Los intelectuales españoles influidos por el krausismo frente a la crisis de fin de siglo (1890-1910)
Yvan Lissorgues
Estudiar el pensamiento y la acción histórica de un «grupo» humano supone una elección metodológica. Puede estudiarse el pensamiento y ver luego cómo obra en las cosas o privilegiar la acción, es decir, contar la historia y deducir de ello el modo de pensar. Hemos optado por el término medio, sugerido por el objeto mismo del estudio, de analizar preferentemente las relaciones entre la idea y la realidad y viceversa, dejando fuera de campo grandes partes de la realidad del fin de siglo, para intentar mostrar la coherencia entre un pensar y un obrar y, por tanto, la coherencia de un pensamiento.
Pero antes de estudiar algunos aspectos capitales (no todos) con los cuales se enfrentan, en el fin de siglo, los «intelectuales influidos por el krausismo», parece oportuno hacer algunas consideraciones en torno a la raíz de la cuestión.
Los insuperables
trabajos de Juan López-Morillas (1956), María Dolores
Gómez Molleda (1966), Elías Díaz (1973) y de
otros estudiosos autorizan la denominación de
«intelectuales influidos por el krausismo» para
designar a un «grupo» de hombres (Francisco Giner de
los Ríos, Gumersindo de Azcárate, Batolomé
Cossío, Adolfo Buylla, Adolfo Posada, Urbano González
Serrano, Leopoldo Alas, Aniceto Sela, Sales y Ferré, Rafael
Salillas, Joaquín Costa, los hermanos Calderón, Luis
Morote, Rafael Altamira, etc.,
profesores los más en distintas Universidades o Institutos,
que ya antes de 1890 se han dado a conocer por un sinnúmero
de publicaciones (libros y artículos) sobre temas
pedagógicos, científicos, jurídicos, sociales,
filosóficos, literarios. Esa gran actividad de
carácter científico-filosófico,
insólita durante los primeros lustros de la
Restauración, se intensifica en los perturbados
últimos años del siglo XIX y las primeras
décadas del XX, o sea, durante el período de crisis
aguda denominada por los historiadores de nuestro tiempo crisis
de fin de siglo. Es preciso añadir que en torno al
«grupo» hay una amplia zona de influencia, en la que se
sitúan, de una manera u otra y más o menos cerca,
muchos desconocidos pero también personalidades de primera
fila, como pueden serlo Benito Pérez Galdós y tal vez
Juan Valera. Si para el conjunto, y en un primer momento, la
denominación de «grupo» puede parecer
discutible, no lo será para los catedráticos de la
Facultad de Derecho de Oviedo, Buylla, Alas, Posada, Sela (a partir
de 1891) y Altamira (después de 1897) pues en la
época son globalmente designados (aunque algunas veces sin
incluir explícitamente a Clarín) por «el grupo de Oviedo»
o «el Obelisco de Oviedo»
.
El primer problema que se plantea a propósito de la orientación de indudable coherencia que representan es de tipo terminológico. La cuestión es importante por dos motivos; el primero, subsidiario pero no secundario, atañe a la representación, es decir a la palabra-abstracción, al ismo que cualquier movimiento u orientación necesita (y bien sabemos, sin embargo, que en el mejor de los casos el ismo es aproximativo) para entrar cómodamente en la perspectiva del conocimiento. Y el hecho es que, en el panorama del fin de siglo fijado en los manuales de literatura, sobresalen las etiquetas de regeneracionismo y de generación del 98, mientras que la corriente representada por nuestros intelectuales, a pesar de ser más profunda, más coherente, más auténtica y más preñada de porvenir que el epidérmico regeneracionismo y el artificial «98», queda ocultada, cuando no olvidada (incluso en una Historia Social de la Literatura Española, Blanco Aguinaga, 1978, págs. 197-251).
El segundo motivo de la importancia de la terminología está en relación con el fondo mismo del problema, del cual no da cuenta satisfactoria ninguna de las apelaciones utilizadas usualmente. Pues, en rigor, a la altura del fin de siglo nuestros intelectuales no pueden llamarse krausistas a secas y menos aún, según brevemente explicaremos, krauso-positivistas. Institucionistas es, tal vez, la denominación menos peligrosa, pero no satisface del todo, pues la palabra en sí no entra en el campo del pensamiento, de la filosofía y traduce sólo unas relaciones entre la Institución y unas individualidades. Tomemos el ejemplo de Clarín. Es un intelectual que ha interiorizado elementos fundamentales del krausismo y no es krausista (no lo fue nunca, según dice) (Lissorgues, 1996a) Acata la ciencia, ha sacado gran provecho del método experimental y se declara antipositivista. Venera a Giner, pero mantiene pocas relaciones con la Institución Libre de Enseñanza. Casi lo mismo podría decirse de cualquier otro de los hombres antes nombrados, con tal de adecuar para cada uno el grado de la influencia recibida de parte del krausismo, del experimentalismo, del institucionismo. Así pues, a falta de etiqueta satisfactoria, hay que atenerse a la denominación perifrástica de «intelectuales influidos por el krausismo». Y es precisamente ese común denominador de influencia krausista el que intentaremos poner de realce. Si hemos elegido el fin de siglo es porque el enfrentamiento con la crisis es el potente revelador de un ideario coherente, de firmes texturas y de gran flexibilidad para acercarse e incluso para adaptarse, hasta donde es posible, a realidades sociales concretas. Y vamos a tener ocasión de sugerir la hipótesis de que esa firmeza de convicciones unida a una gran capacidad de adaptación al objeto estudiado procede de la enseñanza de Sanz del Río, sintetizada en Análisis del pensamiento racional (1877) y difundida luego como «espíritu» de un modo de pensar, por decirlo así, por Giner.
Por lo
demás, la filiación krausista está claramente
señalada por nuestros mismos intelectuales, cuando uno de
ellos habla de otro, o de otros. Para Clarín, Posada
«procede de Giner que procede de
Krause»
(Se sobreentiende que a través de Sanz del
Río) (Alas, 1892, pág. XVII), Altamira es «uno de los epígonos del krausismo,
sólo que... póstumo»
(Alas, 1893; en
Torres, 1984, pág. 187).
Para Posada, González Serrano es uno de los pocos hombres
«de verdadero y sólido saber en
quienes hizo mella profunda el krausismo»
(Posada, 1892,
pág. 114). Se
podrían citar otros muchos ejemplos. Además, siempre
al establecer la filiación, se apresura el comentarista a
destacar la total independencia de pensamiento del personaje
aludido. Posada y Giner -escribe Clarín- proceden de Krause,
pero «todos con absoluta independencia de
pensamiento»
(Alas, 1892, pág. XVII); Altamira «es, sin embargo, un pensador ante todo
independiente»
(Torres, 1984, pág. 187). Según Posada,
González Serrano «no
encalló en el sistema [de Krause]»
, su
posición se muestra en «su espíritu de
libre síntesis» (Posada, 1892, págs. 115-116). Tal independencia,
según Posada, deriva del propio Krause (Ibid., pág. 115); pero añadiremos que
procede explícitamente del «método y ley de indagar la verdad
filosófica»
preconizado por Sanz del Río,
que escribe «le toca a uno y a todos
libremente»
buscar la verdad por sí mismo (citado
por Alas, véase Botrel, 1972, pág. 152). Así, dice
Clarín, «cada cual llevará
consigo una semilla fecunda, que la propia reflexión
desarrollará y que a la larga dará frutos»
(Ibid., pág. 153). Firmeza de convicciones,
total independencia de pensamiento y, por encima de todo, un
singular talante de sinceridad y autenticidad intelectual y de
entereza ética. «El krausismo
español -habla de nuevo Alas, en 1892- había dejado
en buena parte de la juventud estudiosa e inteligente, como un
rastro perfumado, el sello de una especie de unción
filosófica que engendraba el ánimo constante y fuerte
del bien, el instinto de la propaganda, de la vida ideal, de
abnegación, pura y desinteresada»
(Alas, 1892,
pág. XVII).
Otra
dimensión que conviene evocar en estas consideraciones
previas es la del recorrido intelectual, moral y filosófico
seguido durante los primeros lustros de la Restauración.
Esta breve vuelta atrás es necesaria para comprender el
grado de madurez de pensamiento alcanzado por cada uno de los
miembros del «grupo» gracias al incansable comercio
mantenido con todas las novedades pedagógicas,
científicas, literarias, filosóficas deparadas por
las naciones europeas más adelantadas. Es más; entre
los diferentes componentes, todos peritos en pedagogía y en
Derecho, todos interesados en grados diversos por la
psicología, la psicofisiología, la sociología,
la filosofía, la problemática literaria, la
cuestión religiosa, hasta llegar a ser, en algunos casos,
verdaderos especialistas en estas materias, se establece un
diálogo permanente a través de la prensa, de los
intercambios de obras, de las relaciones epistolares o meramente de
los contactos personales. Hasta tal punto que la reflexión
de cada uno es siempre recibida, discutida, matizada, a veces
impugnada y finalmente, en cierta manera asimilada por los
demás. Casi; casi diríamos que el
«grupo», aunque compuesto por individualidades
totalmente independientes, cobra categoría de entidad, de
persona moral propia, que se intuye como espíritu
(como alma) del conjunto. Las metáforas de Clarín, en
las palabras antes citadas, «rastro
perfumado»
, «sello de una
especie de unción filosófica»
, ¿no
pueden verse como intuiciones de un sentir común, que no
tiene nombre, pero en el que todos comulgan? Giner y después
Posada, Altamira, han estudiado el concepto de persona
social, ese algo moral superior a los individuos de
una colectividad y con el que todos se sienten intuitivamente
relacionados. Ahora bien, es cosa curiosa observar que, a partir de
un núcleo de ideas y valores compartidos, la puesta en
común de un saber que cada cual contribuye a elaborar, y
todo ello animado por unas relaciones cordiales de
estimación recíproca (que no borra las discrepancias,
a veces recias, como, por ejemplo, las que opondrán, a
partir de 1899, Clarín a Costa) consigue crear por encima
del ideario un espíritu superior efectivo, especie de
persona del «grupo» algo parecida a la deseada
persona social española, muy lejos todavía
de ser efectiva...
Para mayor claridad de esta exposición y también para hacer algunas puntualizaciones (particularmente a propósito de la influencia del positivismo y del neokantismo), que nos parecen, si no absolutamente necesarias, por lo menos útiles para futuros debates, quisiéramos sintetizar la inmensa obra realizada por nuestros intelectuales durante los quince primeros años de la Restauración. Como se ha dicho atrás, son ellos, principalmente, los que animan de manera insólita la vida intelectual de ese período que la gente nueva del fin de siglo se apresurará a despreciar en bloque, iniciando de este modo la postergación ulterior de una de las raíces «progresistas»más fecundas de la España moderna, que ellos, más que otros, contribuyeron a enraizar y fecundar gracias a su incansable labor reflexiva.
Todos van movidos
por un afán de saber que puede verse como la
interiorización del imperativo krausista relativo al
conocimiento y a la ciencia, según el cual conocer la
creación de Dios es acercarse a Dios (el hombre «debe conocer en la Ciencia a Dios»
,
escribe Sanz de Río, traduciendo o glosando a
Krause-Ureña, 1992, pág. 2). Parece evidente, sin
embargo, que, en ellos, incluso para los que no se acercan al
agnosticismo, ha perdido fuerza o se ha evaporado la conciencia
permanente de la ciencia absoluta (de la Wissenchaft), pero queda, y es lo
importante, viva y activa la necesidad vital del ensanchamiento (de
la «realización») de la naturaleza humana por la
cultura, por la asimilación del conocimiento, de todos los
conocimientos. No bastaría un libro para dar cuenta de la
ingente labor de adaptación, asimilación,
difusión de todas las ideas nuevas que «brotan»
en el campo científico, cultural, filosófico, de una
Europa en plena expansión. Sobre este punto, la obra
literaria y periodística, ya bien conocida, de Clarín
podría considerarse como paradigmática.
Es imprescindible abordar aquí el controvertido y delicado problema planteado por la influencia en nuestros hombres del positivismo. Según nuestro modo de ver, la cuestión del neokantismo, se resuelve más fácilmente...
De modo explícito o implícito, varios estudiosos afirman que casi todos los intelectuales inicialmente influidos por el krausismo se adhieren, durante los años ochenta, a cierto positivismo. De modo parecido, se dice que el regeneracionismo de fin de siglo es una manifestación en España del positivismo, y que, desde luego, la influencia de esta filosofía «conquistadora» que han generado las burguesas naciones europeas industrializadas y de alto nivel científico, ha suplantado algún tanto en España la corriente idealista. Ahora bien, el positivismo, así con su ismo, es un sistema filosófico completo, cerrado y coherente o, mejor dicho, una serie de sistemas diversos según conceden mayor o menor importancia al transformismo, al evolucionismo y o otras derivaciones cientificistas de la ciencia, pero cuyo punto de partida común es la voluntad de atenerse a los hechos y de rechazar las sombras de lo desconocido, de negar, pues la metafísica. Sólo conocen un método, el inductivo, el que parte de los hechos y de ellos, de los hechos, sacan leyes, principios, hasta «construir» un sistema filosófico, a partir del cual se llega, por extrapolación, a algo parecido a una seudo-metafísica fundada en la fe en la ciencia (Perdón por tan brutal esquematización). Pues bien, ninguno entre nuestros intelectuales se dice adepto de Comte, de Haeckel, ni siquiera de Spencer, a quien se mira con mayor simpatía, precisamente por haber proclamado que negar lo desconocido es reconocerle existencia. Sales y Ferré, el más positivo de todos, según sus biógrafos, no hace excepción, tampoco, creemos, Dorado Montero (sólo en Cataluña hay algunos comtianos declarados, como Pedro Estasen, pero la filosofía dominante en la sociedad catalana está, por motivos históricos, algo alejada de la esfera mental de nuestros intelectuales).
Entonces
¿serán krauso-positivistas? La
denominación aplicada por Posada a González Serrano
fue un decir, impuesto por la necesidad de encontrar de pronto una
abstracción calificadora, y es perjudicial para la claridad
y la buena comprensión de las cosas, que se la haya sacado,
en nuestros días, de su contexto para recortarla como
etiqueta que luego se pega en la frente de casi todos nuestros
hombres. Puede que sea cuestión de palabras, pero,
precisamente, no se puede jugar con el sentido de las palabras,
sobre todo cuando se trata de un ismo (que ya en sí es
siempre una aproximación abstracta), necesario, eso
sí, pero sólo como clave clarificadora para ordenar
el conocimiento. Pero ¿qué dice Posada del
«positivismo» de González Serrano? Lo siguiente:
«Esta corriente, a pesar de sus grandes
atractivos, de su imponente cortejo de importantísimas
investigaciones, no arrastró al filosofo
español. Le ilustró, haciéndole
recoger los resultados de la investigación realista,
directa, sobre las cosas mismas»
. Y añade el
Catedrático de Derecho político de la Universidad de
Oviedo: «La posición que en su
krauso-positivismo ocupa González Serrano es la indicada; es
acaso la que va implícita en el propio
Krause»
(Posada, 1892, pág. 115. Los subrayados son
nuestros).
La cita
podría bastarse a sí misma; sin embargo, iremos un
poco más lejos. Lo que dice Posada, es que González
Serrano recoge los resultados de la ciencia experimental, la que,
por ejemplo, practica Wundt en su labor cotidiana de
científico especializado en fisiología y en
psicofisiología, pero no se deja arrastrar por las
ulteriores extrapolaciones del filósofo. Pasa lo mismo, poco
más o menos, con todos nuestros intelectuales. Acatan la
ciencia (la ciencia es buena, dice Clarín, pero no se le
puede pedir lo que no puede dar) y asimilan con discernimiento los
resultados del experimentalismo europeo, en todos los campos, para
ensanchar el saber y para... fortalecer sus ideas,
posición que «va
implícita en el propio Krause»
. (El hombre
«debe conocer en la Ciencia a Dios...»).
Todos han
interiorizado, en mayor o menor grado, las ideas fundamentales del
krausismo secularizado, esas ideas-madres,
legitimadoras del ser y del estar en el mundo, que han
arraigado en ellos como convicciones profundas, como la
convicción racional de que el hombre es intelectual y
moralmente un ser perfectible y, correlativamente, la
convicción de que la Historia y el Derecho son realizaciones
humanas en vías de mejora infinita hacia la armonía
colectiva. Como bien se sabe, de estas ideas derivan una serie de
valores: autenticidad ética, autenticidad religiosa, sentido
de la sustantividad de la realidad en su trascendencia,
etc. Para todos, la realidad
es, pero tiene su parte de misterio; para González; Serrano,
por ejemplo y para casi todos, hay algo irreductible al
experimentalismo: la vida y lo ideal es también realidad.
Para el mismo Salmerón: «Si no
hubiera más esfera del saber que lo concreto fenomenal,
declararíamos de par con el positivismo que no había
objeto filosófico...»
(Salmerón, 1890,
pág. 339). Puede
fácilmente entenderse, desde luego, que no aceptan la mera
inducción positivista a partir de los hechos, pues, para
ellos, la inducción es un método para ensanchar el
conocimiento. Desde el punto de vista filosófico, la ciencia
y el experimentalismo son un medio, pero no para erigir un sistema,
una filosofía extrapolada, sino para fortalecer las ideas,
las ideas-madres, que mientras más ricas en
conocimientos, más fuertes serán para enfrentarse con
las cosas del mundo. De Wundt dice Giner que es uno de los primeros
fisiólogos y psicólogos de la época presente,
pero añade que es «uno de los
filósofos que aspiran a establecer un sistema general del
mundo [...] una metafísica [...] fundada sobre la
experiencia [...] en vez de servir a ésta de base»
(Giner [1924], t. I, pág. 145).
Lo que acabamos de decir acerca de la asimilación por el «pensamiento krausista» de nuestros autores de los resultados del experimentalismo, casi bastaría para hacer dudosa la influencia neokantiana que algunos estudiosos actuales se empeñan en ver como determinante en la evolución del krausismo (Dorca, 1996, págs. 79-100).Es de subrayar primero que ninguno de nuestros intelectuales reivindica tal influencia, mientras que todos explican largo y tendido lo que para ellos representa el positivismo. Merece leerse el artículo que Clarín le dedica a la campaña pro neokantiana de José del Perojo y de Manuel de la Revilla (El Solfeo, 23 y 25 de abril de 1878; en Botrel, 1972, págs. 150-155). Pero el argumento determinante es el de que la filosofía de Krause no necesitaba del neokantismo (a pesar de los esfuerzos, al parecer, sin efecto visible de José del Perojo) para abrirse a la ciencia positiva y asimilar de ella lo asimilable. En realidad, tal evolución estaba, como hemos visto, «implícita en el mismo Krause». Además, un análisis serio de los textos de nuestros intelectuales muestra que esta asimilación es casi «natural», por decirlo así. Es verdad, sin embargo, que entre su posición y el neokantismo hay ciertas coincidencias aparentes por lo que se refiere a la concepción de la ciencia, producto, en cierto modo, de la razón práctica. Pero en Kant, la razón práctica, «categoría» inferior de la razón, tiene su propio campo de acción, mientras que la razón pura obra ante todo en el terreno especulativo. Ahora bien, el krausismo secularizado (y tal vez el mismo krausismo de Krause) no es una filosofía especulativa, por eso, en nuestros intelectuales hay perfecta relación de continuidad entre lo ideal y lo real, entre el pensar y el obrar (como, al parecer, la había en el krausismo puro).
Por fin, hay un
aspecto, a nuestro parecer de enorme trascendencia
filosófica y... literaria, en el que los defensores nuevos
del neokantismo deberían meditar, es que el krausismo
original y luego el que llamamos el krausismo secularizado, el que,
además de las ideas, es una manera de ver y de sentir, es
una filosofía de la interioridad: cada cual debe buscar la
verdad en sí mismo y luego en su esfuerzo reflexivo debe
intentar acercarse lo más que se pueda a la cosa en
sí, cualquiera sea la cosa (Véase Sanz del
Río, 1877, Clarín, art. cit.
y Posada, 1981). Así pues, la razón no es el
único modo de conocimiento, hay que acudir también a
«las facultades intuitivas»
(lo
dice Clarín y en su defensa del... naturalismo [!].
También lo dice González Serrano y lo dice
Altamira...). Sentimos no poder, en esta digresión,
desarrollar más este punto de sumo interés, pues tal
vez, es una de las posibles explicaciones de la singularidad
literaria española tal como se da a conocer en algunas obras
del gran realismo de los años ochenta, las de
Clarín, las de Galdós, algunas de Valera,
singularidad debida en gran parte a una capacidad empática
que más debe a los cordiales «universales del sentimiento»
(tan
caros a Antonio Machado) que a la fría razón. Pero
consta que el debate queda abierto.
Para terminar, y
como anticipación de dos puntos que se desarrollarán
en la segunda parte de este trabajo, puede decirse, primero, que a
la par que cada miembro del grupo sigue el imperativo de una
ética personal que le empuja a hacer objeto de
reflexión todas las cosas del espíritu, tiene
conciencia de cumplir la misión patriótica de
trabajar para alzar a su patria a la altura de los tiempos y
así de preparar el mañana. Todo pasa como si todos
hubieran hecho suyo, tanto el imperativo proclamado por
Clarín en 1878 (y reiterado varias veces ulteriormente en
formas diversas por el mismo Clarín y por los demás)
como las modalidades de cumplirlo: «El
verdadero españolismo consiste en importar los elementos
dignos de aclimatarse en nuestro propio suelo, y en estudiar
cuidadosamente, para asimilárnoslo, cuanto fuera se produce
que merece la pena de verlo y aprenderlo»
(La
Unión, 18 de marzo de 1878; Torres, 1984, pág. 165).
El segundo punto que conviene subrayar es que ese dinamismo intelectual de que hacen muestra, ya desde los primeros años de la Restauración, procede del sentimiento de cierta superioridad cultural y espiritual, a no ser que ese mismo dinamismo genere tal sentimiento; de todas formas, lo fortifica. A pesar de las circunstancias, muy poco favorables (represión moral, incomprensión, ineptitud del medio) al reconocimiento de la obra de la minoría que constituyen, aflora, cada vez más en ellos, una conciencia hegemónica que, según intentaremos mostrar, se afirmará cuando tengan que enfrentarse con las duras realidades sociales e históricas del fin de siglo.
Estas
consideraciones en torno a la raíz de la cuestión
tienden a demostrar la pertinente afirmación formulada, ya
desde 1974, por Francisco Laporta: «Van a
ser ellos y solamente ellos, los únicos intelectuales de la
burguesía española cuyo programa de realizaciones
prácticas (ante todo pedagógicas) se asienta en un
ideario filosófico y político muy elaborado, en una
concepción del mundo bien construida y perfectamente
asimilada»
(Laporta, 1975, pág. 38).
Añadiremos sólo que su programa de realizaciones prácticas no se limita a la pedagogía, sino que abarca (como siempre) todos los problemas del momento y que frente a las apremiantes realidades se estrechan más aún las relaciones entre el pensar y el obrar, se acorta la distancia entre la reflexión y la acción, sin que, en general, se altere la serenidad reflexiva.
El título
está en consonada otra vez con la opinión de Laporta,
para quien «la solidez teórica y
práctica de estos hombres va a ponerse de manifiesto
precisamente en los últimos años del siglo»
(Ibid.).
En cuanto a la crisis de fin de siglo, resulta hoy bien estudiada en sus varias dimensiones y según varios enfoques en importantes y serios trabajos bien conocidos y por si fuera poco (que no lo es ni mucho menos), es casi seguro que en los meses próximos va a haber un recrudecimiento de «98»... No es, pues, cuestión aquí de entrar (otra vez) en explicaciones detalladas de las varias facetas sociales, culturales, ideológica y menos aún políticas, de la situación del fin de siglo. Tan sólo para contextualizar el pensar y el obrar de nuestros hombres y para marcar las pautas históricas de este estudio nos limitaremos al siguiente resumen.
La crisis de fin de siglo atañe a casi todos los niveles de la vida española del momento. Es crisis política, pero más ideológica que efectiva, ya que si bien se agudiza el rechazo del sistema corrompido del caciquismo y, correlativamente, se pone hasta cierto punto en tela de juicio el parlamentarismo, el poder oligárquico no se tambalea, ni mucho menos, pues el partido conservador refuerza sus posiciones. El choque psicológico del «desastre» y de la pérdida de las últimas colonias provoca profundo malestar, desengaño, sentimiento general de patriotismo herido. Como nunca, se plantea el problema de qué es España. Por otra parte, y más triste que todo para muchos, entre los cuales se encuentran nuestros intelectuales, parece socavada la cohesión nacional por los asomos cada vez más afirmados de tendencias regionalistas con ciertos visos, en Cataluña, de separatismo. Más profundamente grave aún, es la cohesión social la que está puesta en tela de juicio por el protagonismo histórico que, de golpe a partir de 1890, toman las organizaciones obreras y en grado menor por los conatos de salida a la palestra de las «clases medias productoras», las clases neutras. En su conjunto y tras la triste paz canovista de los años anteriores, la crisis puede verse como una violenta sacudida que trastorna las mentalidades y en algunos casos las ideologías.
Vista desde el ángulo de las clases medias y de la pequeña burguesía, tanto de los intelectuales (aparte los «hombres influidos por el krausismo») como de los pequeños productores, la crisis es vivida como un momento de desorientación, caracterizado por un complejo de frustraciones y aspiraciones que desembocan en apresuradas tomas de posturas, en posiciones en las que se mezclan indiscriminadamente amargas nostalgias del pasado glorioso e inseguras aspiraciones a modernidad, que no permiten medir con debida serenidad y lucidez las realidades, por cierto que poco halagüeñas, del momento. Por eso, la literatura llamada regeneracionista, verdadero cajón de sastre ideológico, tan sólo debería tomarse, en su conjunto, como reflejo de una conciencia histórica desbrujulada. No viene al caso insistir, pero basta alzar algún tanto la etiqueta para darse cuenta de que cobija las más encontradas posiciones, desde la tradicionalista de Damián Isern, hasta la progresista de Morote, pasando por las estridencias de Macías Picavea...
Pues bien, para nuestros intelectuales también la crisis en sus varias dimensiones es perturbadora y dolorosa pero no provoca en ellos ruptura entre el pensar y el obrar. Por otra parte, no les desalienta el saberse minoritarios, incluso en la esfera universitaria e incluso en su propia clase, esa clase media socialmente débil y culturalmente poco ilustrada, que es el destinatario privilegiado de las ideas difundidas en sus libros y en sus artículos y que es el objeto y el receptor predilecto de su obra de creación (las de Galdós, las de Clarín, sus novelas, sus cuentos). Saben que el poder económico y político está en manos de una oligarquía aristocrático-burguesa, la que identifica los intereses de España con su propio interés, generando un discurso hegemónico que parece inveterado y que sigue polarizando, a pesar de la corrupción general del sistema, el imaginario de la burguesía y de la misma clase media, y a pesar de todo no se dejan dominar por el pesimismo. Tampoco les desanima ver que el cuarto estado, al que no olvidaron antes de 1890, en su profundización de la filosofía del Derecho, para que fuera un día efectiva la igualdad ante la ley y superadas las injusticias debidas a la postergación de los «pobres», tome en manos sus propios destinos gracias a la fundación de partidos obreros cada vez más fuertes y animados por ideologías coherentes. No, no les desanima, al contrario, ya que, sin renunciar a nada de lo que piensan, a nada de lo que son, se acercan a esa fuerza social nueva, que intuyen incontrastable, para ayudarla a encauzar su derecho y sobre todo para educarla en el sentido de su propia concepción social. Sobre este punto, la reflexión y la acción del «grupo de Oviedo», las de Buylla ante todo, pero también las de Clarín, de Posada, de Altamira, de Sela, directamente enfrentados con las realidades sociales engendradas por la industrialización de Asturias, merecen particular atención, pues son ejemplares para la definición de un reformismo social humanista y progresista encajado en una concepción orgánica de armonía colectiva.
Es, en última instancia, esa concepción del organicismo armónico, derivada de la filosofía de Krause y que fue el horizonte de sus reflexiones sobre el Derecho, la que está concretamente puesta a prueba por las tendencias disgregadoras (para ellos, egoístas) que se manifiestan en el fin de siglo. Pero el gran esfuerzo de reflexión que van realizando, a la par que los varios programas de reformas (pedagógicas, sociales, culturales, etc.) sucesivamente elaborados y parcial o totalmente llevados a cabo, refuerza en ellos la convicción que no puede haber futuro moderno para su patria fuera de una conciencia nacional y social, moral y culturalmente superior, capaz de superar los antagonismos. Ahora, frente al marasmo y al desconcierto general, frente a las olas de egoísmos políticos, regionales, corporativistas, el sentimiento de la propia superioridad moral e intelectual, se hace también convicción. Se ven ya como minoría superior, la que debe impulsar la historia hacia un porvenir mejor, más armonioso, más humano. No cabe duda de que de esta convicción proceden las indagaciones de Giner, de Clarín, de Costa, de Altamira, sobre todo de Altamira, acerca de lo que es España, intentando definir, a través de un nuevo análisis de la historia y de la psicología del pueblo español, unas señas de identidad de la España liberal. No pueden ser fortuitas las muy documentadas investigaciones sobre la tutela, de pueblos, de clases, etc., emprendidas por Costa, por Giner, por Altamira.
Los párrafos anteriores no son más que las breves presentaciones de los campos predilectos de la actividad de nuestros intelectuales a la altura del fin de siglo, a saber, la cuestión social, la cuestión nacional y el problema de las elites rectoras, a los cuales habría que añadir la cuestión de la instrucción y de la educación que puede verse como la finalidad de las finalidades (y así lo han visto, con razón, muchos estudiosos), pero también como un medio para resolver, a medio o a largo plazo, todos los candentes problemas sociales y morales del fin de siglo.
Cuando, en 1890,
los partidos obreros organizan las primeras manifestaciones del
1.º de Mayo, en Madrid, Valencia, Barcelona, en Vizcaya, en
Asturias, y cuando conjuntamente estallan huelgas y disturbios,
cuya represión causa varias muertes, y cuando, poco
después, bombas anarquistas hacen volar gentes y edificios,
la burguesía y la clase media miden asustadas la fuerza
naciente del proletariado español. La palabra
revolución, con su nuevo sentido de revolución
social, aparece repetidamente en la prensa conservadora, liberal y
republicana. Clarín confiesa entonces que ve como una
amenaza «el movimiento actual socialista» y expresa un
sentimiento de impotencia ante lo que le parece como un posible
plagio de Germinal, pero de «esos plagios que matan»
(La
Publicidad, 14 de mayo de 1890). Es casi seguro que sus
colegas de Oviedo, como los demás intelectuales de clase
media, experimentan el mismo sentimiento de recelo ante tales
manifestaciones de fuerza, ante las cuales se ven desarmados y que
amenazan la futura y deseada armonía colectiva, por la que
han empezado a trabajar. A pesar de todo, Clarín, por su
parte, en el mismo artículo, intenta comprender y encontrar
alguna justificación de tal «locura» en la
miseria económica y en la postergación moral de los
trabajadores. El recelo y la decepción no le llevan al
pesimismo, pues, «cuando esos miles de
obreros consigan sus propósitos de descansar algunas horas
al día y lleguen a leer, a estudiar y a meditar»
,
entonces será posible que «al
llamarnos todos hermanos podamos hacerlo racionalmente, es
decir, sabiendo que existe un padre, un Dios, o una madre, una
Idea»
(Lissorgues, 1987, págs. 55-69); lo cual es un modo de
afirmar que lo más importante es una exigencia de
comunión espiritual entre los hombres (Igual exigencia
manifiestan Altamira -Altamira, 1891- y, cuarenta años
más tarde, Antonio Machado, otro discípulo de la
Institución Libre de Enseñanza.- Véase:
«Sobre una lírica comunista que pudiera venir de
Rusia», 1934).
Desde los primeros
años de la Restauración, fueron ellos, los
intelectuales progresistas, los más activos defensores de
los derechos del pueblo, del pueblo trabajador del campo y de la
ciudad, ese pueblo que acampaba en los marginados Campo del Sol de
Vetusta, y al cual no conocían realmente por no acercarse
mucho a él (Basta leer los artículos en los que
Clarín da cuenta de la encuesta efectuada en 1883 sobre
«El hambre en Andalucía», para darse cuenta de
que el periodista no se atreve nunca al contacto directo con los
gañanes y acepta sin discusión el punto de vista de
sus informadores, hombres «ilustrados» de la clase
media».- Romero, 1983, págs. 119-172; Lissorgues, 1989, I,
págs. 340-353). Pero por
lo que hace a la defensa moral y jurídica del «pueblo
bajo», nuestros intelectuales estaban en primera fila. Su
humanismo, su agudo sentido de la justicia y sobre todo su
preocupación por la armonía social, todavía
por conquistar, les llevaron a plantearse, a partir de su
concepción filosófica del Derecho, los problemas
relativos a la situación del entonces llamado cuarto
estado. Azcárate y Segismundo Moret no vacilan en
sentarse, en 1883, al lado de Cánovas en la Comisión
de Reformas Sociales, poco convencidos en los posibles resultados
positivos de un intento que los mismos dirigentes socialistas Pablo
Iglesias, García Quejido y Jaime Vera miran con
desconfianza, pues, dice Azcárate «el hambre no es católica ni protestante.
Bienvenido sea todo el que procure soluciones»
. En 1878,
Clarín abre un debate en la prensa, al comentar las
conferencias de Azcárate en el Ateneo sobre la
cuestión social. «La
cuestión social es predominantemente
económica»
escribe entonces el joven periodista.
Buylla, por su parte, en Oviedo desde 1877, observa, analiza los
problemas sociales, estudia libros extranjeros sobre la
cuestión. Posada traduce, en 1881, La lucha por el
derecho de Ihering y Clarín en el
«Prólogo» a esta edición, echa, con
voluntariosa vehemencia, las bases teóricas de la progresiva
emancipación del cuarto estado (dentro, por
supuesto, de la orgánica armonía), por la
instrucción, la educación y también por la
intervención, si es oportuna, del Estado. Todos reflexionan
de una manera u otra sobre la definición y la
elaboración de una sociología en torno a la idea del
organicismo espiritual armónico, que les parece más
humano que el, por ellos combatido, organicismo biológico
del liberalismo positivista. No olvidemos que son los fundadores de
la sociología española, cuyo punto de partida es
antropológico (Lissorgues, 1996b).
Todo esto nada más que para poder decir que, si en 1890, asisten con recelosa sorpresa a las demostraciones de fuerza del mundo obrero, ya están preparados, en plan teórico e ideal, por decirlo así, para acercarse a la nueva situación. Efectivamente, en lo que va de siglo, todos se empeñan en definir lo que, desde fuera llamamos reformismo social humanista, pero que desde su propia concepción es una necesidad teleológica para orientarse hacia la consecución de una sociedad armoniosamente constituida; porque, si el problema obrero es el más acuciante en el panorama del fin de siglo, el que requiere mayor atención por parte de ellos por la posible amenaza que encierra y también por ser la explosiva consecuencia de una grave injusticia que, a pesar de sus buenas intenciones y de sus esfuerzos, no han podido atenuar, no es el solo.
Hay también
los problemas planteados por el movimiento de los
«pequeños productores» y
«contribuyentes», las clases neutras, en el
que toma parte activa Joaquín Costa, amigo de muchos
institucionistas (Véase Altamira, 1915b, pág. 13 y sobre todo véase el
epistolario, de imprescindible lectura, de Joaquín Costa y
Rafael Altamira.- Cheyne, 1992). No insistiremos mucho aquí
en este movimiento de las clases neutras, no por ser poco
importante, al contrario, pues en esa agitada confusión, en
torno a la cual gravita gran parte de la literatura
regeneracionista, asoman, independientemente de Costa, retazos de
ideas que, al reunirse, podrían plasmar un pensamiento
peligroso (antiparlamentarismo, antiintelectualismo,
anticapitalismo a veces disfrazado de antisemitismo, necesidad de
una dictadura, retórica de la negación y de la fuerza
que, como se sabe, puede desembocar en la famosa dialéctica
de los puños). Si le dedicamos pocas palabras (pero no sin
remitir a los estudios sobre el tema) es por adoptar el punto de
vista de nuestros autores, para quienes la agitación de las
clases neutras no pasa de ser un epifenómeno, que,
sin embargo, choca con su concepción social y provoca en
ellos una reacción significativa de tal concepción.
Aunque les parecen muy oportunas la reformas
«técnicas» y pedagógicas preconizadas por
Costa, se muestran desde el principio más que reticentes
ante los programas de las Ligas de productores y de las
Cámaras de Comercio que les parecen demasiado
corporativistas y exclusivamente encerrados en sus intereses de
clase. Le basta a Giner un paréntesis para poner las cosas
en su punto: «... las llamadas clases
"productoras" o "contribuyente" (como si las demás fuesen
parásitas [...] vivieran de limosna y no pagaran
impuestos)»
(Giner, 1900, pág. 2). Clarín, vehemente
como nunca, denuncia en numerosos artículos el
egoísmo de esos comerciantes que toman al
país por un almacén. De hecho, ninguno, ni siquiera
su amigo Altamira, apoya a Costa en su empresa de lanzamiento de la
Unión Nacional, movimiento pronto usurpado por Basilio
Paraíso y Santiago Alba, y pronto fracasado (Véase:
Lissorgues, 1989, I, págs. 79-85 y 465-496).
Ya se ve que la
cuestión social, a pesar del sentido limitado y usual de la
expresión, no se reduce, para ellos, a la cuestión de
la clase obrera, pues la cuestión social es la
cuestión de la sociedad y la sociedad es «un todo compuesto de partes»
, dice
Azcárate, en 1893, en un interesante artículo al cual
volveremos.
Pero antes hay que
volver a la cuestión obrera, para dar idea del recorrido de
nuestros intelectuales a través de las realidades del mundo
de los trabajadores, mientras siguen estudiando la cuestión,
proponiendo reformas jurídicas y desarrollando experiencias
pedagógicas de instrucción y educación de los
obreros (entre las cuales destacan las de Extensión
Universitaria, cuyo modelo es la de Oviedo). Vista desde el punto
de vista de su concepción, de su ideario, es una actitud
profundamente sincera y auténtica y esa autenticidad es
particularmente visible en las actividades de carácter
pedagógico, que facilitan los contactos directos con los
obreros socialistas de Oviedo y permiten relaciones cordiales de
estimación recíproca. Sobre este punto son
significativos tanto los testimonios de los dirigentes obreros,
como el de Juan José Morato: «Hombres de prestigio tan alto como
Clarín, Dorado Montero y Buylla, sin dejar sus ideas,
sintieron por el partido más que afecto: hasta, en cierto
modo, fueron colaboradores de él»
(citado por
Lissorgues, 1987), como las opiniones de Clarín (Lissorgues,
1989, I, págs. 85-104 y
379-398), de Posada (Ideas e ideales, 1903), de Altamira
(Cuestiones obreras, 1914). Está claro, como dice
Juan José Morato y como confiesan ellos mismos con
sinceridad, que no renuncian a sus ideas («En el sentido impropio -escribe Clarín,
en 1900- que dio a la palabra el mediocre economista [Carlos Marx]
que, al parecer, lo inventó, yo no seré jamás
socialista»
.- Lissorgues, 1989, pág. 395). Pero los contactos y el
diálogo directo con los obreros socialistas, las atentas
lecturas que hacen de artículos y libros extranjeros sobre
la cuestión social y el socialismo (los socialismos), a la
par que refuerzan sus ideas, las ensanchan y las matizan
notablemente.
Buen ejemplo de
matización y evolución de sus ideas es el que
proporciona la delicada cuestión del Estado, que por
sí sola merecería un libro si éste no
existiera y a él remitimos, al fundamental estudio de
Elías Díaz (Díaz, 1973). Digamos sólo
que se mantienen siempre en la posición inconfortable del
justo medio entre el liberalismo puro y duro de la deshumanizada
escuela de Manchester (que combaten) y lo que llaman, con cierto
recelo, socialismo de Estado. En el fin de siglo, las injusticias
se hacen tan patentes y las reivindicaciones obreras tan fuertes
que adoptan una decidida posición intervencionista. «El Estado es la unión social para el
Derecho, es el organismo regulador de la sociedad, pero que debe
respetar su sustantividad»
(Posada, 1981, pág. 45). Debe consultarse el animoso
discurso de recepción de Buylla en la Academia de la
Historia, leído ante un «parterre» de
notabilidades reacias todavía (¡en 1917!) a cuanto
podría limitar los derechos de la propiedad, para darse
cuenta de la sinceridad insobornable y de la generosidad humana del
Catedrático de Economía de Oviedo (Crespo, 1997), que
se indigna al ver que una ley de tan elemental humanidad como la de
la limitación del trabajo de los niños y de las
mujeres necesitó quince años de discusiones a
través de la Comisión de Reformas Sociales (1883),
del fracasado Instituto de Trabajo (1901-1902), del Instituto de
Reformas Sociales (1903), organismos en los cuales Azcárate,
y luego Buylla y Posada tomaron parte activa.
Pero no renuncian
a sus ideas, a su ideal de una sociedad armoniosamente organizada,
donde cada órgano desempeñe la función que le
es propia y donde cada individuo cumpla la misión que
corresponde a sus méritos. La lucha de clases, para todos,
es un hecho, tal vez una necesidad en la actualidad, pero «es un hecho deplorable, tal vez una necedad, y
en mi concepto esencialmente contrario a la naturaleza más
esencial del hombre»
(Posada, 1903, pág. 28); para González
Serrano la lucha de clases es «émulo de las guerras de
religión»
(González Serrano, 1903). Sin
embrago, el reformismo de combate a que da lugar su
concepción sociológica es un camino, para ellos el
mejor, para conseguir la emancipación física, moral e
intelectual de la clase social que en ese momento del desarrollo de
la civilización queda postergada. A tal concepción, a
tal ideal, se le concederá, por lo menos, valor humano
infinitamente superior al darwinismo social, determinista y
cerrado, dado por ley (de interesado cientificismo) del positivismo
comtiano... Para no alargar, bastará citar a
Azcárate, para quien «la
cuestión social es sólo parte de un todo»
y
«por tratarse de la sociedad, y ser
ésta un todo compuesto de partes, surge la cuestión
de armonizar y componer la individualidad con la
totalidad»
(Azcárate, 1893) y a Giner: «La sociedad no es una simple
yuxtaposición de individuos, sino una unidad propia, real
[...]. Hay, pues, un ser social»
(Giner, 1899), es decir,
hay una persona social superior a los individuos. Por eso
es un imperativo ineludible difundir la instrucción,
ensanchar el conocimiento, educar, para tener a «un pueblo adulto»
, del que, por
cierto, las gesticulaciones y las llamadas al hombre providencial
no son muestras.
Vemos, pues, que el enfrentamiento con las realidades sociales del fin de siglo no altera el ideal, sino que refuerza las ideas-madres que lo constituyen. Efectivamente, durante el período del fin de siglo se hace más evidente que en el anterior, durante el cual no se veían solicitados por problemas tan apremiantes, la doble dialéctica que caracteriza una forma de pensamiento, dialéctica que nace de la relación constante entre la idea y la realidad y viceversa. El método deductivo e inductivo, es decir, el ir de la idea a la realidad y, después, de la realidad a la idea y así constantemente, es de clara procedencia idealista ya que, en fin de cuentas, se parte de la idea para interpretar la realidad; lo cual ensancha y fortifica, matiza y enriquece la idea que cobra de este modo una capacidad cada vez más comprensiva para obrar sobre las cosas. De hecho, lo que llamamos método no lo es en rigor, puesto que por la lenta preparación anterior, el método se ha interiorizado, se ha hecho modo de pensar. Como hemos sugerido anteriormente, es una forma de pensar que excluye tanto la especulación como el pragmatismo. No debe olvidarse, sin embargo, que la capacidad de acción depende del grado de convicción (de fe) que, en ellos, han alcanzado las ideas madres, que en su conjunto, ya lo vemos, constituyen un ideario, flexible en su firmeza, que, ante el marasmo de fin de siglo, genera con mayor claridad que antes los lineamientos de una ideología.
Estas precisiones pueden facilitar la lectura de la actuación de nuestros intelectuales en los distintos terrenos de acción que ofrece la realidad del período, terrenos que, para ellos, son un solo campo: España, su España.
La última palabra vale como transición para abordar el tema de la nación, cuya vital importancia está puesta de relieve por Inman Fox, en su último y en adelante imprescindible libro, La invención de España (Fox, 1997), aunque sea necesario matizar la importancia y el papel que se le atribuye al positivismo en la segunda mitad del siglo XIX.
(La palabra «espiritual» tiene aquí el sentido de cosa del espíritu o, mejor dicho, de superioridad del espíritu sobre las cosas).
Otro problema que
se agudiza en la última década del siglo es el del
regionalismo, sobre todo por la fuerza que toman las
reivindicaciones catalanistas que, según pasan los
años, aparecen a algunos liberales, entre los cuales hay que
contar a nuestros hombres, como pretensiones poco conformes con el
interés nacional, más aún cuando asoman
ciertas tendencias separatistas. La dolorosa huella dejada por el
separatismo cubano ha exacerbado en muchos la sensibilidad
nacional. El regionalismo catalán, objeto siempre de
«prudente simpatía»
de
parte de nuestros intelectuales (Laporta, 1975) parece seguir un
proceso evolutivo hacia reivindicaciones autonómicas que, si
se extralimitan, pueden poner en peligro el equilibrio de la
Nación.
Pues bien, es otro
problema inmediato que obra como catalizador y como revelador de un
pensamiento, cuyas ideas fundamentales no son nuevas. Basta
recordar la coexistencia pacífica mantenida desde siempre
con el federalismo (el teórico) de Pi y Margall y cuya base
expresó Clarín ya en 1876, rechazando el federalismo
pero compartiendo con Pi el principio de la autonomía
regional, «única solución
posible de ciertas cuestiones concernientes a las personalidades
jurídicas y sus relaciones de coordinación y
subordinación»
(El Solfeo, 29 de mayo de
1876). Con mayor claridad aún, en el
«Prólogo» a La lucha por el Derecho de
Iherin (1881), formulaba lo que iba a ser su doctrina intangible
(compartida por sus «correligionarios»), a saber, la
necesidad de encontrar un equilibrio entre las varias
autonomías y el poder central, pues, «si predomina la autonomía regional o
municipal, la nación se disuelve»
y «si la autonomía nacional es la que ante
todo se procura, hay absorción, hay centralismo»
(Alas, 1881, pág. LVIII).
Por eso, después de 1890, le parecen exageradas las
pretensiones de ciertos regionalismos, y lo dice, a veces con el
tono despreciativo que suele emplear para censurar a las
medianías presumidas. Dice: «Hay
que tener mucho cuidado con cierta clase de regionalistas que en
Cataluña, como en Galicia, como en Asturias, trabajan
pro domo
suo»
(Lissorgues, 1989, I, n. 2, pág.
282). Por ser manifestación de «egoísmo»
, de olvido de la
patria, Altamira condena, de igual manera las pretensiones de los
regionalistas que olvidan que la Nación es «una comunidad solidaria de hermandad, un
conjunto orgánico de variedad y unidad»
(Altamira,
1917, pág. 186). Ese
benéfico cultivo de la variedad en la unidad, es objeto de
sentido estudio, por lo que hace a la región andaluza, por
Federico de Castro (Castro, 1892).
Clarín es
quien se muestra más quisquilloso en este punto, pero no
cabe duda de que expresa, en la forma apasionada que le es propia,
el pensamiento de los demás. Hay que seguirle un poco
más para llegar a las ideas por todos compartidas. Las
diatribas contra el separatismo y contra las pretensiones abusivas
del regionalismo proceden de la agresión a lo que, para
Clarín, es patrimonio espiritual sagrado. No enfoca nunca el
problema (éste como los demás) según la
perspectiva de los intereses económicos, porque tiene una
concepción de la nación principalmente espiritual,
«esencialista». El error de ciertos regionalistas es
que se portan como «ruines tenderos de
ultramarinos»
. No ven -escribe Clarín en 1899- que
«el Estado nacional no tiene más
contenido que la esencia de sus componentes, y que por eso es
interés del Estado general lo mismo que el regionalismo
inorgánico suele creer privativo de su región [???].
La verdadera autarquía de la Nación exige que el
Estado nacional penetre en esa misma esfera provincial o municipal,
no para usurpar atributos del órgano particular sino para
desempeñar allí, como en todas partes, funciones de
la general, para llevar a cada órgano lo que por sí
no tiene y es función de todo el organismo de cada
parte»
(Lissorgues 1989, I, págs. 291-292).
Encontramos de
nuevo ese organicismo armónico, idealista, espiritual, de
origen krausista, que es la clave de bóveda que cobija en
una misma coherencia lo social y lo nacional. La Nación y la
sociedad son un conjunto orgánico, en el que las partes
están jerárquica y solidariamente vinculadas con el
todo, pero no según un sistema mecánico, como afirman
ciertos positivistas. Lo que da vida al conjunto, a la
Nación y a la sociedad, «como
obras del hombre»
, es un principio espiritual, «esencial de la vida política»
,
que une la esencia de las partes con el todo y la esencia del todo
con las partes. La persona nacional (extrapolación
nuestra) será la quintaesencia, por decirlo así, de
la persona social; o sea, dicho de manera menos atrevida y
más aceptable con palabras de Renan: la Nación
«es una gran solidaridad construida por
el sentimiento de los sacrificios que se han hecho y de los que
aún se está dispuesto a hacer»
(Qu'est-ce qu'une Nation?,
1882). Para Renan, y para nuestros intelectuales, la
«Nación es un alma», pero para Renan como para
la mayoría de ellos, esta alma es el soplo de la
historia.
Lo que,
después de 1898, está destrozado es la idea misma de
nación y más que la idea, el sentimiento de la
solidaridad nacional. De aquí brota el pesimismo en las
clases ilustradas o semi-ilustradas (Por su parte, el pueblo del
campo y de las ciudades, el que, como dice Clarín ha dado su
sangre y su dinero, cuida, solo, sus heridas. Véase, por
ejemplo, el cuento La contribución del mismo
Clarín). El pesimismo obceca las conciencias y brotan
irracionales interrogaciones sobre la posible inferioridad de los
españoles, su incapacidad congénita para adaptarse a
las exigencias del mundo moderno, interrogaciones de las cuales no
escapa el mismo Costa, al ver que sus enormes esfuerzos no surten
efectos inmediatos. En una carta a Altamira del 3 de enero de 1903,
escribe: «en su optimismo no comulgo;
tengo a la raza (de aquí y de Ultramar) por definitivamente
condenada a la muerte de Egipto, de Roma, etc.»
; por excluida de la
historia (Cheyne, 1992, pág. 127); en 1906, más
desengañado aún: «Yo me
inclino a pensar que la causa de nuestra inferioridad y de nuestra
decadencia es étnica y tiene sus raíces en los
más hondos estratos del cerebro»
(Costa [1906],
1967, pág. 164).
A esta grave forma
de pesimismo que nace de la desconfianza en las propias
capacidades, nuestros intelectuales oponen la fuerza tranquila de
sus convicciones, bien asentadas en una concepción coherente
y progresiva de la historia, que, como sabemos es un legado de la
filosofía histórica krausista. En casi todos los
textos escritos por ellos en aquellos momentos aflora, como asidero
para salvar el bache del presente de cara al futuro, la
convicción de que -como dice Giner- «no hay momento alguno definitivo, no
para la historia»
. Como hemos escrito en otro estudio,
estos hombres, frente a las tumultuosas e impotentes agitaciones de
los nuevos regeneracionistas, están en la
posición de quienes, roturando el campo, ven pasar la
caravana, y siguen roturando y sembrando semillas. Se les impone
como primer imperativo luchar contra el pesimismo ambiente,
devolverle confianza al pueblo español, arrancándole
de la cabeza las deletéreas teorías (las de Gervinus
y otros) sobre la superioridad de las razas del Norte y luchar
contra ese paralizador complejo de inferioridad que padece, ahora
más que nunca.
Sobre este punto,
es Altamira el que, con gran dinamismo intelectual, profundiza esta
delicada cuestión y da forma al pensar y al sentir de todo
el grupo. Su discurso de apertura del curso de 1898, titulado
significativamente «El patriotismo y la Universidad»
(Altamira, 1898), es programático de las ulteriores
actividades del futuro historiador. Se trata de «restaurar el crédito de nuestra
historia, con el fin de devolver al pueblo español la fe en
sus cualidades nativas y en su aptitud para la vida
civilizada»
, pero evitando «que esto pueda llevarnos a una
resurrección de las formas del pasado, a un retroceso
arqueológico, debiendo realizar nuestra reforma en el
sentido de la civilización moderna»
. Es decir,
para clarificar hay que prolongar y superar la inmensa obra
fragmentaria de Costa y sobre todo, sobre todo, sacar la historia
de España del cauce tradicionalista que le han asignado los
exégetas de la España eterna. Este ambicioso programa
es un eco de las advertencias preliminares de Federico de Castro a
su estudio de los caracteres diferenciales de la filosofía
andaluza (Castro, 1892).
Aunque Altamira
declara hábilmente que quiere situar su trabajo en la
línea de los estudios de quienes más o menos
recientemente se han asomado al pasado de la patria, Valera,
Fernández Vallín, Farinelli, Pedrell, Costa, Laverde
Ruiz, Menéndez y Pelayo, Hinojosa, Ganivet, lo que se
propone es escribir una nueva historia de España y para ello
asentar primero las bases de un método científico
(¡y no positivista!) riguroso de análisis de textos y
documentos para limpiar la historia española de «rencores o prejuicios»
. «Nuestra historia -escribe en 1902 o en 1917- es
falsa o ingenua en su mayor parte, precisamente porque se ha
nutrido hasta hoy de leyendas»
(Altamira, 1917,
pág. 228).
A restaurar la historia de España y a buscar las relaciones auténticas entre pasado y presente se dedicará el historiador y pedagogo Altamira hasta su muerte, desentrañando unas señas de identidad de la España del progreso. De su enorme aportación a la historia y a la historiografía puede dar idea la nutridísima bibliografía de su obra (Ramos, 1968, págs. 341-371).
Por lo que se
refiere a la crisis de fin de siglo, la obra que destaca entre la
«literatura regeneracionista» (aunque la menos citada
en los manuales al uso) es Psicología del pueblo
español, empezada en 1898, publicada en 1902 y que el
autor sigue aumentando hasta 1917, fecha de la segunda
edición. En ella, Altamira ensancha y profundiza las ideas
expuestas en «El patriotismo y la Universidad». Pero si
la intencionalidad sigue siendo la misma, «restaurar nuestra historia»
, vencer
el pesimismo, hacer renacer la confianza, etc., la argumentación se ha
estructurado para abarcar la totalidad de la problemática
española del fin de siglo y de las primeras décadas
del XX. La argumentación se ha estructurado según el
esquema del silogismo que articula El discurso a la
nación alemana de Fichte: «La nación Alemana está por
educar; pero tiene excelentes condiciones naturales; luego todo
consiste en aplicarle una buena educación para que esas
condiciones fructifiquen»
(citado por Altamira,
pág. 84).
Psicología del pueblo español es una obra que merece particular atención y remitimos al estudio muy documentado de Inman Fox (Fox, 1997, págs. 55-64)
Este libro es
importante también porque en su última
versión, la de 1917, íntegra, superándolos,
los varios problemas planteados durante las anteriores
décadas, entre los cuales destaca el de quién debe
dirigir el movimiento de la regeneración de España,
con los correlativos de cómo puede hacerse y cuándo.
En 1917, Altamira puede escribir que «lo
importante es el impulso colectivo»
, es decir que,
abandonadas ya las proclamas de «revolución desde arriba»
y,
por supuesto, de «revolución
desde abajo»
que nunca, para nuestros intelectuales,
estuvo a la orden del día, la masa participe en la
acción de redención nacional. No siempre estuvieron
las cosas tan claras y hay que seguir la sinuosa trayectoria de la
idea de tutela y sus avatares históricos para
mostrar, una vez más, cómo, al fin y al cabo, se
impone el poder de serena reflexión de quien ha
interiorizado más que nadie las potencialidades ideales del
krausismo, es decir, Francisco Giner de los Ríos.
Si diéramos
a este apartado la forma de un relato podría titularse
«Historia de una vacilación», que, según
los documentos fehacientes, empieza en 1895 con la encuesta
promovida por Costa al tomar el cargo de Presidente de
Sección de Ciencias Históricas del Ateneo de Madrid,
encuesta titulada: «Tutela de pueblos en la Historia».
Según un programa preciso, se trataba de estudiar la tutela
ejercida por «grandes hombres»
para «analizar los efectos
benéficos y los inconvenientes de esta
institución»
, «la
dictadura»
(!). Todas las inteligencia del país
desde Cánovas, Menéndez y Pelayo, Hinojosa hasta casi
todos los colaboradores de La Institución Libre de
Enseñanza (Azcárate, Giner, Pedregal, Altamira,
Alfredo Calderón, Pedro Dorado, Sarillas, Torres Campos,
etc.), fueron invitados a
tomar parte en el curso, que, en definitiva, no tuvo el
éxito esperado (sobre todo si se compara con el revuelo
intelectual provocado por la segunda encuesta lanzada por Costa
sobre Oligarquía y caciquismo). Los únicos
institucionistas que intervinieron fueron Costa, con una
conferencia sobre «Viriato y la cuestión social en
España en el siglo II», y Altamira, que habló
de «El problema de la dictadura en la historia» (texto
publicado luego en La Administración, marzo-abril
de 1896). Durante los años siguientes, Costa completó
y ensanchó su reflexión en un libro titulado
Tutela de pueblos en la Historia (Volumen XI de la
«Biblioteca Costa» [s.
a.]). Ignoramos si Giner y los demás institucionista
intervinieron en los debates de 1895. Pero es de suponer que el
problema hubo de preocupar al director de la Institución
Libre de Enseñanza, pues interviene en el debate, casi
indirectamente en 1898 y en 1899, como veremos. Ésta es,
resumida, la historia externa de la idea de tutela.
En un principio,
pues, se abre un debate que quiere guardar las apariencias de una
teórica discusión histórica, cuando
está bien claro que los espíritus están
polarizados por la situación que se vive en la actualidad.
De ello es demostrativo ejemplo el estudio ulterior de Costa sobre
la obra de Isabel de Castilla, cuyo esquema es nada más y
nada menos que el del programa regeneracionista del
«león» de Graus. Así pues, Costa puede,
sin vacilar, hacer suyas las conclusiones del historiador de los
Reyes Católicos, Guillermo Prescott: «Isabel de Castilla fue un ejemplo modelo de
dictadura ilustrada»
que supo emplear «en bien de su pueblo el alto poder que le
estaba confiado»
(Ibid., págs. 123-126). Más
hábil se muestra Altamira en su conferencia, pues de los
ejemplos de tutela aludidos (Alfonso el Sabio, los Reyes
Católicos, Federico II, etc.) saca conclusiones
(¿prácticas?) de lo que no ha de ser el dictador para
que la «institución»
,
en todo caso excepcional, no «caiga en
la corrupción que lleva a la arbitrariedad»
.
Tampoco deja de evocar las relaciones que deben existir entre la
dictadura y la colectividad: «Las
dictaduras [...] se producen cuando deben producirse, y son en
cierta manera, obra social también»
(Altamira,
1896, pág. 110). Lo cual
aparece como retórica petición de principio a la luz
de la opinión -por lo demás muy comprensible-
expresada en 1898: «No nos dejemos
ilusionar por la esperanza en lo que vagamente llamamos "pueblo".
En un país donde hay cerca de doce millones de personas que
carecen de toda ilustración [...]»
(Altamira,
1898). A pesar de todos los circunloquios, la opinión de
Altamira surge sin ambigüedades al final de su conferencia:
«La declaración que en nuestro
mismo país acaba de hacer la opinión publica en punto
a la necesidad de remedios extraordinarios, quizá
momentáneamente antilegales [...] parece llevar en el fondo
la presciencia de ese acomodamiento que, sin salir de la esfera
jurídica [...] pueda tener ciertos remedios extraordinarios
con el derecho fundamental del sujeto jurídico. Y a eso
precisamente han de tender: a la elaboración de la doctrina
jurídica de la dictadura tutelar»
(Altamira, 1896,
pág. 753).
Pues bien, en 1902
(puede que entre 1902 y 1917), su criterio se ha modificado
sustancialmente, ya que no alude nunca a la dictadura cuando habla
de la regeneración, que «sólo es verdadera siendo
nacional»
, es decir, obra de toda la Nación. Nota
que hay en las masas cualidades necesarias y que «sin ellas sería estéril siempre
el generoso esfuerzo de aquella minoría de hombres avisados,
pequeña minoría aún, pero animosa, entusiasta
y creyente en el triunfo de sus ideales»
(Altamira, 1917,
pág. 179). Así
pues, se vuelve al sentimiento de superioridad intelectual y moral
experimentado por el grupo desde hace años y que anima la
conciencia de una misión rectora; lo cual es muy otra cosa
que la superficial, artificial y peligrosa receta de cualquier
dictadura.
Es que, entre 1896 y 1902, interviene Don Francisco, de manera tan discreta como eficaz, para recordar los principios de siempre, la moral de siempre, las ideas de siempre.
Casi de pasada,
critica la pretendida superioridad del «superhombre» de
Nietzsche y de todos los que, creyéndose superiores,
coinciden en que su superioridad los pone fuera de la ley y por
encima de la ley y aprovecha la ocasión para recordar de
nuevo la base ética de su concepción social: «Toda superioridad no es, en suma, un
título de mayores derechos, sino de mayores
obligaciones»
(Giner, 1898). Pero es en su
artículo «La ciencia como función social»
(cuyo título revela la voluntad de colocarse por encima de
la polémica), donde expresa con mayor fuerza convincente que
nunca sus reflexiones sobre la misión moral e intelectual
que, en «el gobierno social»
,
incumbe a los hombres que dominan por su superioridad reflexiva.
Insiste particularmente sobre las relaciones necesarias
(casi diríamos, naturales) entre la minoría superior
y el organismo social, o sea, y para emplear un vocabulario al uso
que Giner no toma por suyo, entre el «genio»
, el «héroe»
y el «pueblo»
, la masa. Rechaza, en efecto,
el individualismo aristocrático del héroe
romántico (exaltado por Georges Sand, Renan, Nietzsche),
así como la visión carlyliana del misterio del
héroe superior a su tiempo. Y para asentar mejor su
demostración, ha recordado previamente, una vez más,
su concepción unitaria del organismo social,
distinguiéndola de todos los sistemas sociológicos
(que conoce perfectamente) desde los más positivistas hasta
los más idealistas y, aludiendo discretamente a «la unidad del principio absoluto de
Krause»
, del cual dimana el corolario de que «una institución, una clase social, un
individuo no pueden representar solos todo el organismo
social»
. En la sociedad, como en el individuo, «el impulso y la orientación general
nacen del fondo de la vida, no de sus órganos
particulares»
(de una institución, de un
determinado individuo). El «héroe», pues, es un
producto de su tiempo, «no se explica
por sí mismo y es ininteligible sin la relación del
sujeto con el medio y sus múltiples influjos, que han ido
engendrando y consolidando sus elementos»
. El «héroe»
sólo «sirve de intérprete»
de la
conciencia social, «más o menos
oscurecida en la masa»
, pues lo que le distingue es su
capacidad reflexiva superior para dar a las tendencias generales
una forma precisa e inteligible para todos.
Giner no niega la
función de los hombres eminentes, al contrario, pero la
coloca en su debido puesto, es decir, en la relación
unitaria entre la superioridad reflexiva que representan y la
conciencia real o potencial del pueblo. No la niega, al contrario,
pues esta función de las minorías superiores (no ya
del «héroe»), es una misión «al servicio del gobierno social»
,
«sin otra fuerza, ni otra sanción
que la interna adhesión al espíritu
público»
. Sólo así se podrá
llegar a la armonía social.
Pero antes, hay
que elevar el nivel de la cultura general hasta tener a «un pueblo adulto»
, y esta es la
misión actual y por cierto que futura de la minoría
rectora de los que «colaboran al
movimiento de un modo semejante»
. Para Giner y
para los que comparten su ideario, no hay hombre providencial. En
la situación de atraso cultural del fin de siglo, con una
conciencia social y con una conciencia nacional destrozada,
cualquier intento brutal de regeneración inmediata
será un fracaso es decir, será cesarismo e
imposición de intereses egoístas
particulares sobre el interés general. Es lo que dice
«el grupo de Oviedo» (entre los cuales figura Altamira)
al firmar juntos su contribución a la encuesta sobre
Oligarquía y caciquismo: no creen «en la eficacia de los remedios exteriores y
coactivos [...] Si los hombres han de ser los mismos, todo
será igual, si no se pone peor»
(Costa, 1975,
págs. 92-107). De
momento, la misión altruista de la minoría,
de los hombres que, «influidos por el
krausismo»
, comparten el mismo ideal humano y social,
sigue siendo «hacer hombres»
para preparar el advenimiento de la «España soñada»
.
En 1931, otro
discípulo de Don Francisco, Antonio Machado, en su proyecto
de discurso de recepción en la Real Academia (que no pudo
leerse por causa de dictadura) seguía escribiendo: «Difundir la cultura no es repartir un caudal
limitado entre los muchos, para que nadie lo goce por entero, sino
despertar las almas dormidas y acrecentar el número de los
capaces de espiritualidad»
. Y en 1936, le hace decir a
Juan de Mairena: «Para nosotros,
defender y difundir la cultura es una misma cosa: aumentar en el
mundo el humano tesoro de la conciencia vigilante»
.
- ABELLÁN, José Luis, Historia crítica del pensamiento español, Madrid, Espasa Calpe, vol. IV, 1984.
- ALAS, Leopoldo, Clarín, «Prólogo» a
La lucha por el derecho de Ihering: véase IHERING,
1881; en TORRES, 1984, págs. 103-132.
- «Prólogo» a Ideas pedagógicas: véase POSADA, 1892, págs. IX-XX.
- «Prólogo» a Mi primera campaña de ALTAMIRA, 1893; en TORRES, 1984, págs. 182-188.
- ALTAMIRA, Rafael, «El renacimiento religioso», en
La Ilustración Ibérica, 427, 428, 7 y 14 de
marzo de 1891.
- La enseñanza de la Historia [1891], ed. de Rafael ASÍN VERGARA, Madrid, Akal, 1997.
- «El problema de la dictadura en la historia», La Administración, marzo-abril de 1896, págs. 734-753.
- «El patriotismo y la Universidad», BILE, 462, 463, 464, 30 de septiembre, 30 de octubre, 30 de noviembre de 1898.
- Cuestiones obreras, Valencia, Ed. Prometeo, 1914.
- Filosofía de la historia y teoría de la civilización, Madrid, Ed. de La Lectura, 1915a.
- Francisco Giner educador, Valencia, Prometeo, 1915b.
- Psicología del pueblo español, 2.ª edición corregida y aumentada, Barcelona, Ed. Minerva, 1917.
- La reforma social en España. Discurso leído ante la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas en la recepción pública de Don Adolfo A. Buylla y G. Alegre, el día 25 de marzo de 1917, Madrid, Imprenta Clásica Española, 1917.
- AZCÁRATE, Gumersindo de, «El Problema social», BILE, 399, 30 de septiembre de 1893.
- BLANCO AGUINAGA, Carlos, Julio RODRÍGUEZ PUÉRTOLAS, Iris M. ZAVALA, Historia social de la Literatura española, Madrid, Castalia, t. II, págs. 119-251.
- BOTREL, Jean François, Preludios de Clarín, Oviedo, Instituto de Estudios Asturianos, 1972.
- BUYLLA, Adolfo, «Un libro sobre el socialismo»,
BILE, 372, 374, 3 de agosto, 15 de septiembre de
1892.
- «El homestead», La Administración, enero y febrero de 1896.
- CALDERÓN, Alfredo, De mis campañas, Barcelona, Imprenta de Henrich y Cía., 1899.
- CASTRO, Federico de, «La filosofía española, según el Sr. Castro, por el Profesor Don Joaquín Sama», BILE, 363, 365, 366, 30 de marzo, 30 de abril, 15 de mayo de 1892.
- CHEYNE, George, El renacimiento ideal: epistolario de Joaquín Costa y Rafael Altamira (1888-1911), Alicante, Instituto de Cultura «Juan Gil Albert», 1992.
- COSTA, Joaquín, Tutela de pueblos en la
Historia, Madrid, Imprenta de Fortanet, «Biblioteca
Costa», vol. XI, [s. a.].
- Oligarquía y caciquismo, Colectivismo agrario y otros escritos, Madrid, Alianza Editorial, 1967.
- Oligarquía y caciquismo como la forma actual de gobierno en España: urgencia y modo de cambiarla, Ed. de Alfonso Ortí, Madrid, Revista de Trabajo, 1975, 2 vols.
- CRESPO CARBONERO, Juan Antonio, «Humanismo racional, social y armónico en Adolfo A. Buylla», en Institucionismo y reforma social: el grupo de Oviedo (de próxima aparición).
- DÍAZ, Elías, La filosofía social del
krausismo español, Madrid, Cuadernos para el
Diálogo, 1973.
- «La filosofía jurídica de los krausistas españoles: Giner y Clarín», en Apuntes de clase de «Clarín», recogidos por José María Acebal, comentarios de Luis García San Miguel y Elías Díaz, Oviedo, Caja de Ahorros de Asturias [s. a.]
- DORCA, Toni, »Un proyecto de modernidad en la España Restauracionista: José del Perojo y la Revista Contemporánea (1875-1879), en Siglo diecinueve (Literatura hispánica), Valladolid, n.º 2, 1996, págs. 79-100.
- FOX, Inman, La invención de España, Madrid, Cátedra, 1997.
- GINER DE LOS RÍOS, Francisco, «Notas de
sociología»,
BILE, 464, 30 de noviembre de 1898.
- «La ciencia como función social», BILE, 466, 467, 3 de enero, 28 de febrero de 1899.
- La Contribución, Madrid Cómico, 4 de enero de 1898; en Clarín, Narraciones breves, ed. de Yvan LISSORGUES, Barcelona, Anthropos, 1989 y en Clarín. Cuentos, ed. de Ángeles EZAMA, Prólogo de Gonzalo SOBEJANO, Barcelona, Crítica, 1997.
- «El problema de la educación nacional de las clases directoras», BILE, 478, 483, 484, 31 de enero, 31 de marzo, 31 de julio de 1900.
- La persona social. Estudios y fragmentos, Madrid, Espasa Calpe, 2 vols., 1924.
- GÓMEZ MOLLEDA, María Dolores, Los
reformadores en la España Contemporánea, Madrid,
CSIC,
1966.
- Unamuno «agitador de espíritus» y Giner. Correspondencia inédita, Madrid, Narcea, 1977.
- GONZÁLEZ SERRANO, Urbano, Preocupaciones
sociales, Madrid, Ricardo Fe, 2.ª edición, 1899.
- La literatura del día, Barcelona, Imprenta de Henrich y Cía., 1903.
- IHERING, Rodolfo von, La lucha por el derecho, traducción española por Adolfo Posada, Prólogo de Leopoldo Alas, Madrid, Victoriano Suárez, 1881.
- JEREZ MIR, Rafael, La introducción de la sociología en España. Manuel Sales y Ferré, una experiencia truncada, Madrid, Ayuso, 1980.
- JIMÉNEZ GARCÍA, Antonio, El krausopositivismo de Urbano González Serrano, Badajoz, Publicaciones de la Diputación Provincial de Badajoz, 1997.
- LAPORTA, Francisco, Adolfo Posada. Política y sociología en la crisis del liberalismo español, Madrid, Cuadernos para el Diálogo, 1974.
- LISSORGUES, Yvan, «El intelectual Clarín frente al
movimiento obrero (1890-1901)», en
«Clarín» y «La Regenta» en su
tiempo, Oviedo, Publicaciones de la Universidad de Oviedo,
1987, págs. 55-69.
- Clarín político I y II, Barcelona, Lumen, 1989.
- El pensamiento filosófico y religioso de Leopoldo Alas Clarín (1875-1901), Oviedo, Grupo Editorial Asturiano, 1996a.
- «Ciencias sociales y literatura en la segunda mitad del siglo XIX. Antropología criminal y sociología», Hommage des Hispanistes Français à Henry Bonneville, Société des Hispanistes Français de l'Enseignement Supérieur, 1996b.
- LÓPEZ MORILLAS, Juan, El krausismo español. Perfil de una aventura intelectual, México-Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1956.
- MORATO, Juan José, El Partido Socialista Obrero, Madrid, Ayuso, 1975.
- MOROTE, Luis, La moral de la derrota, Madrid, Imprenta de G. Juste, 1900.
- NÚÑEZ, Diego, La mentalidad positiva en España: desarrollo y crisis, Madrid, Túcar, 1975.
- NÚÑEZ ENCABO, Manuel, Manuel Sales y Ferré: los orígenes de la sociología en España, Madrid, Cuadernos para el Diálogo, 1976.
- POSADA, Adolfo, Ideas pedagógicas modernas, con
Prólogo de Leopoldo Alas (Clarín), Madrid, Victoriano
Suárez, 1892.
- Ideas e ideales, Madrid, Viuda de Rodríguez Serra, 1903.
- «El movimiento social en España», BILE, 498, 30 de septiembre de 1904, págs. 281-298.
- Breve historia del krausismo Español, Oviedo, Universidad de Oviedo, 1981.
- RAMOS, Vicente, Rafael Altamira, Madrid, Barcelona, Alfaguara, 1968.
- ROMERO TOBAR, Leonardo, «Clarín, catedrático de la Universidad de Zaragoza (El Naturalismo y la Mano Negra)», en Cinco Estudios Humanísticos por la Universidad de Zaragoza en su Centenario IV, Zaragoza, Caja de Ahorros de la Inmaculada, 1983.
- SALMERÓN, Nicolás, «Sobre la enseñanza de la filosofía», BILE, 331, 30 de noviembre de 1890, págs. 337-339.
- SOBEJANO, Gonzalo, Clarín en su obra ejemplar, Madrid, Castalia, 1985.
- TORRES, David, Los prólogos de Leopoldo Alas, Madrid, Playor, 1984.
- UREÑA, Enrique M., Krause, educador de la humanidad.
Una biografía, Madrid, Publicaciones de la Universidad
Pontificia Comillas, 1991.
- El «Ideal de la humanidad « de Sanz del Río y su original alemán (con colaboración de José Luis Fernández y Johannes Seidel), Madrid, Publicaciones de la Universidad Pontificia Comillas, 1992.
- Cincuenta cartas inéditas entre Sanz del Río y krausistas alemanes (1844-1869), Madrid, Publicaciones de la Universidad Pontificia Comillas, 1993.