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Los cuentos de Baroja

Mariano Baquero Goyanes






- I -

Ante el no muy elevado número de cuentos que publicó Baroja y su confrontación con el muy crecido de novelas extensas, creeríamos encontrarnos ante un caso semejante al de Benito Pérez Galdós. Recuérdese lo que de éste decía Emilia Pardo Bazán:

«El artista, a no ser un prodigio de la Naturaleza, no está condicionado para desempeñar todos los géneros con igual maestría, y casi siempre descuella en uno, que es su especialidad, su Reino. A Pérez Galdós, por ejemplo, le es difícil redondear y encerrarse en un espacio reducido; no maneja el cuento, la nouvelle ni la narración corta; necesita desahogo, páginas y más páginas, y, como el novelista ruso Dostoyevski, domina la pintura urbana y no la rural»1.



Algo semejante, con referencia a Pío Baroja, ha sido señalado por Rafael Vázquez Zamora:

«Por lo pronto, es posible afirmar que el relato breve, en lo que éste tiene de específico y casi de género literario independiente, no ha sido una especialidad de este novelista, como no lo ha sido tampoco de otros grandes novelistas. Es muy raro que un mismo autor domine a la vez la novela y el relato breve. Y ello debido a que, para esto último, se necesitan facultades especiales. Hay que abarcar la vida y los seres, el paisaje y los acontecimientos de la ficción desde un punto de vista diferente. Se trata de contar más que de desarrollar una historia»2.



Y, sin embargo, como muy bien señala Vázquez Zamora, fue justamente esa propiedad, el saber «contar más que [...] desarrollar una historia», la que hizo de Baroja un escritor excelentemente dotado para el relato breve:

«Baroja es el narrador por excelencia. Siempre estaba narrando, contando, entretejiendo historias, y esto lo mismo en sus libros que en su vida cotidiana. Así, la mayoría de las novelas cortas de Baroja podrían haber sido novelas largas, y no pocas de éstas se podrían haber partido en varios trozos, de modo que todos ellos habrían quedado vivos y coleando. En él se disparaba un estupendo dispositivo narrador que podía funcionar sin pararse o detenerse caprichosamente antes de tiempo. Por eso es tan relativo cuanto pueda decirse de los relatos breves de don Pío»3.



Efectivamente, no pocos títulos que, en la narrativa de Baroja, se presentan como novela, suponen de hecho conjuntos de novelas cortas. Así, de los veintidós volúmenes que integran las Memorias de un hombre de acción (1913-1935), ocho equivalen a otras tantas colecciones de novelas cortas o relatos episódicos relacionables con la vida de Aviraneta. Algo semejante ocurre con otros títulos: Eugenio de Nora señala cómo Locuras de Carnaval (1937), «aunque llamado expresamente 'novela', incluso en la reedición de Obras completas, consta de cuatro narraciones breves y totalmente independientes»4.

Y prescindiendo de tales casos extremos, sucede que hasta en las aceptadas como novelas barojianas relativamente compactas, se da también, en mayor o menor grado, la posibilidad de un muy nítido troceo episódico. César Borja decía a este respecto que cada novela de Baroja venía a ser «una sucesión de pequeñas novelas, historietas, anécdotas, episodios o cuadros de novela. La misma distribución del libro en pequeños capítulos contribuye a acentuar esta impresión»5.

Por todo ello, no le falta razón a Vázquez Zamora al calificar de «relativo» lo que pueda decirse de las narraciones breves de Baroja, ya que en este autor la brevedad o la extensión no siempre parecen cargarse del significado estético e intencional, atribuible a la diferenciación genérica: cuento, novela corta, novela. El conjunto de la obra barojiana se configura casi como un continuum narrativo, en el que no importa tanto (por mecánico) un despiece genérico, como el fluir mismo de ese narrar. Cuando Baroja, en el prólogo que escribió para sus Páginas escogidas (Ed. Calleja, Madrid, 1917) nos dijo que «una novela larga siempre será una sucesión de pequeñas novelas cortas», formuló algo así como una clave desentrañadora del sentido total de ese continuum narrativo suyo. Lo que importa es justamente la «sucesión», el fluir del relato, más que los artificiales cortes que en el mismo puedan establecerse para obtener remansos, estanques de desigual extensión: cuentos, novelas cortas, novelas.

El estanque es precisamente lo que Baroja pretendió siempre evitar, como ha recordado agudamente Rafael Vázquez Zamora al citar y glosar un pasaje del prólogo que en 1925 escribió Baroja para su obra La nave de los locos.

«La novela, en general, es como la corriente de la historia: no tiene principio ni fin; empieza y acaba donde se quiera. Algo parecido le ocurría al poema épico. A Don Quijote y a la Odisea, al Romancero o a Pickwick sus respectivos autores podían lo mismo añadirles que quitarles capítulos.

Claro que hay gente hábil que sabe poner diques a esa corriente de la historia, detenerla y embalsarla, y hacer estanques como el del Retiro. A algunos les agrada esa limitación, a otros nos cansa y nos fastidia».



Las obras recordadas por Baroja, en su rechazo de la novela-estanque, son muy significativas por tratarse de narraciones abiertas, caracterizadas por una estructura episódica que permite y hasta favorece la interpolación de novelas cortas y de cuentos (Quijote y Pickwick)6.

Al considerar Baroja en el mismo prólogo que el del novelista es un oficio sin metro, parece descartar cualquier posible discusión literaria sobre las implicaciones estéticas que puedan suponer las distintas medidas o extensiones del cuento, la novela corta y la novela.

Los críticos podrán ocuparse de tan bizantina cuestión. A Baroja sólo pareció interesarle el narrar mismo como fluir, como «sucesión». Las cristalizaciones literarias, las especies, géneros o subgéneros a que pueda ir dando lugar tal fluir son algo que parece afectar más al mundo de la presentación y mercancía editorial que al proceso creador mismo. Esto nos ayuda a entender el porqué de las mezclas y trasvases editoriales: cuentos, artículos, novelas cortas, poemas en prosa, piececillas más o menos teatrales, etc., adoptan diversas configuraciones librescas, pasan de las páginas de una colección a las de otra de nombre distinto, se combinan y reagrupan de forma diferente. Estúdiese, a la vista de cualquier bibliografía barojiana completa y pormenorizada, el ir y venir de ciertos relatos cortos publicados inicialmente en Vidas sombrías (1900), pasados luego (algunos) a Idilios vascos (1902), a Adiós a la bohemia (1911), a Idilios y fantasías (1918), a Cuentos (1919), etc.




- II -

Una valoración de lo que en Baroja, es el «apunte», tal como la formula Gonzalo Torrente Ballester, resulta bastante iluminadora con referencia al entramado total de su obra narrativa:

«Con las excepciones aludidas, la parte más considerable -cuantitativamente- de la obra barojiana permanece en estado informe, en estado previo al arte propiamente dicho, en estado de apunte. Son apuntes sus artículos, sus ensayos, sus Memorias. La enorme simpatía de cualquiera de sus páginas viene dé este carácter. Baroja está espontáneamente en todas ellas. Y la materia literaria guarda su estado de pureza, porque el artista consciente no la ha mancillado con la sabiduría de sus manos»7.



¿Participan los cuentos barojianos de esa condición de apuntes? En cierto modo, sí; no porque se trate, efectivamente, de relatos a medio hacer, esquemas narrativos que podrían haber admitido un posterior desarrollo o reelaboración, sino más bien porque poseen el «estado de pureza» a que alude Torrente, la espontaneidad, sencillez descriptiva y evitación de lo superfluo y ornamental, que son rasgos consustanciales al cuento genuino.

Por este camino casi cabría llegar a la conclusión, tal vez precipitada o exagerada, de que el más puro Baroja es precisamente el juvenil cuentista que en 1900 publica Vidas sombrías. De hecho, una revisión de lo que la crítica ha dicho de este libro nos permitiría considerar que más de una vez se ha visto en él una de las obras maestras de Baroja8, valorada frecuentemente a la luz de la posterior producción barojiana, por lo que pueda tener de programa o anticipo de la misma9.

Con todo, algún crítico ha creído percibir diferencias de cierto porte entre Vidas sombrías y las restantes obras del autor. Interesante es el juicio de Vázquez Zamora a este respecto:

«Pero el hombre que las había escrito [las páginas de Vidas sombrías] no era aún el despiadado don Pío que llegó a poseer un buen sistema de frenos para inmovilizar a su ternura (ésta se adivina siempre latente, aunque demasiado profunda para salvarle de su fama de ogro). La equilibrada visión de lo humano, del bien y del mal, de lo feo y lo bello, impregnado todo por una irremediable melancolía, hacen de este libro el mejor exponente de una literatura barojiana que había luego de desviarse y convertirse en la epopeya (una epopeya ya en tono menor, algo así como tarareada) de los suburbios, los aventureros, los hombres de espíritu «científico», los enamorados del mar, los vagabundos y caminantes en general. Se ha hablado mucho de la acción en la obra de Pío Baroja. Yo diría mejor movimiento desenfrenado y torbellino vital. Los personajes de Baroja tienen que moverse, inexorablemente, porque si se están quietos, se esfuman. Son unos fantasmas que sólo se corporeizan cuando se agitan. Nada más distinto a la calma, a la delectación descriptiva, a la tranquila y artística degustación de figuras y paisajes en Vidas sombrías, a par de la brevedad y condensación de estos cuadros y relatos e impresiones»10.



Se disculpará el que haya reproducido tan extenso comentario crítico, al considerar que la presentación de Vidas sombrías como un conjunto de estampas y cuentos dominados por la calma, por la falta de acción, supone un rasgo caracterizador que afecta -contrastadamente- a uno de los más decisivos componentes del cuento clásico, es decir, del cuento literario tal y como fue cultivado en el siglo XIX: la primacía del argumento.

Resultaría tan prolijo como improcedente plantear aquí, ni tan siquiera en versión abreviada, toda la compleja problemática (tanto en su vertiente teórica como en la histórica) del cuento literario español en el siglo XIX11. Pero, habida cuenta de que Vidas sombrías se publicó justamente en 1900, en el año que bien cabe considerar como cierre del XIX o inauguración del XX, sí parece oportuno aludir brevemente al problema de la discutida filiación decimonónica de tal libro.




- III -

Ese que hemos llamado «cuento clásico», el que adquiere espléndida configuración literaria en el siglo XIX por obra y gracia de autores como Maupassant, Chejov, «Clarín», Emilia Pardo Bazán, etc., se despega de la tradicional especie del «cuento popular», con la que frecuentemente vivió confundido. Pero a la vez ese cuento literario, según fue manejado por autores como los citados, hereda del cuento cultivado en épocas anteriores su condición de relato fácilmente contable, que había sido factor decisivo en la narrativa breve de la Edad Media y del Renacimiento. Esto es así porque el cuento se entendía y valoraba fundamentalmente como anécdota, historia tan breve como bien definida, núcleo argumental muy nítido. Piénsese, por ejemplo, en cuentos tan conocidos dentro de nuestra literatura del XIX como La comendadora de Alarcón; ¡Adiós, cordera!, de «Clarín», y se comprobará que sus anécdotas son fácilmente recordables y resumibles; aptas, en definitiva, para ser contadas por quien las ha leído.

Esta concepción del cuento clásico es la que hizo decir a Gregorio Marañón: «Yo creo que el cuento debe ser siempre un relato breve, porque es casi exclusivamente argumento y argumento esquemático»12. A este respecto, pensemos en nuestras experiencias de lectores: de una novela se recuerdan situaciones, descripciones, ambientes, personajes, pero no siempre el argumento. Un cuento, en cambio, se recuerda íntegramente o no se recuerda.

Sin embargo, el cuento contemporáneo presenta, contrastado con el del XIX, ciertas novedades que, entre otras consecuencias, han traído a veces la de una depreciación del argumento a expensas del favor concedido a otros aspectos.

Frente al cuento «cerrado», perfectamente acabado al modo tradicional, bastantes relatos de nuestros días se caracterizan por su aire fragmentario, por sus finales abruptos, por lo abierto de su menuda estructura narrativa. Se diría que en ocasiones el cuentista actual pretende hacernos ver que lo narrado es algo que cabe imaginar prolongado, sin efectista cierre o acorde final, con el ritmo de la vida que ahora fluye, que mañana seguirá fluyendo.

El cuentista tradicional lo fiaba todo o casi todo a la fuerza del argumento. Este era el ingrediente decisivo de la especie cuento, lo ha sido siempre. De hecho en las viejas colecciones medievales y aun renacentistas lo sustancial era la trama. La forma, tan esquemática, apenas valía por sí misma y sí sólo funcionalmente, al servicio de la anécdota.

En el cuento del XIX no todo queda confiado al argumento; pero es evidente que la fuerza del mismo seguía mereciendo la mayor atención por parte de los narradores de esa época. Los de la nuestra, en cambio, gustan frecuentemente más del que podríamos llamar cuento-situación que del tradicional cuento-argumento, sin que ello suponga un rasgo necesariamente excluyente, sino tan sólo orientador en cuanto al respectivo predominio de una y de otra modalidad en la centuria actual y en la pasada.

Justamente lo que en 1900 comunica a Vidas sombrías un aire moderno y hasta -en cierto modo- de sui generis ruptura con el cuento predominante en el XIX es la escasa presencia que en tal libro barojiano tiene la narración-argumento, desplazada por la narración-situación. El relato abierto, sin desenlace; la quieta estampa amarga o lírica, el cuento que concluye abruptamente, dan a Vidas sombrías una peculiar entonación literaria, un tono nuevo que no se les ocultó a algunos de sus primeros e ilustres lectores y críticos: Unamuno, Azorín. El primero estableció una relación -que luego había de convertirse en un manejadísimo lugar común- entre los cuentos de Baroja y Dostoyevski. Probablemente el título que Baroja dio a sus cuentos coadyuvó en buena parte al establecimiento de tal conexión. Con todo -como bien ha señalado Emilio González López,

«estas vidas no son tan sombrías como parece indicar su adjetivo y como las vieron dos de los primeros críticos de estos cuentos: el catalán Pedro Corominas, que interpretó su carácter sombrío como un rasgo del carácter vasco, y Miguel de Unamuno, que le buscó este origen en fuentes literarias extranjeras. Sus cuentos son menos sombríos que los de los grandes cuentistas del siglo XIX, el romántico Pedro Antonio de Alarcón, los naturalistas Emilia Pardo Bazán y Blasco Ibáñez, el simbolista "Clarín"»13.



Con la temática de algunos cuentos de «Clarín» o de ciertas páginas galdosianas podría relacionarse Águeda, la historia de la muchacha más bien fea, arrinconada por su madre y sus hermanas. Cuando

Águeda cree que un inteligente abogado ha sido, al fin, capaz de comprenderla y de enamorarse de ella, descubre amargamente que la elegida es su hermana. Baroja es capaz de contarnos tan leve, corriente y vulgarmente patética anécdota con trazo seco, alejándose de la densidad sentimental, que hubiera sido propia de un cuentista del XIX. Con todo, el tema acusa ciertas resonancias de esa época.

También me parece percibirlas en un impresionante cuento rural, que hace pensar en los mejores de ese género de un Maupassant: La sima, trágica historia de credulidad, de superstición campesina: el nieto de un pastor, al perseguir al macho cabrío de una mujer con fama de bruja, cae a un abismo, del que nadie se atreve a extraerlo por temor al diablo, que allí yace.

Muy siglo XIX es, en cierto modo, La enamorada del talento, no tanto por su sarcástico y cruel desenlace -la mujer exquisita que es engañada por «una especie de chulo, de seductor de oficio»- como por algún pasaje; verbigracia, aquél en que se describe a Matilde en el teatro:

«Una noche, en el Real, vio a un hombre que le llamó poderosamente la atención. Era un joven alto, esbelto, con los ojos negros y rasgados, la cara triste y el cabello largo como el ala del cuervo.

Matilde le contempló atentamente con los gemelos, y cuando vio que el romántico joven se había fijado en ella, desplegó todos sus encantos: unas veces mostraba su aristocrático perfil y su abundante cabellera dorada de tonos rojizos; otras, mirándole ensimismada mientras jugueteaba con el abanico».



Si se nos presentara, así aislado, este fragmento, lo creeríamos arrancado de cualquier narración del XIX, tanto por el ambiente como por el lenguaje.

Algo semejante ocurre, en otro orden de cosas, en el cuento Un justo. Algún pasaje trae al recuerdo por su menudo detallismo, las tópicas descripciones-inventario de las novelas realistas y sobre todo naturalistas del pasado siglo:

«El techo del cuarto era muy alto, con vigas azules; el suelo, de anchas tablas de nogal, enceradas; la pared estaba pintada de verde claro, y sobre ella se destacaban algunos lienzos de asuntos religiosos, que, aunque no buenos, contribuían a dar un tinte sombrío al cuarto.

Adosado a las paredes había un armario pesado de nogal, un reloj muy grande y antiguo, con la péndola y el círculo del cuadrante de faïence, y en un testero una cómoda de caoba, y sobre su tabla dos fanales de cristal, que encerraban unos ramilletes hechos de conchas de mar y que imitaban flores; a los lados de éstos había dos grandes candelabros de plata, y en medio de la cómoda un crucifijo».



En bastantes novelas de Pereda, Galdós, Palacio Valdés, Pardo Bazán se encuentran descripciones de este tipo -más prolijas aún-, caracterizadas frecuentemente por la monótona repetición de la preposición de, al servicio del pormenorizado recuento de enseres y detalles.

(Dicho sea entre paréntesis: ofrecería algún interés estudiar con cuidado la «herencia naturalista» que pudiera percibirse en la narrativa barojiana. Recuerdo ahora un caso significativo del cuento Los panaderos: «El cortejo fúnebre no era muy lucido; lo formaban dos grupos de obreros: unos, endomingados; otros, de blusa, en traje de diario; por el tipo, la cara y esa palidez especial que da el trabajo de noche, un observador del aspecto profesional de los trabajadores hubiera conocido que eran panaderos». Se trata, pues, de lo que pudiéramos considerar un dato de «fisiología socializada», manejado aquí levemente y sin el énfasis que fue propio del gusto naturalista. Recuérdese a este respecto cómo Emilia Pardo Bazán cargó y aun recargó algunas de sus novelas con tales observaciones. La Tribuna es quizá la más significativa con referencia a la atención prestada por la escritora a esa «fisiología socializada».)




- IV -

En cierto modo también responde al gusto tradicional la fórmula del cuento con introducción o preámbulo. En este punto Baroja coincide con otros escritores de su generación, como Unamuno -recuérdense Al correr los años, El abejorro- y sobre todo Azorín14.

En Baroja es corriente encontrar tal fórmula unida al relato en primera persona. Así, en Médium y El trasgo. Aquí el marco o preámbulo del cuento no puede ser más tradicional: una tertulia en el comedor de la venta de Aristondo.

Desde luego no siempre el narrador que se expresa en primera persona coincide con el protagonista del cuento: En Los herejes milenaristas se nos ofrece el preámbulo tradicional:

«Con frecuencia, la lectura de un libro aviva una impresión antigua y olvidada que duerme en las zonas de la oscuridad de la memoria. Esto me ha ocurrido a mí hoy al repasar una obra francesa sobre el milenario.

Me ha recordado una historia que oí contar a un indiano de San Sebastián hace cerca de cuarenta años.

Yo solía ir entonces a pasar el rato al Círculo Easonense, que estaba en el edificio del Gran Casino».



Se nos introduce entonces en tal tertulia y se cede la voz al indiano, que es quien cuenta la tremenda historia de un matrimonio de aldeanos con su hijo, que creían ser encarnación de la Sagrada Familia y predecían el próximo fin del mundo. Tampoco es, pues, el segundo narrador el verdadero protagonista del cuento.

De la misma técnica se sirvió Baroja en novelas cortas como La caja de música, El estanque verde, Los espectros del castillo, La dama de Urtubi, etc. Frecuentemente en estos relatos Baroja maneja la presencia de un médico narrador. Es lo que ocurre en Los espectros del castillo:

«Esta historia me la contaba un médico aventurero que había recorrido medio mundo, y que acabó poniendo un restaurante en una ciudad del norte de España».



De manera semejante, un médico de San Sebastián, el extravagante doctor Armendáriz, será el encargado de contar la historia de El estanque verde:

«Una de las historias que cuenta Armendáriz en sus notas de médico es ésta que traslado, y a la que suprimo muchas explicaciones inútiles».



Más adelante Armendáriz cederá su papel de narrador a doña Úrsula, que es quien cuenta la historia del ingeniero francés Armando Ogier Norton. En el capítulo y se producirá un nuevo desplazamiento narrativo:

«-El médico le contará la continuación de la tragedia de este sitio -dijo doña Úrsula, sin duda ya cansada de tanto hablar.

-Yo no sé gran cosa de esa historia; no estaba aquí -me dijo por la noche mi compañero Alberdi al hablarle yo de la narración de doña Úrsula-. He oído decir...».



En el capítulo VI Alberdi es sustituido de nuevo por Armendáriz como narrador, produciéndose además la interferencia de otra voz que corresponde a la del primer narrador, el del preámbulo, el propio Baroja:

«Yo no sé si estas cosas las decía Armendáriz porque las creía o por echárselas de mago y de taumaturgo».



Voz ésta, la del primer narrador, que pondrá fin al relato con algún escéptico comentario:

«Estas descripciones, tan minuciosas, del doctor Armendáriz, no me parece, la verdad, que estén legitimadas, y corto por donde puedo. Creo que el doctor estaba impresionado por la lectura de Edgar Poe, y que quería imitar las narraciones misteriosas del autor americano de la Caída de la casa Usher o del Dominio de Arnheim».



Un no menos complicado desplazamiento o rotación de narradores se produce en La dama de Urtubi. La primera voz narradora corresponde al autor, al propio Baroja, el cual en un prólogo a la manera tradicional -el preámbulo introductor o enmarcador del cuento- alude a cómo un médico de Yanci relató la historia. Pero, a su vez, el médico nos informa de cómo un cura vasco-francés, Dunalde d'Harismendi, le habló de una historia de brujería en Zugarramurdi. El cura posee una crónica de tales hechos «escrita por un militar retirado, un tal Dornaldeguy». Este manuscrito es el que Dunalde cede al médico de Yanci: «Unos días después leía y copiaba en mi casa la historia escrita por el capitán Dornaldeguy, que es ésta que viene a continuación».

Este viejo artificio -tan explotado en la novelística clásica; verbigracia, los libros de caballerías- del hallazgo y transcripción de algún viejo manuscrito, del que se extrae la correspondiente historia, fue utilizado por Baroja no sólo en los relatos breves, sino también en alguna de sus novelas extensas; por ejemplo, Los pilotos de altura.

Lo cual nos hace ver que, aunque Baroja rechazara el arte narrativo caracterizado por su complicación15, gustó con frecuencia de esos efectos de refracción o de laberinto narrativo, con no pocas vueltas y revueltas, idas y venidas, rotación de narradores, desplazamiento de los planos del relato, etc.; enderezado todo ello a enmarcar y retardar la presentación de la historia propiamente dicha, a la que no se accede de golpe y directamente, sino a través de esos sesgados caminos.

En ocasiones -La dama de Urtubi- no se presenta el regreso al primer plano narrativo; pero en otras -El estanque verde- el itinerario de ida y vuelta queda explícitamente trazado: del primer narrador (Baroja) al doctor Armendáriz, de éste a doña Úrsula, de doña Úrsula al doctor Alberdi; vuelta a Armendáriz (sin pasar por doña Úrsula) y, finalmente, al primer narrador.

Este movimiento de vaivén, este viaje de ida y vuelta (con la interposición de varios narradores) podría ponerse en relación con los procedimientos narrativos propios de la cuentística oriental. Recuérdese en nuestras letras medievales el añejo ejemplo del Calila e Dimna (1251), como colección de cuentos, en los que cabe percibir muy abultadamente el artificio del «relato con marco», la técnica de «la caja china». Un cuento puede engendrar en su interior otro, y éste, a su vez, un tercer cuento, etc. A mayor número de cuentos alojados los unos dentro de los otros, mayor complicación y lentitud en el movimiento de regreso al primer cuento-marco.

Esto trae como consecuencia el que frecuentemente los personajes que, dentro de un cuento, narran a su vez otro cuento no importen como tales personajes, bien individualizados psicológicamente, sino solamente como puros soportes narrativos. Son los que -con referencia, sobre todo a Las mil y una noches- T. Todorov ha llamado certeramente hommes-récits16.

Por supuesto, en el caso de Baroja no siempre sus narradores se ajustan a esa condición, pues a veces resulta casi más interesante el tipo de narrador que lo contado por éste. Pero, como quiera que sea, la mecánica narrativa que hemos descrito en casos como el de La dama de Urtubi y sobre todo El estanque verde tiene algo que ver -salvadas todas las diferencias de época, estilo e intención que quieran aceptarse- con la de esa vieja cuentística oriental, en la que la pululación de cuentos incrustados los unos en los otros traía como natural consecuencia la multiplicidad y sucesión de narradores. En el caso de Baroja la historia (a la que tanto a veces tarda en llegarse) es única pero bordeada por muchos narradores, que no siempre suponen otros tantos obstáculos, sino más bien gratos apeaderos o curiosos puntos de mira. Se diría que para Baroja la vida es siempre una maraña narrativa tan espesa y enredada, que resulta difícil deslindar lo que ha de contarse de aquellas personas allegadas (por diversos motivos) a la materia narrable. Vale más hacerse cargo globalmente de todo, habida cuenta de que el dispositivo y mecánica que nos introducen en una historia pueden resultar tan interesantes ó más que esta misma.




- V -

Finalmente, y con relación a este tono o sabor de época que los primeros cuentos de Baroja presentan -los de Vidas sombrías, en 1900-, convendría apuntar algo acerca de su lenguaje, de su estilo, que complemente lo señalado en torno a sus características estructurales.

Ya se ha aludido de pasada al color romántico que alguna de esas narraciones presenta, considerada en su tema y en su lenguaje. Permítasenos insistir brevemente en tales aspectos, especialmente en los que hacen referencia a la tonalidad «novecentista» de esos relatos barojianos.

A nadie podrá sorprender demasiado el que la ubicación cronológica de Vidas sombrías posibilite la conexión de ciertos aspectos estilísticos barojianos con lo que fue el «modernismo» de finales del XIX y comienzos del XX. Me parece significativo a este respecto lo apuntado por Juan Alberich:

«Pedro Salinas aventuró la afirmación de que el modernismo era el lenguaje incipiente del 98, afirmación que levantó una polvareda de protestas; y, sin embargo, ese punto de vista, tomado con cautela, merece ser tenido en cuenta y confrontarlo con ciertos textos. En las primeras novelas de Baroja, sobre todo en Camino de perfección, hay descripciones y expansiones líricas casi modernistas»17.



Un pasaje de esa novela Camino de perfección, reproducido por Alberich, le permite establecer una comparación con Valle-Inclán y considerar que «está muy lejos del estilo que ahora consideramos característico de Baroja»18.

En lo que a Vidas sombrías atañe, me interesa destacar algunos aspectos que, si no exclusivos o específicos del gusto «modernista», no dejan de resultar muy significativos, vistos a esa luz. Por un lado, temas y paisajes se caracterizan frecuentemente por una nota depresiva, de melancolía y decadencia. Piénsese solamente en las repetidas veces en que Baroja se sirve de un marco paisajístico otoñal para alojar en él sus relatos: Playa de otoño, Lo desconocido, Noche de médico, Mari Belcha, Águeda, El reloj, La mujer de luto. Esa predilección barojiana por la tradicionalmente considerada más melancólica de las estaciones, trae al recuerdo algunos títulos-clave dentro de la literatura modernista: el rubeniano Poema del otoño, la Sonata de otoño, de Valle-Inclán; las Rosas de otoño, de Manuel Machado, e incluso las de Benavente, etc.

Pero esto no deja de ser anecdótico y no demasiado relevante. Sí, en cambio, puede resultarlo el hecho de que bastantes cuentos de Vidas sombrías se caractericen por una adjetivación profusa, abundante... En otro lugar he tenido ocasión de estudiar la adjetivación en Azorín y Miró19, señalando cómo

«Miró, levantino, tendente a las formas barrocas, a la expresión plástica y sensual, es, naturalmente, escritor de muchos, pero muy bellos y muy precisos adjetivos».



En esas mismas páginas tuve también oportunidad de contrastar la posición teórica de Azorín al encarecer la sobriedad adjetivatoria con significativos pasajes de La voluntad, Antonio Azorín, Los pueblos, etcétera, caracterizados por la acumulación de adjetivos.

En ambos escritores, Azorín y Miró, encontró asimismo abundantes ejemplos de su gusto por la triple adjetivación, recurso estilístico que don Julio Casares consideró como algo propio del modernismo, y concretamente, de Valle-Inclán20.

Con anterioridad al autor de las Sonatas puede encontrarse el artificio de la triple adjetivación en el verso y la prosa de Bécquer. Pero no es esto lo que nos interesa ahora, sino la presencia de tal rasgo estilístico en los cuentos de Baroja. Ofrezco sólo algunos ejemplos. En Los panaderos: «Era un coche de tercera, ramplón, enclenque, encanijado»; en Playa de otoño: «el murmullo del mar, lento, tranquilo, sosegado»; «unas [olas] oscuras, redondas, impenetrables»; en Águeda: «de esas [casas] modernas, sórdidas, miserables», hombres «pálidos, enclenques, envilecidos»; en El carbonero: «otras montañas eran redondas, verdes, oscuras»; en Ángelus: «la trainera larga, estrecha, pintada de negro», «las olas redondas, mansas, tranquilas», «con tonos rojizos, escarlata y morados», «como voces lentas, majestuosas y sublimes»; en Grito en el mar: «esas olas que avanzan cautelosas, oscuras, pérfidas»; «un grito largo, desesperado, estridente»; en Bondad oculta: «el campo oscuro, silencioso y triste»; en Un justo: «el de un gato viejo, entontecido y triste», etc.

Tal vez esto no tendría demasiada importancia estilística si no fuera porque, junto a la profusión adjetivatoria y a los efectos rítmicos conseguidos con agrupaciones como las últimamente transcritas, cabe percibir, asimismo, otros rasgos no menos significativos; entre ellos, el reiterado gusto barojiano por las repeticiones y amplificaciones, que contrasta con el desdén teórico del escritor por los efectos musicales o simplemente sonoros de su prosa21.

Pero una cosa es la teoría y otra la realidad de la, en ocasiones, muy bella, rítmica y hasta elegantemente trabajada (dentro de su sencillez) prosa barojiana. Justamente en el discurso con que el doctor Gregorio Marañón saludó a Baroja en su recepción académica de 1935, puede leerse: «Pero ni aun en esto se juzga exactamente a sí mismo, porque ha escrito páginas como las dedicadas a los "viejos caballos del tiovivo", el "elogio sentimental del acordeón" y aquella otra, de puro truculenta inofensiva "balada de los buenos burgueses", que los lectores de entonces aprendíamos de memoria, por pura fruición musical, como las poesías de Machado, de Juan Ramón Jiménez o de los otros grandes poetas de su tiempo»22.

Con ese tópico, el del Baroja descuidado y antimusical en su escribir, se relaciona el de su violento antirretoricismo. Ya en 1926 José María de Salaverría pudo señalar que «Pío Baroja no desdeña siempre el lenguaje, las imágenes tradicionales o académicas e incluso la retórica»23.

A una conclusión semejante llegó José María de Cossío, al decir de Baroja que «no era descuidado escribiendo. El tono llano y al par sobriamente elegante de su estilo provenía de lo que Lope de Vega hubiera llamado 'un descuido cuidadoso'; y no desdeñaba refinarle cuando el tema lo pedía. Yo no sé si Baroja desdeñaba la retórica. Todos hacemos retórica, como hablamos en prosa, sin proponérnoslo»24.

Resultaría tan prolijo como inadecuado ocuparse aquí, con detalle, de los aspectos retóricos o simplemente rítmicos que ofrecen los cuentos de Vidas sombrías. El hecho de que, alguna vez, dos de los elogios recordados por Marañón -el de «los viejos caballos del tiovivo» y el «sentimental del acordeón»- hayan sido publicados como cuentos (así, en la edición de Otros cuentos de 1941, incorporada al tomo VI de las Obras completas, Ed. Biblioteca Nueva, pp. 1049 y ss.) nos daría pie para considerar que en Baroja, como en Rubén Darío, o antes, en los años románticos, el cuento aparece mezclado con otras especies literarias en prosa caracterizadas por su corta extensión: la estampa costumbrista, la «fisiología» -¿qué otra cosa son, en Vidas sombrías, El vago y la Patología del golfo?-, el poema en prosa, etc. Precisamente porque algunos de los más bellos relatos incorporados a Vides sombrías -así, Mari Belcha, La venta, Ángelus- son, en definitiva, «poemas en prosa», puede entenderse el que esos dos citados elogios, extraídos de Paradox, rey, pudieran ser coleccionados y editados como cuentos.

En ambos elogios25 Baroja se sirve de recursos tan eficaces como el de dirigirse, mediante una muy directa evocación, a los objetos cantados. Así, en el del tiovivo:

«¡Oh, nobles caballos! ¡Amables y honrados caballos! Os quieren los chicos, las niñeras, los soldados. ¿Quién puede aborreceros, si bajo el manto de vuestra fiereza se esconde vuestro buen corazón?».



En el otro:

«¡Oh, modestos acordeones! ¡Simpáticos acordeones! Vosotros no contáis grandes mentiras poéticas, como la fastuosa guitarra; vosotros no inventáis leyendas pastoriles, como la zampona y la gaita; vosotros no llenáis de humo la cabeza de los hombres, como las estridentes cornetas o los bélicos tambores».



Se observará, a través de los breves fragmentos transcritos, que gran parte de la fuerza lírica, afectiva, emocional, de tan bellos elogios reside en el rítmico recurso de la repetición y amplificación de ciertos giros, de ciertas palabras.

El elogio de los caballos del tiovivo tiene realmente la estructura de un poema en prosa con cuatro agrupamientos equivalentes a otras tantas estrofas, separadas entre sí por lo que vendría a ser un estribillo: «A mí dadme los viejos, los viejos caballos del tiovivo».

Este estribillo es de un ritmo muy claro, con una cesura (tras la que vuelve a repetirse el adjetivo: «los viejos, / los viejos caballos») que parece reproducir el lento, jadeante girar de la diversión infantil.

La repetición por cinco veces de este estribillo entre estrofa y estrofa, expresa el monótono rodar del tiovivo, como si ante nuestros ojos, con intervalos, siempre apareciera un mismo caballo azul, encarnado o amarillo. Si la cesura del estribillo colabora eficazmente en la evocación sonora del tiovivo, ésta queda completada visualmente con el quíntuple pasar, entre vuelta y vuelta, entre estrofa y estrofa, de ese mismo estribillo, de ese mismo caballo.

Pues bien, todo esto que tan ostensiblemente se percibe en los dos poemas en prosa, tiene precedentes o reflejos en no pocos cuentos de Vidas sombrías. Así, en Médium la insistencia con que se repiten determinadas palabras expresa el nerviosismo y estado obsesivo de quien narra. En Mari Belcha las repeticiones, las preguntas sentimentales -«¿en qué piensas, Mari Belcha?»- asumen una tonalidad poética. En Parábola las reiteraciones pretenden dar un aire oriental al relato, conseguido, sobre todo, por la repetida presencia de la copulativa «y» al comienzo de muchos párrafos:

«Y fui poderoso y tuve un país bajo mi dominio, y esclavos, y elefantes gigantescos, y carros de oro, y jardines colgantes, y mujeres adornadas con piedras preciosas.

Y no encontré la dicha.

Y cuando el poderío se me hizo repulsivo, quise ser sabio, y estudié en Egipto y en Babilonia, y en Persia, y en Caldea, y medí la distancia de los astros, y calculé las alturas del sol. Y vi que en la mucha sabiduría hay mucha molestia y que quien añade ciencia añade dolor.

Y no encontré la dicha.

Y recorrí el mundo, hasta las tierras del Extremo Oriente, y vi las grandes y fastuosas ciudades del Mediterráneo, cuna de los más refinados placeres.

Y no encontré la dicha».



Etcétera.

Obsérvese que Baroja se sirve, una vez más, de la rítmica repetición de una frase breve que funciona, pues, como el ya señalado estribillo del tiovivo. Con la estructura de este elogio se relaciona la de la bella estampa La venta. También aquí se encuentran líricas invocaciones, como las formuladas ante los caballos del tiovivo o el acordeón:

«Vosotros, que habéis recorrido el mundo a pie; vosotros, mendigos, charlatanes, buhoneros, saltimbanquis; vosotros, errantes, que no tenéis más patria que el suelo que pisáis; vosotros, humildes, sin otra hacienda que la que lleváis sobre las espaldas; vosotros, vagabundos, caminantes, que no tenéis más amores que la hermosa libertad y el campo; decidme, ¿no es verdad lo que aseguro? ¿No es verdad, decidlo francamente, que las ventas de mi tierra son las más dulces, las más candorosas de este mundo, el mejor de todos los mundos?»26.



Del estribillo, como de obsesivo leitmotiv se sirvió Baroja en el breve relato El amo de la jaula. También aquí, como en Parábola, se trata de una muy corta frase, iniciada con la copulativa «y»: «Y la sombra vencía a la luz», repetida -con algunas modificaciones- hasta seis veces a lo largo del cuento.

Recuérdese, asimismo, el efecto rítmico que supone, en Ángelus, su abrirse y cerrarse con una misma frase: «Eran trece hombres, trece valientes curtidos en el peligro y avezados a las luchas del mar».




- VI -

En definitiva, a través de todos estos ejemplos y de otros semejantes que cabría allegar, quizá sea posible obtener una imagen de Pío Baroja como cuentista, situable en una línea relativamente tradicional. Determinados aspectos de la misma se orientan hacia la época en que el cuento tuvo más intenso cultivo en las letras españolas; el XIX. (Con algunas leyendas de Bécquer, verbigracia, La Creación y El caudillo de las manos rojas, cabría relacionar el estilo orientalizante de Parábola y El amo de la jaula). Otros aspectos suponen algo así como las inevitables influencias de eso que ha dado en llamarse «novecentismo literario» o, si se quiere, de una cierta tonalidad «modernista».

Con todo, y pese a las connotaciones literarias que, tanto en lo que atañe a la temática, como a la estructura o al estilo, permiten una inserción de Vidas sombrías en una muy sui generis tradición literaria, algo había en ese libro de 1900 que se despegaba de los viejos modos expresivos y que suponía una innegable novedad.

Azorín, en un bello artículo titulado Cambio de valores, colocado como Prólogo de las Obras completas de Baroja, en la edición de 1946, destacó muy agudamente el sentido de tal novedad, tal y como él supo captarla, al leer, precisamente, un cuento barojiano:

«Y había en todo el cuento una lejanía, una vaguedad, vaguedad de ensueño, una ilimitación, que me dejaron absorto. Aquí tenía yo, frente a lo circunscrito, lo indeterminado. Algo que, en arte, me era desconocido, se me revelaba en estos momentos. Sí, con el vocablo indeterminación podía yo expresar esta sensación grata -agridulce, mejor dicho- que en tales momentos me conmovía».



Si recordamos ahora lo antes apuntado sobre el carácter generalmente «abierto» de los cuentos de Baroja, por oposición a los relatos «cerrados», de gran compacidad argumental, tan típicos del siglo XIX, podremos situar y valorar cumplidamente el alcance de esa novedad literaria, tal y como Azorín acertó a interpretarla.

Y, posiblemente, también podamos ahora entender mejor el porqué de incidir tan frecuentemente el cuento barojiano en la estampa lírica, en la subjetiva evocación, en el sencillo y delicado poema en prosa. Un cuento en el que no importa tanto la menuda almendra argumental como su huidizo, esfumado contorno; un cuento que -en los mejores casos- renuncia a los recursos efectistas y no hace otra cosa que recoger alguna sencilla situación -Los panaderos, Ángelus- supone una nueva sensibilidad y hasta un (relativamente) nuevo planteamiento del género.

Quiero con ello decir que aunque la creación del cuento literario como tal sea una de las conquistas estéticas del XIX, cuando un género antes escasamente valorado y confundido con especies humildemente folklóricas se convierte en refinada manifestación artística; aunque todo ese complicado y lento proceso tuviera lugar en el XIX, el cuento no se extinguió con el siglo ni quedó de tal suerte canonizado o petrificado en su configuración que hiciese imposible cualquier subsiguiente empeño renovador. El de Baroja, en 1900, posee, en mi opinión, un enorme interés; justamente porque, sin apartarse el autor de una tradición literaria tan poderosa como influyente, supo sin embargo introducir en ella las suficientes y reveladoras mutaciones como para hacer de Vidas sombrías uno de esos libros que parecen cargados de significación histórico-literaria: algo así como uno de los últimos grandes libros de cuentos del siglo XIX y -a la vez- el primero y significativo libro de cuentos de nuestro siglo.





 
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