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Los dos exilios de José Mármol

Beatriz Curia





En líneas generales, ya no se niega que Amalia sea una novela histórica1, sin que por ello quede invalidada su dimensión de testimonio de una época, de novela de costumbres, de novela política, de arma de lucha contra el rosismo. Pero no se ha advertido -o al menos no se ha destacado con suficiente nitidez- que Amalia constituye una especie de summa de la Argentina de su tiempo. Al decir la Argentina de su tiempo me refiero no sólo al año 1840 en que se desarrollan los sucesos narrados sino al tiempo de composición de la novela: 1851-18552. Justifica nuestra visión contemporánea la «Explicación» antepuesta por el autor a su obra en mayo de 1851:

La mayor parte de los personajes históricos de esta novela existe aún, y ocupa la posición política o social que al tiempo en que ocurrieron los sucesos que van a leerse. Pero el autor, por una ficción calculada, supone que escribe su obra con algunas generaciones de por medio entre él y aquéllos [...]3.



Por otra parte, un cotejo minucioso de las páginas de Amalia y la información por ellas suministrada con otras obras que abordan el lapso comprendido entre 1850 y 1855 -en especial relatos de viajeros, como Marmier o Skogman4- revela la extraordinaria fidelidad del novelista en cuanto a la transposición literaria de la realidad del país en sus aspectos materiales y culturales. Sí es controvertible, en cambio, la visión política del rosismo, inocultablemente teñida por el apasionamiento de Mármol, aunque haya numerosos testimonios acordes en la letra y el espíritu que avalan su sinceridad.

Más allá de estas consideraciones, todos los niveles de la vida del país están testimoniados en Amalia, desde los más ínfimos detalles cotidianos -como los papelitos que ondulan los rizos de oro de Florencia Dupasquier (cap. X, I)5 hasta la ética implícita en la conducta de cada miembro de la sociedad, pasando por la calefacción, la salud, los alimentos, las bebidas, el comercio, las diversiones, el estado de las calles, el clima, la flora, la economía, las clases sociales, los teatros, el periodismo, las distintas generaciones, la literatura, la enseñanza de primeras letras, la universidad, las peculiaridades del habla de cada grupo social, la Iglesia, los gobernantes, los juegos infantiles, los partidos políticos, las modas, el ejército, la topografía urbana y suburbana, y muchos otros aspectos que se registran a través de alusiones, breves pinceladas o desarrollos minuciosamente extensos. La enumeración que precede es deliberadamente caótica porque los datos aparecen de modo simultáneo, como surgirían en un corte sincrónico de la realidad, corte que no eludiera el decurso temporal6.

A partir de la mostración de esa realidad, la novela encierra un diagnóstico, una propuesta y una esperanza.


El exilio

La realidad toda del país está vista por un exiliado político, por uno de los integrantes de ese grupo de escritores argentinos que Ricardo Rojas, con profundo conocimiento y admirable acierto llamó «los proscriptos»7. Ese grupo encabezado por una de las inteligencias más claras y militantes de nuestra historia política y literaria -ambas fueron por entonces de la mano-, Esteban Echeverría, y del que formaron parte los hombres que se jugaron la vida en la magna empresa de la organización nacional: Mitre, Sarmiento, Gutiérrez, Alberdi, entre muchos otros.

Una muy breve digresión etimológica permitirá calibrar los alcances conceptuales de la palabra exilio que son tenidos en cuenta a lo largo de este trabajo. El vocablo proviene del latino exsilium, «destierro», derivado a su vez de exul, «desterrado, proscripto». Exul incluye la preposición ex, que da la idea de «procedencia del interior de algo», y el adjetivo solus, «solo, único, aislado, aparte, a solas». El verbo de la misma familia de palabras es exilire, que significa «lanzarse fuera de, saltar de, salir saltando». Así pues exilio comporta un apartamiento del lugar de origen y la comunidad cultural que le es propia y, a la vez, convertirse en un único en el nuevo lugar de inserción8.

Como se sabe, José Mármol es un escritor de exilio: elaboró la casi totalidad de su obra en el destierro y a su regreso a la patria se limitó a completar o retocar obras ya escritas y producir algunos trabajos menores. Se suele afirmar que la inspiración del poeta se debe a Rosas y que por ello, derrocado Rosas, desaparece la motivación para escribir. Pero es el exilio lo que determina la actitud combativa del poeta. Mármol se exilia el 17 de noviembre de 1840; sólo sabemos de una poesía suya escrita con anterioridad a esa fecha: la que -según él mismo testimonia- escribió en las paredes de la cárcel con palitos de yerba mate ennegrecidos por el fuego y cuyos versos finales rezan: «Muestra a mis ojos espantosa muerte, / mis miembros todos en cadenas pon, / ¡bárbaro! nunca matarás el alma / ni pondrás grillos a mi mente, no!». Aparece en Armonías, con el título «Lamentos», y está datada «En la cárcel, abril de 1839»9.

Las principales obras de Mármol escritas por esos años -Amalia (1851-1855), Cantos del Peregrino (1844-1850), Poesías (1839-1860), Manuela Rosas (1849, reed. 1851)-, al igual que sus publicaciones periodísticas y varias cartas que se conservan en nuestros archivos ofrecen interesantes perspectivas sobre el exilio.

Algunos motivos universales y característicos de la literatura de exilio -la proscripción, el amor a la patria, la nostalgia, el amor a la nueva patria, el dolor del exilio, la lucha por la libertad de la patria, el canto del peregrino-poeta, la lejanía de la amada, la visión de un futuro venturoso para la patria, entre otros- se modulan con diversos registros en las obras de Mármol. Por otra parte, se advierte en ellas la necesidad claramente asumida por el autor de adecuar sus escritos simultáneamente a las características de públicos distintos: argentinos proscriptos, argentinos en la patria y extranjeros (uruguayos, brasileños, chilenos, americanos en general, europeos).




La alteridad

La llegada de Mármol a Montevideo estuvo cargada de nostalgia por la patria, los amigos, la familia, como resulta evidente en su obra, con tanta frecuencia que toda cita en este sentido parece imprudente. Pero la nostalgia, el dolor del viaje, del exitus, es sólo un ingrediente de la compleja situación que debe enfrentar el recién llegado, sus esfuerzos para afianzarse en el nuevo ámbito y para alcanzar la subsistencia no son menos definitorios. Ilustrativa en extremo es una carta dirigida a su hermana, datada «Montevideo, Mayo 31»10, de la cual transcribo sólo algunos párrafos: «Mi idolatrada hermana: Si el día más hermoso de mi vida he tenido la desgracia de no estar a tu lado y recibir tus abrazos, los más sinceros sin duda; a lo menos tú serás la única que reciba en una carta mía lo que siente mi alma». Tras relatar con énfasis, lujo de detalles y desbordada alegría su triunfo en el certamen poético del 25 de Mayo de 1841, agrega: «Así pasó este día de gloria, de civilización y de patriotismo... Explicarte las sensaciones que he sentido, sería en vano. Pero imagínate un joven de mi edad, recibiendo los aplausos de todo un pueblo y sabrás mi situación. [...] cuánto hubiera deseado yo más un abrazo de tí o de mi Emilia-! [...] He recibido la libranza de tata. Dile que se lo agradezco en el alma y que no lo volveré a incomodar en mucho tiempo».

El lugar de exilio aparece como alteridad con respecto a la patria. Tanto en cuanto se refiere al Uruguay (1840-1846/1846-1852) como en lo que atañe al Brasil (1843-1846). La conciencia de esa alteridad surge a pesar de la historia en común compartida entre argentinos y uruguayos. La gratitud se traduce en loas, en alabanza a las bellezas naturales o a las mujeres, sin que por ello esté ausente la crítica desaprobadora con respecto a algunas cuestiones políticas o sociales. Así, en el poema «Adiós a Montevideo», se conjugan ambos aspectos: Yo sé que no es mucho tu amor a los míos, / Vejeces de Artigas, ¡caprichos no más! / Vendrán otros tiempos de menos desvíos / Y más reflexiva tu amor nos darás. // Dejemos al tiempo... por mí, yo te quiero, / Y el alma me duele diciéndote ¡adiós! / De amor y placeres copioso veneno / ¿Por qué no te llaman: Oriente de amor11. Dos párrafos de Amalia resultan particularmente significativos en este sentido:

Pero no era simplemente la bella perspectiva de la ciudad lo que absorbía la atención de ese hombre, sino los recuerdos que en 1840 despertaba en todo corazón argentino la presencia de la ciudad de Montevideo: contraste vivo y palpitante de la ciudad de Buenos Aires, en su libertad y en su progreso12.



Pero aquí hay más que espíritu de partido, -dijo el joven [Daniel], conversando consigo mismo- aquí hay espíritu de rivalidad nacional ¿y por qué? probablemente no hay porqué, se respondió Daniel que, como todos los hijos de Buenos Aires, jamás había oído en su país hablar de Montevideo sino como se habla de cualquiera de las provincias o de las Repúblicas hermanas [...] sin el mínimo espíritu de celos o de encono13



La diferencia del Uruguay con respecto a la Argentina se advierte con toda nitidez. También un matiz de superioridad por parte del porteño Mármol se desliza en las palabras del narrador de Amalia o de Daniel Bello. Este sentimiento de superioridad queda totalmente manifiesto en El asesinato del Sr. Dr. D. Florencio Varela, folleto escrito por Mármol en Montevideo y publicado en 1849:

Pero todavía más. Todavía otra circunstancia que importa mucho no olvidar. El señor Varela era porteño, como vulgarmente llaman a los argentinos en este país; y si hay en él alguna antipatía nacional hacia ellos, Oribe sólo tiene mayor cantidad de ella que la que puede encontrarse en todo el país.

Envidioso y vulgar, jamás ha comprendido que la superioridad relativa de un estado o de un hombre, no debe inspirar odio, sino el noble deseo de sobrepasarla si es posible, y no ha entendido nunca que a los porteños, o a un porteño, se le pueda deber otra cosa que enojo y odio14.



Tiene Mármol una clara visión de los emigrados argentinos en Montevideo. Así, en el primer número de La Semana, del 21 de abril de 1851, da la siguiente evaluación cultural de Montevideo:

En literatura ¿cómo llenar tampoco las pájinas de un periódico en una sociedad en quien no se han formado todavía los gustos, ni difundídose los medios de crear y fomentar una literatura nacional; en una sociedad educada con la literatura europea, habituada á su historia, á sus costumbres y a su modo de ser, y que halla estrechos y descoloridos los cuadros que de vez en cuando le presenta la imajinación americana, porque todavía esa sociedad no ha podido darse cuenta de su naturaleza, de su historia, de sus pasiones, de sus hábitos, de su ecsistencia en fin, tan diferente, tan nueva y tan dramáticamente superior á la ecsistencia europea? ¿En una sociedad, por último, que no ha reconocido y clasificado aun la literatura como una «carrera», como una «profesión» social, y que recibe una producción americana como una cosa huérfana, sin porvenir y sin nombre, que viene á mendigar un momento de su pasajera atención?

Situación triste, pero desgraciadamente tal cual la pintamos!15.



En el capítulo VIII de la cuarta parte de Amalia, Mármol rebate aseveraciones del autor de Montevideo o Una nueva Troya16 y refirma tanto la diferencia entre argentinos y uruguayos como la superioridad de los primeros.

Creo que vale la pena destacar esta conciencia de la alteridad con respecto al Uruguay y a los uruguayos, porque desde una óptica actual se tiende con frecuencia a homogeneizar anacrónicamente a los dos países y a suponer que exiliarse en el Uruguay era casi no exiliarse. En todo caso, a pesar del «venero» de «amor», no parece haber sido muy feliz la estada de Mármol en Montevideo, sobre todo durante el sitio por las fuerzas de Oribe -febrero de 1843 a octubre de 1851-. Baste para corroborar esta apreciación el fragmento que transcribo de una carta que el poeta dirige a su amigo José Tomás Guido, datada en Montevideo, en agosto de 1847:

Y bien ¿cómo va en el Janeyro? en ese paraíso terrenal donde sólo se piensa en divertirse?

¡Qué diferencia de Montevideo! purgatorio de los vivos. Cada día al levantarme me digo: otro día más! y me persigno para que el diablo que se pasea sobre esta ciudad o ciudadela, no se meta en mi cuerpo, entre la bala de algún fusil vasco o italiano. Y después de esto, esta monotonía insufrible en que se pasa la vida. Siempre bajo unos mismos sucesos; bajo unas mismas cosas, y bajo unos mismos chascos. Y después de esto otro, ese peso de estupidez que parece gravitar sobre la inteligencia bajo las nubes de por acá, donde no se hace otra cosa que comer mal, vivir peor, y hablar de los invasores y de la intervención que lo acaba a uno por embrutecer [...]. Yo, mi amigo, hace mucho tiempo que habría dejado Montevideo si contase en cualquier otra parte con medios de subsistencia, por pocos que fueran. Iría al Janeyro con preferencia a cualquier otro destino, pues allí me esperaría el contacto con personas tan caras a mi corazón. [...] Paciencia y esperanza: he aquí el programa de mi vida17.



En cuanto al Brasil -feliz término de comparación en la carta-, Mármol prodiga elogios a su naturaleza y a sus mujeres, y le augura un brillante porvenir en los Cantos del Peregrino. El Canto undécimo está dedicado a este fin y lleva por título, precisamente, Al Brasil. El progreso, el «genio» y las «riquezas» del «Janeiro», la belleza edilicia, la historia colonial e independiente, el dominio de la justicia, la libertad, la paz, y el núcleo lírico -«Adiós al Janeiro»- expresa: «La página más bella te debe mi destino; / adiós, Río Janeiro, CINCO DE ENERO, adiós»18.




Los perfiles de la patria

La pérdida de contacto con la realidad del país, conocida sólo por noticias clandestinas o datos oficiales del gobierno rosista, genera entre los exiliados una actitud utópica que los lleva a sobrevalorar sus fuerzas y sus posibilidades de éxito en la lucha contra Rosas y concebir proyectos irrealizables. A través de Daniel Bello, su portavoz en Amalia, lo puntualiza Mármol:

Pensé que los viejos unitarios eran hombres prácticos, en quienes la ciencia de los hechos y de las altas vistas, dominaba su espíritu; y hallo que son hombres de ilusiones como cualesquiera otros, o, más bien, con más ilusiones que los demás [...] Creí que ellos me enseñarían a conocer a mi país, y veo que yo lo conozco mejor que ellos19.



Pero así como «en la relación, la persona adquiere conciencia de su ser, pues en cada relación su modo de ser va esculpiendo su Yo»20, en la relación con la tierra de exilio la patria va adquiriendo para José Mármol perfiles más nítidos. Por ello su Amalia, novela vertebrada por el exilio, encierra un diagnóstico en perspectiva de la realidad argentina y del ser nacional.




La patria hostil y ajena

Como se ha visto antes, el exiliado es un solo que está fuera de su patria, de su ámbito social, cultural, cívico.

La visión que presenta Mármol de los personajes antirrosistas en Amalia subraya un aislamiento con respecto a la sociedad en su conjunto que se vuelve cada vez más extraña. El solo es paradigmáticamente Eduardo Belgrano, proscripto en territorio patrio, aislado en la quinta de Barracas. La quinta es casi otro país por sus características y sus fronteras bien definidas, inviolables en apariencia, sometidas luego por los federales; otro país que Mármol muestra como el verdadero país. Igualmente pertenecen a este otro país la casa de los Olivos y la sede de la legación norteamericana. Es curioso que así ocurra, porque se opera la doble paradoja de que lo extranjero se convierta en patria y la patria se vuelva hostil y ajena:

Si bajo el gobierno de Rosas pueden haber quedado hombres de corazón en Buenos Aires, no es en las antesalas de Palermo donde se encontrarán por cierto; sino en el retiro de sus casas, procurando que Rosas y sus satélites los olviden, hasta que les llegue el momento en que ellos mismos les hagan acordar, que aún quedaban (sic) hombres a la patria de los libertadores de la América21.



Por otra parte, hay un exilio interior, una soledad diferenciadora de muchos personajes. En principio, de los unitarios en una sociedad «federal». Caso ilustrativo es el de la «señora de N...», unitaria de viejo cuño, representante en la novela de todo un grupo social y político. Pero también, por contraste, el de Manuela Rosas, cuando rodeada de figurones en su tertulia, viendo solamente «fisonomías duras, encapotadas, siniestras», dice a Daniel Bello: «yo hago por no oír, y por no ver» (capítulos IX y X, IV parte). Y no menos ilustrativo el del propio Daniel, quien no se «exilia» como Eduardo, se mueve con la mayor soltura entre los federales, pero interiormente es un único.

En definitiva, este exilio en la patria se revela imposible y la necesidad de emigrar prevalece. La muerte de Belgrano demuestra lo perentorio del exilio y constituye la autojustificación de Mármol como exiliado. Por una parte, porque la «barbarie» y el «terror» han ido ganando espacio y, cuando irrumpen en la quinta de Barracas, la contaminan. La destrucción de los objetos y elementos del edificio mismo por la Mazorca conlleva el aniquilamiento del refugio. Del último refugio. Por ello emigrar no es ya, como al comienzo de la novela, una posibilidad discutible22, sino cuestión de vida o muerte:

Olas de gente se desbordan de ese mar de sangre y de crímenes, y ganan la ribera opuesta del Plata.



Esto sucedía en 1840 y, a partir de entonces, «Buenos Aires queda en poder de los bandidos. Las víctimas ya no estaban allí. Y a esa época desapareció de Buenos Aires el último vestigio de aquella sociedad noble y delicada que había hecho su rango y su cultura en otro tiempo»23.




La propuesta y la esperanza

Por otro lado, el exilio no es sólo forzoso sino voluntario, en cuanto responde ahora -transformadas las circunstancias por la retirada de Lavalle- al programa que enuncia Daniel Bello. Cuando la patria ha quedado dominada por fuerzas hostiles, cuando el terror obliga a callar, el exilio se convierte en arma de lucha:

Ahora ya no hay patria para mañana, como la esperábamos. Pero es preciso que la haya para dentro de un año, de dos, de diez, quién sabe! Es preciso que haya patria para nuestros hijos siquiera. Y para esto, tenemos que comenzar bajo otro programa de trabajo incesante, fatigoso, de resultados lentos, pero que darán su fruto con el tiempo. El trabajo de la emigración. El trabajo de la propaganda en todas partes, a todas horas, sin descanso. El trabajo de la palabra y de la pluma donde haya cuatro hombres que nos escuchen en el exterior, porque alguna de esas palabras ha de venir a la patria en el aire, en la luz, en la ola. [...] Al extranjero, pues. Pero siempre rondando las puertas de la patria. Siempre golpeando en ellas. Siempre haciendo sentir al bárbaro que la libertad aún tiene un eco; teniéndolo siempre en lucha para gastarle su fuerza, sus medios, su terror mismo. He ahí nuestro programa por muchos años24.



No está de más destacar que este párrafo, inexistente en la edición de Amalia publicada por Mármol en Montevideo (1851-1852), aparece en la edición definitiva de Buenos Aires (1855), cuando había que reinsertarse en la vida intelectual, social y política del país25.

El programa es el que en diversos campos y en distinta medida cumplen los desterrados en la época en que aparece la primera edición de Amalia. Los intelectuales en el exilio ejercen su pérdida a través de sus obras literarias y «del sable». En 1850 Sarmiento publica Recuerdos de Provincia. En 1851 da a conocer Argirópolis y se incorpora al Ejército Grande. Ese mismo año muere Echeverría en Montevideo, dejando su obra y su magisterio como legado, sin alcanzar la dicha -que sí tuvieron Mármol y Sarmiento- de retornar al país.

La prensa es el cauce predilecto para la prédica de los emigrados:

Es la prensa; es la predicación diaria y sostenida por ella, de la moral cristiana, de la libertad, de la justicia y del orden, la que habrá de dar á los pueblos del Plata el espíritu y la forma de una sociedad civilizada. Destronar los caudillos que se combaten hoi, no es sino cortar efectos de una gran causa que quedará ecsistente.

Esos caudillos no son otra cosa que la expresión franca y candorosa de nuestro atraso público, y es ilustrando á los pueblos que dejarán de reproducirse los caudillos [...].

Será la prensa, y únicamente ella, quien se encargue con el tiempo de la ilustración de nuestros pueblos26.



Estas afirmaciones del redactor-director Mármol en La Semana exponen además sintéticamente el diagnóstico de la historia y la sociedad argentinas que realiza, el narrador en el capítulo VIII, IV de Amalia, diagnóstico válido no sólo para 1840 sino para 1855 y, como veremos más adelante, para fines de la sexta década del siglo. Analiza allí el fenómeno del caudillismo a la luz, como Sarmiento, del determinismo geográfico:

Toda la Naturaleza tenía allí ese aspecto desconsolador, agreste e imponente al mismo tiempo, que impresiona al espíritu argentino y parece contribuir a dar el temple a sus pasiones profundas y a sus ideas atrevidas. Naturaleza especial en la América, Naturaleza madre e institutriz del gaucho27.



Tras analizar las características del gaucho -este análisis tiene numerosos puntos de contacto con el efectuado por Sarmiento en el Facundo y merecería un estudio detenido que, por cierto, excede la finalidad y los límites del presente artículo28-, llega a la conclusión, similar a la del sanjuanino, de que «El caudillo del gaucho es siempre el mejor gaucho». Dado que «Esta clase de hombres [los gauchos] es la que constituye el pueblo argentino, propiamente hablando; y que está rodeando siempre, como una tempestad, los horizontes de las ciudades», no le resulta difícil a Mármol trazar un panorama histórico social del país desde la conquista y concluir que «Rosas [...] [era] el mejor gaucho» y por ello, uniendo «a su educación y a sus propensiones salvajes, todos los vicios de la civilización» se había convertido en gobernante con poderes ilimitados.

La Revolución de Mayo, la libertad política, no fue acompañada, sostiene Mármol, por una transformación equivalente de la sociedad que, habiendo heredado de España los «hábitos monárquicos» y la «ignorancia», se resiste por inercia o activamente. La «tradición colonial» y la «innovación revolucionaria» se encuentran en la raíz, respectivamente, de la barbarie y la civilización29.

En suma, que la Argentina de entonces -claro está, me refiero a la Confederación y a las distintas formas políticas que se sucedieron en el territorio de la actual República con el nombre genérico de Argentina, nombre que resulta insustituible en su carga connotativa- aparece en la novela como territorio extranjero, como tierra alienada, ajena, de otros que la destruyen y corrompen hasta el punto de que resulta inhabitable para toda vida civilizada.

La ruptura de ese orden de cosas que significará Caseros no va a ser suficiente para transformar el país en un ámbito adecuado para el progreso material, social, político, espiritual, para el desarrollo de la cultura, en suma. Sobradamente se destaca en Amalia que la situación de crisis en todos los órdenes de la vida del país no surgió de improviso, sino que tuvo por causa largas décadas de desencuentros, de luchas entre facciones, de odios, de visiones contrapuestas -e inconciliables- de la realidad:

la prolongación de aquel gobierno iba a acabar de ahondar ese mal generador, en la tierra virgen de una sociedad sin hábitos ni creencias todavía. De este modo se preparaban para el futuro funestos y terribles síntomas de resistencia a la reacción que apareciese contra ese orden de cosas, en que ya no habría que luchar contra el tirano, sino contra los resabios de la tiranía 30.



Uno de los temas recurrentes en Amalia es el del individualismo como causa fundamental de todos los males que aquejan al país, entre ellos el gobierno de Rosas: «La ausencia de todo espíritu de comunidad y asociación había conservado hasta entonces el mal gobierno de don Juan Manuel de Rosas, como había servido en gran parte a la anarquía que lo produjo»31. En el momento en que Daniel, Eduardo y sus compañeros se ven compelidos al exilio, cuando la retirada de La valle y presencia de sólo diez de los cuarenta conjurados en la casa de la calle de la Universidad (cap. XI, V) tornan ya inútil y peligrosa la resistencia en el país, Bello exhorta con vehemencia:

Aquel que sobreviva de nosotros; cuando la libertad sea conquistada, enseñe a nuestros hijos que esa libertad durará poco, si la sociedad no es un solo hombre para defenderla, ni tendrán patria, libertad, ni leyes, ni religión, ni virtud pública, mientras el espíritu de asociación no mate al cáncer del individualismo, que ha hecho y hace la desgracia de nuestra generación32.



Poco antes33, uno de los jóvenes conspiradores había preguntado: «¿es posible que no podamos estar juntos cuatro argentinos, sin que nos pongamos en anarquía?».




El «solo»

En una carta (ca. 1860) dirigida por José Mármol a Carlos Calvo con el encabezamiento de «Confidencial», Mármol expone la conveniencia de una intervención del Emperador Napoleón en el Río de la Plata para extender «la influencia comercial, y civilizante de la Francia». Con respecto a la intervención establecida por Francia desde 1845, tuvo como «principio generador» -dice- «establecer el equilibrio de la civilización entre estos países y la Europa; ahogando el principio bárbaro de los caudillos, y levantando bajo la protección gobiernos regulares que asegurasen a la Francia especialmente, el libre comercio de las ideas, de los principios sociales, del comercio mercantil y de las emigraciones industriales, bases fundamentales de la civilización europea». Agrega que «los mismos elementos que pugnaban en tiempo de Rosas, se disputan ahora, bajo nombres y parajes distintos, el terreno en que antes obra ineficazmente la intervención francesa» y que «al Imperio se lo presenta [...] la ocasión de volver por el crédito y los intereses de la Francia perdidos en la anterior época, volviendo seria y prontamente a la cuestión que quedó pendiente a la caída de Rosas, y que hoy renace entre la ciudad y la campaña de Buenos Aires». Reflexiona que en el país hay «principios de la Revolución francesa que peligran; porque la revolución americana [...] no es otra cosa que uno de los muchos cuadros del nuevo orden de cosas establecido por la Francia en el Siglo XVIII y consumado en parte en el siglo XIX», ideas vertidas ya en Amalia, en el citado capítulo VIII, IV34.

Más allá del escozor que pueda provocarnos esta carta inédita -el tema siempre actual de la intervención extranjera en los conflictos internos de nuestro país es de los más delicados y espinosos- el escrito35 revela no sólo la perduración de las disensiones y los bandos contrapuestos sino que Mármol continúa siendo un solo.

El exiliado que regresa a su tierra no deja de ser un único. Al reinsertarse en su lugar de origen se convierte en un solo porque, por un lado, muchas son las pervivencias del ayer que lo obligó a emigrar, muchos los factores que tornan difícil la convivencia, que impiden compartir; por otro, el país imaginado -se trate de la noble utopía o del proyecto vigorosamente realista- todavía no existe.

Exsilire implica, en el mejor de los casos -cuando no supone un definitivo alejamiento de la patria-, un exitus y un reditus. Quien regresa del exilio tan sólo inicia el regreso, da el primer paso. Ha habido un salir de sí mismo paralelo al salir de la patria, un enajenarse que sólo se podrá revertir cuando, en el país de origen, el proyecto vital del exiliado y el proyecto colectivo se armonicen. En el caso específico de Mármol, se trata, nada menos, que de la organización nacional.







 
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