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«Los navarros en Grecia y el Ducado catalán de Atenas en la época de su invasión», por D. Antonio Rubió y Lluch

José Gómez de Arteche





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Asunto es el del libro del Sr. Rubió y Lluch, sujeto hoy al examen de esta Real Academia, que desde el momento en que de él se tuvo la primera noticia, inspiró la más viva curiosidad y despertó grande interés en el mundo de las letras y especialmente en el campo de la historia.

No soy yo quien debiera anunciar aquí la presentación de trabajo tan peregrino como el histórico de Los Navarros en Grecia y el Ducado Catalán de Atenas en la época de su invasión; porque días después de salir de las prensas de Barcelona, recibía su más elocuente panegírico, de la castiza pluma de nuestro dignísimo secretario D. Pedro de Madrazo. Era, pues, él á quien tocaba desempeñar el servicio que la Dirección de Instrucción pública encomienda á nuestro Cuerpo, el informe exigido en el Real decreto de 12 de Marzo de 1875 para otorgar la recompensa que pueda merecer el escrito del Sr. Rubió y Lluch. Lo laborioso, sin embargo, de los cargos confiados al Sr. Madrazo en la alta Administración pública; lo incesante y delicado también de las tareas   —134→   literarias á que le obligan sus destinos en los centros docentes de la nación, sus propias aficiones y las á que le arrastran su competencia á cuanto se roza con el examen y juicio de las bellas artes en toda su vastísima extensión, echan sobre mí el peso de un compromiso que para nuestro erudito colega sería, más que ligero, grato y muy fácil de sobrellevar. Mas ya que no pueda sacudirlo de mí por esas circunstancias que conoce perfectamente la Academia, sírvanme para aliviar en parte pesadumbre tan abrumadora las noticias y razonamientos, esto es, los datos y comentarios aducidos por el Sr. Madrazo en el escrito á que acabo de aludir, inserto en la obra que con el título de «España» y en sus capítulos referentes á «Navarra y Logroño» ha dado á luz; trabajo conocido también en este Cuerpo literario y apreciado como era de esperar, en todo su verdadero y transcendental mérito. Dadas mis excusas, bien legítimas, me parece, no han de sonrojarme la imitación ni aun el plagio.

Las densas tinieblas en que está envuelta la historia de la Edad Media, no habían consentido hasta hace muy poco tiempo sino vislumbrar la intervención de una gran banda de navarros en la incesante lucha de los feudos creados en Oriente durante la larga y accidentada época de las Cruzadas. Noticias vagas, sin enlace alguno histórico, sin relación, apenas, con los graves sucesos que tan perturbado traían el clásico solar de la antigua civilización; datos dispersos aquí y allá, incompletos siempre y en su mayor parte mal interpretados, decían tan sólo á los más celosos investigadores que entre las señorías que se disputaban la Grecia, había existido, además de la Catalana procedente de aquella famosa expedición, tan temible para los turcos al otro lado del Bósforo de Tracia y tan temida luego de los bizantinos que la habían llamado en su socorro, otra española también, aunque del extremo de la cordillera Pirenáica, opuesto al de que habían salido los tan celebrados almogávares para Sicilia y Constantinopla. Había para los amantes de las glorias patrias una esperanza, la de que, habiéndose manifestado rivales en Grecia y protegidos más ó menos directamente por sus antiguos soberanos así los catalanes como los navarros, cabría encontrar en sus   —135→   respectivas metrópolis peninsulares rastros ó noticias de una lucha, pudiéramos decir civil, en que debían haberse mostrado interesadas aunque no fuese más que por el honor de sus armas, tan exigente en nuestras provincias, cuanto más en la hondísima división que caracterizó á la España de aquellos tiempos, fraccionada en reinos por el desconocimiento de sus intereses y el olvido de toda idea de unidad en ellos. Y efectivamente, bien registrados los archivos de la corona de Aragón y de la Cámara de Comptos de Pamplona, han aparecido documentos con que ampliar suficientemente lo ya apuntado sobre aquella extraordinaria expedición de los navarros á Oriente y descubrir nuevas fuentes y derroteros, nuevos también, para dirigirse recta y expeditamente al conocimiento de la verdad histórica en asunto tan importante. Con eso, de uno como rumor vago del que sólo se destacaban algunos sonidos articulados que dieran lugar á remotísima tradición ó á leyenda más incierta todavía, ha podido el Sr. Rubió ofrecer al público la brillante monografía, sometida hoy al juicio de esta Real Academia.

Cinco son los capítulos que constituyen la obra del Sr. Rubió. El primero le sirve para revelar el origen de la Compañía navarra y darnos idea, siquier ligera, de las conquistas con que inició su acción en Oriente. Dedica el segundo á reseñar la situación política, religiosa y social del Ducado Catalán de Atenas cuando lo invadieron los navarros; y el tercero á poner de manifiesto con qué títulos se presentaron allí á disputar la ocupación de tan codiciado territorio, no sólo á sus compatriotas pirenáicos, tan arraigados ya en él, sino á los barones francos también, que desde la infructuosa cruzada del Conde Balduino de Flandes, acabaron por repartirse el imperio griego en vez de rescatar la tierra de redención, según parecía ser su primer propósito y destino. Asunto es el último de esos que llena el espacio casi todo del capítulo cuarto; con lo cual puede el autor desarrollar en el quinto y último su tema principal, el que constituye su más importante objetivo, el de describir la dominación de los valientes protagonistas de su trabajo histórico en la Morea hasta el término de tan admirable jornada, sumida, como he dicho antes, en las más densas tinieblas.

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Asunto es, con efecto, tan nuevo y dramático que aun no alcanzando las proporciones de grandiosidad, transcendencia y fama que el de la anterior expedición de catalanes y aragoneses, «cuyas proezas y heroicidades, dice un historiador contemporáneo extranjero, graduaríamos de increíbles á no testimoniarlas los escritores más fidedignos», reviste caracteres tales de originalidad, mejor dicho, de novedad, y de interés nacional que lo hacen digno de una descripción tan concienzuda y galana como la que le ha dedicado el Sr. Rubió. No van á sonar en esta monografía la Misia, la Tróada, las Frigias mayor y menor, la Eólida, la Jonia y la Lidia que pasearon triunfantes los barreados pendones de nuestros almogávares, pero sí la Macedonia, la Tesalia, el Ática y el Peloponeso que unos y otros, navarros y aragoneses, se disputaron como buenos españoles, con la discordia de tales por estímulo, con su ambición de renombre y la no tan generosa de botín, característica, sin embargo, de los innumerables aventureros franceses, venecianos, alemanes, de cuantos hijos de la vieja Europa huían de la guerra civil y de la miseria consiguiente que entonces reinaban en casi todas las comarcas de Occidente. Porque la época en que tuvieron lugar los acontecimientos cuya memoria evoca el Sr. Rubió, fué tan desdichada como para nuestra Península, regida por soberanos de los que el menos censurable, acaso, era conocido por el sobrenombre de El Malo, para todos los reinos cristianos, para la vecina Francia, entre ellos, invadida de todas partes y dividida y esquilmada tras los repetidos fracasos que sus más ilustres hijos habían sufrido en sus patrióticas y cristianas expediciones á Palestina, Egipto y Túnez. No ha creído el autor, y con razón en mi concepto, deberla juzgar, atento á un objeto á tanta distancia colocado y de caracteres tan distintos revestido. Conviene, sin embargo, á mi propósito decir unas cuantas palabras sobre ese período histórico para dar á conocer las gentes que tomaron parte en la nueva y sorprendente conquista del Ática y la Morea en las últimas décadas del siglo XIV. Y nada más fácil para quien haya leído con algún detenimiento y la reflexión necesaria el capítulo XXI del libro ya citado del señor Madrazo, en que nuestro erudito colega trata de la Virtud expansiva de la raza navarra, sus guerras exteriores y sus empresas en   —137→   Francia. Quien, con efecto, lea ese escrito y se detenga á examinar la situación é importancia de los Estados que el rey de Navarra, Carlos El Malo, tenía enclavados en Francia por razón de su linage paterno, como D'Evreux que era, del de su madre Doña Juana, desheredada del condado de Champagne y de Brie por mandamiento de la ley sálica, y del de Angulema, á que también creía tener un derecho incontestable, comprenderá que hombre como aquel, ambicioso, violento, artero y disimulado, sin escrúpulos de ningún género con tal de satisfacer sus apetitos, no había de escasear esfuerzo ni arte para hacer valer sus títulos á tan rica herencia. Oigamos al Sr. Madrazo en un corto párrafo, que no hay tiempo para más, y podremos enterarnos de qué sociedad era aquella y qué gentes fueron las que mejor podían representarla. «Pero el rey Juan, dice, su suegro (de El Malo) era ambicioso y no recibió bien sus reclamaciones: el condestable de Francia, D. Carlos de España, por otra parte, había contribuído al desaire sufrido por el navarro, y éste, poco acostumbrado á aguantar contradicciones, le había quitado de en medio haciéndole asesinar en su misma cama por varios señores y caballeros que tenía á su devoción para cualquiera empresa, por temeraria que fuese. El rey Juan, irritado, se apoderó por sorpresa de las tierras que pertenecían á su yerno en Normandía; éste á su vez, favorecido por los ingleses, constantes enemigos de Francia, se embarcó en Bayona con 10.000 navarros, se dirigió á Cherbourg, recorrió y saqueó las tierras de su suegro recuperando á Conches; y entonces el Delfín, que luego reinó con el nombre de Carlos V, con instrucciones secretas de su padre, propuso á su cuñado el rey de Navarra un acomodamiento. Convidóle á un gran banquete que debía celebrarse en Ruán: verificóse éste, y cuando estaban en lo más bullicioso del festín, preséntase de improviso el rey de Francia con una numerosa escolta, apodérase del rey de Navarra y de toda su comitiva, y los pone á todos presos, en piezas separadas, mandando que se le dé á cada uno un confesor para que se disponga á bien morir, mientras su yerno es conducido á París y encerrado en el castillo del Louvre. Sentóse á la mesa el rey Juan, y después de comer, tuvo la feroz complacencia de ver cortar las cabezas del conde de Harcourt y á su hermano,   —138→   á los Sres. de Graville y Mambue y al escudero Olivier Dublet, todos caballeros normandos del partido del navarro, y ninguno de ellos por supuesto de los que habían tomado parte en el asesinato del condestable de Francia. Los cuerpos de aquellos infelices fueron arrastrados y colgados sobre las puertas de la villa, y sus cabezas puestas en picas.»

¡Estado verdaderamente ejemplar, aun mediando en sus procedimientos el soberano francés que luego llevaría el nombre y la fama de El Prudente!

No se hicieron esperar las represalias. El hermano del rey de Navarra que gobernaba en Normandía, ayudado de los ingleses, entra, saquea é incendia las tierras del francés que, al acudir, con preferencia á todo, contra el príncipe de Gales que invadía el Langüedoc, queda junto á Potiers prisionero y es conducido con su hijo Felipe á Londres. Pero los navarros necesitaban además recuperar su soberano que había sido llevado á Alleux; y valiéndose de una traza parecida á la que dos siglos después habría de hacernos dueños de la próxima fortaleza de Amiens, le sacan en triunfo para luego en París hacerse, aunque momentáneamente, el ídolo de aquella plebe corrompida y tornadiza.

No he de distraer ahora la atención de la Academia recordando los acomodamientos que exigió el navarro dueño de las voluntades de los parisienses, vueltos entonces contra el Delfín que regía la Francia durante la cautividad de su padre, ni las peripecias de época de turbaciones como las provocadas por D. Carlos con su presencia, sus desafueros y rebatos, más ó menos legítimos, en Francia. Si la he conmemorado, ha sido para dar una ligerísima idea del estado de los ánimos en gentes que, interviniendo en tales circunstancias al tiempo mismo de las llamadas Grandes Compañías que Beltrán Du Guesclin iba á traernos á España, del justo pero arrebatado también y feroz levantamiento de la Jacquerie y de la bárbara acción, no pocas veces victoriosa, de los Tard venus, volverían á Navarra ebrios de orgullo por sus hazañas, tan encendidos en el fuego de sus rencores como al salir de su país, y más ávidos aún de botín y de trofeos en nuevas aventuras en que obtenerlos.

A la cabeza, pues, de parte de esas gentes vamos á ver al   —139→   infante D. Luís de Evreux que ha gobernado el reino de Navarra durante la larga ausencia de su hermano Carlos El Malo, y que por su enlace con Juana de Sicilia, duquesa de Durazzo, se considera con derechos sobrados y en el deber ineludible de recuperar la soberanía de la Albania, de que había sido recientemente desposeída su ilustre consorte. El Sr. Rubió y Lluch describe detenidamente, y creo que con acierto, la persona del infante como soldado valeroso y entendido gobernador, aun en los procelosos tiempos en que era muy fácil equivocarse y en que, prisionero de los aragoneses, hubo, sin duda, de añadir al despecho de aquel contratiempo, siquier transitorio, el interés de su nueva situación en la casa de Anjou para con mayores bríos acometer la rehabilitación de Doña Juana en el trono de Albania. Si á eso se suma el concepto elevado que adquirió en su entrada por Aubernia con 1.200 hombres de armas y triunfando en cuantos encuentros tuvo con los franceses, no es extraño que, hecha la paz con ellos, lograra formar aquella Gran compañía navarra que, cual dice el Sr. Rubió, no le abandonó en ocasión alguna ni dejó de reconocerle por su señor natural, con buena disposición y ánimo de seguirle en cualquiera jornada.

Poco ó nada ha podido traslucirse de cuanto hiciera el Infante en la que debió emprender desde su llegada á Nápoles; poco ó casi cada cuando el Sr. Rubió no ha logrado descubrirlo en sus escrupulosas investigaciones. Sábese la gente que sacó de Navarra, mucha de la más ilustre del reino, y sábese la que D. Carlos le fué después enviando, toda también escogida y que nuestro autor va haciendo conocer por sus nombres, jerarquías ó empleos en la corte, y los que por afición ó deber los acompañaron. Lo que hasta ahora permanece ignorado es el destino que guerreros tan ilustres y los muchos italianos que iban agregándose á la Compañía navarra obtuvieron y las empresas que ejecutaron hasta 1376 en que murió D. Luís, su egregio caudillo. ¿Cayó peleando empeñado en su magna empresa de recuperar el trono de Albania para Doña Juana su esposa? Ignórase también, por más que el señor Rubió lo crea probable. En lo que no cabe duda es en que desde aquel fatal suceso, los navarros cambian de objetivo, abandonando el de la reconquista de Albania por el de algunos Estados á   —140→   cuyo gobierno aspiraba su nuevo jefe, el príncipe Jaime de Baux, pretendiente, con derechos, que en el libro se especifican, al trono de Bizancio y al gobierno de la Morea por la rama de Anjou, á cuya familia pertenecía. Hasta proclamaba títulos para obtener la soberanía de Sicilia, extendiendo así sus ambiciosas miras á las casas, á un tiempo, de Francia y Aragón, rivales de tanto tiempo atrás y representantes de tan diversos y encontrados intereses. Pero le sucedió lo que el Sr. Rubió viene á decirnos. «Adornado con aquellos reales ó ilusorios títulos, alentado por las tradiciones de la inquieta familia, cuyos eran los que heredaba, y sobre todo por el socorro de los temidos soldados navarros, soñó Jaime de Baux en realizar esa marcha triunfal al través de la Romanía hasta la imperial ciudad de Constantino, por los angevinos tantas veces anhelada y emprendida, con preparativos tan brillantes y poderosos cuanto en su éxito desgraciados. Mas el último emperador de Constantinopla y príncipe de Acaya de filiación angevina más ó menos directa, no debía ser tampoco más afortunado que sus predecesores en el logro de sus ambiciosas esperanzas. Repitióse en sus navarros el constante ejemplo, viejo en las páginas de la historia, de convertirse en dominadores los que sólo habían de ser meros auxiliares. Ellos fueron los verdaderos señores de sus conquistas, y el imperio de Baux no pasó de un vano ensueño, de un engañoso título efímero y nominal.»

Ya tenemos, pues, en Oriente á nuestros navarros dirigiéndose á fines á que no habían sido ajenos los catalanes y aragoneses, sus predecesores en jornada tan extraordinaria, cuando andaban por Macedonia en marcha para el Ática, su brillante y más sólida conquista. Si en un principio no obtuvieron sus armas sino un triunfo efímero, siendo arrojados de Corfú al poco tiempo de haber allí establecido su dominio y aun organizado un gobierno en nombre de su flamante emperador, el de Baux, la mayor parte de los navarros que, vencida aquella isla, invadieron la Grecia propiamente dicha, llegaron á despojar á sus mismos compatriotas los catalanes y aragoneses de la mayoría de sus estados del Ática y la Beocia.

«Peregrino, dice el Sr. Rubió, es el espectáculo que va á ofrecer   —141→   á nuestra vista de una lucha civil ultramarina entre dos compañías famosas, entre cuantas aventureras en la Edad Media alcanzaron renombre, capaces cada una de por sí, cuanto más unidas, de avasallar el imperio bizantino, á no esterilizar la discordia sus esfuerzos, y ambas tan temidas y poderosas, que si hizo temblar una á la misma Bizancio y á los turcos, y destruyó el poder franco en la Grecia central, fué bastante fuerte la segunda para acabar con sus últimos restos en el Peloponeso, fundando allí una nueva dominación feudal de origen español, última de raza latina que se sostuvo en Grecia, si se exceptúan las colonias venecianas.» «Interesantísimo y lamentable al par, repite, es el cuadro de esa corta pero sangrienta lucha civil, en la que se arrebatan los laureles de sus conquistas y se despedazan mutuamente dos ejército españoles á quienes anima la misma sed de gloria, y que al disputarse la posesión de la Acrópolis de Atenas ó de la Cadmea de Tebas, vengan tal vez antiguos agravios, ó reanudan las frecuentes civiles contiendas que ensangrentaron, durante la Edad Media, los campos de Aragón y de Navarra.»



Pero si remontamos la memoria paralelamente á la situación de la Grecia en la época inolvidable de su antigua hegemonía en Oriente y los mezquinos tiempos á que nos estamos refiriendo, ¡cuán otro es y triste y hasta ominoso el espectáculo que se nos ofrece!

La patria de Milcíades y Themístocles, de Epaminondas, Alejandro y Filipoemen, presa ahora de aventureros ó de bandas sin cultura ni disciplina; si dividida en los tiempos heroicos, rota luego y hecha pedazos por quienes á no otra cosa atendían que á satisfacer sus miras personales sin cuidarse de salvar de su ruina ni aun los monumentos que, en escombros y todo, causan todavía universal admiración. Allí donde se había escuchado la voz armoniosa, flexible y persuasiva de un Pericles ó de un Demóstenes, no se oía sino la grosera jerga franca, la ininteligible jerigonza de vascos, catalanes, italianos, albaneses, búlgaros y esclavones. Las escuelas de ciencias y artes, las de aquella filosofía de que fueron maestros los más esclarecidos Sócrates, Platón y Aristóteles: los espectáculos que habían dado la norma á los de la más refinada civilización de la antigüedad y son todavía modelo   —142→   acabado de los que se celebran en estos últimos tiempos: la memoria misma de las hazañas que ilustraron una tierra nacida para la libertad, asegurada, al parecer, en las Thermópilas y Marathon, en Salamina y Platea; todo eso y el patriotismo de sus héroes, el talento de sus estadistas y la habilidad de sus tribunos aparecía desconocido, ó relegado al más completo olvido.

A las leyes, por fin, que, de cualquiera índole política ó social que fueran, revelaban el poderoso ingenio filosófico y analítico de un Licurgo ó un Solón, aun el de las turbulentas muchedumbres reuniéndose como soberanas por el instinto de su independencia hasta arrostrando el peligro y el vituperio de su á veces negra ingratitud, habían ahora sustituído las inventadas por el despotismo, tan cruel como caprichoso, de los señores feudales, recientemente establecidos en el país, ó de las nuevas Compañías españolas que, á su vez, trataban de reemplazarlos. Los pocos griegos que aún quedaban, nuevos parias, esclavos de sus últimos conquistadores, en condiciones tan denigrantes como las de aquellos en la India ó las del siervo en Roma, nada más significaban que el trabajo para proporcionar el sustento y el lujo á sus amos y barones.

El Sr. Rubió describe con acierto y la más escrupulosa exactitud histórica la situación de los diversos Estados en que se hallaba dividida la Grecia que pudiéramos llamar europea al llegar á ella los navarros con la ambición de ocupar un lugar preeminente entre ellos, si no podían absorberlos en su totalidad. La de la Compañía catalana es la que naturalmente interesa más á nuestro autor, como español y catalán, primero, y más aun por ser la con quien chocarían sobre todo en los comienzos de la invasión sus, aunque compatriotas en toda la extensión geográfica de nuestra nacionalidad, émulos y rivales, ya se ha indicado, en sus aspiraciones y alianzas políticas. Llevaban los catalanes y aragoneses setenta años de dominación en el Ática, desde el de 1311 en que tan completamente habían destruído en el Cefiso la brillante y orgullosa caballería franca del duque de Atenas, hasta el de 1380 en que aparecieron los navarros por el mismo camino de las Thermópilas que ellos habían seguido. Ocupación tan larga, indisputada una vez muerto Gualtero de Brienne en tan decisiva   —143→   batalla, extendida después por la Phtiotida y la Tesalia, y asegurada con las armas y más todavía con el prestigio obtenido antes en la maravillosa jornada contra los turcos del Tauro y los griegos de Constantinopla, ocupación tan permanente y sólida, necesitaba y suponía un apoyo, más moral, quizás, que efectivo, de la metrópoli representada siempre en las banderas de aquellos incomparables aventureros. Pocas veces, sin embargo, lo obtuvieron bastante eficaz para obtener la preponderancia á que aspiraban, siendo por lo general débil, interrumpido y aun negativo.

En vano se esfuerza alguno en pintarnos el estado de aquellos feudos como próspero y rebosando en cultura, á punto de compararlo, con las de origen francés, con el de su caballeresca y novelera metrópoli. Lo hay que supone á sus señores manteniendo el fuego y el espíritu de la patria con los espectáculos marciales, las justas y torneos, hasta las lides de la inteligencia, celebradas en París con el esplendor de todos conocido y admirado. El mismo Sr. Rubió, se deja á veces llevar de ese concepto, aun cuando otras comprendiendo, sin duda, que no habrían pasado cerca de dos siglos, sin por lo menos, modificar unas costumbres que el tiempo, la distancia, diversos intereses y distinto modo de ser no dejan nunca de cambiar, acaba por inspirarse en el sentimiento de la verdad, reflejada en memorias y documentos que desmienten las bellas fantasías de nuestros vecinos transpirenáicos. Al disertar sobre la cultura de los catalanes de Atenas, que supone adoptando las costumbres francesas y con ellas el feudalismo llevado allí por los barones de la cuarta cruzada, dice así:

«Mas no vaya á creerse que el feudalismo catalán pudiera competir con la grandeza y el esplendor del franco, porque como implantado por una república esencialmente batalladora y compuesta de abigarrados elementos, de aventureras gentes enriquecidas por el pillaje y la fuerza de las armas, fué siempre militar, anárquico y tumultuoso y esencialmente opresor. De aquí que reinara á causa de él, un extremado particularismo local y muchas veces el más completo desorden. Cada señor feudal, procuraba enriquecerse y aumentar sus dominios en perjuicio de su vecino, con lo cual dicho queda, que fueron las luchas civiles más repetidas y continuas de lo que á la salud del Estado convenía. La   —144→   falta de una corte brillante y el constante alejamiento del príncipe o duque, que gobernaba, como se ha dicho, sus dominios por medio de vicarios ó lugartenientes, y aun las ausencias repetidas de estos, contribuían más que cosa alguna á esta carencia de cohesión y á que levantara allí la anarquía á cada punto su cabeza. Así se explica, por ejemplo, que el castillo del Stiri en la Beocia, pasara en reducido número de años, relativamente, al poder de familias y señores tan diversos, como lo eran, Guillermo de Aragón, Armengol de Novelles, Bernardo Villar de Tebas, Roger de Lauria y Bernardo Ballester.»



Todo esto demuestra que el roce con los griegos y ni aun con aquellos caballeros francos de los que hay quien dijera que conservaban la lengua patria con la misma pureza que los parisienses, lo cual estoy muy lejos de creer, no modificó los fieros instintos, la índole cruel de sus antecesores en la expedición de Oriente, los que preferían el rudo mando de un Rocafort al blando de Entenza, de Montaner y aun de los delegados ó vicarios de estirpe real que para su gobierno les enviaba su señor natural, el soberano de Aragón. Nada hay semejante en la historia de las expediciones ultramarinas de gallardo y heroico á la de los catalanes y aragoneses contra turcos y griegos; pero tampoco es fácil recordar algo que se le parezca en actos de venganza, de indisciplina, de envidia y crueldad, así para con los enemigos, concebibles habiéndose estos manifestado tan ingratos y feroces, como los indisculpables con sus compatriotas mismos y camaradas en jornada tan gloriosa.

Ahora bien; con esos gigantes del valor, rebeldes á cuanto pretendiera sujetarlos á otro gobierno que al autonómico propio, y orgullosos de poseer un establecimiento por ellos solos conquistado á los que presumían de ser los primeros hombres de armas del mundo hasta que más tarde les hicieran los nuestros en la Barletta abandonar tales ilusiones; con esos hombres, nunca hasta entonces vencidos, fueron á chocar sus compatriotas los navarros en 1380. Las circunstancias les eran á estos favorables, al decir del Sr. Rubió en aquella época, en que la anarquía había llegado á su colmo en los dominios de los aragoneses de Grecia. Así es que en pocos meses se hicieron los navarros dueños de las plazas   —145→   más fuertes del estado catalán y de la misma Atenas, hasta poner sus reales al pie de la Acrópolis, fábrica la más estupenda del arte helénico uniendo á sus bellezas incomparables una fortaleza que los nuevos invasores no supieron ó no pudieron allanar.

¿Por dónde habían aparecido y qué camino siguieron los navarros para arrollar á los catalanes del Ática? No se dice terminantemente en el libro del Sr. Rubió; pero sus observaciones sobre la facilidad con que los navarros verificaron su marcha triunfal por la Phtiótida y la Beocia, revelan el punto de su desembarco y la vía que les llevó á Lebadia, Tebas y al campo de batalla en que la derrota y prisión de Galcerán de Peralta les abrió paso á la ciudad de Minerva, cuyo gobierno ejercía como su veguer ó capitán. Debieron partir de Negroponte, y desembarcando en la costa próxima, seguir la misma dirección que los almogávares en 1311. El paso por las Thermópilas, cuya antigua memoria no ha de evocarse aquí, salvado á favor de la traición del marqués de Bodonitza, á quien el catalán Sr. Rubió compara con nuestro conde D. Julián, y los sitios y asalto de las ciudades acabadas de citar lo demuestran perfectamente. Lo que no admite explicación en la ignorancia de los motivos que llevarían á estos nuevos expedicionarios á Eubea, es el que se emprendiera tan aventurada empresa de N. á S. y desde sitio tan remoto del punto de partida que, según ya he manifestado, fué la isla de Corfú. ¿Sería que las pretensiones de Jaime de Baux al imperio de Bizancio y las esperanzas de obtenerlo con la ayuda de sus nuevos auxiliares le aconsejaran establecerse, al principio, en Negroponte en son de amenaza, y dirigir luego á sus navarros sobre el Ática? Ni dejaban de ayudarle el mismo terciario de Eubea con la ambición del señorío absoluto de la isla, el célebre maestre de San Juan, D. Juan Fernández de Henestrosa, aun siendo aragonés, y no pocos rebeldes ó traidores, de apellidos también españoles, que contribuyeron á la derrota de Galcerán de Peralta. Por eso dice el Sr. Rubió: «Contra tan distintos enemigos, navarros y venecianos unidos, catalanes y griegos rebelados, francos y gascones, caballeros hospitalarios y otros descontentos de diversas y apartadas naciones, hubieron de luchar los leales descendientes de la antigua valerosa Compañía.»

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Pero ni aun así desmayaron los aragoneses y catalanes, que la componían, en su empeño de mantener enhiesta su gloriosa enseña junto al Partenón. Más afortunada la ciudadela monumental de Atenas que la Cadmea de Tebas, Lebadia y las demás ciudades próximas, cuyos habitantes huían espantados de la furia navarra, pudo sostenerse libre de ella y luego ir con su presidio y los auxilios recibidos de la Fócida y Neopatria sucesivamente recuperando sus anteriores posiciones del Ática y la Beocia. Que si la Compañía aragonesa tuvo traidores que la vendiesen en los primeros días de su lucha con los navarros, también halló en Grecia amigos leales como el conde de Demetríades y sus albaneses tesalios, D. Luís Salona, tan espléndidamente recompensado luego por el rey de Aragón, Jofre Zarrovira, capitán de Salona, y otros que también merecieron de aquel soberano las más calurosas felicitaciones.

Así fué que en el mismo año de la irrupción navarra quedaban estériles, ya que no frustrados, sus primeros esfuerzos y éxitos, hasta el punto de verse obligada á cambiar de rumbo dirigiéndose, entonces ya definitivamente, al Peloponeso, dominado por muy otros señores que nuestros compatriotas del Ática. Y esto sin socorros, como habían solicitado de la metrópoli española, porque cualquiera comprenderá que el risible de doce ballesteros destinados á petición del obispo de Megara á la guarda de la Acrópolis ó Castell de Cetines, como la llama el rey D. Pedro, y el de la promesa de la ida del vizconde de Rocavertí con una flota, no eran suficientes ni bastante oportunos para alcanzar tan satisfactorio resultado.

Y ya podemos contemplar á nuestros navarros en la Morea, el nuevo teatro de sus hazañosas operaciones. La naturaleza física de ese magnífico escenario, su historia más reciente en la época á que nos estamos refiriendo, y la índole, orígenes y organización de sus dominadores de entonces, los describe el Sr. Rubió con la mayor precisión y con acierto admirable. Sin detenerme, porque no es esa mi misión, en tantos y tales pormenores, sólo diré aquí con el Sr. Rubió en qué manos se hallaba aquella importantísima península griega al invadirla los navarros con el bravo gascón Mahiot de Coquerel á su cabeza.

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«En resumen, dice nuestro erudito autor, además del principado de Acaya, objeto principal de su conquista, hallaron los navarros en la época de su irrupción, dividida la Morea, entre Pedro Cornaro, señor de Argos y de Nauplia, Nerio I Acciajuoli, que gobernaba en Corinto, Pablo Foscari, arzobispo de Patras, Centurione I, Zaccaria, señor de Veligosti, Damala y Chalandritza, Erardo III barón de Arcadia y de San Salvador, Mateo Cantacuzeno, déspota de Misithra, y Venecia dueña de Corón y de Morón, al sud de la Mesenia.» Pero disposiciones dictadas por la reina Juana I de Nápoles dando poderes á varios prohombres moreotas para el gobierno de los diferentes Estados de aquella península, vinieron pasado algún tiempo á modificarse entregando el principado de Acaya á los Caballeros hospitalarios, con lo que tuvieron los navarros que habérselas con aquella orden, floreciente entonces é influyendo todavía en los destinos de gran parte del Mediterráneo. Sin embargo; á la primera embestida se hicieron dueños de Vostitza, aunque sin el tesoro de la emperatriz María de Borbón que lo había hecho trasladar á Patras: luego se apoderaron del castillo de Zonclón, la patria de Nestor, la moderna Navarino, cuyo nombre ofrece motivo al Sr. Rubió á una discreta disertación sobre su origen, atribuído por algunos á aquella rara circunstancia de su conquista por nuestros compatriotas; y poco después de Andrusa y Calamata. Esto da lugar á un convenio que representa lo robusto del asiento que hizo la Compañía navarra en la Morea. «Esta proximidad (la de Calamata á las colonias venecianas de Morón y Corón), dice el Sr. Rubió, se convierte muy pronto, respecto de las últimas, en disputas de límites, que llegan al punto de producir temores de formal guerra. Mas la intervención del obispo de Corón apacigua la discordia, y entre los castellanos Paolo Marcello y Micaele Steno por un lado, y por otro Maiotto de Coquerel, baile de Acaya y de Lepanto y San Superano, se concluye en Andrusa en 18 de Enero de 1382 un convenio, suscrito además por los miembros de la Compañía, Juan de Ham Subsion, Lorenzo de Salafranca y Juan de Espoleto, por el cual prometen los últimos por sí y en nombre del ausente Varvassa, paz y concordia á las Colonias, no mover guerra alguna por cuestión de límites ó de siervos fugitivos, garantir sus privilegios á los   —148→   venecianos en toda la extensión del principado y en la castellanía de Calamata, reparar los daños que se les causaran, y en lo futuro acudir, no á las represalias, sino al camino del derecho y de la justicia para arreglar sus mutuas diferencias. De tal suerte aseguróse larga y pacífica correspondencia entre la República y los nuevos conquistadores, de modo que cuando Maiotto y Pedro manifestaron sus deseos de peregrinar á Palestina, ordenó el Senado (27 de Enero de 1383), que por todas partes se les tratara como amigos de Venecia.»

No me toca ni puede ser mi propósito el de hacer historia al emitir opinión sobre el libro del Sr. Rubió. Si saco á plaza hechos de la extraordinaria y hasta ahora desconocida jornada de los navarros a Oriente en el siglo XIV, es para con el engranaje, qué así puede decirse, de los sucesos más salientes en la curiosísima narración del historiador catalán, dar á comprender el mérito que ésta encierra. Porque mal cabe hacerlo resaltar ni exponer opinión fundada y convincente sobre la serie de conceptos y observaciones que ocurren á quien historia, esto es, recuerda suceso tan original, nuevo, sobre todo, como el de que ahora se trata, si no se llama la atención sobre los detalles que han de avalorar, si es que lo merecen, esos mismos pensamientos y juicios. Por eso y nada más que por eso, he creído me dispensaría la Academia las proporciones que voy dando á este escrito, si excesivamente largo en el objeto oficial á que está llamado y produciendo acaso el cansancio de quienes escuchan su lectura, necesario, en mi sentir, para que sirva de base y fundamento á la resolución, también oficial, á que haya de someterse. Eso que no he de detenerme en el examen de la expedición navarra bajo el punto de vista militar técnico, porque, al revés que la aragonesa de cerca de un siglo antes, no lo resiste en concepto alguno. Aquella es propiamente una jornada que, si en un principio pudo reconocer un objetivo militar clásico, como tantas otras de la antigüedad y aún alguna moderna, por desvanecido quizás con las desilusiones de Jaime de Baux, ó por causas que no han llegado á nuestra noticia, resultó perdido para los expedicionarios navarros que hubieron de torcer camino para seguir el emprendido desde allí ó su proximidad por Rocafort y sus almogávares. La de estos si que   —149→   es jornada que resiste un estudio verdaderamente estratégico en todos conceptos. Si la ocasión provocara á él, se podría, siguiendo el ejemplo de un Jurien de la Gravière en su Drama Macedónico, examinar, así la campaña de los aragoneses en Asia desde el Bósforo al Tauro, como la obligada, después, de su regreso, á Macedonia y el Ática, y demostrar que reviste todos los caracteres de marchas eminentemente tácticas, de combates que pueden desmentir la opinión generalizada sobre la barbarie de la Edad Media en punto al arte de la guerra, y de la ocupación más apropiada para dominar los países sujetos á ella é impedir la acción que pudiera intentarse por los enemigos en su auxilio.

Pero como no es llegada esa ocasión, he de reducirme ahora á recordar con aplauso las valientes y hábiles iniciativas de Roger de Flor, de Berenguer de Entenza y Rocafort, tan acertadamente descritas por Montaner en su admirable crónica y con tal elegancia literaria comentados por el sentencioso conde de Osona, y hacer ver en Mahiot de Coquerel y Pedro de San Superano unos aventureros, eso sí, tan valerosos y enérgicos como aquellos, pero sin sus instintos militares en la verdadera y más sublime acepción de la palabra.

Si necesitara aducir más pruebas para este juicio, no tendría sino analizar las operaciones de la Compañía navarra desde su establecimiento definitivo en Acaya, y pondría de manifiesto cómo no hicieron sus capitanes más que lo que vulgarmente se dice, vivir al día. Pero como eso me llevaría á chocar en el escollo de que precisamente voy huyendo, me satisfaré, á gusto me parece de la Academia, con acabar el fondo de este enojosísimo informe, copiando otro párrafo del libro del Sr. Rubió, suma y compendio bastante elocuentes para dar á conocer los destinos de aquellos hasta ahora ignorados compatriotas nuestros.

«Así, dice el párrafo, se asentaba sólidamente en Acaya una nueva y tercera estirpe de señores feudales occidentales, que como herederos de los nobles caballeros francos, de los príncipes y cortesanos napolitanos, y de los banqueros florentinos, se sostuvieron por espacio de medio siglo allí, junto á los griegos de Misithra, los genoveses Zaccaria, los venecianos de Modón y Corón y los señores de Patras, Argos, Nauplia y Corinto. Su gobierno   —150→   semi-independiente, feudal y militar, no fué organizado ni tuvo carácter nacional ni historia propia, como el de los catalanes y aragoneses de Atenas, quienes al fin y al cabo constituyeron una nacionalidad distinta y con vida y elementos propios, sino anárquico, puramente personal, extranjero por su índole más que esencialmente navarro, vario y poco estable. El papel principal que á esos aventureros españoles tocó desempeñar en la Morea, fué siempre el de meros auxiliares de cuantos compraban sus servicios, y lo mismo les importaba ofrecer estos á la Orden de San Juan de Jerusalén que á Jaime de Baux, al rey Carlos III de Nápoles que al Papa, á Amadeo de Saboya que á Ladislao de Nápoles ó á los Zaccaria, y en una palabra, á todos los que soñaban con la dominación de los restos del despedazado feudalismo franco, sin acordarse nunca de su propia patria en sus conquistas, siquiera fuera para añadir á su corona un vano, pero ostentoso título de soberanía, como lo hicieron los catalanes, engarzando á la aragonesa, y por ende á la española, los florones de Atenas y de Neopatria. El nombre de Navarino, si es que á ella se debe, es el único recuerdo, bastante glorioso por sí sólo, que ha dejado en Grecia la última dominación de española estirpe.»



Creo haber con esto estampado un epílogo suficientemente significativo y lógico además á mi humilde trabajo de hoy; si esbozo imperfecto para dar á conocer lucubración tan hermosa y concienzuda como la con que el Sr. Rubió ha expuesto á la admiración pública la extraordinaria jornada de los navarros á Grecia, bastante, me parece, para que la Academia pueda formar juicio sobre el mérito del libro á que se refiere la consulta oficial que se le ha dirigido.

Creo también y espero que ese juicio será favorable puesto que la obra reúne sobradamente cuantas condiciones exige el Real decreto de 12 de Marzo de 1875 para ser recomendada. Que es original, no habrá uno que se atreva á ponerlo en duda. ¿Cómo no ha de serlo tratando ella de sucesos ignorados y, á lo más, vaga é inexactamente presumidos hasta que el Sr. Rubió los ha hecho manifiestos? Está, además, escrita aprovechando documentos, originales también y auténticos, de que nadie había hecho   —151→   uso ni dado cuenta, por lo menos al público, bien de los que, según ya he dicho, existen en el archivo de la corona de Aragón, bien de los de la Cámara de Comptos de Pamplona, á los que ha sabido el autor adicionar noticias que se deben á los historiadores más autorizados de las cosas de Grecia en la Edad Media, citadas siempre y acertadamente comentadas.

De relevante mérito me parece también la obra del Sr. Rubió y Lluch, así por el método con que está escrita, rigurosamente histórico, como por su lenguaje, digno y propio de asunto tan peregrino.

Y que su destino á las bibliotecas, última circunstancia recomendada en aquella soberana disposición, ha de ofrecer utilidad, se comprende sobradamente al decirse que se trata de una expedición que, además de no ser conocida hasta ahora, constituye una de las glorias más resplandecientes de la nacionalidad española, como dice el Sr. Rubió, al serlo de provincia tan noble y tan unida á ella con lazos de origen, idioma é historia que no han logrado romper la espada ni las artes de los enemigos más poderosos de nuestra madre común la España.

Esta es la opinión que tengo el honor de presentar á la Academia, que resolverá lo que considere más acertado en su siempre recto y severo juicio.





Madrid, 18 de Enero de 1895.



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