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Los intelectuales españoles influidos por el krausismo frente a la crisis de fin de siglo (1890-1910)

Yvan Lissorgues





Estudiar el pensamiento y la acción histórica de un «grupo» humano supone una elección metodológica. Puede estudiarse el pensamiento y ver luego cómo obra en las cosas o privilegiar la acción, es decir, contar la historia y deducir de ello el modo de pensar. Hemos optado por el término medio, sugerido por el objeto mismo del estudio, de analizar preferentemente las relaciones entre la idea y la realidad y viceversa, dejando fuera de campo grandes partes de la realidad del fin de siglo, para intentar mostrar la coherencia entre un pensar y un obrar y, por tanto, la coherencia de un pensamiento.

Pero antes de estudiar algunos aspectos capitales (no todos) con los cuales se enfrentan, en el fin de siglo, los «intelectuales influidos por el krausismo», parece oportuno hacer algunas consideraciones en torno a la raíz de la cuestión.


Algunas consideraciones en torno a la raíz de la cuestión

Los insuperables trabajos de Juan López-Morillas (1956), María Dolores Gómez Molleda (1966), Elías Díaz (1973) y de otros estudiosos autorizan la denominación de «intelectuales influidos por el krausismo» para designar a un «grupo» de hombres (Francisco Giner de los Ríos, Gumersindo de Azcárate, Batolomé Cossío, Adolfo Buylla, Adolfo Posada, Urbano González Serrano, Leopoldo Alas, Aniceto Sela, Sales y Ferré, Rafael Salillas, Joaquín Costa, los hermanos Calderón, Luis Morote, Rafael Altamira, etc., profesores los más en distintas Universidades o Institutos, que ya antes de 1890 se han dado a conocer por un sinnúmero de publicaciones (libros y artículos) sobre temas pedagógicos, científicos, jurídicos, sociales, filosóficos, literarios. Esa gran actividad de carácter científico-filosófico, insólita durante los primeros lustros de la Restauración, se intensifica en los perturbados últimos años del siglo XIX y las primeras décadas del XX, o sea, durante el período de crisis aguda denominada por los historiadores de nuestro tiempo crisis de fin de siglo. Es preciso añadir que en torno al «grupo» hay una amplia zona de influencia, en la que se sitúan, de una manera u otra y más o menos cerca, muchos desconocidos pero también personalidades de primera fila, como pueden serlo Benito Pérez Galdós y tal vez Juan Valera. Si para el conjunto, y en un primer momento, la denominación de «grupo» puede parecer discutible, no lo será para los catedráticos de la Facultad de Derecho de Oviedo, Buylla, Alas, Posada, Sela (a partir de 1891) y Altamira (después de 1897) pues en la época son globalmente designados (aunque algunas veces sin incluir explícitamente a Clarín) por «el grupo de Oviedo» o «el Obelisco de Oviedo».

El primer problema que se plantea a propósito de la orientación de indudable coherencia que representan es de tipo terminológico. La cuestión es importante por dos motivos; el primero, subsidiario pero no secundario, atañe a la representación, es decir a la palabra-abstracción, al ismo que cualquier movimiento u orientación necesita (y bien sabemos, sin embargo, que en el mejor de los casos el ismo es aproximativo) para entrar cómodamente en la perspectiva del conocimiento. Y el hecho es que, en el panorama del fin de siglo fijado en los manuales de literatura, sobresalen las etiquetas de regeneracionismo y de generación del 98, mientras que la corriente representada por nuestros intelectuales, a pesar de ser más profunda, más coherente, más auténtica y más preñada de porvenir que el epidérmico regeneracionismo y el artificial «98», queda ocultada, cuando no olvidada (incluso en una Historia Social de la Literatura Española, Blanco Aguinaga, 1978, págs. 197-251).

El segundo motivo de la importancia de la terminología está en relación con el fondo mismo del problema, del cual no da cuenta satisfactoria ninguna de las apelaciones utilizadas usualmente. Pues, en rigor, a la altura del fin de siglo nuestros intelectuales no pueden llamarse krausistas a secas y menos aún, según brevemente explicaremos, krauso-positivistas. Institucionistas es, tal vez, la denominación menos peligrosa, pero no satisface del todo, pues la palabra en sí no entra en el campo del pensamiento, de la filosofía y traduce sólo unas relaciones entre la Institución y unas individualidades. Tomemos el ejemplo de Clarín. Es un intelectual que ha interiorizado elementos fundamentales del krausismo y no es krausista (no lo fue nunca, según dice) (Lissorgues, 1996a) Acata la ciencia, ha sacado gran provecho del método experimental y se declara antipositivista. Venera a Giner, pero mantiene pocas relaciones con la Institución Libre de Enseñanza. Casi lo mismo podría decirse de cualquier otro de los hombres antes nombrados, con tal de adecuar para cada uno el grado de la influencia recibida de parte del krausismo, del experimentalismo, del institucionismo. Así pues, a falta de etiqueta satisfactoria, hay que atenerse a la denominación perifrástica de «intelectuales influidos por el krausismo». Y es precisamente ese común denominador de influencia krausista el que intentaremos poner de realce. Si hemos elegido el fin de siglo es porque el enfrentamiento con la crisis es el potente revelador de un ideario coherente, de firmes texturas y de gran flexibilidad para acercarse e incluso para adaptarse, hasta donde es posible, a realidades sociales concretas. Y vamos a tener ocasión de sugerir la hipótesis de que esa firmeza de convicciones unida a una gran capacidad de adaptación al objeto estudiado procede de la enseñanza de Sanz del Río, sintetizada en Análisis del pensamiento racional (1877) y difundida luego como «espíritu» de un modo de pensar, por decirlo así, por Giner.

Por lo demás, la filiación krausista está claramente señalada por nuestros mismos intelectuales, cuando uno de ellos habla de otro, o de otros. Para Clarín, Posada «procede de Giner que procede de Krause» (Se sobreentiende que a través de Sanz del Río) (Alas, 1892, pág. XVII), Altamira es «uno de los epígonos del krausismo, sólo que... póstumo» (Alas, 1893; en Torres, 1984, pág. 187). Para Posada, González Serrano es uno de los pocos hombres «de verdadero y sólido saber en quienes hizo mella profunda el krausismo» (Posada, 1892, pág. 114). Se podrían citar otros muchos ejemplos. Además, siempre al establecer la filiación, se apresura el comentarista a destacar la total independencia de pensamiento del personaje aludido. Posada y Giner -escribe Clarín- proceden de Krause, pero «todos con absoluta independencia de pensamiento» (Alas, 1892, pág. XVII); Altamira «es, sin embargo, un pensador ante todo independiente» (Torres, 1984, pág. 187). Según Posada, González Serrano «no encalló en el sistema [de Krause]», su posición se muestra en «su espíritu de libre síntesis» (Posada, 1892, págs. 115-116). Tal independencia, según Posada, deriva del propio Krause (Ibid., pág. 115); pero añadiremos que procede explícitamente del «método y ley de indagar la verdad filosófica» preconizado por Sanz del Río, que escribe «le toca a uno y a todos libremente» buscar la verdad por sí mismo (citado por Alas, véase Botrel, 1972, pág. 152). Así, dice Clarín, «cada cual llevará consigo una semilla fecunda, que la propia reflexión desarrollará y que a la larga dará frutos» (Ibid., pág. 153). Firmeza de convicciones, total independencia de pensamiento y, por encima de todo, un singular talante de sinceridad y autenticidad intelectual y de entereza ética. «El krausismo español -habla de nuevo Alas, en 1892- había dejado en buena parte de la juventud estudiosa e inteligente, como un rastro perfumado, el sello de una especie de unción filosófica que engendraba el ánimo constante y fuerte del bien, el instinto de la propaganda, de la vida ideal, de abnegación, pura y desinteresada» (Alas, 1892, pág. XVII).

Otra dimensión que conviene evocar en estas consideraciones previas es la del recorrido intelectual, moral y filosófico seguido durante los primeros lustros de la Restauración. Esta breve vuelta atrás es necesaria para comprender el grado de madurez de pensamiento alcanzado por cada uno de los miembros del «grupo» gracias al incansable comercio mantenido con todas las novedades pedagógicas, científicas, literarias, filosóficas deparadas por las naciones europeas más adelantadas. Es más; entre los diferentes componentes, todos peritos en pedagogía y en Derecho, todos interesados en grados diversos por la psicología, la psicofisiología, la sociología, la filosofía, la problemática literaria, la cuestión religiosa, hasta llegar a ser, en algunos casos, verdaderos especialistas en estas materias, se establece un diálogo permanente a través de la prensa, de los intercambios de obras, de las relaciones epistolares o meramente de los contactos personales. Hasta tal punto que la reflexión de cada uno es siempre recibida, discutida, matizada, a veces impugnada y finalmente, en cierta manera asimilada por los demás. Casi; casi diríamos que el «grupo», aunque compuesto por individualidades totalmente independientes, cobra categoría de entidad, de persona moral propia, que se intuye como espíritu (como alma) del conjunto. Las metáforas de Clarín, en las palabras antes citadas, «rastro perfumado», «sello de una especie de unción filosófica», ¿no pueden verse como intuiciones de un sentir común, que no tiene nombre, pero en el que todos comulgan? Giner y después Posada, Altamira, han estudiado el concepto de persona social, ese algo moral superior a los individuos de una colectividad y con el que todos se sienten intuitivamente relacionados. Ahora bien, es cosa curiosa observar que, a partir de un núcleo de ideas y valores compartidos, la puesta en común de un saber que cada cual contribuye a elaborar, y todo ello animado por unas relaciones cordiales de estimación recíproca (que no borra las discrepancias, a veces recias, como, por ejemplo, las que opondrán, a partir de 1899, Clarín a Costa) consigue crear por encima del ideario un espíritu superior efectivo, especie de persona del «grupo» algo parecida a la deseada persona social española, muy lejos todavía de ser efectiva...

Para mayor claridad de esta exposición y también para hacer algunas puntualizaciones (particularmente a propósito de la influencia del positivismo y del neokantismo), que nos parecen, si no absolutamente necesarias, por lo menos útiles para futuros debates, quisiéramos sintetizar la inmensa obra realizada por nuestros intelectuales durante los quince primeros años de la Restauración. Como se ha dicho atrás, son ellos, principalmente, los que animan de manera insólita la vida intelectual de ese período que la gente nueva del fin de siglo se apresurará a despreciar en bloque, iniciando de este modo la postergación ulterior de una de las raíces «progresistas»más fecundas de la España moderna, que ellos, más que otros, contribuyeron a enraizar y fecundar gracias a su incansable labor reflexiva.

Todos van movidos por un afán de saber que puede verse como la interiorización del imperativo krausista relativo al conocimiento y a la ciencia, según el cual conocer la creación de Dios es acercarse a Dios (el hombre «debe conocer en la Ciencia a Dios», escribe Sanz de Río, traduciendo o glosando a Krause-Ureña, 1992, pág. 2). Parece evidente, sin embargo, que, en ellos, incluso para los que no se acercan al agnosticismo, ha perdido fuerza o se ha evaporado la conciencia permanente de la ciencia absoluta (de la Wissenchaft), pero queda, y es lo importante, viva y activa la necesidad vital del ensanchamiento (de la «realización») de la naturaleza humana por la cultura, por la asimilación del conocimiento, de todos los conocimientos. No bastaría un libro para dar cuenta de la ingente labor de adaptación, asimilación, difusión de todas las ideas nuevas que «brotan» en el campo científico, cultural, filosófico, de una Europa en plena expansión. Sobre este punto, la obra literaria y periodística, ya bien conocida, de Clarín podría considerarse como paradigmática.

Es imprescindible abordar aquí el controvertido y delicado problema planteado por la influencia en nuestros hombres del positivismo. Según nuestro modo de ver, la cuestión del neokantismo, se resuelve más fácilmente...

De modo explícito o implícito, varios estudiosos afirman que casi todos los intelectuales inicialmente influidos por el krausismo se adhieren, durante los años ochenta, a cierto positivismo. De modo parecido, se dice que el regeneracionismo de fin de siglo es una manifestación en España del positivismo, y que, desde luego, la influencia de esta filosofía «conquistadora» que han generado las burguesas naciones europeas industrializadas y de alto nivel científico, ha suplantado algún tanto en España la corriente idealista. Ahora bien, el positivismo, así con su ismo, es un sistema filosófico completo, cerrado y coherente o, mejor dicho, una serie de sistemas diversos según conceden mayor o menor importancia al transformismo, al evolucionismo y o otras derivaciones cientificistas de la ciencia, pero cuyo punto de partida común es la voluntad de atenerse a los hechos y de rechazar las sombras de lo desconocido, de negar, pues la metafísica. Sólo conocen un método, el inductivo, el que parte de los hechos y de ellos, de los hechos, sacan leyes, principios, hasta «construir» un sistema filosófico, a partir del cual se llega, por extrapolación, a algo parecido a una seudo-metafísica fundada en la fe en la ciencia (Perdón por tan brutal esquematización). Pues bien, ninguno entre nuestros intelectuales se dice adepto de Comte, de Haeckel, ni siquiera de Spencer, a quien se mira con mayor simpatía, precisamente por haber proclamado que negar lo desconocido es reconocerle existencia. Sales y Ferré, el más positivo de todos, según sus biógrafos, no hace excepción, tampoco, creemos, Dorado Montero (sólo en Cataluña hay algunos comtianos declarados, como Pedro Estasen, pero la filosofía dominante en la sociedad catalana está, por motivos históricos, algo alejada de la esfera mental de nuestros intelectuales).

Entonces ¿serán krauso-positivistas? La denominación aplicada por Posada a González Serrano fue un decir, impuesto por la necesidad de encontrar de pronto una abstracción calificadora, y es perjudicial para la claridad y la buena comprensión de las cosas, que se la haya sacado, en nuestros días, de su contexto para recortarla como etiqueta que luego se pega en la frente de casi todos nuestros hombres. Puede que sea cuestión de palabras, pero, precisamente, no se puede jugar con el sentido de las palabras, sobre todo cuando se trata de un ismo (que ya en sí es siempre una aproximación abstracta), necesario, eso sí, pero sólo como clave clarificadora para ordenar el conocimiento. Pero ¿qué dice Posada del «positivismo» de González Serrano? Lo siguiente: «Esta corriente, a pesar de sus grandes atractivos, de su imponente cortejo de importantísimas investigaciones, no arrastró al filosofo español. Le ilustró, haciéndole recoger los resultados de la investigación realista, directa, sobre las cosas mismas». Y añade el Catedrático de Derecho político de la Universidad de Oviedo: «La posición que en su krauso-positivismo ocupa González Serrano es la indicada; es acaso la que va implícita en el propio Krause» (Posada, 1892, pág. 115. Los subrayados son nuestros).

La cita podría bastarse a sí misma; sin embargo, iremos un poco más lejos. Lo que dice Posada, es que González Serrano recoge los resultados de la ciencia experimental, la que, por ejemplo, practica Wundt en su labor cotidiana de científico especializado en fisiología y en psicofisiología, pero no se deja arrastrar por las ulteriores extrapolaciones del filósofo. Pasa lo mismo, poco más o menos, con todos nuestros intelectuales. Acatan la ciencia (la ciencia es buena, dice Clarín, pero no se le puede pedir lo que no puede dar) y asimilan con discernimiento los resultados del experimentalismo europeo, en todos los campos, para ensanchar el saber y para... fortalecer sus ideas, posición que «va implícita en el propio Krause». (El hombre «debe conocer en la Ciencia a Dios...»).

Todos han interiorizado, en mayor o menor grado, las ideas fundamentales del krausismo secularizado, esas ideas-madres, legitimadoras del ser y del estar en el mundo, que han arraigado en ellos como convicciones profundas, como la convicción racional de que el hombre es intelectual y moralmente un ser perfectible y, correlativamente, la convicción de que la Historia y el Derecho son realizaciones humanas en vías de mejora infinita hacia la armonía colectiva. Como bien se sabe, de estas ideas derivan una serie de valores: autenticidad ética, autenticidad religiosa, sentido de la sustantividad de la realidad en su trascendencia, etc. Para todos, la realidad es, pero tiene su parte de misterio; para González; Serrano, por ejemplo y para casi todos, hay algo irreductible al experimentalismo: la vida y lo ideal es también realidad. Para el mismo Salmerón: «Si no hubiera más esfera del saber que lo concreto fenomenal, declararíamos de par con el positivismo que no había objeto filosófico...» (Salmerón, 1890, pág. 339). Puede fácilmente entenderse, desde luego, que no aceptan la mera inducción positivista a partir de los hechos, pues, para ellos, la inducción es un método para ensanchar el conocimiento. Desde el punto de vista filosófico, la ciencia y el experimentalismo son un medio, pero no para erigir un sistema, una filosofía extrapolada, sino para fortalecer las ideas, las ideas-madres, que mientras más ricas en conocimientos, más fuertes serán para enfrentarse con las cosas del mundo. De Wundt dice Giner que es uno de los primeros fisiólogos y psicólogos de la época presente, pero añade que es «uno de los filósofos que aspiran a establecer un sistema general del mundo [...] una metafísica [...] fundada sobre la experiencia [...] en vez de servir a ésta de base» (Giner [1924], t. I, pág. 145).

Lo que acabamos de decir acerca de la asimilación por el «pensamiento krausista» de nuestros autores de los resultados del experimentalismo, casi bastaría para hacer dudosa la influencia neokantiana que algunos estudiosos actuales se empeñan en ver como determinante en la evolución del krausismo (Dorca, 1996, págs. 79-100).Es de subrayar primero que ninguno de nuestros intelectuales reivindica tal influencia, mientras que todos explican largo y tendido lo que para ellos representa el positivismo. Merece leerse el artículo que Clarín le dedica a la campaña pro neokantiana de José del Perojo y de Manuel de la Revilla (El Solfeo, 23 y 25 de abril de 1878; en Botrel, 1972, págs. 150-155). Pero el argumento determinante es el de que la filosofía de Krause no necesitaba del neokantismo (a pesar de los esfuerzos, al parecer, sin efecto visible de José del Perojo) para abrirse a la ciencia positiva y asimilar de ella lo asimilable. En realidad, tal evolución estaba, como hemos visto, «implícita en el mismo Krause». Además, un análisis serio de los textos de nuestros intelectuales muestra que esta asimilación es casi «natural», por decirlo así. Es verdad, sin embargo, que entre su posición y el neokantismo hay ciertas coincidencias aparentes por lo que se refiere a la concepción de la ciencia, producto, en cierto modo, de la razón práctica. Pero en Kant, la razón práctica, «categoría» inferior de la razón, tiene su propio campo de acción, mientras que la razón pura obra ante todo en el terreno especulativo. Ahora bien, el krausismo secularizado (y tal vez el mismo krausismo de Krause) no es una filosofía especulativa, por eso, en nuestros intelectuales hay perfecta relación de continuidad entre lo ideal y lo real, entre el pensar y el obrar (como, al parecer, la había en el krausismo puro).

Por fin, hay un aspecto, a nuestro parecer de enorme trascendencia filosófica y... literaria, en el que los defensores nuevos del neokantismo deberían meditar, es que el krausismo original y luego el que llamamos el krausismo secularizado, el que, además de las ideas, es una manera de ver y de sentir, es una filosofía de la interioridad: cada cual debe buscar la verdad en sí mismo y luego en su esfuerzo reflexivo debe intentar acercarse lo más que se pueda a la cosa en sí, cualquiera sea la cosa (Véase Sanz del Río, 1877, Clarín, art. cit. y Posada, 1981). Así pues, la razón no es el único modo de conocimiento, hay que acudir también a «las facultades intuitivas» (lo dice Clarín y en su defensa del... naturalismo [!]. También lo dice González Serrano y lo dice Altamira...). Sentimos no poder, en esta digresión, desarrollar más este punto de sumo interés, pues tal vez, es una de las posibles explicaciones de la singularidad literaria española tal como se da a conocer en algunas obras del gran realismo de los años ochenta, las de Clarín, las de Galdós, algunas de Valera, singularidad debida en gran parte a una capacidad empática que más debe a los cordiales «universales del sentimiento» (tan caros a Antonio Machado) que a la fría razón. Pero consta que el debate queda abierto.

Para terminar, y como anticipación de dos puntos que se desarrollarán en la segunda parte de este trabajo, puede decirse, primero, que a la par que cada miembro del grupo sigue el imperativo de una ética personal que le empuja a hacer objeto de reflexión todas las cosas del espíritu, tiene conciencia de cumplir la misión patriótica de trabajar para alzar a su patria a la altura de los tiempos y así de preparar el mañana. Todo pasa como si todos hubieran hecho suyo, tanto el imperativo proclamado por Clarín en 1878 (y reiterado varias veces ulteriormente en formas diversas por el mismo Clarín y por los demás) como las modalidades de cumplirlo: «El verdadero españolismo consiste en importar los elementos dignos de aclimatarse en nuestro propio suelo, y en estudiar cuidadosamente, para asimilárnoslo, cuanto fuera se produce que merece la pena de verlo y aprenderlo» (La Unión, 18 de marzo de 1878; Torres, 1984, pág. 165).

El segundo punto que conviene subrayar es que ese dinamismo intelectual de que hacen muestra, ya desde los primeros años de la Restauración, procede del sentimiento de cierta superioridad cultural y espiritual, a no ser que ese mismo dinamismo genere tal sentimiento; de todas formas, lo fortifica. A pesar de las circunstancias, muy poco favorables (represión moral, incomprensión, ineptitud del medio) al reconocimiento de la obra de la minoría que constituyen, aflora, cada vez más en ellos, una conciencia hegemónica que, según intentaremos mostrar, se afirmará cuando tengan que enfrentarse con las duras realidades sociales e históricas del fin de siglo.

Estas consideraciones en torno a la raíz de la cuestión tienden a demostrar la pertinente afirmación formulada, ya desde 1974, por Francisco Laporta: «Van a ser ellos y solamente ellos, los únicos intelectuales de la burguesía española cuyo programa de realizaciones prácticas (ante todo pedagógicas) se asienta en un ideario filosófico y político muy elaborado, en una concepción del mundo bien construida y perfectamente asimilada» (Laporta, 1975, pág. 38).

Añadiremos sólo que su programa de realizaciones prácticas no se limita a la pedagogía, sino que abarca (como siempre) todos los problemas del momento y que frente a las apremiantes realidades se estrechan más aún las relaciones entre el pensar y el obrar, se acorta la distancia entre la reflexión y la acción, sin que, en general, se altere la serenidad reflexiva.




La crisis de fin de siglo como afirmación de un pensamiento en acción

El título está en consonada otra vez con la opinión de Laporta, para quien «la solidez teórica y práctica de estos hombres va a ponerse de manifiesto precisamente en los últimos años del siglo» (Ibid.).

En cuanto a la crisis de fin de siglo, resulta hoy bien estudiada en sus varias dimensiones y según varios enfoques en importantes y serios trabajos bien conocidos y por si fuera poco (que no lo es ni mucho menos), es casi seguro que en los meses próximos va a haber un recrudecimiento de «98»... No es, pues, cuestión aquí de entrar (otra vez) en explicaciones detalladas de las varias facetas sociales, culturales, ideológica y menos aún políticas, de la situación del fin de siglo. Tan sólo para contextualizar el pensar y el obrar de nuestros hombres y para marcar las pautas históricas de este estudio nos limitaremos al siguiente resumen.

La crisis de fin de siglo atañe a casi todos los niveles de la vida española del momento. Es crisis política, pero más ideológica que efectiva, ya que si bien se agudiza el rechazo del sistema corrompido del caciquismo y, correlativamente, se pone hasta cierto punto en tela de juicio el parlamentarismo, el poder oligárquico no se tambalea, ni mucho menos, pues el partido conservador refuerza sus posiciones. El choque psicológico del «desastre» y de la pérdida de las últimas colonias provoca profundo malestar, desengaño, sentimiento general de patriotismo herido. Como nunca, se plantea el problema de qué es España. Por otra parte, y más triste que todo para muchos, entre los cuales se encuentran nuestros intelectuales, parece socavada la cohesión nacional por los asomos cada vez más afirmados de tendencias regionalistas con ciertos visos, en Cataluña, de separatismo. Más profundamente grave aún, es la cohesión social la que está puesta en tela de juicio por el protagonismo histórico que, de golpe a partir de 1890, toman las organizaciones obreras y en grado menor por los conatos de salida a la palestra de las «clases medias productoras», las clases neutras. En su conjunto y tras la triste paz canovista de los años anteriores, la crisis puede verse como una violenta sacudida que trastorna las mentalidades y en algunos casos las ideologías.

Vista desde el ángulo de las clases medias y de la pequeña burguesía, tanto de los intelectuales (aparte los «hombres influidos por el krausismo») como de los pequeños productores, la crisis es vivida como un momento de desorientación, caracterizado por un complejo de frustraciones y aspiraciones que desembocan en apresuradas tomas de posturas, en posiciones en las que se mezclan indiscriminadamente amargas nostalgias del pasado glorioso e inseguras aspiraciones a modernidad, que no permiten medir con debida serenidad y lucidez las realidades, por cierto que poco halagüeñas, del momento. Por eso, la literatura llamada regeneracionista, verdadero cajón de sastre ideológico, tan sólo debería tomarse, en su conjunto, como reflejo de una conciencia histórica desbrujulada. No viene al caso insistir, pero basta alzar algún tanto la etiqueta para darse cuenta de que cobija las más encontradas posiciones, desde la tradicionalista de Damián Isern, hasta la progresista de Morote, pasando por las estridencias de Macías Picavea...

Pues bien, para nuestros intelectuales también la crisis en sus varias dimensiones es perturbadora y dolorosa pero no provoca en ellos ruptura entre el pensar y el obrar. Por otra parte, no les desalienta el saberse minoritarios, incluso en la esfera universitaria e incluso en su propia clase, esa clase media socialmente débil y culturalmente poco ilustrada, que es el destinatario privilegiado de las ideas difundidas en sus libros y en sus artículos y que es el objeto y el receptor predilecto de su obra de creación (las de Galdós, las de Clarín, sus novelas, sus cuentos). Saben que el poder económico y político está en manos de una oligarquía aristocrático-burguesa, la que identifica los intereses de España con su propio interés, generando un discurso hegemónico que parece inveterado y que sigue polarizando, a pesar de la corrupción general del sistema, el imaginario de la burguesía y de la misma clase media, y a pesar de todo no se dejan dominar por el pesimismo. Tampoco les desanima ver que el cuarto estado, al que no olvidaron antes de 1890, en su profundización de la filosofía del Derecho, para que fuera un día efectiva la igualdad ante la ley y superadas las injusticias debidas a la postergación de los «pobres», tome en manos sus propios destinos gracias a la fundación de partidos obreros cada vez más fuertes y animados por ideologías coherentes. No, no les desanima, al contrario, ya que, sin renunciar a nada de lo que piensan, a nada de lo que son, se acercan a esa fuerza social nueva, que intuyen incontrastable, para ayudarla a encauzar su derecho y sobre todo para educarla en el sentido de su propia concepción social. Sobre este punto, la reflexión y la acción del «grupo de Oviedo», las de Buylla ante todo, pero también las de Clarín, de Posada, de Altamira, de Sela, directamente enfrentados con las realidades sociales engendradas por la industrialización de Asturias, merecen particular atención, pues son ejemplares para la definición de un reformismo social humanista y progresista encajado en una concepción orgánica de armonía colectiva.

Es, en última instancia, esa concepción del organicismo armónico, derivada de la filosofía de Krause y que fue el horizonte de sus reflexiones sobre el Derecho, la que está concretamente puesta a prueba por las tendencias disgregadoras (para ellos, egoístas) que se manifiestan en el fin de siglo. Pero el gran esfuerzo de reflexión que van realizando, a la par que los varios programas de reformas (pedagógicas, sociales, culturales, etc.) sucesivamente elaborados y parcial o totalmente llevados a cabo, refuerza en ellos la convicción que no puede haber futuro moderno para su patria fuera de una conciencia nacional y social, moral y culturalmente superior, capaz de superar los antagonismos. Ahora, frente al marasmo y al desconcierto general, frente a las olas de egoísmos políticos, regionales, corporativistas, el sentimiento de la propia superioridad moral e intelectual, se hace también convicción. Se ven ya como minoría superior, la que debe impulsar la historia hacia un porvenir mejor, más armonioso, más humano. No cabe duda de que de esta convicción proceden las indagaciones de Giner, de Clarín, de Costa, de Altamira, sobre todo de Altamira, acerca de lo que es España, intentando definir, a través de un nuevo análisis de la historia y de la psicología del pueblo español, unas señas de identidad de la España liberal. No pueden ser fortuitas las muy documentadas investigaciones sobre la tutela, de pueblos, de clases, etc., emprendidas por Costa, por Giner, por Altamira.

Los párrafos anteriores no son más que las breves presentaciones de los campos predilectos de la actividad de nuestros intelectuales a la altura del fin de siglo, a saber, la cuestión social, la cuestión nacional y el problema de las elites rectoras, a los cuales habría que añadir la cuestión de la instrucción y de la educación que puede verse como la finalidad de las finalidades (y así lo han visto, con razón, muchos estudiosos), pero también como un medio para resolver, a medio o a largo plazo, todos los candentes problemas sociales y morales del fin de siglo.


Organicismo armónico y cuestión social

Cuando, en 1890, los partidos obreros organizan las primeras manifestaciones del 1.º de Mayo, en Madrid, Valencia, Barcelona, en Vizcaya, en Asturias, y cuando conjuntamente estallan huelgas y disturbios, cuya represión causa varias muertes, y cuando, poco después, bombas anarquistas hacen volar gentes y edificios, la burguesía y la clase media miden asustadas la fuerza naciente del proletariado español. La palabra revolución, con su nuevo sentido de revolución social, aparece repetidamente en la prensa conservadora, liberal y republicana. Clarín confiesa entonces que ve como una amenaza «el movimiento actual socialista» y expresa un sentimiento de impotencia ante lo que le parece como un posible plagio de Germinal, pero de «esos plagios que matan» (La Publicidad, 14 de mayo de 1890). Es casi seguro que sus colegas de Oviedo, como los demás intelectuales de clase media, experimentan el mismo sentimiento de recelo ante tales manifestaciones de fuerza, ante las cuales se ven desarmados y que amenazan la futura y deseada armonía colectiva, por la que han empezado a trabajar. A pesar de todo, Clarín, por su parte, en el mismo artículo, intenta comprender y encontrar alguna justificación de tal «locura» en la miseria económica y en la postergación moral de los trabajadores. El recelo y la decepción no le llevan al pesimismo, pues, «cuando esos miles de obreros consigan sus propósitos de descansar algunas horas al día y lleguen a leer, a estudiar y a meditar», entonces será posible que «al llamarnos todos hermanos podamos hacerlo racionalmente, es decir, sabiendo que existe un padre, un Dios, o una madre, una Idea» (Lissorgues, 1987, págs. 55-69); lo cual es un modo de afirmar que lo más importante es una exigencia de comunión espiritual entre los hombres (Igual exigencia manifiestan Altamira -Altamira, 1891- y, cuarenta años más tarde, Antonio Machado, otro discípulo de la Institución Libre de Enseñanza.- Véase: «Sobre una lírica comunista que pudiera venir de Rusia», 1934).

Desde los primeros años de la Restauración, fueron ellos, los intelectuales progresistas, los más activos defensores de los derechos del pueblo, del pueblo trabajador del campo y de la ciudad, ese pueblo que acampaba en los marginados Campo del Sol de Vetusta, y al cual no conocían realmente por no acercarse mucho a él (Basta leer los artículos en los que Clarín da cuenta de la encuesta efectuada en 1883 sobre «El hambre en Andalucía», para darse cuenta de que el periodista no se atreve nunca al contacto directo con los gañanes y acepta sin discusión el punto de vista de sus informadores, hombres «ilustrados» de la clase media».- Romero, 1983, págs. 119-172; Lissorgues, 1989, I, págs. 340-353). Pero por lo que hace a la defensa moral y jurídica del «pueblo bajo», nuestros intelectuales estaban en primera fila. Su humanismo, su agudo sentido de la justicia y sobre todo su preocupación por la armonía social, todavía por conquistar, les llevaron a plantearse, a partir de su concepción filosófica del Derecho, los problemas relativos a la situación del entonces llamado cuarto estado. Azcárate y Segismundo Moret no vacilan en sentarse, en 1883, al lado de Cánovas en la Comisión de Reformas Sociales, poco convencidos en los posibles resultados positivos de un intento que los mismos dirigentes socialistas Pablo Iglesias, García Quejido y Jaime Vera miran con desconfianza, pues, dice Azcárate «el hambre no es católica ni protestante. Bienvenido sea todo el que procure soluciones». En 1878, Clarín abre un debate en la prensa, al comentar las conferencias de Azcárate en el Ateneo sobre la cuestión social. «La cuestión social es predominantemente económica» escribe entonces el joven periodista. Buylla, por su parte, en Oviedo desde 1877, observa, analiza los problemas sociales, estudia libros extranjeros sobre la cuestión. Posada traduce, en 1881, La lucha por el derecho de Ihering y Clarín en el «Prólogo» a esta edición, echa, con voluntariosa vehemencia, las bases teóricas de la progresiva emancipación del cuarto estado (dentro, por supuesto, de la orgánica armonía), por la instrucción, la educación y también por la intervención, si es oportuna, del Estado. Todos reflexionan de una manera u otra sobre la definición y la elaboración de una sociología en torno a la idea del organicismo espiritual armónico, que les parece más humano que el, por ellos combatido, organicismo biológico del liberalismo positivista. No olvidemos que son los fundadores de la sociología española, cuyo punto de partida es antropológico (Lissorgues, 1996b).

Todo esto nada más que para poder decir que, si en 1890, asisten con recelosa sorpresa a las demostraciones de fuerza del mundo obrero, ya están preparados, en plan teórico e ideal, por decirlo así, para acercarse a la nueva situación. Efectivamente, en lo que va de siglo, todos se empeñan en definir lo que, desde fuera llamamos reformismo social humanista, pero que desde su propia concepción es una necesidad teleológica para orientarse hacia la consecución de una sociedad armoniosamente constituida; porque, si el problema obrero es el más acuciante en el panorama del fin de siglo, el que requiere mayor atención por parte de ellos por la posible amenaza que encierra y también por ser la explosiva consecuencia de una grave injusticia que, a pesar de sus buenas intenciones y de sus esfuerzos, no han podido atenuar, no es el solo.

Hay también los problemas planteados por el movimiento de los «pequeños productores» y «contribuyentes», las clases neutras, en el que toma parte activa Joaquín Costa, amigo de muchos institucionistas (Véase Altamira, 1915b, pág. 13 y sobre todo véase el epistolario, de imprescindible lectura, de Joaquín Costa y Rafael Altamira.- Cheyne, 1992). No insistiremos mucho aquí en este movimiento de las clases neutras, no por ser poco importante, al contrario, pues en esa agitada confusión, en torno a la cual gravita gran parte de la literatura regeneracionista, asoman, independientemente de Costa, retazos de ideas que, al reunirse, podrían plasmar un pensamiento peligroso (antiparlamentarismo, antiintelectualismo, anticapitalismo a veces disfrazado de antisemitismo, necesidad de una dictadura, retórica de la negación y de la fuerza que, como se sabe, puede desembocar en la famosa dialéctica de los puños). Si le dedicamos pocas palabras (pero no sin remitir a los estudios sobre el tema) es por adoptar el punto de vista de nuestros autores, para quienes la agitación de las clases neutras no pasa de ser un epifenómeno, que, sin embargo, choca con su concepción social y provoca en ellos una reacción significativa de tal concepción. Aunque les parecen muy oportunas la reformas «técnicas» y pedagógicas preconizadas por Costa, se muestran desde el principio más que reticentes ante los programas de las Ligas de productores y de las Cámaras de Comercio que les parecen demasiado corporativistas y exclusivamente encerrados en sus intereses de clase. Le basta a Giner un paréntesis para poner las cosas en su punto: «... las llamadas clases "productoras" o "contribuyente" (como si las demás fuesen parásitas [...] vivieran de limosna y no pagaran impuestos)» (Giner, 1900, pág. 2). Clarín, vehemente como nunca, denuncia en numerosos artículos el egoísmo de esos comerciantes que toman al país por un almacén. De hecho, ninguno, ni siquiera su amigo Altamira, apoya a Costa en su empresa de lanzamiento de la Unión Nacional, movimiento pronto usurpado por Basilio Paraíso y Santiago Alba, y pronto fracasado (Véase: Lissorgues, 1989, I, págs. 79-85 y 465-496).

Ya se ve que la cuestión social, a pesar del sentido limitado y usual de la expresión, no se reduce, para ellos, a la cuestión de la clase obrera, pues la cuestión social es la cuestión de la sociedad y la sociedad es «un todo compuesto de partes», dice Azcárate, en 1893, en un interesante artículo al cual volveremos.

Pero antes hay que volver a la cuestión obrera, para dar idea del recorrido de nuestros intelectuales a través de las realidades del mundo de los trabajadores, mientras siguen estudiando la cuestión, proponiendo reformas jurídicas y desarrollando experiencias pedagógicas de instrucción y educación de los obreros (entre las cuales destacan las de Extensión Universitaria, cuyo modelo es la de Oviedo). Vista desde el punto de vista de su concepción, de su ideario, es una actitud profundamente sincera y auténtica y esa autenticidad es particularmente visible en las actividades de carácter pedagógico, que facilitan los contactos directos con los obreros socialistas de Oviedo y permiten relaciones cordiales de estimación recíproca. Sobre este punto son significativos tanto los testimonios de los dirigentes obreros, como el de Juan José Morato: «Hombres de prestigio tan alto como Clarín, Dorado Montero y Buylla, sin dejar sus ideas, sintieron por el partido más que afecto: hasta, en cierto modo, fueron colaboradores de él» (citado por Lissorgues, 1987), como las opiniones de Clarín (Lissorgues, 1989, I, págs. 85-104 y 379-398), de Posada (Ideas e ideales, 1903), de Altamira (Cuestiones obreras, 1914). Está claro, como dice Juan José Morato y como confiesan ellos mismos con sinceridad, que no renuncian a sus ideas («En el sentido impropio -escribe Clarín, en 1900- que dio a la palabra el mediocre economista [Carlos Marx] que, al parecer, lo inventó, yo no seré jamás socialista».- Lissorgues, 1989, pág. 395). Pero los contactos y el diálogo directo con los obreros socialistas, las atentas lecturas que hacen de artículos y libros extranjeros sobre la cuestión social y el socialismo (los socialismos), a la par que refuerzan sus ideas, las ensanchan y las matizan notablemente.

Buen ejemplo de matización y evolución de sus ideas es el que proporciona la delicada cuestión del Estado, que por sí sola merecería un libro si éste no existiera y a él remitimos, al fundamental estudio de Elías Díaz (Díaz, 1973). Digamos sólo que se mantienen siempre en la posición inconfortable del justo medio entre el liberalismo puro y duro de la deshumanizada escuela de Manchester (que combaten) y lo que llaman, con cierto recelo, socialismo de Estado. En el fin de siglo, las injusticias se hacen tan patentes y las reivindicaciones obreras tan fuertes que adoptan una decidida posición intervencionista. «El Estado es la unión social para el Derecho, es el organismo regulador de la sociedad, pero que debe respetar su sustantividad» (Posada, 1981, pág. 45). Debe consultarse el animoso discurso de recepción de Buylla en la Academia de la Historia, leído ante un «parterre» de notabilidades reacias todavía (¡en 1917!) a cuanto podría limitar los derechos de la propiedad, para darse cuenta de la sinceridad insobornable y de la generosidad humana del Catedrático de Economía de Oviedo (Crespo, 1997), que se indigna al ver que una ley de tan elemental humanidad como la de la limitación del trabajo de los niños y de las mujeres necesitó quince años de discusiones a través de la Comisión de Reformas Sociales (1883), del fracasado Instituto de Trabajo (1901-1902), del Instituto de Reformas Sociales (1903), organismos en los cuales Azcárate, y luego Buylla y Posada tomaron parte activa.

Pero no renuncian a sus ideas, a su ideal de una sociedad armoniosamente organizada, donde cada órgano desempeñe la función que le es propia y donde cada individuo cumpla la misión que corresponde a sus méritos. La lucha de clases, para todos, es un hecho, tal vez una necesidad en la actualidad, pero «es un hecho deplorable, tal vez una necedad, y en mi concepto esencialmente contrario a la naturaleza más esencial del hombre» (Posada, 1903, pág. 28); para González Serrano la lucha de clases es «émulo de las guerras de religión» (González Serrano, 1903). Sin embrago, el reformismo de combate a que da lugar su concepción sociológica es un camino, para ellos el mejor, para conseguir la emancipación física, moral e intelectual de la clase social que en ese momento del desarrollo de la civilización queda postergada. A tal concepción, a tal ideal, se le concederá, por lo menos, valor humano infinitamente superior al darwinismo social, determinista y cerrado, dado por ley (de interesado cientificismo) del positivismo comtiano... Para no alargar, bastará citar a Azcárate, para quien «la cuestión social es sólo parte de un todo» y «por tratarse de la sociedad, y ser ésta un todo compuesto de partes, surge la cuestión de armonizar y componer la individualidad con la totalidad» (Azcárate, 1893) y a Giner: «La sociedad no es una simple yuxtaposición de individuos, sino una unidad propia, real [...]. Hay, pues, un ser social» (Giner, 1899), es decir, hay una persona social superior a los individuos. Por eso es un imperativo ineludible difundir la instrucción, ensanchar el conocimiento, educar, para tener a «un pueblo adulto», del que, por cierto, las gesticulaciones y las llamadas al hombre providencial no son muestras.

Vemos, pues, que el enfrentamiento con las realidades sociales del fin de siglo no altera el ideal, sino que refuerza las ideas-madres que lo constituyen. Efectivamente, durante el período del fin de siglo se hace más evidente que en el anterior, durante el cual no se veían solicitados por problemas tan apremiantes, la doble dialéctica que caracteriza una forma de pensamiento, dialéctica que nace de la relación constante entre la idea y la realidad y viceversa. El método deductivo e inductivo, es decir, el ir de la idea a la realidad y, después, de la realidad a la idea y así constantemente, es de clara procedencia idealista ya que, en fin de cuentas, se parte de la idea para interpretar la realidad; lo cual ensancha y fortifica, matiza y enriquece la idea que cobra de este modo una capacidad cada vez más comprensiva para obrar sobre las cosas. De hecho, lo que llamamos método no lo es en rigor, puesto que por la lenta preparación anterior, el método se ha interiorizado, se ha hecho modo de pensar. Como hemos sugerido anteriormente, es una forma de pensar que excluye tanto la especulación como el pragmatismo. No debe olvidarse, sin embargo, que la capacidad de acción depende del grado de convicción (de fe) que, en ellos, han alcanzado las ideas madres, que en su conjunto, ya lo vemos, constituyen un ideario, flexible en su firmeza, que, ante el marasmo de fin de siglo, genera con mayor claridad que antes los lineamientos de una ideología.

Estas precisiones pueden facilitar la lectura de la actuación de nuestros intelectuales en los distintos terrenos de acción que ofrece la realidad del período, terrenos que, para ellos, son un solo campo: España, su España.

La última palabra vale como transición para abordar el tema de la nación, cuya vital importancia está puesta de relieve por Inman Fox, en su último y en adelante imprescindible libro, La invención de España (Fox, 1997), aunque sea necesario matizar la importancia y el papel que se le atribuye al positivismo en la segunda mitad del siglo XIX.




Vertebración espiritual de España. «La Nación es un alma»

(La palabra «espiritual» tiene aquí el sentido de cosa del espíritu o, mejor dicho, de superioridad del espíritu sobre las cosas).

Otro problema que se agudiza en la última década del siglo es el del regionalismo, sobre todo por la fuerza que toman las reivindicaciones catalanistas que, según pasan los años, aparecen a algunos liberales, entre los cuales hay que contar a nuestros hombres, como pretensiones poco conformes con el interés nacional, más aún cuando asoman ciertas tendencias separatistas. La dolorosa huella dejada por el separatismo cubano ha exacerbado en muchos la sensibilidad nacional. El regionalismo catalán, objeto siempre de «prudente simpatía» de parte de nuestros intelectuales (Laporta, 1975) parece seguir un proceso evolutivo hacia reivindicaciones autonómicas que, si se extralimitan, pueden poner en peligro el equilibrio de la Nación.

Pues bien, es otro problema inmediato que obra como catalizador y como revelador de un pensamiento, cuyas ideas fundamentales no son nuevas. Basta recordar la coexistencia pacífica mantenida desde siempre con el federalismo (el teórico) de Pi y Margall y cuya base expresó Clarín ya en 1876, rechazando el federalismo pero compartiendo con Pi el principio de la autonomía regional, «única solución posible de ciertas cuestiones concernientes a las personalidades jurídicas y sus relaciones de coordinación y subordinación» (El Solfeo, 29 de mayo de 1876). Con mayor claridad aún, en el «Prólogo» a La lucha por el Derecho de Iherin (1881), formulaba lo que iba a ser su doctrina intangible (compartida por sus «correligionarios»), a saber, la necesidad de encontrar un equilibrio entre las varias autonomías y el poder central, pues, «si predomina la autonomía regional o municipal, la nación se disuelve» y «si la autonomía nacional es la que ante todo se procura, hay absorción, hay centralismo» (Alas, 1881, pág. LVIII). Por eso, después de 1890, le parecen exageradas las pretensiones de ciertos regionalismos, y lo dice, a veces con el tono despreciativo que suele emplear para censurar a las medianías presumidas. Dice: «Hay que tener mucho cuidado con cierta clase de regionalistas que en Cataluña, como en Galicia, como en Asturias, trabajan pro domo suo» (Lissorgues, 1989, I, n. 2, pág. 282). Por ser manifestación de «egoísmo», de olvido de la patria, Altamira condena, de igual manera las pretensiones de los regionalistas que olvidan que la Nación es «una comunidad solidaria de hermandad, un conjunto orgánico de variedad y unidad» (Altamira, 1917, pág. 186). Ese benéfico cultivo de la variedad en la unidad, es objeto de sentido estudio, por lo que hace a la región andaluza, por Federico de Castro (Castro, 1892).

Clarín es quien se muestra más quisquilloso en este punto, pero no cabe duda de que expresa, en la forma apasionada que le es propia, el pensamiento de los demás. Hay que seguirle un poco más para llegar a las ideas por todos compartidas. Las diatribas contra el separatismo y contra las pretensiones abusivas del regionalismo proceden de la agresión a lo que, para Clarín, es patrimonio espiritual sagrado. No enfoca nunca el problema (éste como los demás) según la perspectiva de los intereses económicos, porque tiene una concepción de la nación principalmente espiritual, «esencialista». El error de ciertos regionalistas es que se portan como «ruines tenderos de ultramarinos». No ven -escribe Clarín en 1899- que «el Estado nacional no tiene más contenido que la esencia de sus componentes, y que por eso es interés del Estado general lo mismo que el regionalismo inorgánico suele creer privativo de su región [???]. La verdadera autarquía de la Nación exige que el Estado nacional penetre en esa misma esfera provincial o municipal, no para usurpar atributos del órgano particular sino para desempeñar allí, como en todas partes, funciones de la general, para llevar a cada órgano lo que por sí no tiene y es función de todo el organismo de cada parte» (Lissorgues 1989, I, págs. 291-292).

Encontramos de nuevo ese organicismo armónico, idealista, espiritual, de origen krausista, que es la clave de bóveda que cobija en una misma coherencia lo social y lo nacional. La Nación y la sociedad son un conjunto orgánico, en el que las partes están jerárquica y solidariamente vinculadas con el todo, pero no según un sistema mecánico, como afirman ciertos positivistas. Lo que da vida al conjunto, a la Nación y a la sociedad, «como obras del hombre», es un principio espiritual, «esencial de la vida política», que une la esencia de las partes con el todo y la esencia del todo con las partes. La persona nacional (extrapolación nuestra) será la quintaesencia, por decirlo así, de la persona social; o sea, dicho de manera menos atrevida y más aceptable con palabras de Renan: la Nación «es una gran solidaridad construida por el sentimiento de los sacrificios que se han hecho y de los que aún se está dispuesto a hacer» (Qu'est-ce qu'une Nation?, 1882). Para Renan, y para nuestros intelectuales, la «Nación es un alma», pero para Renan como para la mayoría de ellos, esta alma es el soplo de la historia.

Lo que, después de 1898, está destrozado es la idea misma de nación y más que la idea, el sentimiento de la solidaridad nacional. De aquí brota el pesimismo en las clases ilustradas o semi-ilustradas (Por su parte, el pueblo del campo y de las ciudades, el que, como dice Clarín ha dado su sangre y su dinero, cuida, solo, sus heridas. Véase, por ejemplo, el cuento La contribución del mismo Clarín). El pesimismo obceca las conciencias y brotan irracionales interrogaciones sobre la posible inferioridad de los españoles, su incapacidad congénita para adaptarse a las exigencias del mundo moderno, interrogaciones de las cuales no escapa el mismo Costa, al ver que sus enormes esfuerzos no surten efectos inmediatos. En una carta a Altamira del 3 de enero de 1903, escribe: «en su optimismo no comulgo; tengo a la raza (de aquí y de Ultramar) por definitivamente condenada a la muerte de Egipto, de Roma, etc.»; por excluida de la historia (Cheyne, 1992, pág. 127); en 1906, más desengañado aún: «Yo me inclino a pensar que la causa de nuestra inferioridad y de nuestra decadencia es étnica y tiene sus raíces en los más hondos estratos del cerebro» (Costa [1906], 1967, pág. 164).

A esta grave forma de pesimismo que nace de la desconfianza en las propias capacidades, nuestros intelectuales oponen la fuerza tranquila de sus convicciones, bien asentadas en una concepción coherente y progresiva de la historia, que, como sabemos es un legado de la filosofía histórica krausista. En casi todos los textos escritos por ellos en aquellos momentos aflora, como asidero para salvar el bache del presente de cara al futuro, la convicción de que -como dice Giner- «no hay momento alguno definitivo, no para la historia». Como hemos escrito en otro estudio, estos hombres, frente a las tumultuosas e impotentes agitaciones de los nuevos regeneracionistas, están en la posición de quienes, roturando el campo, ven pasar la caravana, y siguen roturando y sembrando semillas. Se les impone como primer imperativo luchar contra el pesimismo ambiente, devolverle confianza al pueblo español, arrancándole de la cabeza las deletéreas teorías (las de Gervinus y otros) sobre la superioridad de las razas del Norte y luchar contra ese paralizador complejo de inferioridad que padece, ahora más que nunca.

Sobre este punto, es Altamira el que, con gran dinamismo intelectual, profundiza esta delicada cuestión y da forma al pensar y al sentir de todo el grupo. Su discurso de apertura del curso de 1898, titulado significativamente «El patriotismo y la Universidad» (Altamira, 1898), es programático de las ulteriores actividades del futuro historiador. Se trata de «restaurar el crédito de nuestra historia, con el fin de devolver al pueblo español la fe en sus cualidades nativas y en su aptitud para la vida civilizada», pero evitando «que esto pueda llevarnos a una resurrección de las formas del pasado, a un retroceso arqueológico, debiendo realizar nuestra reforma en el sentido de la civilización moderna». Es decir, para clarificar hay que prolongar y superar la inmensa obra fragmentaria de Costa y sobre todo, sobre todo, sacar la historia de España del cauce tradicionalista que le han asignado los exégetas de la España eterna. Este ambicioso programa es un eco de las advertencias preliminares de Federico de Castro a su estudio de los caracteres diferenciales de la filosofía andaluza (Castro, 1892).

Aunque Altamira declara hábilmente que quiere situar su trabajo en la línea de los estudios de quienes más o menos recientemente se han asomado al pasado de la patria, Valera, Fernández Vallín, Farinelli, Pedrell, Costa, Laverde Ruiz, Menéndez y Pelayo, Hinojosa, Ganivet, lo que se propone es escribir una nueva historia de España y para ello asentar primero las bases de un método científico (¡y no positivista!) riguroso de análisis de textos y documentos para limpiar la historia española de «rencores o prejuicios». «Nuestra historia -escribe en 1902 o en 1917- es falsa o ingenua en su mayor parte, precisamente porque se ha nutrido hasta hoy de leyendas» (Altamira, 1917, pág. 228).

A restaurar la historia de España y a buscar las relaciones auténticas entre pasado y presente se dedicará el historiador y pedagogo Altamira hasta su muerte, desentrañando unas señas de identidad de la España del progreso. De su enorme aportación a la historia y a la historiografía puede dar idea la nutridísima bibliografía de su obra (Ramos, 1968, págs. 341-371).

Por lo que se refiere a la crisis de fin de siglo, la obra que destaca entre la «literatura regeneracionista» (aunque la menos citada en los manuales al uso) es Psicología del pueblo español, empezada en 1898, publicada en 1902 y que el autor sigue aumentando hasta 1917, fecha de la segunda edición. En ella, Altamira ensancha y profundiza las ideas expuestas en «El patriotismo y la Universidad». Pero si la intencionalidad sigue siendo la misma, «restaurar nuestra historia», vencer el pesimismo, hacer renacer la confianza, etc., la argumentación se ha estructurado para abarcar la totalidad de la problemática española del fin de siglo y de las primeras décadas del XX. La argumentación se ha estructurado según el esquema del silogismo que articula El discurso a la nación alemana de Fichte: «La nación Alemana está por educar; pero tiene excelentes condiciones naturales; luego todo consiste en aplicarle una buena educación para que esas condiciones fructifiquen» (citado por Altamira, pág. 84).

Psicología del pueblo español es una obra que merece particular atención y remitimos al estudio muy documentado de Inman Fox (Fox, 1997, págs. 55-64)

Este libro es importante también porque en su última versión, la de 1917, íntegra, superándolos, los varios problemas planteados durante las anteriores décadas, entre los cuales destaca el de quién debe dirigir el movimiento de la regeneración de España, con los correlativos de cómo puede hacerse y cuándo. En 1917, Altamira puede escribir que «lo importante es el impulso colectivo», es decir que, abandonadas ya las proclamas de «revolución desde arriba» y, por supuesto, de «revolución desde abajo» que nunca, para nuestros intelectuales, estuvo a la orden del día, la masa participe en la acción de redención nacional. No siempre estuvieron las cosas tan claras y hay que seguir la sinuosa trayectoria de la idea de tutela y sus avatares históricos para mostrar, una vez más, cómo, al fin y al cabo, se impone el poder de serena reflexión de quien ha interiorizado más que nadie las potencialidades ideales del krausismo, es decir, Francisco Giner de los Ríos.




Minorías rectoras y democracia. Contra la «dictadura»

Si diéramos a este apartado la forma de un relato podría titularse «Historia de una vacilación», que, según los documentos fehacientes, empieza en 1895 con la encuesta promovida por Costa al tomar el cargo de Presidente de Sección de Ciencias Históricas del Ateneo de Madrid, encuesta titulada: «Tutela de pueblos en la Historia». Según un programa preciso, se trataba de estudiar la tutela ejercida por «grandes hombres» para «analizar los efectos benéficos y los inconvenientes de esta institución», «la dictadura» (!). Todas las inteligencia del país desde Cánovas, Menéndez y Pelayo, Hinojosa hasta casi todos los colaboradores de La Institución Libre de Enseñanza (Azcárate, Giner, Pedregal, Altamira, Alfredo Calderón, Pedro Dorado, Sarillas, Torres Campos, etc.), fueron invitados a tomar parte en el curso, que, en definitiva, no tuvo el éxito esperado (sobre todo si se compara con el revuelo intelectual provocado por la segunda encuesta lanzada por Costa sobre Oligarquía y caciquismo). Los únicos institucionistas que intervinieron fueron Costa, con una conferencia sobre «Viriato y la cuestión social en España en el siglo II», y Altamira, que habló de «El problema de la dictadura en la historia» (texto publicado luego en La Administración, marzo-abril de 1896). Durante los años siguientes, Costa completó y ensanchó su reflexión en un libro titulado Tutela de pueblos en la Historia (Volumen XI de la «Biblioteca Costa» [s. a.]). Ignoramos si Giner y los demás institucionista intervinieron en los debates de 1895. Pero es de suponer que el problema hubo de preocupar al director de la Institución Libre de Enseñanza, pues interviene en el debate, casi indirectamente en 1898 y en 1899, como veremos. Ésta es, resumida, la historia externa de la idea de tutela.

En un principio, pues, se abre un debate que quiere guardar las apariencias de una teórica discusión histórica, cuando está bien claro que los espíritus están polarizados por la situación que se vive en la actualidad. De ello es demostrativo ejemplo el estudio ulterior de Costa sobre la obra de Isabel de Castilla, cuyo esquema es nada más y nada menos que el del programa regeneracionista del «león» de Graus. Así pues, Costa puede, sin vacilar, hacer suyas las conclusiones del historiador de los Reyes Católicos, Guillermo Prescott: «Isabel de Castilla fue un ejemplo modelo de dictadura ilustrada» que supo emplear «en bien de su pueblo el alto poder que le estaba confiado» (Ibid., págs. 123-126). Más hábil se muestra Altamira en su conferencia, pues de los ejemplos de tutela aludidos (Alfonso el Sabio, los Reyes Católicos, Federico II, etc.) saca conclusiones (¿prácticas?) de lo que no ha de ser el dictador para que la «institución», en todo caso excepcional, no «caiga en la corrupción que lleva a la arbitrariedad». Tampoco deja de evocar las relaciones que deben existir entre la dictadura y la colectividad: «Las dictaduras [...] se producen cuando deben producirse, y son en cierta manera, obra social también» (Altamira, 1896, pág. 110). Lo cual aparece como retórica petición de principio a la luz de la opinión -por lo demás muy comprensible- expresada en 1898: «No nos dejemos ilusionar por la esperanza en lo que vagamente llamamos "pueblo". En un país donde hay cerca de doce millones de personas que carecen de toda ilustración [...]» (Altamira, 1898). A pesar de todos los circunloquios, la opinión de Altamira surge sin ambigüedades al final de su conferencia: «La declaración que en nuestro mismo país acaba de hacer la opinión publica en punto a la necesidad de remedios extraordinarios, quizá momentáneamente antilegales [...] parece llevar en el fondo la presciencia de ese acomodamiento que, sin salir de la esfera jurídica [...] pueda tener ciertos remedios extraordinarios con el derecho fundamental del sujeto jurídico. Y a eso precisamente han de tender: a la elaboración de la doctrina jurídica de la dictadura tutelar» (Altamira, 1896, pág. 753).

Pues bien, en 1902 (puede que entre 1902 y 1917), su criterio se ha modificado sustancialmente, ya que no alude nunca a la dictadura cuando habla de la regeneración, que «sólo es verdadera siendo nacional», es decir, obra de toda la Nación. Nota que hay en las masas cualidades necesarias y que «sin ellas sería estéril siempre el generoso esfuerzo de aquella minoría de hombres avisados, pequeña minoría aún, pero animosa, entusiasta y creyente en el triunfo de sus ideales» (Altamira, 1917, pág. 179). Así pues, se vuelve al sentimiento de superioridad intelectual y moral experimentado por el grupo desde hace años y que anima la conciencia de una misión rectora; lo cual es muy otra cosa que la superficial, artificial y peligrosa receta de cualquier dictadura.

Es que, entre 1896 y 1902, interviene Don Francisco, de manera tan discreta como eficaz, para recordar los principios de siempre, la moral de siempre, las ideas de siempre.

Casi de pasada, critica la pretendida superioridad del «superhombre» de Nietzsche y de todos los que, creyéndose superiores, coinciden en que su superioridad los pone fuera de la ley y por encima de la ley y aprovecha la ocasión para recordar de nuevo la base ética de su concepción social: «Toda superioridad no es, en suma, un título de mayores derechos, sino de mayores obligaciones» (Giner, 1898). Pero es en su artículo «La ciencia como función social» (cuyo título revela la voluntad de colocarse por encima de la polémica), donde expresa con mayor fuerza convincente que nunca sus reflexiones sobre la misión moral e intelectual que, en «el gobierno social», incumbe a los hombres que dominan por su superioridad reflexiva. Insiste particularmente sobre las relaciones necesarias (casi diríamos, naturales) entre la minoría superior y el organismo social, o sea, y para emplear un vocabulario al uso que Giner no toma por suyo, entre el «genio», el «héroe» y el «pueblo», la masa. Rechaza, en efecto, el individualismo aristocrático del héroe romántico (exaltado por Georges Sand, Renan, Nietzsche), así como la visión carlyliana del misterio del héroe superior a su tiempo. Y para asentar mejor su demostración, ha recordado previamente, una vez más, su concepción unitaria del organismo social, distinguiéndola de todos los sistemas sociológicos (que conoce perfectamente) desde los más positivistas hasta los más idealistas y, aludiendo discretamente a «la unidad del principio absoluto de Krause», del cual dimana el corolario de que «una institución, una clase social, un individuo no pueden representar solos todo el organismo social». En la sociedad, como en el individuo, «el impulso y la orientación general nacen del fondo de la vida, no de sus órganos particulares» (de una institución, de un determinado individuo). El «héroe», pues, es un producto de su tiempo, «no se explica por sí mismo y es ininteligible sin la relación del sujeto con el medio y sus múltiples influjos, que han ido engendrando y consolidando sus elementos». El «héroe» sólo «sirve de intérprete» de la conciencia social, «más o menos oscurecida en la masa», pues lo que le distingue es su capacidad reflexiva superior para dar a las tendencias generales una forma precisa e inteligible para todos.

Giner no niega la función de los hombres eminentes, al contrario, pero la coloca en su debido puesto, es decir, en la relación unitaria entre la superioridad reflexiva que representan y la conciencia real o potencial del pueblo. No la niega, al contrario, pues esta función de las minorías superiores (no ya del «héroe»), es una misión «al servicio del gobierno social», «sin otra fuerza, ni otra sanción que la interna adhesión al espíritu público». Sólo así se podrá llegar a la armonía social.

Pero antes, hay que elevar el nivel de la cultura general hasta tener a «un pueblo adulto», y esta es la misión actual y por cierto que futura de la minoría rectora de los que «colaboran al movimiento de un modo semejante». Para Giner y para los que comparten su ideario, no hay hombre providencial. En la situación de atraso cultural del fin de siglo, con una conciencia social y con una conciencia nacional destrozada, cualquier intento brutal de regeneración inmediata será un fracaso es decir, será cesarismo e imposición de intereses egoístas particulares sobre el interés general. Es lo que dice «el grupo de Oviedo» (entre los cuales figura Altamira) al firmar juntos su contribución a la encuesta sobre Oligarquía y caciquismo: no creen «en la eficacia de los remedios exteriores y coactivos [...] Si los hombres han de ser los mismos, todo será igual, si no se pone peor» (Costa, 1975, págs. 92-107). De momento, la misión altruista de la minoría, de los hombres que, «influidos por el krausismo», comparten el mismo ideal humano y social, sigue siendo «hacer hombres» para preparar el advenimiento de la «España soñada».

En 1931, otro discípulo de Don Francisco, Antonio Machado, en su proyecto de discurso de recepción en la Real Academia (que no pudo leerse por causa de dictadura) seguía escribiendo: «Difundir la cultura no es repartir un caudal limitado entre los muchos, para que nadie lo goce por entero, sino despertar las almas dormidas y acrecentar el número de los capaces de espiritualidad». Y en 1936, le hace decir a Juan de Mairena: «Para nosotros, defender y difundir la cultura es una misma cosa: aumentar en el mundo el humano tesoro de la conciencia vigilante».










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