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Capítulo XXVI

   Nuestros lectores podrán suponer que Humphrey era muy maligno, pero si se acababa de mostrar tan áspero era para evitar el interrogatorio de Clara, que había sido enviada a todas luces intencionalmente. Al mismo tiempo, debe reconocerse que la circunstancia de que el señor Heatherstone hubiese obtenido la posesión de Arnwood había provocado un indudable resentimiento en los espíritus de ambos hermanos, y ahora cada uno de los actos del intendente era encarado bajo una falsa luz. Pero no siempre dominamos nuestros sentimientos, y Eduardo era tan impetuoso por temperamento y Humphrey tan apegado a él y le alarmaba tanto el peligro que corría su hermano, que su excitación era mayor aún. El golpe resultaba doblemente pesado, ya que, al parecer, Paciencia había rechazado a Eduardo y, al propio tiempo, tomado posesión de la finca de los Beverley, poseída por la familia durante siglos. Lo más fastidioso en este caso era que la explicación, si es que algunas de las partes podía ofrecerla, era casi imposible en las presentes circunstancias.

   A poco de haberse marchado Clara, Humphrey volvió al aposento de su hermano. Lo halló despierto y conversando con Osvaldo. Oprimiendo con vehemencia la mano de su hermano, Eduardo le dijo:

   -Querido Humphrey, ahora pronto me habré repuesto y confío en que estaré en condiciones de abandonar esta casa. Lo que temo es que el intendente me pida alguna explicación, no sólo con respecto a la partida de mis hermanas, sino también sobre otros puntos. Esto es lo que quiero eludir, sin ofenderlo. No creo que el intendente deba ser culpado en extremo por haber conseguido mi heredad, ya que ignora que exista un Beverley; pero me resulta intolerable la idea de una amistad íntima con él, especialmente después de lo que me ha pasado con su hija. Lo que quiero pedirte, es que no salgas de este cuarto mientras yo siga aquí, a menos que te releve Osvaldo; de modo que el intendente o cualquier otra persona no tenga oportunidad de sostener conmigo una conversación, privada o de obligarme a escuchar lo que pueda tener que decir. Se lo dije a Osvaldo antes de que entraras:

   -Confía en que así se hará, Eduardo, porque soy de tu misma opinión. Clara acaba de hablarme y he tenido muchas dificultades, y me vi obligado, a mostrarme áspero para zafarme de su porfía.

   Cuando vino el médico, declaró a Eduardo fuera de peligro y dijo que ya no hacían falta sus cuidados. Eduardo sintió que el facultativo tenía razón. Todo lo que le faltaba eran fuerzas, y confiaba en obtenerlas en unos pocos días.

   Osvaldo fue enviado a la cabaña para averiguar cómo se las componía Pablo, librado a sí mismo. Se encontró con que todo iba bien y con que Pablo, aunque orgulloso de sus responsabilidades, se sentía muy ansioso de que Humphrey volviese, ya que le pesaba la soledad. Durante la ausencia de Osvaldo, ese día, Humphrey no abandonó la habitación ni por un instante. Y aunque el intendente apareció varias veces, no pudo hallar una sola oportunidad de hablar con Eduardo, cosa que evidentemente quería hacer.

   Cuando le hacían preguntas sobre su estado, Eduardo se quejaba siempre de una gran debilidad, por un motivo que pronto será comprendido. Transcurrieron varios días y Eduardo se levantaba a menudo de la cama durante la noche, cuando era improbable una intrusión, y ahora se sentía lo bastante fuerte para retirarse de allí. Su intención era abandonar la casa del intendente sin su conocimiento, a fin de evitar toda explicación.

   Cierta noche, Pablo vino con los caballos después de oscurecer. Osvaldo los puso en la caballeriza, y como la mañana resultó hermosa y clara, poco antes del alba Eduardo bajó silenciosamente la escalera con Humphrey y después de montar a caballo ambos se dirigieron hacia la cabaña, sin que nadie advirtiera su partida en la casa del intendente.

   Pero no se debe suponer que Eduardo dio este paso sin cierta consideración para con los sentimientos del intendente. Por el contrario, le dejó una carta a Osvaldo, que debía ser entregada después de la partida, en que le agradecía sinceramente a Heatherstone todas sus bondades y la piedad que le testimoniara, y le daba seguridades de su gratitud y cordiales sentimientos para con él y su hija, pero decía que se habían producido hechos sobre los cuales no podía darse una explicación sin gran dolor para todos los interesados, por lo cual era aconsejable que él tomase la decisión aparentemente cruel de marcharse sin despedirse personalmente. Agregaba que se embarcaría de inmediato hacia el continente en busca de fortuna en las guerras y que le deseaba todo género de prosperidades a la familia Heatherstone, para la cual tendría siempre los mejores deseos y recuerdos.

   -Humphrey -dijo Eduardo, cuando hubieron recorrido unos tres kilómetros a través del bosque y el sol hubo asomado en un cielo sin nubes-, me parece que soy un esclavo liberado. ¡Dios sea loado! Mi dolencia me ha curado de todas mis quejas y todo lo que necesito ahora es trabajo activo. Y ahora, Chaloner y Grenville están no poco fatigados de su encierro en la cabaña y yo me siento tan ansioso como ellos de partir. ¿Qué prefieres? ¿Unirte a nosotros o quedarte en la cabaña?

   -Lo he meditado, Eduardo y he resuelto quedarme en la cabaña. Bastante caro te resultará mantenerte a ti mismo en los sitios adonde vas, y debes presentarte en forma digna de un Beverley. Tenemos mucho dinero ahorrado para equiparte y para que vivas decorosamente durante un año poco más o menos; pero, después de eso, quizá necesites más. Déjame aquí. Yo puedo ganar dinero, ahora que la granja está bien provista y estoy seguro de poderte enviar un poco todos los años, para mantener el honor de la familia. Además no quiero abandonar esto, por otra motivo. Quiero saber qué pasa y observar los pasos del intendente y la heredera de Arnwood. Asimismo, no quiero irme del país, antes de saber cómo lo pasan mis hermanas con las Conynghame; mi deber es velar por ellas. Lo he resuelto, de modo que no intentes disuadirme.

   -No lo intentaré, mí querido Humphrey, ya que creo cuerda tu decisión; pero te ruego que no pienses en ahorrar dinero para mí... Bastará con muy poca cosa para satisfacer mis necesidades.

   -De ningún modo, mi buen hermano; debes lucir y lucirás, si puedo ayudarte, todo lo mejor. Así serás mejor acogido; porque aunque la pobreza no es pecado, como dice el refrán, es escarnecida como si lo fuese, mientras que los pecados se pasan por alto. Tú sabes que yo no necesito dinero y, por lo tanto, debes aceptar y aceptarás, si me quieres, todo el que haya.

   -Como quieras, mi querido, Humphrey. Ahora, hagamos correr a nuestros caballos, porque, si fuese posible, yo quisiera abandonar el bosque mañana por la mañana.

   A esta altura, por haberse renunciado desde mucho tiempo atrás a toda búsqueda de los fugitivos de Worcester, no había dificultad en obtener los medios de embarque. En las primeras horas de la mañana siguiente todo quedó pronto, y Eduardo, Humphrey, Chaloner, Grenville y Pablo partieron rumbo a Southampton, transportando sobre uno de los caballos el reducido equipaje que llevaban. Eduardo, como lo hemos mencionado ya, con el dinero ahorrado y el de la cabaña, que había aumentado mucho, estaba bien provisto de numerario. Y esa noche los viajeros se embarcaron, con sus caballos, en un pequeño velero, y con viento boyante y favorable llegaron a un pequeño puerto de Francia al día siguiente. Humphrey y Pablo volvieron a la cabaña, de más está decirlo, muy descorazonados por la separación.

   -¡Oh, señorito Humphrey! -dijo Pablo, mientras cabalgaban-. La señorita Alicia y la señorita Edith irse; yo querer ir con ellas. El señorito Eduardo irse; yo querer ir con él. Usted quedarse en la cabaña; yo querer quedarme con usted. Pablo no poder estar en tres sitios.

   -No, Pablo; todo lo que puedes hacer es quedarte donde puedas ser más útil.

   -Sí; lo sé. Usted necesitarme mucho en la cabaña. La señorita Alicia y Edith y señorito Eduardo no necesitarme; de modo que yo quedarme en la cabaña.

   -Sí, Pablo. Nos quedaremos en la cabaña. Pero ahora no podemos hacerlo todo. Creo que debemos abandonar la cremería, ahora que se han ido mis hermanas. Te diré qué he estado pensando, Pablo. Haremos un gran cerco, para traer allí a los petisos durante el invierno; elegiremos a todos los que nos parezcan buenos y los venderemos en Lymington. Eso será mejor que batir manteca.

   -Sí, comprendo. Mucho trabajo para Pablo.

   -Y para mí, también, Pablo; pero, como comprenderás, cuando esté hecho el cerco durará mucho tiempo, y haremos entrar en él a los vacunos salvajes, si podemos.

   -Sí, comprendo -dijo Pablo-. Eso gustarme muchísimo; sólo no gustar trabajo construir cerco.

   -No nos dará mucho trabajo, Pablo; si derribamos los árboles dentro del bosque a cada lado y los dejarnos apilados el uno sobre el otro, los animales nunca podrán franquearlos.

   -Esa muy buena idea..., ahorrar trabajo. -dijo Pablo-. ¿Y qué hacer usted con vacas, suponiendo no hacer manteca?

   -Conservarlas y vender sus terneros; conservarlos para atraer al corral al ganado salvaje.

   -Sí, eso bueno. Y hacer salir al viejo Billy para atraer peligros al corral -continuó Pablo, riendo.

   -Sí; lo intentaremos.

   Debemos volver ahora a la casa del intendente. Osvaldo le entregó la carta, que aquél leyó con mucha sorpresa.

   -¡Se ha ido! ¿De veras que se ha ido? -dijo el señor Heatherstone.

   -Sí, señor. Esta mañana, antes del amanecer.

   -¿Y por qué no se me ha informado de ello? -dijo el señor Heatherstone-. ¿Por qué ha intervenido usted en esto, estando a mi servicio? ¿Puede saberse el porqué?

   -Conocí al señor Eduardo antes de conocerlo a usted, señor -replicó Osvaldo.

   -Entonces más vale que lo siga -replicó el intendente, con tono airado.

   -Perfectamente, señor -dijo Osvaldo, que salió del aposento.

   -¡Santo cielo! ¡Cómo se han frustrado mis planes! -exclamó el intendente, al quedarse a solas, y releyó la carta más cuidadosamente que la primera vez-. «Se han producido hechos de los cuales no puede darme una explicación». No entiendo esto. Debo hablar con Paciencia.

   El señor Heatherstone abrió la puerta y llamó a su hija.

   -Paciencia -dijo el señor Heatherstone-. Eduardo se ha marchado esta mañana. He aquí una carta que me ha escrito. Léela y dime si puedes explicarme una parte que me resulta incomprensible. Siéntate y lee atentamente.

   Paciencia, muy agitada, se sentó gustosamente y leyó con cuidado la carta de Eduardo. Después, de haberlo hecho la abandonó sobre su regazo y se cubrió el rostro, mientras las lágrimas corrían entre sus dedos. Al rato el intendente dijo:

   -Paciencia..., ¿ha sucedido algo entre Eduardo Armitage y tú?

   Paciencia no contestó, pero sollozó con vehemencia. No habría revelado tanta emoción, pero debe recordarse que durante las tres últimas semanas, después de hablar con Eduardo, y durante la subsiguiente dolencia de éste, había sido muy desdichada. La reserva de Humphrey, las expresiones usadas por él, su rechazo de Clara y su imposibilidad de ver a Eduardo, durante su enfermedad, añadidos a su repentina e imprevista partida, sin decirle una sola palabra, habían quebrantado su espíritu y el dolor la había agobiado.

   El intendente la dejó recobrarse antes de volver a hablarle. Cuando la joven hubo cesado de llorar, su padre le habló con tono muy bondadoso, rogándole que no le ocultara nada, ya que le importaba mucho conocer los hechos reales.

   -Ahora dime, hija mía, qué ocurrió entre Eduardo y tú.

   -Me dijo, antes de que te acercaras a nosotros esa noche, que me quería.

   -¿Y qué contestaste?

   -Apenas si sé qué le dije, mi querido padre. No quería ser cruel con quien me había salvado la vida, y no opté por decir lo que pensaba, porque..., porque Eduardo era de cuna humilde. ¿Y cómo podía alentar yo al hijo de un guardabosques sin tu permiso?

   -¿De modo que lo rechazaste?

   -Supongo que sí, o que él supuso que yo lo había rechazado. Tenía que confiarme un secreto de importancia y lo habría hecho si tú no nos hubieras interrumpido.

   -Y ahora, Paciencia, debo pedirte que me contestes con franqueza a una Pregunta. No le culpo por tu conducta, que fue correcta en esas circunstancias. También yo tenía un secreto que quizá debí confiar; pero supuse que la confianza y paternal bondad con que yo trataba a Eduardo bastarían para sugerirte que yo no podía oponerme mucho a una boda... En realidad, la libertad del trato que yo permitía entre ustedes debió indicártelo; pero tu sentido del deber y del decoro te han hecho obrar como debías hacerlo, lo admito, aunque contrariamente a mis verdaderos deseos.

   -¿Tus deseos, padre mío? -dijo Paciencia.

   -Sí..., mis deseos. Nada he deseado más ardientemente que una unión de Eduardo contigo; pero quise que lo amaras por sus propios méritos.

   -Así fue, padre -replicó Paciencia, volviendo a sollozar-, aunque no se lo dije.

   El intendente guardó silencio. durante algún tiempo, y. agregó:

   -No hay motivo para seguir ocultándolo, Paciencia. Sólo lamento no haber sido más explícito antes. Sospeché durante largo tiempo -y me convencí de ello luego- que Eduardo Armitage es Eduardo Beverley, que, con su hermano y hermanas, se presumieron muertos en el incendio de Arnwood.

   Paciencia apartó el pañiuelo de su rostro y miró a su padre con asombro.

   -Te digo que lo sospeché con vehemencia, mi querida hija, en primer lugar por su noble aspecto, que ningún indumento de guardabosques podía disfrazar, pero lo que me convenció más fue que en Lymington me encontré casualmente con un tal Benjamín que había sido criado, en Arnwood y lo interrogué detenidamente. Él creía, en realidad, que los niños habían muerto carbonizados. Es cierto que yo lo interrogué más que nada sobre el aspecto de los niños, cuántos eran los varones y cuántas las mujeres, sus edades, etc., pero la más seria de las pruebas fue que los nombres de los cuatro niños se correspondían con los nombres de los niños del bosque, así como sus edades, y fuí al registro de la parroquia y obtuve un extracto de las anotaciones. Esto equivalía casi a una prueba, porque era improbable que los cuatro niños de la cabaña tuvieran las mismas edades y nombres de los de Arnwood. Después de haberme cerciorado de este punto ofrecí el empleo a Eduardo, queriendo retenerlo aquí, porque yo había conocido antaño a su padre y de todos modos estaba bien familiarizado con los méritos del coronel. Ustedes vivieron entonces en la misma casa y vi con placer la intimidad que crecía entre ambos; luego hice todo lo posible por conseguir que le devolvieran Arnwood. No pude pedirlo para él, pero impedí que se lo dieran a otro reclamándolo para mí. De haberse quedado Eduardo con nosotros, todo habría salido a la medida de mis deseos; pero él quiso intervenir en esa desdichada rebelión, y como yo sabía que era inútil impedirselo, lo dejé ir. Descubrí que había adoptado el apellido Beverley durante el período pasado en el ejército del rey, y cuando visité por última vez la ciudad así me lo dijeron los comisarios, que se preguntaron de dónde habría salido aquel joven; pero el resultado fue que ahora era inútil pedir la finca para él, como habría querido hacerlo..., ya que sus servicios en el ejército realista lo tornaban imposible. De modo que la pedí para mí y la obtuve. Me había hecho a la idea de que Eduardo sentía afecto por ti y tú también por él, y apenas me hubieron concedido Arnwood, cosa que ocurrió la noche en que él te habló, le comuniqué que me habían dado la heredad. Y agregué, respondiendo a algunas frías preguntas que me formuló sobre la posibilidad de que existiese todavía un heredero de la finca, que tal cosa era improbable y que tú serías la señora de Arnwood. Se lo dije con toda intención confiando en que todo marcharía bien en cuanto a ti se refería y proyectando explicarle a Eduardo que yo conocía su identidad apenas te hubiera confesado su afecto.

   -Sí; ya lo comprendo todo ahora -replicó Paciencia-. Eduardo se ve rechazado por mí y poco después se le dice que yo he entrado en posesión de su propiedad. Nada tiene de asombroso el que se haya sentido indignado y que nos mire con desdén. Y ahora se ha marchado, lo hemos empujado al peligro, y quizá no volvamos a verlo jamás. ¡Oh, padre! ¡Cuán desdichada soy!

   -Debemos confiar en que suceda lo mejor, Paciencia. Es cierto que Eduardo se ha ido a la guerra, pero no se sigue de eso que deba morir forzosamente. Ustedes dos son muy jóvenes, demasiado jóvenes para casarse, y todo puede ser explicado. Tendré que verme con Humphrey y hablarle con franqueza.

   -Pero..., ¿adónde habrán ido Alicia yEdith, padre?

   -Eso sí que puedo decírtelo. He recibido una carta de Langton sobre el particular, porque le pedí que me lo averiguara. Dice que hay dos damitas de apellido Beverley que han sido dejadas a cargo de sus amigas las señoritas Conynghame, tías del comandante Chaloner, que ha estado oculto en el bosque durante algún tiempo. Pero tengo que escribir unas cartas, querida Paciencia. Mañana, si estoy vivo y sano, iré a caballo a la cabaña a visitar a Humphrey Beverley.

   El intendente besó a su hija y ésta salió del aposento.

   ¡Pobre Paciencia! Le alegraba quedarse sola y meditar sobre aquella extraña comunicación. Durante muchos días había advertido el afecto que le inspiraba Eduardo..., mucho mayor que el supuesto por ella misma. «Y ahora -pensó-, si él me ama realmente y se entera de la explicación de mi padre, volverá. Gradualmente recobró su serenidad y se dedicó a sus tranquilas tareas domésticas.

   El señor Heatherstone se dirigió a la cabaña al día siguiente y encontró allí a Humphrey atacadísimo como de costumbre, y, lo que era muy desusado, de aire sumamente grave. Al señor Heatherstone no le resultó muy grata la tarea de explicarle su conducta a un hombre tan joven como Humphrey; pero, no se sentía cómodo mientras no eliminara aquella mala impresión suscitada por él, y sabía que Humphrey poseía una buena dosis de auténtico sentido común. La acogida del joven fue fría pero cuando el intendente le explicó todo, Humphrey quedó más satisfecho y aquello le probó que el intendente había sido el mejor amigo de ambos, y que aquel malentendido se debía, más que nada, a un exceso de delicadeza de parte de Paciencia. Humphrey inquirió si podía comunicarle a su hermano lo sustancial de la conversación sostenida, y el señor Heatherstone le expresó que tal era su deseo y propósito al confiarle la verdad. De más está decir que Humphrey aprovechó la primera oportunidad para escribirle a Eduardo a la dirección dejada par Chaloner.



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Capítulo XXVII

   Pero debemos seguir a Eduardo durante algún tiempo. Al llegar a París fue recibido bondadosamente por el rey Carlos, que le prometió ayudarle en sus propósitos de incorporarse al ejército.

   -Debe usted elegir entre dos generales, ambos grandes en el arte de la guerra: Condé y Turena. No dudo de que ambos chocarán muy pronto el uno con el otro. Tanto mejor para usted, ya que aprenderá la táctica bélica con tan grandes maestros.

   -¿A quién me recomendaría Su Majestad? -preguntó el joven.

   -Condé es mi favorito y pronto se rebelará contra esta corte cruel y deshonesta que me ha retenido aquí como un iustrumento para dar realización a sus deseos, pero nunca se ha propuesto cumplir sus promesas e instalarme en el trono de Inglaterra. Le daré a usted cartas para Condé, y recuerde que, sea quien fuere el general a quien sirva, deberá seguirla sin pretender apreciar la justicia o injusticia de sus pasos..., lo cual no es cosa suya. Condé acaba justamente de salir de Vincennes; pero, créalo, no tardará en rebelarse.

   Apenas lo hubo munido el rey de las credenciales necesarias, Eduardo se presentó en la corte del príncipe de Condé.

   -Se habla de usted aquí con gran elogio -dijo el príncipe- para ser tan joven. ¿De modo que estuvo en la batalla de Worcester? Lo conservaremos a nuestro lado, ya que sus servicios pronto serán necesarios. ¿Puede usted conseguirnos a algunos de sus compatriotas?

   -Sólo hay dos a quienes pueda recomendar por mi relación directa con ellos, pero en cuanto a eses dos oficiales puedo empeñar mi palabra.

   -¿Alguien más?

   -Por ahora no, Alteza, pero me parece muy posible.

   -Tráigame a esos oficiales mañana a esta hora, monsieur Beverley. Au revoir.

   El príncipe de Condé siguió hablando luego con los demás oficiales y caballeros que lo esperaban para presentarle sus respetos.

   Eduardo fue en busca de Chaloner y Grenville, que se mostraron encantados ante la noticia que les había traído. Al día siguiente fueron a la corte del príncipe y Eduardo los presentó.

   -Tengo suerte, caballeros, al obtener los servicios de tan gallardos jóvenes -dijo el príncipe-. Ustedes se ganarán mi gratitud al reclutar a todos los compatriotas que crean capaces de prestarme buenos servicios, y al seguir luego a Guiena, provincia a la cual me dispongo a partir. Tengan la amabilidad de ponerse en comunicación con las personas nombradas en este papel, y cuando yo me haya ausentado recibirán de ellos toda suerte de ayuda y los elementos necesarios.

   Al mes de esta entrevista, Condé, a quien se habían plegado gran número de nobles, y cuyas filas habían sido reforzadas por tropas de España, elevó el estandarte de la rebelión. Eduardo y sus amigos se le unieron, con unos trescientos ingleses y escoceses, a quienes habían reclutado, y a poco, Condé obtuvo la victoria en Blenan y en abril de 1652 avanzó sobre París.

   Turena, que había asumido el mando del ejército f rancés, lo siguió y se libró una recia acción de guerra en las calles del suburbio D' Antoine, en que ninguna de las partes obtuvo ventaja. Pero, eventualmente, Condé fue rechazado por las fuerzas superiores de Turena, y no habiendo recibido la ayuda que esperaba de los españoles, retrocedió hacia las fronteras de la Champaña.

   Antes de su partida de París, Eduardo recibió la carta de Humphrey, explicándole la conducta del intendente, y el contenido de la misiva alivió de una pesada carga el espíritu de Eduardo, pero ahora sólo pensaba en la guerra y aunque seguía recordando con amor a Paciencia Heatherstone, estaba resuelto a seguir la suerte del príncipe durante todo el tiempo posible. Le escribió una carta al intendente agradeciéndole sus bondadosos sentimientos e intenciones, y confiando en que algún día tendría el placer de volver a verlo. Pero no creyó conveniente mencionar el nombre de su hija, limitándose a preguntar por la salud de ésta y a enviarle sus respetos. «Quizá pasen años antes de que vuelva a verla -pensó- y... ¿quién sabe qué puede ocurrir?»

   El príncipe de Condé tenía ahora el comando de las fuerzas españolas de los Países Bajos, y Eduardo, con sus amigos, siguió su suerte y se ganó su favor: los tres obtuvieron rápidos ascensos.

   El tiempo transcurrió, y en 1654 la corte de Francia concluyó una alianza con Cromwell y expulsó al rey Carlos de las fronteras francesas. La guerra proseguía aún en los Países Bajos. Turena venció a Condé, que había triunfado en todas las campañas, y la corte de España, cansada de reveses, hizo sondeos de paz, que fueron gustosamente aceptados por Francia.

   Durante el transcurso de estas guerras, Cromwell había recibido el título de Protector, muriendo poco después.

   Eduardo, que recibía raras veces noticias de Humphrey, se sentía ansioso de abandonar el ejército e ir al encuentro del rey, que estaba en España, pero le era imposible abandonar a su bandera mientras la suerte le era adversa.

   Después de la paz y de haber sido perdonado elpríncipe de Condé por el rey de Francia, los ejércitos se dispersaron y los tres aventureros quedaron en libertad. Se despidieron del príncipe, que les agradeció sus largos y meritorios servicios, y los tres jóvenes se trasladaron presurosamente al encuentro del rey Carlos, que había abandonado España, radicándose en los Países Bajos. Al tiempo de su encuentro con el rey, Ricardo, el hijo de Cromwell, que había sido designado Protector, acababa de renunciar y todo estaba pronto para la restauración.

   El 15 de mayo de 1660 llegó la noticia de que Carlos había sido proclamado rey el día 8 y un nutrido cuerpo de caballeros fue a invitarlo a venir. El rey partió de Scheveling, siendo recibido en Dover por el general Monk y llevado a Londres, adonde entró entre las aclamaciones del pueblo el 29 del mismo mes.

   Ya supondrá el lector que Eduardo, Chaloner y Grenville figuraban entre los más favorecidos del séquito real. Cuando la procesión avanzaba lentamente por el Strand, en medio de una multitud innumerable, las ventanas de todas las casas se llenaron de damas elegantes, que les agitaron sus blancos pañuelos al rey y a su comitiva. Chaloner, Eduardo y Grenville, que cabalgaban junto al monarca como gentileshombres de cámara, eran ciertamente quienes más se destacaban en el séquito real.

   -Mire a esas lindas muchachas asomadas a la ventana, Eduardo -dijo Chaloner-. ¿Las reconoce?

   -No, a decir verdad. ¿Serán algunas de nuestras beldades parisienses?

   -Pero, ser insensible y desalmado... ¡Si son sus hermanas Alicia y Edith! ¿Y no reconoce detrás de ellas a mis buenas tías Conynghame?

   -Creo que sí -replicó Eduardo-. Sí, ahora que Edith sonríe, estoy seguro de que son ellas.

   -Sí -dijo Grenville-. No cabe duda. Pero... ¿creen ustedes que nos reconocerán ellas?

   -Lo veremos -respondió Eduardo, mientras se acercaban a unos pocos metros de la ventana, ya que, durante la conversación, la procesión se había detenido.

   -¿Será posible que ésas sean las dos muchachas de vestido bermejo que dejé en la cabaña? -pensó Eduardo-. Y, con todo, deben serlo». Y dijo:

   -Bueno, Chaloner. A juzgar por las apariencias, sus buenas tías han honrado la misión que les encomendaron.

   -La naturaleza ha hecho más, Eduardo. Nunca imaginé que sus hermanas se convertirían en tan bellas muchachas, aunque siempre me parecieron lindas.

   Cuando pasaban, Eduardo atrajo la mirada de Edith y le sonrió.

   -¡Alicia, es Eduardo! -dijo Edith, tan en alta voz que la oyeron el rey y todos los que estaban próximos a él.

   Alicia y Edith se levantaron y agitaron sus pañuelos, pero debieron detenerse y llevárselos a los ojos.

   -¿Son ésas sus hermanas, Eduardo? -dijo el rey.

   -Sí, Majestad.

   El rey se irguió sobre sus estribos e hizo una gran reverencia ante la ventana donde estaban paradas las muchachas.

   -Tendremos algunas beldades en la corte, Beverley -dijo luego, mirando al joven de soslayo.

   Apenas hubieron terminado las ceremonias y pudieron evadirse de las atenciones personales, Eduardo y sus dos amigos fueron a la casa donde residían las señoritas Conynghame y sus hermanas.

   De más está relatar la alegría del encuentro después de tantos años de ausencia, y el placer de Eduardo al ver que sus hermanas se habían transformado en tan perfectas y elegantes jóvenes. Tampoco necesitamos añadir que sus dos camaradas, viejos amigos de Alicia y Edith, como se recordará, fueron acogidos muy cordialmente.

   -¿Sabes quién estuvo aquí hoy, Eduardo? La reina de la belleza, por la cual brindan todos los caballeros.

   -¿Será posible? Tendré que cuidar de mi corazón. ¿Quién es ella, mi querida Edith?

   -Nada menos que la mujer que tan bien conociste antaño, Eduardo... Paciencia Heatherstone.

   -¡Paciencia Heatherstone! -exclamó Eduardo-. ¡La bella por la cual brinda todo Londres!

   -Sí, y merecidamente, puedo asegurártelo. Pero es tan buena como hermosa, y además trata a sus alegres pretendientes con perfecta indiferencia. Vive con su tío, Sir Ashley Cooper, y su padre está también en la ciudad, porque hoy nos visitó con ella.

   -¿Cuándo tuviste noticias de Humphrey, Edith?

   -Hace pocos días. Ahora ha abandonado la cabaña por completo.

   -¿Será posible? ¿Dónde vive, pues?

   -En Arnwood. La casa ha sido reconstruida y tengo entendido que se la ha transformado en una mansión principesca. Humphrey está a cargo de ella, hasta que se aclare a quien pertenece.

   -¿Acaso no le pertenece al señor Heatherstone? -replicó Eduardo.

   -¿Cómo puedes decir eso, Eduardo? ¿Hace mucho tiempo que recibiste cartas de Humphrey?

   -Sí. Pero no hablemos más de eso, mi querida Edith; me siento muy perplejo.

   -De ningún modo, querido hermano. Hablemos de eso -dijo Alicia, que se había acercado y oído el final del diálogo-. ¿Por qué estás tan perplejo?

   -Bueno -respondió Eduardo-. Siendo así, sentémonos y hablemos sobre el particular. Reconozco la bondad del señor Heatherstone y creo que lo dicho por él a Humphrey es cierto, pero, con todo eso, no me agrada deberle una propiedad que es mía y que no tiene derecho a darme. Reconozco su generosidad, pero no su derecho de posesión. Más aun; por más que yo admire -y, puedo decirlo, por más que ame (porque el tiempo no ha borrado ese sentimiento) a su hija -resulta evidente con todo, por más que no se diga, que su hija ha de quedar incluida en la transferencia, y no quiero aceptar a una esposa en esas condiciones.

   -Es decir, que por el hecho de que se te ofrezca junto todo lo que deseas -tu heredad y la mujer que amas- no quieres aceptarlo. Hay que separar ambas cosas y entregártelas por separado -dijo Alicia, sonriendo.

   -Te equivocas queridísima hermana; no soy tan tonto. Pero tengo cierto orgullo, que no puedes censurarme. Aceptar la propiedad de manos del señor Heatherstone -es recibir un favor, aunque se me entregue como dote con su hija. Ahora bien... ¿Por qué he de aceptar como favor lo que reclamo como derecho? Mi intención es dirigirme al rey y pedir que me devuelva mi propiedad. No podrá negármelo.

   -No deposites tu confianza en los príncipes, hermano -respondió Alicia-. Dudo de que el rey o su consejo consideren conveniente crear muchos descontentos devolviendo bienes que han sido poseídos durante tanto tiempo por otros, y crearse, al hacerlo, una hueste de enemigos. Recuerda asimismo que el señor Heatherstone y su cuñado, Sir Ashley Cooper, le han prestado al rey servicios mucho mayores que los que le has prestado o le prestarás jamás tú. Han sido instrumentos muy importantes de su restauración, y los deberes del rey para con ellos son mucho mayores que les contraídos contigo. Además, por un mero puntillo de honra, llamémosle así, porque no es más que eso..., ¡en qué situación desagradable vas a colocar a Su Majestad! En cualquier caso, Eduardo, recuerda que no sabes cuáles son las intenciones del señor Heatherstone. Espera, antes que nada, y veremos qué te ofrece.

   -Pero, querida hermana. Me parece que sus intenciones son evidentes. ¿Por qué ha reconstruido Arnwood? No pensará entregar mi propiedad y regalarme la casa.

   -Tenía motivos para reconstruir la mansión. Tú estabas guerreando: lo mismo podías volver que no volver jamás. Así se lo dijo el intendente a Humphrey, que ha estado actuando durante todo este tiempo, como su hombre de confianza en ese asunto, y, recuérdalo, al tiempo de iniciarse la reconstrucción de la casa..., ¿qué perspectivas había de que fuera restaurado el rey o de que tú estuvieses en condiciones de solicitar la devolución de tu heredad? Creo, con todo, que Humphrey conoce mejor las intenciones del señor Heatherstone que lo que nos ha dicho, y por eso, querido Eduardo, vuelvo a repetirte que no formules solicitud alguna antes de cerciorarte de las intenciones del señor Heatherstone.

   -Tu consejo es bueno, querida Alicia, y me dejaré guiar por él -dijo el joven.

   -Y ahora, permíteme que te dé un consejo para tus amigos, los señores Chaloner y Grenville. Sé que gran parte de las propiedades les fueron arrebatadas y puestas en otras manos, y probablemente esperarán que les sean devueltas pidiéndoselas al rey. Los que detentan esos bienes suponen lo mismo y más vale así. Ahora bien: gente más enterada que yo me ha dicho que no se accederá a esas solicitudes, como se presume. Pero, al propio tiempo, si tus amigos fueron en busca de los interesados y cerraran trato con ellos de inmediato, antes de saberse las intenciones del rey, recuperarían sus bienes por un tercio o un cuarto de su valor. Éste es el momento de hacerlo; hasta unos pocos días de demora pueden estropear la perspectiva. Chaloner y Grenville podrán obtener fácilmente un plazo para el pago del dinero. Convéncelos de ello, querido Eduardo, e indúcelos, si es posible, a partir mañana hacia sus feudos y a dar esos pasos.

   -Ese consejo debe ser seguido -dijo Eduardo.

   Ahora tenemos que irnos y no dejaré de hablar con ellos del asunto esta misma noche.

   Podemos decirle desde ya al lector que el consejo fue seguido de inmediato y que Chaloner y Grenville recuperaron todas sus fincas comprándolas con unos cinco años de plazo para el pago.

   Eduardo se quedó varios días en la corte. Le había escrito a Humphrey y enviado a un mensajero con la carta, pero el mensajero no había vuelto aún. En la corte tenían lugar ahora continuas fiestas y muestras de regocijo. Al día siguiente debía tener lugar una recepción, en la cual serían presentadas las hermanas de Eduardo. Eduardo, como muchos otros caballeros del séquito, estaba de pie detrás del trono, divirtiéndose con las presentaciones, que se iban sucediendo y esperando la llegada de sus hermanas. Chaloner y Grenville no estaban con él -habían obtenido licencia para ir al campo, con el fin a que nos hemos referido- cuando Eduardo advirtió al señor Heatherstone que se adelantaba hacia el rey, conduciendo a su hija Paciencia. Era evidente que ambos no habían notado la presencia de Eduardo. En realidad, la joven no había levantado les ojos ni una sola vez, a causa de la natural timidez de una joven en presencia del rey. Eduardo se había ocultado a medias detrás de uno de sus camaradas, para poder contemplarla a sus anchas. Paciencia era ciertamente una hermosa joven, pero había cambiado, salvo que su talla era mayor y su figura más perfecta y redondeada, y su traje de corte exhibía proporciones que ocultara su humilde vestido del Bosque Nuevo o que el tiempo había madurado. Su semblante lucía la misma expresión pensativa y dulce, que había variado poco, pero los bellos brazos redondos, la caída simétrica de los hombros y las proporciones de toda su figura, constituyeron una sorpresa para él, y en lo íntimo de su alma, Eduardo convino en que bien se la podía llamar la reina de la belleza de su tiempo.

   El señor Heatherstone avanzó e hizo una reverencia y luego su hija fue llevada hasta el trono y presentada por una dama a quien Eduardo no conocía. Cuando la hubo saludado, el rey dijo lo bastante fuerte para que Eduardo lo oyera:

   -Mi deuda para con vuestro padre es grande. Confío en que la hija adornará a menudo nuestra corte.

   Paciencia no contestó, retirándose, y a poco Eduardo la perdió de vista en la multitud.

   Si los sentimientos de Eduardo para con Paciencia habían sido contenidos hasta cierto punto -y el tiempo y la ausencia obran su efecto sobre el más apasionado de los amantes-, la visión de Paciencia, radiante de belleza, obró sobre él como un hechizo, y se sintió desasosegado hasta que terminó la ceremonia y pudo ir a casa de sus hermanas.

   Al entrar en la sala, cayó en brazos de Humphrey, que había llegado con el mensajero. Después de terminados los saludos, Eduardo dijo:

   -Alicia y yo hemos visto a Paciencia y temo que debo rendirme a discreción. El señor Heatherstone puede formular sus condiciones: tendré que renunciar a todo mi orgullo antes que perderla. Creí tener más dominio sobre mí mismo, pero la he visto y siento que mi felicidad futura radica en obtenerla como esposa. Que su padre me la dé y Arnwood sólo será una bagatela como agregado.

   -Con respecto a las condiciones en que poseerás Arnwood -dijo Humphrey- puedo informarte sobre ellas. Recibirás la heredad sin restricción alguna y sólo tendrás que pagar por cuotas el dinero gastado en la reconstrucción de la casa. Estoy autorizado a decirte esto y reconocerás seguramente que el señor Heatherstone se ha mostrado a la altura de las intenciones expuestas cuando obtuvo la concesión de la finca.

   -Por cierto que sí -dijo Eduardo.

   -En cuanto a su hija, Eduardo, te resta conquistarla aún. Su padre te entregará la propiedad por ser tuya por derecho, pero no tienes derecho de propiedad alguno sobre su hija y sospecho que no te será entregada tan fácilmente.

   -Pero... ¿Por qué dices eso, Humphrey? ¿Acaso no nos ha ligado un afecto desde la juventud?

   -Sí, admito que hubo una pasión juvenil, pero recuerda que nada resultó de ella y que los años han pasado. Ya han transcurrido siete años desde que abandonaste el bosque y en tus cartas al señor Heatherstone no hiciste alusión alguna a lo que te pasó con Paciencia. A partir de entonces, nunca escribiste ni enviaste mensaje alguno, y no se puede esperar que una muchacha, desde los diecisiete hasta los veinticuatro años de edad, siga amando la imagen de alguien que, por no decir más, la ha tratado con indiferencia. Esa es mi opinión sobre el asunto, Eduardo; puede ser que me equivoque.

   -Y también puedes tener razón -replicó Eduardo, tristemente.

   -Pues mi opinión es distinta -respondió Edith-. Ya sabes, Humphrey, cuantas proposiciones matrimoniales ha recibido Paciencia Heatherstone... y aun sigue recibiendo a diario, puede decirse. ¿Por qué las ha rechazado todas? ¡En mi opinión, porque le ha sido fiel a un orgulloso hermano mío, que no se la merece!

   -Quizá sea así, Edith -replicó Humphrey-. Las mujeres son enigmas. Sólo hablé del asunto desde el punto de vista del sentido común.

   -No sabes gran cosa de mujeres -dijo Edith-. Por cierto que no conociste a muchas en el Bosque Nuevo, donde te has pasado toda la vida.

   -Muy cierto, querida hermana. Quizá sea ésa la razón de que el Bosque Nuevo tenga tantos encantos para mí.

   -¡Después de esas palabras, caballero, cuanto antes vuelva usted a él, mejor! -replicó Edith.

   Pero Eduardo le hizo una seña a Humphrey y ambos se batieron en retirada.

   -¿Has visto al intendente, Humphrey?

   -No; me disponía a visitarlo, pero quise verte primero.

   -Iré contigo. No le he hecho justicia -replicó Eduardo-. Y, con todo, apenas si sé cómo explicarle...

   -No digas nada, pero trátalo cordialmente; eso será suficiente explicación.

   -Lo trataré como a un hombre a quien reverenciaré siempre, y siento que tengo contraída para con él una profunda deuda de gratitud. ¿Qué pensará del hecho de que yo no lo haya visitado?

   -Nada. Desempeñas un cargo en la corte. Puedes haber ignorado que él estaba en Londres, ya que no se han encontrado. El hecho de que me acompañes causará esa impresión. Dile que acabo de comunicarte su noble y desinteresada conducta.

   -Tienes razón. Así lo haré. Pero temo, Humphrey, que tengas razón y Edith esté equivocada con respecto a su hija.

   -Nada de eso, Eduardo. Recuerda que, según lo ha observado Edith, yo me he pasado la vida en los bosques.

   Eduardo fue acogido muy bondadosamente por el señor Heatherstone. Cuando el intendente le reiteró sus intenciones sobre Arnwood, el joven expresó su juicio sobre la conducta de aquél, añadiendo simplemente:

   -Quizá me considere usted impetuoso, señor, pero confío en que me creerá agradecido.

   Paciencia se sonrojó y tembló al verla Eduardo por primera vez. Durante algún tiempo, Eduardo no aludió al pasado cuando ambos renovaron su relación. Volvió a cortejarla y la conquistó. Luego quedó explicado todo.

   Un año después de la Restauración, poco más o menos, hubo en Hampton Cour una fête, dada en honor de tres bodas que se celebraban a un tiempo: la de Eduardo Beverley con Paciencia Heatherstone, la de Chaloner con Alicia y la de Grenville con Edith, y como lo dijo Su Majestad al entregarles las novias:

   -¿Podría ser mejor recompensada la lealtad?

   Pero nuestros jóvenes lectores no se darán por satisfechos si no les damos algunos detalles sobre los demás personajes que han aparecido en nuestro pequeño relato. Humphrey debe ocupar el primer plano. Su amor por la agricultura perduró. Eduardo le dio una vasta granja, libre de todo arrendamiento, y a los pocos años, Humphrey ahorró lo suficiente para comprarse una propiedad. Entonces se casó con Clara Ratcliffe, que no ha aparecido últimamente en esta novela, dada la circunstancia de que, dos años, antes de la Restauración, fue reclamada por un viejo pariente del campo, cuya precaria salud no le permitía abandonar la casa. Este pariente le dejó su propiedad a Clara, al año aproximadamente de su casamiento con Humphrey. Los jóvenes conservaron la cabaña del Bosque Nuevo y eventualmente se la regalaron a Pablo, que se había convertido en un joven muy juicioso, y con el correr del tiempo se casó con una muchacha de Arnwood y su casa se llenó de gitanillos. Osvaldo, apenas Eduardo vino a Arnwood, abandonó su empleo del Bosque Nuevo y se convirtió en administrador de su finca, y Hebe fue también a Arnwood y vivió hasta una edad considerablemente avanzada, desempeñándose como ama de llaves, y su carácter fue empeorando en vez de mejorar con el correr del tiempo.

   Esto es todo lo que podemos recordar sobre los diversos personajes, y ahora debemos despedirnos del lector.

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