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Los comienzos de la diplomacia moderna en Castilla: Alfonso de Cartagena (1385-1456)

Tomás González Rolán

Pilar Saquero Suárez-Somonte (coautora)

Antes de comenzar nuestra exposición sobre las relaciones diplomáticas entre Castilla y Portugal, que centraremos en la primera mitad del siglo XV, época esta trascendental para ambos reinos, queremos una vez más poner de manifiesto que, salvo pocas excepciones a las que nos referiremos más adelante, se ha tenido una visión bastante negativa en general de la historia de España y de modo más particular de la cultura allí desarrollada hasta bien entrado el siglo XVI. Esta percepción negativa ha llevado a los estudiosos, en su mayoría extranjeros pero también algunos nacionales, a negar que en España se hubiese dado un verdadero Renacimiento o, como mucho, a admitir su existencia pero con un gran retraso respecto no solo a Italia sino también a otros países europeos.

Por ser muy pocas las voces que se han alzado contra esta imagen distorsionada, empequeñecida y negativa de la dimensión cultural alcanzada en la península, merece la pena que destaquemos al gran maestro Américo Castro, quien en su apasionante libro España en su historia: Cristianos, moros y judíos ha dedicado un capítulo («España o la historia de una inseguridad», 19-46) a denunciar el distinto rasero con que los historiadores tratan a España:

«Con método análogo [al que se practica al analizar Francia], aunque entrando en mayores complejidades, pudiera esquematizarse la historia de Inglaterra y la de los otros pueblos europeos. Mas al llegar a España, tales procedimientos sirven en escasa medida, y hay que tomar otros caminos... Cuando se es gran señor y poderoso, hasta las tonterías que se dicen pasan por agudezas. Pensando fríamente -es decir, antivitalmente- resultaría que la mayor parte de los numerosísimos volúmenes de Voltaire están repletos de prosa o verso insignificantes; ahora bien, como Voltaire gozó de merecido prestigio -basado en unos pocos y admirables volúmenes- y a causa también del imperio intelectual que ejerció en un momento adecuado para ello, no es costumbre destacar la masa enorme de lugares comunes y de insipideces que pueblan su obra desmesurada. En cambio, cualquier historiador de tres al cuarto se atreve a atacar a Lope de Vega por su excesiva fecundidad, su premura en componer comedias, su superficialidad y otras muchas fallas. Hace muchos años escribía yo que si España hubiera poseído fuerza armada y economía poderosas, el tono de los historiadores extranjeros habría sido otro».

(25-26)



Ha habido, sin duda alguna, una especie de leyenda negra sobre la historia y la cultura españolas basada en falsos prejuicios, en el desconocimiento y muchas veces en el desprecio por todo lo ibérico. Ahora bien, la culpa principal de la formación y extensión de esa visión negativa o leyenda negra la tenemos los propios españoles, y ello, como acertadamente señaló a comienzos del siglo pasado Julián Juderías, por dos razones:

«la primera, porque no hemos estudiado lo nuestro con el interés, con la atención y con el cariño que los extranjeros lo suyo, y careciendo de esta base esencialísima, hemos tenido que aprenderlo en libros escritos por extraños e inspirados, por regla general, en el desdén a España; y la segunda, porque hemos sido siempre pródigos en informaciones desfavorables y en críticas acerbas».

(27)



Así pues, el autor aconseja que los problemas derivados de nuestra historia o que esta plantea sean estudiados imparcialmente, sin prejuicios ni partido tomado, y con el firme propósito de averiguar la verdad o, por lo menos, la mayor cantidad posible de verdad. Esto es lo que pretendió, y creemos que consiguió, Ottavio Di Camillo al escribir, hace más de treinta años, el señero libro El humanismo castellano del siglo XV, de extraordinario valor por tratarse de un extranjero que abordaba este crucial siglo español no solo con interés y atención sino también con imparcialidad exquisita y rigurosa, tratando en todo momento de prestar atención a la aparición, a partir de los años treinta, bajo el reinado de Juan II, y desarrollo del Humanismo español del siglo XV, hasta el momento poco o nada atendidos.

Con este libro, Di Camillo abría una puerta que le permitía ver cómo el humanismo renacentista italiano se había infiltrado en la Castilla del siglo XV, entre otras razones, porque encontró el terreno abonado y cómo, adaptado a la idiosincrasia y a las condiciones nacionales, se había manifestado de varios modos, siendo una de estas peculiaridades propias la que se ha denominado «humanismo vernáculo, o hispano», calificativo que describe el uso prevalente del romance castellano en vez del latín por parte de los intelectuales de la época («Las teorías de la nobleza», 223-29). Por lo demás, en toda innovación siempre hay un iniciador y en este sentido Di Camillo consideró acertadamente a Alfonso de Cartagena como el primer humanista español y como inaugural documento el prólogo de su traducción castellana del De inventione de Cicerón, en el que se justifica y defiende un nuevo concepto de la retórica, clara y abiertamente renacentista.

Es evidente que Di Camillo dio un paso que él, con excesiva modestia, en su momento consideró pequeño (El humanismo castellano, 16), pero del que se sentiría satisfecho si estaba dado en la dirección correcta, y aunque veinte años más tarde tenía la equivocada sensación («Las teorías de la nobleza», 223) de que su trabajo no había despertado ningún interés, lo cierto y verdad es que por el camino roturado por el filólogo italiano han avanzado una legión de estudiosos (González Rolán, Saquero Suárez-Somonte y López Fonseca, 126-42), entre los que nos encontramos nosotros mismos, de modo que se puede hablar sin duda alguna de una difusión temprana, desde el reinado de Juan II (1406-1454), del humanismo renacentista en Castilla, plenamente documentado por la correspondencia epistolar y los debates entre humanistas españoles e italianos, iniciados por Alfonso de Cartagena (González Rolan, Moreno Hernández y Saquero Suárez-Somonte) y continuados por su discípulo Rodrigo Sánchez de Arévalo (González Rolán, Baños Baños, López Fonseca), así como por las obras de los humanistas italianos que circularon en la primera mitad del siglo XV y que en muchos casos fueron traducidas al castellano; podemos contar entre ellas las de Pier Candido Decembrio (Saquero Suárez-Somonte y González Rolán), Poggio Bracciolini (González Rolán y Saquero Suárez-Somonte, «El Humanismo italiano en la Castilla del cuatrocientos»), Cencio d'Rustici (González Rolán, Saquero Suárez-Somonte, «El Axíoco pseudo-platónico»), etc., etc.

Queremos ahora trazar unos breves apuntes acerca de una de las muchas facetas (jurista, filósofo, traductor, eclesiástico, político) del que Di Camillo ha considerado el primer humanista español, Alfonso de Cartagena, a saber, la de diplomático.

Para ello debemos tener en cuenta que, aunque el humanismo fue la corriente (filológica, histórica y pedagógica sobre la base de las letras clásicas) más importante que dio vida al Renacimiento, este no se agota, limita o restringe a ella, sino que ha de entenderse como un más amplio y complejo fenómeno no solo de tipo literario o intelectual sino también artístico y político, identificado con una época histórica (Batllori, 26). Es en este último ámbito, el político, donde encontramos como un producto típico del Renacimiento italiano la Diplomacia moderna, cuyos rasgos fundamentales han sido definidos por Miguel Ángel Ochoa Brun, embajador de España y director de la Escuela Diplomática, en libros tan importantes como el volumen cuarto de su Historia de la diplomacia española, el más reciente Embajadas y embajadores, y sobre todo en su amplio y denso trabajo «La diplomacia española y el Renacimiento».

La principal característica de la Diplomacia moderna es el paso de nómada a sedentaria, es decir, el establecimiento de embajadas residentes y permanentes, por lo que se desecha y abandona el modo ocasional e itinerante que había sido su manera de ser en los siglos precedentes. Es a mediados del siglo XV cuando aparecen en Italia las primeras embajadas permanentes y hacia 1500 cuándo se han establecido por doquier. Por lo demás, se considera a Fernando el Católico como el fundador de la diplomacia moderna de España y, además, uno de los grandes monarcas que pusieron las bases de la diplomacia europea.

Importante también en la evolución de la diplomacia es la sustitución del embajador noble por el embajador letrado, que se convierte en un mensajero que anuncia y busca la paz, que sirve al engrandecimiento y conservación de su Estado, y cuya imagen coincide con la del hombre de cultura, vinculado al Humanismo por medio del valor de la elocuencia, capaz de servir los intereses de sus Príncipes no solo con sus consejos sino también con sus valiosos informes; coincide igualmente con la imagen del viajero, conocedor de las tierras y las gentes, de las que extrae fuentes de información y elementos de descripción literaria; coincide, en fin, con la imagen del intelectual que crea y enriquece parcelas de cultura, conoce a otros hombres de letras en Europa y es a su vez conocido por sus viajes e intercambio humano que en ellos se gesta.

Así pues, el deseo de conocer, la necesidad de recorrer países, de entablar relaciones, de transmitir ideas, ha creado un estrecho vínculo entre Diplomacia y Humanismo, de modo que el tipo ideal del diplomático de aquellos tiempos viene a coincidir o, en todo caso, ser un calco del humanista. No ha de extrañar que sea muy extenso el catálogo de humanista del Renacimiento que desempeñaron funciones de embajadores.

Aunque se acepta de forma unánime que la Diplomacia moderna es una creación del Renacimiento y hace su aparición en Italia a mediados del siglo XV, con todo, debemos preguntarnos si alguno o algunos de los rasgos más significativos que la configuran y justifican se muestran con anterioridad en las relaciones mantenidas entre Portugal y Castilla en la primera mitad de dicho siglo.

Es bien sabido que después del triunfo portugués en la batalla de Aljubarrota (15 de agosto de 1385), se respiró un clima de tensión y enfrentamiento entre los dos reinos, pero faltando apenas unos pocos años para terminar el siglo XIV, Juan I de Avis dio los primeros pasos para solicitar la paz, que fue aceptada por Enrique III de Castilla en 1398. Tras las treguas generales de 1402 se pusieron fin a las operaciones de guerra, se abrió un proceso de consolidación, que desembocó en la paz de 1411, primer fundamento, según Luís Suárez Fernández de la amistad hispano-portuguesa:

«Se olvida el pasado. Castilla abandona sus sueños hegemónicos -no hay mención de ayuda, si bien, caballerosamente, el rey de Portugal la ofrecerá luego- y Portugal ofrece una reparación a quienes en 1383 colaboraron con los Trastámara. Ambas partes renunciaban a cualquier compensación económica referente a acciones anteriores a 1403».

(Relaciones entre Portugal y Castilla, 37)



Propiciadora de esta paz fue sin duda la reina Catalina de Lancaster, hermana de Felipa de Lancaster, esposa del rey portugués, quien, tras el fallecimiento de su marido, el rey Enrique III, en 1406, se había hecho cargo, junto con su cuñado Fernando, el de Antequera, de la Regencia hasta la mayoría de edad de su hijo, el futuro Juan II de Castilla (1406-1456).

La muerte de Catalina, ocurrida el 2 de junio de 1418, favoreció dentro del reino de Castilla el triunfo del bando antiportuguesista, abanderado por los hijos del corregente y luego rey de Aragón Fernando I, los llamados infantes de Aragón Enrique, Juan, Pedro y Alfonso. Y así, desde 1418 hasta 1420, en que el infante Enrique dio un golpe de Estado y se adueñó del gobierno y de la persona del rey Juan II, hubo una exacerbación de antiportuguesismo, hasta el punto de forzar a los sumisos procuradores a votar la cifra astronómica de ciento veinte millones de maravedíes para llevar la guerra contra Portugal.

Ahora bien, con el ascenso al poder del condestable Álvaro de Luna, con la complicidad del propio rey, que terminó por no saber gobernar sin él, se desequilibró la balanza a favor de un acercamiento cada vez mayor a Portugal y del establecimiento de lazos más estrechos, de tal manera que se convertirá en uno de los aspectos prioritarios de la política peninsular del reino castellano, coincidiendo en tal postura con el rey portugués y de modo particular con su prodigiosa descendencia, los llamados por Camoens «altos infantes», Don Duarte (1391-1438), que se coronó rey de Portugal a la muerte de su padre en 1433, Enrique el Navegante (1394-1460) y Don Pedro, duque de Coimbra e infante de Portugal (1392-1449).

Como consecuencia de este cambio de actitud del poder de Castilla, se intensificaron las relaciones diplomáticas entre los dos reinos de modo que a finales de 1421 fueron enviados a Portugal dos embajadores, un letrado, el deán de Santiago Alfonso de Cartagena, y en calidad de secretario un noble llamado Juan Alfonso de Zamora, con el fin de que se entablasen las discusiones para renovar y ratificar la paz de 1411. Estas negociaciones duraron mucho tiempo y obligaron a estos representantes castellanos a permanecer en el país vecino en esta primera embajada durante un año (diciembre de 1421 a diciembre de 1422), y retornados a Castilla para que la paz fuese firmada por Juan II, regresaron de nuevo a principios de 1423 con el fin de que la tregua fuese ratificada por el monarca portugués, y volvieron de nuevo en 1424 permaneciendo en Portugal hasta 1425; finalmente, estuvieron de nuevo en la Corte portuguesa en una cuarta legación que se prolongó durante los últimos cuatro meses de 1427.

El motivo y finalidad de la primera y segunda embajadas quedan claros, como hemos señalado, a saber: la ratificación de la paz de 1411. Pero las otras misiones castellanas a Portugal están posiblemente relacionadas con la aparición de roces y discordias de muy diverso tipo, pero en su mayor parte motivadas por el deseo portugués de convertir algunas de las Islas Canarias en una base para su avance a lo largo de la costa africana.

En el prólogo o exordio de las Allegationes super conquesta Insularum Canariae contra Portugalenses (González Rolán, Hernández González y Saquero Suárez-Somonte, 58-61), un informe para defender ante el papa Eugenio IV el derecho histórico de Castilla sobre todas las islas Canarias -y sobre el que volveremos más adelante- su autor, Alfonso de Cartagena, nos dice que ya en 1425 presentó la Corte portuguesa una especie de protesta oral en nombre de Juan II de Castilla y León («... ex praecepto regio tunc mihi facto locutus fui tam cum eodem domino Iohanne rege, quam cum domino Eduardo rege moderno, tune infante promogenito, et cum aliquibus aliis super iure huius conquestae...») a causa de la expedición realizada un año antes, es decir, en 1424, por Fernando de Castro, el mismo que había estado en Ávila el 30 de abril de 1423 en representación de Portugal cuando el rey castellano ratificó mediante juramento la paz de 1411.

En el retrato que Fernando de Pulgar dedica a Alfonso de Cartagena en su obra Claros varones de Castilla, entre otras muchas virtudes, señala que «fue enbaxador al rey de Portogal por mandado del rey don Juan e, con fuerça de sus razones, escusó la guerra e concluyó la paz que por entonces ovo entre estos dos reinos» (Pérez Priego, 188). En efecto, los embajadores castellanos y de modo especial Alfonso de Cartagena, cumplieron con su misión política de representar y defender los derechos de Castilla, de promover y afianzar la paz, pero su misión fue mucho más allá al establecer una estrecha y fructífera relación cultural no solo con los miembros de la casa real, sino también con algunos escogidos intelectuales portugueses.

De sus conversaciones con Don Duarte, entonces heredero al trono lusitano, sobre la educación moral del hombre y la formación política de los gobernantes surgieron dos obras realizadas por Alfonso de Cartagena y dedicadas a este príncipe, una de las figuras cimeras de la cultura y política portuguesas, a saber, el Memoriale virtutum, finalizado en el verano de 1422 (Campos Souto, 29-37), y la traducción del De inventione de Cicerón (Mascagua 27-34), comenzada a petición del príncipe portugués en 1421 y terminada, aunque de forma parcial, algunos años después, posiblemente en 1433. Así pues, si el Memoriale virtutum trata de la formación moral, la Rethórica de M. Tulio, pues así se llama la traducción del De inventione, viene a completar la educación política del príncipe.

Pero en esta primera legación, no se limitó Alfonso de Cartagena a escribir estas obras sino que, a petición ahora de su compañero de embajada, Juan Alfonso de Zamora, llevó a cabo la traducción de las obras ciceronianas De senectute y De officiis y completó el traslado del De casibus virorum illustrium de Boccaccio, dejado aparentemente sin terminar por el Canciller Ayala (Morrás, 13-27).

La influencia ejercida por Cartagena en el ambiente intelectual de la corte de Juan I de Portugal, bien visible, por ejemplo, en el Leal Conselheiro del propio Don Duarte que, junto con su hermano Don Pedro (Castro Soares, 109-16), muestra una evidente inclinación por autores y temas de la Antigüedad Clásica, fue puesta de relieve por Abdón M. Salazar en un conocido estudio, (en el que, «quizás de forma exagerada, equipara el papel de Cartagena en Portugal «difundiendo el entusiasmo por la cultura clásica en Lusitania», con el que ejerció el bizantino Crisoloras en la Italia de comienzos del Cuatrocientos «diseminando el ideal de la paideia griega entre los latinos» (215-26). Ahora bien, si parece hoy innegable que la sabiduría de Alfonso de Cartagena influyó en la orientación hacia el Humanismo de la corte portuguesa, no es menos cierto que fue determinante en su propia orientación cultural el contacto con un selecto grupo de intelectuales portugueses, que habían estudiado en Bolonia, por medio de los cuales en el último viaje a Portugal, en 1427, tuvo la oportunidad de conocer varias versiones latinas de textos griegos realizadas por Leonardo Bruni, a saber: los discursos a favor y en contra de Tesifón de Esquines y Demóstenes, respectivamente, y el tratado de San Basilio sobre la lectura de los libros de los gentiles, hecho que el propio Alfonso de Cartagena nos relata al comienzo de su Controversia con Bruni (González Rolán, Moreno Hernández, Saquero Suárez-Somonte, 194-97).

De lo hasta aquí expuesto, si bien de forma sumaria, se puede deducir que las legaciones diplomáticas encabezadas por Alfonso de Cartagena pueden incluirse dentro del concepto de la diplomacia moderna, producto típico del Renacimiento. En primer lugar, porque se ha realizado o está a punto de realizarse el paso de nómada a sedentaria, ya que, como hemos señalado anteriormente, la estancia en la Corte portuguesa no fue una cuestión que se solventó en unos días sino que requirió meses e incluso años; en segundo lugar, la labor política en defensa de los intereses del reino de Castilla y al servicio de la paz, la desarrolló un letrado doblado de diplomático, que generó y enriqueció parcelas de cultura en Portugal y luego en su patria, que conoció y trató a los hombres de letras portugueses, además de los ilustrados hijos del rey Juan I, y en definitiva creó una atmósfera en la que la diplomacia se habituó a ocuparse también de tareas de cultura.

Otra función esencial de la diplomacia moderna, renacentista, el informe, tendrá Alfonso de Cartagena ocasión de ejercerla no ya desde Portugal sino desde su nuevo destino como miembro de la embajada enviada en 1434 por el rey Juan II al Concilio de Basilea.

En efecto, a pesar de las protestas del rey castellano en 1425 por la expedición de Fernando de Castro emprendida un año antes, los portugueses no dejaron de intentar apoderarse de alguna de las Islas Canarias como base estratégica a su avance por la costa africana; y así, Don Enrique el Navegante ordenó en 1427 una expedición a Gran Canaria al mando de Antâo Gonçalves, que no logró sus propósitos, y otra más en 1434, que terminó de nuevo en fracaso y que dio lugar a una seria protesta ante el papa Eugenio IV presentada por el obispo de Rubicón, Fernando Calvetos, por fray Juan de Baeza, vicario general de los franciscanos en Canarias y por el nativo Juan Alonso de Ydubaren. El Papa, por medio de dos cartas tituladas Regimini gregis y Creator omnium, prohibió bajo pena de excomunión que se esclavice, robe o venda a los fieles de dichas islas.

Así las cosas, en 1435 el rey Don Duarte, que había sucedido a su padre Juan I desde hacía dos años, decidió hacerse representar en el Concilio de Basilea y con este fin nombró una embajada que partió de Lisboa a finales de enero de 1436; pero en vez de dirigirse directamente a Basilea, encaminó sus pasos hacia Bolonia, donde se hallaba desde abril de ese año la Curia pontificia, con la aparente finalidad de saludar al Papa como jefe legítimo de la Iglesia. Pero, como muy bien ha mostrado Charles-Martial de Witte, esta demostración de fidelidad, aunque sincera, no era absolutamente desinteresada, pues la ocasión pareció propicia para solicitar, además de una bula de cruzada, la concesión de la conquista de las Islas Canarias que todavía no estaban habitadas por cristianos (698).

Enterado el rey de Castilla de las pretensiones del de Portugal a través de sus espías o agentes en Lisboa, procedió con celeridad a la designación de Luís Álvarez de Paz como representante de los intereses de su reino en la Curia Romana y dio la orden de que un miembro de la embajada en el Concilio, concretamente Alfonso de Cartagena, preparase un informe o, mejor, un dictamen jurídico de los derechos castellanos sobre esas islas, las Allegationes super conquesta Insularum Canariae contra portugalenses (González Rolán, Hernández González y Saquero Suárez-Somonte, 57-174), que sirvieron para que Álvarez de Paz lograse que el papa Eugenio IV modificase la bula Romanus Puntifex, por la que concedía a Don Duarte la conquista de las Islas Canarias, que no pertenecían todavía a cristianos, por otra, redactase la Romani Pontificis, en la que .se anulaba y dejaba sin efecto la concesión hecha al rey portugués, al tiempo que reconocía el derecho que sobre todas las islas tenía Juan II.

El informe de Alfonso de Cartagena contiene, como bien ha observado Luis Fernández Gallardo, una concienzuda elaboración de los fundamentos de los derechos castellanos sobre las Islas Canarias, derechos que implicaban el no reconocimiento en este asunto de la autoridad temporal del Papa, al que como verdadero imperator mundi, tanto en el plano espiritual como en el temporal, habían recurrido los portugueses (185-208). En efecto, si analizamos el contenido de la bula Romanus Pontifex así como la súplica dirigida por los embajadores del rey Don Duarte a Eugenio IV, podemos observar una misma doctrina, que podría llamarse «papalista» (Russell, 13-14): el poder del Papa era, como vicario de Dios, ilimitado tanto en el campo temporal como el espiritual, extendiéndose no solo a todos los estados cristianos sino a todo el orbe terrestre, fuera ya descubierto por los cristianos o todavía por descubrir.

Así, al final del escrito de los embajadores portugueses se solicita a Eugenio IV el derecho de conquista y posesión de las islas no habitadas por cristianos:

«Pues aunque la mayoría se esfuerza en llevar la guerra y atacar los lugares de infieles bajo su propia autoridad, sin embargo, puesto que la tierra y todo lo que ella encierra es del Señor, el cual también dejó a vuestra Santidad poderes plenos de todo el mundo, parece que lo que con la auctoridad y permiso de vuestra Santidad se posea, se posee con especial licencia y permiso de Dios todopoderoso».

(González Rolán, Hernández González y Saquero Suárez-Somonte, 169)



«[quamvis enim infidelium loca propria auctoritate plerique debellare et occupare nitantur, nichilominus, quia Domini est terra et plenitudo eius, qui et sanctitati vestre plenariam orbis tocius potestatem reliquit, que, de auctoritate et permissu sanctitatis vestre, possidebuntur, de speciali licencia et permissione omnipotentis Dei possideri videntur.]».

(De Witte, 715-17)



Por su parte, Eugenio IV accede a la petición de Don Duarte y le concede,

«en conquista las mencionadas islas de Canaria, exceptuadas las que antes eran poseídas por cristianos, con la autoridad apostólica y con la plenitud de poder que nos ha sido transmitido desde arriba y las ponemos bajo tu dominio por el presente, después de que las hayas conducido a tu dominio y convertido a la fe, de tal modo que tangan que obedecerte perpetuamente a ti y a tus sucesores y te pertenezcan de pleno derecho».

(González Rolán, Hernández González y Saquero Suárez-Somonte 167)



«[... prefatas Canarie insulas, illis exceptis que antea per christianos possidebantur, auctoritate apostolica et de plenitudine potestatis nobis desuper tradite, tibi concedimus in conquestam et eas, postquam in tuam ditionem redegeris et ad fidem converteris, tibi subiidmus per presentes, ita ut ad te et tuos successores perpetuo spectare debeant et pertineant pleno iure.]».

(De Witte, 717)



La postura de Cartagena, equidistante entre las tesis papalista y antipapalista, solo reconoce la autoridad espiritual del Papa, pero no la temporal, pues a Castilla le asiste un derecho histórico heredado por los visigodos y en estas condiciones el Papa no debía haber concedido al rey de Portugal unas tierras que pertenecían de pleno derecho al reino castellano.

Otra novedad que contribuyó posiblemente al éxito de la negociación se debió a que el informe no fue presentado como una quaestio medieval, sino como un discurso forense articulado en las seis partes que Cicerón en su De inventione (I, 13, 19) prescribía, a saber: exordium, narratio, partitio, confirmatio, reprehensio y conclusio.

Digamos, para terminar, que si Femando el Católico es considerado como fundador de la diplomacia moderna, Alfonso de Cartagena, además de ser el primer humanista español, como señaló Ottavio Di Camillo, le cabe el mérito de ser el primer diplomático moderno, que contribuyó, con su prestigio y saber jurídico, filosófico y humanístico, a que las Islas Canarias sean españolas.

Obras citadas

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