Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

Los cuentos de «El Artista» (1835-1836)

Borja Rodríguez Gutiérrez


Universidad de Cantabria



La publicación emblemática del romanticismo revolucionario español, para muchos críticos, fue El Artista, dirigida al alimón por Eugenio de Ochoa y Federico de Madrazo si bien hay que decir que desde el primer momento aparecieron en la revista manifestaciones del romanticismo conservador. El Artista tuvo, desde el principio, al cuento como uno de sus elementos fundamentales: 24 relatos en quince meses de vida. Publicaron en él cuentos Eugenio de Ochoa (6 relatos: «Los Dos Ingleses», «El Castillo del Espectro», «Luisa», «Ramiro», «Zenobia» y «Stephen»), José Bermúdez de Castro (3: «Los Dos Artistas», «Alucinación!!!» e «Historia de la muy noble y estimada señora Leonor Garavito»), José Augusto de Ochoa (3: «Beltrán», «La Peña del Prior» y «El Torrente de Blanca. Leyenda del siglo XIII»), Pedro de Madrazo (2: «Alberto Regadón» y «Yago Yasch»), Jacinto de Salas y Quiroga (2: «1532» y «La Predicción»), y un relato cada uno Luis González-Bravo («Abdhul-Adehl o el Mantés»), José Negrete, Conde de Campo-Alange («Pamplona y Elizondo»), M. A. Conde Duque de Lara («Arindal»), Fernán Caballero (con la firma de C. B.) («La Madre o el Combate de Trafalgar»), José Zorrilla («La Mujer Negra o Una Antigua Capilla de Templarios») y José de Espronceda («La Pata de Palo»). Además dos relatos anónimos: «La Constante Cordobesa» y «Lo que vio el pintor Wildherr en un antiguo castillo de la Selva Negra»1.

Una lista con nombres importantes del romanticismo, aunque los relatos más relevantes de la revista son, sin duda, los dos de dos autores semidesconocidos: Pedro de Madrazo («Yago Yasch» y «Alberto Regadón»)2 y «Pamplona y Elizondo»3 el único cuento que escribió el Conde de Campo-Alange, muerto muy joven en la guerra carlista, a quien dedicara Larra una sentida elegía.

Se ha discutido mucho sobre El Artista y sobre su importancia en el movimiento romántico y sobre si se trata de una revista representativa o no del romanticismo español. Por nuestra parte, si reducimos la respuesta al ámbito del relato breve, tenemos que decir que es una revista fundamental y no representativa.

Fundamental, porque en El Artista aparecen por primera vez varios de los elementos del cuento romántico que después iban a desarrollarse en los años siguientes4. Fragmentarismo, división del cuento en escenas, preponderancia del tema histórico, exaltación de la figura del artista, protagonista masculino sensible e impresionable y femenino débil y pasivo, amores contrariados que acaban en tragedia, gusto por los ambientes oscuros y tenebrosos...

No representativa porque los caminos que abren los cuentos que encontramos en las páginas de la revistas de Ochoa y Madrazo no van a ser seguidos por el resto de las publicaciones españolas. Una comparación de la configuración temática de los cuentos de El Artista y del promedio de los cuentos publicados entre 1835 y 1850 nos puede aclarar las diferencias5.

Gráfico

Es llamativo en El Artista la ausencia total de cuentos de temática moral, así como de los costumbristas. Hay aquí una diferencia muy clara con el Semanario Pintoresco Español que dirigió Mesonero, que, desde el principio introdujo esas dos temáticas en su revista. Tampoco aparecen cuentos de índole religiosa ni narraciones populares. Esto tiene una clara explicación: el conflicto básico de los relatos de El Artista es amoroso. Un amor contrariado por las circunstancias: una pareja enfrentada a un mundo hostil o un amor no correspondido. En «Stephen» los dos enamorados, Matilde y el protagonista, se enfrentan a la oposición de la celosa madre de la joven (y a la postre madre también de Stephen): Matilde muere de la impresión cuando su madre, tras una oscura maquinación, la convence de que Stephen la ha abandonado, y Stephen, inocente de toda responsabilidad, se suicida tras la muerte de su amada. En «El Castillo del Espectro» mueren Alfonso e Irene, víctimas de la venganza del fantasma del malvado señor del castillo. Después del rescate de Irene de la prisión en que el castellano la ha encerrado, el fantasma del malvado precipita a la joven pareja al fondo de las aguas, justo en el momento en que los felices amantes iban a contraer matrimonio. En «Luisa», Arturo y Luisa se enfrentan a la enemistad del padre de ella, empeñado en una boda ventajosa para la familia desde el punto de vista económico, pero que horroriza a la sensible y enamorada joven. El padre decide asesinar a Arturo, y una vez muerto, el fantasma del novio viene a recuperar a su amada, tras de lo cual el río devuelve al enloquecido Barón los cadáveres de los dos amantes. «Beltrán» y Elmira son culpables de una amor nefando y sacrílego, que ofende a los hombres ya Dios. Son castigados con la muerte y condenación de ambos, convertidos en sombríos fantasmas que vagan por las ruinas del castillo. También condenada esta Inés Chacón («La Mujer Negra») culpable de una amor prohibido. Tras de huir de su casa y desobedecer a sus padres, de ser causa indirecta de la muerte de su padre, de manchar el honor de su apellido, ha sido abandonada por su amante y reza desconsolada por las noches en una antigua capilla. Cuando reaparece el padre, que en realidad no ha muerto, Inés cae desvanecida y muere, tras de un fuerte golpe en la cabeza, a pesar del perdón de su padre. Amor contrariado también el de Jenaro y Ángela, dos inocentes a los que la sociedad y la religión reprueban por un crimen, el incesto, que ellos son inconscientes de cometer. Su condición de hermanos ignorados es la causa de las acciones de «Yago Yasch», que causa la ruina, la infelicidad, y la muerte de los dos, sólo para impedir que Jenaro caiga en el incesto inconsciente. Y eso lo hace por «cariño». Amor imposible el de «Abdhul-Adhel, el Mantés», muerto por orden del inquisidor Meneses, el tío de su amada y padre ignorado del propio Abdhul. Muerte, la de Abdhul, que origina también el suicidio de su amada, el asesinato de su ignorado padre y el suicido también de la ejecutora del inquisidor, la propia madre de Abdhul. Amor truncado por la muerte también el de Zelma y «Ramiro», que tras separaciones y desgracias, cuando al fin se encuentran reunidos, pierden su esperanza de felicidad por obra de Reduán, el padre de Zelma, que mata a Ramiro en venganza por la muerte del caudillo Almanzor. Muerte también de los dos amantes de «El Torrente de Blanca», Blanca y Enrique, víctimas de los insensatos y criminales celos de Alfonso, que prefiere suicidarse y causar al tiempo la muerte de los tres, antes de consentir en la felicidad de su rival y de su amada. Muerte igualmente de la amante del joven Carlos V en «1534», de forma oscura, escondida y dejando sospechas de asesinato, poniendo fin a un amor prohibido. La muerte ha roto los amores de dos personajes que se lamentan: «Alberto Regadón», que a lo largo de su travesía por el crimen y la desesperación recuerda con amargura a su dulce Catalina, única y perdida luz de su existencia y «Arindal» que llora su dolor y se suicida ante la tumba de Daura. Amor no correspondido en «Zenobia» que, en aras de su fervor patriótico, abandona a Enrique, su enamorado, entregando su vida a su amada patria, Polonia. Fracasado en «Pamplona y Elizondo», cuando Eduardo no encuentra en Isabel el alma gemela que esperaba y cae en un desinterés por la vida que hace que no se recupere de los sufrimientos causados por la batalla y la cautividad, y le lleva a la muerte y en «Alucinación!!!» en el que el narrador descubre que la mujer que le mira con insistencia en la iglesia y que él ha adornado de las mejores galas del amor en su fantasía, es ciega.

Este conflicto básico de los relatos de El Artista no tiene cabida en cuentos costumbristas, morales y populares. Se realiza, pues, a través de narraciones históricas, cuentos fantásticos y relatos amorosos de época contemporánea.

El conflicto, como ya hemos visto, acaba en la gran mayoría de los casos con la muerte. En catorce relatos de los quince que hemos mencionado antes mueren los dos amantes o uno de los dos. Hay un tono trágico definido y persistente que toca a casi todos los cuentos.

Hay un gusto muy perceptible por pintar ambientes tétricos y oscuros, por las escenas nocturnas y por los escenarios misteriosos, aunque no haya fantasía en el relato.

Esta preocupación por el conflicto amoroso tiene unas claras connotaciones del romanticismo más innovador y revolucionario. Como indica Shaw (1997; 317), hablando del teatro romántico, el drama genuinamente romántico es el que incorpora la injusticia cósmica del mundo «a través del tema del amor contrariado por el destino, que acaba en sufrimiento y muerte. Tema fundamental del romanticismo subversivo, opuesto al amor amenazado por las circunstancias pero preservado por la firmeza y la fe religiosa, el paradigma del romanticismo histórico».

En esta revista y sólo en ésta, nos encontramos con una mayoría de obstáculos al amor provenientes de la sociedad: Incesto (dos relatos), diferencias religiosas (tres relatos) o sociales (uno). Más aún, en los tres casos que hay de oposición paterna, en uno de ellos se produce por la ambición insana del padre de la protagonista que desea una boda mejor para su hija («Luisa» de Eugenio de Ochoa) y en otro por los celos de la madre, rival amorosa de la hija («Stephen» del mismo autor). Tan sólo en «La mujer negra» de Zorrilla encontramos un planteamiento netamente conservador: una prohibición paterna en la que la protagonista es castigada por su falta de respeto hacia su padre.

Los años 1835-1836, en los que aparece El Artista son los años en los que el teatro romántico lleva a escena conflictos amorosos de idéntica naturaleza a los de los cuentos de la revista de Ochoa y Madrazo. Desde La Conjuración de Venecia de Francisco Martínez de la Rosa (1834) hasta Carlos II el Hechizado de Antonio Gil y Zárate (1837) se han puesto en escena Macías de Mariano José de Larra (1834), Don Álvaro o la fuerza del sino del Duque de Rivas (1835), Alfredo de Joaquín Francisco Pacheco (1835), El Trovador de Antonio García Gutiérrez (1836) y Los amantes de Teruel de Juan Eugenio Hartzenbusch (1837). Pero este tema va a desaparecer pronto de las páginas de las revistas y de los escenarios de los teatros. Aunque podemos encontrar, en las revistas posteriores a El Artista algunos cuentos que siguen explorando la temática del amor injustamente contrariado por el destino y la sociedad [«Conrado» de Clemente Díaz (Semanario Pintoresco Español, 1839); «La Peña de los Enamorados» de Mariano Roca de Togores (Semanario Pintoresco Español, 1836); «El Lago de Carucedo» de Enrique Gil y Carrasco (Semanario Pintoresco Español, 1840)] esta temática no volvería a conocer los días de gloria que vivió en los quince meses de vida de El Artista, e iría despareciendo hasta solo sobrevivir en algunos pocos, muy pocos relatos.

A partir de 1840, no encontramos apenas amores contrariados por la injusta autoridad paterna. Por el contrario vemos como la vigilancia de los padres sobre los amores de sus hijos está bien fundada y consigue impedir que se produzca un desenlace desgraciado para ellos. La visión aquí es justamente la contraria a la del romanticismo innovador y a la que vemos en las páginas de El Artista. Padres o madres que vigilan a sus hijos y previenen sus equivocaciones los encontramos en cuentos como «Manuel el Rayo, Semanario Pintoresco Español, 1840», «Un Cuento de Hadas, Ramón de Navarrete, El Siglo Pintoresco, 1846)», «Don Liborio de Cepeda, Antonio Flores, El Laberinto, 1847» o «Historia de dos Bofetones, Juan Eugenio Hartzenbusch, El Panorama, 1839». Hijos respetuosos que obedecen a sus padres e incluso están dispuestos a sacrificar su amor (y son recompensados por ello) los hay en «Ángela» (Miguel González Aurioles, La Alhambra, 1840), y «La Reina sin Nombre» (Juan Eugenio Hartzenbusch, Mil y una noches españolas, 1845). Padres que a causa de la locura amorosa de sus hijos llegan al desastre, a la vergüenza y hasta el crimen, los hay en «La Loca de Roupar» (Benito Vicetto, Semanario Pintoresco Español, 1844) y «La Querida del Soldado» (Vicente Barrantes, Semanario Pintoresco Español, 1849)».

De la misma manera no se encuentra ya incesto, ni causas sociales contra el amor y sí malvados individuos que rompen las leyes de la sociedad para oponerse al amor casto y puro de los protagonistas. Amor que es recompensado con el éxito si se mantiene la constancia y la fe.

Lo cual reafirma la afirmación inicial sobre El Artista. Revista fundamental en la historia del romanticismo, pero no representativa de las características generales del relato breve romántico.

No obstante lo cual hay que aclarar que El Artista no es una revista unívoca y que en Ochoa y Madrazo no hay unos revolucionarios extremos. Por eso desde el principio el romanticismo más conservador tiene su asiento en las páginas de la revista. Cuentos como «Beltrán»6 y «La Mujer Negra» entran de lleno dentro de la corriente tradicionalista del romanticismo. En ambos caos el amor ilegítimo y prohibido es castigado: la oposición a la religión («Beltrán») y a la autoridad paterna («La Mujer Negra») no pueden admitirse, aunque la causa sea el amor, causa que para los románticos exaltados disculpaba y justificaba todo atrevimiento y ofensa a las leyes y a la sociedad. Hay que hacer notar como el final de «La Mujer Negra» refuerza la severidad de esta ley. Inés se ha separado ya del objeto de su amor impuro, está arrepentida de sus actos y su padre, que reaparece, está dispuesto a perdonarla, pero el autor no, por incumplir las normas sacrosantas de la sociedad tradicional y la hace morir en presencia de su padre, como justo castigo a sus excesos.

El héroe romántico aparece representado abundantemente en las páginas de El Artista; en sus facetas de rebelde, hombre sensible, huérfano, malvado satánico o artista incomprendido. Es muy frecuente el enamorado que llega a la locura y a la enfermedad. No es extraño que haya varios relatos en los que se enfatiza la soledad del romántico y su destino trágico. A este respecto el mejor representante es «La predicción» de Jacinto de Salas y Quiroga: Un joven que desprecia la sociedad y a los hombres hace constantes rasgos de generosidad que no le aportan ningún beneficio. Después de cada uno de ellos siempre oye el mismo mensaje: «Joven, tú serás muy desgraciado». Al final afirma el protagonista que la predicción se ha confirmado, aún sin concretar la razón.

La soledad del romántico se produce también por la falta de la correspondencia de una auténtica alma gemela. Es el caso del cuento del Conde de Campo-Alange, «Pamplona y Elizondo». Otro de los escritores de El Artista, José Bermúdez de Castro, trata este tema de forma distinta en «Alucinación!!!» Bermúdez de Castro intenta dar la vuelta a una historia antirromántica publicada en El Correo de las Damas en 1833. El cuento «El Romántico. Escena en Génova» presenta una historia de un ridículo joven romántico que se enamora de una mujer a la que ve varias veces asomada a una ventana y en su imaginación le crea una personalidad apasionada y exquisita. Al final descubre que es una loca que no se apercibe de nada de lo que ocurre a su alrededor. Bermúdez de Castro cambia a la loca por una ciega, a Génova por una iglesia española, y al ridículo lechuguino de la historia de El Correo de las Damas por un romántico reflexivo que va desarrollando una teoría del amor a lo largo del relato, teoría que llega a la decepción. No hay evidentemente en el cuento ninguna intención crítica hacia el romántico. Es más, la intención es enaltecedora ante la capacidad de creación de ilusión de un personaje que busca ese amor ideal que la realidad se niega a proporcionarle.

Un personaje, que no es, ni mucho menos, un ser vulgar. La primera parte del relato nos presenta al protagonista, a través de una meditación sobre los especiales sentimientos que se experimentan en una iglesia. Señal de su superioridad como romántico, como ser más sensible que la mayoría, y más espiritual que la masa, se sumerge en una experiencia mística en medio de los asistentes a la iglesia.

Inmóvil, apoyado sobre un pilar del templo, repasaba en mi mente, escuchaba en mi oído ciertas palabras que me decía el cielo. Yo las he oído claramente y aunque ya las he olvidado, recuerdo que había una vida entera en cada una de ellas, un misterio, una profecía. La menor hubiera bastado a conmover un imperio, el mundo mismo sobre su ego invisible y afianzado. ¡Qué de secretos! ¡Qué de poesía! ¡Qué de misterios revelados en cada una de aquellas palabras! La sola memoria de que las comprendía entonces me hace temblar y me asusta como la de un terremoto. Yo las escuchaba atentamente; mis ojos fijos, inmóviles, mi vista perdida en aquel mar de cabezas orando; no veía, no sentía: el espíritu estaba lejos y había dejado el cuerpo solo y abandonado como un cadáver. Mi chispa celeste, el germen de otro mundo, había ya casi roto el hilo quien la encadenaba... cuando un lazo invisible, un solo movimiento, pronto como un relámpago me bajó a la tierra desde mi quinto cielo. Él sólo disipó todas las visiones que pasaban delante de mis ojos, hizo callar la voz celestial que me hablaba al oído; aquel movimiento fue para mis ojos paralizados como una noche oscura. Me deslumbró, me arrastró la vista y se la llevó consigo, atrayendo en pos a mí espíritu que tan lejos vagaba. Volví a la tierra y volví a ser hombre. ¡Yo que ya había puesto un pie en el cielo!

Este movimiento que no puedo maldecir, fue el de una cabeza que se volvió un solo instante en medio de aquel mar de otras. Una cabeza de mujer con apariencia de ángel. Una cabeza de Rafael, de Murillo, de Correggio, llena de poesía, de bello ideal, de genio, una de aquellas cabezas que se parecen en sueños, en medio de nubes de color de fuego.



La sensibilidad especial del narrador le hace remontarse hasta la divinidad, hasta conocer los secretos de la existencia, hasta casi convertirse en un Dios. De este estado de excepción, de excelencia, le saca un movimiento, un solo movimiento de una mujer, un simple gesto: una cabeza volviéndose. Y sin embargo ese movimiento «no lo puede maldecir» porque gracias a él descubre una meta aún más alta que la de la revelación de los secretos del universo: el amor. Pero el amor romántico, el perfecto, la unión de dos almas apasionadas, sensibles y gemelas. Por eso en la cabeza ve poesía, genio y bello ideal, ve las aspiraciones de muchos de los jóvenes románticos, que no buscaban en el amor una unión sexual o una atracción física sino un hermanamiento de dos almas superiores y exquisitas. El romántico aspira a la totalidad en el amor y en la pasión, su alma desea esta totalidad y no concibe la relación de amor de otra manera. Por eso Beltrán, para unirse a su amada Elmira lo olvida todo: patria, familia y religión, respeto a sus padres, conducta honrada, honorabilidad, piedad, compasión. Beltrán tenía ese «alma de fuego» que el protagonista de «Pamplona y Elizondo» echaba de menos en Isabel, el objeto de su amor, que se revelaba, para desesperación de Eduardo y fracaso de su amor, una mujer vulgar, un ser incapaz de pasión.

Alma de fuego tiene también el anónimo protagonista de «Alucinación!!!». A partir del descubrimiento de la cabeza de mujer, el objeto de sus sueños, comienza a interpretar, todas las miradas, todos los movimientos de la muchacha como mensajes hacia él dirigidos. Comenta sus sensaciones con un amigo, que junto a él asiste a la misa y que sirve de contrapunto en el relato, recibiendo las cada vez más extremadas declaraciones del protagonista con escepticismo e ironía. El amigo, representante de los antirrománticos, que en ese momento abundan, ridiculiza las manifestaciones del narrador y al final descubre que la joven es ciega y que todo ha sido una fantasía. En la realidad lleva la razón, pero en la mente del narrador no hay lugar para esa realidad y sí para su ambición amorosa y para su ilusión vital. Cuando su amigo le dice que fantasea al creer que la joven se ha dado cuenta de su presencia el narrador responde:

¡Tachar de locura, la más exquisita perfección y perfectibilidad de los sentidos! ¿Por qué mis miradas de fuego, que llevaban todo mi alma, toda la parte esencialmente sensible del ser, no habían de hacer impresión sobre aquel tejido celular sensible y eléctrico? ¿Por qué cada uno de aquellos poros de cristal no había de recoger toda la electricidad que llevaban mis miradas? ¿Por qué no había de ver y sentir tan fácilmente como los ojos y el oído? ¿Y por qué no habían de hablarle tan fácilmente como a mí sus movimientos?



Cuando se descubre la ceguera de la joven, cuando el amigo se ríe de las fantasías de la imaginación del protagonista, éste defiende que la realidad de la ceguera de la joven no falsea su percepción, no invalida su sentimiento:

¿Esto mismo no lo prueba? ¿Si ella no podía verme que otra cosa que esa fuerza o simpatía magnética, que esa corriente eléctrica que nos unía y nos ponía en contacto pudiera decirle todos mi secretos, decirle que yo la miraba, que me agradaba y pudiera dirigir sus miradas hacia mí, y sus pasos hacia mi sitio. ¿No es esto un principio en apoyo de mi creencia? ¿No se funda esta misma creencia en el convencimiento de que sin poderme ver me adivinaba y me buscaba?

Y si me hubiera visto podría haber advertido mi deseo de verla y agradarla, podría por curiosidad, presunción o amor buscarme y observarme. Pero ni hay duda; ciega como es, es otro instinto nuevamente despierto por alguna de las causas que te he dicho el único que pudiera advertírselo

Mucho, mucho más le dije; él se calló y nada tuvo que responder; no si él quedaría convencido, creo que sí.

Pero yo, por mi parte, juro que en aquel momento ya no estaba persuadido de lo que decía.

Pregunto ahora. Siendo mis razones bastante sensatas, ¿por qué la misma razón que me las dictaba, por qué el mismo principio que apoyaba y daba su valor innegable a mis argumentos estaba fundado en su no haberme visto? ¿Por qué fue este el mismo que los destruyó completamente en el fondo de mi corazón y mi juicio?

¿No hace creer esto que tenemos una percepción íntima de la verdad, y que a pesar de todo el oropel de nuestra imaginación, un órgano desconocido e instintivo nos la revela...?

[...]

Y otra verdad también, es que nuestra educación, civilización o el abuso de nuestras facultades intelectuales, apaga cierta chispa que recibimos de Dios y nos sumerge en tinieblas, donde vemos luces fosfóricas que brillan engañosamente y solas para nuestros ojos.



El hombre que siente es capaz de percibir lo que siempre será desconocido para el hombre que piensa: la razón no es ya un instrumento válido para percibir el mundo: es más es un obstáculo, para apreciar la autentica verdad que no se comprende, se siente en el corazón como se siente la experiencia mística que el protagonista experimenta al principio del relato. Por eso el amor romántico es exclusivo: es patrimonio de los grandes sentidores, de aquellos que tienen una capacidad para el sentimiento, una sensibilidad, una exquisitez interna que supera los límites de la razón. Pero la fuerza represora del razonamiento es tan grande que hace que incluso los más sensibles sólo puedan escapar breves momentos de ella. Por ello las dudas finales del autor: la impura razón está venciendo su puro sentimiento.

Pero atendiendo al sentimiento nada importa que la joven sea ciega para sentir las «miradas de fuego», la «electricidad» del sentimiento amoroso del protagonista. Y a la luz de esta revelación, se desvanece la presunta ridiculez del cuento de El Correo de las Damas: ¿Qué es la locura, sino una forma de escapar de esa razón represora, pensaría Bermúdez de Castro? ¿Qué es el amor romántico sino una forma de locura, que hace morir a Marsilla, pecar a Macías, y suicidarse a Werther? ¿Qué importa lo que diga la razón si el sentimiento del romántico ha penetrado en el auténtico significado de las cosas?

Esa locura, esa revelación del amor romántico es la que mueve a los personajes de los cuentos de El Artista: la que hace a Beltrán perder su vida y su alma por su amor, a Matilde morir del dolor del abandono y a Stephen suicidarse ante ella, a Alberto Regadón entrar en un viaje infernal, privado de toda esperanza por la ausencia de su amada, a Arindal a suicidarse ante la tumba de Daura. Esa es la locura que ya no va a aparecer en otras revistas. Locura, pasión, arrebato amoroso que es sustituido por el amor morigerado, tranquilo, disciplinado y respetuoso con la religión, la sociedad y los padres que encontraos en tantos y tantos cuentos del romanticismo conservador.

En resumen; se trata El Artista de una publicación fundamental para la historia del cuento romántico, pero que no es, en absoluto, representativa de la generalidad de esos relatos. La opinión de Rafael Lozano Miralles (1988) de que la revista se la «puede colocar en una posición privilegiada para el estudio de las formas y géneros que produjo el romanticismo español» no se sostiene cuando comparamos las características de sus relatos con los de la generalidad del movimiento. Más bien, El Artista indica un camino que en gran parte no llegó a recorrerse y su fracaso (y el de No me olvides y el de El Pensamiento) frente al éxito del Semanario Pintoresco Español representa el fracaso de una modalidad romántica y el triunfo de la otra.

En cuanto a la valoración crítica de los relatos de sus páginas es muy desigual. El, quizás, más célebre (o menos desconocido) de sus autores es Eugenio de Ochoa, cuyos cuentos, hoy en día, pueden despertar poco más que un interés arqueológico, como representación de una ideología literaria7. Otros cuentos («Arindal», «Abdhul-Adhel») fueron perpetrados por autores que, afortunadamente, no volvieron a dirigir sus afanes a ese campo. De la misma manera el relato de Zorrilla, no añade nada a sus méritos literarios. Hay en cambio otros relatos («Alucinación!!!», «Los Dos Artistas», «Beltrán») que tienen una calidad más lograda y que aún hoy se leen con interés a pesar de que sus autores (José Bermúdez de Castro, José Augusto de Ochoa) yazcan sepultados tras más de ciento cincuenta años de olvido e ignorancia. Aunque las joyas de la corona, como hemos dicho antes, son los dos relatos de Pedro de Madrazo y el único que escribió el malogrado José Negrete, Conde de Campo-Alange.






Bibliografía

  • Lozano Miralles, Rafael. (1988) «La prosa narrativa en El Artista» Romanticismo 3-4. Génova. Pp. 171-173.
  • Madrazo y Kuntz, Pedro de (2004) Cuentos. Estudio preliminar de Borja Rodríguez Gutiérrez. Ediciones de la Universidad de Cantabria. Santander.
  • Marrast, Robert. (1989) José de Espronceda y su tiempo. Literatura, sociedad y política en tiempos del Romanticismo. Barcelona. Editorial Crítica.
  • Rodríguez Gutiérrez, Borja (2000) «Cuento y drama romántico: El Lago de Carucedo» Hispanic Journal. Vol. 21, n.º 2. 501-514.
  • ——. (2003) «Los cuentos de la prensa romántica española. (1830-1850). Clasificación temática». Iberoromania. 57. 1-26.
  • ——. (2004) Historia del Cuento Español. 1764-1850. Madrid-Frankfurt. Iberoamericana-Vervuert.
  • ——. (2005) Antología del cuento romántico. Madrid. Biblioteca Nueva.
  • Shaw, Donald, L. (1997) «El drama romántico como modelo literario e ideológico». Historia de la literatura española. Siglo XIX (I). Director de la obra: Víctor García de la Concha. Coordinador del volumen: Guillermo Carnero. Madrid. Espasa-Calpe. Pp. 314-351


Indice