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ArribaAbajoEl patrimonio familiar y la riqueza conventual

La concentración y acumulación de la riqueza eclesiástica fueron hechos complejos sobre los cuales la historiografía ha avanzado muy poco369. Particularmente, este fenómeno se presentó como parte de un proceso esencialmente urbano y a que, a fines del siglo XVIII, muchas de las principales casas de la ciudad pertenecían a los monasterios. ¿Qué implicaciones tuvo este hecho para los propietarios urbanos y en especial para la acumulación y transmisión del patrimonio familiar? ¿Qué papel desempeñaron las dotes en la división patrimonial y en la corformación de la riqueza conventual? Estos problemas, tan importantes para comprender la dinámica de las relaciones entre las familias y los conventos, no pueden tratarse de manera aislada sino en el marco de la evolución de la economía regional.


Los ritmos de la economía regional y la Iglesia. Siglos XVII y XVII. «... Las cosas concernientes a la manutención de las personas...»370

Los conventos de mujeres se distinguieron por su riqueza en las ciudades de importante poblamiento español, como México, Puebla y Querétaro, para nombrar sólo algunas de las más sobresalientes. Al terminar la era novohispana, el rubro más importante de esta riqueza conventual fueron los bienes inmuebles urbanos. Estas propiedades no fueron siempre de los monasterios y sólo a partir del siglo XVIII los conventos de mujeres se convirtieron en grandes propietarios urbanos. La administración conventual tuvo por tanto un dinamismo que es necesarios estudiar ya que contrastó notablemente con los ritmos de la economía regional.

La ciudad de Puebla se desarrolló rápidamente después de su fundación (1531) y se convirtió en la segunda ciudad del virreinato. Hacia 1600 entre las principales razones de su auge se pueden citar su capacidad para articular una producción regional variada y el hecho de constituir un punto importante en el intercambio interregional y de distribución de mercancías importadas. La base del éxito de la economía regional poblana fue la diversificación. Al iniciarse el siglo XVII había tres actividades de una envergadura considerable: la pañera, con un amplio hinterland para la cría de ganado lanar, empresa líder de la época; la triguera, que proporcionaba un amplio sostén para la expansión regional y para la reproducción de la economía española en las costas del Golfo y el sureste, y la cría de ganado de cerda, que creció en importancia al transcurrir el siglo371. En el intercambio mercantil, Puebla disfrutó de considerables exenciones fiscales y se constituyó en punto de apoyo del eje México-Veracruz, por lo que fue importante centro de redistribución de mercancías importadas.

A partir de 1630 la región poblana enfrentó una serie de dificultades que disminuyeron la velocidad de su desarrollo. Surgieron otros centros de producción al interior del espacio colonial, que le hicieron una notable competencia, como Querétaro con sus paños. Además, algunas de sus vías comerciales ultramarinas se vieron obstaculizadas, producto de la prohibición de comerciar con Perú. La situación de Puebla se complicó además por ciertas actitudes políticas de la élite, cuando muchos de los regidores desacataron a la corona en su decisión de incrementar las alcabalas, lo que provocó la pérdida de algunos privilegios relacionados con el aprovisionamiento de mano de obra indígena372.

No obstante el estancamiento de algunas de sus industrias, como la pañera, la diversificación de la producción y comercialización poblana hizo que la región superara esta dificultad y posteriormente viviera la que fue una de sus etapas de mayor crecimiento entre 1650 y 1675373.

A partir de 1690 Puebla comenzó a mostrar síntomas de un declive general. Con la activación comercial de la vía México-Veracruz, la región perdió gran parte de su papel como gran almacén redistribuidor de importaciones374. El Bajío creció aceleradamente y el trigo poblano comenzó a perder progresivamente algunos mercados. De 1690 a 1740 Puebla enfrentó una serie de agudas dificultades manifiestas en la evolución de los niveles del diezmo. En 1697 el valor del diezmo líquido fue de 250000 pesos, en 1704 llegó a sólo 139282 pesos y entre 1709 y 1726, su valor promedio anual no superó los 125 000 pesos375, lo que muestra una disminución aproximada de 50% en los años más agudos de la crisis.

La situación que se presentó en Puebla al iniciarse el siglo XVIII fue muy compleja. No sólo encontramos factores de decrecimiento, desurbanización y ampliación del sector de subsistencia, sino también un reacomodo de las actividades productivas. Se inició el ciclo del algodón, que aprovechó la ruralización para establecer firmemente la industria a domicilio, fenómeno acompañado por una notable escalada de precios. Al respecto dijo el contador de conventos:

el augmento que en esta ciudad, y de más de estas provincias, han tenido y tienen las cosas concernientes a la manutención de las personas: pues si en el año de 1679 valía una carga de trigo dos pesos, en el presente cuesta nueve; si la de frijol veinte reales ahora seis pesos; si un carnero en pie un peso y una libra de cacao real y medio, actualmente el carnero en canal se compra en tres pesos y la libra de cacao por cuatro reales y medio y así lo demás del vestuario376.



Durante la segunda mitad del siglo XVIII nos encontramos con una recuperación que si bien se reflejó en cierto crecimiento, fue notoriamente inferior a la de otras regiones novohispanas.

En breve, nos encontramos con una economía regional bastante dinámica y diversificada que creció aceleradamente hasta c. 1620, cuando encontró su primera crisis seria pero bien librada por el resto del sigo XVII que fue de franco desarrollo. La nueva crisis, de 1690-1740, significó un auténtico freno al crecimiento y una readecuación a las nuevas condiciones con resultados mucho más modestos en la segunda mitad del setecientos.

En la medida en que la Iglesia es en realidad un mosaico de diversas instituciones, resulta complejo saber cómo se adecuó la economía eclesiástica y especialmente la conventual en esta época de contracción económica. Un elemento que podría servirnos como indicador de tal situación es la construcción de edificios eclesiásticos. La mayoría de iglesias, hospitales y conventos pasaron por dos etapas constructivas. En una primera, generalmente hasta principios del siglo XVII, las iglesias fueron muy modestas, la mayoría de las veces techadas con madera. Posteriormente se fueron modificando, enriqueciendo y adquiriendo tallas mucho mayores. Si tomamos la fecha de terminación de los edificios eclesiásticos, tendríamos el siguiente cuadro:

Cuadro 8

Construcción de edificios religiosos en la ciudad de Puebla de acuerdo con su fecha de terminación

Periodo Número de construcciones
1550-1570 2
1570-1590 2
1590-1610 1
1610-1630 6
1630-1650 4
1650-1670 4
1670-1690 8
1690-1710 5
1710-1730 2
1730-1750 6
39

FUENTE: Toussaint, 1954.

Estas referencias permiten aproximarnos al momento en que la economía eclesiástica contó con recursos para la edificación. El siglo XVII fue la principal etapa constructiva donde la Iglesia poblana obtuvo y recicló recursos económicos suficientes para terminar sus construcciones entre las que se encuentra la terminación de la monumental catedral. Es notorio que después de 1750 no se emprendieron nuevos proyectos. Aunque este cuadro no revela si las finanzas eclesiásticas pasaron exactamente por las mismas fluctuaciones que la economía regional, sí sugiere que la acompañaron en el crecimiento del siglo XVII.

En particular, los conventos de mujeres fueron floreciendo con la ciudad. Las últimas fundaciones conventuales a principios del XVIII muestran que la coyuntura más crítica para la economía regional (1680-1748) no se reflejó en la economía monacal, y si consideramos que para fundar un monasterio era necesario contar con fondos, vemos que la Iglesia absorbió parte de los exiguos recursos regionales de esta crítica época.

La riqueza de los conventos de mujeres, y en menor medida de otras instituciones dependientes del ordinario diocesano, creció tan rápidamente que hacia 1680 el obispo creó la oficina de contaduría general de conventos, obras pías y hospitales. Por un informe del contador general al obispo en 1748, sabemos que considerando tan sólo los conventos dependientes del obispado, es decir, excluyendo al rico monasterio de Santa Clara, la riqueza conventual femenina en la ciudad de los Ángeles era cercana a los tres millones de pesos, lo que implicaba un ingreso anual aproximado de 150000 pesos.

Otros documentos de la contaduría y archivos conventuales, nos permiten seguir de cerca los ritmos de crecimiento de algunos monasterios. La evolución de la riqueza del convento de La Concepción, uno de los más dotados, fue la siguiente:

Cuadro 9

Valor de los bienes del convento de La Concepción (1633-1788)

Año Valor (en pesos)
1633 269 771
1677 505 787
1718 604 871
1735 726 500
1743 737 689
1768 745 614
1788 797 863

FUENTE: Libros de cuentas y documentos varios.

Esta información muestra que la riqueza de las concepcionistas creció a ritmo muy acelerado en el siglo XVII; en la primera mitad del XVIII la rapidez de su acumulación disminuyó, y se hizo aún más lenta en la segunda mitad de esa centuria. Los datos para Santa Catalina, otro convento de calzadas poderoso, dibujan un panorama similar. En este caso hay un aumento sostenido hasta la primera mitad del XVIII: en 1655 los bienes de este monasterio sumaban 398 386 pesos; en 1716, 54 6412 pesos, y en 1742, 623 068 pesos. Por otra parte el estancamiento de la segunda mitad del XVIII se refleja en algunos casos específicos como en el de Santa Rosa, ya que el valor de sus bienes sólo creció 7% entre 1724 y 1788377.

Estos datos revelan que las finanzas conventuales se mantuvieron sanas en la difícil coyuntura de 1680-1740, durante la cual consolidaron incluso su posición. En cambio, cuando la economía poblana recobró su dinamismo, a partir de 1740, los ritmos de incremento de la riqueza conventual se hicieron mucho más lentos.

Las tendencias explicativas de este crecimiento pueden buscarse en el origen de la formación de los capitales conventuales. Las dotes constituyeron la principal fuente de acumulación de riqueza de los monasterios para mujeres. Cuando una mujer tomaba los votos en un convento, tenía que garantizar su peculio dentro del monasterio aportando una dote que fluctuó entre 2 000 y 3 000 pesos378. El pago podía hacerse en efectivo, subrogando un activo que tuviera en su favor, o reconociendo la deuda, hipotecando los bienes familiares bajo un contrato denominado depósito irregular, en favor del convento. En el primer caso, el convento recibía el dinero en efectivo y enseguida lo prestaba para percibir los intereses; en las otras opciones sólo mediaba la firma de los documentos en que se acreditaba al monasterio como dueño del capital en cuestión cuyos réditos cobraba. El libro de profesiones de La Concepción muestra por un lado que el valor promedio de la dote cambió a lo largo del tiempo. Mientras que en la década 1615-1625 fue de 1518 pesos, en 1725-1735 ya fue de 3 000 pesos. Por otro lado constatamos que las dotes se fueron acumulando de tal manera que para 1743, como lo indica el cuadro 9, el valor de este rubro ascendía a 737 689 pesos. Se puede suponer que las dotes constituyeron la base casi exclusiva de la riqueza monacal y que ésta dependía, hasta este periodo, del ingreso de religiosas. Por otra parte, la iglesia y el monasterio se edificaban con donaciones de bienhechores que no figuran en este tipo de contabilidad.

La evolución del ingreso de religiosas a los conventos de calzadas; Santa Catalina y La Concepción, ambos fundados en el siglo XVI, evidencian la semejanza entre el ritmo de aportación de dotes y por tanto de acumulación de la riqueza conventual379. Las profesiones, y por consiguiente el ingreso por dotes, tuvieron un descenso sensible en el periodo 1681-1700, posiblemente debido a las epidemias de la época, 12 logrando una recuperación en los años más agudos de la crisis, 1701-1739. En cambio el número de profesas en los cuarenta años que median de 1741-1779 fue considerablemente más bajo y los niveles de ingreso de los últimos veinte años fueron modestos e inferiores a los de la mayoría del siglo XVII, resultando que la acumulación de bienes fue por tanto más lenta en la segunda mitad del siglo XVIII. Si se comparan estos datos con las cifras del cuadro 9, los resultados son concordantes380.

La situación que se vivió en Santa Catalina muestra algunas variaciones. El ingreso de religiosas sufrió, al igual que en La Concepción una caída en los últimos años del siglo XVII381. Después, aunque no hubo una recuperación tan marcada como en La Concepción, el ingreso de religiosas aumentó en los primeros años del siglo XVIII y en los años 1761-1780 se muestra otro descenso. Lo que es coincidente es la crisis de fines del XVII e inicio de una recuperación, así como una nueva disminución en la segunda mitad del XVIII que hizo que el ritmo de acumulación fuera inferior a sus cien años precedentes.




La composición de la riqueza. «Los conventos han adquirido muchas casas»382

Desde su fundación, los conventos desempeñaron un papel clave en la conformación de los grupos de la élite y sus espacios, estuvieron presentes a través de sus fiestas, sus procesiones, de ofrecer albergue a las hijas de las familias más poderosas, y al constituirse en arquetipo del comportamiento femenino, aspectos que fueron sin duda vitales para la identidad urbana. A éstos se agrega uno más que completa el cuadro: su papel como grandes propietarios urbanos.

Podríamos dividir la riqueza conventual en capitales reconocidos en favor del convento y casas383. Esta composición no se mantuvo estática durante toda la colonia como lo ha mostrado Asunción Lavrín en los conventos de mujeres de la ciudad de México. En este caso, durante el siglo XVIII se produjo un cambio en la inversión de la riqueza conventual al pasar el predominio de capitales a casas384. Los conventos de La Concepción y Santa Catalina de Puebla sugieren modificaciones en el mismo sentido. El cuadro 10 muestra la dinámica de estos cambios en el caso de las concepcionistas.

La evolución de la riqueza de La Concepción muestra de una manera acentuada el proceso de cambio en la composición de la economía conventual. A principios del siglo XVII casi todos los bienes de las concepcionistas eran capitales reconocidos en favor del convento. A fines de ese siglo e inicios del siguiente, el cambio comienza a percibirse, resultando que para las dos últimas décadas, un poco más de la mitad del valor de la riqueza monacal la constituyen la propiedad de casas en la ciudad de Puebla. En el caso de Santa Catalina el proceso fue mucho menos acentuado aunque también patente. El cuadro 11 muestra esta composición. Desafortunadamente no tenemos información sobre la segunda mitad del siglo XVIII, pero los datos señalan que la transición al setecientos denota el fortalecimiento de los inmuebles en detrimento de los capitales.

Cuadro 10

Composición de la riqueza del convento de La Concepción de Puebla (1633-1788)

Año de la cuenta Valor en capitales % Valor en casas %
1633 253 671 94 16 100 6
1677 450 961 89 58 826 11
1718 423 451 70 181 420 30
1743 521 699 71 215 990 29
1788 373 731 447 424 132 53

FUENTE: Libros de cuentas y documentos varios.

Cuadro 11

Composición de la riqueza del convento de Santa Catalina de Puebla (1655-1742)

Año de la cuenta Valor en capitales % Valor en casas %
1655 365 009 92 33 377 8
1672 354 777 84 66 020 16
1716 356 132 65 190 280 35
1742 420 688 67 202 380 33

FUENTE: Libros de cuentas y documentos varios.

Al igual que en el caso de La Concepción, en el siglo XVII casi la totalidad de los recursos monacales estaban en capitales impuestos. A inicios del XVIII, las casas comenzaron a ganar terreno y es muy probable que esta tendencia se haya incrementado durante el siglo.

A partir de las cuentas de La Concepción y Santa Catalina, podemos suponer que la mayor inversión en casas fue un hecho obligado más que una estrategia financiera de los conventos. Con la crisis que sufrió la ciudad a partir de 1680-1690 que se prolongó hasta 1740, la liquidez para pagar los capitales reconocidos disminuyó notoriamente. El resultado fue que muchas propiedades sobre las cuales se reconocían capitales de los conventos entraron en concursos de acreedores. La contabilidad de Santa Catalina señala que, mientras que en 1655 sólo 11.8% de estos inmuebles estaba en concurso, en 1716 este porcentaje había subido hasta 3 7.3. A partir de fines del siglo XVII dos hechos comenzaron a hacerse notorios: los juicios por falta de pago se incrementaron, mientras que por otra parte los conventos no pudieron vender las propiedades urbanas que caían en sus manos por falta de pago de los deudores385. En 1675 La Concepción promovió un juicio sobre una casa que reconocía un capital en su favor. La propiedad cedida salió a remate en diversas ocasiones sin éxito. Finalmente «se tuvo que transferir [en favor del convento] por no haber más que un comprador [que ofrecía menos que el valor en que estaba valuada la casa] ante lo cual el mayordomo del monasterio recomendó quedarse con la casa». En 1748, la contaduría de conventos señaló este hecho como característico de la época cuando apuntó que «los conventos han adquirido muchas casas» de tal manera que sus rentas estaban divididas en una multitud grande de partes respectivas a los inquilinos en arrendamientos de casas386.

La nueva composición de la riqueza conventual trajo ciertos cambios en la política económica conventual. La necesidad de quedarse con propiedades urbanas que luego se rentaron puso de manifiesto un hecho económico: los rendimientos por arrendamiento presentaban menos pérdidas que los réditos cobrados por capitales. Así, es muy probable que lo que en principio fue casual y forzoso -el quedarse con propiedades urbanas que no pudieron rematarse-, luego se haya convertido en un hecho dirigido. El resultado de este proceso fue que los conventos se constituyeron en uno de los principales propietarios urbanos. Gracias al padrón general de casas de 1832 podemos saber que la Iglesia era propietaria de casi la mitad de los bienes inmuebles urbanos. La ciudad tenía entonces 2 965 casas con valor de 10 763 980 pesos, de las cuales la Iglesia poseía 1420 que representaban un valor de 5 361620 pesos. Los mayores propietarios eclesiásticos resultaron ser los conventos de mujeres, y el valor de sus propiedades urbanas fue de 2.5 millones de pesos. Entre los mayores propietarios conventuales figuraron La Concepción y Santa Catalina387.

El proceso por el cual se constituyeron en dueños de las principales casas de la ciudad fue contradictorio y azaroso. En primer lugar se presentó en el marco de una crisis urbana. Frente a ella, los conventos parecen haber garantizado y mejorado sus finanzas pues, como hemos visto, en el caso de La Concepción la riqueza en bienes raíces tuvo en la época 1680-1740 su mejor bonanza ya que la inversión creció de 54 826 pesos a 215 990 pesos (cuadro 10). Esta paradoja, de mejor economía conventual en periodo de crisis, se explica por la grave situación por la que atravesaba la economía poblana. La carencia de liquidez y los concursos de las propiedades fueron un hecho que tuvieron que afrontar los mayordomos conventuales. En el transcurso del tiempo, las cuentas mostraron que esas propiedades, con las que forzosamente se habían quedado, producían mejores rendimientos que los capitales. Posiblemente, ello se convirtió en una política económica consciente y el nuevo papel urbano de los monasterios les otorgó nuevas funciones. Para rentar las casas, éstas deberían estar en buen estado, lo que implicaba una reinversión en una escala considerable. La cuenta de 1713-1718 de La Concepción muestra que de sus egresos destinó 33.8% para «la reparación de casas y construcción de nuevas». En los numerosos recibos que se han conservado de los gastos de los conventos en el siglo XVIII, destaca la gran actividad que desarrollaron para mantener sus propiedades. Aparecen constantemente pagos a albañiles, pintores y carpinteros y la compra del material más diverso para la construcción. Vemos por tanto que gran parte de la fisonomía urbana del XVIII fue obra de la Iglesia y en particular de los monasterios.

Es muy probable que la adquisición de numerosas propiedades a nombre de los conventos haya producido también nuevas tensiones sociales. Un análisis de la ubicación de las casas en cuestión muestra que gran parte de ellas estaba en un lugar privilegiado dentro de la ciudad. Muchas eran casas de primera clase que debieron ser poseídas y habitadas por grupos económicamente poderosos y es muy probable que la crítica a la Iglesia como gran propietaria urbana haya surgido especialmente cuando el proceso de concentración de la propiedad parecía haber terminado en el último tercio del siglo XVIII. ¿Tuvo esto algo que ver con la disminución del proceso de acumulación de la riqueza conventual que se venía observando durante la segunda mitad del siglo XVIII? Aunque sea posible, sería muy aventurado señalar que la tendencia a la caída de las profesiones, observada en el segunda mitad del XVIII, correspondió al alejamiento de los grupos familiares despojados. De todas formas no cabe duda de que este hecho económico introdujo cambios no sólo para los conventos de mujeres sino que afectó la relación entre la Iglesia y la sociedad.






ArribaAbajoLas religiosas del convento de Santa Rosa y sus familias

La religiosidad conformada a partir de la fundación del convento de Santa Rosa (1740) ilustra parte de esta compleja relación. Este monasterio nació como beaterio en el siglo XVII y se consolidó como tal en el XVIII. En el transcurso de su formación el hecho permanente que mostraba su crecimiento fue la construcción de su edificio. Al lado de la iglesia se levantó la casa de las monjas, que era un lugar diseñado exprofeso para la oración. No sólo las nuevas calles tomaron su nombre, sino que las fiestas dieron una nueva vitalidad al entorno y Puebla adquirió una nueva patrona. Año con año desde 1683, Santa Rosa se sostenía lenta pero constantemente gracias a la existencia de un elemento fugaz y perecedero como una vida: las religiosas que pasaban generación tras generación por sus puertas, lograron con su religiosidad y empeño que Puebla fuera «una ciudad de conventos».

Las monjas que vivieron cotidiana y silenciosamente en el monasterio de Santa Rosa provenían de diversas sectores étnicos y sociales que tuvieron como interés común el tener al menos una hija monja entre sus miembros. Esas mujeres se habían desligado del seno familiar para formar otra comunidad doméstica, ascética y religiosa que rezaba incansablemente por la salvación de los hombres y, en especial, por sus padres y hermanos. El estudio de los grupos de origen constituye un hito importante en la historia de cada monasterio. El caso elegido para mostrar tal proceso es el de Santa Rosa, que desde su misma fundación se presentó como la suma de esfuerzos sociales heterogéneos en la búsqueda de un solo ideal religioso.


«... Yo, María Theresa de Santa Catharina...»

Cuando una novicia profesaba como monja en el convento, todo cambiaba para ella. Dejaba su pasado atrás, abandonaba su familia y la vida mundana, que llamaban «del siglo». Un hecho simbólico especial era el mudar el nombre con el cual había sido bautizada y que había llevado durante casi 20 años, para adoptar uno nuevo. Nada podía ser más representativo que asumir, aunque sea sólo parcialmente, una nueva identidad al renunciar, principalmente a sus apellidos, a su linaje y a sus antepasados y a recibir una herencia mayor que la que sus padres en ese momento les asignaban, en la mayoría de los casos, como su dote. Ello estaba en relación con la noción de la «muerte del siglo». Diez meses antes la novicia se había separado definitivamente del núcleo familiar, y la ruptura había quedado formalmente legalizada mediante el protocolario dictado del testamento ante el notario en las rejas del monasterio.

Este acto materializaba, por una parte, la idea del final humano, la despedida del cuerpo material y la muerte social de la monja; por otro lado expresaba la vinculación de la joven con una nueva comunidad, misma que se encargaría en adelante de su vida y de su muerte.

El testamento simbolizaba algo más que un acto de derecho privado destinado a regular la transmisión de bienes. Era, por así decirlo, un acto religioso impuesto por la Iglesia: el final de su vida como seglar y el principio de su vida como religiosa. La novicia confesaba su fe, reconocía sus pecados y los redimía mediante un acto público. Dentro del mismo esquema textual se hacía notar algo de suma importancia, que simbolizaba el cambio de «estado» definitivo de la novicia, su «muerte para el siglo» e inclusión en una comunidad monástica, con un nuevo nombre que se confirmaba cuando profesaba y tomaba los votos perpetuos. De esta manera, la primera religiosa del convento de Santa Rosa que hizo su profesión, el 12 de julio de 1740, en manos del prebendado de catedral y vicario general del obispado Gaspar Antonio Méndez de Cisneros, fue recibida ritualmente por la entonces priora, «quien asimismo se reconoció en voz alta como... Yo, María Theresa de Santa Catharina...» profesando junto a ella otras 24 fundadoras.

La designación nominal de las religiosas correspondía a composiciones de varios elementos. El primero de ellos por lo general correspondía al nombre de pila común con el que había sido bautizada y el segundo al de un santo, santa o alguna advocación de un misterio religioso, como María Lugarda de la Encarnación o Anna de la Santísima Trinidad. Para estudiar algunos de los nombres de las religiosas del convento hemos reconstruido el siguiente listado:

Cuadro 12

Nombre de las monjas profesas en Santa Rosa (1683 y 1740)

Ana Josefa del Corazón de María
María Antonia de San Miguel
María Manuel del Espíritu Santo
María de los Dolores Josefa
María Ana de San Pedro
Manuela Antonia de San Anselmo
Lorenza Josefa de la Purísima Concepción
Manuela Josefa de San Juan
Ana Isabel de Candelaria
Ana Josefa de San Ignacio
M.ª Joaquina de San Francisco
Ignacia María de San José
Ignacia Gertrudis de los Dolores
M.ª Gertrudis de Cristo
Ana Josefa de San Pedro
Margarita Josefa de la Santísima Trinidad
Ana María de San Jerónimo
María Francisca Javiera de San Bernardo
María Teresa de Santa Catalina
María Antonia San Juan Bautista
María Magdalena de Jesús Nazareno
Ana María Gertrudis de San José
Clara María de las Llagas
María Ana Águeda de San Ignacio
Josefa María del Santísimo Sacramento
Clara María de Santa Bárbara
Antonia Rosa de Santa María
Gertrudis María de San Bernardo
M.ª Lugarda de la Encarnación
María Manuela de Santa Rosa
María Ignacia de San Cayetano
María Ana de Santo Domingo
Manuela M.ª Ana de San Joaquín
Ana María Francisca de la Santísima Trinidad
Ana María de San Juan
Filotea María de San Agustín
María Manuela de San Francisco
Ana María del Corazón de Jesús
María de Santa Inés
Juana de Jesús María
María Teresa de la Santísima Trinidad
Juana María Micaela de San Nicolás
María de San José
Antonia María de San Miguel
Ignacia de San José
María de Carmen Agustina de San José
Margarita Micaela de la Luz
Rosa de Santa María
María Francisca de San Juan Nepomuceno
María Josefa de San Pedro
María Lugarda de la Encarnación
María Antonia de la Santísima Trinidad
María de la Luz de San Antonio
Antonia de la Paz María Guadalupe de la Santísima Trinidad
María Rosalía de la Sangre de Cristo
Josefa Gertrudis de San Diego

FUENTE: ACSRP. Libro de profesiones.

Es difícil circunscribir de manera exacta todos los nombres a una orden religiosa en especial, pues hubo advocaciones compartidas como la Purísima Concepción cuyo culto fue impulsado por los franciscanos y los jesuitas y en determinado momento también por el clero secular. Tuvo gran arraigo en Puebla pues además de un monasterio de monjas franciscanas, la catedral compartía esa misma dedicación, además la virgen era patrona de la ciudad desde 1619388.

Como se puede observar en el listado, la mayoría de los segundos nombres de las monjas correspondieron al santoral dominico, entre ellos no podía faltar el nombre de Santa Rosa en varias formas; así, tenemos a sor Rosa de Santa María, sor María Manuela de Santa Rosa y sor Antonia Rosa de Santa María. Como era de esperarse, encontramos también nombres de otros santos relacionados con los predicadores, dado que el monasterio se formó bajo su tutela. Figuraron sor María Ana de Santo Domingo, María de Santa Inés y María Teresa de Santa Catalina.

Es notable la influencia que ejercieron los jesuitas pues además de sobresalir como confesores y guías espirituales de las religiosas, influyeron en la elección de los nombres de profesas como se hizo patente con: Manuela del Espíritu Santo, Ana Josefa y María Águeda de San Ignacio, Ana María del Corazón de Jesús y Margarita Micaela de la Luz, entre otras. Por su parte, San Francisco, patrón de la orden hermana de los dominicos, también estuvo presente, como en los casos de María Joaquina de San Francisco y María Manuela de San Francisco. Entre los nombres más repetidos aparecieron los de los apóstoles San Pedro y San Juan, citados tres veces cada uno, tampoco faltó San Miguel, especial patrono de la ciudad, respecto a este último, se puede apuntar que ya desde la fundación del convento se le tenía una especial consideración. Su principal patrocinador, Miguel Raboso de la Plaza, dejó 6 000 pesos para la celebración de su misa anual, que se celebraba el 24 de junio en catedral, con maitines en la noche anterior, tercia, procesión, misa cantada, procesión especial y sermón, tal como se hacía para San Pedro en la misma basílica. Don Idelfonso Raboso, el padre, había mandado hacer una ermita al mismo santo en el convento de Santa Catalina; además, el ingenio que la familia tenía en ese entonces se llamaba San Juan Bautista. Sin olvidar que la Virgen de esa advocación era considerada por las monjas como su principal protectora.

Los nombres a los que más recurrieron las monjas fueron San José y la Santísima Trinidad, que se repiten en cinco ocasiones. El primero recibía un gran culto en la ciudad por ser reconocido como uno de los patronos más antiguos e importantes; baste señalar que la segunda parroquia más grande de Puebla estaba bajo su protección. Por su parte, la Santísima Trinidad desde hacía más de un siglo había inspirado tal devoción en la ciudad que existía desde 1616 un convento bajo su advocación. Igualmente socorrido resultó Jesús o Cristo bajo diferentes denominaciones; María Rosalía de la Sangre de Cristo, Juana de Jesús María, María Gertrudis de Cristo.

A pesar de existir algunas recurrencias, es significativa también la variación nominal que obedeció a diferentes intereses como puede observarse en el cuadro 12. Como se ha dicho, el nombre de la religiosa estaba compuesto de dos partes. En algunos casos, la primera correspondió al de su bautizo. Ana María Pardo adoptó el de Ana Josefa del Corazón de María, Antonia Gertrudis Bairo Millán fue María Antonia de San Miguel, Ana Catalina Isabel Fernández tomó el de Ana Isabel de la Candelaria, e Ignacia Gertrudis López de Herrera el de Ignacia Gertrudis de los Dolores. De estos y otros ejemplos se desprende que, por lo general, la mujer conservaba al menos un nombre original cuando profesaba, lo que resultaba importante para preservar cierta identidad individual. Sin embargo, en algunos casos fueron sustituidos por el de los santos correspondientes a los nombres de sus padres o madres.

En el caso especial de las carmelitas descalzas, en algunas ocasiones las mujeres que profesaban y suplían a las que morían llegaron a adoptar uno de los nombres religiosos de la difunta. Por ejemplo, Ignacia Teresa de San José, que en el siglo se llamó Ignacia Roxas Cabrera, profesó el 17 de julio de 1784 en lugar de la madre María Teresa de San José quien había fallecido el 16 de abril de 1783389.

Su transformación en monjas significaba para ellas una nueva vida, a la que se unía parte de su nueva identidad, ligada a la imitación, ensalzamiento o renombre del santo cuya nominación habían adoptado. También de esta manera edificaban un parentesco o liga espiritual entre ellas, y contribuían decisivamente a la conformación de un sentimiento de unidad religiosa dentro del convento. El mantener su propio nombre o el de sus padres significaba que la nueva vida era en realidad una fusión entre la identidad familiar y la conventual.




... Ser hija legítima y de legítimo matrimonio

Cuando una aspirante a religiosa entraba al monasterio, sabía que tenía que renunciar al mundo exterior. Dejaba atrás la vida del siglo que hasta entonces había llevado. Los actos que parecían ser un completo desprendimiento y casi una negación de sus orígenes, eran en realidad complejas y continuas interacciones entre los conventos y las familias.

Al igual que el resto de las instituciones religiosas, los monasterios de mujeres sentaron su base en el grupo familiar. Que éste fuera sólido, legítimo y cristiano fue antecedente indispensable para quien pretendía ingresar a un convento, amén de demostrar no tener ningún antecedente sospechoso de heterodoxia. Además se debía de garantizar la manutención de la aspirante en el monasterio mediante la dote. Como ya se ha dicho, en algunos casos, las primeras beatas y religiosas ingresaron sin dote en algún convento de reciente creación porque los fundadores y benefactores, como patronos de la institución, habían dejado ya una cantidad suficiente para su sostenimiento. En Santa Rosa, pudieron ingresar las primeras veinticinco religiosas sin dote pero las restantes tuvieron que aportarla. A partir de los datos disponibles, sabemos que en 1793 había 36 monjas y es muy probable que en buena parte del siglo XVIII haya habido un número mayor de veinticinco.

Ciertas condiciones familiares eran imprescindibles para que una religiosa pudiera profesar. Previamente a la toma de profesión de una monja, se le notificaba al obispo que los requisitos para su ingreso habían sido cubiertos y entonces, el mismo obispo emitía una comunicación formalizando los trámites y la investigación sobre la familia de la joven aspirante. Una vez que se depositaba la dote en las arcas del monasterio y tras mostrar que la candidata procedía de matrimonio legítimo, se sometía a examen su vocación y era propuesta a la comunidad. Se dejaba también claramente explícito que al morir la religiosa, la dote pasaba de manera definitiva a manos del convento. Así, por ejemplo, el 30 de abril de 1759 llegó al convento un escrito donde se describían los formalismos reglamentarios:

Don Domingo Pantaleón Álvarez de Abreu, por la Divina Gracia y de la Santa Sede Apostólica Arzobispo, Obispo de esta ciudad y obispado de la Puebla de los Ángeles, asistente del Sacro Solio del Consejo de su Magestad:

Por quanto vía de depósito irregular paran en poder del mayordomo del Convento de Santa Rosa de Dominicas Recolectas de esta ciudad, los tres mil pesos de la dote de Sor María Josepha de San Ignacio, hija legítima de Juan Joseph de Malpica y de Anna María de Estrada, novicia para velo y choro en el sobredicho monasterio. Habiendo sido explorada por Nos la libre voluntad y vocación de la contenida en orden a hacer su sagrada y solemne Profesión de religiosa de velo y choro en el referido convento según lo en esa razón dispuesto por el Sacro Santo Universal Concilio Tridentino, sin que hubiese resultado impedimento alguno [...] Por tanto: ordenamos a la priora y definitorio de dominicas recolectas de Santa Rosa, propongan a votos de su Comunidad a la sobredicha Sor María Anna Josepha de San Ignacio, a efecto que siendo admitida canónicamente por la mayor parte de ellas haga su solemne Profesión [...] bajo condición de que por su muerte ha de suceder el convento en la propiedad y dominio de los expresados tres mil pesos de la Dote [...]390



En este documento se especificaba que los familiares de la religiosa ya habían entregado la dote al mayordomo. En el caso de las religiosas que estaban por arriba del número fijado por la fundación, era una condición que el mayordomo del monasterio recibiera con antelación el respaldo de tal cantidad. Él era quien administraba los bienes externos ya que las religiosas, por su carácter, no podían hacerlo por sí mismas391. Como administrador llevaba las cuentas de todos los bienes conventuales, casas y dinero, y tenía la obligación de entregar las cuentas al obispado para que un funcionario las revisara y les diera el visto bueno.

Además de la dote, era muy importante comprobar el origen familiar de las aspirantes. Se formaban expedientes por cada religiosa, llamados «certificados de pureza», en los que se describía la calidad del linaje de la novicia. Este requisito fue heredado de la costumbre hispana que desde el siglo XVI justificaba su exigencia en razón de la discriminación racial contra los españoles de origen judío, elemento que se había convertido en un factor arraigado a la vida pública de manera paralela al proceso de reconquista espiritual.

El culto de la limpieza de sangre se transfirió a la legislación española392 y el derecho castellano la impulsó en la Nueva España. Para solventar las exigencies de la limpieza de sangre, los españoles que no poseían tales certificaciones buscaban sacar a la luz su origen étnico como garantía de poseer antecedentes familiares con abolengo de cristianos viejos o de origen noble o hidalgo.

La exaltación a la nobleza del alma garantizada por el ser cristiano viejo contribuyó a difundir entre las capas sociales no aristocráticas el sentimiento de la honra. Las discriminaciones raciales introdujeron una división profunda entre cristianos viejos y nuevos. Por ello el señalar el origen geográfico de las mujeres aspirantes a profesar como monjas, fue de primordial importancia; ello garantizaría de alguna manera la aprobación real y canónica del convento y representaría una garantía de la salvaguarda del honor peninsular, amén de la continuidad de una práctica religiosa de origen europeo.

Durante el siglo XVIII en continuidad con esa práctica, el establecimiento de este vínculo entre la familia, el grupo étnico y el convento se observó en la gran preocupación y cuidado con que se investigaban los antecedentes de la aspirante. En estos expedientes se incluía con frecuencia la partida de bautismo de la joven y cuando era posible, toda la documentación que acreditara la pureza y legitimidad del linaje393 . Don Miguel García del Valle, procurador de la audiencia eclesiástica de esta ciudad emitió un certificado en el que constaba que...

por derecho de Anna María Pérez de Tembra combiene probar y averiguar el ser como es natural de la villa de Córdova e hija de legítimo matrimonio de Francisco Pérez de Castro, Notario y Revisor de Libros por la Suprema y Actual administración de los diezmos de esta Santa Iglesia de dicha Villa de Córdova y Orizaba y sus jurisdicciones [...] y de Ignacia Tembra y Zimanes, difunta, natural que fue de la villa de Córdova y nieta por parte materna de don Joseph de Tembra y Zimanes natural del reino de Galicia y vecino actual de dicha Villa y de Catahalina Soto, todos los susodichos españoles [...]394



Sin embargo, en ocasiones era imposible reunir de manera directa y concisa todas las pruebas porque los padres o la novicia procedían de diferentes partes de España o de la Nueva España y alguno de los abuelos por ambas líneas ya no vivía, o resultaba que los parientes cercanos a la monja habían vuelto a España. En estos casos se recurría a testigos a los que se les hacía una serie de preguntas sobre los parientes y abuelos de la religiosa. Siempre se les interrogaba por separado, y se aludía al tiempo y la calidad de su relación con los padres de la novicia. Se explicaba el origen de los cuestionados pidiéndoles que declarasen de dónde eran o fueron vecinos y naturales y el tiempo que tenían de conocer a los primeros. Con el fin de buscar las raíces familiares más antiguas, el testigo rememoraba la antigüedad y relación de los abuelos maternos y paternos o de sus antepasados. Sobre el núcleo familiar cercano, el cuestionamiento se orientaba a la corroboración del estado matrimonial de los padres de la novicia; si eran casados y velados legítimamente por la iglesia católica y si habían procreado como hija legítima a la aspirante. Aquí se cuidaban de preguntar al testigo la manera en que los padres se dirigían a la futura religiosa, es decir si públicamente la reconocían como «hija». Finalmente llegaban al meollo del interrogatorio que expresaba la preocupación clara de la Iglesia por conocer los orígenes religiosos familiares. Se decía literalmente a los testigos:

Si saben que los dichos, padres, abuelos paternos y maternos, y sus demás ascendientes son cristianos viejos, limpios de toda mala raza de moros, judíos, infieles y herejes y de los recién convertidos, y que si son sin muda de negros mulatos u otra gente sospechosa y que no vienen ni descienden de los comprendidos en el alzamiento en Portugal sino que todos son y descienden de gente limpia y de limpia generación[...]395

Con la información siguiente buscaban descubrir si ninguno de los dichos o sus ascendientes habían sido penitenciados por el santo tribunal de la inquisición, ni por otro tribunal eclesiástico ni seglar [...] se ahondaba particularmente en el comportamiento de la joven y la formación moral de la religiosa; «si había sido educada bajo el santo temor de Dios, en buenas costumbres y sin dar escándalo con el ejemplo». Certificaban, por último que los declarantes obraban cristianamente, de buena fe y sin estar «cohechados o amenazados».

El núcleo familiar era para la Iglesia de la época un linaje, una sucesión de generaciones en la cual el comportamiento u orígenes de uno de sus miembros era decisivo para todos los demás. Era el antecedente que garantizaba el buen proceder de la religiosa, asegurando con ello el adecuado funcionamiento del monasterio junto con la conservación de su lugar en la sociedad. El proceder de «cristias nos viejos», significaba no tener antecedentes de ningún grupo que hubiera estado alejado de la ortodoxia católica o cuya fe original hubiera sido distinta del cristianismo. El prestigio social era una garantía para obtener buenos testigos. En pocas palabras, la familia de la monja tenía que ser reconocida y estimada por los vecinos y personas de fiar de la Iglesia.

Los sectores pudientes de la sociedad buscaban ligarse a los conventos de mujeres con los que se establecía una relación recíproca a cambio de la educación religiosa y moral de sus mujeres: el prestigio que por un lado proporcionaba el albergar hijas de padres prominentes y por otro, el incremento del capital simbólico que adquiría una familia mediante la fundación de un monasterio o de hacer ingresar a alguna de sus hijas como monja.




Los Raboso de la Plaza, fundadores de Santa Rosa

El nacimiento del convento de Santa Rosa fue producto de los esfuerzos de los dominicos, principalmente a través de fray Bernardo de Andía, y de la tradición familiar de los Raboso de la Plaza, no sólo por los medios materiales que aportaron sino sobre todo porque representaban los intereses de un grupo de poblanos que se propusieron fundar el penúltimo monasterio de la época colonial en la ciudad de los Ángeles hacia 1740.

El caso de esta familia muestra la evolución de la religiosidad de un hogar de acaudalados poblanos. Cuando Miguel Raboso se refirió a los motivos que lo llevaron a fundar el citado monasterio, si bien reconoció la gran devoción que él había sentido por la primera santa americana, también expresó que esta peculiar inclinación la había heredado de su padre, por lo que no era sino un continuador de la obra de Alonso Raboso de la Plaza. Veremos algunos aspectos de la vida de este personaje, los que condujeron a una familia a invertir parte considerable de sus esfuerzos en tal empresa.

Alonso o Idelfonso Raboso de la Plaza fue un español que vino de la villa de Illana, Toledo. Hijo del capitán Diego Raboso y de Quiteria de la Plaza, en la Nueva España, ya figura como capitán, casado con María Guevara y Fajardo. El apellido de su esposa llegó a ser bien conocido en Puebla, pues en 1664 se cita a Juan Guevara y Fajardo como alguacil mayor de la ciudad. Es probable que nuestro personaje descendiera de nobles, pues a su muerte se reprodujo en sus exequias el escudo del linaje que ostentaba. Su máximo logro fue en la burocracia, ya que llegó a ser alguacil mayor de la ciudad. La religiosidad como fuente de prestigio resultó clave en su carrera política; su marcado comportamiento caritativo se manifestó en muchas obras, aun cuando no pasaba de ser un hacendado acomodado que no pertenecía ni a la élite ni a la oligarquía del Ayuntamiento. Los actos que narran el principio de su obra están fechados en el año de 1662, cuando...

padeció grande calamidad este Reyno en las semillas. Valía el mais a tres pessos [...] Abrió las troxes, repartió a los pobres indios y a todos los necessitados que venían a buscarlo, sin más intereses que remediar del común las necesidades. Ea, que este es bueno para padre de una República. Salga del campo, dexe la hera, sirva la vara [...]396



Este tipo de actos de caridad propició el inicio de su vida pública en el cabildo de la ciudad de Puebla. Pasó entonces de ser un hacendado de Izúcar a miembro del Ayuntamiento de Puebla. Bien es cierto que Alonso Raboso gozaba de un origen noble y que poseía propiedades rurales y urbanas que hacían de él un candidato a cargo en el cabildo397, su marcada religiosidad le sirvió a su vez para acrecentar su renombre. Parecer haber desempeñado cabalmente su oficio, ya que:

[...] con que desinterés rigió la vara de su justicia! con que zelo la utilidad de su Respública! Llevado de este zelo común hizo la Puente que llaman de Cholula, tan importante a este Reyno. Aderessó las cárceles, los Hospitales, y las Audiencias, que aunque es verdad que esta nobilísima ciudad le libró todo el dinero con la liberalidad que acostumbra: pero en lo actual de su obra, suplió todo su gasto, por la utilidad del común. Y llevado por el zelo común, en el pueblo de Yzocan [Izúcar] en un río caudaloso, en que peligravan muchos pobres indios, y vecinos de toda la jurisdicción, hizo otra Puente muy costossa [...]398



En la ciudad de los Ángeles, tuvo cuidado de proveer todas las enfermerías de los conventos con algunas limosnas y dejó una dotación de 2000 pesos al hospital de San Juan de Dios, para que se pusiera a rédito y se compraran sábanas para los enfermos. Según su apologista trató, inútilmente, de que sus limosnas no se descubrieran: «dejaba de darla porque se la pedían en público: hasta que la mandaron le diesse en qualquiera parte»399, aunque fue su voluntad que no se difundiesen hasta después de su muerte.

Su más destacada labor caritativa se reflejó en sus donaciones a la Iglesia. Otorgó 1 000 pesos para la edificación de San Agustín de Atlixco, 300 pesos para la construcción de parte de la cúpula de San Juan de Dios de Puebla, reconstruyó la de San Sebastián, donó 100 pesos al convento de La Merced para la terminación de su torre, en el de San Francisco costeó la pila del patio, y ordenó blanquear totalmente el templo de San Antonio. Contribuyó también a la construcción de la casa de niños expósitos de San Cristóbal. En la ciudad de México dejó una dotación, para que todos los sábados del año se cantara el salve en el santuario de Nuestra Señora de los Remedios. Envió a su patria, España, «gran cantidad de pesos para que se fundase un patronato perpetuo» para beneficio de los huérfanos pobres de su linaje. Remitió, además, una lámpara grande de plata a la parroquia donde lo bautizaron. Entregó dotes de 200, 300, 500 y 3 000 pesos como contribución para la profesión de varias monjas.

Tuvo especial apego a los religiosos de santo Domingo. En el convento de San Pablo, donó 117 pesos para hacer la portería; a la capilla de Rosario regaló otros 100, además de una cantidad igual a la casa mayor de dominicos de la ciudad para instalar puertas en la sacristía. Las religiosas de Santa Catalina se beneficiaron particularmente por su generosidad: durante la estancia de sus tres hijas como profesas de velo negro y coro400 mandó construirles una importante ermita de retiro en el monasterio; además, junto con el colateral del niño perdido en la iglesia, mandó se aderezasen todas las oficinas interiores del convento, «lo que le costó gran cantidad de pesos», además, hizo una dotación de 4 000 pesos para que sus réditos se distribuyeran entre las religiosas pobres.

A su muerte, el 11 de abril de 1680, en el sermón fúnebre, el dominico José de Espinosa401 expresó: «Llorole este Convento de Predicadores agradecido: pues no fuimos los menos interesados en sus obsequios». Alonso Raboso y su esposa María Guevara fueron enterrados, por su expresa voluntad, en el convento de Santo Domingo de Puebla.

Su especial inclinación por los predicadores fue patente no sólo por las obras a las que contribuyó de una manera u otra, sino también por la forma en que se expresó particularmente el catolicismo familiar, ya que una de sus hijas adoptó por segundo nombre de religión el de Santa Rosa, advocación muy reciente y claramente identificada como santa criolla y patrona de América402.

La religiosidad de Alonso Raboso de la Plaza se tradujo ante todo por su apego a la orden dominica; después, en especial, al convento de Santa Catalina de Sena, donde sus hijas entraron como religiosas y por la intención de fundar un nuevo convento, con una devoción muy especial a Santa Rosa. Este último dato hace pensar que, a pesar de su origen español, Alonso Raboso de la Plaza se había identificado plenamente con los intereses locales y que, con la idea de impulsar la fundación del convento, contribuyó especialmente a los mismos. La muerte le impidió materializar tal deseo, pero su hijo sí lo realizó.

Miguel Raboso de la Plaza, hijo de Alonso, nacido ya en Puebla, fue el heredero principal de sus padres, iniciando por tanto su carrera con los principales bienes de la familia: un ingenio en zúcar, varias casas en la ciudad, plata labrada, carrozas, esclavos y el oficio que tenía su padre al morir, el de alguacil mayor de Puebla. La fortuna se concentró en Miguel Raboso porque sus hermanas fueron monjas y porque además de ser dotadas, recibieron cantidades menores de dinero para asegurar dignamente su subsistencia o sostener alguna celebración religiosa403. Además de esta herencia, Miguel había podido consolidar su fortuna con un buen matrimonio. Al año siguiente de la muerte de su padre, en 1681, se casó con Thomasa de Gárate, originaria de la ciudad de México e hija del doctor Juan de Gárate y Francia, oidor de la real audiencia, y de Antonia María de Chávez, vecina de la ciudad de Puebla. Su matrimonio duró 11 años, durante los cuales, aun que tuvo varios hijos, sólo le sobrevivió uno, Juana Raboso, pues los demás murieron a corta edad.

Previamente a la fundación del convento de Santa Rosa, Miguel Raboso realizó otras acciones que contribuyeron a realzar su prestigio. En 1685, junto con el regidor Nicolás de Victoria Salazar, fue comisionado por el ayuntamiento para comprar un terreno donde se establecería el convento de Belén404, del que fue patrono. Pero su obra más importante fue el patronato del convento de Santa Rosa. Por la devoción que tenía a esa santa, comenzó a construir por su cuenta la fábrica del convento, para lo cual compró primero el sitio donde se inició la obra405.

Su afición por los dominicos continuó siendo patente, hasta sus últimos días y al igual que sus padres, ordenó ser enterrado en Santo Domingo. Algunas de sus disposiciones testamentarias revelan sus sentimientos religiosos. Aunque murió en Atlíxco, su cuerpo fue trasladado:

a esta ciudad [...] y fue amortajado con el hábito de nuestro seráfico padre san Francisco y se le dio sepultura en el convento del Señor santo Domingo en la bóveda y sepulcro que le pertenece, y le acompañaron los curas capellanes, el venerable Cabildo de la santa Yglesia Cathedral de la ciudad, con sus religiones de ella y siento y sincuenta sacerdotes [...]406



En la evolución religiosa de la familia Raboso de la Plaza, don Miguel se empeñó en promover la beatificación de eclesiásticos que habían tenido un desempeño especial en América y concretamente en la ciudad de Puebla:

Mando a las mandas forzosas y acostumbradas con la del venerable siervo de Dios Gregorio López, a cuatro pesos de oro común cada una [...] mando para ayuda a la beatificación de los venerables siervos de Dios, el Ilustrísimo y Excelentísimo señor don Juan de Palafox y Mendoza, y madre Ma de Jesús, religiosa que fue del convento de la Limpia Concepción, de Nuestra Señora de nuestra ciudad de los Ángeles a veinte pesos del dicho oro a cada una, cuya limosna se de mis bienes [...]407



Las mandas forzosas descritas en los testamentos poblanos de la época son una muestra feaciente de la religiosidad criolla local impulsada por sectores prominentes de la sociedad. Gregorio López llegó a la Nueva España en 1562, vivió en una ermita en Zacatecas y después viajó a la ciudad de México. Se destacó por sus conocimientos y prácticas medicinales iniciados en Extremadura. Tuvo varios intentos de dedicar su vida al eremitismo pero debido a su mal estado físico abandonó la vida contemplativa. En el hospital de Oaxtepec colaboró asiduamente en la curación de enfermos y elaboró un texto importante donde fusiona medicina europea y americana. Finalmente radicó en Santa Fe, llevando una vida de penitencia y soledad. Por su particular religiosidad fue incomprendido, pero salió fortalecido de las sospechas a las que daba lugar su catolicismo, y su fama de santo propició el inicio de causa de su beatificación. Su ejemplo en la Nueva España había logrado hacer adeptos.

Por su parte, Juan de Palafox y Mendoza había sido obispo de Puebla entre 1640 y 1649 y sobresalió por sus intentos de reorganizar a la Iglesia fortaleciendo la autoridad diocesana. A pesar de no haber nacido en Puebla, sus virtudes eran consideradas como un orgullo por muchos poblanos; de manera especial, fue durante su estancia en la ciudad cuando se terminaron de construir varias iglesias, entre ellas la ilustre catedral angelopolitana. La madre María de Jesús fue una monja de La Concepción de Puebla que obtuvo un prestigio muy amplio por su ascetismo ejemplar y milagrosa vida. La causa de su beatificación durante mucho tiempo constituyó una reivindicación específicamente local. Miguel Raboso mostró su marcada inclinación por figuras representativas del nuevo mundo, en especial por Santa Rosa cuando manifestó en su testamento la voluntad de que su única hija, de escasos 11 años en 1692, se educara en el convento que bajo esa misma advocación él estaba promoviendo.

Los Raboso fueron relevantes para la ciudad de Puebla no sólo por la fundación de Santa Rosa. También dieron su nombre a la calle donde estaba ubicada su casa, que al menos desde 1774 se llamó calle de Raboso408. Es muy probable que por parte de la familia de su madre, María de Guevara Lucio y Fajardo, haya ocurrido lo mismo, pues existe una calle de Guevara, nombrada así por Miguel de Guevara.

El caso de la familia Raboso de la Plaza muestra la gran relevancia de la religiosidad familiar en la fundación y promoción de los conventos y sus advocaciones. Para que pudiera crecer y fortalecerse, el convento no sólo requirió de la voluntad de los fundadores, sino también de otras familias poblanas cuyas hijas formaron la parte viva y regenerarte del monasterio. Veamos algunas de las familias de las religiosas de Santa Rosa.




... De casa y solar conocidos

El acto de ingresar a un convento como Santa Rosa, por ejemplo, fue una de las respuestas del comportamiento religioso familiar, que se recreó a nivel de la educación dentro de sus hogares, propiciando la dedicación de más de un hijo o hija a la Iglesia.

Aunque algunas de las mujeres que ingresaban a los conventos procedían de hogares modestos o poco conocidos, un número claramente identificable de monjas pertenecían a la élite poblana o, como se decía en la documentación de la época, eran «de casa y solar conocido». Las siguientes historias revelan la articulación de la religiosidad familiar.

Sor María Gertrudis Josepha de San Miguel

Fue hija legítima del capitán Juan Bautista Saenz y de Leonor Godínez Maldonado, ambos muertos hacia 1693, cuando ella ingresó como novicia al entonces beaterio de Santa Rosa. Un hermano, el presbítero, Cristóbal Saenz Bautista, era su curador ad litem, una hermana era también novicia en el convento de San Jerónimo; Leonor del Niño Jesús, quien estaba por profesar cuando sor María ingresó a Santa Rosa, y otra hermana, María Josepha de la Encarnación, era religiosa jerónima de velo y coro.

El padre de las monjas, Juan Bautista Saenz, había tenido una casa de obraje en la calle que iba de Santo Domingo al río San Francisco, frente al rastro de carnero, con valor de 2000 pesos409. En 1685 sobre dicho obraje se cargó un censo «por la dote de Josepha Saenz, religiosa del convento de San Jerónimo»410. Y tenía otra propiedad en esquina frente a la iglesia y convento de La Merced, con valor de 5800 pesos. Este inmueble estaba hipotecado con 1000 pesos en favor de la capellanía que sirvió Andrés Pérez de Victoria y con 2000 pesos de otra capellanía que sirvió su hermano Cristóbal.

Por permuta, el valor libre de esta casa pasó, en concepto de herencia, a sor María Gertrudis Josepha de San Miguel el 26 de octubre de 1693. Como esta novicia religiosa estaba en el beaterio de Santa Rosa y ahí le estaban acudiendo con «sustento, vestuario y todo lo necesario por el Reverendo padre fray Pedro de Andía», protector de la citada hermandad de terciarias, Josepha de San Miguel le hizo cesión de la casa a dicho fraile, el 20 de marzo de 1694, para que como tal patrón y fundador dispusiera de ella a su voluntad. Para 1694 Josepha de San Miguel era menor de 25 años411.

Este caso muestra que varios miembros de una familia tuvieron vocación eclesiástica, hecho que encontraremos en repetidas ocasiones, también ilustra que el monasterio, aunque en algunos casos no pidiera dote, podía absorber parte de la herencia familiar de la religiosa.

Sor María Ignacia

Era hija de Ignacio Xavier Yañez Remuzgo de Vera y Josepha Camino y Frías, vecinos de San Agustín Tlaxco, Tlaxcala. Cuando se casaron, Josepha llevó como dote 4 000 pesos y él aportó un capital de 20 000 pesos. Además de la religiosa412, tuvieron otros cinco hijos: Manuel, Francisco, Josefa, Gertrudis y Joaquina. El padre de la monja, Ignacio Yañez, era dueño de las haciendas Mazaquiahuac y El Rosario, que había heredado por línea paterna413. No obstante ser labrador de Tlaxcala, residía en Puebla en 1773.

Los abuelos paternos de sor María Ignacia fueron Francisco Yañez Remuzgo de Vera y Thomasa Gárate y Palacios414. En 1712 la hacienda Mazaquiahuac pertenecía a Francisco Yañez, labrador de Tlaxco415 y pariente de la monja, este personaje era propietario de Nuestra Señora del Rosario, la que tenía «en arrendamiento pro-indiviso junto con los demás herederos»416, además, por la misma fecha tenía cuarenta caballerías de tierra laboría y un sitio de ganado menor montuoso (2 500 hectáreas)417.

Estas dos haciendas las heredó Ignacio Yañez, padre de la religiosa, quien además tenía que ver con otra gran extensión agrícola, la hacienda de San Blas en Hueyotlipan, que valía aproximadamente 25 000 pesos de la que era administrador y cuyo propietario era uno de sus yernos. Los Yañez y de Vera figuran también como dueños de otras haciendas en Tlaxco: Cristóbal Yañez poseía una hacienda y un rancho de San Buenaventura y Antonio Ximenez de Vera, la de San Antonio Toltecapan. La primera lindaba con Mazaquiahuac y estaba muy cerca de San Blas. El capitán Cristóbal Yañez Remuzgo de Vera, probable hermano de Ignacio, poseía propiedades rurales que valían 30 000 pesos y reconocía 18 000 pesos entre una capellanía y la dote de una monja. El yerno de Cristóbal era el capitán Antonio Moreno Ortega, a quien en 1712 le arrendaba la hacienda y el rancho.

Antes de morir, Ignacio Yañez, padre de la religiosa, pidió en su testamento se dijera por su alma y las de sus padres 200 misas de a peso cada una, mismas que fueron dichas por los religiosos de San Francisco Totimehuacan y de San Antonio Topo yango. Las haciendas Mazaquiahuac y El Rosario fueron heredadas por su hijo Manuel. La religiosa de Santa Rosa profesó a los 26 años de edad. Su madrina de bautizo fue su tía, Mariana Camino y Frías.

La familia de la futura religiosa de Santa Rosa vivía en 1773 en la jurisdicción parroquial de San Marcos de la ciudad de Puebla. El cura de San Marcos que la bautizó era entonces el licenciado Lucas Yañez, probablemente pariente cercano del padre de la monja. Este cura era capellán del convento de Santa Rosa cuando ingresó María Ignacia y él fue quien le tomó la profesión de votos. Es muy probable que este presbítero haya ejercido una influencia muy importante para que la joven haya entrado a este convento; ella, al momento de hacer su testamento «renunció» en favor de sus padres, a los que nombró como sus universales herederos y albaceas.

Los Yañez Remuzgo de Vera tenían vínculos importantes en la ciudad de Puebla. Un amigo cercano suyo fue Eugenio González Maldonado, coronel del cuerpo de milicias urbanas del comercio de Puebla, quien llegó a ser alcalde de la ciudad en 1764 y que aparece como testigo en las certificaciones de legitimidad y pureza de sangre de María Ignacia. Este personaje tuvo al menos otros dos parientes en el Ayuntamiento poblano como regidores. Uno de ellos fue Cándido González Maldonado, sargento mayor del regimiento de comercio y regidor honorario de la ciudad en 1773, el cual también testificó cuando profesó la religiosa.

El apellido Yañez Remuzgo de Vera además de figurar en Santa Rosa, apareció también en otros conventos de la ciudad de Puebla. Ana María de San Buena Ventura, hija de Pedro Mendoza y Escalante y de Rosa María Yañez Remuzgo de Vera y Guzmán ingresó en 1726 al convento de La Concepción418. Su sobrina María Micaela de San Bernardino, lo hizo en 1738 en el mismo convento419. Ellas convivieron como religiosas con Gertrudis de la Concepción quien profesó en 1734, mientras que su hermana Magdalena de Jesús profesó en Santa Catalina en 1740420; junto con sus dos medias hermanas; Ana Francisca de la Santísima Trinidad, hacia 1740, y María Josefa de la Sangre de Cristo quien ingresó 19 años más tarde421. También en el citado monasterio dominico profesaron, en 1736, 1741 y 1755, María Gregoria del Señor San José, Francisca de la Santísima Trinidad y Juliana Josefa de la Santísima Trinidad, hijas de José Ortiz de Casqueta, marqués de Altamira y vizconde de San Antonio422 y María Teresa Yañez Remuzgo de Vera y Guzmán423.

En total once miembros del clan familiar Yañez Remuzgo de Vera ingresaron a dos conventos poblanos en el siglo XVIII. En estos espacios continuaron reforzando sus lazos de consanguinidad las hermanas, medias hermanas y primas en primero y segundo grado. Éste es un ejemplo de una familia importante de terratenientes en Tlaxcala y en México que muestran el comportamiento de «la gran familia» conventual.

Sor Antonia de San Anselmo y Sor María Rosalía424

La familia de estas monjas era tan importante en Puebla que nominó a una de las principales calles de la ciudad. Una de sus casas de la calle Victoria perteneció después al convento de Santa Rosa y las referencias de la número 14 nos indican que el apellido Victoria Salazar figuraba ya en 1641 cuando el licenciado Nicolás Victoria425 presentó su título de médico. Este hombre, abuelo de las religiosas dominicas fue capitán y regidor, estuvo casado con Clara Úrsula de la Hedesa Verástegui426 con quien procreó seis hijos sobrevivientes; Juan Crisóstomo fue clérigo de órdenes menores, en 1706 dotó con 500 pesos al convento de La Concepción para la festividad que se celebraba por el novenario de la virgen del Carmen427 posteriormente fue capellán del citado monasterio428. Otro hijo, fray Fernando, fue religioso descalzo de la orden de San Francisco y sus dos hijas ingresaron al convento de La Concepción a fines del siglo XVII: María de San Nicolás (1689) y Josefa de San Diego (1692)429. Thomas fue cura de la parroquia del Santo Ángel de Analco en 1712, en 1725 fue vicario superintendente de los conventos de mujeres430 además de ser canónigo lectoral de catedral entre 1712 y 1746 cuando falleció431. Sus propiedades fueron heredadas por su hijo, el canónigo Diego Victoria Salazar y Frías, quien en 1698 fue arcediano, vicario superintendente y juez ordinario de los conventos de religiosas de la ciudad432, también llegó a ser deán de la catedral de Puebla en 1702, un año antes de su muerte433 . A principios del siglo XVIII, Diego dejó dinero para que se dotara a 10 colegialas en el colegio de Jesús María y gracias a él aumentó el número de mujeres educandas de 12 a 22434, además de concluir la capilla séptima de la estación del Calvario. Su actitud religiosa fue complemento del prestigio del linaje al que pertenecía y que expresó mediante la fundación de un vínculo en el que estableció que:

Todos los susesores del dicho vínculo se han de nombrar y apellidar Victoria Salazar y Frías desde el día que entraren en posesión y deben poner las armas del Deán en sus escudos y edificios [...] y cualquiera de los susesores no suseda y sea excuido si se Basare con mestiza, mulata, negra, china o india [...]435



Como parte de las estrategias familiares encaminadas a la preservación patrimonial, el hijo menor Ignacio Xavier, padre de las monjas, fue el único integrante de este clan que contrajo nupcias. Sobre él cayó la sucesión del vínculo pues su tío, el fundador especificó que «no podrán suceder en el vínculo clérigos de orden sacro, ni religioso ni monja que no se puedan casar»436 . Así que como único heredero contrajo primeras nupcias con doña María Nicolasa de Andrada y Moctezuma437 de cuya unión nació José Xavier quien heredó su cargo de regidor en 1739438, y Anna María de Victoria Salazar y Frías y Moctezuma quien se casó con Diego Cano y Moctezuma. Ella se encontraba como moradora del convento de la Santísima Trinidad en 1740439. De su segundo matrimonio con Ana María Páez de Villanueva profesaron como monjas de velo negro en Santa Rosa, sor María Rosalía y sor Manuela Antonia de San Anselmo en 1753; José Joaquín, su único hermano, fue clérigo y presbítero de este obispado.

La familia Victoria Salazar tenía también gran influencia en el cabildo secular, pues Ignacio Javier de Victoria Salazar y Frías, padre de las monjas de Santa Rosa, había sido alcalde, en 1708 y alcalde sustituto en 1724 y finalmente alférez mayor en 1737. Su medio hermano José Manuel Victoria, ocupó el mismo cargo en 1761 y fue regidor en 1787. La familia Victoria Salazar y Páez era una rama de este linaje tan influyente en la región a fines del siglo XVII y principios d el XVIII.

De esta segunda unión de Ignacio Javier, sus hijos fueron los menos favorecidos en cuanto a la participación del capital; hacia 1750 las novicias Victoria Salazar eran huérfanas de padre, por lo que en 1752, para poder profesar sor María Rosalía fue dotada por su hermano José Joaquín, mientras que sor Manuela de San Anselmo ingresó en 1753 mediante una obra pía, que había fundado a fines del siglo XVII el regidor Domingo de la Hedesa y Verástegui, su bisabuelo.

Este último núcleo familiar formado por los De la Hedesa-Verástegui figuró como miembro del cabildo catedralicio. Uno de sus miembros, Pedro de la Hedesa Verástegui, como racionero de la catedral, tomó la profesión de sus sobrinas, las hijas de Clara Úrsula de la Hedesa y Nicolás Victoria. Es curioso notar que la viuda de Antonio, otro De la Hedesa y Verástegui, vivía en 1715 en una casa propiedad del convento de Santa Rosa.

Otras monjas de apellido Victoria fueron las hijas de Isabel de Victoria y Gaspar de Sosa y Vasconcelos que profesaron en Santa Teresa (1674) y en Santa Catalina (1658). Este conjunto de núcleos familiares en torno a un linaje muestra un modelo de reproducción social donde el ingreso de parientes a las filas de la religión se asoció con la fundación de vínculos y mayorazgos.

Sor María Antonia

Era hermana de Gaspar Antonio Méndez Cisneros. Este presbítero en 1711 fue juez delegado de su santidad para tramitar la erección y fundación formal del convento de Santa Rosa; por la misma fecha era juez de testamentos, capellanías, diezmos y obras pías y provisor general y vicario de los conventos de mujeres sujetos al obispo. Ingresó al cabildo catedralicio como medio racionero en 1721, racionero en 1730; gobernador del obispado en sede vacante entre 1737-1743, canónigo en 1748, tesorero al año siguiente hasta 1756, fecha en que fue nombrado maestrescuelas; en 1757 fue ascendido a Chantre y murió en 1764. En diciembre de 1740 tomó profesión a las 25 fundadoras del convento de monjas de Santa Rosa, entre ellas, a su hermana María Antonia, quien llevaba 33 años en el beaterio. Otra de sus hermanas profesó en el convento de Capuchinas el 19 de diciembre de 1712 con el nombre de sor Ana Joaquina. La presencia de dos personajes familiares en torno a una fundación conventual sintetiza un esquema constante de religiosidad familiar novohispana.

Sor Ignacia María de San José y Sor Ignacia de la Soledad

Hijas de Ignacia Tembra y Simanes y de Francisco Pérez de Castro, vecinos de Córdoba, el padre de las religiosas había sido notario y revisor de libros de la inquisición, y administrador de diezmos de la iglesia de Córdoba; su madre había muerto en 1758 cuando ellas profesaron en Santa Rosa440. El certificado de pureza de sangre de estas religiosas centró la información sobre sus parientes maternos; sus abuelos José Pedro Tembra y Simanes y Catalina de Soto Noguera, eran originarios de Galicia pero residentes en Córdoba, él era miembro de la tercera orden de San Francisco y fundador de una capellanía para el disfrute de sus descendientes. Hasta 1760 la capellanía estuvo en manos del doctor José Tembra, tío de las monjas, quien fue canónigo lectoral de la catedral de Valladolid, Michoacán. Sus dos hermanas, Antonia del Corazón de Jesús y Nicolasa de San José441, fueron monjas profesas en Santa Catalina, y posiblemente influyeron en la decisión de hacer profesar a sus sobrinas en otro monasterio dominico.

La familia Tembra era propietaria de casas en Córdoba y de una ladrillera en Puebla. El padre de la monja era amigo del capitán Ignacio de Eguren y del regidor Joaquín Burguñas. Eguren tenía también una hija en el convento de Santa Rosa, sor Lorenza Josefa de la Purísima Concepción. La familia Pérez de Castro y Tembra procreó, además de las religiosas, otras dos hijas, una de las cuales, Teresa de Jesús, profesó a los 17 años en el convento de Carmelitas Descalzas de La Soledad, quedando la posibilidad de la reproducción familiar en la única hija que no profesó442.

Sor Manuela María Josepha de San Juan443

En este ejemplo se muestra que el culto a las devociones locales fue complemento de otras expresiones de religiosidad familiar. Sor Manuela María Josefa de San Juan era hija de María Josefa Ponce Lebrel y Aguayo y Juan Antonio Rabanillo y Sanabria, quien en sus disposiciones testamentarias444 hizo especial énfasis en su contribución a las mandas forzosas, dedicándolas a la beatificación y canonización de Juan de Palafox y Mendoza, fray Sebastián de Aparicio y la madre María de Jesús, todas nuevas devociones relacionadas en especial con Puebla, doce pesos al primero más cincuenta pesos de limosna a cada uno de los siguientes. Dispuso además que se le rezaren dos mil misas por su propia alma y la de sus padres445. Había fundado dos patronatos de legos con tres mil pesos cada uno y poseía un censo impuesto en su favor, que convirtió en misas por las ánimas del purgatorio446. Prometió su casa de San Andrés Chalchicomula a los padres carmelitas descalzos para que fundasen en ella un hospicio447.

El padre de Manuela María Josefa era una persona relativamente acomodada en la ciudad de Puebla, pues en 1747 poseía dos casas contiguas que él «mismo fabricó en la Calle del Alguacil Mayor que hacía esquina, justo enfrente de la plazuela de san Francisco»448. En ese mismo año obtuvo una merced de agua bajo la condición de instalar una fuente en la plazuela. En 1748 sacó a arrendamiento durante tres años los diezmos del partido de San Andrés Chalchicomula y en 1751 declaró poseer una hacienda de labor y ganado en Tepeaca, la que se componía de dos sitios de ganado menor y dos caballerías de tierra, misma que se hallaba aparejada de todo lo necesario: ganados machos de tiro, cría de ganado de cerda, manadas de todas las edades, chinchorro de ovejas, caballos de trilla, mulas de recua, semillas, casas de vivienda y oficinas, todas nuevas449. En 1761 declaró poseer un sitio de ganado menor en los lindes de su hacienda, llamado Nuestra Señora de los Dolores, el cual se hallaba libre de gravamen450. Además arrendaba otra finca llamada San Pedro Tecamaluca en la jurisdicción de Orizaba, que era propiedad del conde Del Valle451.

Manuela María Josefa tuvo además por hermanos a María Josefa, Josefa Anna, Juan José, José Mariano, Rosa Ignacia Josefa y María Ignacia y José Francisco de Jesús Rabanillo, quien fue regidor durante varios años, obrero mayor en 1777, capitán y más tarde depositario general del cabildo. Fue síndico del convento de San Francisco y alcalde de la ciudad en 1773; trasladó la fuente del interior del convento a la plazuela del mismo nombre, e intervino en la construcción de la fuente de San Miguel.

La monja de Santa Rosa, sor Manuela Josepha de San Juan, nació en 1737 en Chalchicomula. Ahí, el padre de la monja tenía una hacienda llamada Santa Inés, en cuya capilla fue bautizada la futura religiosa. Su padrino fue Juan Bautista de Navarra de Elorza, natural del reino de Castilla. Manuela Josefa Rabanillo ingresó al convento de Santa Rosa en 1755, cuando tenía 18 años. Otro miembro de la familia Rabanillo, la hija de su hermana, María Ignacia Rabanillo y del capitán Ignacio Larrasquito, profesó en San Jerónimo en 1783.

Sor María Francisca Javiera de San Bernardo

Hija de José de Conca y Manuela de Anzolasena Ocaña. Por línea paterna, sus abuelos fueron Gabriel de Conca y Ortega y Josefa Sotomayor, ambos de Sevilla, España. La familia por parte de su madre se arraigó primero en Tlaxcala y luego en la ciudad de Puebla. El abuelo materno de la monja, Juan Bautista Anzolasena, provenía de Vizcaya, España, y se casó con María Teresa de Ocaña, vecina de San Felipe Ixtaquistla, Tlaxcala. Un hermano de Teresa fue Carlos Ocaña, cura de Zongolica. Esta rama de la familia era pariente de Antonio Vizarrón, arzobispo y virrey de la Nueva España. Uno de los miembros más prominentes de este linaje fue Diego Anzolasena Ocaña, tío de la monja de Santa Rosa, que tenía dos almacenes y alguna propiedad urbana. A principios de la década de 1780, la fortuna de este personaje era un poco más de 80 000 pesos, suma considerable para los niveles de riqueza poblanos de la época. Entre los amigos de la familia de la monja estaban el capitán Agustín Espinosa de los Monteros, quien conoció a los Conca Anzolasena en Ixtaquistla y testificó su posterior avecindamiento en la ciudad; José Carmona y Tamaríz, cuya familia había tenido tratos con los padres de la monja desde Tlaxcala, y el capitán José López Milán, que vivía en la misma calle que los padres de la religiosa. Ana Francisca fue bautizada en la parroquia de San Marcos en 1739, lo que indica que sus padres ya vivían en Puebla en esa época. En 1766 tenía 27 años cuando profesó452, su padre había muerto y un hermano estudiaba en el colegio de jesuitas de San Ignacio.

Estas breves biografías de algunas de las religiosas proporcionan un panorama general del comportamiento y las estrategias de reproducción de las familias de las monjas de Santa Rosa. Aunque sólo describimos un número reducido de ejemplos, éstos pueden considerarse representativos de un grupo mayor de linajes conocidos en la ciudad de Puebla, sea por su poder, sus casas, sus haciendas o por tener uno o más miembros en el ayuntamiento o en el cabildo catedralicio. Otra característica importante es que varias de las monjas tenían parientes en otros conventos de la ciudad y otro tanto tenía al menos un hermano presbítero. Estos casos nos muestran que la religiosidad puede ser vista también como un hecho familiar que estuvo ligado al prestigio económico y social, relación que representó para la Iglesia un sólido vínculo con la élite de la religión. Así, las monjas poblanas, que caminaron por los oscuros pasillos de los conventos en las procesiones, con sus rezos cuando el sol se ocultaba o cuando aún no salía, las que cantaban en las luminosas mañanas para todos los que asistían a la misa del convento, las que se ocultaban en uniformes hábitos y tras los gruesos muros de los monasterios, aquellas que daban vida a los conventos, eran por su estirpe, de «casa y solar conocidas».








ArribaAbajoCuarta parte

Los conventos femeninos y el sistema devocional urbano



ArribaAbajo Introducción

A lo largo del periodo colonial, el surgimiento de devociones fue una expresión más de la adecuación de creencias que, como parte de un continuo proceso cultural, impusieron formas de sociabilidad y prácticas colectivas reconocidas no sólo como válidas sino como necesarias para el mantenimiento de la religión cristiana.

El aporte de los conventos de mujeres en la conformación del sistema devocional urbano estuvo relacionado con la gran importancia que alcanzaron en la cultura de la época. Determinar su lugar social requiere tomar en consideración diferentes aspectos; uno de ellos se refiere a las variadas manifestaciones de religiosidad que surgieron como respuesta a los intereses de una sociedad compuesta por emigrantes que con sus propios cultos se fusionaron con la población y las creencias locales. Por otro lado la adecuación y dedicación de las iglesias conventuales, las imágenes que se veneraban, el tipo de construcciones y las festividades, también fueron algunos de los múltiples aspectos que surgieron como consecuencia de la relación entre los conventos y el mundo urbano.

La filiación y relaciones entre diferentes cultos puede ayudar a comprender la fuerza que adquirieron los monasterios en el conjunto social, y su papel fue clave en las diversas fases de conformación de la identidad de la ciudad. Durante los primeros sesenta años de vida de la angelópolis, el santoral hizo referencia de manera especial a la intercesión de santos varones que, con excepción de Santa Bárbara y en casos extraordinarios de la virgen llamada La Conquistadora, fueron promovidos por el Ayuntamiento. Su función se asoció directamente con la súplica colectiva por la intervención celestial ante los accidentes de la naturaleza, como tempestades y enfermedades. En el periodo comprendido entre 1593 y 1700, surgieron advocaciones femeninas asociadas a nombres de conventos de mujeres que se insertaron en el calendario devocional urbano; mediante apariciones, sueños, milagros y sorteos, ganaron un lugar en las festividades populares hasta ser nombradas finalmente patronas de la ciudad.

De manera paralela al surgimiento de los patronatos femeninos emergió otra importante manifestación de la religiosidad asociada con la erección de los santuarios marianos en zonas periféricas de Puebla y de la región. Estos han sido considerados y estudiados como la forma devocional por excelencia de culto público453. Sin embargo, también emergieron otras formas alternas de devoción privada que contribuyeron a formar la identidad urbana. Como la más clara muestra de ese proceso tenemos que, dentro de los conventos femeninos, se manifestaron formas de culto privado a la virgen María a través de diferentes advocaciones particulares. Por tanto, constatamos a lo largo del siglo XVII la conversión de espacios monásticos en santuarios marianos temporales y privados que, mediante las apariciones y visiones celestiales, formaron parte de la vida mística al interior de los conventos.

Esta manifestación de religiosidad generada dentro de los muros conventuales a lo largo del siglo XVIII, contribuyó a identificar y definir parte del sistema devocional criollo al integrar a venerables monjas en proceso de beatificación en las nominaciones patronales e intercesoras454. Esta espiritualidad reflejada en las hagiografías y crónicas se constituyó en el modelo ideal que formó parte importante de la cultura local. El proceso culminó hacia 1754 con un cambio en el imaginario individual y público que dio cabida a los milagros colectivos con las apariciones de la virgen de Guadalupe dentro de dos conventos de calzadas.

Conjuntamente, durante este periodo, la religiosidad conventual se expresó también en un incremento de la veneración de las imágenes de Jesús, recreando así formas de devoción pública por medio del milagro. Estas variadas muestras de piedad fueron cuestionadas hacia la segunda mitad del siglo XVIII cuando se experimentó la reacción de las autoridades del clero secular contra las manifestaciones de culto popular.

Los conventos femeninos influyeron en la definición del sistema religioso urbano que, como una expresión del proceso civilizatorio, constituyó normas de comportamiento individual y colectivo, legitimando por medio del culto la conducta moral de la sociedad, además de dotar a la ciudad de una identidad religiosa que la diferenciaría, a lo largo de los siglos, del resto de la Nueva España.



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