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Los fuegos de la memoria

(Capítulo 1)

Jordi Sierra i Fabra





Los primeros restos aparecieron a las 10 horas y 37 minutos de la mañana de aquel martes.

Alrededor de la fosa, recortados como árboles humanos por entre lo abrupto del terreno, había en ese momento unas veinte personas, además de las que trabajaban en ella, y el efecto fue catártico. La voz de la muchacha que encontró el hueso fue liberadora.

-¡Aquí!

Se produjo una descarga eléctrica, un despertar fulminante entre los que observaban los trabajos. Pasaron de la inmovilidad a la agitación. Unos empezaron a llorar, otros se abrazaron a sí mismos, a sus parejas o a sus vecinos. Los hombres tragaron saliva y apretaron los puños. Las mujeres se deshicieron como si sus cuerpos hubieran comenzado a desmenuzarse, perdiendo rigidez y consistencia.

El pequeño Nicanor fue el encargado de llevar la noticia al pueblo.

-Corre -le dijo su abuelo-. Ya está. Que vengan todos.

Y mientras el niño corría por el sendero, en busca de su bicicleta y en dirección al camino principal que conducía al pueblo, los vecinos de San Agustín de Campoamor se acercaron al límite de las estacas y la cuerda que marcaba la zona de la excavación para ver mejor aquel milagro y ser testigos de la historia.

O mejor decir, la recuperación de la historia.

-Con cuidado -oyeron decir a otra de las estudiantes con marcado acento extranjero.

El grupo de hombres y mujeres que realizaban la excavación, la mayoría jóvenes, rodeaba a la que había hecho el primer hallazgo. Se estaba procediendo a limpiar el hueso, que pronto adquirió la forma de un fémur.

-Delimitad el perímetro -ordenó el que dirigía a los voluntarios.

La tierra no era compacta, sino blanda. La arcilla rojiza parecía estar todavía impregnada de la sangre de los muertos. Apenas eran necesarias herramientas. Bastaban las manos, que se hundía en ella y la retiraban depositándola en las carretillas que otras manos llevaban fuera del contorno de la fosa.

-Limpia aquí. Así, despacio...

Con los cepillos despejaron la longitud del fémur, hasta el pie. El otro hueso apareció al lado, siguiendo la lógica. Luego, hacia arriba, la pelvis, y un cráneo caído sobre el regazo del primero, con el agujero de la bala formando un tercer ojo sobre la frente.

La fosa fue abriéndose a la luz.

Tantos años después.

-Unas gafas...

Los hallazgos se sucedieron ahora en cadena, uno tras otro, porque los cadáveres estaban amontonados. Restos de ropas que ni el tiempo ni la naturaleza había podido destruir, zapatos, botones, una cartera, un frasquito de medicamentos intacto, la hebilla de un cinturón, el casquillo de un proyectil... Momentáneamente se dejaba todo sobre el mismo terreno, para no confundir, para hacer un mapa geográfico de la escena y tratar de recomponer, si no lo sucedido, porque de sobras era conocido, sí la forma en que todos ellos habían caído. Por la misma razón se trataba de no mezclar los huesos, confundir los de uno de los muertos con los de otro.

Pero pese a la paciencia de cada acción, el progreso fue evidente.

En el centro de una caja torácica alguien recogió un anillo.

-Se lo tragó para que no se lo robaran -dijo el jefe del grupo.

Una de las mujeres que formaba el corro de los que asistían al milagro emitió un gemido agudo. A su lado, el hombre que la sujetaba, tan anciano como ella, preguntó:

-¿Lleva el nombre de Mariana por dentro?

Limpiaron el anillo. La respuesta fue rápida.

-Sí.

El hombre tuvo que sujetar a la mujer. Se le escurrió de los brazos. La ayudaron otros vecinos y la tendieron en el suelo. Una y otra vez gemía «¡Padre! ¡Padre!». A lo lejos, Nicanor debía haber llegado ya al pueblo, porque la campana de la iglesia empezó a brincar soltando aldabonazos de un lado a otro. El eco los multiplicó y los llevó hasta donde se encontraban ellos, siguiendo las escarpadas de la montaña.

Pronto la recién descubierta fosa se llenaría de gritos, sentimientos, miradas, dolor.

El grupo de la ARMH intentó aislarse de toda esa pasión.

Despacio, con cuidado extremo, siguieron sacando a la luz los restos de los cuerpos sepultados en la fosa. Ninguna urgencia histórica, ninguna prisa los aceleraba.

Después de todo, los muertos llevaban allí muchos, muchísimos años, desde la guerra civil.





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