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Capítulo XXIII

   A la mañana siguiente, antes de que los viajeros abandonaran sus lechos, llegó un mensajero con cartas del general Middleton, y por él supieron que el ejército del rey había acampado la noche anterior a menos de nueve kilómetros de Portlake. Cuando ambos se vestían precipitadamente, Chaloner le propuso a Eduardo una leve alteración en su indumento que le parecía necesaria, y llevándolo hacia un guardarropa donde estaban guardados varios trajes usados por él en su adolescencia y cuando su figura era más esbelta, le pidió a Eduardo que los vistiera. El joven, comprendiendo que Chaloner tenía razón, eligió dos trajes, cuyos colores le agradaron, y al vestir uno de ellos y cambiar su sombrero por otro más adecuado a su nueva vestimenta, quedó transformado en un gallardo caballero realista. Apenas se hubieron desayunado, se despidieron de las ancianas y montando a caballo se dirigieron hacia el campamento. Una hora de viaje los llevó hasta los puestos avanzados, y después de haberse comunicado con el oficial de guardia fueron conducidos por un asistente a la tienda del general Middleton, que recibió a Chaloner con gran cordialidad, como a un viejo amigo, y se mostró muy cortés con Eduardo apenas supo que era el hijo del coronel Beverley.

   -Yo lo necesitaba a usted, Chaloner-dijo Middleton-. Estamos reuniendo un escuadrón de caballería. El duque de Buckingham tiene el comando, pero Massy será el verdadero jefe. Usted tiene influencia en este distrito y nos traerá sin duda muchos adherentes.

   -¿Dónde está el conde de Derby?

   -Se nos ha unido esta mañana. Nuestra marcha ha sido tan rápida que no hemos tenido tiempo de recoger a nuestros parciales.

   -¿Y el general Leslie?

   -Su estado de ánimo dista de ser bueno. No sé el porqué. En su ejército tenemos demasiados reverendos, es indudable, y causan daño, pero no podemos remediarlo. Su Majestad debe estar visible en estos momentos. Si ustedes están prontos, los presentaré, y hecho esto, hablaremos de negocios.

   El general Middleton los acompañó a la casa en que había sentado sus reales el monarca para pasar la noche, y a los pocos minutos de haber esperado en la antecámara, fueron llevados a su presencia.

   -Permítame Su Majestad que le presente al comandante Chaloner, el nombre de cuyo padre no le es desconocido -dijo el general Middleton.

   -Por el contrario, nos es bien conocido -replicó el rey- como un súbdito leal y fiel, cuya desaparición debemos deplorar. No dudo de que su hijo habrá heredado su valor y fidelidad.

   El rey tendió la mano y Chaloner dobló la rodilla y se la besó.

   -Y ahora le sorprenderá a Su Majestad que le presente a un miembro de una casa que se presume extinguida...: el hijo primogénito del coronel Beverley.

   -¿Será posible? -dijo el rey-. Oí decir que toda su familia había perecido en el despiadado incendio de Arnwood. Me considero afortunado como rey, de que se haya salvado por lo menos un hijo de un caballero tan leal y valiente como el coronel Beverley. Sea usted bien venido, joven señor... Muy bien venido. Debe quedarse cerca de nosotros. El solo nombre de Beverley será grato a nuestros oídos de día y de noche.

   Eduardo se arrodilló y besó la mano de Su Majestad y el rey dijo:

   -¿Qué podemos hacer por un Beverley? Díganoslo usted para que podamos probarle los sentimientos que nos inspira la memoria de su padre.

   -Todo lo que pido es que Su Majestad me permita estar a su lado en la hora del peligro -respondió Eduardo.

   -Una respuesta digna de un Beverley -dijo el rey-. Y cuidaremos por lo tanto de que eso suceda, Middleton.

   Después de unas cuantas palabras corteses más de Su Majestad, los jóvenes se retiraron, pero el general Middleton fue retenido durante un par de minutos por el rey para recibir sus órdenes. Cuando volvió a reunirse con Eduardo y Chaloner, Middleton le dijo al primero:

   -Tengo órdenes de enviar para la firma de Su Majestad su nombramiento de capitán de caballería, agregado al séquito personal de Su Majestad. Se trata de un bello cumplido a la memoria de su padre, caballero, y también, diría yo, a su apariencia personal. Chaloner cuidará de su uniforme y avíos. Usted tiene buena cabalgadura, según creo. No hay tiempo que perder, ya que mañana emprendemos la marcha a Warrington, en el Cheshire.

   -¿Se ha oído hablar algo del ejército del parlamento?

   -Sí. Se ha dirigido hacia Londres por la carretera del Yorkshire, proponiéndose aislarnos si fuera posible. Y ahora, señores, adiós, porque les aseguro que no me sobra tiempo.

   Eduardo no tardó en quedar equipado y se consagró al servicio del rey. Al llegar a Warrington, los realistas se encontraron con un cuerpo de caballería que se oponía a su paso. Cargaron contra él y los puritanos huyeron después de sufrir leves pérdidas, y como se sabía que estaban a las órdenes de Lambert, uno de los mejores generales de Cromwell, hubo gran regocijo en las filas del rey. Pero lo positivo era que Lambert había obrado de acuerdo con las órdenes de Cromwell, que consistían en entorpecer y demorar todo lo posible el avance del rey, pero sin arriesgar con su pequeña fuerza nada que se pareciese a un encuentro formal. Después de esta escaramuza, se consideró aconsejable enviar al Lanchashire al conde de Derby y a muchos otros oficiales importantes, a fin de que reclutaran a partidarios del rey en aquella zona y en el Cheshire. Por lo tanto, el conde, con unos doscientos oficiales y caballeros, abandonó el ejército con esa intención. Se consideró aconsejable entonces iniciar una marcha directa sobre Londres, pero los soldados estaban tan cansados por la rapidez del avance hasta aquel momento y hacía tanto calor, que la decisión fue en sentido negativo, y como Worcester era una ciudad muy adicta al rey y la zona abundaba en víveres, se decidió que el ejército debía ir allá y esperar refuerzos ingleses. Así se hizo. La ciudad abrió las puertas con todo género de pruebas de satisfacción y proveyó al ejército de todo lo necesario. La primera mala noticia que les llegó fue la dispersión y derrota de toda la partida del conde de Derby por un regimiento de la milicia, que los había sorprendido en Wigan durante la noche, cuando estaban dormidos y no se imaginaban al enemigo tan cerca. Aunque atacados en forma tan desventajosa, los realistas se defendieron hasta que murió gran parte de ellos y el resto cayó prisionero y la mayoría fue brutalmente ejecutada. El conde de Derby fue hecho prisionero, pero no ejecutado, como, los demás.

   -Esto es una mala noticia, Chaloner -dijo Eduardo.

   -Sí. Más que mala -replicó su amigo-. Hemos perdido a nuestros mejores oficiales, que jamás debieron abandonar el ejército, y la consecuencia de la derrota, será que nadie se unirá ya a nosotros. El bando ganador es siempre el que tiene razón en este mundo. Y hay algo peor: el duque de Buckingham ha reclamado el mando del ejercito y el rey se lo ha negado, de modo que están empezando las disensiones internas. El general Leslie está evidentemente descorazonado y la causa le inspira pesimismo. Middleton es el único que cumple con su deber. Créame, Eduardo, que tendremos a Cromwell sobre nosotros antes de que nos demos cuenta de ello, y nuestro estado es de lamentable confusión...; los oficiales riñen, los soldados desobedecen, se habla mucho y se hace poco. Hace cinco días que estamos aquí y no se han iniciado aún las obras propuestas como fortificaciones.

   -Sólo puedo admirar la paciencia del rey, con tantos entorpecimientos y fastidios.

   -Debe tener paciencia forzosamente -dijo Chaloner-. Juega esta partida para obtener la corona y la apuesta es alta. Pero no puede mandar sobre los espíritus de los soddados. No quiero ser un ave de mal agüero, Beverley, pero le diré esto: si logramos vencer con este ejército, desorganizado como está, habremos logrado un milagro.

   -Seamos optimistas -replicó Eduardo-. El peligro común quizá una a los que estarían separados de otro modo, y cuando tengan ante ellos al ejército de Cromwell, quizá se vean inducidos a olvidar sus rencillas privadas y sus celos y a unirse en la buena causa.

   -Ojalá pudiera compartir su opinión, Beverley -dijo Chaloner-, pero me he mezclado con la gente durante más tiempo que usted y opino de otro modo.

   Transcurrieron algunos días más, durante los cuales no se erigieron fortificaciones y la confusión y rencillas internas del ejército seguían creciendo, hasta que finalmente llegó la noticia de que Cromwell estaba a medio día de marcha de ellos y que había reunido a toda la milicia por el camino y doblaba ahora casi en número a los soldados del rey. Todo fue sorpresa y confusión; nada se había hecho, no se habían tomado medidas y Chaloner le dijo a Eduardo que todo estaba perdido si no se hacía algo de inmediato.

   El 3 de octubre se avistó al ejército de Cromwell. Eduardo había pasado a caballo, atendiendo a la persona del rey, la mayor parte de la noche. Las tropas fueron emplazadas lo mejor posible, y concluido esto, como el ejército de Cromwell se mantenía inmóvil, se llegó a la conclusión de que no haría tentativa alguna ese día. Alrededor del mediodía, el rey volvió a su alojamiento para comer algo después de sus fatigas. Eduardo lo acompañó, pero, antes de una hora llegó la alarmante noticia de que los ejércitos se habían trabado en lucha. El rey montó a caballo, ya que su cabalgadura estaba pronta junto a la puerta, pero antes, de que pudiera salir de la ciudad, se topó con casi todo su cuerpo de caballería, y poco faltó para que éste lo hiciera retroceder, dado el ímpetu con que venía huyendo, a tal punto que el monarca no pudo detenerles. Su Majestad llamó por su nombre a varios de los oficiales, pero éstos no le prestaron atención, y tan grande era el pánico, que tanto el rey como su séquito estuvieron a punto de ser derribados y pisoteados.

   Cromwell había hecho cruzar el río a gran parte de sus tropas sin que sus adversarios se dieran cuenta, y al producirse el ataque en sección tan imprevista, hubo un verdadero pánico. En los sectores donde ejercían el comando el general Middleton y el duque de Hamilton, se opuso una valiente resistencia, pero cuando fue herido Middleton, perdió una pierna el duque de Hamilton, a causa de una bala rasa y cayeron muchos caballeros, las tropas, abandonadas por el resto del ejército, cedieron finalmente y la desbandada fue general, a tal punto que la infantería tiró los mosquetes sin dispararlos siquiera.

   Su Majestad volvió a la ciudad a caballo y encontró a un cuerpo de caballería, al cual Chaloner había inducido a oponer resistencia.

   -Síganme -dijo Su Majestad-. Veremos qué se propone el enemigo. No creo que nos persiga, y aun así, podemos reunirnos aún y reponernos de este estúpido pánico.

   Su Majestad, seguido por Eduardo, Chaloner y varios caballeros de su séquito, salió al galope a practicar un reconocimiento del terreno, pero con gran mortificación, descubrió que las tropas no lo habían seguido, sino que se habían marchado de la ciudad por las otras puertas y que quien estaba realmente allí era la caballería perseguidora del enemigo. En esas circunstancias, por consejo de Chaloner y Eduardo, Su Majestad se retiró y abandonó a toda prisa Worcester. A las pocas horas de cabalgata, el rey se encontró en compañía de los cuatro mil soldados de caballería que habían huído tan deshonrosamente, pero el pánico los seguía dominando a tal punto, que no pudo depositar confianza en ellos, y después de haberse aconsejado con los que lo rodeaban, resolvió abandonarlos. Hizo esto sin mencionarle sus intenciones a ningún miembro de su séquito, ni siquiera a Chaloner y Eduardo, y partió de noche con dos de sus criados, a quienes despidió al amanecer, considerando que sus probabilidades de evasión serían mayores si estaba completamente solo.

   Los realistas sólo descubrieron a la mañana siguiente que el rey los había abandonado y entonces decidieron dispersarse, y como en su mayoría provenían de Escocia, volver con toda la premura posible a ese país. Y entonces, Chaloner y Eduardo se consultaron sobre sus planes.

   -Me parece -dijo Eduardo, riendo- que el peligro de esta campaña nuestra consistirá en volver a nuestras casas, porque yo podría asegurar, sin gran temor de equivocarme, que no he asestado aún un solo golpe en favor del rey.

   -Bastante cierto, Beverley. ¿Cuándo piensa usted volver al Bosque Nuevo? Creo que lo acompañaré, si me lo permite -dijo Chaloner-. Toda la persecución será rumbo al noroeste, para interceptar e impedir la retirada a Escocia. De modo que no puedo ir al Lancashire, y en verdad, como ellos saben que estoy en campaña, me buscarán en todas partes.

   -Entonces venga conmigo -dijo Eduardo-. Le encontraré refugio hasta que resuelva qué hará. Alejémonos de aquí y conversaremos sobre el asunto, mientras viajamos, pero créame que cuanto más nos alejamos hacia el sur, más a salvo estaremos, pero seguiremos corriendo peligro mientras no hayamos cambiado de ropa. Habrá una rigurosa búsqueda del rey rumbo al sur, ya que los puritanos supondrán que intentará refugiarse en Francia. Subamos por esta colina y veamos qué pasa.

   Así la hicieron y advirtieron una escaramuza entre una partida realista y algunas tropas de caballería del parlamento, a medio kilómetro de allí.

   -Vamos, Chaloner, asestemos un golpe sea como fuere -dijo Eduardo,.

   -De acuerdo -replicó Chaloner, espoleando a su caballo.

   Y bajaron la colina a toda velocidad y al cabo de un minuto estaban en la melée, cayendo sobre la retaguardia de las tropas parlamentarias.

   -¡Gracias, Chaloner! ¡Gracias, Beverley! -dijo una voz que ambos reconocieron inmediatamente, la de Grenville, uno de los pajes del rey-. La gente que estaba a mi lado se disponía a huir y lo habría hecho de no haber acudido ustedes en nuestra ayuda. No me quedaré con ellos por más tiempo, sino que me uniré a ustedes si me lo permiten.

   -Por lo menos, quédese aquí hasta que se vayan. Los alejaré.

   -Amigos, todos ustedes deben separarse, o no habrá probabilidades de fuga. No deben cabalgar juntos más de dos. Créanme que pronto llegarán aquí más tropas del parlamento.

   Los soldados, unos quince aproximadamente, que habían estado en compañía de Grenville, consideraron bueno el consejo de Chaloner y partieron sin ceremonia, orientando hacia el norte a sus caballos y abandonando a Chaloner, Eduardo y Grenville en el campo de batalla. En tierra yacían una docena de hombres, muertos los unos, gravemente heridos los otros: siete de ellos pertenecían al partido del rey y los otros cinco a las tropas del parlamento.

   -Bien -dijo Eduardo-. Lo que propongo es esto: hagamos lo posible por los heridos y luego despojemos de sus uniformes y avíos a los dragones del parlamento que han muerto y vistámonos nosotros con esa ropa. Entonces podremos atravesar el país sin peligro, ya que nos creerán una de las partidas que van en busca del rey.

   -Excelente idea -replicó Chaloner-. Y cuanto antes lo hagamos, mejor.

   -Bueno, -dijo Eduardo, limpiando su espada, que aun tenía desenvainada y metiéndola en la vaina-. Tomaré los despojos de este individuo que está a mi lado. Ha muerto por mi mano y tengo derecho a ellos, según todas las leyes de la guerra y la caballería. Pero, por lo pronto, desmontemos y veamos, a los heridos.

   Los tres realistas amarraron sus caballos a un árbol y después de haberles proporcionado toda la ayuda posible a los heridos, procedieron a desnudar a tres de los soldados de caballería del parlamento, y quitándose luego sus uniformes, vistieron los del enemigo, y montando a caballo, se alejaron a toda prisa de allí. Después de haber recorrido unos dieciocho, kilómetros, contuvieron a sus caballos y prosiguieron la marcha con un ritmo más despacioso. Eran las ocho de la noche, pero no había oscurecido mucho aún, de modo que recorrieron otros ocho kilómetros hasta llegar a una aldehuela, donde desmontaron ante una cervecería y pusieron a sus caballos en el establo.

   -Debemos mostrarnos insolentes y brutales, porque en caso contrario sospecharán de nosotros..

   -Muy cierto -dijo Grenville, dándole un puntapié al mozo de cuadra, y diciéndole que se moviera si no quería que le cortaran las orejas.

   Entraron en la cervecería y no tardaron en descubrir que inspiraban sumo terror. Ordenaron que les presentaran todo lo mejor que había y amenazaron con incendiar la casa en caso contrario, hicieron levantar de la cama al tabernero y a su mujer, y los tres se fueron a dormir a aquélla; y, en suma, se portaron de un modo tan arbitrario, que nadie dudó de que pertenecían a la caballería de Cromwell. Por la mañana volvieron a partir, sin pagar nada de lo encargado, por consejo de Chaloner, aunque les sobraba dinero. Galoparon con rapidez, preguntando en todos los lugares donde se detenían si habían visto a algunos fugitivos, y averiguando al llegar a un pueblo, antes de entrar en él, si había allí tropas del parlamento. Tan bien se las compusieron que, cuatro días después, habían llegado a los alrededores del Bosque Nuevo y se ocultaron entre la arboleda hasta la noche, oportunidad en que Eduardo propuso guiar a sus compañeros hasta la cabaña, donde los dejaría hasta que trazaran sus planes.

   Eduardo había delineado ya los suyos. Su propósito principal era eliminar toda sospecha sobre el sitio donde había estado y, desde luego, toda idea de que el intendente hubiese tenido vinculación con sus actos, y su afortunado cambio de indumento le permitía ahora hacer esto con éxito. Había resuelto llevar a sus dos amigos a la cabaña esa noche e ir a la mañana siguiente en su traje de soldado del parlamento a la casa del intendente y llevar la primera noticia del éxito de Cromwell y la derrota de Worcester; estratagema con la cual lo supondrían combatiente del ejército del parlamento y no del realista.

   Mientras proseguían el viaje, descubrieron que la noticia del éxito de Cromwell no había llegado aún. En esos tiempos no existía la rapidez de comunicaciones actual y Eduardo creía muy probable que él fuese el primero en comunicarle la noticia al intendente y a los que vivían cerca de él.

   Apenas oscureció, los tres viajeros abandonaron su refugio y guiados por Eduardo pronto llegaron a la cabaña. Su aparición creó en el primer momento no poca consternación, porque Humphrey y Pablo estaban casualmente en el patio cuando oyeron el tintinear de las espadas y avíos, y a través de las sombras advirtieron, al adelantarse que venían soldados de caballería. Al principio Humphrey pensó en correr a atrancar la puerta, pero después de meditarlo mejor concluyó que aquello era lo más imprudente que se podía hacer en caso de peligro; de modo que se contentó con comunicarles precipitadamente la noticia a sus hermanas y con esperar en el umbral a los recién llegados. La voz de Eduardo, que lo llamaba por su nombre, disipó toda alarma y al cabo de un momento el joven estaba en brazos de sus hermanos.

   -Primero llevemos a nuestros caballos al establo, Humphrey -dijo Eduardo, después de los primeros saludos-. Y luego compartiremos todo lo que pueda prepararnos Alicia, porque hace tres días que no comemos bien.

   Acompañados por Humphrey y Pablo, todos fueron al establo, sacaron a los petisos para hacerles lugar a los caballos, y apenas alimentados e instalados los animales, todos volvieron a la cabaña y Eduardo presentó a Chaloner y Grenville. La sopa apareció muy pronto sobre la mesa y los viajeros estaban harto hambrientos para hablar mientras comían, de modo que sólo pudieron extraerles escasas informaciones esta noche. Con todo, Humphrey se enteró de que todo estaba perdido y de que los tres viajeros habían huído del campo de batalla, antes de que Alicia y Edith salieran de la habitación para prepararles camas a los recién llegados. Cuando las camas estuvieron prontas, Chaloner y Grenville se retiraron y luego Eduardo se quedó durante media hora con Humphrey, para contarle lo sucedido. Desde luego no pudo entrar en detalles, pero le dijo que podría obtener informaciones de sus flamantes huéspedes cuando él se hubiera marchado, cosa que debería hacer en las primeras horas de la mañana.

   -Y ahora, Humphrey, te daré mi consejo, que es el siguiente. Mis dos amigos no pueden quedarse en la cabaña, por muchos motivos, pero tenemos la llave de la cabaña de Clara y pueden alojarse allí y podemos proveerlos de todo lo que necesiten hasta que encuentren la manera de marcharse al extranjero, lo cual es su intención. Mañana tengo que ir a casa del intendente y pasado mañana estaré de regreso. En el ínterin, nuestros huéspedes pueden quedarse aquí, mientras, tú y Pablo les preparan la cabaña, y cuando yo vuelva todo quedará arreglado, y los llevaremos a ella. No creo que exista mucho peligro de que sean descubiertos si se quedan allí..., y por cierto será menor que si se quedan acá; porque ahora es probable que aparezcan partidas de tropas de caballería en todas direcciones, como sucedió cuando el padre del rey huyó de Hampton Court. Y ahora a la cama, mi buen hermano, y despiértame temprano, porque mucho me temo que seguiré durmiendo si no me despiertas.

   Y los hermanos se dieron las buenas noches.

   A la mañana siguiente, cuando aun dormían sus huéspedes, Eduardo fue despertado por Humphrey y encontró a Pablo junto a la puerta con su caballo. Eduardo, que se había puesto sus avíos de soldado del parlamento, se despidió precipitadamente de ellos y se dirigió a través del bosque a la casa del intendente, adonde llegó antes de que la gente de la casa hubiese abandonado sus alcobas. La primera persona con quien se encontró fue, afortunadamente, Osvaldo, que estaba en la puerta de su cabaña. Eduardo le hizo una seña desde un centenar de metros de distancia, pero Osvaldo no lo reconoció en el primer momento y avanzó hacia él de una manera muy despaciosa, para averiguar qué pretendía aquel soldado de caballería. Pero Eduardo lo llamó por su nombre y eso bastó. En pocas palabras, el joven le contó cómo se había perdido todo y cómo había huído él cambiando su uniforme por uno del enemigo.

   -He venido ahora a traerle la noticia al intendente, Osvaldo. ¿Usted me entiende, naturalmente?

   -Claro que sí, señorito Eduardo, y cuidaré de que se sepa muy bien que usted ha estado luchando en el bando de Cromwell durante todo este tiempo. Le recomiendo que se exhiba con esa vestimenta durante el resto del día, y entonces todos se darán por satisfechos. ¿Debo adelantarme y anunciarlo al intendente?

   -No, no, Osvaldo; el intendente no necesita que me anuncien a él, desde luego. Ahora debo acercarme al galope a la casa y anunciarme. Adiós por ahora; nos veremos en el transcurso de la jornada.

   Eduardo espoleó a su caballo y llegó a la casa del intendente a toda velocidad, haciendo no poco ruido de cascos en el patio al entrar, con gran sorpresa de Sampson, que salió para enterarse del motivo del alboroto, y se asombró no poco al ver a Eduardo, que desmontó y después de decirle que se llevara a su corcel a la caballeriza, entró en la cocina y sobresaltó a Hebe, que estaba preparando el desayuno. Sin decirle una sola palabra, Eduardo siguió hasta la habitación del intendente y llamó.

   -¿Quién está ahí? -dijo el intendente.

   -Eduardo Armitage -fue la réplica, y abrieron la puerta.

   El intendente retrocedió con sobresalto al ver a Eduardo en traje de dragón.

   -Mi querido Eduardo, me alegro de verlo en cualquier vestimenta, pero esto requiere una explicación. Siéntese y dígamelo todo.

   -Todo quedará dicho muy pronto, señor -respondió Eduardo, quitándose el casco de hierro y dejando caer su cabellera sobre los hombros.

   Luego, en pocas palabras, expuso lo sucedido, y cómo había huído y el motivo de que hubiese conservado la indumentaria del dragón y aparecido allí en ella.

   -Ha obrado usted con mucha prudencia -replicó el intendente- y es probable que me haya salvado. Sea como fuere, ha apartado toda sospecha y les que me espían nada podrán informar ahora, como no sea en mi favor. Su ausencia ha sido comentada y difundida en los altos círculos y han surgido sospechas a consecuencia de la misma. Su regreso como soldado de las fuerzas del parlamento, ahora pone término a todas las observaciones malignas. Querido Eduardo, me ha prestado usted un servicio. Siendo usted mi secretario y sabiéndose que ha sido un prosélito de los Beverley, su ausencia se consideró extraña y en los altos círculos se sugirió que había ido a ingresar a las filas realistas y eso con mi conocimiento y consentimiento. Lo sé por Langton y ello me ha dañado por lo tanto no poco, pero ahora su aparición lo arregla todo. Ahora empezaremos por rezar y luego nos desayunaremos y después de esto usted me contará con más detalle lo sucedido desde su partida. Paciencia y Clara no lamentarán recobrar a su compañero, pero no pretendo adivinar qué impresión les hará su uniforme. Con todo, le agradezco a Dios el que nos lo haya devuelto ileso, y me sentiré muy feliz al verlo de nuevo en el más pacífico indumento del secretario.

   -Con su permiso, señor, no me quitaré esta ropa durante el resto del día, porque conviene que me vean con ella.

   -Tiene razón, Eduardo. Por hoy, consérvela; mañana recobrará su ropa usual. Vaya a la sala de recibo; encontrará allá a Paciencia y Clara, que lo esperan, sin duda, ansiosamente. Me reuniré allí con ustedes dentro de diez minutos.

   Eduardo salió del aposento y bajó la escalera. De más está decir que fue recibido gozosamente por Paciencia y Clara. Pero la primera expresó su alegría con lágrimas y la segunda con gran regocijo.

   No nos detendremos en las explicaciones y la narración de lo ocurrido que le hizo Eduardo al señor Heatherstone en su aposento. El intendente dijo, al terminar:

   -Eduardo, usted advertirá ahora que, por el momento, no puede hacerse más. Si el Señor lo quiere, llegará la hora en que el monarca volverá a ocupar su trono; por ahora, debemos inclinarnos ante los poderes existentes. Y le digo con franqueza que, en mi opinión, Cromwell pretende el carácter de soberano y lo conseguirá. Quizá sea preferible que suframos el castigo por algún tiempo, ya que sólo podrá durar algún tiempo, y quizá ello aleccione más a la causa del rey y lo capacite más para reinar, ya que, a juzgar por lo que me ha dicho usted en el curso de su relato, ahora no parece muy apto.

   -Quizá sea así, señor -replicó Eduardo-. Debo decirle que esta breve campaña me ha abierto grandemente los ojos. He visto bien poco sentimiento caballeresco y muchos móviles interesados en los que han ingresado en las filas del rey. El ejécito congregado estaba compuesto por los elementos más discordantes, y tan descontentos, tan llenos de envidia y malquerencia, que no me asombra el resultado. Una cosa es indudable, y es que en todos los interesados deberá existir un sentimiento mucho más elevado para derribar de su posición a un hombre como Cromwell. Y por ahora, la causa puede considerarse perdida.

   -Tiene razón, Eduardo -replicó el intendente-. Ojalá esos hombres fuesen mejores; pero, ya que son así, trataremos de sacarle todo el partido posible. Usted ha visto ahora lo bastante para que merme ese fogoso celo por la causa que antes monopolizaba sus pensamientos. Ahora seamos prudentes y tratemos de ser felices.



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Capítulo XXIV

   Eduardo sólo le contó lo ocurrido a Osvaldo; sabía que era digno de confianza. Al día siguiente, el joven volvió a vestir su traje de guardabosques, mientras le preparaban otro, y fue a la cabaña, donde, con el consentimiento del intendente, pensaba quedarse unos días. Naturalmente, le había revelado a Heatherstone sus planes con respecto a Chaloner y Grenville, y obtuvo su consentimiento, y al propio tiempo el consejo de que ganaran el otro lado del Canal de la Mancha lo antes posible. Cuando llegó a la cabaña, todos lo esperaban ansiosamente. Humphrey y Pablo habían ido a la cabaña de Clara, que nadie tocara desde la captura de los ladrones, y lo prepararon todo para albergar a ambos realistas, ya que en su primer viaje habían traído consigo todo lo que juzgaban necesario. Chaloner y Grenville parecían estar ya muy a sus anchas y tenían pocas ganas de mudar de alojamiento. Naturalmente, seguían conservando aún sus uniformes de dragones, ya que no podían ponerse otra ropa mientras no la consiguieran en Lymington; pero, como ya lo dijimos, no les faltaba dinero. Habían estado divirtiendo a las niñas y a Humphrey con una descripción de lo sucedido durante la campaña, y Eduardo advirtió que poco le quedaba por contarles, ya que Chaloner había iniciado su relato con una referencia a su primer encuentro con Eduardo, cuando lo atacaron los salteadores. Apenas pudo alejarse, Eduardo salió con Humphrey para conversar con él.

   -Bueno, Humphrey. Ya que estás enterado de todas mis aventuras desde nuestra separación, cuéntame qué has estado haciendo.

   -No puedo contarte cosas de tan apasionante interés como las que nos ha narrado Chaloner como representante tuyo -replicó Humphrey-. Todo lo que puedo decir es que no hemos tenido visitantes, que hemos esperado ansiosamente tu regreso y que no hemos permanecido ociosos desde que te fuiste.

   -¿Qué caballos eran los que sacaste del establo para hacerles sitio a los nuestros cuando llegamos? -dijo Eduardo.

   Humphrey se echó a reír y le informó luego a Eduardo sobre la manera cómo había conseguido capturarlos.

   -Pues realmente mereces elogio, Humphrey, y por cierto que no has nacido para vivir recluido en este bosque.

   -Más bien me parece que he nacido para ello -replicó Humphrey-, aunque debo confesar que, desde que nos dejaste, nunca me sentí tan satisfecho aquí como antes. Ahora has vuelto y no te imaginas qué transformación noto en ti desde que te has mezclado con la gente e intervenido en tan emocionantes escenas.

   -Quizá sea así, Humphrey -replicó Eduardo-. Y, con todo, sabes que, a pesar de mis ardientes deseos de mezclarme con la gente y de intervenir en la contienda, no estoy nada satisfecho de lo que he visto; por eso, lejos de sentirme inclinado a volver allí, siento más bien deseos de quedarme acá y de vivir en la quietud y la paz. Me siento decepcionado, eso es lo cierto. Hay una gran diferencia entre el mundo tal como nos lo imaginamos cuando suspiramos, por él y el mundo cuando estamos realmente sumergidos en su torbellino y advertimos los resortes secretos de los actos humanos. He aprendido una lección, Humphrey, pero esa lección dista de ser satisfactoria; puede resumirse en unas pocas palabras: el mundo es muy engañoso y vacío, y eso se dice muy sintéticamente.

   -¡Qué hombres agradables y atrayentes son los señores Chaloner y Grenville! -observó Humphrey.

   -Conozco bien a Chaloner -dijo Eduardo-. Es hombre leal y el único en quien he podido confiar, de modo que tuve mucha suerte al toparme con él al emprender el viaje. Poco sé de Grenville. Es cierto que nos hemos encontrado a menudo, pero fue en presencia del rey, por pertenecer ambos a su séquito. Al propio tiempo, debo reconocerlo, nada puede decirse contra él, que yo sepa. Y sé que es valiente.

   Luego Eduardo contó lo ocurrido, entre el intendente y él después de su llegada y la satisfacción de Heatherstone por su astucia al regresar en uniforme de dragón.

   -A propósito, Eduardo..., ¿no crees probable que vengan aquí las tropas de caballería en busca del rey?

   -Si algo me extraña, es que no hayan aparecido aún -dijo Eduardo.

   -¿Y qué haremos si vienen?

   -Todo eso está previsto -respondió Eduardo-, aunque yo lo había olvidado por completo hasta que lo mencionaste. El intendente habló conmigo, anoche de ese asunto, y aquí tienes un nombramiento de guardacaza firmado por él, que usarás como lo creas necesario. Aquí hay otra misiva, ordenándote que recibas en la casa a dos de los soldados de caballería que puedan enviar aquí y que les des alojamiento y vituallas, pero declarando que no puedes verte obligado a recibir más. Mientras no haya terminado la búsqueda, Chaloner y Grenville deben conservar sus avíos y quedarse con nosotros. Y si no has usado, la ropa que dejé aquí, Humphrey -me refiero al primer traje que me hice confeccionar al ser designado secretario, y que me pareció ahora harto ajado para seguir usándolo-, me lo pondré ahora para tener alguna autoridad si viene aquí algún militar en nombre del intendente.

   -Ese traje está en tu arcón, donde lo dejaste. Las niñas pensaban hacerse dos capas con él para el invierno; pero nunca volvieron a acordarse del asunto o no tuvieron tiempo de hacerlo. Por lo demás, no me has dicho qué opinas de Alicia y Edith después de tu larga ausencia.

   -Pues te diré que ambas están muy crecidas, y se han desarrollado mucho -dijo Eduardo-. Pero debo confesarte que, en mi opinión, ya es hora de que abandonen, si es posible, sus actuales tareas domésticas y reciban la instrucción que cuadra a unas señoritas.

   -Pero..., ¿cómo podría ser eso, Eduardo?

   -No sabría decírtelo, y me aflige reconocerlo; pero, con todo, advierto la necesidad de que así sea, si es que pensamos volver a ocupar algún día nuestra posición en la sociedad.

   -¿Y crees que volveremos a ocuparla?

   -No lo sé. He pensado poco en el asunto antes de marcharme y de mezclarme con la gente, pero desde que me acerqué al mundo noté forzosamente que mis queridas hermanas no estaban en la esfera que les correspondía, y he resuelto tratar de hallarles una posición más adecuada. Si hubiéramos triunfado, no habría encontrado mayores dificultades, pero ahora apenas si sé qué puede hacerse.

   -No he preguntado por la señorita Paciencia, hermano. ¿Cómo está?

   -Más buena y linda que nunca, y muy crecida. En realidad, se está volviendo, muy femenina.

   -¿Y Clara?

   -¡Oh!... En ella no advierto diferencia alguna. Creo que ha crecido, pero apenas si la he mirado. Ahí viene Chaloner; le hablaremos de las medidas que hemos tomado por si nos molestan las partidas enviadas en busca del rey.

   -El plan es excelente -dijo Chaloner, cuando Eduardo se lo explicó todo-, y tuve suerte el día en que me encontré con usted, Beverley.

   -Nada de Beverley, por favor. Ese nombre debe ser olvidado. Sólo fue revivido para esa oportunidad.

   -Muy cierto. Pues bien, señor secretario Armitage. Creo que el plan trazado es excelente. Lo único que hace falta es averiguar qué tropas se enviarán en esta dirección, ya que nosotros, como es natural, debemos pertenecer a algún otro regimiento y hemos sido perseguidos desde el campo de batalla. Supongo que los escuadrones de Lambert no tomarán este camino.

   -Pronto lo sabremos. Que ensillen y les pongan los arreos a sus caballos, Chaloner, para que, si viene alguno de ellos, las cabalgaduras estén ante la puerta. Mi opinión es que aparecerán hoy.

   -Temo que al rey le será poco menos que imposible huir -observó Chaloner-. Casi no sé qué pensar de su manera de abandonarnos.

   -He meditado sobre eso -respondió Eduardo-, y creo que quizá el rey haya sido prudente. Algunos eran dignos de confianza y otros, no. Resultaba imposible distinguir quiénes lo eran y quiénes no; de modo que no confiaba en nadie. Además, tenía mejores posibilidades de huir solo que acompañado. Y, con todo, me mortifica algo el hecho de que el rey no haya confiado en mí. Mi vida estaba a su disposición.

   -El rey no podía leer en su corazón, Eduardo, como no podía leer en el mío o en el de los demás -observó Chaloner-, y toda selección habría resultado odiosa. En general, creo que el rey obró cuerdamente y confío en que eso resultará claro. Hay algo seguro y es que ahora ha terminado todo, y por largo tiempo... podemos dejar descansar nuestras espadas en sus vainas. A decir verdad, me siento enfermo después de lo que he visto, y viviría gustosamente aquí con ustedes, y les ayudaría a labrar la tierra..., lejos del mundo y de todos sus engorros. ¿Qué le parece, Eduardo? ¿Me aceptarían usted y su hermano como labrador cuando renaciera la calma?

   -Usted se cansaría pronto de esto, Chaloner; ha nacido para el esfuerzo activo y el bullicio mundano.

   -Con todo, me parece que, habiendo dos dueñas de casa tan amables y lindas, yo residiría aquí muy satisfecho; esto es casi digno de la Arcadia. Pero soy un egoísta al hablar así; a decir verdad, mis sentimientos contradicen mis palabras.

   -¿Qué quiere decir, Chaloner?

   -Para serle franco, Eduardo, yo estaba pensando en que es lamentable que dos lindas muchachas como sus hermanas estén dedicadas aquí al trajín doméstico y vivan en esta rusticidad -si me perdona la libertad de expresión-, pero lo digo porque estoy convencido de que en manos adecuadas adornarían una corte. Y usted ha de reconocer que tengo razón.

   -¿No comprende que he pensado lo mismo, Chaloner? En realidad, Humphrey podría decirle que hemos hablado de eso hace una hora escasa. De modo que usted ha de advertir las dificultades en que me veo; de haber estado en posesión de Arnwood y sus dominios, entonces, desde luego... Pero todo eso ha pasado ya y supongo que pronto veré mi propiedad, cuyos bosques puedo avistar ahora, en manos de algún cabeza redonda, por los buenos servicios prestados contra los realistas en Worcester.

   -Eduardo -replicó Chaloner-. Voy a decirle lo siguiente..., y puedo decírselo porque sé que le debo la vida y es una deuda que nada puede pagar. Si en alguna oportunidad usted resuelve sacar de aquí a sus hermanas, recuerde a mis tías, solteronas de Portlake. No podrán estar en mejores manos ni con personas que cumplan con su deber para con las niñas más religiosamente y a quienes más complazca la confianza depositada en ellas. Mis tías son ricas, a pesar de las exacciones a que se han visto sometidas; pero en estos tiempos las mujeres no son tan multadas y saqueadas como los hombres, y mis tías han podido permitirse todo lo que les han quitado y todo lo que han dado voluntariamente para ayudar a nuestro partido. Están solas y creo realmente que nada las haría más felices que cuidar de las dos hermanas de Eduardo Beverley..., téngalo por seguro. Pero me cercioraré mejor si usted encuentra la manera de enviarles una carta, que yo les escribiré. Les diré que usted les hará un favor así, y que si no acepta la oferta, sacrificará el bienestar de sus hermanas a su propio orgullo... cosa que no lo creo capaz de hacer.

   -Por cierto que no, haré eso -replicó Eduardo- y le agradezco plenamente su bondadosa oferta; pero no puedo decir más mientras no conozca la repuesta de sus amables tías. Usted no me conoce muy bien, Chaloner, si cree que un sentimiento del deber podría impedirme alejar a mis hermanas de una posición tan indigna de ellas, pero impuesta por las circunstancias. Es innegable que somos pobres; pero jamás olvidaré que mis hermanas son las hijas del coronel Beverley.

-Estoy encantado de su respuesta, Eduardo, y no temo la de mis buenas tías. Cuando vagabundee por el extranjero, seré muy feliz sabiendo que sus hermanas están bajo el techo de mis tías y que las educan como deben ser educadas.

   -¿Qué pasa, Pablo? -dijo Humphrey, al ver que el gitanillo acudía corriendo, sin aliento.

   -Los soldados -dijo Pablo-. Son muchos. Galopan por ahí..., galopan todos lados.

   -Vamos, Chaloner. Tenemos que salir de este apuro y confío en que luego todo marchará bien -dijo Eduardo-. Traigan los caballos a la puerta. Y usted, Chaloner, espere con Grenville dentro de la cabaña. Traigan también mi caballo, para que me crean recién llegado. Debo entrar a cambiarme de ropa. Humphrey, quédate alerta y avísanos cuando lleguen.

   Chaloner y Eduardo entraron, y éste se puso su traje de secretario. A poco se vio que una partida de soldados de caballería avanzaba al galope hacia la cabaña. Pronto llegaron y detuvieron sus caballos. Un oficial que estaba a cargo de ellos le habló a Humphrey con tono altanero y le preguntó quién era.

   -Soy uno de los guardacazas del bosque, señor -respondió Humphrey respetuosamente.

   -¿Y de quién es esta cabaña? ¿Y quién está ahí dentro?

   -La cabaña es mía, señor. Dos de los caballos que están ante la puerta pertenecen a dos soldados de caballería que han venido en busca de los fugitivos de Worcester, y el otro caballo pertenece al secretario del intendente del bosque, señor Heatherstone, que ha venido con instrucciones del intendente para la captura de los rebeldes.

   En ese momento Eduardo salió de la cabaña y saludó militarmente al oficial.

   -Este es el señor Armitage, señor, el secretario del intendente -dijo Humphrey, retrocediendo.

   Eduardo saludó al oficial y dijo:

   -El señor Heatherstone, el intendente, me ha enviado aquí para tomar medidas que conduzcan a la captura de los rebeldes. A este hombre se le ha ordenado que aloje a dos soldados de caballería durante todo el tiempo que éstos crean necesario quedarse. Y yo tengo instrucciones de decirle a todo oficial con quien me encuentre que el señor Heatherstone y sus guardacazas tendrán buen cuidado de que no se refugie en esta dirección ninguno de los rebeldes, y que será mejor que las tropas registren el extremo meridional del bosque, ya que no cabe duda de que los fugitivos procurarán embarcarse rumbo a Francia.

   -¿A qué regimiento pertenecen los soldados de caballería que tiene usted aquí?

   -A las tropas de Lambert, según creo, señor; pero saldrán y le contestarán a usted personalmente. Dígale a esos hombres que salgan -le ordenó Eduardo a Humphrey.

   -Sí, señor; pero, cuesta despertarlos, porque han venido cabalgando desde Worcester. Con todo, los despertaré.

   -De ningún modo, no puedo esperar -dijo el oficial-. No conozco a los soldados de Lambert y no tendrán información alguna que darme.

   -¿No podría usted llevárselos consigo, señor, y dejarme en cambio a dos de sus hombres? Porque son gente molesta para un hombre y lo devoran todo -dijo Humphrey, humildemente.

   -No, no -respondió el oficial, riendo-. Todos conocemos a la gente de Lambert; un amigo o un enemigo es para ellos más o menos lo mismo. No tengo poder sobre ellos, y usted debe hacer de tripas corazón. ¡Adelante, soldados! -prosiguió, y saludó a Eduardo al pasar, y al cabo de un par de minutos él y sus hombres se esfumaron a lo lejos.

   -Asunto liquidado -observó Eduardo-. Chaloner y Grenville son de un aire harto juvenil y demasiado bien parecidos para pasar por unos villanos de Lambert, y el verlos habría motivado sospechas. Pero debemos esperar nuevas visitas. Vigila bien, Pablo.

   Eduardo y Humphrey entraron y se reunieron con la gente que estaba en el interior de la cabaña, cuya expectativa y tensión no había sido poca durante todo el coloquio antedicho.

   -¡Pero si estás palidísima, querida Alicia! -dijo Eduardo al entrar.

   -Temí por nuestros huéspedes, Eduardo. Estoy segura de que si esos hombres hubiesen entrado en la cabaña, no habrían creído que los señores Chaloner y Grenville eran soldados de caballería.

   -Gracias por el cumplido, señorita Alicia -dijo Chaloner-. Pero supongo que, en caso de necesidad, yo podría enfurecerme y blasfemar a la par de los mejores de ellos..., o, mejor dicho, de los peores. Mientras nos dirigíamos aquí, pasamos muy bien por soldados de caballería.

   -Sí; pero no se encontraron con otros soldados.

   -Eso es muy cierto y revela su penetración. Admito que, en ese caso, habríamos tenido más dificultad; pero, con todo, entre tantos millares de hombres debe haber muchas variedades, y a un oficial de caballería le habría resultado engorroso arrestar por simples sospechas a hombres pertenecientes a otro cuerpo. Cuando vuelvan a visitarnos, creo que simularé ebriedad... Eso no será tan sospechoso.

   -No, en ningún sentido -respondió Eduardo-. Vamos Alicia, danos el almuerzo que nos has preparado.

   Durante tres o cuarto días las tropas del parlamento continuaron registrando el bosque y visitaren un par de veces más la cabaña, pero sin que surgieran sospechas, dada la presencia de Eduardo y sus explicaciones. Las partidas eran enviadas invariablemente en otra dirección. Eduardo le escribió al intendente, comunicándole lo sucedido y solicitándole permiso para quedarse unos días más en la cabaña. Y Pablo, que llevó la carta, volvió con otra en que el intendente le decía a Eduardo que el rey no había sido capturado aún y solicitando de su parte la máxima vigilancia para obtener su captura, con instrucciones de registrar varios sitios con la cooperación de los soldados alojados en la cabaña; o bien, si no quería abandonar la cabaña, le indicaba que le mostrase la carta a todo oficial al mando de las partidas encargadas de la búsqueda, a fin de que éstas pudieran obrar de acuerdo con las sugestiones contenidas en ella. Eduardo tuvo oportunidad de mostrarle esta carta a un par de oficiales al mando de las patrullas que se acercaron a la cabaña y a cuyo encuentro salió el joven impidiendo así que se detuvieran allí.

   Finalmente, a los quince días, poco más o menos, no quedó en el bosque una sola partida, ya que todas fueron a la costa en busca de los fugitivos, varios de los cuales fueron apresadas.

   Humphrey tomó la carreta y partió para Lymington a fin de conseguir ropa para Chaloner y Grenville y se resolvió que éstos adoptarían la indumentaria de los guardacazas del bosque, lo cual les permitiría llevar escopeta. Apenas hubo obtenido Humphrey lo necesario, Chaloner y Grenville fueron llevados a la cabaña de Clara y tomaron posesión de ella.... sin dejarse ver jamás, naturalmente, más allá de la arboleda circundante. Humphrey les prestó a Guardián para que lo usaran a guisa de centinela y ambos realistas se despidieron de Alicia y Edith con mucho pesar. Humphrey y Eduardo los acompañaron a su nueva morada. Se convino en que los caballo se quedarían al cuidado de Humphrey, ya que en la cabaña de Clara no había establo.

   Al partir, Chaloner le dio a Eduardo la carta para sus tías, y luego el joven Beverley encaminó de nuevo sus pasos hacia la casa del intendente y se encontró allí con Paciencia y Clara.

   Eduardo le contó al intendente todo lo ocurrido y Heatherstone aprobó lo hecho por él, insistiendo en que Chaloner y Grenville no debían intentar el viaje al continente hasta que terminara toda la persecución.

   -Aquí tiene una carta que he recibido del gobierno, Eduardo, en que se pondera mucho mi vigilancia y actividad en la persecución de los fugitivos. Según parece, los oficiales con quienes se topó usted escribieron para comunicar las admirables disposiciones que hemos tomado. ¿Verdad que es una lástima, Eduardo, vernos obligados a engañar así en este mundo? Sólo pueden justificarlo los tiempos y el deseo de obrar bien. Afrontamos a los malvados y los combatimos con sus propias armas, pero aunque los tratamos como se merecen, nuestra conciencia debe decirnos que eso no está bien.

   -Por cierto, señor, que la necesidad de salvar las vidas de la gente que no ha cometido más falta que ser leal a su rey nos justifica al hacerlo...; al menos así lo creo.

   -De acuerdo con las Escrituras, temo que no, pero el problema es difícil de resolver. Dejémonos guiar por nuestras conciencias. Si no nos lo reprochan, no podemos estar lejos de lo justo.

   Eduardo mostró entonces la carta que había recibido de Chaloner, solicitando que el intendente tuviese la bondad de enviarla.

   -Comprendo -dijo el intendente-. Puedo enviarla por intermedio de Langton. Presumo que es para obtener un crédito. Saldrá el jueves.

   Aquí concluyó la plática y Eduardo salió en busca de Osvaldo.



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Capítulo XXV

   Eduardo se quedó en casa durante varios días, esperando ansiosamente todas las noticias que llegaban, presumiendo cada vez que le anunciarían la captura del rey y descubriendo con gran alegría que hasta entonces habían resultado infructuosas todos los esfuerzos. Pero un problema conturbaba su espíritu y motivaba en él profundas cavilaciones. Desde que se propusiera alejar de allí a sus hermanas, el joven sentía cuán incómodo era seguir presentándose ante el intendente como nieto de Armitage. Si sus hermanas eran enviadas a las tías de Portlake, debían serlo sin conocimiento del intendente, y en ese caso, pronto se descubriría su ausencia, ya que Paciencia Heatherstone iría constantemente a la cabaña, y Eduardo se preguntaba ahora si, después de todas las bondades y confianza que le dispensara el intendente, tenía derecho a seguir ocultándole por más tiempo su cuna y linaje. Sentía que era injusto con el intendente al no depositar en él la confianza que se merecía.

   Al principio se había creído justificado al obrar así, pero desde su ingreso al ejército del rey y los sucesos ulteriores, le parecía que estaba tratando mal al intendente, y resolvió ahora confesarle la verdad en la primera ocasión. Pero le resultaba engorroso hacerlo solemnemente y sin alguna coyuntura favorable. Finalmente, pensó confesárselo de inmediato a Paciencia, bajo promesa de guardar el secreto. Esto podía hacerlo sin más demora, y cuando lo hubiera hecho, el intendente no podría culparlo ya enteramente de falta de confianza. Ahora había analizado sus sentimientos para con Paciencia y advertía cuán cara había llegado a ser para él la muchacha. Durante su período en el ejército, rara vez había dejado de pensar en ella, y aunque estaba a menudo en compañía de mujeres de buena crianza, no veía una sola que en su opinión fuese comparable con Paciencia Heatherstone. Pero, de todos modos, ¿qué posibilidad tenía de mantener a una esposa? Ahora, a los diecinueve años de edad, aquello era absurdo. Tales eran las ideas que vagaban por su imaginación, persiguiéndose las unas a las otras y siendo seguidas por otras más igualmente vagas e insatisfactorias, y finalmente Eduardo llegó a la conclusión de que no tenía un solo penique y de que el darse a conocer como heredero de Beverley redundaría en perjuicio suyo, de que estaba enamorado de Paciencia Heatherstone y no tenía por el momento probabilidades de obtenerla, y de que había hecho bien en ocultarle hasta entonces su identidad al intendente, que podía testimoniar sin riesgo que ignoraba estar protegiendo al hijo de tan destacado realista, y también pensó en confesarle a Paciencia quién era y decirlo que no se lo había revelado a su padre para no comprometerlo haciéndole saber quién estaba bajo su protección. Ya lo sabríamos decir si al lector le resultarán satisfactorios los argumentos que dejaban satisfechos a Eduardo, pero éste era joven y casi no sabía cómo liberarse de la capa con que lo obligara a cubrirse la necesidad. Eduardo estaba persuadido ya de que Paciencia Heatherstone no lo miraba con indiferencia, pero no estaba seguro aún de que los sentimientos de la joven no se redujeran a mera gratitud, más que nada. Tenía la convicción de que Paciencia lo creía inferior a ella por su nacimiento y de que por lo tanto la joven no podía tener la menor idea de que él era Eduardo Beverley. Sólo unos pocos días después tuvo la oportunidad de verse a salas con ella, ya que Clara Ratcliffe la acompañaba sin cesar. Con todo, una noche, Clara salió y se quedó fuera durante algún tiempo y tan negligentemente abrigada, que tomó frío, y a la noche siguiente se quedó en casa, permitiendo así que Eduardo, y Paciencia hicieran su caminata de costumbre sin ser acompañados por ella. Habían caminado varios minutos en silencio, cuando Paciencia observó:

   -Lo noto muy grave, Eduardo y lo está desde su regreso. ¿Hay algo que lo desazone, fuera del fracaso de la tentativa?

   -Sí, Paciencia. Tengo un gran peso sobre la conciencia y no sé qué hacer. Necesito un consejero y un amigo y no sé dónde encontrarlo.

   -Por cierto, Eduardo, que mi padre es su sincero amigo, y no es mal consejero.

   -Lo concedo, pero ese asunto es entre su padre y yo, y no puedo aconsejarme con él por ese motivo.

   -Entonces, aconséjese conmigo, Eduardo, siempre que no sea un secreto tan importante que no se le pueda confiar a una mujer. Sea como fuere, será el consejo de un amigo sincero; usted lo reconocerá.

   -Sí, y mucho más, porque creo que obtendré un buen consejo y por eso aceptaré su proposición. Considero, Paciencia, que aunque tuve razón al no revelarle a su padre un secreto de cierta importancia cuando nos encontramos por primera vez, ahora que él ha depositado en mí una confianza implícita, soy injusto con él y conmigo mismo al no decírselo...; esto es, tanto en cuanto se refiere a confianza en él, entiendo que tiene derecho a saberlo todo, y, sin embargo, creo que sería prudente de mi parte que él no lo supiese todo, ya que el saberlo podría acarrearle dificultades con sus aliados actuales. Un secreto suele ser peligroso, y si su padre no pudiera jurar por su honor que lo ignoraba, ello podría dañarlo si el secreto se divulgara luego. ¿Me entiende?

   -No podría asegurar que lo entiendo del todo. Usted tiene un secreto que quiere revelarle a mi padre y cree que el saberlo puede causarle daño. No concibo qué clase de secreto puede ser.

   -Bueno, le daré un ejemplo. Supongamos que yo supiese que el rey Carlos está escondido en el desván de la caballeriza de ustedes. Eso podría suceder y su padre ignorarlo y su afirmación de ignorancia sería creída. Pero si yo le dijese a su padre que el rey está ahí y ello se descubriera más tarde..., ¿no comprende usted que, al confiarle semejante secreto, yo lo perjudicarla y quizá le trajera dificultades?

   -Ahora comprendo, Eduardo.¿Quiere decir que usted sabe dónde está oculto el rey? Porque si lo sabe, debo pedirle que no le diga una sola palabra a mi padre. Como usted dice, ello, lo pondría en situación difícil y podría perjudicarlo mucho eventualmente. Hay una gran diferencia entre desear que una causa triunfe y apoyarla personalmente. Mi padre desea que el rey triunfe, según creo, pero al propio tiempo no quiere desempeñar un papel activo en eso, como ya lo habrá visto usted. Al propio tiempo estoy convencida de que él jamás traicionaría al rey si supiera donde está. Por eso le digo: si su secreto es ése, Eduardo, no se lo diga, por su bien y por el mío si me estima.

   -No sabe hasta qué punto la estimo, Paciencia. He visto, durante mi ausencia a muchas mujeres de noble cuna, pero ninguna igual a Paciencia Heatherstone, en mi opinión, y Paciencia jamás, abandonó mis pensamientos durante mi larga ausencia.

   -Gracias por sus bondadosos sentimientos para mí -replicó Paciencia-. Pero estábamos hablando de su secreto, señor Armitage.

   -¡Señor Armitage! -exclamó Eduardo-. ¡Qué bien sabe usted recordarme, con esa expresión, mi oscuro nacimiento y linaje, siempre que logro olvidar la distancia que debiera conservar con usted!

   -Se equivoca -replicó Paciencia-. Pero usted me lisonjeó tan groseramente que yo lo llamé señor Armitage para probarle que me disgustaba la lisonja...; eso es todo. Me disgusta la lisonja de los que me superan en rango, del mismo modo que me disgusta la de los que son inferiores a mí; y habría obrado igualmente con cualquiera, sea cual fuere su condición. Pero olvidemos lo que he dicho. No quise irritarlo, sino tan sólo castigarlo por haberme creído tan tonta como para creer en semejante tontería.

   -Su humildad puede considerar lisonja lo que he dicho con perfecta sinceridad y veracidad..., que no pude evitar -dijo Eduardo-. Pude haber agregado mucho más y seguir siendo sincero. Si usted no me hubiese recordado que no era de noble cuna, quizá me hubiese atrevido a decirle mucho más, pero me he visto censurado.

   Eduardo concluyó de hablar y Paciencia no contestó. Siguieron andando durante algunos instantes sin cambiar más palabras. Finalmente, Paciencia dijo:

   -No diré quién de los dos está equivocado, Eduardo, pero sé que quien ofrece la rama de olivo después de un malentendido, sólo puede tener razón. Se la ofrezco ahora y le pregunto si hemos de reñir por una palabrita. Permítame que se lo pregunte y respóndame con franqueza. ¿He sido alguna vez tan vil como para tratar corno a un inferior a alguien a quien le estoy tan agradecida?

   -Soy yo quien ha incurrido en falta, Paciencia -respondió Eduardo-. He estado soñando durante largo tiempo, feliz con mis sueños y olvidando que no pasaban de ser sueños y que su realización era improbable. Ahora debo hablar can claridad. Yo la amo, Paciencia..., la amo tanto que separarme de usted me causaría dolor, y que el saber que mi amor ha sido rechazado me causaría mortal amargura. Esa es la verdad y no puedo ocultarla por más tiempo. Ahora admito que usted tiene derecho a mostrarse enfadada.

   -No veo motivo para enfado, Eduardo -contestó Paciencia-. Al pensar en usted sólo lo he considerado un amigo y un benefactor; habría hecho mal obrando de otro modo. Sólo soy una muchacha y debo dejarme guiar por mi padre. Yo no lo ofendería con una desobediencia. Le agradezco a usted su buena opinión de mí y con todo preferiría que no hubiese dicho lo que ha dicho.

   -¿Debo entender por su respuesta que si su padre no formulara objeción alguna, mi humilde cuna no sería un obstáculo para usted?

   -Jamás he pensado en su cuna, salvo cuando me la ha recordado usted mismo.

   -Entonces, Paciencia, permítame volver por ahora a lo que iba a decirle. Yo iba a...

   Ahí viene mi padre, Eduardo -dijo Paciencia.

   -Debo haber obrado mal, porque temo encontrarme con él.

   El señor Heatherstone se reunió con ellos y le dijo a Eduardo:

   -He estado buscándolo. Han llegado de Londres noticias que me han alegrado mucho. He obtenido por fin lo que estaba tratando de conseguir desde hace algún tiempo..., y, en verdad, puedo decir que su prudencia y audacia, al volver con uniforme de dragón, Eduardo, añadidos a su conducta en el bosque, han apoyado y hecho triunfar en definitiva mi empeño. Hubo alguna duda antes de eso, pero su conducta la eliminó y ahora tendremos mucho que hacer.

   Siguieron andando hacia la casa y el intendente, apenas hubo llegado a su aposento, le dijo a Eduardo:

   -Se me otorga una heredad que yo había solicitado desde hace tiempo por mis servicios. Lea esto.

   Eduardo tomó la carta, en que el parlamento informaba al señor Heatherstone que se había accedido a su solicitud de entregarle la heredad de Arnwood y que podría tomar posesión de ella inmediatamente. Eduardo, palideció y dejó el documento sobre la mesa.

   -Iremos allá mañana, Eduardo, para examinarla. Me propongo reconstruir la casa.

   Eduardo no contestó.

   -¿No se siente bien? -dijo el intendente, sorprendido.

   -Sí, señor -respondió Eduardo-. Estoy bien, según creo, pero debo confesarle que me siento decepcionado. No creí que usted aceptara una propiedad de semejantes manos y tan injustamente confiscada.

   -Lamento que eso haya menoscabado su buena opinión de mí, Eduardo -replicó el intendente-. Pero permítame observarle que yo jamás habría aceptado una propiedad con herederos vivos. Pero este caso es distinto. Por ejemplo: la propiedad de Ratcliffe le pertenece a Clarita y ha sido confiscada. ¿Cree usted que yo la aceptaría? ¡Jamás! Pero he aquí una propiedad sin heredero; toda la familia ha perecido en el incendio de Arnwood. ¡No hay ningún reclamante vivo! Debe serle entregada a alguien o quedar en manos del gobierno. Por eso elegí esa propiedad y no otra, sino ésa de todas las confiscadas, ya que considero que al obtenerla a nadie perjudico. Se me han ofrecido otras, pero las he rechazado. Quería ésta y sólo ésta; y tal es la razón de que mis solicitudes no se vieran coronadas por el éxito hasta ahora. ¿Confío en que creerá mis palabras, Eduardo?

   -Primero respóndame a una pregunta, señor Heatherstone. En el suptesto caso de que toda la familia Beverley no hubiese perecido, como se presume, en el incendio de Arnwood, en el supuesto caso de que algún día apareciese un heredero legítimo..., ¿le entregaría usted la propiedad?

   -¡Tan cierto como que confío en entrar en los cielos, Eduardo! -respondió el intendente, mirando solenmemente hacia arriba-. Entonces supondría que he sido un instrumento del Todopoderoso para evitar que Arnwood cayera en manos menos escrupulosas, y lo entregaría como un fideicomiso que me ha sido confiado provisoriamente.

   -Ante esos sentimientos, señor Heatherstone, sólo puedo felicitarlo ahora por haber entrado en posesión de esa heredad -dijo Eduardo.

   -Y con todo no merezco tanto elogio, ya que hay pocas probabilidades de que mi sinceridad se vea puesta a prueba, Eduardo. No cabe duda de que toda la familia Beverley ha perecido y Arnwood será la dote de Paciencia Heatherstone.

   El corazón de Eduardo empezó a latir con rapidez. Le bastó meditar un momento, para comprender su situación. La interrupción del señor Heatherstone le había impedido hacerle su confesión a Paciencia y ahora no podía confesarle la verdad a nadie sin una ruptura con el intendente, o sin una transacción, pidiendo lo que había deseado tan ardientemente: la mano de Paciencia. El señor Heatherstone, después de decirle a Eduardo que no tenía muy buen aspecto, agregó que la cena estaba pronta y que más valía que pasaran al aposento contiguo. Eduardo lo siguió mecánicamente. Durante la cena lo atormentaron constantes preguntas de Clara sobre lo que le pasaba. No se arriesgó a mirar a Paciencia y se retiró precipitadamente a su aposento para acostarse, quejándose -y esto bien podía ser cierto- de una fuerte jaqueca.

   Allí se arrojó sobre el lecho, pero no consiguió dormir. Pensó y volvió a pensar en los sucesos del día. ¿Tenía algún motivo para creer que Paciencia correspondía a su afecto? No: la respuesta de la joven había sido demasiado tranquila, demasiado sosegada, para hacerle presumir esto. Y ahora que sería una rica heredera, no faltarían pretendientes a su mano, y él la perdería y perdería su heredad al propio tiempo. Es cierto que el intendente había declarado que renunciaría a la propiedad si aparecía el legítimo heredero, pero era fácil decir esto con la convicción de que éste no aparecería. Y aun cuando Heatherstone renunciara a Arnwood, el parlamento volvería a apoderarse de la heredad antes que dejarla pasar a manos de un Beverley. «¡Cuánto siento haber dejado la cabaña! -pensó Eduardo-. Allí, al menos, me habría sentido resignado y satisfecho de mi suerte. Ahora me siento afligido, y adondequiera mire, no veo otras perspectivas. Sólo estoy resuelto a una cosa: y es a no quedarme bajo este techo más tiempo del estrictamente necesario. Iré a consultar el asunto con Humphrey, y si logro colocar a mis hermanas a la medida de mis deseos, Humphrey y yo saldremos a buscar fortuna».

   Eduardo se levantó al amanecer y después de haberse vestido, bajó y ensilló su caballo. Luego, de encargarle a Sampson que le dijera al intendente que había ido a la cabaña y volvería al anochecer, atravesó a caballo el bosque y llegó en el preciso momento en que los suyos se disponían a desayunarse. Sus tentativas de mostrarse alegre ante sus hermanas no tuvieron éxito y todos se sintieron apenados al verlo tan pálido y ojeroso. Apenas hubo concluido el desayuno, Eduardo hizo una seña y Humphrey y él salieron.

   -¿Qué pasa, querido hermano? -dijo Humphrey.

   -Te lo diré todo. Escúchame -respondió Eduardo, que le explicó entonces en detalle todo lo sucedido, desde que saliera a dar la caminata con Paciencia Heatherstone hasta que se acostara-. Y bien, Humphrey... Ya lo sabes todo.. ¿Qué debo hacer? ¡No puedo quedarme ahí!

   -Si Paciencia Heatherstone te hubiera demostrado afecto, el asunto habría sido bastante simple -contestó Humphrey-. Su padre no podría formular objeciones a la boda y habría aliviado al propio tiempo su conciencia en cuanto a la retención de Arnwood, pero me dices que Paciencia no te ha demostrado afecto.

   -Me dijo con mucha tranquilidad que lamentaba mis palabras.

   -Pero..., ¿hablan siempre en serio las mujeres, hermano?

   -Paciencia sí, en cualquier caso -replicó Eduardo-. Es la verdad en persona. No, no puedo, engañarme a mí mismo. Siente una profunda gratitud por el servicio que le he prestado y eso le ha impedido ser más áspera en su respuesta.

   -Pero..., ¿no crees que cambiaría mucho si supiera que eres Eduardo Beverley?

   -Y en ese caso sería harto humillante pensar que sólo se casó conmigo par mi rango y mi posición.

   -Pero considerándote de humilde cuna..., ¿no puede haber reprimido los sentimientos por los cuales no creyó conveniente dejarse arrastrar dadas las circunstancias?

   -Cuando hay tanto sentido de la corrección no puede haber mucho afecto.

   -Nada sé de esas cosas, Eduardo -replicó Humphrey-. Pero me han dicho que no es fácil leer en un corazón de mujer, o si no me lo han dicho, lo he leído o soñado. ¿Qué piensas hacer?

   -Algo que temo desapruebes, Humphrey: abandonar esto. Si la respuesta de las señoritas Conynghame es favorable, mis hermanas irán a su casa, pero en eso habíamos convenido ya. Luego, en cuanto a mí se refiere..., me propongo ir al extranjero, usar nuevamente mi apellido y obtener empleo al servicio de alguien. Confío en que el rey me ayudará a lograrlo.

   -Eso es lo peor del asunto, Eduardo, pero si la paz de tu espíritu depende de ello, no me opondré.

   -En cuanto a ti, Humphrey, puedes acompañarme y compartir mi suerte o hacer lo que juzgues preferible.

   -En ese caso, Eduardo, creo que no tomaré una decisión imprudente. Yo me habría quedado aquí con Pablo si mis hermanas se hubiesen ido a la casa de las Conynghame y tú te hubieras quedado con el intendente. De modo que hasta que tenga noticias tuyas, me quedaré donde estoy y así podré observar qué sucede aquí y hacértelo saber.

   -Así sea -respondió Eduardo-. Esperemos solamente a que mis hermanas queden bien acomodadas y partiré al día siguiente. Me duele seguir allí, ahora.

   Después de platicar un rato más, Eduardo montó a caballo y volvió a la casa del intendente. Llegó a hora bastante tardía, ya que la cena estaba servida ya. El intendente le dió una carta para el señor Chaloner, que estaba dentro de otra del señor Langton y le comunicó luego que había llegado la noticia de la fuga del rey a Francia.

   -¡Dios sea loado! -exclamó Eduardo-. Con su licencia, señor, le entregaré mañana esta carta al interesado, ya que con seguridad ha de ser importante.

   El intendente dio su consentimiento y Eduardo se retiró sin cambiar una sola palabra con Paciencia o Clara, fuera de las cortesías usuales de la mesa.

   A la mañana siguiente, Eduardo, que no había dormido una sola hora durante la noche, emprendió viaje hacia la cabaña de Clara y halló a Chaloner y Grenville en cama aún. Al oír su voz se abrió la puerta y Eduardo le tendió la carta a Chaloner. Éste la leyó y se la tendió a Eduardo. Las señoritas Conynghame se manifestaban encantadas ante la idea de acoger en su casa a las dos hijas del coronel Beverley y las tratarían como si fuesen sus propias hijas. Pedían que las enviaran inmediatamente a Londres, donde las esperaría un coche que las llevaría al Lancashire. Enviaban cordiales saludos al capitán Beverley y le aseguraban que sus hermanas serían bien cuidadas.

   -Le estoy muy agradecido, Chaloner -dijo Eduardo-. Enviaré a mi hermano con mis hermanas lo antes posible. Usted pensará muy pronto en volver a Francia, y si me lo permite, yo lo acompañaré.

   -¡Usted, Eduardo! Eso será espléndido. Pero usted no pensaba hacer semejante cosa la última vez que nos vimos. ¿Qué lo ha inducido a cambiar de intención?

   -Se lo diré luego; probablemente no apareceré aquí durante unos días. Tendré que pasar mucho tiempo en la cabaña cuando Humphrey se ausente, ya que Pablo tendrá grandes obligaciones a que atender -entre la cremería, los caballos y la crianza de las cabras y todo lo demás-; más de lo que puede atender solo, pero apenas vuelva Humphrey, vendré en su busca y haremos los preparativos para la partida. Hasta entonces, adiós, amigos. Tenemos que aprovisionarlos a ustedes por tres semanas o un mes antes de que Humphrey emprenda el viaje.

   Eduardo se despidió cordialmente de sus amigos y se dirigió hacia la cabaña.

   Aunque Alicia y Edith estaban bastante preparadas para abandonar la cabaña, el día de su partida era tan incierto que aquel golpe las afectó profundamente. Debían abandonar a sus hermanos, a quienes tanto querían, para ir a casa de gente desconocida, y cuando comprendieron que la partida tendría lugar al cabo de dos días, su pena fue muy grande. Pero Eduardo hizo valer sus razones ante Alicia y la consoló, aunque con Edith la tarea fue más difícil. Ésta no sólo lloraba a sus hermanos, sino a su vaca, su petiso y sus cabritos; todos los animales eran amigos y favoritos de Edith y hasta la idea de separarse de Pablo motivó un nuevo estallido de lágrimas.

   Después de haberlo arreglado todo con Humphrey, Eduardo se despidió nuevamente, prometiendo volver y ayudarle a Pablo lo antes posible.

   Al día siguiente, Humphrey se dedicó empeñosamente a sus preparativos. Trasladaron los víveres a la cabaña de Clara y cuando Pablo los hubo llevado en la carreta, Humphrey fue a Lymington y alquiló un vehículo para ir a Londres al día siguiente. Digamos desde ya que emprendieron viaje a la hora convenida y que llegaron sanos y salvos a Londres a los tres días. Allí, en un sitio señalado en la carta, encontraron al coche que los esperaba, y después que Humphrey le hubo confiado sus hermanas a una vieja doncella que venía en el coche para hacerse cargo de ellas, las niñas se separaron de él con abundantes lágrimas y Humphrey volvió presurosamente al Bosque Nuevo.

   Al regresar, se enteró con suma sorpresa de que Eduardo no había venido a la cabaña como lo prometiera, y con malos presentimientos, montó a caballo y atravesó el bosque para averiguar la causa de aquello. Cuando se acercaba a la casa del intendente, se encontró con Osvaldo, por cuyo intermedio supo que Eduardo había sido presa de una violenta fiebre y de que su estado era muy peligroso, habiendo delirado durante tres o cuatro días.

   Humphrey se apresuró a desmontar y llamó a la puerta de la casa. Le abrió Sampson y Humphrey pidió que lo llevaran al aposento de su hermano. Halló a Eduardo en el estado descrito por Osvaldo y totalmente inconsciente de su presencia; la doncella Hebe estaba junto a su cabecera.

   -Puede retirarse -dijo Humphrey, con cierta aspereza-. Yo soy su hermano.

   Hebe se fue y Humphrey se quedó a solas con Eduardo.

   -Fue ciertamente un desdichado día aquél en que viniste a esta casa - exclamó Humphrey, mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas-. ¡Mi pobre, Eduardo!

   Eduardo empezó a hablar en forma incoherente y procuró levantarse de la cama, pero sus esfuerzos fueron infructuosos...; estaba harto, débil, pero deliró con Paciencia Heatherstone y se llamó a sí mismo Eduardo Beverley más de una vez y habló de su padre y de Arnwood.

   «Si ha delirado de este modo -pensó Humphrey- no le quedan muchos secretos por revelar. No lo abandonaré y evitaré que estén presentes otros si puedo».

   Humphrey había estado sentado por espacio de una hora con su hermano, cuando el médico vino a ver a su paciente. Tanteó el pulso y le preguntó si era él quien lo cuidaba.

   -Soy su hermano, señor -respondió Humphrey.

   -Entonces, mi buen señor, si advierte signos de transpiración -y creo que hay algunos- no le permita quitarse los cobertores, para que sude bien. Si lo hace, su vida se habrá salvado.

   El médico se retiró, diciendo que volvería bien entrada la noche.

   Humphrey se quedó otras dos horas junto a la cabecera y advirtiendo entonces signos de transpiración, obedeció las órdenes del médico y frustró todos los esfuerzos de Eduardo por quitarse los cobertores. Durante breve tiempo, la transpiración fue abundante y el desasosiego de Eduardo menguó hasta fundirse en un profundo sueño.

   -¡Gracias a Dios! Entonces hay esperanzas.

   -¿Dijo usted que había esperanzas? -repitió una voz a sus espaldas.

   Humphrey se volvió y advirtió a Paciencia y Clara, que habían entrado sin ser vistas.

   -Sí -respondió Humphrey, mirando a Paciencia con aire de reproche-. Hay esperanzas, según lo dicho por el médico..., esperanzas de que Eduardo esté en condiciones de irse de esta casa, a la cual tuvo la desgracia de entrar.

   Estas palabras de Humphrey eran ásperas y groseras, pero consideraba que Paciencia Heatherstone era la causa del peligroso estado de su hermano y que la joven no se había portado bien con él.

   Paciencia no contestó, pero dejándose caer de rodillas junto a la cabecera, oró silenciosamente, y el corazón de Humphrey le reprochó sus palabras. «No puede ser tan mala», pensó el joven, mientras Paciencia y Clara salían del aposento en silencio.

   A poco entró en la habitación el intendente y le tendió la mano a Humphrey, que fingió no verla y no la tomó.

   «Ha conseguido Arnwood...; eso le basta -pensó-. Pero no recibirá mi mano de amigo.

   El intendente metió la mano entre los cobertores y al advertir los grandes sudores de Eduardo, dijo:

   -Oh, gracias, Dios mío, por todas tus bondades y porque te hayas dignado salvar esta valiosa vida. ¿Cómo están sus hermanas, señor Humphrey? Mi hija me pidió que se lo preguntara. Les mandaré la noticia de que su hermano está mejor, si usted no vuelve a la cabaña después de la próxima visita del médico.

   -Mis hermanas no están ya en la cabaña, señor Heatherstone -contestó Humphrey-. Han ido a la casa de unos amigos que se han encargado de ellas. Yo mismo las dejé a salvo en Londres, ya que en caso contrario me hubiera enterado de la enfermedad de mi hermano y venido antes aquí.

   -Por cierto que me dice usted una novedad, señor Humphrey -replicó el intendente-. ¿Podría saberse en qué casa están instaladas sus hermanas y en qué carácter viven allí?

   Esta réplica del intendente le recordó a Humphrey que, en cierto modo pisaba en falso, ya que no debía pensarse que sus hermanas habían ido a recibir una buena educación siendo presuntamente hijas de un guardabosques, de modo que respondió:

   -Se sentían muy solas en el bosque, señor Heatherstone, y querían ver Londres; de modo que las hemos llevado allí y dejado al cuidado de personas que nos prometieron asegurarles bienestar.

   El intendente pareció muy desasosegado y sorprendido, pero nada dijo y salió poco después del aposento. Volvió casi de inmediato con el médico, que, apenas hubo tanteado el pulso de Eduardo, declaró que la crisis había pasado y que cuando despertara habría recobrado la conciencia de sus actos. Después de haber dado instrucciones sobre lo que debía beber el paciente y algún medicamento que se le debía administrar, el médico se marchó diciendo que no volvería hasta la noche siguiente, salvo que lo mandaran llamar, porque consideraba que el peligro había pasado.

   Eduardo continuó dormitando apaciblemente durante la mayor parte de la noche. Acababa de amanecer cuando abrió los ojos. Humphrey le ofreció algo de beber y Eduardo lo tomó ávidamente y al ver a su hermano, dijo:

   -¡Oh, Humphrey! Había olvidado por completo dende estaba, ¡Siento tanto sueño!

   Y después de pronunciar estas palabras, su cabeza cayó sobre la almohada y volvió a dormirse.

   Ya en pleno día, Osvaldo entró en el aposento.

   -Señorito Humphrey, dicen que el peligro ha pasado ya, pero que usted se ha quedado aquí durante toda la noche. Yo lo relevaré ahora, si me lo permite. Vaya a dar una caminata con el aire fresco; eso lo reanimará.

   -Así lo haré, Osvaldo, y muchas gracias. Mi hermano se despertó ya una vez y a Dios gracias, ha vuelto en sí. Lo reconocerá a usted cuando vuelva a despertarse y entonces avíseme.

   Humphrey salió del aposento y le alegró sentir, después de una noche de hermético enclaustramiento en el cuarto de un enfermo, el fresco aire matinal que le acariciaba las mejillas. Se había alejado, unos pocos pasos de la casa cuando advirtió que Clara avanzaba hacia él.

   -¿Cómo está, Humphrey? -dijo Clara- ¿Y cómo sigue su hermano esta mañana?

   -Está mejor, Gara, y confío en que ya se halla fuera de peligro.

   -Pero; Humphrey -prosiguió la niña-. Cuando usted entró en la habitación anoche..., ¿por qué dijo lo que dijo?

   -No recuerda haber dicho nada.

   -Sí que lo recuerda: dijo que había ahora esperanzas de que su hermano pudiera abandonar pronto esta casa, en que había tenido la desgracia de entrar. ¿Recuerda?

   -Quizá lo haya dicho, Clara -respondió Humphrey-. Pero sólo pensaba en voz alta.

   -Pero... ¿Por qué piensa usted así, Humphrey? insistió la niña-. ¿Por qué ha sido desgraciado Eduardo al entrar en esta casa? Eso es lo que quiero saber. Paciencia lloró mucho al salir de la habitación por haberle oído decir eso. ¿Por qué lo dijo? Usted no pensaba así hace poco tiempo.

   -No, querida Clara. Es cierto. Pero ahora sí que pienso así y no puedo darte mis razones; de modo que no debes volver a hablar de eso. A Clara guardó silencio durante un rato y luego dijo:

   -Paciencia me dice que sus hermanas se han ido de la cabaña. Usted se lo dijo a su padre.

   -Es cierto. Se han ido.

   -Pero... ¿Por qué? ¿A buscar qué? ¿Quién cuidará de las vacas y las cabras y las aves de corral? ¿Quién le hará la cena a usted, Humphrey? ¿Qué hará usted sin ellas y por qué las envió sin avisarme a mí o a Paciencia que se iban, para poder despedirnos al menos?

   -Mi querida Clara -respondió Humphrey, que, viéndose en apuros para contestar a todas estas preguntas, resolvió cortar por lo sano fingiendo enojo-: Tú sabes que eres la hija de un caballero y lo mismo Paciencia Heatherstone. Ambas sois de noble cuna, pero mis hermanas, como sabes, sólo son hijas de un guardabosques y mi hermano y yo no somos mejores que ellas. A la señorita Paciencia no le conviene -y tampoco a ti- tanta intimidad con gente como nosotros, y más aun ahora que la señorita Paciencia es una rica heredera, porque su padre ha obtenido la gran heredad de Arnwood y ésta le pertenecerá cuando él muera. No es propio que la heredera de Arnwood se codee con las hijas de un guardabosques, y como teníamos cerca de Lymington a unos amigos que se ofrecieron a ayudarnos y a tomar a su cargo a nuestras hermanas, pensamos que lo mejor era que se marcharan, porque..., ¿qué sería de ellas si nos ocurriera algún accidente a Eduardo o a mí? Ahora ya las cuidarán. Después de lo que han aprendido, serán excelentes doncellas de alguna dama de calidad -agregó Humphrey con sonrisa sardónica, ¿No te parece, mi linda Clara?

   Clara prorrumpió en sollozos.

   -Eres muy malo, Humphrey -exclamó entre lágrimas-. No tenías derecho a alejar de aquí a tus hermanas. Y lo que es más..., ¡no te creo!

   Y Clara se alejó corriendo hacia la casa.

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