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Capítulo XV

   Reinaba ya una intensa niebla, pues no había luna y las estrellas eran oscurecidas a menudo por las nubes, densas y traídas por el viento, que estaba muy alto. La luz reapareció y esta vez Eduardo oyó el choque del pedernal contra el acero y tuvo la certeza de que alguien encendía una luz. Avanzó muy cautelosamente y llegó hasta un gran árbol, detrás del cual se quedó para reconocer el terreno. Aquella gente, sean quienes fueren, no estaban a más de unos treinta metros de él. Una luz proyectó sus rayos durante un par de instantes, y Eduardo pudo distinguir a una figura arrodillada que sujetaba su sombrero para protegerlo del viento; luego aquello brilló más y vio que habían encendido una linterna, y repentinamente volvió a reinar la oscuridad. De modo que Eduardo se convenció inmediatamente de que habían encendido y luego cerrado una linterna sorda. Desde luego, no tenía la menor idea de quién era aquella gente; pero resolvió averiguarlo, si podía, antes de abordarlos y preguntarles qué camino debía seguir.

   «No tienen perro -pensó-, porque habría gruñido ya, y es una suerte que tampoco yo lo haya llevado conmigo.»

   Después de esto, Eduardo se acercó silenciosamente, arrastrándose. El viento, que era fuerte, soplaba desde donde estaban hacia el sitio donde se hallaba Eduardo, de modo que había menos probabilidades de que lo oyeran acercarse.

   El joven avanzó sobre las manos y las rodillas y se arrastró por el helechal hasta llegar a otro árbol, a diez metros de los desconocidos, desde donde podría oír su plática. Tomaba estas precauciones porque Osvaldo le había dicho que en el bosque habían sentado sus reales muchos soldados dispersos, que habían cometido diversas depredaciones en las casas contiguas, volviendo siempre al bosque como si se tratara de un lugar de cita. Eduardo escuchó y le oyó decir a uno de ellos: -¡No es hora aún! No no. Demasiado pronto. Falta media hora o más. La gente de Lymington que les compra lo que necesitan se lo trae siempre de noche, para que no descubran su refugio. A veces no abandonan la cabaña hasta dos horas después de anochecer, porque no dejan Lymington para ir allí hasta que oscurece.

   -¿Sabes quién los provee de alimento?

   -Sí. La gente de la posada de la calle Parliament..., no recuerdo el nombre del letrero.

   -¡Oh, ya sé! ¡Sí, el posadero es un perfecto realista en el fondo! Podríamos exprimirlo muy bien si nos atreviéramos a mostrarnos en Lymington.

   -Sí, pero ellos nos exprimirían el cuello más de lo agradable, supongo -replicó el otro.

   -¿Estás seguro de que tiene dinero?

   -Completamente seguro, porque he atisbado por entre las hendiduras de las persianas y le he visto pagar las cosas que le traían. Lo sacaba de una bolsa de lona y aquello era oro.

   -¿Y dónde puso la bolsa después de pagarles?

   -No sabría decírtelo. Porque sabiendo que saldrían poco después de cobrar, me vi obligado a batirme en retirada para que no me vieran.

   -Bueno... ¿Cómo haremos eso?

   -Debemos empezar por llamar a la puerta y tratar de que nos admitan como viajeros extraviados. Si eso no logra éxito -y temo que así sea- mientras tú sigues insistiendo en que te dejen entrar ante la puerta y distraes su atención, probaré la puerta de atrás que lleva al jardín, y si no la puerta, probaré la ventana. He examinado bien ambas y he estado fuera cuando él cerraba sus persianas y conozco los cierres. Después de sacar un panel, podría abrirlas de inmediato.

   -¿Hay alguien más fuera de él en la cabaña?

   -Sí, un muchacho que lo cuida y va a Lymington por él.

   -¿No hay mujeres?

   -Ni una.

   -Pero... ¿crees que bastaremos los dos? ¿No será mejor conseguir alguna ayuda? Están Broom y Black el gitano, en el lugar de la cita. Puedo ir por ellos y volver a tiempo. Son intrépidos y leales.

   -Bastante intrépidos, pero no leales. No, no. No quiero socios en este negocio y ya sabes lo mal que se portaron en el último asunto. Juraría que sólo exhibieron la mitad en el último robo. Me gusta el honor entre caballeros y soldados, y es por eso que te he elegido a ti. Sé que puedo confiar en ti, Benjamín. Bueno... ¿Qué me dices? Somos dos contra uno, ya que no, cuento al niño. ¿Partimos?

   -Te acompaño. Dices que hay una bolsa de oro y vale la pena de pelear por eso.

   -Sí, Ben, y te diré: con lo que tenemos enterrado y mi parte de esa bolsa, creo que tendré bastante. Y me iré a los Países Bajos, porque Inglaterra se está volviendo harto caliente para mí.

   -Pues yo no iré aún -respondió Benjamín-. No me gustan tus tierras extrañas; no hay buena cerveza y no entiendo su lenguaje. Prefiero quedarme en la vieja y alegre Inglaterra, donde me espera el dogal de la horca, a pasarme la vida con un grupo de individuos que no beben más que Schiedam y usan veinte pares de polainas. Ven, partamos. Si conseguimos el dinero, tú irás a los Países Bajos, Will, y yo me dirigiré al norte, donde no me conocen..., porque si tú te vas no me quedo aquí.

   Entonces, ambos desconocidos se levantaron, y el que se llamaba Will se cercioró pronto de si la vela de la linterna sorda ardía bien, y luego, ambos emprendieron la marcha, seguidos por Eduardo, que había oído lo suficiente para sospechar que se proponían un robo... sino un asesinato. El joven los siguió, de modo tal que las figuras de ambos no se le perdieran de vista, ya que esto era lo más que podía hacer a veinte metros de distancia. Afortunadamente, el viento era tan violento que ellos no oyeron sus pasos, aunque Eduardo pisaba a menudo una ramita podrida, que causaba un chasquido al quebrarse. Por lo que Eduardo podía barruntar, les había seguido el rastro por espacio de unos cinco kilómetros, cuando se detuvieron y notó que examinaban sus pistolas, que sacaron del cinto. Luego prosiguieron la marcha y entraron en una pequeña plantación de robles, cuya vegetación databa de unos cuarenta años..., muy gruesa y oscura, con tupida maleza debajo. Cruzaron el uno tras del otro un angosto sendero hasta llegar a un claro situado en el centro de la plantación, en que se erguía una baja cabaña, rodeada de espesura por todas partes, salvo unos treinta metros de tierra. Todo estaba en silencio y la tiniebla era impenetrable. Eduardo se quedó detrás de los árboles y cuando ambos volvieron a detenerse, estaba a menos de dos metros de ellos. Se consultaron en voz baja, pero el viento era tan fuerte que el joven no pudo percibir claramente sus palabras. Por fin, avanzaron hacia la cabaña y Eduardo, que permanecía aún entre los árboles, cambió de posición para estar frente a la pared lateral de la vivienda. Observó que uno de los hombres se acercaba a la puerta principal, mientras que el otro daba la vuelta arrimándose a la puerta trasera, de acuerdo con lo convenido. Eduardo abrió la cazoleta de la llave de su arma y se cercioró de la carga y luego esperó lo que ocurriría, Oyó al hombre llamado Will que, en la puerta principal, hablaba y pedía hospitalidad con voz quejumbrosa pero sonora, y a poco advirtió una luz entre las hendiduras de las persianas..., ya que Eduardo cambiaba constantemente de posición para ver qué ocurría en el frente de la casa o en sus fondos. Por un momento pensó en apuntar con su escopeta y en matar inmediatamente a uno de aquellos hombres, pero no pudo resolverse a hacerlo, ya que, aunque los desconocidos se habían propuesto un asalto a mano armada, no lo habían cometido aún. De modo que esperó pasivamente a que ejecutaran el ataque, momento en que decidiría acudir en socorro de los ocupantes de la casa. Después de suplicar por espacio de algunos minutos que le abrieran la puerta, el hombre del frente comenzó a golpear ésta y a redoblar con los puños, como si se propusiera conseguirlo por la fuerza, pero esto sólo era para llamarles la atención a los moradores y distraerlos así de las tentativas del otro para entrar por la zaga. Eduardo advirtió esto; ahora observó lo que estaba ocurriendo en los fondos. Al acercarse más, cosa que se arriesgó a hacer ahora que ambos hombres estaban tan ocupados, notó que el desconocido de los fondos había conseguido abrir la ventana contigua a la puerta trasera y permanecía junto a ella con una pistola en la mano, no queriendo al parecer correr el riesgo de trepar a la ventana. Eduardo se deslizó bajo los colgadizas de la cabaña, a dos metros escasos del desconocido, que seguía dándole parcialmente la espalda. Después de comprobar que había logrado ubicarse en aquella posición sin ser advertido, el joven se agazapó con la escopeta pronta.

   Mientras permanecía así, oyó gritar a una voz chillona:

   -¡Están entrando por detrás!

   Y hubo ruido de movimiento en la cabaña. El hombre próximo a Eduardo, que tenía la pistola en la mano, pasó el brazo por la ventana y disparó al interior. Se oyó un gemido y Eduardo disparó su escopeta contra el cuerpo del hombre, que cayó de inmediato. El joven volvió a cargar el arma en un abrir y cerrar de ojos y en el ínterin oyó que alguien violentaba la puerta del frente y rumor de detonaciones; luego el silencio reinó, por unos instantes y sólo se oyó gemir a alguien dentro. Apenas hubo vuelto a cargar el arma, Eduardo dio la vuelta hasta el frente de la cabaña, donde encontró al llamado Ben tendido sobre el umbral de la puerta abierta. El joven pasó por sobre el cuerpo y al mirar el interior del aposento, advirtió un cuerpo tendido en el suelo y a un adolescente que lloraba sobre él.

   -No se alarme. Soy un amigo -dijo Eduardo, acercándose adonde se hallaba el cuerpo, y tomando la luz que estaba en el otro extremo del aposento la puso en el suelo, para poder examinar el estado de aquella persona que respiraba pesadamente, y al parecer estaba herida de gravedad. -Levántese, muchacho, y déjeme ver si puedo servir de algo.

   -Ah, no! -exclamó el adolescente, apartándose de las sienes el largo cabello-. ¡Se está desangrando y morirá.

   -Tráigame pronto un poco de agua -dijo Eduardo- mientras busco la herida.

   El muchacho corrió en procura de agua y Eduardo descubrió que la bala había penetrado en el cuello, por sobre la clavícula, y que la sangre brotaba de la boca de aquel hombre, a quien el derrame sofocaba. A pesar de su ignorancia en punto a cirugía, Eduardo pensó que semejante herida debía ser mortal, pero el hombre no sólo estaba vivo, sino sensible y aunque no lograba preferir una sola palabra, hablaba con los ojos y con señas. Alzó la mano y se señaló primero a sí mismo y meneó la cabeza, como para dar a entender que para él todo había terminado, y luego volvió la cabeza, como buscando al muchacho, que ahora había vuelto con el agua. Cuando éste se hubo arrodillado a su lado, sollozando, amargamente, el hombre lo señaló, y lo hizo con aire tan implorante que Eduardo comprendió de inmediato lo que quería: protección para el niño. Aquello no era susceptible de dos interpretaciones y... ¿qué podía hacer Eduardo sino prometérselo al moribundo? Su generoso temperamento no pudo rehusarlo y dijo:

   -Ya comprendo; usted quiere que yo cuide de su niño cuando no esté en el mundo. ¿No es así?

   El herido hizo un signo de asentimiento.

   -Le prometo que lo haré. Lo llevaré a vivir con mi propia familia y lo compartirá todo con nosotros,

   El hombre volvió a alzar la mano y en sus facciones se advirtió un destello de gozo cuando tomó la mano del muchacho y la puso en la de Eduardo. Sus ojos se fijaron luego en éste, como para investigar su carácter estudiando sus facciones, mientras el joven le bañaba las sienes y le lavaba la sangre de la boca con el agua traída por el muchacho, que parecía poseído, por una pena tan violenta que le paralizaba los sentidos. Al minuto o dos, otro derrame de sangre sofocó al herido, que después de breve lucha se desplomó muerto.

   «¡Ha muerto! -pensó Eduardo-. Y... ¿qué hacer ahora? Debo empezar por asegurarme de si los dos villanos están muertos o no.»

   Eduardo tomó una luz y examinó el cuerpo de Ben, tendido sobre el umbral; aquel hombre estaba muerto, ya que la bala le había penetrado en el cráneo. Eduardo empezó a dar la vuelta a la cabaña para indagar el estado del otro hombre, contra quien disparara él mismo, pero el viento estuvo a punto de apagarle la luz y por ello volvió a la habitación y dejó la linterna en el suelo, cerca del sitio en que el muchacho yacía insensible sobre el cadáver del hombre que muriera en los brazos de Eduardo y luego salió sin luz, y con su escopeta, dirigiéndose al otro lado de la cabaña, donde cayera el otro ladrón. Cuando se acercaba, oyó que una débil voz decía:

   -¡Ben, Ben, un poco de agua por amor de Dios! ¡Ben, soy hombre acabado!

   Eduardo, sin responder, volvió al aposento en procura de agua, que le llevó al herido y se la acercó a los labios. Se sentía obligado por razones de humanidad a obrar así con un moribundo, por bribón que fuese. La oscuridad persistía, pero no era tan densa como antes, porque la luna acababa de salir.

   El hombre bebió el agua ávidamente y dijo:

   -Ben, ahora puedo hablar, pero por poco tiempo.

   Luego volvió a acercarse el cuenco y después de haber bebido, dijo, en frases entrecortadas:

   -Siento que..., que me estoy desangrando mortalmente... por dentro.

   Luego hizo una pausa.

   -Ya sabes, el roble..., herido por el rayo..., a un kilómetro y medio al norte... de esto. ¡Oh, me muero pronto! Tres metros al sur del roble... enterré todo mi dinero. Es tuyo. Oh, otro trago.

   El hombre procuró nuevamente beber del cuenco ofrecido por Eduardo, pero cuando hacía la tentativa, cayó hacia atrás con un gemido.

   Eduardo, advirtiendo que había muerto, volvió a la cabaña en busca del muchacho, que seguía postrado abrazando el otro cadáver. Entonces el joven meditó sobre lo que podía hacer. A poco decidió arrastrar afuera el cadáver del llamado Ben y cerrar luego la puerta. Hizo esto no sin dificultad y luego aseguró la ventana que había sido forzada desde fuera. Antes sacó al muchacho, que yacía con el rostro oculto sobre el cadáver, y parecía sumido en un estado de insensibilidad. Aunque su vestimenta era sencilla, su cuerpo no era evidentemente el de un rústico. Las facciones eran bellas y tenía cuidadosamente recortada la barba; las manos eran blancas y los dedos largos, y a todas luces jamás habían sido usadas para el trabajo. Evidentemente, era una persona de rango, disfrazada de rústico, y esto estaba corroborado por la conversación sostenida por los dos ladrones. «¡Ay! -pensó Eduardo-. La familia de Arnwood no parece ser la única gente disfrazada de este bosque. ¡Pobre muchacho! No debe quedarse aquí». El joven miró a su alrededor y notó un lecho en el cuarto contiguo, cuya puerta estaba abierta; alzó en vilo al muchacho y lo llevó al cuarto, casi insensible, y lo depositó en el lecho. Después fue por más agua, que encontró, y le echó en la cara y vertió en su boca. Gradualmente el muchacho empezó a moverse y se recobró de su estupor, y entonces Eduardo le acercó el agua a la boca y le hizo beber un poco, y luego, al recordar bruscamente lo sucedido, lanzó un gemido de sufrimiento y estalló en un paroxismo de lágrimas. Unas terminaron en sollozos convulsivos y sordos gemidos. Eduardo sintió que no podía hacer más por el momento y que era preferible dejarlo por un tiempo para que desahogara su pena. El joven se sentó sobre un escabel junto al huérfano y se quedó algún tiempo sumido en hondas y melancólicas cavilaciones.

   «¡Cuán extraño es -pensó finalmente- que yo sienta ahora tan poco, rodeado, como estoy por la muerte, si se lo compara con lo que sentí al morir el buen viejo Jacobo Armitage! Entonces quedé profundamente conmovido y la muerte me inspiró terror. Ahora, ya no la temo. ¿Será porque amaba al buen viejo y sentía que acababa de perder a un amigo? No. La causa no puede ser ésa; quizá yo sintiera más pena, pero no dolor ni turbación. ¿O será porque era la primera vez que veía a la muerte y es la primera visión de la muerte la que impresiona? ¿O porque me he imaginado a diario en el campo de batalla, con centenares de muertos y heridos yaciendo a mi alrededor, en mis sueños.? No lo sé. El pobre Jacobo murió apaciblemente en su lecho, corro un buen cristiano y confiando, después de una vida sin tacha, en hallar piedad por intercesión de su Salvador. Dos de éstos que han muerto ya, de los tres, han sido llamados al cielo en el pináculo de su maldad y en la ejecución misma del crimen, el tercero ha sido suciamente asesinado, y de los tres que yacen muertos, uno ha caído por mi propia mano, y con todo no siento tanto como cuando concurrí al lecho de su muerte y escuché las palabras de despedida de un cristiano moribundo. No puedo explicarlo ni razonar el porqué. Sólo sé que es así y ahora miro la muerte con despreocupación. Bueno, se trata de una especie de preparación para el asesinato en masa y los horrores del campo de batalla, por los que he suspirado, durante tanto tiempo..., y Dios me perdone si he hecho mal. ¡Y ese pobre muchacho! He prometido protegerlo y lo haré. Si dejara de cumplir mi promesa, supongo que el espíritu de su padre (ya que presumo lo es) miraría desde el cielo y me regañaría. No, no. Lo protegeré. Yo y mi hermano y hermanas hemos sido conservados y protegidos y yo sería en realidad un infame si no hiciera por les demás lo que han hecho por mí. Y ahora meditemos en lo que se puede hacer. No debo llevarme al muchacho y sepultar los cadáveres; esa persona tiene amigos en Lymington y esos amigos vendrán aquí. El asesinato ha tenido lugar en el bosque; de modo que debo informar al intendente sobre lo sucedido. Le avisaré a Osvaldo; Humphrey irá a llevarle el recado. ¡Pobre muchacho! ¡Cuán ansiosos deben estar él y mis hermanitas al ver que no vuelvo! Yo lo había olvidado por completo, pero eso no tiene remedio. Esperaré a que amanezca y veremos si el muchacho vuelve un poco en sí y es probable que me diga en qué parte del bosque estoy».

   Eduardo tomó la vela y entró en el cuarto donde dejara al muchacho sobre la cama. Lo encontró sumido en profundo sueño. «Pobrecito -pensó Eduardo-. Ha olvidado, por breve tiempo su dolor. ¡Qué gallardo es! Ansío conocer su historia. Duerme, pobrecito; te hará bien». Eduardo volvió al otro aposento y recordó, o mejor dicho algo le recordó que no había cenado y que el amanecer estaba próximo. Miró el interior de un aparador y encontró abundantes provisiones y algunas botellas de vino y comió con apetito. «Hace mucho que no pruebo el vino -pensó- y pasará mucho tiempo antes de que vuelva a beberlo. Tengo pocas ganas de beberlo ahora; es demasiado ardiente para el paladar. Recuerdo, cuando niño, las ocasiones en que mi padre solía sentarme a la mesa y me daba una copa de clarete, que yo apenas si podía elevar hasta mis labios, para beber a la salud del rey». El recuerdo del rey evocó otros pensamientos en la mente de Eduardo y éste volvió a sumirse en una de sus ensoñaciones, que duraron hasta que empezó a dormitar. Despertó al oír la voz del muchacho, que entre sueños había gritado: «¡Padre!». Eduardo se sobresaltó y advirtió que el sol estaba alto desde hacía una hora y que debía haber dormido algún tiempo. Abrió suavemente la puerta de la cabaña, miró los dos cadáveres y luego salió para inspeccionar la ubicación de la cabaña, que apenas si había distinguido durante la noche. Descubrió que estaba rodeado por un matorral de árboles y maleza, tan tupidos y densos que no advertía salida en ninguna dirección. «¡Qué sitio para ocultarse! -pensó Eduardo-. Pero, con todo esos merodeadores lo descubrieron. Las tropas de caballería podrían registrar el bosque por espacio de meses y no descubrir jamás semejante escondite». Eduardo caminó, bordeando el flanco del bosque para encontrar el sendero por donde habían entrado los ladrones cuando él los siguiera, y finalmente la consiguió. Siguió el sendero del matorral hasta su fin y volvió a internarse en el bosque, pero el paisaje que lo rodeaba le era desconocido y no tenía la menor idea de qué parte del bosque era aquélla. «Debo interrogar al muchacho -se dijo-. Volveré y lo despertaré, porque es hora de que me ponga en marcha». Cuando se estaba internando en el bosque, oyó que un perro empezaba a ladrar, como si estuviera sobre un rastro. El rumor se le acercó cada vez más y Eduardo se quedó para ver qué sería aquello. Al cabo de un momento advirtió a su propio perro, Smoker, que salía saltando de un bosquecillo próximo, seguido por Humphrey y Pablo. Eduardo los llamó a gritos. Smoker saltó hacia él, cubriéndolo de caricias, y al cabo de un instante el joven estaba en los brazos de Humphrey.

   -¡Oh, Eduardo! ¡Déjame antes que nada, agradecerle a Dios! -dijo Humphrey, mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas-. ¡Qué noche hemos pasado? ¿Qué ha ocurrido? El bueno de Pablo pensó en poner sobre la pista a Smoker; le mostró tu chaqueta y se la hizo oler y luego lo condujo hasta tus pisadas. Y el perro lo siguió, por lo visto, a pesar de haber estado dando vueltas en todas direcciones, hasta que finalmente nos trajo hasta ti.

   Eduardo le estrechó la mano a Pablo y le dio las gracias.

   -¿A qué distancia estamos de la cabaña, Humphrey?

   -Unos doce kilómetros me parece, Eduardo..., no más.

   -Bueno, pues tengo mucho que decirte y debo decírtelo en pocas palabras antes de proseguir y luego te lo contaré en detalle.

   Eduardo narró entonces sucintamente lo ocurrido y habiendo preparado a Humphrey y a Pablo para lo que verían, los guió por la espesura hasta la cabaña allí escondida. Humphrey.y Pablo se sintieron muy impresionados por la carnicería que se presentó ante sus ojos, y después de haber mirado los cadáveres empezaron a consultarse sobre lo mejor que se podía hacer.

   La proposición de Eduardo de que Humphrey fuese a comunicarle lo sucedido a Osvaldo, a fin de que se lo hiciese saber al intendente, fue aceptada de buena gana, y se convino en que Pablo volvería para comunicarles a Alicia y Edith que Eduardo estaba a salvo.

   -Pero... ¿en cuanto a ese muchacho, Humphrey? No podemos dejarlo aquí.

   -¿Dónde está?

   -Duerme aún, supongo. La cuestión es saber si irás con el petiso o si caminarás y le dejarás a Pablo que vuelva con el petiso y la carreta, porque yo no me llevaré a ese muchacho ni abandonaré la casa sin retirar los bienes que le pertenecen y sobre los cuales lo interrogaré cuando despierte. Además, según manifestaron los ladrones, hay dinero, y hay que cuidar de éste en beneficio del muchacho.

   -Creo que lo mejor será que yo vaya a pie, Eduardo. Si voy a caballo llegaré a hora demasiado tardía para que pueda hacerse algo antes de la mañana siguiente, pero si voy andando llegaré con suficiente tiempo, de modo que eso está solucionado. Además, eso te dará más tiempo para retirar los efectos del muchacho, que, ya que su padre era, según todas las probabilidades, un realista y hombre perseguido, podrían considerarse confiscables por el gobierno.

   -Muy cierto; de modo que así sea. Ve a casa del intendente. Y tú, Pablo, vete a casa y trae al petiso y la carreta, mientras yo me quedo aquí con el muchacho y lo apronto todo.

   Humphrey y Pablo emprendieron la marcha y luego Eduardo fue a despertar al muchacho, tendido aún sobre la cama.

   -Vamos, debes levantarte. Ya sabes que lo hecho no tiene remedio, y si eres bueno y has leído la Biblia, debes saber que hemos de someternos a la voluntad de Dios, que es nuestro bondadoso Padre en el cielo.

   -¡Ay de mí! -dijo el muchacho que estaba despierto cuando Eduardo se le acercó-. Bien sé cuál es mi deber, pero es un deber penoso y mi corazón está destrozado. He perdido a mi padre, el único amigo que tenía en el mundo. ¿Quién queda para amarme y estimarme ahora? ¿Qué será de mí?

   Yo le prometí a tu padre, antes de que muriese, que cuidaría de ti, pobrecito, y una promesa es sagrada para mí, aunque no se la hubiese hecho a un moribundo. Haré todo lo posible, confía en ello, porque yo mismo he sabido qué significa necesitar y encontrar un protector.

   Vivirás conmigo y con mi hermano y mis hermanas, y compartirás todo lo que tenemos.

   -¿De modo que usted tiene hermanas? -replicó el muchacho.

   -Sí. He enviado por la carreta para sacarte de aquí y esta noche estarás en nuestra cabaña. Pero ahora, dime... No pregunto quién era tu padre o por qué vivía aquí en secreto, como lo descubrí por la conversación sostenida por esos dos ladrones... Pero sí quiero saber... ¿Desde cuándo vives aquí?

   -Desde hace más de un año.

   -¿De quién es esta cabaña?

   -Mi padre la compró cuando vino, ya que esto le parecía más seguro, a fin de que no pudieran descubrirlo o traicionarlo, porque se había fugado de la prisión después de haber sido condenado a muerte por el parlamento.

   -¿De modo que le era leal al rey?

   -Sí que lo era, y ése fue su único crimen.

   -Entonces, no temas, mi buen muchacho. Todos le somos leales al rey como lo era él y nunca será de otro modo. Te lo digo para que puedas confiar en nosotros. En ese caso, ya que la cabaña era suya, también lo eran el mobiliario y los bienes.

   -Sí; todo era suyo.

   -Y ahora es tuyo, ¿verdad?

   -Así lo creo -dijo el muchacho prorrumpiendo en sollozos.

   -Entonces, escúchame. Tu padre está ya a salvo de toda persecución y a ti no te pueden tocar, ya que nada has hecho que pueda agraviarlos, pero, con todos ellos tomarán posesión de los bienes de tu padre apenas se enteren de su muerte y descubran quién era. Por tu bien, quiero evitarte eso y por eso he mandado por la carreta, a fin de poder retirar de la cabaña todo lo que tenga valor, a fin de que pueda ser conservado en beneficio tuyo. Como el asesinato ha sido cometido en el bosque y yo he sido testigo del mismo y además he matado a uno de los ladrones, he considerado correcto comunicárselo al intendente del bosque, para que se entere de lo ocurrido en su jurisdicción. No lo creo un hombre tan malvado como los demás, pero con todo, cuando él venga, quizá considere su deber tomar posesión de todo para el parlamento, ya que seguramente tales son sus órdenes o lo serán cuando se comunique con el parlamento. Ahora bien; se trata de un robo que quiero impedir llevándome tus cosas antes de que ellos vengan, lo cual sucederá mañana, y yo propongo que me acompañes con todo lo que puedas llevarte o que pueda ser útil esta noche.

   -Es usted muy bueno -replicó el muchacho-. Haré todo lo que me diga, pero me siento muy débil y no muy bien de salud.

   -Debes hacer un esfuerzo por tu propio bien, mi pobre amigo. Ven, siéntate y reúne toda tu ropa. Recógelo todo en este cuarto, mientras inspecciono la casa y dime... ¿No tenía algún dinero tu padre? Porque los ladrones dijeron que lo habían visto contarlo sacándolo de una talega, por entre las hendiduras de las persianas y fue ése el motivo del ataque.

   ¡Aborrecible dinero! -exclamó el muchacho-. Sí, lo tenía. Creo que tenía mucho dinero. Pero no sabría decir cuánto.

   -Vamos. Levántate y haz lo que te pido, mi querido niño -dijo Eduardo, alzándolo en sus brazos-. Cuando tu pena haya disminuido, te esperan aún días felices. Tienes en el cielo a un Padre en quien puedes confiar y en Él hallarás paz.

   El niño se levantó y Eduardo cerró la puerta de la habitación, para que no viera el cadáver de su padre.

   -Deposito mi fe en el cielo, buen señor -replicó el muchacho-, porque me ha enviado ya a un buen amigo en mi aflicción. Usted es bueno, estoy seguro de ello. ¡Ay! Cuánto más desdichada habría sido mi condición si usted no hubiese acudido, por suerte, en mi ayuda..., demasiado tarde, en verdad, para salvar a mi pobre padre, pero no demasiado tarde para socorrer y consolar a su hijo. Me iré con usted, porque no puedo quedarme aquí.



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Capítulo XVI

   Eduardo levantó entonces el cobertor del lecho y se fue con él al aposento contiguo. Suavemente, arrastró el cadáver hasta el rincón del cuarto y lo cubrió con el cobertor y luego procedió a examinar los armarios, etc. En uno de ellos encontró una buena cantidad de libros; en otro, ropa blanca de toda clase, gran número de curiosas armas, dos equipos de relucientes armaduras a la usanza de la época, pistolas y escopetas y municiones. Sobre el piso de uno de los armarios había un arcón de hierro de unos cincuenta centímetros por dieciocho pulgadas, cerrado con llave. Eduardo llegó de inmediato a la conclusión de que aquel arcón contenía el dinero del infortunado padre. Pero... ¿dónde estaba la llave? Probablemente sobre su persona. Eduardo no quiso afligir al pobre niño formulándole aquella pregunta, y se acercó al cadáver y le revisó los bolsillos. Encontró un manojo de llaves, que tomó y volvió a su lugar el cobertor. Probó una de las llaves que parecía del tamaño justo y descubrió que se amoldaba exactamente a la cerradura del arcón de hierro. Dándose por satisfecho con esto, no levantó la tapa del arcón, sino que lo arrastró al centro de la habitación. En ésta había muchas cosas de valor: los candelabros eran de plata y había grandes copas del mismo metal. Eduardo recogió todos estos objetos y un reloj, y los colocó en uno de dos grandes canastos que estaban en un extremo de la habitación y que se usaban aparentemente para poner leña. Eduardo recogió todo lo que creyó útil o de valor en beneficio del pobre huérfano. Luego fue a otro pequeño aposento, donde encontró muchos pequeños cofres y baúles cerrados con llave. Los sacó sin mayor examen, presumiendo que contendrían cosas de valor, ya que en caso contrario no habrían estado con llave. Cuando lo hubo recogido todo, advirtió que tenía ya más de lo que podía cargar en un viaje la carreta; y debía llevar consigo alguna ropa de cama, ya que no le sobraba en la cabaña un solo lecho para el muchacho. Eduardo decidió en su fuero interno que esa noche se llevaría las cosas más valiosas, y volvería con la carreta en busca del resto a la mañana siguiente. Era ya algo más del mediodía y Eduardo sacó de los armarios las vituallas que quedaban y fue luego al aposento, donde estaba el muchacho y le rogó que comiera algo. El pobre niño dijo que no tenía apetito, pero Eduardo insistió y lo persuadió finalmente de que comiera algo de pan y bebiera un vaso de vino, lo cual le resultó muy útil. El pobrecito tembló al ver el cadáver cubierto en el rincón del aposento, pero no dijo una sola palabra. Eduardo estaba tratando de hacerle comer algo más, cuando Pablo apareció en el umbral.

   -¿Has recogido todo lo que necesitas en el dormitorio? -dijo Eduardo.

   -Sí, lo he recogido todo.

   -Entonces lo sacaremos. Ven, Pablo, tú nos ayudarás.

   Pablo le hizo unas señas, indicando la puerta. Eduardo salió.

   -Primero, apartar cuerpo de aquí.

   -Sí -respondió Eduardo-. Hay que hacer eso.

   Eduardo y Pablo apartaron el cuerpo del ladrón a un lado de la puerta y le echaron encima una suerte de helechos resecos que había cerca; luego hicieron retroceder la carreta hasta la puerta. Primero subieron el arcón de hierro, luego todos los objetos pesados, tales como las armaduras, escopetas y libros, etcétera, y a esa altura la carreta quedó ya cargada más que a medias. Entonces Eduardo entró en el aposento y sacó los paquetes hechos por el niño y los depositó en la carreta, hasta que el vehículo quedó cargado hasta el tope. Después sacaron algunas frazadas y las extendieron sobre la carga, para que las cosas quedaran sujetas, y luego Eduardo le dijo al niño que todo estaba pronto y que más les valía irse.

   -Sí, estoy pronto -replicó el niño, con ojos llorosos-. Pero déjeme verlo una vez más.

   -Ven, pues -dijo Eduardo, conduciéndolo hasta el cadáver y descubrió el rostro de éste.

   El niño se arrodilló, besó la frente y los fríos labios,volvió a cubrir el rostro y luego se levantó y lloró amargamente sobre el hombro de Eduardo. El joven no intentó consolarlo en su dolor -le pareció preferible que se desahogara- pero al poco rato fue alejando paulatinamente al niño, hasta que salieron de la cabaña.

   -Vamos, pues -dijo Eduardo-. Debemos partir o llegaremos tarde. Mis pobres hermanitas han estado alarmadísimas al ver que yo no volvía anoche y ansío estrecharlas entre mis brazos.

   -Ciertamente que usted debe hacerlo -replicó el niño, secándose las lágrimas- y yo soy muy egoísta. Pongámonos en marcha.

   -No lugar para pasar carreta por el bosque -dijo Pablo-. Difícil con carreta vacía; más difícil aun con carreta llena.

   Y así resultó en efecto y se requirieron todos los esfuerzos unidos de Billy, Eduardo y Pablo para forzar el paso por el angosto sendero con la carreta; pero finalmente lo consiguieron y luego prosiguieron el viaje con paso rápido y a las dos horas avistaron la cabaña. Cuando estuvieron a doscientos metros de ésta, Edith, que había estado alerta, acudió saltando y se arrojó a los brazos de Eduardo y lo cubrió de besos.

   -¡Malo! ¡Qué sustos nos has dado!

   -Mira, Edith, te he traído a un lindo compañerito de juegos. Dale la bienvenida, querida.

   Edith le tendió la mano al niño, mientras lo miraba.

   -Es un lindo chico, Eduardo... Mucho más lindo que Pablo.

   -No, señorita Edith -dijo Pablo-. Pablo más hombre que él.

   -Sí, quizá tú seas más hombre, Pablo, pero no eres tan lindo.

   -¿Y dónde está Alicia?

   -Está preparando la cena y yo no le dije que los vi venir, porque quería ser la primera en besarte.

   -¡Celosilla! Pero ahí viene Alicia. Querida Alicia, has estado muy inquieta, pero la culpa no ha sido mía -dijo Eduardo, besándola-. De no haber estado yo donde estuve, este pobre niño habría sido asesinado como su padre. Dale la bienvenida, Alicia, porque ahora es un huérfano y debe vivir con nosotros. He traído muchas cosas en la carreta, y mañana traeremos más, porque yo no tengo cama para él y de noche deberá dormir conmigo.

   -Lo haremos todo lo feliz que sea posible, Eduardo, y seremos unas hermanas para él -dijo Alicia, mirando al niño, que se estaba sonrojando intensamente-. ¿Qué edad tienes y cómo te llamas?

   -Cumpliré los trece, años en enero -replicó el niño.

   -¿Y tu nombre de pila?

   -Se lo diré a ustedes muy pronto -eludió el niño, confuso.

   Llegaron a la cabaña y Eduardo y Pablo se dedicaban afanosamente a descargar las cosas y a depositarlas en el aposento interior, donde dormía ahora Pablo, cuando Alicia, que había estado hablando con el niño en compañía de Edith, se le acercó a Eduardo y dijo:

   -¡Eduardo, es una niña!

   -¡Una niña! -replicó Eduardo, atónito.

   -Sí, eso me ha dicho y quiso que yo te lo dijera.

   -Pero... ¿Por qué viste ropa de varón?

   -Era el deseo de su padre, ya que él se veía obligado a menudo a enviarla a Lymington a la casa de un amigo y temía que su hija se viese en dificultades. Pero no me ha contado su historia aún: dice que lo hará esta noche.

   -Está bien -replicó Eduardo-. En ese caso, tendrás que hacerle una cama en tu cuarto esta noche. Toma el lecho de Pablo y el gitanillo dormirá esta noche conmigo. Mañana por la mañana traeré más ropa de cama de la cabaña de esa niña.

   -¡Cómo se sorprenderá Humphrey cuando vuelva! -dijo Alicia riendo.

   -Sí... Será una linda esposa para él dentro de algunos años, y quizá sea una rica heredera, porque hay un arcón de hierro con dinero.

   Alicia volvió a acercarse a su nueva amiga y Eduardo y Pablo prosiguieron descargando la carreta.

   -Bueno, Pablo... Supongo que sabiendo que se trata de una niña, admitirás ahora que es más bella que tú... ¿verdad?

   -Oh, sí -replicó Pablo-. Muy linda niña, pero demasiado niña para ser un hermoso muchacho.

   Finalmente lo sacaron todo de la carreta, arrastraron el arcón de hierro al cuarto de Pablo y llevaron a Billy a su establo y le dieron de comer, y por cierto que el caballo se había ganado la cena, porque la carga de la carreta había sido muy pesada. Luego, todos se sentaron a cenar y Eduardo le dijo a su nueva amiga:

   -De modo que, por lo visto, tengo otra hermana en vez de otro hermano. Ahora..., ¿me dirá como se llama?

   -Sí. Mi nombre es Clara.

   -¿Y por qué no me dijo que era una niña?

   -No quise hacerlo porque vestía ropa de hombre y me dio vergüenza; en realidad, me sentía harto desdichada para pensar en lo que era. ¡Pobre padre mío!

   Y Clara estalló en sollozos.

   Alicia y Edith la besaron y consolaron y la niña volvió a calmarse. Terminada ya la cena, se hicieron afanosos preparativos para que Clara pudiese dormir en la habitación de ambas, y luego se entregaron a las plegarias.

   -Tenemos muchos motivos para estar agradecidos, queridas mías -dijo Eduardo-. Estoy seguro de haber pasado por un gran peligro y sólo querría haber sido más útil de lo que fui, pero tal ha sido la voluntad de Dios y no debemos discutir sus disposiciones. Demos las gracias por sus grandes mercedes e inclinémonos sumisos ante sus deseos y oremos por que Él dé paz a la pobre Clarita y calme su congoja.

   Y mientras Eduardo rezaba, la pequeña Clara se arrodilló y sollozó, en tanto que Alicia la acariciaba con el brazo rodeándole la cintura e interrumpía a veces su plegaria para besarla y consolarla. Cuando concluyeron, Alicia la condujo a su alcoba, siguiéndolas Edith, y ambas la acostaron. Eduardo y Pablo se retiraran también, agotados por la fatiga y excitación del día.

   A la mañana siguiente se levantaron al amanecer, y unciendo a Billy a la carreta emprendieron viaje hacia la cabaña de Clara. Lo encontraron todo tal como lo dejaran, y después de haber cargado la carreta con lo abandonado el día anterior y con ropa de cama para dos lechos, con varios muebles que Eduardo pensó podrían ser útiles, como quedaba aún un poco de lugar, Eduardo metió en una caja de madera con helecho reseco todo el vino que había en el aparador. Y después de haberle ayudado a Pablo a penetrar con la carreta en el sendero del bosque, Eduardo lo dejó volver a casa con la carreta, mientras él se quedaba para esperar la llegada de Humphrey y quienquiera pudiese venir con él de la casa del intendente. Alrededor de las diez, cuando estaba al acecho junto al bosque, advirtió a varias personas que se le acercaban, y pronto vió que entre ellas estaban Humphrey, el intendente y Osvaldo. Cuando se le acercaron, Eduardo saludó respetuosamente al intendente y le estrechó la mano a Osvaldo, y luego los guió por el angosto sendero que llevaba por el bosque a la cabaña. El intendente iba a caballo y los demás a pie.

   El intendente dejó su cabalgadura a cargo de uno de los guardacazas y atravesó el bosque a pie con el resto de su comitiva, precedido por Eduardo. Su aire era muy grave y pensativo, y a Eduardo le pareció que se mostraba frío con él, porque cabe recordar que el señor Heatherstone no había visto al joven desde que éste le prestara tan considerable servicio al salvarle la vida a su hija. La consecuencia fue que Eduardo se sintió indignado; pero no reveló sus sentimientos ni aun en la mirada, guiando en silencio al grupo a la cabaña. Al llegar les señaló el cadáver del ladrón, que había cubierto de helechos, y los guardacazas lo descubrieron.

   -¿Quién mató a este hombre? -dijo el intendente.

   -La persona que vivía en la cabaña -dijo Eduardo, y conduciéndolos a los fondos del edificio, donde yacía en el suelo el otro ladrón, agregó-: Y este hombre fue muerto por mi mano. Resta por ver un cadáver.

   Y los llevó al interior de la cabaña y descubrió el cadáver del padre de Clara.

   El señor Heatherstone miró el rostro y pareció muy conmovido.

   -Cúbranlo -dijo apartándose, y luego, sentándose en una silla junto a la mesa, preguntó-: ¿Y cómo encontró a este hombre?

   -No lo vi morir -dijo Eduardo-. Y tampoco vi matar al ladrón que le mostré en primer término. Pero oí las detonaciones de las armas, casi simultáneamente, y presumo que ambos se causaron la muerte mutuamente.

   El intendente llamó a su secretario, que lo había acompañado, y le indicó que aprestara su avío de escribir, y luego dijo:

   -Eduardo Armitage, tomaremos nota de su declaración sobre lo ocurrido.

   Cuando Eduardo comenzó entonces diciendo «que estaba en el bosque y se había extraviado y buscaba el camino de su casa...», el intendente lo interrumpió para preguntar:

   -¿Estuvo usted en el bosque de noche?

   -Sí, señor.

   -¿Con su escopeta?

   -Siempre llevo mi escopeta.

   -¿Buscaba caza?

   -No, señor. Jamás he salido a cazar de noche en toda mi vida.

   -¿A qué iba, pues? Supongo que no había salido sin objeto.

   -Salí para abandonarme a mis pensamientos. Me sentía inquieto y anduve vagando sin saber adónde iba, y fue por eso que me extravié.

   -¿Y podría saberse qué lo había excitado tanto?

   -Se lo diré. El día anterior había estado con Osvaldo Patridge; usted acababa de llegar de Londres y él me comunicó que el rey Carlos había sido proclamado en Escocia, y esa noticia me desasosegó.

   -Bueno... Prosiga.

   Eduardo no fue interrumpido ya en su relato. Expuso sucintamente lo ocurrido, desde su encuentro con los ladrones hasta el desenlace de la catástrofe.

   El secretario anotó todo lo expuesto por Eduardo y luego se lo leyó para comprobar si lo había anotado correctamente; después preguntó si Eduardo sabía leer y escribir.

   -Así lo creo -replicó Eduardo, tomando la pluma y firmando.

   El secretario lo contempló con asombro y dijo:

   -Es poco frecuente que la gente de su condición sepa leer y escribir, señor guardabosques, y por ello no debe usted sentirse ofendido por la pregunta.

   -Muy cierto -replicó Eduardo-. ¿Puedo preguntar si mi presencia sigue considerándose necesaria?

   -Manifestó usted que había un niño en la casa, joven -dijo el intendente- ¿Qué ha sido de él?

   -Ha sido trasladado a mi cabaña.

   -¿Por qué ha hecho usted eso?

   -Porque al morir su padre le prometí que cuidaría de su hijo. Y me propongo cumplir mi palabra.

   -¿De modo que habló usted con él antes de su muerte? -dijo el intendente.

   -No; todo me fue comunicado mediante señas de su parte, pero resultaron tan inteligibles como si hubiese hablado, y él comprendió muy bien lo que contesté. En verdad, creo haberlo librado de una gran preocupación al prometérselo.

   El intendente hizo una pausa y luego dijo:

   -Advierto que han sido retiradas ciertas cosas... La ropa de cama, por ejemplo. ¿Se ha llevado usted algo?

   -Me he llevado la ropa de cama porque no tenía lecho que ofrecerle al niño, y éste me dijo que la cabaña y el mobiliario le pertenecían a su padre. Naturalmente, al morir éste su hijo heredaba sus bienes, y me consideré justificado al obrar así.

   -¿Quiere hacer el favor de decirme si retiró algún documento?

   -No sabría decirlo. El niño empacó personalmente sus cosas. Se retiraron algunos cajones, que estaban cerrados con llave, e ignoro absolutamente su contenido. Yo no podía dejar al niño aquí, en este escenario de muerte, y tampoco podía dejar librados sus bienes a los merodeadores del bosque.    Obré como lo consideraba adecuado en beneficio del niño y de acuerdo con la solemne promesa formulada a su padre.

   -Con todo, las cosas no debieron ser retiradas. Esa persona que yace muerta ahí es un bien conocido realista.

   -¿Cómo sabe eso, señor? -interrumpió Eduardo ¿Lo reconoció usted al ver el cadáver?

   -No he dicho tal cosa -respondió el intendente.

   -Debe haberlo reconocido, señor -replicó Eduardo-, o debe haber tenido conocimiento de que residía en esta cabaña. Lo uno o lo otro.

   -Es usted audaz, joven, y contestaré a su observación -replicó el intendente-. Reconocí al individuo al verlo y advertí que era un hombre condenado a muerte y que huyó de la prisión pocos días antes de su ejecución. Sé que fue buscado, pero en vano, y se presumió que había huído allende los mares. Ahora sus documentos podrían proporcionarle al parlamento información contra otros, así como contra él mismo.

   -Y le permitirían al parlamento cometer unos cuantos crímenes más -agregó Eduardo.

   -Silencio, joven; no se debe hablar de las autoridades de un modo tan irreverente. ¿Advierte usted que su lenguaje revela alta traición?

   -Según la ley del parlamento, tal como está constituido ahora, puede ser -replicó Eduardo-. Pero como leal súbdito del rey Carlos II, lo niego.

   -No me interesa su lealtad, joven, pero no permitiré que se hable en mi presencia contra las poderes gobernantes. La indagatoria ha terminado. Que todos salgan de la casa, con excepción de Eduardo Armitage, con quien quiero hablar a solas.

   -Excúseme un momento, señor, y volveré -dijo Eduardo.

   El joven salió con los demás, y llamando aparte a Humphrey, le dijo:

   -Compóntelas para salir inadvertido. Aquí tienes las llaves. Ve a la cabaña con toda la rapidez posible, busca todos los papeles que puedas encontrar en los paquetes llevados allí y ocúltalos en el arcón de hierro que está en el jardín o en cualquier parte donde no puedan ser descubiertos.

   Humphrey asintió y se fue, y Eduardo volvió a entrar en la cabaña.

   Halló al intendente de pie junto al cadáver. Había apartado el cobertor y contemplaba tristemente el rostro desfigurado por la sangre. Al notar que había entrado Eduardo, se volvió a sentar junto a la mesa, y después de una pausa, dijo:

   -Eduardo Armitage, no cabe duda de que usted ha sido educado de modo muy superior a su condición social, y es igualmente cierto que es leal, audaz y resuelto. He contraído con usted una deuda que jamás podré pagar, aun cuando me permita cualquier esfuerzo en su favor. Aprovecho esta ocasión para reconocerlo. Y ahora permítame decirle que, dados los tiempos que corren, es usted demasiado franco e impetuoso. Estos momentos no son adecuados para que la gente desahogue sus sentimientos y opiniones. Hasta yo estoy tan rodeado de espías como los demás, y me veo obligado a comportarme de conformidad con esto. Su confesada lealtad al rey me ha impedido mostrarle la gran cordialidad que usted me inspira y a la cual tiene derecho en todo sentido.

   -No puedo ocultar mis opiniones, señor. He sido educado en la casa de un realista leal, y jamás podré cambiar.

   -Concedido. ¿Por qué habría usted de cambiar?... Pero..., ¿no advierte usted mismo que le hace a su causa más mal que bien al confesar así sus opiniones cuando esa confesión es inútil? Si todos los hombres del distrito que opinan lo mismo lo declararan, ahora que su causa no tiene esperanzas, las cárceles estarían atestadas, las ejecuciones tendrían lugar a diario y la causa realista se vería debilitada proporcionalmente por la pérdida de los más valientes. «Tiempo al tiempo», es un buen lema y se lo recomiendo. Usted debe comprender que, por más que nosotros dos podamos diferir en nuestras opiniones. Eduardo Armitage, mi mano y mi autoridad jamás podrán ser usadas contra quien ha comprometido mi gratitud a tal punto. Y si lo comprende, no debe obligarme a usar con usted una aspereza y frialdad contrarias, totalmente contrarias, a lo que siento... -puede creérmelo si se lo digo-, para con quien ha salvado tan noblemente a mi única hija.

   -Le agradezco, señor, su consejo, que sé es bueno, y su buena opinión, que aprecio.

   -Y de que lo creo merecedor. Usted posee, a pesar de su juventud, mi plena confianza, de la cual sé que no abusará. Conozco al hombre que yace muerto ante nosotros, y sabía también que se ocultaba en esta cabaña. El comandante Ratcliffe fue uno de mis primeros y más caros amigos, y hasta esta desdichada guerra civil jamás hubo diferencia alguna entre nosotros, y aun después sólo existió en el terreno de la política y de la causa que cada uno abrazó. Yo sabía, antes de venir aquí en calidad de intendente, donde se ocultaba Ratcliffe, y me sentía muy preocupado por su seguridad.

   -Excúseme, señor Heatherstone, pero cada día me inspira usted más simpatía. Al principio me sentía muy hostil; ahora sólo me pregunto cómo puede usted militar en ese bando.

   -Eduardo Armitage, responderé por mí y por millares de hombres más. Es usted harto joven para haber conocido la causa de la insurrección, o, mejor dicho, oposición al infortunado rey Carlos. Éste trató de reinar en forma absoluta y de arrebatarle sus libertades al pueblo de Inglaterra; esto lo reconocen aún sus más ardientes partidarios. Cuando ingresé al partido que se le oponía, no creí ni por un momento que las cosas llegarían tan lejos. Siempre consideré legítimo tomar las armas en defensa de nuestras libertades, pero al propio tiempo entendía que la persona del rey era sagrada.

   -Así lo he oído decir, señor.

   -Sí, y es la pura verdad. Porque jamás se esforzó nadie más celosamente por impedir que asesinaran al rey -porque eso fue un asesinato- que Ashley Cooper y yo. A tal punto que, en realidad, incurrimos no sólo en las sospechas, sino también en la malquerencia de Cromwell, que, me lo temo, está haciendo ahora rápidos avances hacia la autoridad absoluta por la cual sufrió el rey, y de que quiere investir ahora su persona. Consideré que nuestra causa era justa, y de haber quedado el poder en manos de quienes lo ejercieran con discreción y moderación, el rey seguiría aún en el trono y las libertades de sus súbditos serían sagradas. Pero es más fácil poner en marcha una máquina vasta y poderosa que detenerla, y esto es lo que ha ocurrido en esta lamentable guerra civil. Millares de hombres que se opusieron activamente a la voluntad del rey han de desandar sus pasos cuando rnadure la oportunidad; pero supongo que tendremos que sufrir mucho antes de que llegue esa hora. Y ahora, Eduardo Armitage, le he dicho más a usted que a ningún otro ser viviente, salvo a un pariente mío.

   -Gracias por su confianza, señor, que no sólo no será traicionada, sino que servirá de advertencia para orientar mi conducta futura.

   -Eso es lo que me he propuesto. No sea en adelante imprudente ni despreocupado confesando sus opiniones. No beneficiará en absoluto a la causa y se perjudicará mucho a sí mismo. Y ahora debo formularle otra pregunta, que no podía hacerle en presencia de los demás. Usted me ha sorprendido manifestando que el comandante Ratcliffe tenía aquí un hijo. Debe haber algún error, o ese niño es un impostor. Rateliffe tenía una hija -una hija única, como yo-, pero nunca tuvo un hijo.

   -Esto fue un error en que incurrí al hallar aquí a un niño, señor, como se lo manifesté en la indagatoria. Y consideré que se trataba de un niño hasta que lo traje a casa y entonces les reveló a mis hermanas que era una niña con traje de varón. No expliqué esto en la indagatoria porque no era necesario.

   -Yo tenía razón, pues. Debo absolverlo de ese cargo, Eduardo Armitage. Esa niña será para mi una hija, y confío en que usted convendrá conmigo, sin ningún menosprecio, de sus sentimientos, que mi casa será una residencia más adecuada para ella que su cabaña.

   -No impediré que la niña vaya si lo desea, después de su explicación y confianza, señor Heatherstone.

   -Algo más. Como le dije antes, Eduardo Armitage, creo que muchos de esos guardacazas, todos los cuales han sido elegidos del ejército, son espías que me vigilan; de modo que debo tener cuidado. ¿Dijo usted que no sabía si existían papeles?

   -Nada vi, señor. Pero sospecho, a juzgar por los muchos baúles y cofrecillos cerrados con llave, que debe haberlos. Pero cuando salí con los demás, después de la indagatoria, envié a la cabaña a mi hermano Humphrey, aconsejándole que abriera todas las cerraduras y eliminara todos los papeles que encontrase.

   El intendente sonrió.

   -Bueno. Siendo así, sólo nos resta ir a su cabaña y realizar una inspección. Nada encontraremos, y yo habré cumplido con mi deber. Yo ignoraba que su hermano estuviese aquí. Presumo que era el joven que andaba con Osvaldo Partridge.

   -Así es, señor.

   -Presumo, por su aspecto, que también él se crió en Arnwood..., ¿no es así?

   -Sí, señor -lo mismo que yo -replicó Eduardo.

   -Pues bien... Sólo me resta por decir una cosa. Recuerde que, si le parezco áspero y severo en presencia de los demás, mi actitud con usted es fingida y no real. ¿Me comprende?

   -Sí, señor, y le ruego que obre como mejor le parezca.

   El intendente salió y le dijo a su comitiva:

   -Según he podido saber por medio de este joven Armitage, parece haber cajones que han sido retirados de la cabaña. Iremos allá para averiguar qué contienen. ¿Podrá usted ofrecernos algún refrigerio en su cabaña cuando lleguemos, joven?

   -No tengo hostería, señor -replicó Eduardo con aire algo sombrío-. Mi propia labor y la de mi hermano bastan para mantener a mi familia, pero no más.

   -En marcha. Y dos de ustedes no pierdan de vista a ese joven -dijo el intendente, aparte.

   Luego todos se internaron a través del bosque.

   Heatherstone montó a caballo y se dirigieron a la cabaña, adonde llegaron alrededor de las dos de la tarde.



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Capítulo XVII

   Humphrey se adelantó al advertir la proximidad del intendente y sus acompañantes, y le murmuró a Eduardo que todo estaba a salvo. El intendente desmontó y les ordenó a todos, con excepción de su secretario, que esperasen afuera, después de lo cual Eduardo lo hizo pasar a la cabaña. Alicia, Edith y Pablo estaban en la estancia. Las dos muchachas no se habían sonrojado ni alarmado ante la insólita aparición de tan numeroso grupo de extraños.

   -Éstas son mis hermanas, señor -dijo Eduardo- ¿Dónde está Clara, Alicia?

   -Está asustada y se ha ido a nuestra alcoba.

   -Confío, en que ustedes no se sentirán alarmadas por mi presencia -dijo el intendente, mirando con aire serio a las dos muchachas-. Es mi deber el que me obliga a hacer esta visita; pero ustedes nada tienen que temer. Vamos, Eduardo Armitage. Debe usted exhibirme todas las cajas y paquetes que sacó de la cabaña.

   -Así lo haré, señor -dijo Eduardo-. Y aquí tiene las llaves. Humphrey, tráelos con la ayuda de Pablo.

   Los jóvenes trajeron las cajas, que fueron abiertas y examinadas por el intendente y su secretario, pero, desde luego, no se hallaron papeles en ellas.

   -Debo enviar ahora a dos de mis hombres para que registren la casa -dijo el intendente-. ¿No será mejor que ustedes le hagan compañía a esa niña, para que no se asuste?

   -Yo iré -dijo Alicia.

   Dos de los guardacazas, ayudados por el secretario, registraron entonces la entonces la casa. Nada encontraron digno de mención, salvo las armas y armaduras retiradas por Eduardo, que le manifestó al intendente haberlas llevado, por ser objetos valiosos pertenecientes a la niña.

   -Con eso basta -le dijo el intendente al secretario-. Es evidente que no hay documentos; pero, antes de irme, debo interrogar a esa niña, que ha sido retirada así. Pero se asustará, y yo no obtendré respuesta de ella si somos tantos, de modo que haga salir a todos de la cabaña cuando yo hable con ella.

   El secretario y los demás salieron del recinto, y el intendente le indicó a Eduardo que trajera a Clara. La niña salió de la alcoba acompañada por Alicia -y en realidad pegada a ésta-, porque estaba muy atemorizada.

   -Ven aquí, Clara -dijo el intendente, con dulzura-. Tú ignoras, quizá, que yo soy tu sincero amigo. Y ahora que tu padre ha muerto, quiero que vengas a vivir con mi hija, que se sentirá encantada de tenerte por compañera. ¿Quieres venir conmigo? Yo cuidaré de ti y te serviré de padre.

   -No me gustaría abandonar a Alicia y Edith. Me tratan con tanta bondad... Y me llaman hermana -replicó Clara, sollozando.

   -Estoy seguro de que así es y de que ya debes haberle cobrado afecto; pero, con todo, tu deber es venir conmigo, y si tu padre pudiera hablarte ahora te lo diría. Yo no te obligaré a venir; pero recuerda que eres una dama por tu nacimiento y que debes ser educada como tal, lo cual no podrá ocurrir en esta cabaña, aunque sus moradores sean muy buenos contigo y excelentes personas. Tú no me recuerdas, Clara, pero a menudo estuviste sentada sobre mi rodilla cuando niñita y cuando tu padre vivía en Dorsetshire. ¿Recuerdas el gran nogal que estaba junto a la ventana de la sala que daba al jardín..., verdad?

   -Sí -respondió Clara, sorprendida.

   -Sí, también lo recuerdo yo. Y recuerdo cómo solías sentarte en mis rodillas. ¿Y recuerdas a Jasón, el gran mastín, y cómo montabas sobre su lomo?

   -Sí -replicó la niña-. Lo recuerdo. Pero Jasón murió hace muchísimo tiempo.

   -Sí, cuando tú sólo tenías seis años de edad. Y ahora, dime..., ¿dónde lo enterró el viejo jardinero?

   -Bajo la morera -contestó Clara.

   -Sí, eso es.. Y yo estaba allí cuando enterraron al pobre Jasón. Tú no me recuerdas. Pero me quitaré el sombrero, porque antaño yo no vestía del mismo modo. Ahora mírame, Clara, y di si me recuerdas.

   Clara, que ya no se sentía alarmada, miró el rostro del intendente y luego dijo:

   -Usted llamaba a mi padre Felipe, y él acostumbraba llamarlo Carlos.

   -Exacto, querida -dijo el intendente, oprimiendo a Clara contra su pecho-. Así fue, y éramos grandes amigos. Y bien..., ¿vendrás conmigo? Yo tengo una niña que te lleva tres o cuatro años, que será tu compañera y te querrá mucho.

   -¿Podré venir de vez en cuando a visitar a Alicia y Edith?

   -Sí que podrás, y mi hija te acompañará y trabará amistad con ellas si su hermano lo permite. Yo no te llevaré ahora, querida. Te quedarás aquí unos días y luego vendremos a buscarte. Enviaré a Osvaldo Partridge para hacerle saber el día en que vendremos por ella, Eduardo Armitage. Adiós, querida Clara. Adiós, niñas mías. Humphrey Armitage, adiós. ¿Quién es ese joven que está ahí?

   -Un gitanillo a quien Humphrey atrapó en su trampa, señor, y a quien hemos domesticado rápidamente -dijo Eduardo.

   -Bien, adiós, Eduardo Armitage -dijo el intendente, tendiéndole la mano-. Pronto tendremos que encontrarnos.

   El intendente salió de la cabaña y se reunió a los que estaban esperando afuera. Eduardo salió en pos de él. Y cuando el intendente montaba a caballo, le dijo a Eduardo con suma frialdad:

   -Vigilaré atentamente su conducta, caballero. No lo dude. Se lo digo con franqueza, de modo que le conviene portarse bien.

   Con estas palabras, el intendente espoleó su caballo y se alejó.

   -¿Por qué te ha hablado con tanta aspereza, Eduardo? -dijo Humphrey.

   -Porque tiene buenas intenciones, pero no quiere que los demás lo sepan -respondió Eduardo-. Entra, Humphrey; tengo mucho que decirte y mucho con qué sorprenderte.

   -Ya estoy sorprendido -replicó Humphrey-. ¿Cómo se explica que ese cabeza redonda haya conocido tan bien al padre de Clara?

   -Te lo explicaré antes de que nos vayamos a la cama -replicó Eduardo-. Ahora, entremos.

   Ambos hermanos sostuvieron esa noche una larga conversación, en cuyo transcurso Eduardo puso al tanto a Humphrey de todo lo ocurrido entre él y el intendente.

   -En mi opinión, Eduardo, Heatherstone entiende que las cosas se han llevado demasiado lejos y lamenta pertenecer al partido del parlamento. Advierte, ahora que es harto tarde, que se ha aliado con quienes tenían distintos sentimientos y móviles que él y que ha ayudado a entronizarse en el poder a quienes no albergan sus mismos escrúpulos.

   -Sí. Y al liberarse de lo que era una tiranía, a su entender, tienen todas las probabilidades de caer en manos de un tirano mayor que antes..., porque, no lo dudes, Cromwell asumirá el poder soberano y regirá este reino con mano férrea.

   -Por cierto que muchos son, o lo serán pronto, de su misma opinión, no cabe duda. Y llegará tarde o temprano el día en que el rey volverá por sus fueros. Ya lo han proclamado en Escocia. ¿Por qué no viene y se muestra? Su presencia, me parece, induciría a millares de hombres a afluir en tropel a sus filas; estoy seguro.

   -Me alegro de tu entendimiento con el intendente, Eduardo, ya que ahora no necesitaremos tomar tantas precauciones. Podremos ir y venir cuando se nos antoje. Casi me gustaría que aceptaras cualquier oferta admisible que él te hiciera. Sin duda, muchos de los que desempeñan cargos en el actual gobierno comparten los sentimientos del intendente o aun albergan sentimientos tan vehementes como los tuyos.

   -Me es insoportable la idea de aceptar nada de ellos ni de sus instrumentos, Humphrey. Y, en verdad, tampoco podría abandonar a mis hermanas.

   -A ese respecto, puedes estar tranquilo. Pablo y yo nos bastamos perfectamente para la granja o cualquier otra cosa que haga falta. Si puedes ser más útil en otra parte, no tengas escrúpulos en dejarnos. Si viniera el rey y reuniese un ejército, tú nos abandonarías, naturalmente. Y yo no veo motivo para que no lo hagas ahora si te hacen una proposición aceptable. Tú y tus talentos se malgastan en este bosque, y puedes servir mejor al rey y a la causa del rey yendo al ambiente mundano y observando la marcha de los acontecimientos que matando los venados reales.

   -Ciertamente -replicó Eduardo, riendo-. No ayudo mucho a la causa del rey matando sus venados; eso debo reconocerlo. Todo lo que digo es que, si se me ofrece algo que pueda aceptar sin agravio de mis sentimientos y mi honor, no lo rechazaré, siempre que, al aceptarlo, pueda resultar útil a la causa del rey.

   -Eso es todo lo que deseo, Eduardo. Y ahora, creo que lo mejor será irse a la cama.

   Al día siguiente los hermanos desenterraron el arcón de hierro y la caja en que Humphrey depositara todos los papeles reunidos por él. Eduardo abrió el arcón y halló allí una considerable cantidad de oro en bolsitas y muchos dijes y joyas cuyo valor desconocía. No abrió los documentos, sino que resolvió entregárselos al intendente, porque sabía que se podía confiar en él. Las demás cajas y baúles fueron también abiertos y examinados, y se descubrieron muchos otros objetos al parecer de valor.

   -Creo que todas estas joyas valen muchísimo dinero, Humphrey -dijo Eduardo-. Si es así, tanto mejor para la pobre Clarita. Lamento separarme de ella, aunque la hemos tratado durante tan breve tiempo. Parece tan amable y afectuosa...

   -Y lo es. Y también es, ciertamente, la más linda niña que yo haya visto. ¡Qué bellos ojos! ¿Sabes que, durante uno de sus viajes a Lymington, pero faltó para que la raptara una banda de gitanos? Y, según cree Pablo, era la misma banda a la cual pertenecía él.

   -Me extraña que su padre le permitiera irse sola tan lejos.

   -Su padre no podía hacer otra cosa. La necesidad carece de ley. El padre de Clara no podía confiar en otra persona, de modo que la vistió con ropa de varón para que el riesgo fuese menor. Con todo, ella debió ser muy inteligente para ejecutar el recado.

   -Tiene trece años de edad, a pesar de ser pequeña -replicó Eduardo-. Y es ciertamente inteligente, como lo revela a las claras su semblante. ¿Quién habría supuesto que nuestras hermanas habrían podido hacer lo que están haciendo? Hay un viejo dicho que expresa: «Nunca sabemos de lo que somos capaces hasta que lo intentamos». Por lo demás, Humphrey, días pasados encontré una hermosa manada de petisos salvajes y me dije: «¿Será Humphrey lo bastante hábil para atrapar a alguno de ellos, como atrapó a los vacunos salvajes»? Porque Billy está envejeciendo y necesitamos un sucesor.

   -Necesitamos algo más que un sucesor de Billy, Eduardo; hacen falta otros dos que le ayuden. Y yo tengo recursos para mantener a otros dos petisos si los atrapamos.

   -Temo que nunca lo conseguirás, Humprey -dijo Eduardo, riendo.

   -Sé qué quieres decir -replicó Humphrey-. Me desafías a hacerlo. Pues yo no me dejaré desafiar impunemente, y por cierto que trataré de atrapar un petiso o dos; pero debo pensar primeramente en el asunto, y cuando me haya trazado un plan haré la tentativa.

   -Cuando vea a los petisos en el establo lo creeré, Humprey. Son salvajes como ciervos y rápidos como el viento, y no se los puede atrapar en una trampa.

   -Lo sé, buen hermano mío; pero todo lo que puedo decirte es que haré lo posible y no más... Pero no ahora, ya que estoy harto ocupado.

   A los tres días de esta conversación apareció Osvaldo Partridge, a quien enviaba el intendente para comunicarle a Eduardo que vendría al día siguiente a llevarse a Clarita.

   -¿Y cómo irá la niña? -dijo Eduardo.

   -El intendente traerá para ella una jaquita, si la niña sabe montar; en caso contrario, tendrá que viajar en la carreta que mandarán para el equipaje.

   -¿Sabes montar a caballo, Clara?

   -Sí -respondió la niña-. Siempre que el caballo no salte demasiado. Siempre cabalgaba cuando vivía en Dorsetshire.

   -Éste no saltará, señorita -dijo Osvaldo-, porque es un animal de treinta años de edad, según creo, y sosegado como debe serlo un viejo caballero.

   -He estado conversando con el señor Heatherstone -siguió diciéndole Osvaldo a Eduardo-. Puedo decirle que está muy satisfecho de usted. Dice que, en tiempos como éstos, necesita a jóvenes así a su lado. Y que, ya que usted no querría aceptar el empleo de guardacaza, tendrá que encontrar algo más adecuado, pues considera que usted es demasiado bueno para ese trabajo.

   -Le agradezco mucho al intendente su buena opinión -replicó Eduardo-. Pero no creo que tenga a su alcance ningún empleo que yo pueda aceptar.

   -Lo mismo pensé yo, pero nada dije. Volvió a formularme muchas preguntas relativas al viejo Jacobo Armitage, y me acosó de lo lindo. Dijo que, por su aspecto, Humphrey denotaba, lo mismo que usted, estar por encima de su condición social; pero, que, por haber sido criado en Arnwood, suponía que había gozado de las mismas ventajas. Y luego, dijo: «Pero..., ¿fueron también educadas en Arnwood sus dos hermanas?» Repliqué que no lo creía, aunque habían estado a menudo allí y se les había permitido jugar con los niños de la casa. Me miró de un modo penetrante y firme, como si leyera mis pensamientos, y prosiguió escribiendo. Hube de pensar por fuerza que sospechaba que ustedes no son nietos del viejo Jacobo; pero, al mismo tiempo, no creo que tenga idea de la verdadera identidad de ustedes.

   -Usted debe conservar nuestro secreto, Osvaldo -replicó Eduardo-. Admito que tengo una excelente opinión del intendente, pero no confío en nadie.

   -Como espero un perdón futuro, señor, nunca lo divulgaré a menos que usted me lo ordene -replicó Osvaldo.

   -Confío en usted, Osvaldo, y esto pone término al asunto. Pero, dígame..., ¿qué comentarios ha sugerido la actitud de Heatherstone al encargarse de la niña?

   -Pues se empieza a hablar del asunto; pero cuando el intendente dio a entender que la niña debía quedarse con él por orden del parlamento hasta que le dieran nuevas instrucciones, la gente nada dijo, como es natural, porque no se atrevió a hacerlo. Según parece, las propiedades de Ratcliffe han sido confiscadas, pero no otorgadas aún a nadie. Y es probable que el parlamento dé por esposa a la niña, con todas sus propiedades apenas tenga edad suficiente, a un miembro de su partido. Ya lo han hecho, antes de ahora, puesto que eso pone a cubierto de todo cambio a la propiedad.

   -Ya me doy cuenta -replicó Eduardo-. ¿Cuándo oyó usted decir que la niña viviría con él?

   -Sólo en la mañana de ayer. Y sólo al llegar la noche supimos que era por orden del parlamento.

   Eduardo no creyó conveniente decirle a Osvaldo lo que sabía, ya que era un secreto que le había confiado el intendente, y por eso se limitó a observar:

   -Me imaginé que no dejarían a la niña en nuestras manos.

   Después de lo cual cesó la conversación.

   Como les advirtiera Osvaldo, el intendente apareció en la mañana del día siguiente, y lo hizo en compañía de su hija, que cabalgaba a su lado. Un palafrenero montado sobre otro caballo llevaba de la rienda a otro petiso que debía montar Clara, y a cierta distancia los seguía una carreta para el equipaje. Eduardo salió para ayudarle a desmontar a la señorita Heatherstone y ésta le tendió francamente la mano al llegar al suelo. Eduardo se sintió algo sorprendido, así como satisfecho por esta condescendencia de la joven para con un guardabosques.

   -Me hace usted mucho honor, señorita Paciencia... -dijo, inclinándose.

   -No pueda olvidar que le debo la vida, señor Armitage -respondió Paciencia-, y toda gratitud me parece poca. ¿Puedo pedirle otro favor?

   -Por cierto que sí, si está en mis manos hacérselo.

   -Se trata de que usted no rechace precipitadamente cualquier oferta que pueda hacerle mi padre -dijo la joven, en voz baja-. Eso es todo. Y ahora permítame que entre y conozca a sus hermanas, porque mi padre me las ha alabado mucho y deseo conocerlas.

   Eduardo la condujo a la cabaña y Paciencia lo siguió, mientras el intendente mantenía una conversación con Humphrey. Después de haberle presentado a sus hermanas y a Clara a la hija de Heatherstone, salió para saludar al intendente, que, ahora que estaban a solas, se mostró muy franco con él y con Humphrey.

   Eduardo le dijo al intendente que había un arcón de hierro con una buena cantidad de dinero y joyas, y muchas cosas, de valor en las demás cajas.

   -Me temo, señor, que la carreta difícilmente podrá dar cabida a todos esos bienes.

   -No me propongo llevarme los objetos más pesados o voluminosos, tales como la ropa de cama, armaduras, etcétera. Sólo llevaré los envoltorios de la propia Clara y las joyas y papeles. El resto puede quedar aquí, ya que ha de ser útil hasta que se lo reclamen a usted. ¿Dónde está Osvaldo Partridge?

   -En el establo con los caballos, señor -dijo Humphrey.

   -Entonces, cuando la carreta esté cargada, y más vale que ustedes lo hagan mientras los hombres están en el establo, Osvaldo se encargará de ella y llevará las cosas a mi casa.

   -Aquí tiene las llaves, señor -dijo, Eduardo, presentándoselas.

   -Bien. Y ahora, Eduardo Armitage, ya que estamos a solas quiero sostener una conversacioncita con usted. Ya sabe lo mucho que le debo por el servicio que me ha prestado y cuán ansioso me siento de probar mi gratitud. Usted ha nacido para cosas mejores que para seguir siendo un obscuro guardabosques y quizá un cazador furtivo de ciervos. Tengo que hacerle una proposición, que confío en que usted no rechazará después de pensarlo bien, y digo pensarlo porque no quiero que me conteste antes de haberlo pensado. Sé que usted no aceptará cargo alguno del actual gobierno, pero no puede oponerse a un empleo privado, tanto más cuanto que, lejos de abandonar a su familia, estará en mejores condiciones para protegerla. Necesito un secretario y quiero que usted acepte ese empleo, viva en mi casa y reciba un hermoso sueldo por sus servicios, que confío en que no han de ser demasiado pesados. Usted estará cerca de su familia y podrá protegerla y ayudarla; y lo que es más, se mezclará con la gente y sabrá qué pasa, ya que gozo de la confianza del gobierno. Desde luego, deposito en usted una tácita confianza, ya que en caso contrario no le ofrecería el cargo. Pero no siempre estará aquí: tengo mis corresponsales y amigos, a quienes tendré que enviarlo a usted ocasionalmente con encargos muy confidenciales. Usted, tengo la seguridad, me servirá en todos los sentidos y espero que aceptará el empleo que le ofrezco. No me conteste inmediatamente; consúltelo con su hermano y medítelo como es debido, y cuando haya tomado una decisión, comuníquemelo.

   Eduardo se inclinó y el intendente entró en la cabaña.

   Entonces el joven les ayudó a Humprey y a Pablo a subir a la carreta el arcón de hierro y cubrió éste con las demás cajas y paquetes, hasta que el vehículo quedó bien cargado. Dejando a Pablo a cargo de la carreta hasta que Osvaldo vino de los establos, Eduardo y Humprey entraron en la cabaña, donde encontraron toda una reunión social: Paciencia Heatherstone había logrado trabar una gran amistad con las otras tres niñas, y el intendente, con gran sorpresa de Eduardo, reía y bromeaba con ellas. Alicia y Edith habían traído un poco de leche, bizcochos y toda la fruta madura, con algún pan, un trozo frío de carne de vaca salada y un jamón; y todos comían mientras hablaban.

   -He estado elogiando la economía doméstica de sus hermanas, Armitage -dijo el intendente-. Su granja parece muy productiva.

   -Alicia esperaba a la señorita Heatherstone, señor, y se abasteció en forma desusada -dijo Eduardo-. Usted no debe suponer que lo pasamos tan bien todos los días.

   -No -replicó secamente el intendente-. Me atrevería a decir que, en otras oportunidades, ustedes lo pasan de otro modo. Apostaría casi a que, en el aparador, hay un pastel de carne que usted no se atreve a mostrarle al intendente del Bosque Nuevo.

   -Por esta vez señor, se equivoca -replicó Humphrey-. Alicia sabe muy bien cómo se hace uno de esos pasteles, pero no lo ha hecho.

   -Pues debo creerle, señor Humphrey -replicó el intendente-. Y ahora, querida hija, debemos pensar en irnos, ya que el trayecto es largo y esta niña no está habituada a un caballo.

   -Muchas gracias por su hospitalidad, señorita Alicia. Y ahora, adiós. Adiós, querida Edith. Vamos, Clara. ¿Estás pronta?

   Todos salieron de la cabaña. El intendente hizo subir a Clara al petiso cuando la niña hubo besado a Alicia y a Edith. Eduardo le ayudó a Paciencia, y cuando ésta hubo montado, dijo:

   -Espero que aceptará la oferta de mi padre. Le agradeceré mucho que lo haga.

   -Lo meditaré con toda la consideración que merece -replicó Eduardo-. En realidad, la aceptación dependerá más de mi hermano que de mí mismo.

   -Su hermano es un joven muy razonable, señor, por cuyo motivo tengo esperanzas -respondió Paciencia.

   -Virtud que usted no parece reconocerme a mí, señorita Heatherstone.

   -No, cuando predominan el orgullo o los sentimientos de venganza -replicó ella.

   -Quizá descubra usted que no soy tan orgulloso o lleno de malquerencia como cuando vi por vez primera a su padre, señorita Heatherstone; y aun si yo revelara esos sentimientos, usted debería tener en cuenta que me crié en Arnwood.

   -Cierto..., muy cierto, señor Armitage. Yo no tenía derecho a hablar tan atrevidamente, sobre todo tratándose de usted, que arriesgó su vida por salvar a la hija de uno de esos cabezas redondas, que han tratado tan cruelmente a la familia de su protector. Debe usted perdonarme. ¡Y ahora, adiós!

   Eduardo se inclinó y luego se volvió hacia el intendente, que al parecer había estado esperando el fin de la conversación. Heatherstone se despidió de él cordialmente. Eduardo le estrechó la mano a Clara y la cabalgata partió. Todos permanecieron en los alrededores de la cabaña hasta que el grupo ganó cierta distancia y luego Eduardo empezó a pasarse junto a Humphrey, para comunicarle la oferta del intendente y pedirle su opinión.

   -Mi opinión está concretada, Eduardo, y es que debes aceptar inmediatamente. No te encadenará obligación alguna con el gobierno y el intendente ha contraído contigo tal deuda de gratitud, que tienes derecho a esperar una recompensa. ¿Por qué quedarte aquí, si puedes mezclarte sin peligro con la gente y saber qué sucede? No necesito tu ayuda, ahora que tengo a Pablo, que me es cada día más útil. No pierdas semejante oportunidad de obtener un amigo para ti y para todos nosotros..., un protector, diría yo; el cual, a juzgar por lo que te ha confiado, dista de aprobar la conducta del gobierno actual. Heatherstone te ha hecho un merecido elogio al decirte que puede confiar en ti y confiará. No debes rechazar su oferta, Eduardo; eso sería realmente una locura.

   -Creo que tienes razón, Humphrey, pero estoy tan habituado a dar batidas por el bosque -dado mi amor por la caza- y la fiscalización o confinamiento me impacientan tanto, que apenas si sé qué hacer. La vida de un secretario dista de ser grata para mí. ¡Pensar que tendré que estar sentado junto a una mesa, escribiendo y leyendo durante todo el día! La pluma es un pobre sustituto de la escopeta de largo caño.

   -Pero resulta más efectiva, si hemos de dar crédito a lo que he leído -replicó Humphrey-. Con todo, no debes suponer que tu vida será tan sedentaria. ¿No dijo acaso Heatherstone que te confiaría misiones importantes? ¿Acaso no te prepararás, al ir a Londres y otros sitios y mezclarte con gente de rango, para asumir en la vida la condición que te corresponde y que confío recobrarás algún día? ¿Y acaso se sigue de ello que, por haber sido nombrado secretario no has de ir al bosque y matar a un ciervo con Osvaldo, si se te antoja, con la diferencia de que podrás hacerlo sin temor de verte insultado o perseguido por un malvado como Corbould? No vaciles por más tiempo, querido hermano; recuerda que nuestras hermanas no deberán vivir esta vida selvática cuando hayan crecido. No han nacido para ella, aunque se hayan adaptado tan bien. Depende de ti liberarlas eventualmente de su falsa posición; y nunca se te presentará una oportunidad como la que te ofrece ahora un hombre; a quien la sola gratitud torna ansioso de servirte.

   -Tienes razón, Humphrey, y aceptaré la proposición. De todos modos, puedo volver aquí si las cosas no marchan bien.

   -Te agradezco sinceramente tu decisión, Eduardo, -replicó Humphrey-. ¡Qué encantadora muchacha es esa Paciencia Heatherstone! ¡Jamás he visto una sonrisa tan encantadora!

   Eduardo pensó en la sonrisa que le había dedicado Paciencia al separarse ambos una hora antes y se manifestó de acuerdo con Humphrey, pero contestó:

   -¡Pero, hermano! Estás realmente enamorado de la hija del intendente.

   -No hay tal, querido mío, pero sí lo estoy de su bondad y dulzura, y también lo están Alicia y Edith, te lo advierto. Paciencia ha prometido venir a visitarlas y traerles flores para su jardín y no sé cuántas cosas más, y ello me alegra mucho, ya que mis hermanas han estado enterradas aquí durante tanto tiempo, que sólo pueden salir ganando con su compañía de vez en cuando. ¡No! Te dejo a la señorita Heatherstone; yo estoy enamorado de la pequeña Clara.

   -No está mal la elección, Humphrey; ambos tenemos altas aspiraciones para ser dos jóvenes guardabosques, ¿verdad? Con todo, dicen que «a todos les llega su hora», y a Cromwell y a su parlamento quizá les llegue la suya. Quizá el rey Carlos vuelva a subir al trono, mucho antes de que... de que atrapes a un petiso salvaje, Humphrey.

   -Confío en que sí, Eduardo, pero recuerda cómo te reíste cuando hablé de atrapar a una vaca... y quizá te vuelvas a sorprender de nuevo. «Cuando uno se propone algo, lo consigue», dice el refrán. Pero debo ir a ayudarle a Alicia con la vaquillona; no está muy tranquila ahora y la veo salir con su balde.

   Entonces, los hermanos se separaron y Eduardo echó a andar, cavilando sobre los sucesos del día y advirtiendo que sus pensamientos eran interrumpidos a menudo por súbitas visiones de Paciencia Heatherstone, y ciertamente, el recuerdo de la joven era para él la parte más satisfactoria y placentera de las perspectivas del empleo ofrecido.

   «Viviré en la misma casa y estaré continuamente en su compañía -pensó-. Y aceptaría un empleo menos grato aun, aunque sólo fuese por eso. Ella me pidió que lo aceptara para complacerla y así lo haré. ¡Cuán precipitados somos en nuestras conclusiones! ¡Qué aversión sentí por su padre al verlo por primera vez! Ahora, cuanto más lo conozco, más me agrada..., no sólo eso, más lo respeto. Heatherstone dijo que el rey quería ser absoluto y arrebatarles sus libertades a sus súbditos y que éstos se vieron justificados al rebelarse; yo nunca había oído eso en Arnwood. En ese caso..., ¿fue legítimo dicho acto? Creo que sí, pero no lo fue asesinarlo; eso no lo admitiré nunca, ni tampoco la admitirá el intendente. Por el contrario éste detesta a sus asesinos tanto como yo. Pero si en realidad pensamos de manera rnuy parecida... Al principio los dos bandos eran... los que lo apoyaban, sin aceptar que tuviese razón, pero demasiado leales, para negarse a luchar por su rey, y los que se le oponían, confiando en obligarlo a obrar con justicia, el rey por sus presuntas prerrogativas, el pueblo por sus libertades. El rey era obstinado, el pueblo resuelto, hasta que un virulento ánimo belicoso enardeció a ambas partes, y ninguna de ellas quiso atender a razones, y el pueblo sacó ventaja, tomándose venganza en vez de obedecer los preceptos de la humanidad y la justicia. ¡Cuán, fácil habría sido destronar al rey y enviarlo allende los mares! En vez de esto, lo tuvieron en el cautiverio y luego lo asesinaron. El castigo fue mayor que el agravio y dictado por la malignidad y el ánimo de venganza: fue un acto diabólico y manchará las páginas de nuestra historia nacional.» Esto pensaba Eduardo paseándose delante de la cabaña, hasta que Pablo lo llamó a cenar.



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Capítulo XVIII

   -Eduardo -dijo Edith-. Regáñalo a Pablo: ha estado maltratando a mi pobre gato. Es un niño cruel.

   Pablo rió.

   -Mira, Eduardo; se ríe. Vuelve a ponerlo en la trampa y déjalo ahí mientras no diga que lo siente.

   -Lo siento mucho ahora, señorita Edith, pero el gato me mordió -dijo Pablo.

   -Pues si el minino hizo eso, no te lastimó mucho. ¿Y qué te leí esta mañana en la Biblia? Que debes perdonar a los que te maltratan.

   -Sí, señorita Edith. Usted dijo que lo hiciera y lo hice; perdoné al minino inmediatamente el haberme mordido, pero le di un puntapié por eso.

   -Eso no es perdonar, ¿verdad, Eduardo? Debiste perdonarlo inmediatamente y no darle el menor puntapié.

   -Señorita Edith... Cuando el gatito me mordió, me sentí irritado y le apliqué un puntapié; luego pensé en lo que me había dicho usted y obré tal como me lo dijo. Le perdono al gatito de todo corazón.

   -Creo que debes perdonar a Pablo, Edith -dijo Eduardo-. Aun cuando sólo sea para darle un buen ejemplo.

   -Bueno, lo perdonaré por esta vez. Pero si vuelve a darle un puntapié al gatito, habrá qué ponerlo en la trampa. Recuérdalo, Pablo.

   -Sí, señorita Edith. Iré a la trampa y entonces usted, llorará y le pedirá al señorito Eduardo que me saque. Cuando usted me hace poner en la trampa, no es una buena cristiana, porque no perdona; cuando llora y me saca, vuelve a ser una buena cristiana.

   Esta conversación le hará suponer al lector que los jóvenes habían estado tratando de inculcarle a Pablo los principios de la religión cristiana y éste era el caso, habiendo sido una de las más activas en sus esfuerzos la propia Edith, a pesar de ser muy joven para una misionera. Con todo, Alicia y Humphrey habían obtenido más éxito y Pablo estaba empezando a comprender lo que procuraban inculcarle y progresaba realmente día a día.

   Eduardo se quedó en la cabaña, esperando recibir algún mensaje del intendente. Sus conjeturas estaban bien fundadas, ya que al tercer día Osvaldo Partridge se presentó y dijo que el intendente tendría gran placer en verlo, si podía hacerle una visita, que Eduardo convino en efectuar al día siguiente. Osvaldo había venido cabalgando en un petiso. Eduardo acordó volver con él, montando a Billy. Emprendieron el viaje en las primeras horas de la mañana siguiente y Eduardo le preguntó a Osvaldo si sabía por qué había enviado por él Heatherstone.

   -No lo sé muy exactamente -replicó Osvaldo. Pero, a juzgar por lo que le he oído decir a la señorita Paciencia, es para ofrecerle a usted cierto empleo, si logran inducirlo a aceptarlo.

   -Muy cierto -replicó Eduardo-. Me ofrece el cargo de secretaria... ¿Qué le parece?

   -Creo que debe usted aceptarlo, señor; en cualquier caso yo, lo tomaría a título de ensayo...; nada se perderá con ello. Si no le gusta, podrá volver a la cabaña. De una sola cosa estoy seguro, y es de que el señor Heatherstone le hará lo más grato posible el trabajo, porque se siente muy ansioso de servirlo.

   -Eso lo creo de veras -replicó Eduardo-.Y estoy completamente resuelto, a aceptar el cargo. Es un empleo de confianza y sabré todo lo que pasa, cosa que no será posible si sigo recluido en el bosque, y no dude de que habrá noticias emocionantes.

   -Seguramente, usted presume que el rey vendrá, ¿no es así? -replicó Osvaldo.

   -Estoy seguro de ello, Osvaldo; y es por eso que quiero estar en un sitio donde pueda enterarme de lo que ocurre.

   -Pues también yo creo que el rey vendrá, señor; aunque me parece que por el momento las probabilidades son escasas. Pero el señor Heatherstone sabe más que yo en ese sentido, según creo, si bien no suelta prenda.

   La conversación cambió de curso y después de una cabalgata de ocho horas, ambos llegaron a la casa del intendente. Eduardo dejó a Billy a cargo de Osvaldo y llamó a la puerta. Hebe lo hizo entrar y lo invitó a pasar a la sala de recibo, donde encontró al intendente solo.

   -Eduardo Armitage, me alegro de verlo, y me alegraré más aun si ha resuelto aceptar mi proposición. ¿Cuál es su respuesta?

   -Le agradezco mucho su oferta, señor -replicó Eduardo- y la aceptaré si me cree capaz de desempeñar ese empleo y yo veo que estoy a la altura de él; puedo ensayarlo y renunciar si lo encuentro harto difícil o tedioso.

   -No será demasiado difícil..., de eso me encargo yo. Y confío en que no le parecerá harto tedioso. Mis cartas no son tantas como para que no pueda contestarlas yo mismo, pero mis ojos se están debilitando y deseo proteger mi vista todo lo posible. De modo que usted tendrá que escribir más que nada lo que le dictaré. Pero no se trata solamente de que necesitaré una persona en quien pueda confiar; a menudo lo enviaré a Londres en vez de ir personalmente..., y supongo que usted no tendrá objeción que formular a eso..., ¿verdad?

   -Ciertamente que no, señor.

   -Pues bien... Sería inútil agregar nada más. Usted tendrá un aposento en esta casa y vivirá conmigo y compartirá mi mesa. Nada diré ahora de remuneración, ya que estoy convencido de que quedará satisfecho. Todo lo que necesito ahora es saber el día en que usted vendrá, para que todo pueda estar pronto.

   -Supongo, señor, que debo cambiar de indumentaria -replicó Eduardo, mirando su ropa de guardabosques-. Ésta difícilmente armonizaría con el cargo de secretario.

   -Convengo con usted en que será preferible reservar ese indumento para sus excursiones por el bosque, pues presumo que usted no lo abandonará del todo -replicó el intendente-. Puede conseguirse un traje en Lymington. Yo le proporcionaré los medios.

   -Gracias, señor, pero tengo medios más que suficientes -replicó Eduardo-, aunque disto de ser tan rico como parecía serlo la pequeña Clara.

   -¡Por cierto que sí! -dijo el intendente-. Yo no sabía que el pobre Ratcliffe poseyera tanto dinero y joyas. Bueno. Estamos a miércoles. ¿Puede venir el lunes próximo?

   -Sí, señor -respondió Eduardo-. No veo motivo que me lo impida.

   -Perfectamente. De modo que eso está arreglado. Y supongo que usted querrá ver su aposento. Paciencia y Clara están en el cuarto contiguo. Reúnase con ellas y hará muy feliz a mi hija diciéndole que vivirá con nosotros. Naturalmente, usted almorzará y pasará esta noche en la casa.

   El señor Heatherstone abrió la puerta y diciéndole a su hija Paciencia: «Querida, te dejo a Eduardo Armitage para que lo entretengas hasta la hora del almuerzo», hizo pasar a Eduardo y volvió a cerrar la puerta. Clara se adelantó corriendo hacia Eduardo apenas hubo entrado el joven, y cuando lo hubo besado, Eduardo tomó la mano, que le tendía Paciencia.

   -¿De modo que ha consentido? -dijo Paciencia con aire inquisitivo.

   -Sí, no pude rehusar ante tanta bondad -dijo Eduardo.

   -¿Y cuándo viene?

   -El lunes por la noche, si puedo estar pronto para entonces.

   -¿Qué tiene necesidad de preparar? -dijo Clara.

   -No puedo presentarme con traje de guardabosques Clarita. Puedo usarlo cuando llevo en la mano una escopeta, pero no al manejar una pluma; de modo que debo ir a Lymington y ver qué puede hacer por mí un sastre.

   -Se sentirá usted tan extraño en traje de secretario como me sentí yo en traje de varón -manifestó Clara.

   -Puede ser -dijo Eduardo, aunque pensó que no sucedería semejante cosa, ya que en Arnwood se había habituado a usar ropa mucho mejor que la usada habitualmente por los secretarios; y este recuerdo le trajo a la zaga a Arnwood y Eduardo se tornó silencioso y pensativo.

   Paciencia lo notó y al poco rato dijo:

   -Podrá usted velar por sus hermanas aquí casi del mismo modo que si estuviese en la cabaña. ¿No vuelve hasta rnañana? ¿Cómo vino?

   -Cabalgando en Billy, señorita Paciencia.

   -¿Por qué la llama señorita Paciencia, Eduardo? -dijo Clara-. Usted me llama Clara.¿Por qué no la llama Paciencia?

   -Usted olvida que sólo soy un guardabosques, Clara -replicó Eduardo, con grave sonrisa.

   -No, ahora es un secretario -dijo la niña.

   -La señorita Paciencia le lleva varios años. La llamo Clara porque usted sólo es una chiquilla, pero no debo tomarme esa libertad con la señorita Heatherstone.

   -¿Opinas lo mismo, Paciencia? -dijo Clara.

   -Ciertamente no considero impropio que una persona, después de conocerme bien, se tome la libertad de llamarme Paciencia -replicó ella; sobre todo si esa persona vive en la casa con nosotros, come y se trata con nosotros como si fuese de la familia y es recibida en pie de igualdad, pero me parece, Clara, que el señor Armitage debe dejarse guiar por sus propios sentimientos y obrar como lo considere decoroso.

   -Pero tú puedes darle licencia y entonces eso será decoroso -replicó Clara.

   -Sí, siempre que él se dé licencia a sí mismo, Clara -dijo Paciencia-. Pero ahora le mostraremos al señor Armitage su cuarto -continuó Paciencia, queriendo cambiar de tema-. ¿Quiere usted seguirnos, señor? -agregó, con fingido aire ceremonioso.

   Eduardo así lo hizo sin replicar y fue introducido en un aposento grande y alegre, muy pulcramente amueblado.

   -Ésta es su futura morada -dijo Paciencia-. Confío en que le gustará.

   -Pero si él nunca ha visto cosa parecida -objetó Clara.

   -Sí que he visto, Clara -dijo Eduardo.

   -¿Dónde?

   -En Arnwood; los aposentos eran en mucho mayor escala.

   ¡Arnwood! Oh, sí. Le oí a mi padre hablar de esa mansión -dijo Clara, y las lágrimas asomaron a sus ojos al recordarlo-. Sí, esa casa fue quemada y todos, los niños murieron carbonizados.

   -Así dicen, Clara, pero yo no estaba allí cuando se quemó la casa.

   -¿Dónde estabas, pues?

   -En la cabaña donde vivo ahora.

   Eduardo se volvió hacia Paciencia y notó que sus ojos estaban fijos en él, como si quisiera leer sus pensamientos. El joven sonrió y dijo:

   -¿Duda usted de mis palabras?

   -¡No, por cierto! -dijo ella-. No dudo de que usted haya estado entonces en la cabaña, pero estaba pensando que si los aposentos de Arnwood eran mas espléndidos, los de su cabaña eran menos cómodos. Ha estado habituado usted a lo mejor y a lo peor; y por eso confío en que se sentirá satisfecho de éstos.

   -Espero no haber dado señales de descontento. En verdad, yo sería difícil de complacer si un departamento como éste no me conviniera. Además, permítame observar que si dije que los aposentos de Arnwood eran en mucha escala, yo nunca fuí dueño de uno de ellos.

   Paciencia sonrió y no contestó.

   -Ahora que conoce el camino a su aposento, señor Armitage, volvamos si gusta, a la sala -dijo la joven, y cuando volvían a esta habitación, añadió:    -Supongo que el lunes traerá su ropa en una carreta.... ¿no es así? Se lo pregunto porque les prometí a sus hermanas unas flores y otras cosas, que podría enviarles con la carreta.

   -Es usted muy bondadosa al pensar en ellas, señorita Paciencia -replicó Eduardo-. A mis hermanas les gustan las flores y se sentirán muy contentas al recibirlas.

   -Creo haberle oído decir a mi padre que usted pasará aquí esta noche..., ¿no es así? -inquirió Paciencia.

   -Me lo propuso y yo aprovecharé gustosamente la invitación, ya que esta vez no debo fiarme de las ideas de Hebe sobre la comodidad -dijo Eduardo, sonriendo.

   -Sí, eso fue una mala acción de Hebe, ¡Y le aseguro, señor Armitage, que le avergüenza desde entonces mirarle a usted en la cara! ¡Pero qué suerte fue para mí aquel momento de mal humor de Hebe y cómo debo alegrarme de que ella lo alojara así! Debe perdonarla, ya que Hebe fue el instrumento que le permitió a usted ejecutar una noble acción, y yo debo perdonarla porque eso permitió que me salvaran la vida.

   -No le tengo rencor alguno a Hebe -replicó Eduardo-. A decir verdad, debo estarle agradecido, porque si no me hubiese dado tan mal lecho esa noche, yo no estaría alojado ahora tan cómodamente como lo estaré.

   -Supongo que tendrá hambre, Eduardo -dijo Clara-. El almuerzo está casi pronto.

   -Me atrevo a afirmar que comeré más que tú, Clara.

   -Y debe hacerlo, siendo un hombre tan grande como lo es. ¿Qué edad tiene usted, Eduardo? -dijo Clara-. Yo tengo trece, Paciencia más de dieciséis. ¿Y usted?

   -No he cumplido aún los diecio, Clara, de modo que difícilmente se me podría llamar un hombre.

   -Pero si es usted tan alto como el señor Heatherstone...

   -Sí, creo que sí.

   -¿Y no puede usted hacer todo lo que hace un hombre?

   -Francamente, no lo sé; pero, a decir verdad, siempre trataré de hacerlo.

   -Entonces, usted debe ser un hombre.

   -Bueno, Clara. Si eso te complace, lo soy.

   -Ahí viene el señor Heatherstone, de modo que adivino que el almuerzo está pronto. ¿No es así, señor?

   -Sí, hija mía -replicó el señor Heatherstone, besando a Clara-. De modo que entremos.

   El señor Heatherstone como era corriente en esa época entre la gente del partido al cual pertenecía aparentemente, dijo antes de abordar la carne una plegaria bastante larga y luego se sentaron a la mesa. Apenas hubo concluido el almuerzo, el señor Heatherstone volvió a su gabinete y Eduardo salió en busca de Osvaldo Partridge, con quien se quedó la mayor parte de la tarde, visitando la perrera, examinando a los perros y conversando de materias vinculadas con la caza.

   -No tengo ni dos hombres capaces de acechar a un ciervo -observó Osvaldo-. Ni uno de los hombres designados aquí como guardacazas y guardianes ha aprendido el oficio. La mayoría de ellos pertenecía al ejército y creo que los han designado aquí para desembarazarse de ellos porque resultaban molestos, y son todo lo que se quiera menos buena gente. La consecuencia es que matamos pocos ciervos, porque tengo tanto que hacer aquí -ya que ninguno de ellos conoce sus obligaciones- que rara vez puedo salir con mi escopeta. Así se lo he dicho al intendente y él me dijo que si usted aceptaba una oferta que le había hecho y venía a vivir aquí, no nos faltaría carne de venado; por lo cual resulta claro que él no espera verlo siempre con la pluma en la mano.

   -Me alegro de oírlo -replicó Eduardo-. No dude de que la mesa del señor Heatherstone, por lo menos estará siempre bien provista. ¿No es éste Corbould el que está apoyado contra la pared?

   -Sí. Será exonerado, ya que no puede caminar bien y el médico dice que rengueará toda su vida. Le guarda rencor a usted y me alegro de que se vaya, porque es un hombre peligroso. Pero el sol se pone, señor Eduardo, y no tardarán en servir la cena; más vale que vuelva usted a la casa.

Eduardo se despidió de Osvaldo, y volvió a la casa del intendente, donde comprobó que Osvaldo tenía razón, ya que estaban sirviendo la cena.

   Poco después de cenar, llamaron a Hebe y los criados, y el intendente dijo unas plegarias; después de lo cual Paciencia y Clara se retiraron. Eduardo se quedó conversando con el intendente durante una hora, poco más o menos, y luego fue conducido por el señor Heatherstone a su cuarto, que le había sido mostrado ya por Paciencia.

   El joven no durmió mucho esa noche. Lo novedoso de su situación -esto es, lo novedoso de sus perspectivas y conjeturas al respecto- no le permitió pegar los ojos hasta la mañana siguiente. Pero se levantó temprano, y después de haber asistido a las plegarias matinales y de haberse desayunado en forma bien sustanciosa, se despidió del intendente y de las dos muchachas y emprendió el regreso a la cabaña, no sin renovar su promesa de volver el lunes siguiente a instalarse allí. Billy estaba descansado y galopó alegremente, de modo que Eduardo llegó a la cabaña en las primeras horas de la tarde y fue nuevamente acogido con el cariño de siempre por los suyos. Le contó a Humphrey lo sucedido y su hermano se sintió muy satisfecho al saber que Eduardo había aceptado la proposición del intendente. Alicia y Edith no la aprobaron tanto como él y vertieron unas cuantas lágrimas ante la idea de que Eduardo abandonaría su cabaña. Al día siguiente. Eduardo y Humphrey se dirigieron a Lymington, con Billy uncido a la carreta.

   -¿Sabes qué pienso comprar, Eduardo? -dijo Humphrey-. Te lo diré: todos les cabritos o bien cabras y cabritos que pueda.

   -Pero... ¿acaso no tienes suficiente ganado? Este año tendrás cuatro vacas para ordeñar y tienes dos terneras en crianza.

   -Eso es muy cierto, pero no me propongo tener a las cabras por su leche, sino simplemente para comer su carne en vez de la de carnero. No puedo tener ovejas, pero las cabras se arreglarán en invierno con un poco de heno y se pasarán todo el año en el bosque. No mataré a ninguna de las hembras durante el primer año o el segundo, y después de esto, espero tener un rebaño suficiente para hacer frente a las necesidades.

   -La idea no es mala, Humprey; esos animales vendrán siempre a casa si tienes heno para ellos en invierno.

   -Ahora recuerdo que cuando íbamos a Lymington vi muchas cabras y no dudo de que estarán en venta. Pronto me cercioraré de ello preguntándoselo al dueño de la hostería -respondió Eduardo-. Tengo que ir allí antes que nada, ya que debo pedirle que me recomiende un buen sastre.

   Al llegar a Lymington fueron en derechura a la hostería y encontraron al posadero en casa. Éste le recomendó a Eduardo un sastre, y el joven lo mandó llamar a la hostería, donde el sastre le tomó las medidas para un sencillo traje de paño oscuro. Luego Eduardo y Humphrey salieron y Eduardo tuvo que conseguirse zapatos y muchas otras prendas de vestir que estuvieran a tono con el traje que iba a usar.

   -Me desconcierta el problema del sombrero, Humphrey -dijo Eduardo-. Detesto esos sombreros en forma de campanario que usan los cabezas redondas; con todo, el sombrero con pluma no es adecuado para un secretario.

   -Sin embargo, yo te aconsejaría a que te resignaras a usar el sombrero en forma de campanario -dijo Humphrey-.Tu indumento, a mi entender, es una suerte de deshonra para un caballero de cuna y el heredero de Arnwood. ¿Por qué no habrías pues de ponerte igualmente el sombrero que usa esa gente? Como secretario del intendente, debes vestir como él; en caso contrario, podrías llamar la atención, sobre todo cuando viajes por asuntos de Heatherstone.

   -Tienes razón, Humprey; no debo hacer las cosas a medias. Y a menos que use el sombrero, inspiraré sospechas.

   -Dudo que el intendente lo use por otro motivo -dijo Humprey.

   -Sea como fuere no llegaré al Pináculo de la moda -dijo Eduardo, riendo-. Algunos de los sombreros no son tan altos como los demás.

   -Aquí está la tienda que necesitamos para el sombrero y el cinto de la espada.

   Eduardo escogió un sombrero y un sencillo cinto, los pagó y le encargó al dueño del comercio que los llevara a la hostería.

   Mientras se efectuaban todas estas compras de Eduardo y muchas otras de Humprey, tales como clavos, sierras, herramientas y diversas cosas que necesitaba Alicia para la casa, el posadero había hecho preguntar por las cabras y averiguado el precio que costaban. Humprey, mientras Eduardo colocaba las compras en la carreta, salió por segunda vez para ver las cabras. Llegó a un acuerdo con el vendedor de éstas, adquiriendo un macho y tres hembras con dos cabritos cada una a su lado, y con otros diez cabritos hembras que acababan de ser destetados.

   El vendedor se comprometió a llevárselos al día siguiente hasta el final de la carretera, en pleno bosque, allí Humphrey le saldría al encuentro, le pagaría la compra y se llevaría a los animales a la granja, que sólo distaba cinco kilómetros del sitio convenido. Habiendo solucionado satisfactoriamente este problema, el joven volvió al lado de Eduardo, que estaba pronto y ambos regresaron a la cabaña.

   -Hemos hecho mermar un poco la bolsa hoy, Eduardo -dijo Humprey-. Pero el dinero está bien gastado.

   -Así lo creo, Humphrey; pero no dudo de que podré reponer muy pronto el dinero, ya que el intendente me pagará mis servicios. El sastre ha prometido la ropa para el sábado sin falta, de modo que tú o yo tendrémos que ir a buscarla.

   -Iré yo, Eduardo; mis hermanas querrán que te quedes con ellas, ya que vas a abandonarlas tan pronto. Y me llevaré a Pablo, para que aprenda el camino del pueblo y asimismo le mostraré dónde se compran las cosas, por si va allí personalmente.

   -Creo que tuvimos suerte cuando atrapaste a Pablo, Humprey, porque no sé cómo habría podido yo dejarte en caso contrario.

   -Sea como fuere, ahora me es mucho más fácil prescindir de ti que de él -replicó Humprey-. Aunque creo que podría salir del paso solo, pero con todo, Eduardo, nunca se sabe qué puede depararnos el mañana y bien podría suceder que yo me enfermase o que algo me impidiera atender a alguna tarea, y en ese caso, sin ti o Pablo, las cosas podrían marchar muy mal. Ciertamente si se piensa cómo quedamos librados a nuestros propios recursos al morir Jacobo, tenemos que agradecerle a Dios el habernos desempeñado tan bien.

   -Convengo en ello y también en que le plugo al cielo concedernos muy buena salud. Sin embargo, estaré cerca por si me necesitas y Osvaldo visitará constantemente la cabaña y sabrá cómo lo pasan ustedes.

   -Convengo en que te las compondrás para que Osvaldo venga aquí una vez por semana.

   -Lo haré si puedo, Humphrey, porque sentiré tanta ansiedad como tú por saber si todo va bien. A decir verdad insistiré en que me permitan venir aquí una vez cada quince días, y no creo que el intendente me lo niegue..., mejor dicho, estoy seguro de que no me lo negará.

   -Yo también -replicó Humphrey-. Estoy convencido de que nos desea mucho bien y de que, en cierto modo, nos ha tomado bajo su protección, pero recuerda, Eduardo, que yo no volveré a matar venados después de esto y así puedes decírselo al intendente.

   -Sí que lo haré y eso le servirá de pretexto para mandarte alguna carne de venado, si quiere. Para serte franco, como sé que me permitirán salir con Osvaldo, será difícil que algún gamo extraviado no encuentre el camino de esta cabaña.

   Ambos hermanos prosiguieron departiendo así sobre diversas cosas hasta que llegaron a la cabaña. Alicia salió a su encuentro y le dijo a Humprey:

   -Bueno, Humphrey... ¿Me has traído mis gansos y patos?

   Humprey los había olvidado, pero respondió:

   -Debéis esperar a que yo vuelva a visitar a Lymington el sábado, Alicia, y confío el traértelos entonces. Mira cómo está cargado, ya el pobre Billy. ¿Dónde está Pablo?

   -En el jardín. Ha estado trabajando allí durante todo el día y Edith está con él.

   -Entonces descargaremos la carreta mientras nos preparas algo de comer, Alicia, porque te prevengo que nuestro apetito es descomunal.

   -Tengo un guiso de conejo al fuego, Humphrey, y pronto ya para ser servido. Verás que está muy sabroso.

   -Es mi plato predilecto, querida mía. Pablo no me agradecerá el haber traído esto a casa -agregó Humphrey, sacando la larga sierra de la carreta-. Tendrá que bajar al foso nuevamente apenas esté hecho.

   La carreta no tardó en quedar descargada, Billy fue desuncido y todos entraron a la cabaña para cenar.

   Humphrey partió a la mañana siguiente con Pablo, a primera hora, para encontrarse con el vendedor de cabras y cabritos. Los animales llegaron puntualmente al sitio y hora convenidos. Y como el conjunto le pareció satisfactorio, Humphrey le pagó al vendedor su dinero y se los llevó a la cabaña a través del bosque.

   -Cabra muy buena, cabrito mejor; comer siempre cabrito en España -dijo Pablo.

   -¿Tú naciste en España, Pablo?

   -No estar seguro, pero creerlo así. Mis primeros recuerdos datar de ese país.

   -¿Recuerdas a tu padre?

   -No. Jamás lo vi.

   -¿No te habló nunca de él tu madre?

   -Yo la llamaba madre, pero creo que no serlo. Es costumbre de las gitanas.

   -¿Por qué la llamabas madre?

   -Porque alimentarme cuando pequeño, pegarme cuando crecido.

   -Todas las madres hacen eso. ¿Qué te hizo venir a Inglaterra?

   -No lo sé, pero oír decir a la gente «mucho dinero en Inglaterra..., mucho de comer..., mucho de beber..., traer mucho dinero a España».

   -¿Desde cuándo estás en Inglaterra?

   -Uno, dos, tres años; tres años y algo más.

   -¿Qué te gusta más? ¿Inglaterra o España?

   -Cuando con mi gente, gustarme España más: sol fuerte..., noche cálida... Inglaterra poco sol, noche fría, mucha lluvia, nieve y aire siempre frío; pero ahora vivir con ustedes, tener cama tibia, mucha comida, gustarme Inglaterra más.

   -Pero cuando estabas con los gitanos ellos lo robaban todo..., ¿verdad?

   -No robar todo -respondió Pablo, riendo-. A veces llevar y no pagar cuando no había nadie. Chacarero parecer muy severo..., tener gran perro.

   -¿Saliste alguna vez a robar?

   -Obligarme a hacerlo. No traer algo, pegarme mucho; si chacarero sorprenderme, pegarme también. Nada más que golpes, golpes y golpes.

   -¿De modo que te obligaban a robar?

   -Cuando no traer algo, primero pegarme y luego no darme de comer durante uno, dos, tres días. ¿Qué le parece eso, señor Humphrey? Supongo que usted robar cuando no comer tres días.... ¿verdad?

   -Supongo que no -replicó Humphrey-, aunque nunca me han castigado tan severamente. Y confíes Pablo, en que nunca volverás a robar.

   -¿Para qué robar más? -replicó Pablo-. No gustarme robar; pero robar porque tener hambre. Ahora nunca tener hambre, siempre tener comida abundante: nadie golpearme ahora; dormir cama tibia toda la noche ¿Para qué robar, entonces? No, señorito Humphrey, yo nunca más robar, porque no tener motivo, y porque la señorita Alicia y la señorita Edith decirme que el buen Dios allá arriba decir que no se debe robar.

   -Me alegro que des esa razón, Pablo -aplicó Humphrey-, ya que eso prueba que las enseñanzas de mis hermanas no han sido estériles.

   -Gustarme oír hablar a la señorita Alicia; hablar con seriedad. La señorita Edith hablar también, pero reír mucho. Yo querer muchísimo señorita Edith, niñita muy alegre, salta como uno, de esos cabritos que llevarnos, siempre contenta. ¡Oh! Ahí veo la cabaña. Pronto llegaremos a casa, señorita Humphrey. La señorita Edith le gusta mucho ver cabritos. ¿Dónde poner éstos?

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