduardo y desvió la carreta para reunírsele.

   -Llegas a tiempo, Humphrey; tengo alguna provisión para la alacena de Alicia. Tomé mi escopeta y fui por el sendero que sabía tomarías al volver, y he matado a un joven gamo. Es buena carne y estamos escasos de provisiones.

   Humphrey le ayudó a Eduardo a poner la carne de venado en la carreta y volvieron a la cabaña, que no distaba más de cinco kilómetros. Humphrey le explicó a Eduardo el resultado de su viaje y le propuso luego que se quedara en casa unos días y le ayudara a hacer el nuevo cerco. Eduardo consintió en ello de buena gana y apenas hubieron llegado a la cabaña y Humphrey se hubo desayunado, tomaron sus hachas y fueron a derribar un grupo de pequeños pinabetes existente a un kilómetro y medio de allí, aproximadamente.



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Capítulo XIV

   -Y bien, Humphrey..., ¿qué piensas hacer?

   -Lo siguiente -replicó Humphrey-: he marcado unos tres acres de terreno que se extiende en línea recta detrás del jardín. Allí no hay un solo árbol y sí buen pastaje. Lo que me propongo hacer, es cercar el terreno con postes y parapetos del pinabete que vamos a hachar y levantar luego un cerco vivo sobre un bajo terraplén que elevaré alrededor del parapeto. Sé donde hay millares de abrojos, que recogeré en el invierno o a principios de la primavera, ya que el terraplén estará pronto para ellos a esa altura.

   -Bueno, todo eso está muy bien. Pero temo que tardarás mucho en cavar tanta tierra.

   -Sí, claro; pero me sobra abono, Eduardo, y lo esparciré sobre toda esa tierra y entonces ésta se convertirá en rico pastaje y también estará disponible antes que la que podemos obtener del bosque, y será muy útil para alimentar a las vacas y terneros, y aun a Billy si lo necesitamos con urgencia.

   -Todo eso es muy cierto -replicó Eduardo-. De modo que será muy útil de todos modos, aunque no lo caves.

   -Por cierto que si -replicó Humphrey-. Sólo querría que fuesen seis acres en vez de tres.

   -Yo no podría decir otro tanto -replicó Eduardo, riendo -. Tienes ideas harto grandiosas. Piensa solamente en la cantidad de pinabetes que debemos talar para ello, para los postes y parapetos que acabas de proponer. Empecemos con tres acres, Humphrey, y cuando estén cercados puedes empezar a hablar de otros tres.

   -Bueno, Eduardo. Quizá tengas razón -dijo Humphrey-. Mira a Pablo que nos sigue. Supongo que no viene a trabajar, sino a divertirse mirando.

   -No lo creo lo bastante fuerte para hacer un trabajo pesado, Humphrey, aunque parece muy ingenioso.

   -No; estoy de acuerdo contigo. Y si Pablo ha de trabajar, no será ejecutando un trabajo que le preparen. Eso causaría su aversión inmediata. Tengo otro plan para él.

   -¿Cuál, Humphrey?

   -No le propondré trabajo alguno y le haré creer que lo supongo incapaz de hacer nada. Eso le disgustará y creo que así podré obtener de él más trabajo del que piensas, especialmente cuando, una vez que lo haya hecho, yo le exprese mi asombro y lo elogie.

   -La idea no es mala. Influirás sobre su orgullo, que es probablemente más fuerte que su pereza.

   -No lo creo perezoso, pero sí no habituado al trabajo duro. Y habiendo vivido una vida de vagabundaje y ocio, no será muy fácil inducirlo a un trabajo constante y cotidiano, salvo por grados y con los medios que propongo. Ya hemos llegado -continuó Humphrey, tirando al suelo su hacha y su cuchillo de podar, y procediendo a quitarse su jubón-. Ahora demos cumplimiento por un par de horas a la frase de nuestros ascendientes..., o sea: «ganarás el pan con el sudor de tu frente».

   Eduardo siguió el ejemplo de Humphrey, quitándose a su vez el jubón. Escogieron los árboles largos y finos, más adecuados para parapetos, y estaban trabajando concienzudamente, cuando se les acercó Pablo. Habían caído más de una docena de árboles, desplomándose los unos sobre los otros, antes de que se detuvieran un poco para recobrarse.

   -Bueno, Pablo -dijo Humphrey, enjugándose la frente-. Supongo que preferirás mirar, a talar árboles. Y, efectivamente, es mejor.

   -¿Para qué los talan?

   -A fin de hacer postes y parapetos para cercar más terreno. No les dejaré las ramas.

   -No; córtaselas poco a poco y luego pon estuas en la carreta y llévalas a casa.

   Eduardo y Humphrey reanudaron entonces su labor y trabajaron durante otra media hora, haciendo entonces una nueva pausa para tomar aliento.

   -Trabajo duro, Pablo -dijo Humphrey.

   -Sí, muy duro. Pablo no ser lo bastante fuerte.

   -¡Oh, no! Tú eres incapaz de hacer algo de esto, lo sé. Esto no es trabajo para gitanos; los gitanos cogen nidos de pájaros y atrapan conejos.

   -Sí -replicó Pablo, asintiendo y ustedes se los comen.

   -Así es, Pablo -dijo Eduardo-. De modo que tú eres útil a tu manera; porque si Humphrey no tuviera qué comer, no estaría en condiciones de trabajar. El hombre fuerte abate árboles; el hombre débil atrapa conejos.

   -Ambos son útiles -dijo Pablo.

   -Sí; pero el hombre fuerte gusta del trabajo; el hombre débil no gusta del trabajo, Pablo. De modo que vuelve a mirar, porque trabajaremos un rato más.

   -El hombre fuerte abate árboles; el hombre que no es fuerte corta ramas -dijo Pablo, tomando el cuchillo de podar y poniéndose a cercenar las ramas, cosa que hizo con gran destreza y rapidez.

   Eduardo y Humphrey cambiaron miradas y sonrisas, y luego siguieron trabajando en silencio hasta que llegó a su entender, la hora de almorzar. No estaban errados en sus sospechas, aunque no tenían más reloj que su apetito, que, por lo demás, les dice la hora con suma corrección a quienes trabajan fuerte. Alicia había puesto los platos sobre la mesa y se asomaba afuera para ver si venían.

   -Vaya, Pablo... ¿Has estado trabajando? -dijo Edith.

   -Sí, señorita... He trabajado toda la mañana.

   -Por cierto que sí, y lo ha hecho muy bien y ha sido muy útil -dijo Eduardo.

   -Eso te ha dado apetito para el almuerzo, Pablo, ¿verdad? -dijo Humphrey.

   -Lo tengo, sin ese trabajo -respondió el muchacho.

   -Pablo, eres un excelente gitanillo -dijo Edith, acariciándole la cabeza con aire muy protector-. Te dejaré salir conmigo y llevar el cesto para los huevos cuando vuelvas al atardecer.

   -Eso sí que es un premio -dijo Humphrey, riendo.

   Después del almuerzo prosiguieron su labor, y al llegar la hora de la cena habían abatido tantos árboles que resolvieron llevarlos a casa al día siguiente y alinearlos allí en el suelo para descubrir cuántos más necesitarían. Mientras ponían los troncos en la carreta y los transportaban a casa, Pablo consiguió podar las ramas y preparar las estacas para llevárselas. Apenas hubieron talado lo suficiente, llevándose los troncos escogieron los más cortos para postes, y cuando Pablo los hubo despojado de sus ramas, los aserraron en las longitudes adecuadas y luego los trasladaron a la casa. Esto ocupó casi toda la semana, y luego precedieron a cavar agujeros y a insertar los postes en ellos. El parapeto debió ser entonces clavado a los postes, y eso les demoró tres días más, de modo que el cercamiento de los tres acres exigió una quincena de dura labor.

   -Bueno, He aquí un buen trabajo terminado -dijo Humphrey-. Muchas gracias por tu ayuda, Eduardo...., y gracias también a ti, Pablo, porque nos has ayudado realmente muchísimo y eres muy útil, muchacho. Ahora, en cuanto a levantar el terraplén..., tendré que hacerlo cuando disponga de tiempo; pero mi jardín está invadido por la cizaña y necesito que Edith y Alicia me ayuden allí.

   -Si ya no me necesitas, Humphrey -dijo Eduardo-, creo que iré a ver a Osvaldo y me llevaré a Pablo. Quiero saber cómo está ese Corbould y qué dice. Y también si ha vuelto el intendente..., no porque piense acercarme a él o a su buena hijita, pero creo que, de todos modos, puedo ir y que será una buena oportunidad de mostrarle a Pablo el camino de la cabaña de Osvaldo.

   -También yo lo creo así, y cuando vuelvas, Eduardo, uno de nosotros tendrá que ir a Lymington, porque necesito algunas herramientas y Pablo está muy andrajoso. Necesita mejor ropa que esa vieja que le damos si queremos que nos haga recados. ¿No lo crees así?

   -Ciertamente.

   -Y yo necesito mil cosas -dijo Alicia.

   -En realidad, señora... ¿No se contentaría usted con menos de mil?

   -Sí; quizá no necesite tanto como mil, pero, en verdad, me hacen falta muchas y te haré una lista. No, tengo suficientes cazuelas para mi leche, necesito sal, necesito artesas, pero te redactaré una lista y ya verás cuán larga es.

   -Bueno... Supongo que tendrás algo que vender para pagarlas..., ¿no es así?

   -Sí; tengo mucha manteca salada. -¿Qué tienes tú, Edith?

   -¡Oh!, mis pollos no están aún lo bastante crecidos. Apenas lo estén, Humphrey ha de conseguirme algunos patos y gansos, ya que me propongo criar algunos. Y dentro de poco tendré algunos gansos, pero no aún. Tengo que esperar a que Humphrey me construya para ellos el nuevo alojamiento que me ha prometido.

   -Creo que tienes razón, Edith, en cuanto a los patos y gansos; estarán a sus anchas en el agua detrás del patio y yo cavaré para ellos un estanque más grande.

   -Edith, querida mía, tus deditos están hechos para extirpar la cizaña de mis cebollas, y yo querría que lo hicieras mañana por la mañana, si tienes tiempo.

   -Sí, Humphrey; pero mis deditos no olerán muy bien luego.

   -Por lo menos, hasta que te los hayas lavado, supongo; pero hay jabón y agua, como sabes.

   -Sí, lo sé. Pero si quito la cizaña de las cebollas no puedo ayudar a Alicia a hacer la manteca; con todo, si Alicia puede pasarse sin mí, lo haré.

   -Tengo mucha necesidad de unas semillas más y debo redactar mi lista -dijo Humphrey-. Tengo que ir yo mismo a Lymington esta vez, Eduardo, porque te causarán confusión todas nuestras necesidades.

   -Eso no pasará si sé exactamente qué quieres; pero como en realidad no lo sé y probablemente cometería errores, creo que lo mejor será que vayas tú. Pero es hora de acostarse, y como debo partir temprano, buenas noches, hermanas. Les ruego que me den algo de comer antes de partir. Trataré de conseguir algún venado antes de volver y llevaré a Smoker conmigo. Nuestro perro ya está perfectamente restablecido y sus costillas siguen tan fuertes como siempre.

   -Y si matas algún venado, Eduardo -dijo Alicia- deseo que traigas algunas de esas partes que habitualmente tiras, porque te aseguro que, ahora que tengo tres perros, apenas si consigo encontrarles suficiente alimento.

   -No dejaré de hacerlo, Alicia -dijo Eduardo-. Y ahora, nuevamente, buenas noches.

   En las primeras horas de la mañana siguiente, Eduardo tomó su escopeta y emprendió la marcha hacia la cabaña con Pablo y Smoker.

   Eduardo conversó largamente con Pablo sobre su vida anterior y a juzgar por las respuestas que le dio el gitanillo. llegó a la conclusión de que, a pesar de su dudosa educación, no estaba corrompido y tenía un modo de pensar honrado. Mientras caminaban a través de un bosquecillo y Eduardo hablaba aún, Pablo se detuvo y puso la mano ante la boca de Eduardo; luego, inclinándose y al tiempo que asía a Smoker del cuello, señaló con el dedo. Al principio Eduardo nada pudo distinguir, pero eventualmente percibió los cuernos de un animal que acababa de aparecer sobre una loma. Evidentemente, pertenecía al rebaño de los vacunos salvajes. Eduardo amartilló su escopeta y avanzó cautelosamente, mientras Pablo se quedaba en su sitio, conteniendo a Smoker. Apenas se hubo acercado lo suficiente para hacer impacto en la cabeza del animal, Eduardo apuntó e hizo fuego, y Pablo dejó en libertad a Smoker, que saltó sobre la loma. Siguieron al perro y lo sorprendieron cuando se disponía a asir a un ternero parado junto a una vaquillona que Eduardo había matado. Eduardo lo llamó y se acercó al animal: se trataba de una vaquillona hermosa y joven, y el ternero sólo contaba quince días de edad.

   -Ahora no podemos detenernos, Pablo -dijo Eduardo-. A Humphrey le gustaría tener el ternero y nosotros debemos correr nuestro albur de que quede junto a su madre hasta que volvamos. Creo que se quedará un par de días, de modo que sigamos adelante.

   No ocurrieron más aventuras, y los jóvenes llegaron poco después del mediodía a la cabaña de Osvaldo. El guardabosques no estaba en casa y su esposa manifestó la creencia de que estaba en la residencia del intendente, que había vuelto de Londres el día anterior.

   -Pero yo me pondré mi capuchón y veré -dijo la señora.

   A los pocos minutos volvió con Osvaldo.

   -Lamento que haya venido, señor -dijo Osvaldo cuando Eduardo le tendió la mano-, ya que acabo de ver al intendente y éste ha estado formulando muchas preguntas sobre usted. Estoy seguro de que no cree que usted sea el nieto de Jacobo Armitage y supone que yo conozco su verdadera identidad. Me preguntó dónde estaba su cabaña y si yo no podía llevarlo a ella, ya que quería hablar con usted, y dije, que usted le interesaba mucho.

   -¿Y qué le contestó, Osvaldo?

   -Dije que su cabaña distaba un día de viaje de aquí y que yo no estaba seguro de conocer el camino exacto, ya que sólo había ido allí raras veces; pero que sabía dónde encontrar la cabaña después de haber visto los bosques de Arnwood. Le hablé de Corbould y de su tentativa de matarla y montó en cólera. Yo nunca lo había visto impresionado hasta entonces, y la señorita Paciencia se mostró realmente irritada y perpleja y le rogó a su padre que alejara de aquí al agresor apenas se restableciera. El señor Heatherstone replicó: «Deja eso por mi cuenta, querida». Me preguntó luego cómo explicaba Corbould su caída en el foso. Le dije que Corbould manifestaba haber estado siguiendo a un ciervo, al cual había herido de gravedad al mediodía, y que no había podido capturarlo por falta de un perro, aun sabiendo por su sangrante huella que no podría resistir durante mucho tiempo; que lo había seguido hasta la caída de la noche y que lo veía ya y estaba próximo a él cuando había caído en el foso.

   -Pues la historia no estaba mal urdida -dijo, Eduardo-. Sólo que, en vez de ciervo, léase hombre. ¿Y qué dijo el intendente al oír eso?

   -Dijo que le creía a usted y que el relato de Corbould era falso, ya que, si hubiese estado siguiendo a un ciervo, nadie se habría enterado de su caída en el foso y estaría aún allí. Se me olvidaba completamente agregar que, cuando el intendente dijo que quería visitar su cabaña, la señorita dijo que iría con él, ya que usted le había dicho que vivía con dos hermanas, y sentía muchos deseos de verlas y trabar amistad con ellas.

   -Temo que será imposible impedir esa visita, Osvaldo -dijo Eduardo-. Heatherstone manda aquí, y el bosque está a su cargo.. Debemos preverlo. Sólo me gustaría, si fuera posible, estar advertido de su visita, para podernos preparar.

   -Usted no necesita preparación si él viene, señor -replicó Osvaldo.

   -Muy cierto -dijo Eduardo-. Nada tenemos que ocultar. Y si nos encuentra en un apuro, no tiene importancia.

   -Tanto mejor, señor -replicó Osvaldo-. Que sus hermanas estén en el lavadero y usted y su hermano acarreando estiércol; así será más fácil que él no sospeche su verdadera identidad.

   ¿Tiene usted alguna noticia de Londres, Osvaldo?

   -Todavía no. Yo estaba ausente ayer par la noche, cuando volvió el señor Heatherstone, y no lo vi esta mañana. Mientras usted almuerza, iré a la cocina. Y si él no está allí, estará con seguridad Hebe para decirme todo lo que ha oído.

   -No diga que estoy aquí, Osvaldo, ya que no quiero verme con el intendente.

   -Está bien, señor; pero usted debe quedarse en la cabaña o lo verán otros, y Heatherstone se enterará de su presencia.

   La esposa de Osvaldo le puso entonces delante un gran pastel y una hogaza de pan de trigo, con una jarra de buena cerveza. Eduardo le sirvió una buena porción a Pablo y luego llenó su propio plato. Mientras se ocupaban de esto, Osvaldo Partridge había salido de su cabaña, según lo convenido.

   -¿Qué me dices, Pablo? ¿Crees poder regresar a pie esta noche?

   -Sí. Me gusta caminar de noche. Como les gusta a los míos, que duermen de día.

   -Bueno, creo que lo mejor será irse a casa. Osvaldo tiene una sola cama y yo no quiero que sepan que estoy aquí; de modo que ahora debemos comer abundantemente. Pablo, y entonces no nos sentiremos tan fatigados. Quiero volver a casa para poder enviar a Humphrey por el ternero.

   -Aquí hay una cama, quédese -dijo Pablo-. Yo me vuelvo a casa y se lo digo al señorito Humphrey.

   -¿Crees poder hallar el camino, Pablo?

   -Cuando recorro un camino, ya lo conozco para siempre.

   -Eres un muchacho inteligente, Pablo, y pienso ponerte a prueba. Ahora toma un poco de cerveza. Opino, Pablo, que debes ir a casa y decirle a Humphrey que yo y Smoker estaremos donde yace muerta la vaquillona y que la haremos desollar mañana a las nueve de la mañana; de modo que, si él viene, me encontrará allí.

   -Sí; iré ahora mismo.

   -No, ahora no; debes descansar un poco más.

   -Pablo no cansado -replicó el gitanillo, levantándose-. Volver después de la cena. Mientras voy a mirar al ternero y vaca muerta... Ver si ternero se queda con madre.

   -Bueno. Si lo quieres, puedes hacerlo ahora -dijo Eduardo.

   Pablo asintió y desapareció.

   A los pocos minutos, Osvaldo hizo su aparición.

   -¿Se ha ido ese muchacho?

   -Sí. Ha vuelto a la cabaña.

   Y Eduardo centó cómo había matado a la vaquillona y que quería conseguir el ternero.

   -Se me ocurre que ese muchacho les resultará a ustedes muy útil si saben manejarlo.

   -También yo lo creo -replicó Eduardo-. Y me alegro de notar que ya siente apego por todos nosotros. Lo tratamos como si fuera de la familia.

   -Tiene razón. Y ahora, las noticias que tengo para usted. El duque de Hamilton, el conde de Holland y lord Capel han sido juzgados, condenados y ejecutados.

   Eduardo suspiró.

   -¡Más asesinatos! Pero debíamos esperarlo de los que han matado a su rey. ¿Eso es todo?

   -No. El rey Carlos II ha sido proclamado en Escocia y se lo ha invitado a venir.

   -Eso sí que es una noticia -replicó Eduardo-. ¿Dónde está ahora?

   -En La Haya. Pero dijo que iba a París.

   -¿Eso es todo lo que ha oído decir?

   -Sí; lo que se decía cuando el señor Heatherstone estaba en la ciudad. Su criado Sansón me dijo las noticias, y agregó que «el viaje de su padre a Londres era para oponerse a la ejecución de los tres lores, pero que todo había sido inútil».

   -Bueno -replicó Eduardo-. Si el rey viene, habrá algún trabajo para todos nosotros, seguramente. Sus noticias me han dado fiebre -continuó el joven, tomando la jarra y bebiendo un gran trago de cerveza

   -Lo suponía -replicó Osvaldo-. Pero hasta que llegue la hora, cuanto más sosegado se conserve usted, mejor.

   -Sí, Osvaldo. Pero no puedo hablar más; necesito estar solo para pensar. Tengo que ir a la cama, ya que debo madrugar. ¿Se está restableciendo ese Corbould?

   -Sí, señor. Se ha levantado y anda a ratos con un bastón; pero renguea y seguirá rengueando durante algún tiempo.

   -Buenas noches, Osvaldo; si tengo algo que decirle le escribiré y le mandaré la misiva con ese muchacho. No quiero que vuelvan a verme por aquí.

   -Será mejor, señor. Buenas noches. Pondré a Smoker en la perrera de la derecha, ya que no trabaría mucha amistad con los demás perros.

   Eduardo se retiró, acostándose, pero no para dormir. Los escoceses habían proclamado al rey, invitándolo a venir. «Sin duda vendrá -pensó Eduardo-, y lo rodeará un ejército apenas desembarque». El joven decidió unirse al ejército apenas llegara la noticia del desembarco del rey, y entre sus cavilaciones sobre si podría hacerlo y sus castillos en el aire sobre lo que haría, tardó en quedarse dormido. Y cuando lo hizo soñó con batallas y victorias. Cargaba a la cabeza de sus tropas, estaba rodeado de moribundos y muertos, y luego no se sabe cómo volvía a restablecerse, como por arte de magia. Y luego cambió la escena y se vió salvando a Paciencia Heatherstone de sus propios soldados sin ley y salvándole la vida a su padre, próximo a ser sacrificado. Y finalmente despertó y notó que la luz del día asomaba por las ventanas y que había dormido más de lo que se proponía. Se levantó y se vistió rápidamente, y sin esperar el desayuno se fue a la perrera, liberó a Smoker de su cautiverio y emprendió el regreso.

   Antes de las nueve de la mañana había llegado al sitio dande yacía la vaquillona. El ternero seguía aún a su lado, balando y rondando con desasosiego. Cuando Eduardo se acercó con el perro, el ternero se alejó un poco y esperó. Eduardo sacó su cuchillo, y comenzó a desollar a la vaquillona y luego le sacó las entrañas. El animal estaba completamente fresco y sano, pero no muy gordo, como podría suponerse. Mientras hacía esto, Smoker gruñó y se abalanzó hacia la cabaña, y Eduardo pensó que Humphrey debía estar cerca. A los pocos minutos, entre los árboles apareció el petiso arrastrando la carreta y Smoker saltando hacia su amigo Billy.

   -Buenos días, Humphrey -dijo Eduardo-. Estoy casi pronto, pero..., ¿cómo hemos de llevar al ternero? Es salvaje como un ciervo.

   -Será difícil si Smoker no puede derribarlo -dijo Humphrey.

   -Yo lo dominaré con Smoker -dijo Pablo.

   -¿Cómo te las compondrás, Pablo?

   Pablo fue hacia la carreta y sacó una cuerda larga y fina que trajera Humphrey, e hizo un lazo en su extremo; arrolló la cuerda en su mano y luego la tiró cuan larga era, a modo de ensayo.

   -Así conseguiré dominarlo, con tal de acercarme lo suficiente. Así se sujeta a los toros en España... A esto lo llaman lazo. Ahora vengan conmigo.

   Pablo volvió a arrellar la cuerda y se ubicó del otro lado del ternero, que mugía aún a unos doscientos metros de distancia.

   -Ahora dígale, a Smoker -exclamó Pablo.

   Humphrey lanzó a Smoker contra el ternero, que retrocedió, oponiendo la cabeza a su embestida; Pablo se mantuvo detrás del animal, mientras Smoker lo atacaba y lo empujaba hacia él.

   Apenas el ternero, tan atareado con el perro que no había advertido a Pablo, se le aproximó lo suficiente, Pablo arrojó su lazo y apresó el pescuezo del animal. El ternero galopó hacia Humphrey y arrastró en pos a Pablo, ya que este último, no era lo bastante fuerte para sujetarlo.

   Humphrey acudió en su ayuda y luego lo hizo Eduardo, y el ternero fue derribado por Smoker, que lo aferró del cuello, y el animal fue amarrado y puesto en la carreta en pocos minutos.

   -¡Buen trabajo, Pablo! Eres un muchacho inteligente -dijo Eduardo-, y este ternero será tuyo.

   -Es una ternera -dijo,Humphrey-. Lo cual me alegra. Pablo, te has portado muy bien, y, como dice Eduardo, este animal te pertenece.

   Pablo pareció complacido, pero nada dijo.

   La carne y el cuero de la vaquillona fueron colocados en la carreta con algunos de los desechos pedidos por Alicia para los perros, y emprendieron el regreso.

   Humphrey se sentía muy ansioso de ir a Lymington y no lamentó llevarse alguna carne. Resolvió partir a la mañana siguiente, y Eduardo propuso llevarse consigo a Pablo, para que conociera el camino en caso de emergencia, porque ambos presentían que el gitanillo era digno de confianza. Eduardo dijo que se quedaría en casa con sus hermanas y trataría de serle útil en algo a Alicia; en caso contrarios habría trabajo en el jardín.

   Humphrey y Pablo se fueron después del desayuno con Billy, llevándose la carne y la piel de la vaquillona en la carreta. Humphrey tenía también un gran cesto de huevos y tres docenas de pollos que le diera Alicia y que debía vender, y una lista, larga como la cauda de un cometa, de cosas que él y Edith necesitaban. Afortunadamente, a pesar de su extensión, en la lista no había cosas muy costosas; pero las mujeres de entonces necesitaban agujas, alfileres, botones, cintas métricas, estambre, hilo y cien cosas más, lo mismo que ahora. Apenas se hubieron ido, Eduardo, que seguía construyendo sus castillos en el aire, en vez de ofrecerle sus servicios a Alicia sacó la espada de su padre y empezó a limpiarla. Cuando la hubo limpiado a satisfacción, se sintió menos ganoso que nunca de hacer algo; de modo que, después del almuerzo, tomó su escopeta y se internó en el bosque, para poder abandonarse a sus sueños. Siguió andando, absolutamente inconsciente de la dirección que seguía, y más de una vez una rama inadvertida le había hecho saltar el sombrero de la cabeza -por la mejor de las razones posibles, ya que tenía les ojos fijos en el suelo-, cuando resonó en sus oídos el relincho de un caballo. Miró y advirtió que estaba cerca de una manada de petisos salvajes, la primera que veía en el bosque. Esto lo hizo volver en sí y miró en torno.

   «¿Dónde he estado vagando? -pensó-. Hasta ahora, jamás me había topado con uno de los petisos del bosque; de modo que debo haber tomado una dirección completamente opuesta a la de costumbre. No sé dónde estoy: el paisaje es nuevo para mí. ¡Qué estúpido soy! Es una suerte que sólo Humphrey cave trampas, porque, en caso contrario, yo estaría probablemente en una de ellas a esta altura. Y he llevado mi escopeta y dejado el perro en casa. Bueno, supongo que podré encontrar el camino de regreso..»

   Eduardo examinó a toda la manada de petisos, que no estaban muy lejos. Entre ellos había un par de buenos caballos, que parecían ser los jefes de la manada. Permitieron que Eduardo se les acercara a unos doscientos metros, y entonces, las crines y las colas al viento, se alejaron al galope.

   «Ahora sorprenderé a Humphrey cuando vuelva -pensó Eduardo-. Dice que Billy se está volviendo viejo y que quisiera tener otro petiso. Le diré cuán numerosos son y prepondré que invente la manera de atrapar alguno. El problema será difícil para él; pero estoy seguro de que lo intentará, porque es muy ingenioso. Y ahora..., ¿qué camino tomo para volver a casa? Creo que debiera dirigirme al norte. Pero..., ¿dónde queda el norte? Porque el sol no ha salido y ahora noto que quiere llover. ¿Desde cuándo estaré andando? Con seguridad que no lo sé.»

   Entonces Eduardo siguió presurosamente una dirección que consideraba podría llevarlo a su casa, y caminó con rapidez; pero reincidió en su hábito de construir castillos en el aire, y se dijo:

   «¡El rey proclamado en Escocia! Vendrá, desde luego. Me uniré a su ejército, y entonces...»

   Así prosiguió su camino, absorbido nuevamente por las noticias sabidas por medio de Osvaldo, hasta que se recobró súbitamente y advirtió que había perdido de vista el matorral de la alta colina, al cual había estado dirigiendo sus pasos. ¿Dónde estaría aquello? dio vueltas y más vueltas y finalmente descubrió que se había estado alejando del matorral. «No debo seguir soñando -pensó-. Si me abandono a nuevos sueños, no dormiré ni soñaré ciertamente esta noche. Está escureciendo ya y heme aquí, perdido en el bosque, todo por culpa de mi estupidez. Si las estrellas no brillan, no sabré cómo orientar mis pasos; en verdad, aunque brillen, no sabré si he caminado hacia el sur o el norte, y lo cierto es que estoy en un buen aprieto... Y no porque me importe estar en el boscue durante una noche como ésta; pero mis hermanas y Humphrey se sentirán alarmados por mi ausencia. Lo mejor que puedo hacer, es resolver si me conviene seguir en línea recta y hacerlo. Entonces saldré de una vez del bosque, aunque lo cruce transversalmente. Eso será mejor que retroceder y avanzar, o dar vueltas, como lo haría de otro modo, como un cachorro que intenta morderse su propia cola. ¡De modo que brillad, estrellas!»

   Eduardo esperó a que se distinguiera la Osa Mayor, que conocía muy bien, y luego la estrella polar. Apenas se hubo cerciorado de la presencia de ambas, resolvió orientarse por ellas dirigiéndose al norte, y así lo hizo, viajando a veces con rapidez y en otras ocasiones con un trote constante durante cerca de un kilómetro sin detenerse. Mientras tanto, observó debajo de algunos árboles una chispa. Al principio, creyó que se trataba de una luciérnaga, pero aquello parecía más bien el choque de un pedernal contra el acero.. Y cuando vió aquello por segunda vez, se detuvo para poder cerciorarse de qué se trataba antes de seguir avanzando.

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