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Capítulo XIX

   -Los pondremos por el momento en el corral; dentro de poco Fiel se encargará de ellos. Se lo enseñaré pronto.

   -Sí. Fiel cuidar todo lo que le indico. ¿Por qué no encargarse de las cabras? Es un perro inteligente. ¿Creer usted bueno que el señorito Eduardo llevarse sus dos perros, Smoker y Guardián, señorito Humphrey? Me parece que mejor dejar cachorro. Llevarse Smoker y dejar cachorro.

   -De acuerdo, Pablo. Aquí necesitamos dos perros. Le hablaré del asunto, a mi hermano. Ahora adelántate, abre la verja del corral y échales un poco de heno, mientras voy a llamar a mis hermanas.

   El rebaño de cabras fue sumamente admirado, y a la mañana siguiente lo enviaron al bosque para apacentarlo, al cuidado, de Pablo y Fiel. A la hora de almorzar Pablo trajo el rebaño cerca de la cabaña, diciéndole al perro que lo cuidara. El inteligente animal se quedó inmediatamente con las cabras hasta que Pablo volvió después de almorzar. Y no estará de más observar que, a los pocos días, el perro las tomó a su cargo del todo, llevándolas al corral todas las noches. Y apenas las dejaba en el corral se iba a almorzar y cuidaba por eso de no volver tarde. Pero volvamos a nuestra interrumpida narración.

   El sábado, Humphrey y Pablo fueron a Lymington para traer la ropa de Eduardo, y Humphrey familiarizó a Pablo con todo lo que debía saber, pero si resultaba necesario enviarlo solo al pueblo.

   Eduardo se quedó con sus hermanas, ya que debía abandonarlas el lunes.

   El domingo transcurrió como de costumbre: los jóvenes leyeron las plegarias ante la tumba del viejo Armitage y luego pasearon por el bosque. Porque el domingo era el único día en que Alicia hallaba tiempo para abandonar sus deberes de la casa. Las niñas estaban más melancólicas que de costumbre al pensar en que Eduardo las abandonaría, pero se conservaban animosas, sabiendo que aquello redundaría en beneficio de todos.

   El lunes por la mañana, Eduardo, para complacer a sus hermanas, se puso el traje nuevo y guardó su ropa de guardabosques en el envoltorio de la ropa blanca. A Alicia y Edith su hermano les pareció muy gallardo en su nuevo indumento, y dijeron que aquello les recordaba los días de Arnwood. El caso es que Eduardo parecía lo que era: un caballero nato. Esto no había podido disimularse muy bien bajo la ropa del guardabosque, y en su traje nuevo resultaba innegable. Después del desayuno uncieron a Billy y lo trajeron hasta la puerta de la cabaña. La ropa blanca de Eduardo fue colocada en la carreta y, según lo convenido con Humprey, el joven sólo se llevó a Smoker, dejando el cachorro en la cabaña. Pablo lo acompañaba, para traer de vuelta la carreta. Eduardo besó a sus hermanas, que lloraban al pensar en la separación, y después de estrecharle la mano a Humprey emprendió la marcha a través del bosque.

   «¿Quién habría imaginado -pensó el joven mientras viajaba por la espesura- que yo viviría bajo el techo de un cabeza redonda y me pondría bajo su protección? De un cabeza redonda por su aspecto externo y según la opinión del mundo, al menos, si no enteramente por sus opiniones. Debo estar hechizado y casi me considero traidor a mis principios. No sé por qué lo hago; siento estima por ese hombre y confianza en él. ¿Y por qué no habría de hacerlo? Heatherstone conoce mis principios, mis sentimientos adversos a su partido, y los respeta. Seguramente, no pretenderá ganarme a su bando; esto sería en verdad ridículo... Un joven guardabosques..., un joven desconocido. No, nada ganaría él con eso..., porque es un don nadie. Debe obrar movido por la mera buena voluntad y nada más. Está agradecido por el servicio que le he prestado a su hija y trata de demostrármelo.»

   Si Eduardo se hubiera planteado la siguiente pregunta: «De haber estado en términos tan cordiales con el intendente, habría yo aceptado su oferta si no existiera Paciencia Heatherstone?», habría descubierto quizá cuál era el «hechizo» que lo encadenaba; pero no tenía la menor idea de esto. Sólo sentía que su situación se volvería más cómoda con la compañía de una muchacha amable y bella, y no preguntaba más.

   Sus ensoñaciones fueron interrumpidas por Pablo, que parecía cansado de su mutismo, y que dijo:

   -Señorito Eduardo, a usted no gustarle irse de casa. Usted pensar demasiado. ¿Por qué ir allí?

   -Ciertamente, no me gusta irme de casa, porque quiero mucho a mis hermanos; pero en este mundo no siempre podemos hacer lo que queremos, y obro así por el bien de ellos, más que obedeciendo a mis propias inclinaciones.

   -No veo qué bien hacerle usted a la señorita Alicia y a la señorita Edith al marcharse. ¿Cómo ser posible hacer bien y no estar con ellas? Supongamos lamentable accidente y usted ausente..., ¿cómo hacer bien? Supongamos lamentable accidente y usted en cabaña, entonces usted hacer bien. Creo, señorito Eduardo, que usted muy aturdido.

   Eduardo rió ante esta mordaz observación de Pablo, y replicó:

   -Es muy cierto, Pablo, que no puedo velar por mis hermanas y protegerlas personalmente cuando estoy ausente; pero hay motivos para que vaya, con todo eso, y puedo serles más útil yéndome que quedándome con ellas. Si no lo pensara así, no las abandonaría. No conocen a nadie y carecen de amigos. Supongamos que me pasara algo. Supongamos que tanto Humphrey como yo muriéramos -porque, como sabes, nunca se puede prever cuándo sucederá eso- y entonces..., ¿quién protegería a mis pobres hermanas y qué sería de ellas? ¿No es prudente, pues, que yo obtenga amigos para ellas, a fin de que en caso de accidente cuiden de mis hermanas y las protejan? Y al abandonarlas ahora, tengo la esperanza de conseguir para ellas amigos poderosos y buenos. ¿Me entiendes?

   -Sí. Comprender ahora. Usted pensar más que yo, señorito Eduardo. Hace un momento decir que usted parecerme un aturdido; ahora decir: «Pablo, gran tonto».

   -Además, Pablo, ten en cuenta que yo no las habría abandonado de ningún modo, si sólo pudiéramos cuidarlas Humphrey y yo, porque podría ocurrirnos un accidente a cualquiera de nosotros, pero cuando tú viniste a vivir con nosotros y vi que eras un muchacho inteligente y bueno y que nos querías, me dije: ¡Ahora puedo abandonar a mis hermanas, porque Pablo me reemplazará y le ayudará a Humphrey a hacer todo lo que haga falta y a cuidar de ellas». ¿Tengo razón, Pablo?

   -Sí, señorito Eduardo -replicó Pablo, aferrando a Eduardo de la muñeca-. Tener mucha razón. Pablo querer a la señorita Alicia, a la señorita Edith, al señorito Humphrey y a usted, señorito Eduardo; querer mucho a todos ustedes...; ¡tanto, que moriría por ustedes! No podría hacer más.

   -Eso es lo que yo pensaba realmente de ti, Pablo, y con todo me alegra oírlo de tu boca. Si no hubieses venido a vivir con nosotros y resultado tan fiel, yo no habría podido marcharme para hacerles un bien a mis hermanas, pero tú me has inducido a irme y ellas tendrán que agradecerte a ti si puedo serles útil en algo.

   -Bueno. Váyase, señorito Eduardo. No preocuparse de nosotros; haremos mucho trabajo. Todo se hará igual que cuando estar usted.

   -Creo que sí, Pablo, y es por eso que he aceptado irme. Pero Billy está envejeciendo y ustedes necesitarán algunos petisos más.

   -Sí, señorito Eduardo. Señorito Humphrey hablarme de petisos anoche y decir que hay muchos en el bosque. Preguntarme si podríamos atraparlos. Yo decir sí, atrapar uno, dos, veinte, suponer que necesitarlos.

   -¡Ah! ¿Cómo harás eso, Pablo?

   -Señorito Eduardo, usted decir al señorito Humphrey imposible, de modo que yo no decirle cómo -respondió Pablo, riendo-. Algún día usted venir a visitarnos, ver cinco petisos en el establo. Señorito Humphrey y yo conversar, descubrir cómo; usted verá.

   -Bueno, no haré más preguntas, Pablo, y cuando vea a los petisos en el establo lo creeré y no antes.

   -Supongamos que usted necesitar caballo grande de silla, atrapar gran caballo, señorito Eduardo, ya verá. Señorito Humphrey muy hábil..., atrapar vaca.

   -Atrapar gitanillo -dijo Eduardo.

   -Sí -dijo Pablo, riendo-. Atrapar vaca, atrapar gitanillo y pronto atrapar caballo.

   Cuando Eduardo llegó a la casa del intendente fue recibido muy bondadosamente por el intendente y las dos muchachas. Después de haber depositado su guardarropa en su alcoba, fue al encuentro de Osvaldo y metió a Smoker en la covacha, y, al volver encontró a Pablo sentado sobre la alfombra de la sala, hablando con Paciencia y Clara y los tres parecían muy divertidos. Cuando Pablo y Billy hubieron comido algo, la carreta fue abarrotada de tiestos de flores y diversos regalos más de Paciencia Heatherstone y Pablo emprendió el regreso.

   -Bueno, Eduardo. Parece usted un... -dijo Clara, y se detuvo.

   -Un secretario, supongo -concluyó Eduardo.

   -Al menos, no parece un guardabosques, ¿verdad, Paciencia? -continuó Clara.

   -No debes juzgar a la gente por su vestimenta, Clara.

   -No hago tal cosa -dijo Clara-. Esa indumentaria no le sentaría bien a Osvaldo o a los demás, porque ellos no armonizarían con la ropa, pero sí le sientan bien a usted, ¿verdad, Paciencia?

   Pero Paciencia Heatherstone no respondió una sola palabra a esta segunda interrogación de Clara.

   -¿Por qué no me contestas, Paciencia? -dijo Clara.

   -Mi querida Clara, no es usual que las muchachas hagan observaciones sobre la vestimenta de la gente. Lo pueden hacer chiquillas como tú.

   -¿Acaso no le dijiste a Pablo que su nuevo traje le sentaba bien?

   -Sí, pero Pablo no es el señor Armitage, Clara. El caso es muy distinto.

   -Quizá, pero con todo podrías responder a una pregunta cuando se te hace, Paciencia. Y vuelvo a preguntarte: ¿No le sienta acaso mejor a Eduardo este traje que el anterior?

   -Creo que le sienta bien, Clara, ya que quieres una respuesta.

   -Las bellas plumas hacen bellos pájaros, Clara -dijo Eduardo, riendo-. Y eso es todo lo que se puede decir al respecto.

   Luego el joven cambió de conversación. A poco anunciaron que estaba pronta la cena y Clara volvió a observarle a Eduardo:

   -¿Por qué llama usted siempre señorita Heatherstone a Paciencia? ¿No cree que debiera llamarla Paciencia, señor? -y la jovencita se dirigió al intendente.

   -Eso depende de los sentimientos del propio Eduardo, querida Clara -respondió el señor Heatherstone-. Mi intención es eludir el protocolo en todo lo posible. Eduardo Armitage ha venido para vivir con nosotros como un miembro de la familia y será tratada por mí como tal. De modo que en el futuro lo llamaré Eduardo y tiene mi plena autorización -y aun diría yo que es mi deseo- para que nos trate a todos con la misma familiaridad. Cuando se sienta inclinado a hablarle a mi hija como a ti, llamándola por su nombre de pila, lo hará, me atrevo a presumirlo, ahora que ya ha oído mi opinión; y reservará las palabras «señorita Heatherstone» para la ocasión en que tengan alguna rencilla.

   -Entonces confío en que nunca me llamará así -observó Paciencia-. Porque le estoy demasiado agradecida para tolerar siquiera la idea de enojarme con él.

   -¿Lo oye usted, Eduardo?

   -Sí, Clara, y después de esta observación, puedes tener la seguridad de que nunca volveré a llamarla así.

   A los pocos días Eduardo se sintió enteramente a sus anchas. Por la mañana, el señor Heatherstone le dictaba un par de cartas, que Eduardo escribía, y después de esto disponía libremente de su tiempo y lo pasaba más que nada en compañía de Paciencia y de Clara. Con la primera estaba ahora en las más íntimas y fraternales relaciones, y cuando se hablaban sólo usaban los nombres Paciencia y Eduardo. En cierta oportunidad, el intendente le preguntó al joven si no le gustaría salir con Osvaldo a matar un ciervo, cosa que Eduardo hizo, pero apenas si había llegado la temporada de los venados. En la caballeriza había un hermoso caballo a disposición de Eduardo, y éste salía a menudo de paseo, con Paciencia y Clara. En realidad, pasaba el tiempo tan agradablemente, que le parecía imposible que hubiesen transcurrido quince días cuando pidió permiso para ir a la cabaña a visitar a sus hermanas.

   Después de obtener la autorización del intendente, Paciencia y Clara lo acompañaron, y la alegría de Alicia y Edith fue considerable cuando los tres hicieron su aparición allí. Osvaldo, a pedido de Eduardo, se había adelantado un par de días para anunciar la visita, a fin de que estuviesen prontas, y la consecuencia fue que hubo un día de fiesta en la cabaña. Alicia había preparado su mejor almuerzo y Humphrey y Pablo estaban en casa para darles la bienvenida.

   -¡Qué grato nos resultaría verlas, a usted y a Clara cada vez que veamos a Eduardo! -le dijo Alicia a Paciencia-. Lejos de lamentar que Eduardo esté con ustedes, eso me satisfará mucho.

   -Riego las flores a diario -dijo Edith-. Y le dan un aspecto tan alegre al jardín...

   -Le traeré muchas más en otoño, Edith, pero esta época no es adecuada aún para el trasplante de flores -respondió Paciencia-. Y ahora, Alicia, debe llevarme a ver su granja, porque no tuve tiempo de conocerla en mi última visita. Vamos ahora y muéstremelo todo.

   -Pero... ¿Y mi almuerzo, Paciencia? No puedo dejarlo o se me estropeará y eso no es posible. Vaya con Edith o espere hasta después del almuerzo, ya que entonces me desocuparé.

   -Pues esperaremos a que termine el almuerzo, Alicia, y le ayudaremos a servirlo.

   -Gracias; eso lo hace generalmente Pablo, porque Edith no puede alcanzar las cosas. No sé dónde está Pablo.

   -Se ha ido con Eduardo y Humphrey, según creo -dijo Edith-. Lo regañaré cuando vuelva por haberse marchado.

   -No importa, Edith -dijo Paciencia-. Yo puedo alcanzar los platos y usted y Clara los colocarán, así como las fuentes, sobre la mesa, para que Alicia sirva la comida.

   Y Paciencia hizo lo que se proponía y a poco el almuerzo apareció sobre la mesa. Había un jamón y dos aves cocidas y un trozo de carne de vaca salada y un poco de cabrito asado, además de patatas y guisantes verdes, y si se piensa que semejante almuerzo había sido servido en la mesa por gente tan joven, librada enteramente a sus propios esfuerzos e industriosidad, debe admitirse que ello los honraba y honraba a su granja.

   En el ínterin, Eduardo y Humphrey, después de los primeros saludos, habían salido a conversar, mientras Pablo llevaba los caballos al establo.

   -Bueno, Humphrey. ¿Cómo van tus cosas?

   -Muy bien -respondió Humphrey-. Acabo de terminar un trabajo muy penoso. He cavado un aserradero y aserrado las tablas para los costados del foso y lo he asegurado muy bien. El gran abeto, que talamos está ahora en el foso, listo para aserrarlo convirtiéndolo en tablones y Pablo y yo vamos a empezar mañana. Al principio nos costó aserrar las tablas, pero antes de terminar con ellas ya salíamos del paso perfectamente. A Pablo eso no le gusta, y a decir verdad tampoco me agrada a mí. Ese trabajo es tan mecánico y fatigoso... Pero Pablo no se queja. No pienso hacerle aserrar más de dos días por semana; eso bastará... Progresamos con suficiente rapidez.

   -Tienes razón, Humphrey; un viejo refrán dice que no se debe cansar al caballo ganoso de trabajar. Pablo tiene muy buena voluntad, pero no está habituado, al trabajo pesado.

   -Bueno, ahora debes venir a ver mi rebaño de cabras, Eduardo; no está lejos. Le he enseñado a Fiel a cuidarlas y nunca las abandona y las trae a casa de noche. Guardián siempre se queda conmigo y es un excelente perro, muy inteligente por cierto.

   -¡Por cierto que tienes un hermoso rebaño, Humphrey! -dijo Eduardo.

   -Sí, y el aspecto de esos animales ha mejorado desde que están aquí. Alicia ha recibido sus gansos y patos y yo les he hecho una charca lo bastante grande para que chapoteen hasta que pueda cavarles un estanque.

   -Pensé que nos sobraba heno, pero con este agregado creo que no te sobrará hasta la misma primavera.

   -Tanto es así que he estado segando una buena cantidad. Eduardo, y el heno está casi pronto para llevárselo. El pobre Billy ha tenido un duro trabajo con esto o lo otro desde que vino, te lo aseguro.

   -¡Pobrecito! Pero eso no durará mucho, Humphrey -dijo Eduardo, sonriendo-. Los demás caballos no tardarán en sustituirlo.

   -Supongo que sí -dijo Humphrey-. Al menos en la primavera próxima. No espero que suceda antes.

   -A propósito, Humphrey... ¿Recuerdas lo que dijo antes de morir el ladrón a quien maté?

   -Sí, lo recuerdo ahora -dijo Humphrey-. Pero lo había olvidado por completo hasta que lo mencionaste, aunque lo anoté para que no se nos olvidara.

   -Pues he estado pensando en el asunto, Humphrey. El ladrón me dijo que era mío tomándome por otra persona; por lo tanto, no considero que me lo haya dado, ni tampoco creo que fuese suyo y pudiera darlo. No sé qué hacer con eso, ni quién podría considerarse dueño del dinero.

   -Creo poder responder a esa pregunta. Les bienes de todos los malhechores pertenecen al rey y por lo tanto ese dinero es suyo, y podemos conservarlo para el rey o usarlo en su servicio.

   -Sí. El dinero le habría pertenecido al rey si este hombre hubiese sido condenado y ahorcado como se lo merecía, pero no lo fue y por lo tanto no creo que el dinero le pertenezca al rey.

   -Entonces le pertenece a quienquiera la encuentre y que lo guarde hasta que lo reclamen..., cosa que nunca sucederá.

   -Me parece que le hablaré del asunto al intendente -replicó Eduardo-. Me sentiré más cómodo.

   -Entonces hazlo -dijo su hermano-. Creo que haces bien al no ocultarle nada.

   -Pero, Humphrey... ¡Qué tontos somos! -replicó Eduardo, riendo-. Aun no sabemos si hallaremos algo. Debemos empezar por cerciorarnos de si hay algo sepultado ahí, y cuando nos hayamos cerciorado, resolveremos qué debe hacerse. Si Dios quiere, volveré aquí dentro de quince días y en el ínterin busca ese sitio y averigua si ese individuo dijo la verdad.

   -Así lo haré -replicó Humphrey-. Iré mañana con Billy y la carreta y llevaré una pala y un zapapico. Quizá sea una estupidez intentarlo, pero dicen -y hay que creerlo en honor a la naturaleza humana- que las palabras de un moribundo son la fiel expresión de la verdad. Más vale que volvamos ahora, porque creo que el almuerzo debe estar pronto.

   Ahora que los jóvenes estaban en tal pie de intimidad con Paciencia Heatherstone -y añadiría yo, le habían cobrado tanto afecto- nadie se sentía ya cohibido y el almuerzo fue muy alegre, y después del almuerzo, Paciencia salió con Alicia y Edith e inspeccionó el jardín y la granja. Tenía muchos deseos de convencerse de que poseían todo lo necesario, pero sólo pudo descubrir la ausencia de unas pocas cosas, y aun éstas no pasaban de ser bagatelas; con todo, las recordó y envió a la cabaña a los pocos días. Pero llegó la hora de la partida, porque el viaje de regreso era largo y no podían quedarse más tiempo si querían llegar a casa del intendente antes del anochecer, como se lo había pedido el señor Heatherstone a Eduardo. De modo que trajeron los caballos, y después de despedirse se marcharon, mientras la pequeña Edith les gritaba:

   -¡Vuelvan pronto! ¡Paciencia, debes volver pronto!



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Capítulo XX

   Muy avanzado ya el verano, Osvaldo le dijo cierto día a Eduardo:

   -¿Sabe ya la noticia, señor?

   -Nada sé que parezca particularmente interesante -dijo Eduardo-. Sé que el general Cromwell está en Irlanda, y según dicen, obtiene mucho éxito, pero poco me importan los detalles.

   -Se dice mucho más, señor -respondió Osvaldo.

   Se dice que el rey está en Escocia y que los escoceses han reunido un ejército para él.

   -¿Será posible? -replicó Eduardo-. ¡Eso sí que es una noticia! El intendente no me la mencionó.

   -Supongo que no, señor, ya que conoce sus sentimientos y lamentaría separarse de usted.

   -Por cierto que hablaré con él sobre el particular -dijo Eduardo-, aun a riesgo de desagradarle; y me uniré al ejército si me convenzo de que es cierto lo que dices. Sería un acto de cobardía quedarme aquí cuando el rey está luchando por sus fueros y no unirme a sus filas.

   -Pues yo creo que la noticia es cierta, señor, porque he oído decir que el parlamento le ha pedido al general Cromwell que venga de Irlanda y guíe a las tropas contra el ejército escocés.

   -¡Me enloqueces, Osvaldo! ¡Iré a ver al intendente de inmediato!

   Eduardo, muy excitado por la nueva, entró en el aposento donde trabajaba por lo general con el intendente. Heatherstone, que estaba sentado ante su escritorio, alzó los ojos y al ver lo enrojecido que estaba el rostro de Eduardo, dijo muy sosegadamente:

   -Supongo que lo excita la flamante noticia, Eduardo..., ¿verdad?

   -Sí, señor. Me siento muy excitado, y lamento haber sido el último en enterarme de nueva tan importante.

   -Se trata, como usted dice, de una nueva importante -replicó el intendente-. Pero si se sienta, hablaremos un poco sobre el particular.

   Eduardo se sentó y el intendente dijo:

   -No dudo de que su propósito, en estos momentos, es irse a Escocia e ingresar al ejército sin demora. ¿No es así?

   -Tal es mi propósito, señor, se lo confieso sinceramente. Es mi deber.

   -Quizá yo pueda convencerlo de lo contrario antes de que nos separemos -replicó el intendente-. El primero de sus deberes en su situación actual, es el que tiene contraído con su familia. Sus hermanos dependen de usted y cualquier paso en falso que dé causará la ruina. ¿Cómo puede abandonarlos y dejar este empleo, sin que se sepa con qué fin se ha marchado? ¡Imposible! Yo mismo tendré que darle a conocer, y aun así, resultará muy perjudicial para mí la sola circunstancia de haber tenido a mi servicio a un hombre de su partido. Inspiro ya muchas sospechas por haberme opuesto al asesinato del rey, y asimismo de los lores, que han sufrido a partir de entonces. Pero no le comuniqué esta noticia, Eduardo, por muchos motivos. Sabía que no tardaría en llegar a sus oídos y creí preferible prepararme a demostrarle que usted puede dañarse a sí mismo y dañarme a mí sin beneficiar a su rey. Ahora le probaré la confianza que deposito en usted, y si lee estas cartas, ellas le probarán que tengo razón en mis afirmaciones.

   El intendente le tendió a Eduardo tres cartas, de las cuales resultó evidente que todos los amigos del rey en Inglaterra opinaban que no había madurado aún la hora propicia para la intentona y que hacerlo sólo implicaría un sacrificio estéril, que el ejército escocés congregado se componía de hombres que eran los peores enemigos del rey y que lo mejor para los intereses realistas sería que fuesen aniquilados, por Cromwell, y también se afirmaba que a los parciales ingleses de Carlos les era imposible unirse a ellos y que los escoceses no deseaban semejante unión.

   -Usted no es un político, Eduardo -dijo el intendente, sonriendo, mientras el joven dejaba las cartas sobre la mesa-. Reconocerá que al mostrarle estas cartas he depositado en usted la máxima confianza..., ¿no es así?

   -Por cierto que sí, señor, y al agradecerle que lo haya hecho, de más está decir que su confianza jamás se verá traicionada.

   -De ello estoy seguro, y confío en que usted convendrá ahora conmigo y con mis amigos en que lo más prudente es no dar paso alguno..., ¿verdad?

   -Ciertamente, señor. Y en el futuro me dejaré guiar por usted.

   -Eso es todo lo que le pido, y después de esa promesa, se enterará usted de todas las noticias apenas lleguen. Hay millares de personas tan ansiosas como usted de ver nuevamente en el trono al rey, Eduardo..., y ya sabe ahora que también yo figuro entre ellas, pero ho ha llegado aún la hora y debemos esperar el momento oportuno. Tenga la seguridad de que el general Cromwell dispersará a ese ejército como un puñado de desperdicios. Ahora ha emprendido ya la marcha. Después de lo conversado, hoy por nosotros, Eduardo, le contaré sin reservas todo lo que suceda.

   -Gracias, señor, y le prometo firmemente, como ya se lo dije, no sólo dejarme guiar por sus consejos, sino conservar el mayor secreto sobre todo lo pueda confiarme.

   -Tengo plena fe en usted, Eduardo Armitage. Y ahora dejemos el asunto por el momento, Paciencia y Clara quieren que usted las acompañe a dar un paseo, de modo que será hasta pronto.

   Eduardo se separó del intendente, muy satisfecho de la entrevista. Heatherstone cumplió su palabra y nada le ocultó. Todo resultó tal como lo pronosticara. El ejército escocés fue aniquilado por Crommell y el rey se retiró a las montañas de Escocia, y Eduardo se convenció de que lo mejor que podía hacer era dejarse guiar por el intendente en todas sus empresas futuras.

   Ahora debemos resumir algún tiempo en unas pocas palabras. Eduardo continuó en casa del intendente y proporcionó grandes satisfacciones al señor Heatherstone. Pasaba gratamente el tiempo, solía salir en busca de ciervos con Osvaldo y a menudo les llevaba carne de venado a sus hermanos. Durante el otoño, Paciencia visitó la cabaña muy a menudo y ocasionalmente también lo hizo el señor Heatherstone, pero al llegar el invierno, Eduardo fue solo, aprovechando el trayecto para cazar, y cuando él y Smoker llegaban a la cabaña, Billy tenía que hacer siempre un viaje en busca del venado muerto en el bosque. Paciencia le enviaba a Alicia muchas cositas para su uso y el de Edith y algunos, libros muy buenos, y Humphrey, de noche, leía con sus hermanas, para que éstas pudieran aprender lo que él consiguiera enseñarles. Pablo aprendió también a leer y escribir. Humphrey y Pablo habían trabajado en el aserradero y aserrado gran número de tablones y madera de construcción, pero la construcción misma fue postergada hasta la primavera.

   El lector recordará posiblemente que Eduardo le había sugerido a Humprey que averiguara si el ladrón le había dicho la verdad al morir, sobre las mal habidas riquezas ocultas bajo el árbol herido por el rayo. Unos diez días después, Humprey emprendió la expedición. No llevó consigo a Pablo porque, aunque tenía muy buena opinión de él, convino con Osvaldo en que era mejor no poner en su camino la tentación. Resolvió ir directamente a la cabaña de Clara y partir de allí en procura del roble mencionado por el ladrón. Al llegar a la espesura que rodeaba a la cabaña, se le ocurrió visitar ésta y cerciorarse de que todo seguía en el mismo, estado en que lo dejara; porque después de su visita, el intendente les había dado instrucciones a sus hombres de quedarse allí y de sepultar los cadáveres, cerrando luego las puertas de la cabaña y trayéndole las llaves, cosa que se hizo. Humprey ató a Billy y la carreta a un árbol y atravesó la espesura. Al acercarse a la cabaña oyó voces; ésto lo indujo a avanzar muy cautelosamente porque no había traído su escopeta. Al llegar al claro existente ante la cabaña, se agazapó. Las puertas y ventanas estaban abiertas y dos hombres, allí sentados limpiaban sus escopetas, y en uno, de ellos, Humprey reconoció a Corbould, que el intendente había exonerado apenas curada su herida y a quien se presumía ya en Londres. El joven estaba harto lejos para oír lo que decían. Se quedó allí durante algún tiempo y de la cabaña salieron otros, tres hombres. Dándose por satisfecho con lo visto, Humprey se retiró con suma cautela y al llegar al linde la espesura, alejó a Billy y la carreta por entre la hierba, a fin de que no se oyera el rumor de las ruedas.

   «Esto no presagia nada bueno -pensó, mientras se marchaba, volviéndose de vez en cuando para asegurarse de si no lo habían visto-. Ese Corbould, ya lo sabemos, ha jurado vengarse de Eduardo y de todos nosotros, y se ha unido sin duda a estos ladrones -porque deben serlo- a fin de poder cumplir su juramento. Es una suerte que yo haya descubierto esto, y se lo comunicaré de inmediato al intendente.»

   Apenas se hubo interpuesto entre él y la espesura un macizo de árboles, y no temió ya que lo viese aquella gente, Humphrey siguió la dirección mencionada por el ladrón y a poco advirtió el roble herido por el rayo, que se erguía aislado en un terreno herboso de unos veinte acres. Aquel roble había sido un árbol noble antes de su destrucción; ahora extendía sus ramas largas y desnudas sobre un claro donde no quedaba el menor rastro de vegetación o de vida. El tronco medía varios metros de diámetro, y era, al parecer, muy sano, a pesar de que el árbol estaba reseco. Humprey dejó que Billy paciera cerca de allí y luego, guiándose por la posición del sol, determinó el punto donde debía cavar. Después de mirar a su alrededor para convencerse de que no lo observaban, sacó de la carreta la pala y el zapapico y empezó su tarea. Había un sitio menos herboso que el resto, y Humphrey presumió que debía ser el lugar donde correspondía cavar, ya que probablemente la hierba no había crecido por haberse removido allí la tierra. Comenzó en ese sitio y a los pocos instantes el zapapico chocó con algo duro; al quitar la tierra, el joven descubrió que era la tapa de madera de un cajón. Convencido de que estaba en lo cierto, empezó a trabajar de firme y a los pocos instantes había despejado el agujero lo suficiente para poder extraer de allí el cajón y dejarlo sobre la hierba. Se disponía a examinarlo, cuando advirtió, a unos quinientos metros de distancia, a tres hombres que se adelantaban hacia él. «Me han descubierto -pensó-, y debo escapar lo antes posible.» Corrió hacia Billy, que estaba cerca, y trayendo, la carreta al sitio donde estaba el cajón, lo puso en el vehículo. Cuando trepaba al mismo, con las riendas en las manos, notó que los tres hombres corrían hacia él con toda la rapidez posible y que llevaban escopetas. Apenas si estarían a unos ciento cincuenta metros de él, cuando Humprey partió, lanzando a Billy a un rápido trote.

   Al notarlo, los tres hombres le gritaron a Humphrey que se detuviese, porque, en caso contrario, harían fuego; pero la única respuesta del joven fue aplicarle un latigazo a Billy que lo lanzó al galope. Los perseguidores dispararon de inmediato y las balas pasaron silbando junto a Humphrey sin causarle daño. El joven volvió la cabeza, y al notar que había aumentado la distancia contuvo al petiso y siguió la marcha con un ritmo más moderado. «Ustedes no me atraparán -pensó-. Y sus escopetas no están cargadas. De modo que los atormentaré un poco.» Hizo que Billy siguiera al paso y miró para cerciorarse de lo que hacían sus perseguidores. Éstos habían llegado al sitio donde Humphrey desenterrara el cajón y estaban parados en torno del agujero, comprendiendo a todas luces que era inútil seguirlo. «Ahora -pensó el joven, al proseguir más rápidamente el viaje- esos individuos se preguntarán qué he desenterrado. Los villanos no se imaginan que sé dónde se los puede encontrar y han revelado lo que son al disparar contra mí. ¿Qué debo hacer ahora? Quizá me sigan hasta la cabaña, ya que saben sin duda donde vivo, y que Eduardo vive en la casa del intendente. Quizá vengan y nos ataquen, y no me atrevo a abandonar la cabaña esta noche o enviar a Pablo, por si lo hacen; pero lo haré mañana por la mañana.»

   Humphrey examinó durante el trayecto todos los hechos y probabilidades, y resolvió obrar tal como se lo había propuesto en el primer momento. Al cabo de una hora llegó a la cabaña. Apenas le hubo dado de almorzar Alicia -porque había llegado a hora más tardía que la usual-, le contó lo ocurrido.

   -¿Dónde está Pablo?

   -Ha estado trabajando en el jardín con Edith durante todo el día -contestó Alicia.

   -Bueno, querida. Confío en que no vendrán esta noche; mañana los haré poner a buen recaudo. Pero si vienen, debemos hacer todo lo posible por repelerlos. Es una suerte que Eduardo nos haya dejado las escopetas y pistolas que encontró en la cabaña de Clara, ya que no nos faltarán armas de fuego. Y podemos hacer barricadas en las puertas y ventanas, de modo que la entrada diste de serles fácil. Pero necesito la ayuda de Pablo, porque no hay tiempo que perder.

   -Pero, ¿.no podría ayudarte yo, Humprey? -dijo Alicia-. Seguramente puedo hacer algo, ¿verdad?

   -Lo veremos, Alicia; pero, creo que lograré salir del paso sin ti. No queda aún mucha luz diurna. Llevaré el cajón a tu cuarto.

   Humphrey, que sólo había sacado el cajón de la carreta y traspuesto con él a cuestas el umbral de la cabaña, lo trasladó ahora al dormitorio de sus hermanas y luego salió y llamó a Pablo, que acudió corriendo.

   -Pablo -dijo Humphrey-. Debemos traer a la cabaña varios de los grandes trozos de madera que aserramos para que nos sirvieran de cabrios, porque no me sorprendería que esta noche atacaran la cabaña.

   Luego el joven le contó a Pablo lo ocurrido.

   -Como ves, Pablo, no me atrevo a enviarle recado hoy al intendente, por si vienen aquí los ladrones.

   -No; esta noche no -dijo el gitanillo-. Quedarnos aquí y pelear con ellos. Primero, asegurar la puerta; luego, hacer abertura para disparar por ella.

   -Sí; eso me proponía yo. ¿No temes luchar contra ellos, Pablo?

   -No. Lucharé con empeño por señorita Alicia y señorita Edith -dijo, Pablo-. Luchar también por usted, señorito Humphrey, y por mí mismo -agregó riendo.

   Ambos jóvenes fueron en busca de la madera aserrada, la trajeron a la cabaña y pronto adaptaron las tablas a las puertas y ventanas, de modo tal que aun varios hombres, usando toda su fuerza, no pudieran abrirlas.

   -Con eso basta -dijo Humphrey-. Y ahora tráeme la sierra pequeña y haré una o dos aberturas para disparar a través de ellas.

   Anocheció antes de que terminaran, y entonces lo aseguraron todo y fueron al cuarto de Pablo, en busca de las armas, que aprontaron para ser usadas y cargaron.

   -Ahora estamos completamente prontos, Alicia, de modo que podemos cenar -dijo Humphrey-. Opondremos una buena resistencia y no les será tan fácil entrar como se lo imaginan.

   Después de la cena, Humphrey dijo las plegarias y les indicó a sus hermanas que se fueran a la cama.

   -Sí, Humphrey. Nos iremos a acostar, pero no nos desnudaremos, porque si vienen, debo estar levantada para ayudarte. Sé cargar una escopeta, como no lo ignoras, y Edith puede entregarte rápidamente las armas a medida que yo las vaya cargando. ¿No es así, Edith?

   -Sí; yo te traeré las escopetas, Humphrey, y tú las dispararás -declaró Edith.

   Humphrey besó a sus hermanas y éstas subieron a su cuarto. Luego el joven puso una luz en la chimenea, para no tener que ir a buscarla si venían los ladrones, y le indicó a Pablo que fuese a acostarse, ya que él se proponía hacer lo mismo. Humphrey permaneció despierto hasta las tres de la mañana; pero no vino ladrón alguno. Pablo roncaba sonoramente, y por fin el propio Humphrey se quedó dormido y sólo despertó en pleno día. Se levantó y advirtió que Alicia y Edith estaban ya en la sala, encendiendo el fuego.

   -No quise despertarte, Humphrey, teniendo en cuenta tu larga vigilia. Es evidente que los ladrones no han aparecido. ¿Te parece bien que desatranque ahora la puerta y las persianas?

   -Sí. Creo que podemos hacerlo. ¡Ven, Pablo!

   -Sí -respondió el gitanillo, saliendo soñoliento- ¿Qué sucede? ¿Venir ladrón?

   -No -replicó Edith-. No ha venido, pero el sol brilla y el perezoso Pablo, no se levanta.

   -Ya se levantó, señorita Edith.

   -Sí, pero todavía no está despierto.

   -Sí, señorita Edith. Completamente despierto.

   -Entonces, ayúdame a desatrancar la puerta.

   Quitaron las barricadas y Humphrey abrió cautelosamente la puerta y miró afuera.

   -Sea como fuere, creo que no, vendrán ahora -observó Humphrey-. Pero no puede saberse. Quizá estén rondando por los alrededores y les parezca más fácil abordar esto de día que de noche. Sal, Pablo y registra las cercanías; lleva contigo una pistola y dispárala si hay algún peligro, y luego vuelve lo más pronto que puedas.

   Pablo tomó la pistola y Humphrey salió de la cabaña y contempló el claro, pero sólo franqueó el umbral al cerciorarse de que no había nadie. Pablo volvió al poco rato, diciendo que lo había registrado todo y que había mirado, en el establo y el corral y no se veía a persona alguna. Esto satisfizo a Humphrey, y ambos volvieron a la cabaña.

   -Vamos, Pablo. Desayúnate mientras le escribo la carta al intendente -dijo Humphrey-. Luego ensillarás a Billy y llevarás la carta con la mayor rapidez posible. Puedes decirle de viva voz al intendente todo lo que no haya escrito en ella. Te esperaré de regreso por la noche y supongo que vendrá gente contigo.

   -Comprendo -dijo Pablo, que se consagró inmediatamente a un trozo de carne fría que le había puesto delante Alicia.

   El gitanillo concluyó su desayuno y llevó a Billy hasta la puerta antes de que Humphrey terminara la carta. Apenas la hubo escrito y doblado, Pablo emprendió el viaje, con toda la velocidad de que era capaz Billy, hacia el otro lado del bosque.

   Humphrey siguió alerta durante todo el día, con la escopeta al brazo y sus dos perros al lado, porque sabía que los animales le advertirían la proximidad de cualquiera mucho antes de que él lo viese. Pero nada ocurrió en todo el transcurso del día, y al caer la noche el joven volvió a colocar barricadas en las puertas y ventanas y montó guardia con los perros, esperando la llegada de los ladrones o de los hombres que enviaría seguramente el intendente para capturar a los delincuentes. Cuando anochecía, Pablo volvió con una carta de Eduardo, anunciando que llegaría a las diez con una numerosa partida.

   Humphrey había manifestado en su carta que, a su entender, era preferible que toda fuerza enviada por el intendente llegara después de oscurecer, ya que los ladrones podían estar próximos y advertirlos y huir; de modo que no esperaba su llegada hasta bien entrada la noche. Humphrey estaba leyendo y Pablo dormitando en el rincón de la chimenea, y las niñas se habían retirado a su alcoba, tendiéndose vestidas en sus lechos, cuando los perros profirieron un prolongado gruñido.

   -Alguien viene -dijo, Pablo, sobresaltado.

   Los perros volvieron a gruñir y Humphrey le hizo seña a Pablo de que guardara silencio. Hubo una breve pausa de ansiosa quietud, porque era imposible distinguir si los visitantes eran amigos o enemigos. Luego los perros se levantaron de un salto y empezaron a ladrar furiosamente, y apenas los hubo acallado Humphrey, se oyó fuera una voz que solicitaba hospitalidad para un pobre viajero extraviado. Esto fue suficiente; no podía tratarse de la partida enviada por el intendente, sino de los ladrones que querían inducirlos a abrir la puerta. Pablo puso en manos de Humphrey una escopeta y tomó otra para él; luego retiró la luz al interior de la chimenea y al reiterarse el pedido, Humphrey respondió que nunca abría la puerta a esa hora de la noche y que era inútil la insistencia.

   No hubo repuesta ni se repitió el pedido, pero cuando Humphrey se retiraba con Pablo hacia la chimenea, dispararon con una escopeta en la cerradura que voló al interior de la habitación, y de no haber sido por la barricada, la puerta se abría abierto. A los ladrones pareció sorprenderles que no sucediera esto y uno de ellos metía su brazo en el agujero hecho en la puerta, para averiguar cuál era el nuevo obstáculo, y vencerlo, cuando Pablo se deslizó por delante deHumphrey y ganando la puerta descargó la escopeta bajo el brazo introducido por la abertura. El visitante, sea quien fuere, lanzó un fuerte grito y cayó sobre el umbral.

   -Creo que con eso bastará -dijo Humphrey-. No debemos arrebatar más vidas de las necesarias. Habría preferido que le atravesaras el brazo de un tiro; eso lo habría incapacitado, lo cual sería suficiente.

   -Matar mucho mejor -dijo Pablo-. Corbould con pierna atravesada, volver a robar; si muerto, no robar más.

   Los perros corrieron hacia los fondos de la cabaña, indicando a todas luces que los ladrones trataban de forzar ese lado. Humphrey metió la escopeta en el agujero de la puerta y la descargó.

   -¿Qué hace usted, señorito Humphrey? Nadie ahí.

   -Lo sé, Pablo, pero si vienen los hombres del intendente verán el fulgor y quizá oigan la detonación y eso les advertirá lo que está sucediendo.

   -Aquí tienes otra escopeta cargada, Humphrey -dijo, Alicia, que se les había reunido con Edith, sin que Humphrey lo notara.

   -Gracias, querida, pero tú no debes quedarte aquí, ni Edith tampoco. Siéntate en el hogar y allí estarás a salvo de toda bala que puedan disparar contra la casa. No temo que logren entrar y sin duda pronto recibiremos ayuda. Pablo, dispararé por la puerta trasera; esa gente debe estar ahí, porque los perros han metido el hocico debajo de la puerta y ladran con violencia. Dispara otro tiro como señal por la mirilla de la puerta principal.

   Humphrey se paró a un metro y medio de la puerta trasera y disparó por encima de donde los perros metían los hocicos y ladraban. Pablo descargó y volvió para cargar nuevamente las armas. Lo perros se habían calmado ahora, y al parecer los ladrones estaban alejados ya de la puerta trasera. Pablo apagó de un soplo la luz, que había sido colocada más al centro del aposento, cuando Alicia y Edith tomaran posesión del hogar.

   -No temer, señorita Edith; yo sé dónde encontrar todo -dijo Pablo, que atisbó por la mirilla de la puerta principal, para ver si los atacantes se acercaban por allí de nuevo, pero nada pudo ver ni oír durante algún tiempo.

   Finalmente reanudaron el ataque; los perros corrieron hacia el frente y los fondos, a veces a una puerta y por momentos a otra, como si asaltaran ambas, y en cierto momento, un ruido en la alcoba de Alicia reveló que los ladrones habían volado la pequeña ventana de aquel aposento, de la cual Humphrey no se había preocupado, dado que a causa de su pequeñez, difícilmente podía entrar por ella un hombre. Humphrey llamó inmediatamente a Fiel y abrió la puerta de la alcoba; porque pensó que sí un hombre forzaba el paso a la misma, se vería obligado a retroceder ante el perro o al menos sería contenido por él, y por su parte no se atrevía a abandonar con Pablo las dos puertas. Guardián, el ótro perro, siguió a Fiel al dormitorio y unos juramentos y blasfemias, mezclados con los salvajes aullidos de los perros les revelaron a los jóvenes que se libraba allí una lucha. Ambas puertas eran golpeadas ahora con varios pesados leños al mismo tiempo, y Pablo dijo:

   -Muchísimos ladrones aquí.

   Habían transcurrido unos momentos más, durante los cuales Pablo y Humphrey dispararon sus escopetas a través de la puerta. Cuando se oyeron repentinamente afuera otros ruidos: detonaciones, sonoros gritos y airadas blasfemias y exclamaciones.

   -Ha llegado la gente del intendente -dijo Humphrey-. Estoy seguro de ello.

   A poco, Humphrey oyó a Eduardo que lo llamaba por su nombre y fue hacia la puerta y deshizo las barricadas.

   -Enciende una luz, querida Alicia -dijo-. Ahora estamos a salvo. Abriré la puerta de inmediato, Eduardo, pero en la oscuridad no veo los pasadores.

   -¿Están ilesos todos, Humphrey?

   -Sí, todos, Eduardo, espera a que Alicia traiga una luz.

   La niña pronto la trajo y destrabaron la puerta. Eduardo pasó por sobre el cuerpo de un hombre tendido en el umbral, diciendo:

   -De todos modos, ustedes han dejado tieso a alguien aquí.

   Y abrazó a Edith y Alicia.

   Osvaldo y varios hombres más lo siguieron, trayendo a los prisioneros.

   -Amarre bien a ese individuo, Osvaldo -dijo Eduardo-. Trae otra luz, Pablo; veamos quién es el que yace junto a la puerta.

   -Primero veamos quién está en mi alcoba, Eduardo -dijo Alicia-, porque los perros siguen aún ahí.

   -¿En tu alcoba, querida? Bueno, vayamos allí antes que nada.

   Eduardo entró con Humphrey y hallaron a un hombre con el cuerpo introducido a medias por la ventana y a medias fuera, asido de la garganta y al parecer estrangulado por ambos perros. Eduardo lo liberó de los animales y después de ordenarles a los hombres del intendente que sujetaran al ladrón y se cercioraran de si estaba o no vivo, volvió a la sala y examinó el cuerpo que yacía junto a la puerta.

   -¡Corbould, como que soy quien soy! -exclamó Osvaldo.

   -Sí-replicó Eduardo-. Sus cuentas han quedado saldadas. ¡Dios lo perdone!

   Pudo comprobarse que, de todos los ladrones, que eran diez, no se había escapado uno solo; ocho estaban prisioneros y Corbould y el hombre asido por los perros y muerto ya, completaban el número. Los ladrones fueron amarrados y puestos bajo custodia, y dejándolos a cargo de Osvaldo y cinco de sus hombres. Eduardo y Humphrey partieron con otros siete rumbo a la cabaña de Clara, para determinar si había otros allí. Llegaron alrededor de las dos de la mañana y después de haber llamado varias veces, abrieron la puerta y se apoderaron de otro hombre, el único que restaba en la casa. Luego volvieron a la cabaña de Eduardo con su prisionero y cuando llegaron, había amanecido ya. Apenas se hubo desayunado la partida enviada por el intendente, Eduardo se despidió de Humphrey y sus hermanas, para volver y entregar sus prisioneros. Pablo lo acompañó para traer la carreta que transportaba los dos cadáveres. Aquella captura despejaba el bosque de los ladrones que lo infestaran durante tanto tiempo, porque a partir de entonces nunca hubo más intentonas de robo.

   Antes de la partida de Eduardo, Humphrey y él examinaron el cajón desenterrado por el primero y que les hiciera correr tantos peligros a los moradores de la cabaña, porque uno de los cautivos le manifestó a Eduardo que ellos habían sospechado que el cajón que les vieran desenterrar a Humphrey contenía un tesoro, y que en caso contrario, ellos jamás habrían atacado la cabaña, aunque Corbould los había inducido con frecuencia a hacerlo, pero como sabían que Corbould sólo buscaba venganza -y necesitaban el estímulo del dinero- se habían negado, ya que a su entender, en la cabaña nada había digno de ese riesgo, sabiendo como sabían que sus ocupantes tenían armas de fuego y se defenderían. Al examinar el contenido del cajón, los jóvenes hallaron cuarenta libras en oro, una bolsa con monedas de plata y otros varios objetos de valor, como eran cucharas, candelabros y adornos femeninos, todo de plata. Eduardo hizo una lista del contenido, y al volver le expuso al intendente todo lo ocurrido y preguntó qué debía hacerse con el dinero y demás objetos hallados por su hermano.

   -Preferiría que ustedes no me hubiesen dicho una sola palabra sobre el particular -dijo el intendente-, aunque me complace su franco y leal proceder. Nada puedo decir, salvo que lo mejor será dejar las cosas en poder de Humphrey hasta que sean reclamadas..., lo cual, naturalmente, nunca sucederá. Pero Humphrey debe venir aquí y deponer sobre lo ocurrido, ya que mi deber es informar sobre la captura de esos ladrones y enviarlos para que sean juzgados. Más vale que vaya usted con el secretario y reciba las declaraciones de Pablo y de sus hermanas, mientras Humphrey viene aquí. Usted puede quedarse hasta que su hermano vuelva. Las demás declaraciones no son tan importantes como las de Humphrey, ya que sólo pueden referirse al ataque, pero debo recibir personalmente el testimonio de Humphrey.

   Al enterarse de que Eduardo se iba, Paciencia y Clara obtuvieron licencia para acompañarlo y visitar a Alicia y Edith, debiendo ser acompañadas de regreso por Humphrey. El intendente consintió en esto y todos pasaron el tiempo muy alegremente. Humphrey se quedó dos días en casa del intendente y luego volvió a la cabaña, donde Eduardo lo había reemplazado durante su ausencia.



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Capítulo XXI

   Llegó un invierno muy severo y las nevadas se tornaron muy densas y frecuentes fue una suerte la previsión de Humphrey al acumular tanto heno, porque de lo contrario el ganado habría pasado hambre. Los rebaños de cabras se alimentaban en gran parte de la corteza de los árboles y de musgo; de noche les daban un poco de heno, y así lo pasaban muy bien. A Eduardo le costaba mucho esfuerzo visitar a sus hermanos, ya que lo profundo de la nieve volvía harto fatigoso tan largo viaje para un caballo. El joven logró venir dos e tres veces después de las nevadas, pero luego los suyos comprendieron que aquello era imposible y no lo esperaron más. Humphrey y Pablo tenían poco que hacer, limitándose a atender a su ganado y a cortar leña para seguir abastecidos, porque el combustible se consumía ahora muy rápidamente. La nieve se elevaba a más de un metro de altura alrededor de la cabaña, siendo impulsada contra sus muros por el viento. Los jóvenes conservaron despejado un camino que llevaba al corral y limpiaban éste de nieve lo mejor posible; no podían hacer más. Una intensa helada y un tiempo claro sucedieron a las borrascas de nieve y al parecer no había probabilidades de que ésta se derritiera. Las noches eran oscuras y largas y el aceite que tenían en la cabaña para la lámpara mermaba. Humphrey se sentía ansioso por ir a Lymington, ya que necesitaban muchas cosas, pero era imposible ir a ninguna parte, como no fuese a pie, y las caminatas eran, dado el espesor de la nieve, un ejercicio muy fatigoso. Pero Humphrey no había olvidado su promesa a Eduardo de capturar a varios de los petisos salvajes, y desde que empezaran las violentas nevadas había estado haciendo sus preparativos. El espesor de la nieve impedía que los animales consiguieran alguna hierba y casi se morían de hambre, ya que no podían hallar más medios de subsistencia que las ramas y ramitas que había a su alcance. Humphrey salió con Pablo y halló a la manada, que estaba a unos ocho kilómetros de su vivienda y cerca de la cabaña de Clara. El joven y Pablo llevaron consigo todo el heno que podían cargar y lo esparcieron, de modo que atrajera a los petisos, obligándolos a acercarse a ellos, y luego Humphrey buscó un sitio adecuado para sus propósitos. A unos cinco kilómetros de la cabaña halló algo que creyó muy conveniente. Era una suerte de avenida entre dos arboledas, de un centenar de metros de ancho aproximadamente y el viento que soplaba por esa avenida durante las borrascas había acumulado la nieve en un extremo del camino, elevando del otro lado una gran pila de más de un metro de altura. Esparciendo pequeños montículos de heno, Humphrey atrajo a la manada de petisos a aquella avenida, y en ésta les dejó una buena cantidad de heno para que se alimentaran durante varias noches, hasta que finalmente la manada se habituó a ir allí todas las mañanas.

   -Ahora, Pablo, hay que hacer una tentativa -dijo Humphrey-. Debes aprontar tus lazos, por si los necesitamos. Tenemos que ir allí con los dos perros antes del amanecer, ubicando a uno de ellos a un lado de la avenida y al otro del lado opuesto, para que ladren y les impidan a los petisos toda fuga a través del bosquecillo. Entonces encerraremos a los petisos entre nosotros y la pila de nieve existente del otro lado de la avenida y trataremos de empujarlos hacia allí. En ese caso, se sumergirán en él tan profundamente que no podrán salir antes de que les hayamos echado las cuerdas alrededor del pescuezo.

   -Comprendo -dijo Pablo-. Muy bueno... Atraparlos pronto.

   Antes del amanecer fueron con los perros y un gran montón de heno que esparcieron más cerca de la pila de nieve. Al mediodía, la manada acudió para recoger el heno como de costumbre y cuando hubo pasado junto a ellos, Humphrey y Pablo los siguieron, internándose en el bosque, no queriendo dejarse ver hasta el último momento. Cuando los petisos estaban atareados con el heno, los jóvenes irrumpieron repentinamente en la avenida, se separaron para impedir que los petisos procuraran huir pasando a su lado, y empezaron a gritar con todas sus fuerzas, mientras corrían hacia los animales y llamaban a los perros, cuyos ladridos se oyeron inmediatamente desde ambos lados. Los petisos, alarmados por el ruido y la aparición de Humphrey y Pablo, se abalanzaron, naturalmente, hacia la única dirección que les parecía libre, y se toparon al galopar con la pila de nieve, agitando la cola, bufando y sumergiéndose en la nieve en su prisa. Pero apenas hubieron llegado a la pila se hundieron primero hasta el vientre y luego, cuando trataron de forzar el paso en los sitios donde la nieve era más espesa, muchos de ellos quedaron totalmente atascados y procuraron en vano liberarse. Humphrey y Pablo, que los habían seguido con toda la rapidez posible, los alcanzaron entonces y le echaron el lazo al cuello a uno de ellos y cuerdas con dogales a otros dos, que daban tumbos y tropezaban entre la nieve juntos. El resto de la manada, después de grandes esfuerzos, se liberó de la nieve, huyendo al galope por la avenida. Los tres petisos capturados luchaban furiosamente, pero al ceñirse cada vez más las cuerdas alrededor de sus cuellos quedaron estrangulados a medias y pronto no pudieron moverse. Entonces los jóvenes les amarraron las patas delanteras y les aflojaron los dogales para que pudieran recobrar el aliento.

   -Ya los tenemos, señorito Humphrey -dijo Pablo.

   -Sí. Pero nuestra obra no está terminada aún, Pablo. Debemos llevarlos a casa. ¿Cómo lo haremos?

   -Supongamos que no coman hoy y mañana... Volverse muy mansos.

   -Me parece que será lo mejor; no podrán volver a ser libres, a hacer lo que quieran.

   -No, señor; pero llevarnos hoy a uno de ellos. Este lindo petiso; suponer que lo intentamos.

   Pablo le puso entonces el cabestro al animal y ató el extremo a la pata delantera del petizo, de modo que éste no pudiera caminar sin tener la cabeza muy próxima al suelo; si el animal alzaba la cabeza, se veía obligado a alzar la pata. Luego, el gitanillo le rodeó el pescuezo con el lazo para que éste lo estrangulara si se mostraba indócil, y hecho esto, soltó las cuerdas que amarraran sus patas delanteras.

   -Ahora, señorito Humphrey, nosotros llevarlo a casa de uno u otro modo. Primero soltaré a los perros; él temer a los perros y correr en sentido opuesto.

   El petiso, que era de color gris hierro y muy hermoso, embestía furiosamente y daba coces; pero no podía hacerlo sin caer, cosa que sucedió varias veces antes de que Pablo volviera con los perros, Humphrey sostuvo una parte del lazo de un lado y Pablo del otro, manteniendo al petiso entre ellas, y con la ayuda de los perros que ladraban desde atrás consiguieron, con muchos esfuerzos y afanes, llevar al petiso a la cabaña. El pobre animal, arrastrado así sobre tres patas y estrangulado por momentos mediante el lazo, quedó cubierto, de espuma antes de llegar. Billy fue sacado de su establo para dejarle sitio al recién llegado, a quien sujetaron sólidamente al pesebre, quedando sin alimento a fin de que se volviera manso. Era ya harto tarde y los jóvenes estaban demasiado fatigados para ir por los otros dos petisos; de modo que éstos quedaron tendidos en la nieve durante toda la noche, y a la mañana siguiente se comprobó que estaban mucho más mansos que antes, y durante el día, con el mismo procedimiento, fueron llevados al establo y sujetos el uno junto al otro. Se trataba de un bayo de patas negras y de un tordillo. El bayo era una yegua y los otros dos, machos. Alicia y Edith se mostraron encantadas con los nuevos petisos y Humphrey estaba muy satisfecho, de haber logrado capturarlos, después de su promesa a Eduardo. Cuando transcurrieron dos días de ayuno, los pobres animales estaban tan mansos que comieron de la mano de Pablo y se dejaron palmear y acariciar. Y antes de haber pasado una semana en el establo, Alicia y Edith pudieron acercarse a ellos sin peligro. No tardaron en quedar domados, ya que, como el patio estaba lleno de estiércol, Pablo los llevó allí y los montó. Los petisos se encabritaron y dieron de coces, al principio, haciendo todo lo posible por liberarse de él, pero se hundieron a tal punto en el estiércol que no tardaron en quedar agotados. Y al cabo de un mes estaban suficientemente sosegados para montarlos.

   La nieve que cubría todo el campo era tan espesa que había poca comunicación con la metrópoli. Una carta del intendente anunció que el rey Carlos reunía otro ejército en Holanda y que sus parciales de Inglaterra se disponían a plegarse a él cuando emprendiera la marcha hacia el sur.

   -Me parece que los asuntos del rey no tienen un cariz muy promisorio, Eduardo -dijo el intendente-.

   Pero sobra tiempo todavía. Conozco su ansiedad por servir al rey y no puedo reprochársela. No le impediré que se vaya, aunque, desde luego, no debo estar enterado oficialmente de su partida. Al llegar el invierno lo enviaré a Londres. Entonces usted juzgará mejor lo que está pasando y su ausencia no motivará sospechas; pero debe dejarse guiar por mí.

   -Por cierto que así lo haré, señor -respondió Eduardo-. A decir verdad, me gustaría asestar un golpe en favor del rey, suceda lo que suceda.

   -Todo depende de que ellos manejen bien las cosas en Escocia; pero hay tantos celos y orgullo, -y me temo que traición también-, que cuesta prever el desenlace de todo eso.

   Poco después de esta conversación un mensajero trajo de Londres cartas en que se anunciaba que el rey Carlos había sido coronado en Escocia con gran solemnidad y magnificencia.

   -La rebelión cobra cuerpo y solidez -dijo, el intendente-, y esta carta de mi corresponsal Ashley Cooper afirma que el ejército del rey está bien pertrechado y que David Lesley es el teniente general, Middleton el comandante de la caballería y Wemyss el de la artillería. Ese Wemyss es ciertamente un buen oficial, pero no le fue leal al difunto rey. ¡Ojalá se porte mejor ahora! Pues bien, Eduardo... Yo lo enviaré a Londres y le daré cartas para quienes le aconsejarán cómo debe obrar. Puede tomar el caballo negro; le servirá bien. Desde luego, escríbame; porque Sampson lo acompañará y puede enviármelo de regreso cuando le parezca innecesario o no desee su presencia. No hay tiempo que perder, porque, téngalo por seguro, Cromwell, que está todavía en Edinburgo, saldrá al campo de batalla apenas pueda. ¿Está usted pronto para partir mañana por la mañana?

   -Sí, señor. Completamente pronto.

   -Temo que usted no podrá ir a la cabaña a despedirse de sus hermanos; pero quizá sea mejor que no vaya.

   -También yo lo creo así, señor -respondió el joven-. Ahora que la nieve ha desaparecido casi totalmente, pensaba ir después de tan larga ausencia; pero tendré que enviarles a Osvaldo en vez de ir personalmente.

   -Bueno; déjeme entonces escribir mis cartas y prepare sus alforjas. Paciencia y Clara le ayudarán. Dígale a Sampson que venga.

   Eduardo fue en busca de Paciencia y Clara y les dijo que debía partir a Londres a la mañana siguiente, y que se disponía a hacer sus preparativos.

   -¿Cuánto tiempo se quedará allí, Eduardo? -inquirió Paciencia.

   -No sabría decirlo. Me acompaña Sampson y debo dejarme guiar, naturalmente, por su padre, Paciencia, ¿Sabe dónde están las alforjas?

   -Sí. Febe se las llevará a su cuarto.

   -Y usted y Clara tendrán que venir a ayudarme.

   -Por cierto que lo haremos si usted lo necesita; pero yo no sabía que su guardarropa fuese tan grande.

   -Usted sabe que dista de serlo, Paciencia; pero, precisamente por eso, necesito su ayuda. Un guardarropa pequeño debe estar por lo menos en orden. Y lo que yo necesitaría es que usted me repasara la ropa blanca y donde hiciera falta algún pequeño remiendo derrochara sobre ella su caridad.

   -Eso haremos, Clara -dijo Paciencia-. De modo que ve a buscar tus agujas e hilo y enviemos a Eduardo a Londres con su ropa blanca entera. Iremos apenas estemos prontas, señor.

   -Este viaje de Eduardo a Londres no me gusta nada -dijo Clara-. ¡Estaremos tan solas cuando se haya ido!...

   Eduardo había abandonado el aposento, y cuando Febe le dio las alforjas subió a su alcoba. Lo primero que hizo fue asir la espada de su padre. La descolgó y, después de haberla limpiado cuidadosamente, la besó, diciendo:

   -¡Permita Dios que yo pueda honrarla y mostrarme tan digno de esgrimirla como mi valiente padre!

   Había proferido estas palabras en voz alta. Cuando hubo dejado el arma sobre la cama, se volvió y advirtió que Paciencia había entrado silenciosamente y estaba parada cerca de él. El joven no se dio cuenta de que había hablado en voz alta, y por eso se limitó a decir:

   -No advertí su presencia. Sus pasos son tan leves...

   -¿Qué espada es ésa, Eduardo?

   -Es mía; la compré en Lymington.

   -Pero..., ¿por qué le inspira tanto afecto?

   -¿Afecto por la espada?

   -Sí; cuando entré en la habitación la besaba usted tan fervientemente como...

   -Como un galán a su amada, querrá decir, sin duda -replicó Eduardo.

   -De ningún modo; no me propongo usar tan vanas palabras... Como un católico una reliquia, iba a decir. Vuelvo a preguntarle... ¿Por qué? Una espada no es más que una espada. Se dispone usted a partir con una misión de mi padre. No es un soldado próximo a participar en una contienda, en una guerra. Y si lo fuese.. ¿por qué habría de besar su espada?

   -Se lo diré. Le tengo afecto a esta espada. Como se lo dije, la compré en Lymington y me dijeron que le había pertenecido al coronel Beverley. Es por eso que me inspira afecto. Ya sabe cuánto debe agradecerle mi familia al coronel.

   -¿De modo que esta espada fue esgrimida por el famoso realista coronel Beverley? -dijo Paciencia, levantándola del lecho y examinándola.

   -Sí que lo fue. Y en la empuñadura, como ve, están sus iniciales.

   -¿Y por qué se la lleva usted a Londres? Por cierto que no es el arma más indicada para un secretario, Eduardo. Es harto grande y pesada y poco adecuada.

   -Recuerde que, hasta estos últimos meses, he sido un guardabosques y no un secretario, Paciencia. A decir verdad, me siento más apto para la vida activa que para el cargo que me ha otorgado la bondad de su padre. Fui criado, como usted sabe, para ir a la guerra. Y lo habría hecho de estar vivo mi señor.

   Paciencia no respondió. Entonces se les reunió Clara y ambas comenzaron a examinar la ropa blanca. Eduardo salió del aposento, ya que quería hablar con Osvaldo. Las muchachas y el joven no volvieron a encontrarse hasta la hora del almuerzo. La repentina partida de Eduardo les había infundido tristeza a todos; hasta el intendente estaba silencioso y pensativo. Al anochecer, le dio a Eduardo las cartas que había escrito y una considerable suma de dinero, diciéndole adonde debía dirigirse si necesitaba más para sus gastos. Lo puso en guardia sobre muchos aspectos de su conducta y también en lo relativo a su vestimenta y modales durante su estada en la metrópoli.

   -Si se marcha de Londres, Eduardo, no habrá oportunidad... más aun, será peligroso escribirme. Daré por sentado que usted retendrá a Sampson hasta su partida, y cuando él vuelva aquí supondré que usted se ha ido al norte. No lo detendré más tiempo. ¡Dios lo bendiga y proteja!

   Después de estas palabras, el intendente se fue a su cuarto.

   «¡Qué hombre bueno y generoso! -pensó Eduardo-. ¡Cómo me equivoqué al tratarlo, por primera vez!»

   Tomando las cartas y la bolsa de dinero, que estaba aún sobre la mesa, Eduardo fue a su aposento, y después de haber puesto las cartas y el dinero en la alforja, se encomendó al Divino Protector y se retiró a descansar.

   Antes del amanecer lo despertó el rumor de las pesadas botas de viaje de Sampson, y se vistió rápidamente. Con las alforjas al brazo, bajó silenciosamente la escalera, para no perturbar el reposo de algún miembro de la familia; pero cuando pasaba junto a la sala advirtió luz en ella y al asomarse allí notó que Paciencia se había levantado ya y estaba vestida. El joven pareció sorprendido y se disponía a hablar, cuando Paciencia dijo:

   -Me levanté temprano, Eduardo, porque al despedirme de usted anoche olvidé un paquetito que quería darle antes de que se marchara. No ocupará mucho lugar y quizá lo entretenga a ratos perdidos. Es un librito de meditaciones. ¿Quiere aceptarlo y me promete leerlo cuando tenga tiempo?

   -Por cierto que lo haré, querida Paciencia..., si me permite la expresión... Lo leeré y pensaré en usted.

   -De ningún modo. Debe leerlo y pensar en su contenido -dijo la joven.

   -Eso haré, entonces. Le aseguro que no necesitaré el libro para recordar a Paciencia Heatherstone.

   -Y ahora, escúcheme, Eduardo... No pretendo averiguar el motivo de su partida, ni sería propio que yo tratara de descubrir lo que mi padre cree conveniente callar; pero debo rogarle que me prometa una cosa.

   -Dígala, querida Paciencia -contestó Eduardo-. Mi corazón está tan desbordante ante la idea de abandonarla, que adivino la imposibilidad de negarle nada.

   -Se trata de esto: tengo, no sé por qué, el presentimiento de que usted correrá peligro. En ese caso, sea prudente... Por sus queridas hermanas..., por todos sus amigos, que lo llorarían... Prométamelo.

   -Le prometo firmemente, Paciencia, que mis hermanas y usted ocuparán mis pensamientos y que no seré imprudente en ningún caso.

   -Gracias, Eduardo. ¡Que Dios lo bendiga y proteja! El joven besó la mano de Paciencia, que retenía la suya; pero al notar que las lágrimas asomaban a los ojos de la joven, se las enjugó con un beso, sin reconvención alguna de Paciencia, y salió del aposento. A los pocos instantes montaba un hermoso y robusto caballo negro, y seguido por Sampson tomaba el camino de Londres.

   No describiremos el viaje, que fue efectuado sin suceso alguno digno de mención. Desde el primer momento Eduardo llamó a su lado a Sampson, para que éste pudiera responder a las preguntas que quería formularle sobre todo lo que veía y que, como el lector comprenderá, era absolutamente nuevo para un hombre cuyas peregrinaciones se habían limitado al Bosque Nuevo y el pueblo próximo. Sampson era un hombre muy vigoroso, de carácter frío y taciturno, bastante inteligente y, por lo demás, digno de confianza. Durante mucho tiempo había sido parcial del intendente y servido en el ejército. Era muy devoto, y por lo general, cuando no le hablaban, cantaba salmos en voz baja.

   Al anochecer del segundo día de viaje se aproximaron a la metrópoli, y Sampson le señaló a Eduardo la catedral de San Pablo, la abadía de Westminster y otros objetos dignos de nota.

   -¿Y dónde hemos de alojarnos, Sampson? -inquirió Eduardo.

   -El mejor hotel que conozco para un hombre y su caballo, es El Cisne de los Tres Cuellos, de Holborn. No lo frecuentan los matones y usted gozará allí de tranquilídad. Y si así lo exigen sus asuntos, vivirá sin ser observado.

   -Eso me conviene, Sampson. Quiero observar y que no me observen durante mi estada en Londres.

   Antes del oscurecer habían llegado al hotel, y sus caballos fueron llevados a la caballeriza. Eduardo consiguió aposentos a su entera satisfacción, y como se sentía fatigado con sus dos días de viaje se fue a la cama.

   A la mañana siguiente examinó las cartas que le había dado el intendente y le preguntó a Sampson si podía orientarlo. Sampson conocía bien Londres y Eduardo fue a Spring Gardens para entregar una carta, que el intendente le había prevenido era confidencial, a un hombre llamado Langton. El joven llamó a la puerta y lo hicieron pasar. Sampson se sentó en el vestíbulo, mientras Eduardo era conducido a una biblioteca hermosamente amueblada, donde se encontró en presencia de un hombre alto, enjuto, vestido a la manera de los cabezas redondas de la época. Eduardo le presentó la carba. El señor Langton lo saludó y le rogó que se sentara. Cuando Eduardo hubo tomado una silla, aquél se sentó y abrió la carta.

   -Bienvenido, señor Armitage -dijo-. Veo que, a pesar de su aparente juventud, goza usted de la absoluta confianza de nuestro común amigo el señor Heatherstone. Éste me sugiere que usted se verá obligado probablemente a emprender un viaje al norte y que le complacerá encargarse de cualesquiera cartas que yo necesite enviar en esa dirección. Las tendré prontas para usted. Y en caso necesario, serán tales que le darán un buen pretexto para su viaje, en el caso de que usted no quiera revelar su verdadero propósito. ¿Cómo están nuestro buen amigo Heatherstone y su hija?

   -Perfectamente, señor.

   -Heatherstone me dijo en una de sus cartas anteriores que tenía en su casa a la hija de nuestro pobre amigo Ratcliffe. ¿No es así?

   -Así es, señor Langton. Y es una niña gentil y bella, por cierto.

   -¿Cuándo llegó usted a Londres?

   -Ayer por la noche, señor.

   -¿Y se propone quedarse algún tiempo?

   -No sabría decirlo, señor. Debo dejarme guiar por su consejo. Nada tengo que hacer aquí, como no sea entregar tres o cuatro cartas que me ha dado el señor Heatherstone.

   -Mi opinión, señor Armitage, es que cuanto menos se deje usted ver en la ciudad será mejor. Hay centenares de personas dedicadas a descubrir a los recién llegados y a averiguar por sus relaciones o por otros medios qué fin los trae; porque debe usted comprender, señor Armitage, que los tiempos son peligrosos y el modo de pensar de la gente diverso. Al tratar de liberarnos de lo que considerábamos despotismo, nos hemos creado un despotismo peor y menos soportable. Cabe confiar en que lo sucedido aumente la prudencia de los reyes y aun de sus súbditos. Y bien..., ¿qué piensa usted hacer? ¿Irse de aquí inmediatamente?

   -Por cierto que sí, siempre que lo crea usted aconsejable.

   -Mi consejo, es que abandone Londres inmediatamente. Le daré cartas para algunos amigos míos del Lancashire y del Yorkshire; en cualquiera de esas zonas podrá pasar inadvertido y hacer los preparativos que juzgue necesarios. Pero no obre precipitadamente; consúltelo, con quienes se asociarán a sus proyectos, si lo consideran aconsejable y prudente, y déjese guiar por ellos. No necesito decirle más. Visíteme mañana por la mañana, una hora antes del mediodía, y tendré las cartas prontas, para usted.

   Eduardo se levantó para despedirse y le agradeció su bondad al señor Langton.

   -Adiós, señor Armitage -dijo Langton-. Hasta mañana a las once.

   Eduardo se marchó de allí y fue a entregar las otras cartas. La única importante por el momento era una carta de crédito; las demás iban dirigidas a diversos miembros del parlamento, manifestándoles que el señor Armitage era un amigo confidencial del intendente y rogándoles que en caso necesario usaran de sus buenos oficios en su favor. La carta de crédito había sido librada contra un mercader hamburgués, que le preguntó a Eduardo si necesitaba dinero. Eduardo contestó que no le hacía falta por el momento, pero que debía cumplir ciertos recados de su principal en el norte, y que allí quizá necesitara algún dinero, si es que era posible conseguirlo tan lejos de Londres.

   -¿Cuándo parte usted y a qué ciudad va?

   -Eso no podré decírselo, hasta mañana.

   -Véame antes de marcharse y encontraré alguna manera de arreglar ese asunto a la medida de sus deseos.

   Eduardo volvió al hotel. Antes de acostarse le dijo a Sampson que debía irse de Londres para atender asuntos del señor Heatherstone y que estaría ausente durante algún tiempo. Y concluyó haciendo notar que no creía necesario llevarlo consigo, ya que podía prescindir de sus servicios, y el señor Heatherstone se alegraría de que su servidor volviese.

   -Como guste, señor -dijo Sampson-. ¿Cuándo he de volver?

   -Puede marcharse mañana a la hora que prefiera. No tengo necesidad de enviar carta alguna. Puede usted decirles a todos que estoy bien y que escribiré apenas pueda comunicarles algo concreto.

   Luego Eduardo le hizo un regalo a Sampson y le deseó un grato viaje.

   Al día siguiente, a la hora convenida, el joven visitó de nuevo al señor Langton, que lo recibió muy cordialmente.

   -Le tengo preparado todo, señor Armitage. Hay una carta para dos damas católicas del Lancashire, que cuidarán mucho de usted. Y aquí tiene otra para un amigo mío del Yorkshire. Las damas viven a unos seis kilómetros de la ciudad de Bolton y mi amigo del Yorkshire en la ciudad de York. Puede confiar en cualquiera de ellos. Y ahora, adiós. ¿Dónde está su criado?

   -Ha vuelto al lado del señor Heatherstone esta mañana.

   -Ha hecho usted bien. Váyase de Londres sin pérdida de tiempo y no se precipite con sus planes futuros. Usted me entiende. Si lo aborda alguien en el camino no confíe en ningún género de declaraciones. Usted, naturalmente, va a visitar a sus parientes del norte. ¿Tiene pistolas?

   -Sí, señor; un par de pistolas que le pertenecieron al infortunado señor Ratcliffe.

   -Entonces respondo de que son buenas. Ningún hombre fue más cuidadoso en punto a armas o supo manejarlas mejor. ¡Adiós, señor Armitage, y ojalá lo acompañé el éxito!

   El señor Langton le tendió lamano a Eduardo y éste se despidió de él respetuosamente.



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Capítulo XXII

   Eduardo estaba seguro de que el señor Langton no le habría aconsejado marcharse de Londres, de no haber considerado peligrosa su permanencia allí. De modo que empezó por visitar al mercader hamburgués, que, después de su explicación, le dio una carta de crédito para un amigo suyo residente en la ciudad de York. Luego regresó al hotel, preparó sus alforjas, pagó su cuenta y, montando a caballo, emprendió viaje por la carretera del norte. Como en las postrimerías de la tarde no se había alejado aún gran cosa de la ciudad, no pasó de Barnet, donde paró en la posada. Apenas hubieron atendido a su caballo, Eduardo, con las alforjas al brazo, entró en la sala de la posada donde se reunían todos los viajeros. Después de haberse asegurado un lecho y de haber dejado sus alforjas al cuidado de la posadera, se sentó junto a la lumbre, que había sido encendida, pese a lo templado del día.

   Eduardo no había introducido cambio alguno en la vestimenta usada desde el día en que lo recibieran en la casa del señor Heatherstone. Era ropa sencilla, aunque de buen paño. Usaba un sombrero puntiagudo y, en general, se habría creído, por su indumento, que pertenecía al partido de las cabezas redondas. Su espada y tahalí eran ciertamente de aspecto más alegre que los usados habitualmente por los cabezas redondas; pero ésta era la única diferencia.

   Cuando Eduardo entró en la sala, había allí tres personas cuyo aspecto no era muy atrayente. Vestían lo que debía haber sido antaño un indumento muy alegre, pero que ahora exhibían encajes ajados, manchas de vino y el polvo del viaje. Escudriñaron a Eduardo cuando entró con sus alforjas, y uno de ellos le dijo:

   -Hermoso caballo el que monta, señor.

   -Sí -dijo Eduardo, volviéndose y entrando en la cantina para hablar con la posadera y encomendar sus cosas a su cuidado.

   -¿Va al norte, señor? inquirió la misma persona, al verlo volver.

   -No -replicó Eduardo, acercándose a la ventana para eludir la conversación.

   -El cabeza redonda es engreído observó otro de los desconocidos.

   -Sí -replicó el primero-. Se ve fácilmente que no está habituado a tratar con caballeros. Por medio alfiler le haría tiras las orejas.

   Eduardo optó por no responder; se cruzó de brazos y miró al desconocido con desprecio.

   La posadera, que había oído la conversación, llamó a su marido y le sugirió que fuese a la sala e impidiera que el joven caballero recién llegado fuese objeto de nuevos insultos. El huésped, que conocía a aquella gente, entró en la sala y dijo:

   -Vamos, váyanse de aquí lo más pronto que puedan. Lárguense y vayan a los establos, o enviaré por alguien que no les gustará.

   Los tres desconocidos se levantaron con aire fanfarrón, pero obedecieron las órdenes del huésped y abandonaron la sala.

   -Lamento, joven señor, que esos matasietes lo hayan agraviado, según me informa mi mujer. Yo ignoraba que estuviesen en la casa. No podemos negarnos a recibir sus caballos; pero sabemos muy bien quiénes son, y si usted viaja con destino a algún sitio lejano más vale que lo haga en compañía.

   -Gracias por su advertencia, mi buen posadero -dijo Eduardo-. Pensé que serían salteadores de caminos o algo así.

   -Ha acertado usted, señor; pero nada ha podido probarse aún en su contra, o no estarían aquí. En estos tiempos tenemos extraños parroquianos y apenas si sabemos a quien damos albergue. No dudo de que lleva usted aquí una buena espada, señor; pero supongo que tendrá otras armas.

   -Sí que las tengo -respondió Eduardo, entreabriendo su jubón y mostrando sus pistolas.

   -Me parece bien, señor ¿Quiere comer algo antes de acostarse?

   -Ciertamente, porque tengo hambre. Bastará cualquier cosa, con una pinta de vino.

   Apenas hubo cenado, Eduardo le pidió a la posadera sus alforjas y se fue a la cama.

   En las primeras horas de la mañana siguiente se levantó y fue al establo para ver cómo alimentaban a su caballo. Los tres hombres estaban en la caballeriza, pero no le dijeron una sola palabra. Eduardo volvió a la posada, pidió el desayuno y apenas hubo concluido sacó sus pistolas para volver a cebarlas. Mientras estaba así atareado alzó los ojos por casualidad y advirtió que uno de los desconocidos había apoyado el rostro contra la ventana y lo observaba. «Bueno, ya sabes qué puedes esperar si te dedicas, a tu oficio conmigo -pensó el joven-. Me alegro de que me hayas estado espiando.» Después de haber vuelto las pistolas a su sitio, Eduardo pagó su cuenta y fue a la caballeriza, donde le dijo al palafrenero que ensillara su caballo y le colocara las alforjas. Apenas se hizo esto, el joven montó y se alejó.

   Cuando no se había alejado aun gran cosa de la ciudad, los salteadores pasaron al galope a su lado montados en tres robustos caballos. «Presumo que volveremos a encontrarnos», pensó Eduardo, que durante algún tiempo galopó suavemente. Luego, como su caballo estaba muy fresco, le hizo apurar el paso, proponiéndose cumplir una buena jornada. Había recorrido unos veintidós kilómetros cuando llegó a un matorral, y mientras proseguía un rápido trote advirtió a los tres salteadores a medio kilómetro de allí. Éstos descendían una colina que se interponía entre ellos, y él, y Eduardo no tardó en perderlos de vista nuevamente. Entonces contuvo a su caballo para hacerle recobrar aliento y subió suavemente al paso la colina. Había llegado casi a la cumbre cuando oyó unas detonaciones y a poco un hombre a caballo, a toda velocidad, atravesó la colina dirigiéndose hacia él. Tenía una pistola en la mano y miraba hacia atrás. La razón de su actitud no tardó en resultar evidente, ya que inmediatamente aparecieron los tres salteadores que lo perseguían. Uno de ellos disparó su pistola contra el fugitivo y le erró. Éste disparó a su vez, y con certera puntería, porque uno de los salteadores cayó. Todo esto ocurrió en forma tan repentina que Eduardo apenas si tuvo tiempo de sacar su pistola y espolear a su caballo cuando ya todos los protagonistas de aquella escena lo alcanzaron y dejaron atrás. Eduardo apuntó al segundo salteador al cruzarse con él, y el hombre cayó. El tercer atacante, al notar lo sucedido, volvió su caballo hacia el costado dela carretera, salvó una zanja y se alejó al galope a través del matorral. El hombre atacado había contenido su caballo cuando Eduardo acudió en su ayuda, y ahora se aproximó a él, diciendo:

   -Debo agradecerle su oportuna ayuda, señor; porque esos bribones me superaban demasiado, en número.

   -Confío en que no estará herido -inquirió Eduardo.

   -No, en absoluto; aunque me han chamuscado los rizos, como notará usted. Me atacaron a más de medio kilómetro de aquí. Yo me dírigía al norte cuando oí rumor de cascos a mis espaldas; miré y comprendí de inmediato quiénes eran, de modo que abandoné la carretera y dirigí mi caballo a un bosquecillo próximo para que no pudieran rodearme. Uno de los tres se adelantó para cerrarme el paso y los otros dos galoparon hacia la parte final del bosque para atacarme por la espalda. Vi entonces que los había separado, y que podía sacarles ventaja reanudando mi viaje, cosa que hice con la mayor rapidez posible, y ellos me dieron caza de inmediato. Ya ha visto el resultado. Entre los dos hemos liquidado la banda; porque esos dos individuos parecen muertos o poco menos.

   -¿Qué haremos con ellos?

   -Dejarlos donde están -replicó el desconocido-. Estoy muy apurado y debo seguir mi viaje. Tengo asuntos importantes en la ciudad de York y no puedo perder el tiempo prestando testimonios y en otras tonterías semejantes. Son simplemente dos bribones menos en el mundo, y eso es todo.

   Como Eduardo se sentía igualmente ansioso por continuar el viaje, convino con el desconocido en que aquello era lo mejor que podía hacerse.

   -También yo voy al norte -dijo el joven-. Y me siento ansioso por llegar allí lo antes posible.

   -Si me lo permite, proseguiremos la marcha juntos -dijo el desconocido-. Yo seré quien salga ganando, sabiendo que me acompaña un hombre digno de confianza, por si vuelvo a ser atacado en el curso de nuestro viaje.

   El aire del desconocido era tan caballeresco, franco y cortés, que Eduardo asintió de inmediato a su proposición de que ambos viajaran juntos para protegerse mutuamente. Se trataba de un hombre vigoroso, bienformado, de unos treinta años aparentemente, de notable gallardía, ricamente vestido, pero sin prendas chillonas, a la manera de los realistas, y que usaba sombrero con pluma. Mientras seguían el viaje platicaron durante algún tiempo sobre temas diferentes, sin que ninguno de los dos hiciera pregunta alguna para descubrir quién era su compañero de viaje. Eduardo había meditado más de una vez, cuando la conversación desfallecía, en la respuesta que le daría a su compañero si le preguntaba por objeto de su viaje, y finalmente resolvió qué le diría.

   Poco antes del mediodía se detuvieron para darle el pienso a sus caballos en una aldehuela, y el desconocido hizo notar que eludía Saint Albans todos los demás pueblos de mayor cuantía, porque no quería provocar la curiosidad de la gente ni que sus pasos fuesen vigilados. Y expresó que, por lo tanto, si Eduardo no tenía objeción que hacer, y dada la circunstancia de que conocía muy bien el terreno, ahorraría tiempo orientando los pasos de ambos. Como cabe suponer, Eduardo se mostró muy de acuerdo con esto, y durante todo el viaje no penetrarbn en pueblo alguno, salvo cuando lo cruzaban al anochecer, y pararon en humildes posadas situadas junto a la carretera, donde si no se los atendía muy bien, al menos no se veían expuestos a ser observados.

   Con todo, era imposible que aquella reserva se prolongara durante mucho tiempo, ya que la intimidad de ambos iba creciendo día a día. Finalmente, el desconocido dijo:

   -Señor Armitage, hemos viajado juntos durante algún tiempo, cambiando pensamientos y sentimientos, pero con la debida reserva sobre nuestras personas y planes. ¿Ha de continuar esto? Si es así, desde luego, le bastará a usted con decirlo; pero si se siente inclinado a confiar en mí, lo mismo me pasará con usted. A juzgar por su vestimenta, yo debiera suponer que usted pertenece a un partido al cual soy adverso; pero su lenguaje y modales no condicen con su indumento, y creo que un sombrero con plumas adornaría mejor esa cabeza que esa prenda puntiaguda que la cubre ahora. Puede ser que esa ropa sólo pretenda ser un disfraz... Usted sabrá si es así. Sin embargo, como dije, usted me inspira confianza, cualquiera sea el partido al cual pertenezca, y le reconozco prudencia y reserva en estos tiempos difíciles. Soy algo mayor que usted y puedo darle algún consejo. Estoy en deuda con su persona, y por lo tanto no puedo traicionarlo al menos confío en que usted lo crea así.

   -Lo creo -respondió Eduardo- y le diré, por lo pronto, señor Chaloner, que este indumento mío no es el que usaría si pudiera elegirlo.

   -Lo creo -replicó Chaloner-. Y pienso sin poderlo remediar que usted va al norte con el mismo fin que yo..., que es, lo confieso francamente, asestar un golpe en favor del rey. Si a usted lo lleva el mismo propósito, tengo en el Lancashire doe viejas parientas fieles a la causa y voy a su casa para quedarme allí hasta que pueda unirme al ejército. Si lo desea, venga conmigo y le prometo trato bondadoso y seguridad mientras esté bajo su techo.

   -¿Y los nombres de esas parientas suyas, señor Chaloner? -dijo Eduardo.

   -Por cierto que se los daré, porque cuando confío en alguien mi confianza es total. Su apellido es Conynghame.

   Eduardo sacó del bolsillo sus cartas y le tendió una de ellas a su compañero de viaje. La dirección rezaba: «A la digna señora Conynghame de Portlake, cerca de Bolton, condado de Lancaster».

   -Es allí donde voy también -dijo Eduardo, riendo-. Usted sabrá si se trata de la misma persona a quien se refiere.

   Chaloner estalló en sonoras risotadas.

   -¡Esto es soberbio! Se encuentran dos personas que van al mismo sitio por el mismo asunto, y por espacio de tres días no se arriesgan a confiar la una en la otra.

   -Los tiempos exigen cautela -replicó Eduardo, mientras volvía a guardarse la carta.

   -Tiene usted razón -respondió Chaloner-, y su opinión es la mía. Sé ahora que en usted se aúnan la prudencia y el valor. La primera cualidad ha sido más escasa en nosotros los realistas que la segunda; con todo, ahora ha concluido toda reserva, al menos por mi parte.

   -Y también por la mía -replicó Eduardo.

   Chaloner habló también de las probabilidades de la guerra. Expuso que el ejército del rey Carlos estaba en buenas condiciones de disciplina y bien pertrechado en todo sentido, que en Inglaterra había centenares de hombres que se unirían a él apenas se hubiera internado lo suficiente en el país y que todo tenía apariencias promisorias.

   -Mi padre cayó en la batalla de Naseby, a la cabeza de sus parciales -dijo Chaloner, después de una pausa-. Y los puritanos se la compusieron para multar nuestra heredad a tal punto que ésta menguó en valor, y en vez de miles vale hoy centenares. En realidad, de no mediar mis viejas y bondadosas tías, que me dejarán sus bienes y que me proveen ahora con toda liberalidad, yo sería un caballero pobre.

-¿Su padre murió en Naseby? -dijo, Eduardo-. ¿Estuvo usted ahí?

   -Sí -replicó Chaloner.

   -También mi padre murió en Naseby... -dijo Eduardo.

   -¿Su padre? -replicó Chaloner-. No recuerdo el apellido... Armitage... ¿Tenía su padre algún comando allí? -prosiguió.

   -Sí que lo tenía -dijo Eduardo.

   -Entre los oficiales, que yo recuerde, no figuraba nadie con ese apellido, joven señor -replicó Chaloner con aire de desconfianza-. Seguramente a usted lo habrán informado mal.

   -He dicho la verdad -respondió Eduardo-, y ya he dicho tanto, que ahora, para eliminar sus sospechas, tengo que decir más de lo que debiera, quizá. Mi apellido no es Armitage, aunque me han llamado así durante algún tiempo. Usted me ha dado un ejemplo de confianza y lo seguiré. Mi padre fue el coronel Beverley, de las tropas de caballería del príncipe Ruperto.

   Chalener se sobresaltó de sorpresa.

   -Estoy seguro de que me ha dicho usted la verdad -dijo finalmente-, porque estaba pensando en que usted me recordaba a alguien y no lograba precisar a quién. Es usted la imagen misma de su padre. Aunque yo era un niño en esa época, lo conocí muy bien, señor Beverley; jamás usó espada más bravo caballero. Vamos, debemos jurarnos amistad en la vida y en la muerte, Beverley -prosiguió Chaloner, tendiendo la mano, que Eduardo tomó ansiosamente, procediendo entonces a relatar la historia de su vida.

   Cuando hubo terminado, Chaloner dijo:

   -Todos hemos oído hablar del incendio de Arnwood, y se cree en estos momentos que todos los niños han perecido. Es uno de esos cuentos de infortunio, que nuestras niñeras les repiten a las criaturas, y muchas de éstas han llorado a causa de la presunta muerte de ustedes. Pero dígame ahora..., de no haberse topado usted conmigo..., ¿tenía la intención de ingresar al ejército bajo su ficticio apellido de Armitage?

   -Apenas si sé cuáles eran mis intenciones. Necesitaba el consejo de un amigo.

   -Y lo ha encontrado usted, Beverley. Le debo la vida y le pagaré esa deuda dentro de la medida de mis posibilidades. Usted no debe ocultarle su nombre a su soberano. El solo apellido Beverley es un pasaporte; pero el hijo del coronel Beverley será particularmente bienvenido. ¡Si hasta se considerará a ese nombre un presagio de buena suerte! Su padre fue el mejor y más fiel soldado que llevó jamás espada al cinto, y su recuerdo no tiene parangón en cuanto a lealtad y devoción se refiere. Nos acercamos al final de nuestro viaje. Ahí está el campanario de la iglesia de Bolton. Esas viejas damas perderán el juicio de alegría al enterarse de que tienen a un Beverley bajo su techo.

   Eduardo se sintió encantado ante este homenaje tributado a la memoria de su padre, y las lágrimas asomaron más de una vez a sus ojos cuando Chaloner reiteró su alabanza.

   En las últimas horas de la tarde llegaron a Portlake, una grande y antigua mansión situada en un parque rodeado de vieja y hermosa arboleda. Chaloner fue reconocido, por uno de los guardianes cuando ambos cruzaban a caballo la alameda, y aquél se adelantó presurosamente a anunciar su llegada. Y los criados les habían abierto las puertas ya antes de que llegaran. En el vestíbulo fueron recibidos por las viejas damas, que se manifestaron satisfechísimas al ver a su sobrino, ya que albergaban grandes temores de que le hubiese sucedido algo.

   -Y poco faltó, por cierto, para que algo me sucediera -dijo Chaloner-, salvándome tan sólo la oportuna ayuda de este amigo, que, a pesar de su indumentaria puritana, es un realista devoto de la buena causa, y en realidad bastará con decirlos que se trata del hijo del coronel Beverley, que murió en Naseby junto con mi buen padre.

   -Nadie podría ser más bienvenido, pues -respondieron las ancianas, que le tendieron la mano a Eduardo.

   Luego todos pasaron a la sala y se ordenó que sirvieran de inmediato la cena.

   -Nuestros caballos serán bien atendidos, Eduardo -dijo Chaloner-. Ya no necesitamos preocuparnos de ellos. Y ahora, mis buenas tías... ¿No tienen ustedes cartas para mí?

   -No, de ningún modo. Denme las cartas ahora mismo. Podemos leerlas antes de cenar y conversar sobre ellas cuando nos sentemos a la mesa.

   Una de las damas sacó las cartas que Chaloner, a medida que las leía, fue entregando a Eduardo para que éste pudiese leerlas a su vez cuidadosamente. Provenían del general Middleton y varios otros amigos de Chaloner que estaban con el ejército realista y lo informaban sobre lo que sucedía y cuáles eran aparentemente las perspectivas de la situación.

   -Como ve, han emprendido ya la marcha -dijo Chaloner-y creo que su plan es bueno y ha puesto en situación incómoda al general Cromwell. Nuestro ejército está ahora entre el suyo y Londres, con tres días de marcha de ventaja. Y ahora nada nos impide recoger a nuestros parciales ingleses, que podrán plegársenos sin riesgo a medida que avancemos. El paso dado ha sido audaz, pero digno de aplauso, y con tal de que se continúe tan bien como se ha empezado, triunfaremos. El ejército del parlamento no iguala al nuestro en número ya y acrecentaremos el nuestro día a día. El rey ha enviado por el conde de Derby, que está en la isla de Man y a quien se espera mañana.

   -¿Y dónde está el ejército realista en estos momentos? -inquirió Eduardo.

   -Esta noche sólo estará a lunes, pocos kilómetros de nosotros, tan rápida es su marcha. Mañana podremos incorporarnos a él si queremos.

   -Que me place -respondió Eduardo.

   Después de una hora más de conversación, los viajeros fueron llevados a sus aposentos y se retiraron a descansar.

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