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ArribaAbajo El imaginario conventual y la sensibilidad femenina

Para las religiosas, la búsqueda de la vida de perfección se expresó de diversas formas. En una de ellas, el imaginario conventual se recreó mediante un conjunto de prácticas que bajo la orientación de los confesores adquirieron un gran valor moralizante. El objeto de tales atenciones fue su propio cuerpo, en el que las experiencias místicas de las iluminadas cristalizaron en formas específicas de devoción experimental que sirvieron de prototipo de la conducta moral y civilizadora de las comunidades monacales. Lo prodigioso individual transcendió los muros conventuales configurándose en parte de la cultura urbana y del grupo criollo que representaba.

La unidad del cuerpo y del alma y la búsqueda del camino de la salvación tenía como presupuesto la castidad para los hombres y la virginidad para las mujeres611. Ello dependía del ungimiento divino de las condiciones de la santidad (las gracias, las virtudes y los dones). Por medio de ellas, las monjas iluminadas se convirtieron en heroínas y en prototipo de modelo a imitar por el reconocimiento de su «natural fragilidad» y la tenaz defensa de su castidad ante los embates del demonio.

En las constituciones y reglas monacales se buscaba el reforzamiento de los hábitos de comportamiento individual y colectivo de las monjas. Sin embargo, de manera particular, uno de los objetivos de lo maravilloso conventual estuvo encaminado a fomentar las apariciones, visiones, mensajes y milagros obrados mediante la persona de la «elegida». En estas descripciones se hacía continua mención a control, uso y tormentos de los sentidos como parte de la experiencia mística de cada religiosa. Los documentos los muestran vinculados a asociaciones simbólicas que de una manera racional se presentaron como contraposiciones lógicas; con la vista se vinculó la caridad y la oscuridad, con el oído el ruido y la armonía, a la boca le correspondió lo dulce y lo amargo, y lo caliente y lo frío al tacto. Estas oposiciones expresadas físicamente formaron parte del camino de la perfección al concebirse como parte de una lucha cotidiana contra las tentaciones y el pecado.

Normar los criterios sobre esa puerta que representaba el paso del exterior al interior del cuerpo (la boca), sobre lo que se podía ver y tocar, sobre el control de las reacciones a los estímulos olfativos y auditivos fueron aspectos esencial es en el imaginario conventual. Además, vigilar y mortificar cada uno de los sentidos formó parte del control del placer como norma de civilidad.


La vista: «La vista de la muger es una saeta...»612

¿Qué era, qué peligros ofrecía, cómo mirar? Nos lo ilustra el siguiente fragmento.


Dos cosas hay sin recelo
que solo pueden mirarse
los ojos han de fijarse
o en el suelo, o en el cielo.
El alma no se asegura
con llaves ni con cerrojos
solo con cerrar los ojos
tiene el alma la clausura613.



Pasando de los apetitos a las pasiones y de éstas a los sentidos, mucho cuidado se tuvo en «ejercitar la mortificación interior» [...] en especial, en el modestísimo recato de la vista; las carmelitas descalzas de santa Teresa llegaron a tanto que sólo miraban el trecho que necesitaban para andar; Melchora de la Asunción testificó:

que se pasaban años sin conocer a las religiosas por los rostros [...] todo este cuidado de mortificar la vista se observa hasta oy con tanto rigor que cuando la semana santa pasan las procesiones [...] y saliendo toda la comunidad al coro solo fixan los ojos en ver y adorar las imágenes, sin ver a las personas y si caen en alguna imperfección, que toque a la vista, piden licencia a la prelada para ponerse en los ojos vendas y cilicios614.



Objetivamente, la vista era considerada como una puerta abierta al contacto exterior, por lo que su normatividad quedó claramente explicitada en las pautas de comportamiento cotidiano de las comunidades monásticas. Como señaló el padre Alonso Rodríguez «que la vista de la muger es una saeta tocada con yerva venenosa que luego hiere el corazón [...] y asi es el pensamiento malo causado de esta vista [...]»615

La percepción visual en el imaginario de las religiosas se redujo discursivamente a binomios contrapuestos asociados a cualidades positivas o negativas. Así aparecieron casi siempre oscuridad contra claridad. Tal oposición se hizo extensiva a acciones de bajar y subir la vista.

Algunas veces, la negación de la comunicación visual fue vista como sinónimo de la oscuridad real o imaginaria, como le sucedió a Melchora de la Asunción quién después de que murió «purgando algunos deseos temporales estuvo sin ver a dios por espacio de 10 horas»616.

La noche oscura617 teológicamente reconocida como parte del camino de la vida de perfección metaforizó un conjunto de posibilidades en torno al sentido de la vista. Isabel de la Encarnación:

[...] estuvo metida en una batalla terrible, quebrantado el cuerpo con tantas y tan intolerables enfermedades sin regalo ni descanso, el alma metida en una noche oscura, el entendimiento ciego, al imaginación loca, la voluntad llena de sequedad, desamparo, congoja [...]618



En la lógica opositora del maravilloso conventual a los símbolos tenebrosos, se opusieron los de la luz y por medio de ésta, la mirada podía ser dotada de gracia divina y captar imágenes sobrenaturales. Así cuando María de Jesús recorrió la tierra de los infieles:

[...] vía mucha oscuridad y conforme eran los pecados que aquellos bárbaros cometían i bisios tenían, eran los demonios que allí abia unos en figura de grifos, otros de micos. Pasola (su ángel) por tierras de los cristianos donde bido gran claridad [...]619



Asociada la mirada con la claridad y la acción ascensional, apareció un conjunto de elementos que evidenciaron el simbolismo de la gloria mediante la descripción de horizontes luminosos, resplandecientes, azulados y dorados, como lo muestra la visión de la purificación del obispo de la Mota y Escobar descrita por Isabel de la Encarnación.

[...] al fin (el obispo) salió andando por encima de las aguas y [...] empezó a andar por este camino de flores con mucha gracia y donaigre [...] al fin de este camino estaban doce hombres ancianos, todos vestidos de blanco y con su barba blanca y crecida y con una gravedad santa les saludaron estos santos y dos de los mas ancianos le cogieron y llevaron de la mano y en forma de procesión se lo llevaron por aquel camino hasta que los perdió de vista y diole Dios a entender que los doce ancianos eran los doce apóstoles y aquel campo el paraiso [...] y se lo llevo Dios al cielo, isabel le bido subir glorioso al cielo [...]620



Las constituciones no en vano señalaron el peligro que entrañaba el «mal mirar». El demonio no solamente atentaba contra la castidad y la pureza de esa manera, también impedía elevar la vista evitando «mirar a Dios». La misma religiosa:

por espacio de cinco años no pudo alzar los ojos ni mirar ninguna imagen ni otra cosa por que los demonios le tiraban los ojos con tanta fuerza que parecía se los querían sacar621.



En la imaginación de las religiosas, las experiencias sobrenaturales más intensas correspondieron al campo visual (imágenes de apariciones). Con la inseparable conjugación de luz y oscuridad, se metaforizó la luz del entendimiento a la que se opuso siempre a la loca imaginación.

La voluntad tanto mas fuerte, sublime puramente y con mayores ganancias produce actos de amor divino cuanto mas sobrenaturalmente esta el entendimiento alumbrado con deslumbradoras verdades. [...] Su amor en esta unión es puro, sutil, sobrenatural, interior, delicado, trae consigo una novedad que deleita sin curiosidad una tranquilidad que pacifica con mucho sosiego el alma a ratos le venia una contemplación pasiva que es oración de silencio a donde el alma absorta en dios era divina paciencia622.






El oído: «Metiósele el demonio en el oído...»623

«El oído podía ver mas profundamente de lo que pueden ver los ojos», decían los manuales de las religiosas que:


Se debe tener presente
que tiene el mundo perdido
Eva que quiso dar oydo
al sylbo de la serpiente.
En este mundo ruidoso
y el rumor de quanto pasa
ensordece y embaraza
para oir la voz del esposo624.



Las constituciones atendieron a la especial función del oído, su cuidado comenzaba cuando novicias y profesas asistían a la reja de los locutorios acompañadas por las escuchas, para evitar que las religiosas «escucharan pláticas no convenientes al estado religioso» y para impedir el intercambio de papeles u objetos625. El silencio, cuidado por las celadoras626 fue uno de los componentes esenciales de la vida de recogimiento, al romper el silencio al hablar y el oír incluía un comportamiento previamente normado y aprendido: «En el hablar, semblante y andar, sean imitadoras de la humildad y mansedumbre de nuestro Señor y su Santísima Madre». Pues sólo se permitía hablar en voz baxa, precisamente lo necesario pero en todo tiempo y lugar «se escusen palabras ociosas y demasiadas»627.

En la medida en que cualquier factor extraordinario pudiera alterar la relación mística entre las religiosas y su amado esposo, se buscó individualmente evitar cualquier exceso. La cédula de profesión de la hermana Úrsula de San Juan dice que era «extraordinariamente hermosa», por ello, esta sierva de Dios:

[...] por no estarlo se lavaba la cara con jabón y se ponía al sol y le pidió a nuestro Señor le quitara el sentido con que había de ofender a nuestro señor y así le quito el oído628.



El oír se concebía como un acto pasivo. Lo oído se tenía además que interpretar y originaba una imagen indirecta. Como en el caso de los otros sentidos, se presentó en el imaginario un dualismo, en este caso el de silencio-ruido. Este último, se asoció a un conjunto de elementos nocturnos, como la ruptura del silencio obligatorio y la interrupción del sueño, los cuales fueron también objeto de especial atención por parte del demonio. Dice Francisca de la Natividad que a Isabel de la Encarnación quiso Dios probar su paciencia:

Desde sus primeros años de religiosa por medio de un duende que desde novicia la persiguió en figura de ermitaño con un gran rosario de cuentas muy gordas que yo misma las oía caer por que daba golpe, esto la afligía mucho por que le quitaba el sueño con el ruido que hacia, mas ella no sabia que era demonio hasta que andando el tiempo se desengaño de que non era duende sino demonio629.



Contra los ruidos, y los gritos la ayuda divina fue la palabra de Dios «oída» por las elegidas, como alternativa a los sonidos del «mundanal ruido». La voz de su Amado les pedía una mayor entrega...

Juana de san Antonio estando en el dormitorio oio una voz que dijo mui recio gloria o infierno para siempre ella pensó que todas la oían como prosiguió el silencio echo de ber que ella sola la abia oído. Otra noche bido nuestro Sr. de pasión y llagas que le decía dame tu corazón630.



No sólo el ruido opuesto al silencio monacal alteró la oración verbal y mental, ésta también se rompió por el dolor que disminuía la capacidad auditiva. A Isabel de la Encarnación el demonio le torturó

[...] primero en figura de culebra fiera le ciño la frente y cabeza atormentandole los sentidos asfisiandola en tanto extremo que no se puede decir, metiosele el demonio en el oido dabale intolerable tormento con tanto rigor que quedaba atormentada como si con un puñal le atravesaran el cerebro, entonces estaba sin poder mover pie ni manos como cosa muerta631.



La melodía o el canto armonioso en el coro desempeñaron un papel semejante al silencio; el momento de especial comunión con su amado esposo. La paz conventual era una condición indispensable para la oración mental en la medida en que neutralizaba la confusión producida por el ruido.




El tacto: «... ni bolvi a tocar cosa blanda
de lienso o seda, sino todo aspero de lana...»632


Además de lo dispuesto sobre el conjunto de los sentidos, el tacto fue específicamente tratado. Su máxima expresión fue la castidad que elevada al rango de voto fue uno de los puntos básicos de la vida de perfección. Por tanto se ordenó siempre de manera directa una clara coerción que limitaba el tocarse unas a otras entre las religiosas. Sobre ello se aplicaron los castigos correspondientes a las culpas «graves» y «gravísimas» que aludían a las acciones de «manos violentas» contra otras religiosas o contra la abadesa633.

También se buscó evitar el contacto corporal en la vida cotidiana, por lo que se ordenó que monjas y priora durmieran en dormitorios donde las camas de las religiosas estuvieren «separadas unas de otras en competente distancia», prohibiendo, la abadesa o la priora que duermieran dos en una misma cama, el dormitorio siempre debía tener «lámpara encendida». La sensibilidad personal también se limitó visual y físicamente mediante el uso de ropas que recordaban su estado de religión aun en los momentos de descanso «ceñidas con cordones, con velo en la cabeza», con zayuela y escapulario634. Si alguna de las enfermas «sintiere fatiga en tener vestido, la priora podía dispensar el que duerma sin ello por algunos dias, con tal, que tengan debajo de la cabecera, o almohada el escapulario [...]»635

Para evitar el contacto corporal por la falta de camas, se prohibía, que sin licencia del obispo durmieran niñas o criadas en los mismos dormitorios que las monjas. En el siglo XVII la privacidad monacal en cuanto al manejo del cuerpo se redujo a usar cortinas de brin o cotense para dividir las camas. Estas restricciones fueron alteradas con el tiempo con la construcción de «tabiques» para conformar celdas individuales, con la admisión de supernumerarias, niñas y criadas en los conventos de calzadas, donde a mediados del siglo XVIII en las celdas particulares convivían juntas al abrigo de la noche.

El empleo de las manos se expresó en la necesidad de mantener el cuerpo ocupado para evitar la ociosidad, «enemiga del anima la cual es puerta y camino por donde entran los vicios y pecado y llevan el anima a la perdición»636. Se regulaban los ademanes de las manos todo el tiempo, y en especial al dormir existían prescripciones de tipo moral dado que el espacio destinado para el descanso había sido previamente santificado pues luego que se hacía la señal con la campana debían asistir en el acto todas las monjas y «se ponga cada cual en su cama donde esperaran al bendición del agua bendita que ha de hacer la priora o vicaria [...]»637

El control del tacto quedó asociado al placer carnal, por eso se recomendaba a «nuestra religiosa que conoce quan peligrosos son los asaltos de este enemigo doméstico, que es la carne, pida a dios que la sujete, o que la crucifique con los clavos de su temor santo»638. Para María de san José, este temor se extendía hasta el contacto cotidiano. Asociando todo tipo de texturas al placer corpóreo. Ella confesó que:

No bolbio a caer en mi cuerpo cosa nueba, ni bolvi a tocar cosa blanda de lienso o seda, sino todo aspero de lana. I de la manera que me mantube en el calzado, de esa misma manera me mantuve en el bestido. Lo eternizaba a puro remiendos [...] i para los remiendos, no gastava ni ilo ni pita, sino que de lo mismo desilachava un pedaso i sacava las ebras con que los cosía639.



Por otro lado, el tacto y la sensibilidad fueron concebidos como medios de comunicación con Dios, la Virgen y los santos. En estos contactos, el simbolismo de lo sobrenatural se enfocó hacia las manos como receptoras y manipuladoras de objetos como anillos de cristal, varas de oro, cintas de colores e incluso fueron objeto de castigos y señales divinas. Dios permitió que una religiosa difunta le pidiera oraciones a la madre María de san Alberto para la salvación de unas ánimas del purgatorio y para dar mayor crédito a la aparición, la muerta:

tomo en su mano el llavero de la dicha madre de san Alberto [...] le quemo solo unas llaves [...] para darle a entender a la dicha María de san Alberto (que) todos sus hermanos estaban en purgatorio [...] i que isiera oración y por todas estas llaves que se bieron quemadas i sola una limpia, la dicha san alberto iso mucho oración, misas y sufragios por sus ermanas i ermanos640.



Las iluminadas pudieron además de visitar, sentir las penas del purgatorio; generalmente el dolor que las afligía era semejante al que experimentaban los que purgaban culpas. En estos casos excepcionales Dios les permitió a estas religiosas permutar su propio dolor físico para salvar algún alma, estableciéndose una especie de compromiso entre la monja y Dios. Las manos, junto con el dolor corporal interno formaron parte de esta relación. A la madre Isabel de la Encarnación:

Dios le dio a probar las penas del purgatorio en solas las manos por mas de ocho dias y eran de manera que clamaba al cielo por que sus manos estaban moradas y las llemas de los dedos no parecían sino que querían reventar de hinchadas y estaban mas negras que moradas, io se las ponía en mojado en agua bendita y con esto descansaba641.






El olfato: «El demonio por todas partes se lo ponía en las narices»642

El olfato, al igual que los otros sentidos, fue sujeto de control, más moral que real dadas sus características fisiológicas. El cronista de las Carmelitas Descalzas de Santa Teresa describió las mortificaciones a las que se le debía someter en estos términos, a las monjas:

son tan mortificadas en el olfato, que cuando cortan flores, rosas y azar, para aderezar los altares, no se da caso; que lleguen por diligencia suya a gustar sus fragancias, aplicándolas al sentido, que las persive; y cuando componen olorosas casolejas para las festividades, no pudiendo excusarse de recevir sus aromáticos vapores, como también de las flores y del azar [...] levantan el corazón a Dios pidiendo a su Divina Magestad el suave olor de las virtudes643.



El control del olfato estuvo asociado con el de la vista. Con el fin de normar el manejo de los escrúpulos, como prueba de humildad y obediencia644 a Francisca de la Natividad su maestra le ordenó comer un gran huevo crudo [...] se lo bebió con tanto asco que era milagro de Dios el poder hacer esto. En adelante esta prueba le permitió, para vencer su «frágil» naturaleza, tomar...

en su boca cosas muy asquerosas y sucias, y que a los principios no podia labar un servicio por que se quebrava todo su cuerpo de las arcadas (vómito) que el asco que no estaba en su mano ni podia mas, mas dijo que con la gracia de dios y por medio de la mortificacion le habia dios facilitado tanto el mal olor de los servicios que antes le olian [...] que muchas veces le acontecio tener mas lebantad(a) la oracion fregando los servicios que si estuviera en el coro y ansi andaba rogando que le hechasen este oficio por que lo estimaba mas que el ser reina de todo el mundo según el aprecio y estima que tenia de hacer el mas bajo oficio es digno de ser el mas estimado645.



En este caso se planteó el control del asco causado visual y olfativamente por una imagen. En el primer caso (del huevo crudo) el olfatear y ver fue una respuesta semirrefleja646. El segundo fragmento (de los servicios sanitarios) muestra que el control de los sentidos como parte de un conjunto de actitudes corpóreas, para algunas elegidas, formó parte del camino de la perfección647. La vista y el olor se asociaron con la boca al incrementarse la secreción gástrica, siendo necesario un esfuerzo sobrenatural para no perder la postura erguida al arquearse por el vómito648 causado por el asco. Ahí residía el mérito del sacrificio.

El camino de la perfección no era sencillo y directo, en el caso de Isabel de la Encarnación, la enfermedad asociada con la purificación le ocasionó el rechazo de sus compañeras pues además de que «tenía mal de orina, jaqueca con riguroso dolor de oído tan recio que era intolerable, los vómitos tan continuos que no podía retener una pasa en el estómago [...]»

padecía intolerable hedor que las religiosas apenas podían sufrirlo y el mal olor penetro de tal manera las tablas de la cama que tuvieron que quemarlas y el colchoncillo se deshizo fuera de casa por su mal olor649.



Como de costumbre, sobre este sentido también el maligno tuvo que ver. No sólo podía originar escrúpulos sino que le estaba permitido, con el fin de probar las virtudes de las monjas, trasmutar el dulce olor de las flores en tentaciones. Describe la religiosa carmelita que el demonio:

nos atormentaban con millares de tentaciones tomando forma de una doncella y con un ramillete de flores en la mano, en aquellas flores estaban infundidos todos los vicios y maldades del infierno y ponían mucha fuerza en que olieran aquel ramillete de flores del infierno y se lo ponía en las narices y aunque la tal religiosa se defendía con demostraciones de torcer la boca hacia unas partes y otras el demonio por todas partes se lo ponía en las narices650.






El gusto: «... Tenga un palo en la boca durante una refección»651

Vos hablais, y os distraeis: vos hablais, y la gracia calla: vos hablais, y no escuchais a Dios que os habla. Quanto menos hableis a las criaturas, hablara Dios más a vuestro corazón...652



El gusto formó parte de un sistema sensorial en el que la cavidad bucal y los órganos internos asociados con ella se veían articulados como un todo. En la medida en que la boca fue depositaria de varias funciones, se explicitó el control especial que se debía tener sobre la lengua. El silencio voluntario era una muestra digna de gran perfección porque para la religiosa «que no refrena su lengua vana es su religión»653. Las constituciones normaron justamente el acto de hablar; esto quedó expresado claramente en todos los grados de culpa y la sanción siempre procuró reprimir el uso inadecuado de las palabras al refrenar el órgano de su emisión. En 1630, se señaló que la religiosa que «por palabra o señas diere ocasión de turbación o escándalo a otra su hermana [...] o que fuere hallada en sembrar discordias revolviendo a sus hermanas con otras que es oficio de satanás, tenga un palo en la boca durante una refección [...]»654 Gráficamente se presentó a la religiosa con un candado en la boca ya que ésta se consideró como «la puerta y esta puerta está muy mal sin llave que asegure el tesoro que está adentro»655.

Además de hablar, por la boca se ingerían alimentos. La comida y los actos asociados con el tracto digestivo fueron uno de los primeros placeres corpóreos sobre los que se enfocaron las descripciones del imaginario conventual.

Fue en el refectorio donde se expresaron con mayor fuerza las manifestaciones de lo sobrenatural. Por medio de prácticas ascéticas, las religiosas buscaron enfrentar las tentaciones del demonio que se ensañaba especialmente con algunas, al impedirles deglutir los alimentos alterando la motricidad de los órganos en cuestión. El mal asediaba a Isabel de la Encarnación con dolores: primero empezó por el cerebro, después le afectó una «postema» interior de tal forma que terminó provocándole con esto un «encogimiento de todos sus miembros, apretavansele las quijadas tan fuertemente que llego a punto de muerte por no poder comer»656.

Resulta interesante resaltar que el demonio actuó afectando todo el sistema gastrointestinal. Al final de la vida de la religiosa antes citada, adivinaron los demonios que ya se les iba acabando su comisión, por lo que la torturaron con tan extraordinarios tormentos que parece había llegado el fin de sus días...

coxianle las entrañas dentro del cuerpo y las torcían causandole un dolor intolerable de colica y no le permitian de tomar cosa de substancias si a pura fuerza tomaba algo luego lo trocava pasabanlo a la boca y los ojos a l(o) puesto del rostro donde están las orejas con tanta fealdad y dolor que causaba espanto a las circundantes y esto con movimiento tan profundo que ponía grima inflamole el higado con tan grande y tan artificial fuego que se abrazaba como en vivas llamas con todo esto fueron tantos los gemidos que daba que no dormía de noche ni dexaba dormir657.



El tipo y la forma en que los alimentos se ingerían tuvo que ver directamente con la circulación de la sangre, con la temperatura y con el consecuente humor de las religiosas.

En la comida se expresó uno de los puntos sustanciales en las imágenes del cuerpo. Por medio de asociaciones penitenciales y ascéticas se llegó al grado que el acto de ingerir alimentos no pudo disociarse ni existir de manera independiente de ellas. Había sin duda aspectos superlativos en lo imaginario conventual relacionados con el acto de comer y los rituales que lo enmarcaban. Las Carmelitas Descalzas de Santa Teresa:

solían entrar en el refectorio de rodillas a besar los pies de todas las religiosas, otras veces estaban puestas en cruz todo el tiempo, que duraba la comida: comer en el suelo y tenderse a la puerta del refectorio para que todas las pissen era muy ordinario: suelen también entrar con un plato o basija a pedir limosna y la comida que recojen de lo que va dando cada una la comen en el suelo sentadas como si fueran pobres mendicantes y mendigas, pordioseras, quedando con esto quanto mortificadas, tanto gozosas, por ejercitar la pobreza, que tanto aman como legítimas herederas de la Seraphica Madre santa Teresa de Jesús658.



Vemos aparecer en este conjunto de actos penitenciales otra vez las oposiciones. El gusto debió ser contrariado, a voluntad o por prescripción de los directores espirituales.

La normatividad en los actos alimenticios estaba encaminada al control del gusto. Se condicionó el tiempo, las posturas y la actitud al ingerir alimentos. Como parte de estas manifestaciones, el sancionar el mundano gusto de comer se complementó con la abstinencia de probar manjar o renunciando a probar algún sabor. El acíbar, amargo zumo de la planta del áloe, estuvo casi siempre presente en las penitencias relacionadas con el comer y su objetivo fue el de alterar el sabor del alimento. Sobre la multiplicidad de testimonios de cómo se empleaba, basta citar el de María de Jesús que:

En la virtud de la mortificación se ejercito interior y exteriormente por que con padecer tan fuertes tentaciones y dolores en el cuerpo mostraba el rostro tan sereno y el animo tan sosegado que apenas se echaba de ver y decir y en la comida cebaba el disimulo asibar que tenia en un canutillo con que tomaba justo a la comida [...] En todo se mortificaba en el oído, vista y lengua de modo que solo lo necesario hablaba659.



Algunas de las imágenes alusivas a la boca remitían a una interpretación exageradamente rigurosa de los votos. La supresión de su función comunicativa se asoció con la imagen de la obediencia.

Sucedió que un día que se le quitase el habla quedándose con los demás sentidos, en la coyuntura le trajeron un poco de carnero asado en que reventó la iel del carnero, estaba la carne tan amarga y ella tan desganada que no pudo mas que probarla sin pasar bocado, aviso la enfermera a la madre priora y esta mando que le guardasen la misma carne y recalentada se la dieron al otro día para medio día, así se hizo y tampoco la enferma pudo comer, mando la priora que no le diesen otra cosa, el tercer día y los mismo sucedió, la cocinera el cuarto día movida de compasión tomo la carne y la pico y tomando su picadillo hallo que amargaba como iel y entonces le dieron unos quesos que al quarto dia comio660.



También la boca fue depositaria de valores positivos a través de actos específicos como lo fueron el orar, cantar o comulgar. La oración vocal expresada por medio de palabras y gestos era recomendada por los sagrados libros, los cuales convidaban a emplear la voz, la boca y los labios para alabar a Dios. Esta acción estaba encaminada a expresar, además del amor hacia el Creador, el acatamiento de las normas no sólo con el alma, sino también con el cuerpo y especialmente con la palabra como medio de expresión del pensamiento. El oír el sonido de la voz estimulaba la devoción pues el gesto intensificaba el afecto interior.

Las palabras de la consagración, durante la misa, «este es mi cuerpo [...] esta es mi sangre», proveían a la hostia consagrada de todo el ser físico de Cristo que por la boca entraba al cuerpo661.

Este conjunto de prácticas que definieron un modelo de comportamiento cristiano, fueron difundidas a través de las hagiografías y biografías. Su fin didáctico y moralizador se extendió durante la primera mitad del siglo XVIII y sobrevivió como ideal de perfección imitado e interpretado de diferentes formas, en los distintos monasterios de la ciudad. Hacia 1765 se intentó imponerlo en los conventos de calzadas con las reformas de Fabián y Fuero. Sin embargo la espiritualidad monacal había tomado entonces cauces un tanto diferentes.






ArribaAbajoDel milagro conventual a la devoción popular

Los documentos generados por las monjas para las reconstrucciones hagiográficas también fueron utilizados durante la apertura de procesos de canonización con el objeto de encauzar la figura de la religiosa por el camino de la santidad. Esta estrategia se aplicaba igualmente a los varones distinguidos por su santidad y fue propugnada no sólo por el clero secular sino por el Ayuntamiento.

Los clérigos y de manera especial los jesuitas fueron los encargados de difundir el aspecto pastoral de Vita y Miracula de las religiosas; en una premeditada combinación, sirvieron de cauce para emitir mensajes morales que ofrecían al pueblo modelos de comportamiento asequibles. Estas circunstancias determinaron la posibilidad de incluir a dos personajes ligados con la historia de Puebla en los anales de la santidad como prototipos de perfección americanos: la venerable María de Jesús y el beato fray Sebastián de Aparicio, ambos franciscanos. No todos los procesos de beatificación prosperaron con la rapidez y eficacia esperados. La lentitud burocrática y los obstáculos formales se acumularon. De manera particular se desarrolló el caso de María de Jesús, a quien se le llegó a reconocer como venerable sierva de Dios: «El lirio de Puebla». Fue en este mismo momento cuando Santa Rosa de Lima fue promocionada mediante un proceso similar como modelo de terciaria de la orden Dominica y Patrona del Perú662.

Pese a que la historia poblana no se engalanó con una beata nacida en sus inmediaciones, siguieron apareciendo muestras repetidas de una secular autonomía de las representaciones populares en materia de santidad. La citada religiosa y el obispo Juan de Palafox663 fueron personajes centrales en las mandas forzosas de 80% de los testamentos dictados entre 1650 y 1665, tendencia perceptible aún hacia 1750.

Esto muestra que el pueblo nunca perdió su capacidad creativa en lo que se refiere a la búsqueda de auxiliares o patrones espirituales. Por supuesto, el milagro perpetuó la posición privilegiada de tales personajes. En algunos casos, el clero aprovechó esos estímulos y los utilizó como un arma estratégica al servicio de una intención doctrinal.

Hacia la segunda mitad del siglo XVIII hubo ciertos cambios en las manifestaciones del imaginario conventual; la religiosidad monacal representada en el siglo XVII por la búsqueda de perfección individual e introspectiva de las «elegidas de Dios» caminaba hacia formas colectivas y públicas. Se debe entender este fenómeno como una forma de adaptación de la experiencia mística y sobrenatural hacia manifestaciones devocionales más abiertas representadas a través de lo milagroso y popular, características del siglo de la Ilustración.

Desde 1737, se había reconocido el patronato guadalupano contra la epidemia del matlazahuatl en la ciudad de México, y en otras ciudades como San Luis Potosí se hicieron actos semejantes que reforzaron la solicitud de su confirmación pontificia664.

En Puebla, las manifestaciones guadalupanas tomaron otro cariz cuando el 16 de julio de 1754 las religiosas de San Jerónimo dieron licencia a la priora y al definitorio para que en «manos del capellán del convento y bajo las solemnidades necesarias puedan jurar a nuestra señora de Guadalupe665 por especial patrona de dicho convento y sus moradoras [...] en reconocimiento de su patrocinio»666. Este juramento fue el inicio de una serie de manifestaciones sobrenaturales encaminadas a curar a 13 de las 77 monjas del citado monasterio, que se encontraba «afligido y contristado por la enfermedad de la epilepsia y morbo caduco, que de algunos años a esta parte padecen algunas religiosas, cuyo número va creciendo día a día...»667. Juraron todas las religiosas, y la primera que testificó acerca de su curación fue Antonia Manuela Guadalupe de la Emperatriz, religiosa de velo y coro, quien por mandato de su prelada dijo que:

el mes de abril de 1753 comencé a sentir los efectos interiores que causó el accidente de la epilepsia con el temblor de tierra que hubo el día 30 del mes de junio. Se me declaró en lo exterior con gran fuerza, con intervalos de golpes y suspensiones, sin que se pudiera conseguir que se quitara si no era con Evangelios y oraciones de sacerdote [...] así continúe 9 meses y 17 días lo más de este tiempo y por todos los días con gravisimos dolores y ardores y hubo ocasión que tuve el pecho tan cerrado que no se me percibía lo que hablaba [...] se me trabaron las quijadas que no podía abrir la boca para comer [...] estaba imposibilitada de asistir al coro y demás obligaciones; hasta el mes de julio de este año que se hizo al jura de mi Señora. Y luego que se efectúo, sentí materialmente como si me estuvieran quitando el peso o presión y palpitación del corazón [...] A la tarde reconocí que estuve totalmente libre y de todo efecto de epilepsia tal que luego puede asistir a coro y demás distribuciones de la Comunidad668.



Así fueron declarando cada una de las 14 enfermas, cuyos nombres eran:

Cuadro 16

Religiosas sanadas en el convento de San Jerónimo en 1754

Nombre de la religiosa Años de le enfermedad
Antonia Manuela Guadalupe de la Emperatriz 1
Josefa María Ana Guadalupe del Sacramento 6
Ignacia María Ana Guadalupe de San Bernardo 4
María Ana Josefa de San Antonio 5
Agustina Guadalupe Machorro 2
María Justa Guadalupe de la Santísima Trinidad 3
Bárbara María Guadalupe del Señor San José 3
Agustina Guadalupe de la Asunción 10
Josefa María Guadalupe del Corazón de Jesús 2
María Josefa Nicolasa de Guadalupe 12
María Guadalupe Josefa de la Soledad
Teresa Josefa María Guadalupe 8
Antonia María Guadalupe del Señor San José

FUENTE: Durán Manrique, 1971.

Resulta, sin lugar a dudas, significativa la asociación del nombre de 13 de las enfermas y la de la nueva patrona del convento. La imagen de la virgen de Guadalupe se encontraba allí desde el año de 1717, cuando Micaela Rosa de san Juan y Manuela Micaela de san Francisco de Sales669 la llevaron al convento como parte de sus pertenencias. Años más tarde el obispo Álvarez de Abreu, en la primera visita que hizo al convento, «le pareció mal que hubiera cuadros grandes en las celdas» y ordenó se devolviera a la casa de los parientes de las religiosas. La viuda Ortega (la madre de las religiosas) les confesó el secreto del prodigio de la imagen que se había quedado ahí como parte de los deseos de su esposo, sin duda también por voluntad divina pues más adelante sería la salvación de la comunidad, como patrona de la misma. Coincidió el milagro de San Jerónimo con la entronización de la guadalupana como patrona del virreinato en 1754670.

En la ciudad de Puebla, su protección se confirmó un año después cuando el 7 de octubre de 1755 fue nombrado promotor fiscal del obispado el doctor José de Tembra y Simanes671 y comisionado para recibir la información ofrecida en un memorial procedente del Convento de Santa Catalina de Sena de la ciudad. En él se informaba «haberse operado un suceso milagroso» ocurrido en la persona de Nicolasa María Jacinta672, en el locutorio del citado monasterio, bajo juramento declaró la dicha religiosa que habiéndole acontecido desde el día seis del corriente mes hasta el doce del mismo, calentura, dolor de cabeza y tan grave

desvanecimiento [...] copia de sangre que lanzo por la boca, agudo dolor en el pecho y espalda y una crecida hinchazón en el pulmón, muy escasa la respiración y estremada la fatiga para articular por lo muy ronca que tenía al voz a que se agregaba dolor en el estómago y vientre, ardor en las tripas y un tumor en el empeine que le impidió la deposición de la orina desde el día nueve del citado mes hasta el doce [...]673



Después de haberle aplicado todas las medicinas posibles, ante la gravedad del caso se le administraron la eucaristía y la extremaunción y después de haberlos recibido, recordó que el mismo día «era el que nuestra santa Madre Iglesia celebraba la gloriosa Aparición de Nuestra Señora de Guadalupe y alentándola la fe con el mayor esfuerzo que pudo se encomendó a la santísima Señora, pidiéndole que si le convenía morir de aquella enfermedad había de ser en su día, si no que le concediese la vida por milagro». Dadas las doce horas del medio día y aplicándose una imagen de la señora de Guadalupe, reiteró su petición insinuándole que:

no quería la vida para bien suyo, ni con otro fin, sino es por que con este milagro se extendiera su devoción y fuera más exaltada su gloria, que con morirse no perdía nada, por que esperaba en Dios que se había de ir a gozarla, y su majestad con no hacer el milagro perdería todas las alabanzas que le abían de dar, y pronunciando esto se sintió sin dolor ni embarazo alguno y comenzó a publicar que estaba buena y sentándose tuvo una copiosa deposición de orina674.



Así quedó instantáneamente sana de todas las enfermedades que padecía, y el día catorce se regresó a su oficio de sacristana. Para la certificación del milagro, se aplicó un interrogatorio a todas las religiosas del mencionado monasterio, las que contestaron de manera similar; la primera cuestión se refirió al reconocimiento de la guadalupana «la Mexicana jurada por Milagrosa Patrona de la América y en particular jurada de un año a esta parte como especial Patrona del Convento de Nuestra Madre santa Catalina de Sena».

El milagro675 fue también una prueba, asociada a la santidad; su certificación se operó sobre una realidad incuestionable que se basaba en la virtud de obras y de pensamiento; los testimonios de las monjas reunían estos requisitos.

La «racionalidad teológica» de la iglesia oficial hacia la religiosidad popular y sus manifestaciones tuvo que ir más allá del reconocimiento de los milagros de la Virgen. En los conventos de mujeres del siglo XVIII, se siguieron introduciendo milagros obrados directamente por Cristo en sus diferentes edades: Del niño cieguecito en la iglesia de Capuchinas, cuenta la leyenda que:

El 10 de agosto de 1744 después de la solemnísima festividad del Mártir san Lorenzo en el convento de la Merced de la ciudad de Morelia [...] un hombre falto de fe y lleno de odio antirreligioso se había escondido en la iglesia, profanó varios objetos litúrgicos. Una vez aprehendido confesó que profanó la imagen del Niño Dios que estaba en los brazos de la Santísima Virgen, le arrancó las manos y los pies y, aumentando su furor al escucharlo y verlo llorar tiernamente cuando iba rumbo al cerro, arrebató el agudo punzón (que servía para sustentar al Niño en brazos de la Virgen) y con él arrancó con atrocidad inaudita los ojos del santo Niño y le dio 33 puñaladas676.



El otro caso fue el señor de las Maravillas en Santa Mónica (1680)677. En ambos casos se editaron cuadernos explicativos del poder milagroso de las imágenes, con sus oraciones específicas que respondían casi siempre a una misma estructura, con ligeras variantes en cada caso y llevando al final la petición o súplica y agradecimiento. Se reproducía la imagen en forma de pequeños grabados junto con las normas que se debían seguir en el culto678.

Dentro de este esquema, la elección de la imagen incluyó un acto de fe individualizado, que se convirtió en testimonio de una nueva devoción. En ésta, se relacionaban una serie de variables, algunas relativas a los devotos, como las necesidades materiales o espirituales que deseaban ver satisfechas, y otras alusivas a la imagen, al modelo de santidad que personificaba y las facultades taumatúrgicas que le eran atribuidas.

Desde mediados del siglo XVIII, las iglesias de dos conventos de mujeres abrieron sus puertas al culto público. El carácter no oficial y casi heterodoxo de la devoción popular que estas imágenes generaron se reflejó en su ubicación dentro de la iglesia. Fueron situadas en un lugar secundario del templo, nunca en el presbiterio; El niño Cieguecito se ubicó incluso en la entrada, marcando simbólicamente una separación física entre el culto oficial y la religiosidad popular.

La devoción se centró en la entrada del coro bajo, de manera que los devotos no pasaban casi nunca al interior para orar o asistir a las ceremonias y cultos oficiales de las religiosas. La ubicación de las imágenes que recibían culto público en lugares secundarios de las iglesias no era arbitraria ni casual: respondía y expresaba la lógica que regía esta forma de manifestación de la religiosidad. El templo era el lugar donde se celebraba el culto oficial, era el corazón de los conventos de monjas y simbolizaba la separación entre las monjas y el resto de los fieles. La presencia de santos populares en los templos dejó ver la simbiosis entre las formas de entender la religión por parte de la iglesia oficial y la devoción popular.

Los cambios espaciales de las iglesias construidas durante el siglo XVIII motivaron alteraciones de la relación entre los fieles y las monjas y no fueron más que un reflejo de las tendencias encaminadas a limitar el intercambio de las experiencias conventuales que trascendían hasta entonces al exterior. De la misma manera se trató de limitar el culto a las imágenes populares que albergaban las iglesias conventuales.

Estos cambios, que estuvieron además relacionados con aspectos sociales y políticos, se venían anunciando con antelación, desde principios del siglo XVIII. La limitación del número de conventos y la dificultad para obtener licencias para fundar los nuevos -como en el caso de Santa Rosa-, las críticas a la vida monástica de las calzadas, la reticencia a aceptar lo milagroso como cotidiano y el mayor poder de las autoridades del clero secular sobre los monasterios, fueron los primeros hechos que denotaron los grandes ajustes institucionales que la Iglesia realizó en el siglo de las luces.

Las reformas de los conventos de mujeres formaron parte de una tendencia política encaminada a una secularización de la religiosidad. Matizadas de jansenismo, llevaban a extremar el rigor dentro de los conventos, a la vez que tendía a aislarlos del mundo exterior.

La última oleada de las fundaciones conventuales (1680-1748) se llegó a efectuar, pero después de una larga espera. Frente al mayor rigor de las instituciones hubo, sin embargo, factores que favorecieron el impulso a la religiosidad de los conventos. El tener un convento con una patrona criolla y el auge de las devociones populares de mediados del XVIII se pueden citar entre ellos.

Para la segunda mitad de ese siglo nos encontramos con una actitud reformista más agresiva y con una serie de cambios mayores que afectaron el lugar de los conventos en la sociedad. Como se ha visto en la tercera parte, las reformas precipitaron la caída del ingreso a los monasterios, al menos en algunos de calzadas.

A la crítica ilustrada, que seguramente estaba ya presente en esa época, y frente al hecho de haberse constituido en uno de los principales propietarios de las casas de la ciudad, las reformas limitaron también el contacto y relación con el resto de la sociedad e hicieron menos abierta y directa la simbiosis entre familias y monasterios. Aunque existen pruebas de que la relación de las familias locales con el clero secular tomaron un camino inverso en el siglo XVIII, cuando las capellanías adquirieron mayor vigor y los cabildos eclesiásticos estuvieron ocupados por mayor número de criollos, es un hecho que la relación de los grupos familiares con los conventos de mujeres resultó afectada. Entre las causas de este fenómeno, habría que preguntarse si no influyó también un cambio en la visión social de la mujer, al menos en determinados grupos sociales, ya que otros estudios han mostrado una disminución de la importancia de la dote matrimonial. El hecho es que en el último tercio del siglo, asistimos a la citada decadencia de algunos conventos, como La Trinidad y San Jerónimo, patentes en sus magras cuentas conventuales y escasas profesiones.

Por último, durante este proceso, la vida de las religiosas descalzas fue resaltada y prácticamente convertida en modelo, frente a la cual las calzadas no se convirtieron sino en meras aproximaciones. Sin embargo, no todo pudo ser sometido al racionalismo religioso. La resistencia a las reformas, duró años y la devoción popular en torno a lo maravilloso conventual siguió latente en advocaciones que hoy aún se veneran.








ArribaAbajoConclusiones

En este trabajo centramos nuestra atención en la relación existente entre el mundo urbano, los conventos de mujeres y la sociedad poblana del siglo XVIII. En un principio, fue la gran cantidad de bienes inmuebles propiedad de los conventos de monjas el proceso sobre el que se concentró la atención. Descubrir cómo todo un sistema de motivaciones espirituales llegó a definir la estructura de la propiedad urbana, orientó la investigación hacia el estudio de los mecanismos que permitieron tal proceso. El tema se fue ampliando al relacionarse con otras problemáticas que incluyeron a la familia, la economía y sobre todo la existencia de un modelo de comportamiento femenino que se cifró en la búsqueda de la vida de perfección. Esta interconexión llevó a plantear que los conventos formaron parte de un proceso integrador del cual fueron elementos necesarios para la difusión de la cultura novohispana.

De la interrelación de hombres y mujeres procedentes de diferente origen avecindados en esta tierra recién inventada para ellos, se derivó un problema muy concreto: la necesidad de establecer reglas que les permitieron sobrevivir y reproducirse. Los patrones culturales se proyectaron desde diferentes perspectivas. Los monasterios femeninos se convirtieron en núcleos que normaron y difundieron los hábitos y los comportamientos europeos a partir del ideal de perfección femenina. Este mecanismo de transmisión cultural se llevó a cabo porque ciertas tradiciones eclesiásticas coincidían con la necesidad de la sociedad de coaccionar y normar conductas individuales y colectivas. Como lo ha planteado Norbert Elias, la civilité tiene cimientos religiosos cristianos, por lo que la Iglesia fue uno de los órganos más importantes de la transferencia de modelos hacia abajo679.

En las reglas y constituciones conventuales se definieron las formas de convivencia pública y privada más elementales, en las cuales el margen de acción individual estuvo relativamente reducido. Esta relación respondió a una necesidad social que reclamaban precisamente aquellos modelos de conducta propios de la época y de la élite, misma que se sometió a autocoacciones en su creciente necesidad de distinción y prestigio. Esta dinámica social permitió que los espacios conventuales estuvieran articulados como un todo con la ciudad. Al momento de su construcción, se ajustaron al modelo urbano y le dieron vida al resguardar el honor femenino, valor familiar que permitió a los grupos socialmente poderosos identificarse y diferenciarse.

En Puebla, los conventos femeninos desempeñaron un papel importante como puntos de orientación y su simbolismo espacial sirvió para activar el crecimiento de la ciudad. Es importante analizar esta relación pues implicó cambios en la sociabilidad urbana que recientemente se empiezan a plantear en el caso latinoamericano. Los conventos de mujeres no fueron construidos al azar. Su ubicación daba cohesión al asentamiento español mediante los ejes de la distribución del agua, de la población de sus alrededores y de la economía local y regional de la cual formaron parte importante.

Al interior de los monasterios se reprodujo, en cierta medida, la jerarquización desigual de la sociedad, ya que diversas calidades de mujeres los habitaban y les daban vida. La castidad y la pureza femeninas, ahí resguardadas, implicaban el seguimiento de reglas estipuladas por sus constituciones, que les permitían convivir cotidianamente.

Las condiciones económicas y demográficas locales y regionales permitieron, en cierta medida, la interpretación de las reglas monásticas dentro de los conventos de calzadas680. El cuestionamiento que hizo al respecto Fabián y Fuero descontextualizaba las prácticas cotidianas y los esquemas de comportamiento de las monjas al no considerar las razones que avalaban esos modelos de vida «privada». Las fluctuaciones en el ingreso de las religiosas y la baja en el poder adquisitivo en determinadas coyunturas económicas orilló, entre otras muchas razones, a adoptar ciertas medidas que permitieran solventar esa situación. Así, resultó ser más costeable repartir el producto de los réditos dotales a cada profesa que mantener homogéneamente a toda la comunidad. Por otro lado, los ingresos se complementaban con el pago de «pisos» y «pupilaje» de novicias y niñas respectivamente, además de lo aportado por las supernumerarias. Al quedarse sin estas entradas, en obediencia a las disposiciones del obispo reformador, cuando los réditos de los préstamos conventuales se pagaban de manera irregular se suscitaba una quiebra para el monasterio.

Varias fueron las estrategias de sobrevivencia de los conventos. La compra y venta de celdas era un indicador del crecimiento o de la renovación de la población conventual, y finalmente representaba una fuente de ganancias pues el capital no salía del monasterio y constituía un suplemento de la cantidad dotal.

La reproducción de los nexos afectivos entre parientes fue una condición que permitió que la familia concibiera al monasterio como una prolongación de sí misma. Las sobrinas y sobrinas nietas que vivían con la hermana de la madre o del padre seguramente recibirían una adecuada «educación cristiana». Corresidían las niñas con sus tías conformando pequeños grupos consanguíneos y representaban potencialmente nuevas profesiones a mediano plazo. La salida de las niñas de la clausura originada por las reformas anunciaba así la futura escasez de monjas en la comunidad.

Es importante señalar que cada orden y cada convento tuvieron su propio ritmo de crecimiento y desarrollo; en algunos casos, su dinámica coincidió con las fluctuaciones regionales. En otros casos disminuyeron sus profesiones en las dos últimas décadas del siglo XVII debido a nuevas fundaciones. Ya en el XVIII, los de calzadas se vieron afectados por las reformas de 1765 y todos, excepto los de descalzas y pobres como las capuchinas, vieron amenazada su existencia.

Las formas artísticas que los monasterios inspiraron y su contenido espiritual formaron parte del desarrollo de las creencias y prácticas religiosas, por lo que estudiarlos en la larga duración ha permitido descubrir los cambios históricos en torno a las diferentes concepciones de la piedad, la pobreza, la obediencia y la castidad, no sólo de las monjas sino de las familias ligadas a ellas. La religiosidad se construyó individual, sectorial y colectivamente y su motor fue la familia.

Uno de los principales problemas a tratar fue el de la relación de los conventos de mujeres con la ciudad, a través del estudio de los grupos familiares. Las relaciones de intercambio que se establecieron entre ellos y las órdenes femeninas obedecieron a estrategias de reproducción social concretas, que permitieron transferir el concepto de vida de perfección a los miembros que pertenecían al linaje. Esta relación tuvo sus propios límites. Uno de ellos fue el papel que desempeñó la familia extensa como sinónimo de una corporación económica y política endógama y autoprotectora.

El estudio de los grupos ligados financiera y socialmente con los conventos permite entender cómo la entrada de sus mujeres a la vida de reclusión fue un fenómeno relacionado con procesos económicos y con modelos determinados de estructuras familiares y religiosas que cambiaron en el curso de los ciento cincuenta años que abarca esta investigación.

Según los datos disponibles hasta el momento, puede sugerirse que la familia nuclear tendió a perder fuerza en la conformación de la religiosidad femenina monacal, desde inicios del siglo XVIII.

La edad, el número de mujeres emparentadas entre sí, y la calidad étnica, económica y política de los progenitores de monjas varió a lo largo de nuestro periodo de análisis. Los cambios detectados en la edad de ingreso al convento pudieron significar que los lazos afectivos entre padres e hijas estuvieron determinados por la dinámica propia de la desintegración de esos núcleos familiares, pues fue diferente salir de casa a los 16 que a los 25 años para tomar los votos. Debe considerarse que la edad de entrada al claustro, en muchos casos siendo aún infantes, anticipó la ruptura de los lazos sentimentales domésticos, hecho que fue muy importante en la definición de modelos afectivos y de comportamiento dentro de los monasterios, lo cual fue severamente cuestionado por el obispo reformista Fabián y Fuero.

Por un lado, una pronta ruptura con la propia familia determinó que dentro del convento las religiosas jóvenes construyeran lazos de solidaridad emocionalmente fuertes que reproducían los modelos madre-hija, o maestra-alumna. Ejemplo de ello son las religiosas que escribieron los cuadernos de las iluminadas. En el caso de la madre María de Jesús, Agustina de Santa Teresa fue su discípula y, sin duda, ferviente admiradora. El otro tipo ideal sería la relación fraterna carmelitana.

También, podemos pensar que la formación de grupos socialmente homogéneos dentro de los conventos de monjas fortaleció hacia el exterior relaciones de sociabilidad. Recordemos las testificaciones de los certificados de pureza de sangre: cuando el padre era peninsular, los firmantes por lo regular también lo eran y conocían directamente al padre de la religiosa o a los abuelos paternos por proceder del mismo lugar; estos testimonios recalcaban la calidad de cristianos viejos. Si los padres eran americanos, los testigos aseguraban conocer a los parientes atendiendo a la ocupación o posición económica del padre o los abuelos, lo cual fue notorio en el caso de los hacendados. El parentesco fue uno de los fenómenos más significativos de la religiosidad. Se puede decir, que fue uno de los elementos característicos del catolicismo novohispano.

La existencia de conventos implicó el crecimiento del fervor y de las creencias religiosas hispanas y criollas. Fueron pues, un fiel indicador de la religiosidad de una sociedad. El papel que desempeñaron, al formar una parte integradora del sistema devocional urbano, abre un nueva posibilidad de análisis para el estudio de las redes de religiosidad local.

Tratamos de resaltar la función del imaginario conventual en la conformación y acatamiento de las normas de comportamiento de las religiosas. Con las constituciones se ajustó la sensibilidad y se normó el uso de los sentidos. Esto produjo maneras de pensar, ver y sentir que aunque propias de la vida de clausura, se reprodujeron como modelo a imitar por el resto de la sociedad.

La relación entre el sistema devocional urbano y lo maravilloso conventual muestra la dinámica propia del catolicismo novohispano; fue flexible, inmediato y operativo ante las necesidades y las penas. El culto privado, individual e introspectivo del siglo XVII, caracterizado por el misticismo y el iluminismo, fue uno de los elementos que conformó el modelo de perfección femenino que, como patrón de comportamiento moral definió al exterior de los monasterios las formas de la piedad penitencial colectiva. Esta relación secular entre conventos y ciudad se vio afectada por una serie de cambios que modificaron no sólo las estructuras arquitectónicas sino la imagen que sobre la función de los monasterios tenía la sociedad. Con las reformas de 1765-1773 se pretendió limitar su contacto con el mundo exterior.

Como los milagros guadalupanos fueron una muestra más de la versatilidad adaptativa de la religiosidad, el modelo de devoción colectiva permitió ligar las devociones conventuales con las populares. Este fenómeno se materializó cuando las puertas de las iglesias monacales se abrieron y dieron lugar a cultos de carácter público, lo que permitió que los conventos, de diferente manera, se insertaran en el sistema devocional poblano del siglo XVIII.

La civilidad, comprendida como la transmisión de formas de comportamiento y sensibilidad humanas con una dirección determinada, constituyó un proceso en el cual se vieron imbricados los conventos de mujeres en varios aspectos. En el primero de ellos, los monasterios estuvieron asociados a la vida urbana. Como un fenómeno de esta índole, contribuyeron a delinear partes del rostro de la ciudad. Con sus advocaciones particulares, ayudaron a implantar un tipo de religiosidad urbana, la cual se puede entender por la combinación de diversas advocaciones en un orden jerarquizado así como por la ausencia de otras. Esta contribución a la identidad de la ciudad fue mucho más específica, pues tuvieron un rango de influencia en un entorno urbano inmediato que incluía calles y manzanas y barrios aledaños. Esta influencia se basó en la vida cotidiana, con la repartición del agua y la participación en las fiestas. Vistos en conjunto, los conventos contribuyeron a la percepción de orden espacial y religioso de la ciudad. Sus habitantes se percataron y asimilaron la existencia de dos núcleos conventuales: uno definido alrededor de la catedral y plaza (Santa Inés, La Concepción, Capuchinas, La Soledad, La Santísima y San Jerónimo) y otro en la frontera norte de la ciudad de los Ángeles (Santa Catalina, Santa Clara, Santa Teresa, Santa Rosa, Santa Mónica). Diferenciados unos de otros por sus formas constructivas y advocaciones, marcaron el entorno urbano.

Al interior, el orden espacial del convento reflejó un discurso estricto de jerarquización y disciplina. La relación entre actividades y espacios ha permitido comprender el orden conventual. Al indagar sobre las características espaciales y visuales de los hogares de donde provenían las religiosas hemos encontrado algunos paralelismos con los conventos. La existencia de oratorios en algunas de las casas y el tipo de pinturas y libros dejaron ver la importancia del ordenamiento espacial y visual en la conformación de la religiosidad familiar de las monjas.

Además de la influencia general sobre la población urbana, los conventos estuvieron ligados a determinadas familias. Como espacios de vida contemplativa, su peso en el proceso de civilización fue directa, a través de las familias de las religiosas. Ellas fueron las promotoras de las fundaciones, las que tuvieron parientes en el cabildo y las que ostentaron el estatus religioso de sus hijas. Por medio de las familias, los conventos también establecieron sus formas de convivencia (visitas, fundaciones para sostener determinadas festividades, los intercambios culinarios, etcétera). Esta relación histórica entre familias y monasterios se materializó en el incremento de sus rentas y propiedades.

La aportación más elaborada de los monasterios a la sensibilidad religiosa fueron los milagros y la participación de las monjas en ellos. El imaginario conventual había ya aportado en el siglo XVII sus productos más complejos con la vida de las venerables cuya difusión se llevó a cabo, en gran parte, en la primera mitad del siglo XVIII, con la impresión de biografías que permitieron la lectura del maravilloso conventual local.

En el proceso de civilización, el siglo XVIII desempeñó un papel fundamental porque a la vez que constituyó la cúspide de la influencia conventual femenina, en él se produjeron grandes tensiones en las que se acarrearon cambios importantes. Las variadas y enriquecedoras interpretaciones de las reglas, expresadas en una diversidad de comportamientos religiosos, orilló tanto a la Iglesia como a la corona a buscar un reordenamiento. Estas reformas, como se ha visto, afectaron la vida cotidiana y los espacios conventuales. La acumulación de las dotes, expresadas en propiedades, hizo que gran parte de las casas, símbolo indiscutible del linaje familiar, cayeran en manos de la Iglesia. Ella, a su vez, había impuesto con las reformas nuevos mecanismos de una religiosidad que modificó la antigua relación de los monasterios con las familias.

Los cambios en la manera de concebir la religión, si bien reordenaron de una manera más jerárquica la vida conventual, abrieron nuevos caminos al reubicar el papel de las religiosas en los milagros. Las identidades locales encontraron rápidamente nuevos cauces, al surgir imágenes criollas, como las de Santa Rosa y la virgen de Guadalupe, a las que las monjas y la ciudad estuvieron vinculadas. Las reformas del siglo XVIII alteraron la vida cotidiana de los monasterios en aspectos que eran sustanciales para la concepción de la religiosidad femenina. Así, con disposiciones que aparentaban ser superficiales, cambiaron, desde entonces, las relaciones de los conventos con la sociedad.




ArribaAbajo Siglas y referencias

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AGNM Archivo General de la Nación de México.

AGNEP Archivo General de Notarías del Estado de Puebla.

AGI Archivo General de Indias de Sevilla.

ARPP Archivo del Registro Público de la Propiedad.

AC Archivos Conventuales.

ACCAPP Archivo del Convento de Capuchinas de Puebla.

ACCP Archivo del Convento de La Concepción de Puebla.

ACSP Archivo del Convento de La Soledad de Puebla.

ACSJP Archivo del Convento de San Jerónimo de Puebla.

ACSCP Archivo del Convento de Santa Catalina de Puebla.

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ACSTP Archivo del Convento de Santa Teresa de Puebla.

ASV Archivo Secreto del Vaticano.


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