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Los nombres de los personajes en «El Niño de la Bola» y «Tormento»

Ana Baquero Escudero





Como Wellek y Warren apuntaron en su conocida obra crítica1 la forma más sencilla de caracterizar a un personaje es la nominalización. Ambos autores se refieren así, a los casos más significativos de nombres alegóricos o casi alegóricos y citan a este respecto obras del XVIII -el All-worthy y Thwackum del Tom Jones de Fielding-, recordando también el gusto por nombres de matiz onomatopéyico en Dickens, Balzac... e incluso en Henry James. Por nuestra parte, podríamos señalar en la literatura española el valor simbólico de los nombres de los personajes, por ejemplo, en la narrativa del XIX. (Por no entrar aquí en el tema tan amplio como el simbolismo en los nombres tan frecuente en la narración popular). El nombre es, por consiguiente, uno de los primeros datos que se nos ofrece del personaje que de una forma u otra va a cobrar alguna importancia en la obra literaria y con el cual el lector tiene que entrar en contacto.

Si estas económicas descripciones que serán a veces los nombres de los personajes vienen a sumarse, pues, a la caracterización de éstos por parte del narrador que los bautiza, distinto es el caso de la nominalización no ya desde el dominio absoluto del creador para con su criatura, sino desde las peculiares ópticas de unos personajes respecto a otros. Dicho recurso ya no incide, por lo tanto, en un único personaje, sino en al menos dos: aquél que es nombrado y aquél que nombra. El nuevo nombre aportará junto a nuevos datos definidores del personaje a quien se le asigna, la perspectiva que inherentemente le acompaña, de la peculiar visión de otro personaje sobre él -esta visión también caracterizadora muchas veces de este último-.

Leo Spitzer ya se refirió al hablar de la variación de nombres en el Quijote2 a este recurso establecido por Cervantes, por el cual se destacaba la diversidad de aspectos bajo los que puede aparecer un personaje ante los demás.

En las dos novelas que nos ocupan, el motivo del perspectivismo onomástico cobra una importante relevancia. Incluso a través del estudio de este único aspecto, podríamos obtener dos imágenes conjuntas de ambas novelas, que bien nos darían la gran diferencia que separa una de otra.

El personaje protagonista de El Niño de la Bola -el epígrafe Nuestro héroe no puede ser más revelador- se nos presenta en un primer momento sólo en su apariencia exterior, para lo cual el narrador abandona por completo su omnisciencia y declara no saber quién ni qué es lo que hace en las concretas circunstancias en que lo encuentra. En este sentido ignora, lógicamente, su nombre, aunque inmediatamente y acogiéndose al testimonio del arriero que viaja con él, dice que se había inscrito con el nombre de Manuel Venegas. Los mozos y el amo le decían «Don Manuel» pero, basándose en la extraña descripción externa que pocos instantes antes ha hecho, apostilla el narrador que dudaba éstos que una tal persona «pudiera llamarse de modo tan cristiano»3.

Si este capítulo II de la novela respondía a un epígrafe tan relevante, no va a ser menos significativo el epígrafe del capítulo III, Habla el coro, al introducir un elemento de tan vital importancia en el desarrollo de la obra como es la presencia de toda aquella masa colectiva a la que en varias ocasiones el narrador califica de tal. Es en boca de este primer y reducido «coro» en donde oímos los nombres de «el Niño de la Bola», «la Dolorosa» y Soledad, el primero de ellos identificando al protagonista, héroe de la novela alarconiana. Las voces de este grupo de personajes serán, no obstante, reemplazadas por la del narrador que esta vez sí adoptará la tradicional óptica omnisciente para poner al lector al corriente de todos los hechos ocurridos; éstos representarán los antecedentes de lo que va a suceder con la llegada de este personaje que tanto asombro e incluso pavor, ha provocado entre este grupo de viajeros con los que se cruza -y que lógicamente, debe haber despertado la curiosidad del lector-.

Este narrador que nos cuenta la historia de Manuel, menciona y habla de otros personajes de vital importancia en su vida como don Elías, «a quien el vulgo llama Caifas»4, para explicar inmediatamente el posible origen de dicho apodo, surgido de la perspectiva del pueblo: «como dando a entender que quien entraba media vez en su casa podía estar seguro de ser cruficado»5. Este personaje, prototipo llevado al extremo, del usurero cruel y despiadado, será el origen de todas las desgracias de Manuel, «el hijo de Venegas, o sea el que ya muy pronto va a comenzar a llamarse "El Niño de la Bola"»6.

Frente a la explicación bastante evidente del origen popular del apodo del usurero, en este caso, sin embargo, el narrador no se decide por dar una única versión acerca del sobrenombre que el pueblo dio a Manuel y prefiere producir un efecto de perspectivas incluso antagónicas, entre las cuales, en último extremo, no elige ninguna. («No sabemos si en son de aplauso a tan vehemente idolatría y por fiarlo al patrocinio del propio Niño Jesús o como antífrasis sarcástica [...] o como profecía de lo animoso y formidable que había de ser con el tiempo el hijo de Venegas»7.)

Tenemos, pues, ya en una primera presentación, la duplicación onomástica referida a un personaje y otro, en tanto que Manuel y don Elías son nombrados desde la perspectiva popular con unos muy claros nombres simbólicos extraídos de la religión, simbolismo lógicamente necesario a toda clase de apodos, pero que en el presente caso de la obra de Alarcón son escogidos con una clara intencionalidad. A partir de este momento el narrador adopta, por lo tanto, esta variación de nombres, para referirse a ambos personajes ya con el real ya con el figurado.

Si dos son los nombres con que aparecen designados éstos, distinto va a ser el caso de Soledad, el otro personaje principal de la obra y de la cual, no obstante sabemos tan poco -esta situación perfectamente planeada por el autor-. Porque, dice el narrador, la imaginación popular le había dado a Soledad varios nombres: «La Niña de la plata», «la Perla judía», «la Perla robada», «el Terrón de azúcar», para acabar, no obstante, llamándola «La Dolorosa», pues «los trajes negros, las tocas blancas y los adornos de oro y pedrería de que siempre iba recargada contribuían, en cambio, a justificar aquel peregrino nombre»8 -significativamente se escoge de entre todos el nombre en conexión con la religión-. De la variación perspectivista, pues, de un primer momento, se pasa a la unicidad final en el nombre que más parecía adecuarse a este persona, o, mejor dicho, que más se adecuaba a la perspectiva global -en este caso indudablemente apoyada en datos externos- que las gentes tienen del mismo. Con tal nombre es Soledad aclamada y llamada por todos- «"¡La Dolorosa!", "¡La Dolorosa!"... (oíase decir por todos lados)»9.

Si tanto ella como Manuel continuarán manteniendo durante toda la obra sus significativos nombres, de tan íntima conexión con la acción (recordemos esa procesión y rifa del Niño de la Bola), podemos observar un caso de variación en torno al usurero, padre de Soledad. Con el transcurso del tiempo el odio hacia éste se va atenuando, así como va creciendo la admiración y entusiasmo hacia Soledad y Manuel. Dice a este propósito el narrador: «don Elías Pérez (ya no era moda decirle "Caifás")», para explicar más adelante: «Si delinquió (parecía decir la actitud del coro) ¡bien ha expiado su crimen!»10. (Sin embargo el nombre de «Caifás» aparecerá después en boca de ese mismo pueblo.)

En el caso de Manuel se da incluso la autodenominación con el nombre figurado por el propio personaje en cuanto, en una de esas escenas típicamente alarconianas de gran efectivismo, el personaje se llama por su nombre real y por el figurado -«Dígale que yo... que Manuel Venegas... que el "Niño de la Bola"...»11 - adoptando y aceptando, pues, un nombre surgido de un punto de vista exterior y ajeno al suyo (Frente al nuevo «bautizo» de Alonso Quijano).

Un caso peculiar dentro de la obra, en conexión con el motivo que aquí se estudia, es el del personaje del cual se oculta su nombre real para dársenos sólo el figurado. Frente al cambio Soledad, señora de Arregui -denominaciones reales a las cuales corresponde siempre el mismo nombre figurado-, de «Vitriolo» no conocemos otro nombre que éste que le ha sido inventado por otros «(así llamaban al mancebo)»12 dice el narrador sin precisar, aunque el simbolismo del nombre pronto se hace evidente-. Este personaje, con todo, es saludado por su especial «camarilla» con otros nombres que el narrador reproduce, tales como «Palodus», «Espátula», «Panacea», «Cerato-simple», «Papaveris-albis» -inmediatamente leemos: «Estos y otros muchos nombres tenía el ayudante del farmacéutico... Pero el público en general había optado por darle el de "Vitriolo"»13-.

Otro personaje de especial importancia para el desenlace de la obra es la «Volanta» cuyo nombre propio, Lucía, sabemos por sus diálogos con Soledad14. Pero lo que realmente nos interesa de este personaje no es la variación de nombres de él mismo, sino su peculiar perspectiva sobre un personaje tan enigmático para el lector como Soledad. De ella, durante toda la obra, se ha venido señalado el misterio que la envuelve de manera que ni el narrador ni el «coro» sabe qué es lo que realmente piensa y siente -«trágica y misteriosa esfinge, guardadora de peregrinos secretos»15 la califica el narrador en algún momento-. Solamente en una ocasión se aventura alguna hipótesis, como la de don Trajano quien, precisamente al hablar del aislamiento y enigma de Soledad, apunta la posibilidad de que, al igual que su padre, ella despreciara en cierto modo a su madre, al no hacerla partícipe de sus sentimientos16.

Pues bien, si una cierta apreciación negativa se nos ofrece con esta hipótesis, de un personaje tan unánimemente admirado y acaparador del entusiasmo popular, un juicio abiertamente peyorativo aparecerá en boca de la «Volanta», la cual dice en una ocasión a otros personajes: «encontré a doña Dulcinea metida en la cama, con muchos encajes y moños, según costumbre, pues es presumida y orgullosa hasta cuando duerme»17, para seguir enumerando una serie de defectos de esta figura femenina, tales como sus burlas e insultos hacia el personaje mismo que está hablando, cuya perspectiva tan negativa culmina en otra nueva denominación: «doña Zapaquilda»18.

Si es cierto que este personaje cuya singular visión arroja nueva luz sobre la distante Soledad -que pasa a ser de la «Dolorosa» o la «Niña de plata» a «doña Dulcinea» (este nombre con un sentido despectivo claramente opuesto al quijotesco) y «doña Zapaquilda», no es indudablemente un personaje visto positivamente por el narrador y de cuya opinión debamos fiarnos, no es menos cierto que Alarcón no evita esta visión descendente de su figura femenina, impensable en una heroína como la Gabriela de El escándalo. En realidad, «la Dolorosa» se revela bajo el peculiar prisma de su creador, como un personaje moraleja a que iba encaminada la novela. La ambigüedad, por consiguiente, en la que sernos ha dado envuelta a Soledad, se quiebra finalmente para dejarnos ver el interior de la misma, el cual, sin duda, no podía menos que ser condenado por el autor guadijeño. Lo que a Alarcón le interesaba era mantener la tensión del lector con esta figura, cuya final decisión va a motivar la tragedia última de la que ella tampoco escapa. Es por eso, por lo que, volvemos a insistir, la «Dolorosa» de todos, es la «Zapaquilda» de un personaje que la conoce en sus intimidades, de manera que estas denominaciones bien podrían ser el haz y el envés de una misma personalidad, o lo que es igual, en este caso, el personaje visto desde lejos frente al personaje visto de cerca.

Este caso de flagrante y evidente desajuste entre la perspectiva general del pueblo y entre la de un personaje concreto y sobre todo -dado que éste no es un narrador fiable-, del narrador, vendría a enlazar con el motivo eje sobre el que descansa no sólo este punto concreto de las variaciones onomásticas, sino también las líneas generales que articulan dicha obra. Porque si algo parece sobresalir entre todos los demás aspectos de El Niño de la Bola es su especial carácter de drama romántico en el cual todo se desarrolla a plena luz exterior. Baquero Goyanes ha destacado la importancia del «coro» en la narrativa alarconiana -en conexión tanto con sus gustos teatrales como musicales- y en concreto en esta novela que aquí nos ocupa, en la cual, qué duda cabe, dicho «coro» alcanza un papel casi de coprotagonista19.

Las comparaciones de la acción novelesca con un drama, en el más estricto sentido de representación, son continuas; también son constantes las menciones de esa masa anónima de espectadores a la que se le da el nombre de «público» en varios lugares, de forma que hasta llega a decirle doña Trinidad a Manuel: «¿Será acaso el "público", que piensa divertirse a tu costa como si fuese al teatro a ver una tragedia?»20. De hecho, en todos los momentos de la novela está presente la opinión de este «coro». Recordemos, por ejemplo, cómo Manuel en sus planes para conseguir a Soledad, se traza tres líneas de conducta: una para consigo mismo, otra para con el público y otra para con don Elías y Soledad; cómo se dan sus perspectivas diferentes con la llegada de Manuel de nuevo al lugar -cada cual planeando su personal desenlace (libro 3.°, cap. III: De lo que aquella noche pensaron y dijeron los habitantes de la ciudad)-; cómo en estas críticas circunstancias se dice que Antonio Arregui, su mujer y Manuel asistirán a la procesión «¡por consideración al público!»21; cómo «Vitriolo» alega sus razones basándose en hipócritas cuestiones sociales; cómo en la decisión de Manuel presiona la opinión general e incluso cómo en la carta última de Soledad se exponen sus consideraciones ante la actitud del vulgo; y, en fin, recordemos cómo anuncia las llegadas y salidas de los personajes y cómo suele presenciar todos los acontecimientos principales que deciden la vida y muerte de Manuel, en esas siempre mudables actitudes, tal como el propio narrador afirma.

No es de extrañar, por consiguiente, que las diferentes variaciones en torno al nombre de los personajes se encuentren focalizadas desde el prisma poderoso de ese público especiante que presencia en todo momento el drama íntimo de unos personajes que, paradójicamente, nunca llega a ser íntimo.

Si en la novela alarconiana el entrecruzamiento de perspectivas sólo presentaba un gran choque en la figura de Soledad, distinto va a ser el caso de Tormento, obra en la que el que hemos denominado perspectivismo onomástico se configura de una forma bastante diferente.

Las variaciones en los nombres de los personajes de esta novela son frecuentes; el origen o la perspectiva desde la que son creados éstos, es, no obstante, muy distinto al de la novela de Alarcón. Si allí distinguíamos entre un personaje a quien se le daba un nombre, y otro segundo personaje cuya visión sobre el mismo quedaba comprendida en éste, y que como demostramos se correspondía con toda una colectividad indiferenciada, aquí este segundo personaje creador del nuevo nombre no será este coro anónimo. Las relaciones dejan de establecerse, pues, entre personaje y colectividad para darse entre personajes distintos.

De Felipe se nos ofrece en la primera presentación del mismo, a modo dramático -esos capítulos completamente dialogados de los que tanto gustó Galdós- el nombre de Aristo. Es curioso ya en este primer encuentro entre dos personajes observar cómo si uno de ellos llama al otro don José Ido del Sagrario, éste se refiere a su interlocutor como Felipe, en primer lugar, y después como Aristóteles. La denominación, no obstante, que adopta el narrador, al poner sus nombres en la disposición dramática citada, es la de Aristo. Por consiguiente tenemos una triple variación: Felipe, Aristóteles y como abreviación de este último, Aristo.

Para un lector conocedor de la obra galdosiana y en concreto de la novela anterior a ésta, El Doctor Centeno, de la que Tormento es especial continuación, la denominación de Aristóteles forzosamente lleva consigo la imagen de un personaje de dicha novela, Alejandro Miquis, singular amo de Felipe que finalmente muere dejando solo al muchacho. De la entrañable historia de esta amistad que de forma magistral trazó Galdós en El Doctor Centeno, surgió el «bautizo» de Felipe como Aristóteles, por parte de Miquis, quien en su lecho de muerte, teniendo como único amparo la compañía del niño, exclama en uno de sus vehementes arrebatos: «Eres un sabio y debías llamarte Aristóteles»22.

Sólo un lector de la novela protagonizada por Felipe puede comprender, asimismo, el nombre con el que el narrador se refiere en un momento dado a él, de «el Doctor»23. Felipe Centeno, personaje tan secundario en Tormento, protagonizó su propia novela que, dividida en dos partes, nos mostraba las peripecias del muchacho al servicio de dos amos tan distintos como el clérigo Polo y el aludido Alejandro Miquis. Si de sus relaciones con este segundo nació el entusiasta apodo de «Aristóteles», muy distinto será el origen del nombre que, precisamente, da título a la novela. Paradójicamente los dos nombres con que es llamado Felipe Centeno vienen a representar ideas opuestas; pues si uno simboliza la maestría y la sabiduría natural del muchacho, el otro surge de una situación dolorosa para el niño en cuanto es la burla de su ignorancia e incapacidad en el colegio lo que mueve a Polo a aplicarle dicho sobrenombre. Del elogio sincero -aunque humorístico por lo hiperbólico- pasamos a la burla e ironía, cada nombre portando, pues, la especial perspectiva de los personajes que ven a Felipe.

Ambos nombres, además, como ocurría con la novela de Alarcón, son inmediatamente adoptados tanto por el narrador como por los otros personajes, aunque, insistimos, a diferencia de lo que sucedía en El Niño de la Bola aquí el inventor del nombre es un único personaje y no toda una colectividad.

Pero si tanto en el caso de los personajes alarconianos, como en éste de Galdós, la nueva nominalización procedía de otro u otros personajes, distinto va a ser el caso de Rosalía Pipaón, de cuya manía nobiliaria habla el narrador desde un principio. Leemos a este respecto: «Se explica que Rosalía añadiese a su segundo apellido la apostilla "de la Barca"; pero toda la ciencia heráldica del mundo no justifica que se llamase, con sonoridad rotunda, Rosalía Pipaón de la Barca»24. Aquí, por lo tanto, nos encontramos con el personaje qué se llama a sí mismo de una manera conforme a sus propias aspiraciones. Un nombre con el que Galdós jugará en algún momento de manera humorística, al decir: «De Pipaón de la Barca..., digo, de Calderón»25.

De este mismo personaje comenta el narrador, en una de sus salidas al teatro, que era para todos «simplemente "la de Bringas", una persona conocidísima entre vulgar y distinguida»26. Un nombre procedente, pues, de una perspectiva general correspondiente a ese especial público con el que Rosalía se codeaba, y que significativamente, dará título a la siguiente novela. La Rosalía Pipaón de la Barca con que tan orgullosamente se autodenominaba el personaje, es para los demás simplemente «la de Bringas», representativo choque nominativo que refleja por sí solo el aspecto distinto del personaje visto por él mismo y visto por los demás. (Conflictividad explorada con profundidad en la tercera novela).

Del otro personaje presentado en el capítulo I y con el que habla Felipe, podemos leer en boca del narrador: «el buen "Cerato simple"»27. Una vez más debemos aludir a El Doctor Centeno para conocer el origen de dicho nombre. Como el que da título a esta novela, también el de «Cerato simple» procede de don Pedro Polo, personaje que destaca entre los demás por su capacidad para inventar nombres. Prácticamente en las mismas circunstancias que rodeaban a Felipe cuando surgió su especial apodo, surge el nombre burlesco con que Polo zahería al pobre Ido del Sagrario, nombre éste que a pesar de no haber tenido la fortuna de «el doctor» que pronto es utilizado por todos, e incluso erigido como título, no es olvidado, sin embargo, por el narrador que de nuevo lo trae a las páginas de Tormento con sorpresa para el lector que desconoce su procedencia.

Curiosamente este especial apodo coincide con uno de los que, recordemos, recibía el infame «Vitriolo», de sus corregionarios. Las diferencias, no obstante, que separan a uno y otro personaje son verdaderamente abismales.

Casos muy secundarios de personajes que reciben otros nombres son los de Arnáiz a quien Trujillo llama «Júpiter tronante»28 o Prudencia «(alias "Calamidad")»29. También podríamos anotar las variaciones afectivas en el diminutivo con que Agustín Caballero llama a Felipe en un momento de euforia -Felipillo- o el amistoso «Perico» con que Nones trata a Polo, o, por el contrario, el despectivo «la Rosaliona» con que Refugio nombra a la de Bringas.

Pero es sin duda Amparo, el personaje que da título a la novela, el más importante a este respecto de la variación onomástica. De ella nos dice el narrador: «Amparo, la Amparo, Amparito, la señorita Amparo, pues de estas cuatro maneras era nombrada»30. Efectivamente estos nombres, sobre todo el primero y tercero, serán dados al personaje, tanto por otros personajes como por el mismo narrador.

La «Amparo» personaje insignificante, pariente pobre y modesto a quien hay que mantener, para Rosalía, se convierte bajo la mirada llena de admiración y vehemencia de Felipe en «la Emperadora». De este bautizo, basado en el apellido del personaje, Sánchez Emperador, sabemos en El Doctor Centeno, en el pasaje en el que Felipe le dice a su amigo Juanito, encareciéndole la belleza de la joven: «Yo la llamo la "Emperadora"»31. El narrador, pues, al presentar el nuevo encuentro que se produce en Tormento entre el «Doctor» y Amparo, llama a ésta «la Emperadora», adaptando su óptica a la del personaje que en ese momento está viendo a la muchacha. Con marcado simbolismo, en la entrevista que mantienen estos dos personajes podemos leer lo que le dice, asimismo, Felipe a Amparito, de la casa que está amueblando su nuevo amo Agustín Caballero: «Aquí tiene que venir una emperatriz»32. El nuevo nombre, por consiguiente, es adoptado como uno más de los que se vale el narrador para nombrar a su personaje, el cual le sirve además como valioso instrumento lleno de connotaciones.

Porque la «Amparo» de los Bringas o «la Emperadora» de Felipe, se convierte en un personaje distinto visto de diferente manera para otros ojos. Este cambio que se refleja también en un nuevo cambio de nombre, da lugar a la denominación «Tormento», procedente del clérigo Polo, nombre en el cual se detiene con asombro el narrador -«nombre tan extraño»33; comenta- para adoptarlo, no obstante, inmediatamente. La «Tormentito» de Polo, a quien en una carta llama también «Patíbulo, Inquisición»34 -sólo en una ocasión ante Celedonia, Polo la llama «la señorita Amparo»35- nos ofrece un aspecto de su personalidad completamente oculto para los otros personajes. Un turbulento recuerdo de su vida que queda sintetizado en un significativo nombre, hasta el punto que oímos decir a la protagonista, al despedirse del clérigo: «Ya no me llamo Tormento, ya recobro mi nombre»36.

En marcado contraste con la novela de Alarcón, el problema principal que aflige a la protagonista galdosiana es el que su drama interno pueda llegar a ser conocido por los demás y que de esta forma llegue a oídos de Caballero. Recordemos sus continuos sobresaltos, al pensar que los otros, o que algún personaje en concreto, conocen su secreto. Del drama exteriorizado, hemos pasado por lo tanto, al drama interiorizado, y el «Niño de la Bola» de todos es aquí la «Tormento» del clérigo Polo. Significativamente, no obstante, y como vimos asumía el nombre figurado Manuel Venegas, también aquí Amparo asume el nombre que le ha sido inventado por otro. Que esto es así lo sabemos por el escaso fragmento de carta que Caballero puede rescatar de las llamas, y que en un tiempo anterior fue escrito por la que es su prometida, al clérigo. Dice el narrador a este respecto: «Nada pudo leer sino un nombre que era la firma y decía: "Tormento". Con la "o" final se enlazaba un garabatito...»37; ese mismo «infame» garabatito que aparece tras la «o» de Amparo en la carta que la desdichada dirige a Agustín cuando cree que va a morir.

Por lo tanto si líneas arriba veíamos cómo «la Emperadora» renegaba del nombre inventado por don Pedro y hablaba de recobrar su propio nombre, páginas después nos enteramos de cómo tiempo atrás había aceptado la, para ella ahora, tan odiada y significativa denominación.

El proceso de nominalización de los personajes que hemos venido siguiendo en ambas novelas, responde, pues, a planteamientos muy distintos. Alarcón, al hacer de su novela una obra de conflicto externo, en tanto que es el tema de ella la dramática relación amorosa entre dos personajes, vista y seguida por todo el pueblo, presenta un marco general de relaciones entre los personajes, establecidas en este caso, entre colectividad e individuo. El personaje por consiguiente, es visto por los demás desde una perspectiva lejana y exterior. Es esta perspectiva desde lejos correspondiente a todo el «coro», la que motiva los diversos nombres basados en características del personaje visibles y evidentes para todos. Una visión colectiva nunca podrá aprehender rasgos íntimos ni personales del personaje a quien se ve de esta forma. Es por ello por lo que el simbolismo del nombre debe ser tan fácil y es por ello por lo que no existe sino un solo nombre aunador de todo el parecer colectivo -recordemos la elección final del apodo de la «Dolorosa»-. Esta visión, por otra parte, nada íntimamente personal dice ni del personaje a quien se ve ni del personaje que ve.

Frente a la concepción alarconiana de su novela, como singular drama romántico en el que casi todo tiene lugar a plena luz38, Galdós centra su atención en una parcela mucho más reducida tanto de personajes, como de escenarios -ya no es la ciudad entera la que contempla el conflicto de los protagonistas-. Lo que a él le interesa es establecer relaciones entre los distintos seres que pueblan su mundo novelesco -esas figuras que pasan de una novela otra, sin duda un claro exponente, el caso de estas tres El Doctor Centeno, Tormento y La de Bringas-. La perspectiva, pues, desde la que son enjuiciados unos personajes por otros, es, en el caso presente de la novela galdosiana, una perspectiva desde cerca. De la relación interpersonal de unos seres con otros, van surgiendo los distintos nombres. Ya no es un personaje visto por una masa anónima, sino un personaje visto por uno o más personajes, lo cual posibilita no sólo que el nombre dado se corresponda con la peculiar visión de otro, sino también el que exista una variedad de nombres en torno a una misma figura. A este respecto diríamos que pueden darse tantos nombres a un solo personaje, como visiones procedentes de otros, existan. La designación onomástica en este caso, además, y frente a lo que ocurría en el del apodo popular, nos sirve para conocer asimismo a quién nombra. Y así por «Aristóteles» sabíamos del natural espabilado de Felipe, también por este nombre conocemos el cariño que hacia él siente Miquis y el buen natural de éste, capaz de crear una denominación tan entusiasta desprovista de sentido irónico -a diferencia de lo que ocurría en el caso del clérigo Polo y del mote que puso a Felipe-.

Pero no es éste el único punto del que podemos valernos para intentar encontrar una explicación de la diferencia existente entre una obra y otra respecto a la nominalización de personajes. Si por un momento dejamos a un lado la perspectiva desde fuera, desde la que son vistos por otros, los personajes de Alarcón, y pensamos en la posibilidad de que éstos hubieran sido vistos de cerca, comprobaremos que los resultados no hubieran sido muy diferentes. El autor guadijeño sólo empleó esta visión desde cerca en el caso de Soledad, personaje del que se nos da el punto de vista antagónico al de la colectividad, de la «Volanta». Si aquí lo que se mostraba era el contraste, parcialmente intensificado por la visión de un personaje hostil a Soledad, entre lo que aparentaba ser, aun en ese mismo enigma en que vive, y 1q que es y piensa en realidad -en un interior turbulento y exaltado tan opuesto a su inmovilismo estatuario que todos ven-, dicho contraste ni siquiera se produce en el resto de personajes. Esto es, si de Soledad todavía podemos dudar sobre la linealidad o no de su forma de ser, nunca dudamos de la maldad de don Elías, como no dudamos de la bondad de don Trinidad Muley. Más que personajes conflictivos, los protagonistas de Alarcón, Manuel y la «Dolorosa», son figuras claramente ejemplificadoras de los personajes románticos alarconianos cuyos cambios y oscilaciones vienen motivados por el efecto de grandes pasiones o acontecimientos que los desbordan. De todo lo cual se desprende en las obras de este autor, el interés por una acción llena de tensiones, en la cual la sorpresa y el cambio total de fortuna en situaciones y personajes son algunos de los principales alicientes. (Baste recordar El escándalo.)

De la narrativa alarconiana no interesa, pues, tanto la delineación y creación de personajes que a la postre resultan bastante «planos», en cuanto figuras de un solo trazo, como la acción que tiene lugar39.

Si esto es así, no sería extraño el que, como señalamos, vistos de cerca por otros personajes, estas figuras alarconianas siguieran manteniendo el mismo nombre figurado. Don Elías salvo con su hija, siempre será un personaje avariento y ladino; «Vitriolo» un claro ejemplo del prototipo del «malo»..., etc. Los personajes, por consiguiente, no podrían cambiar de nombre, puesto que ellos sólo son, vistos desde todos los puntos de vista que se quiera, de una sola manera40.

Muy distinto es el caso en la configuración de personajes en la obra de Pérez Galdós. Baquero Goyanes41 señaló lo movedizo y variable de las actitudes de los personajes galdosianos, reflejo fiel de la humanidad de los mismos. Este aspecto, añadimos nosotros, bien puede verse plasmado en las variaciones onomásticas que se producen alrededor de ellos. Sólo que aquí ya no se trata de esos cambios significativos de una evolución exterior a la manera, por ejemplo, de los antiguos héroes cuyas hazañas y hechos eran los orígenes de sus nuevos bautizos, sino de evoluciones internas, de conflictos íntimos y de personalísimas visiones de unos personajes en relación a otros.

A este respecto resultan sumamente interesantes las técnicas narrativas a través de las cuales Galdós pone de relevancia el tipo de novela que él está haciendo. Nos encontramos, tanto en esta obra como en la anterior, con el enfrentamiento dentro de la misma, de la novela del narrador frente a la del personaje. Porque si al final de El Doctor Centeno oímos a Ido anunciar su próxima faceta de escritor, y oímos, asimismo, cómo Felipe le propone como temas de sus novelas la amistad entre Miquis y él o lo que sabe acerca de los cambios en la vida de Polo, indicaciones a las que Sagrario se opone totalmente -«la pluma del poeta se ha de mojar en la ambrosia de la mentira hermosa y no en el caldo de la horrible verdad»42- muy semejante va a presentarse en Tormento la divergencia entre la forma de novelar del personaje y la propia correspondiente al narrador. Si antes Ido se negaba a escribir la novela que en realidad estaba escribiendo el narrador, ahora éste pareo? tomar la segunda sugerencia de Felipe desechada por el buen «Cerato simple», para escribir su Tormento. Lo que nos interesa señalar, sin embargo, no es este inteligente y magistral acceso de las propias reflexiones galdosianas sobre su forma de novelar frente a la novelística de su época de tinte melodramático y folletinesco, sino lo que se refiere a los diferentes tipos de conflictos de una novela y otra. Frente a la linealidad y carácter prototípico de esa literatura tan gustada por las masas, que escribe Ido, Galdós nos presenta las interioridades de un personaje sacado de una medianía común -esto norma de la nueva novela realista- con sus vaivenes y conflictos.

La novela de Amparo no podía ser la que Bringas imagina al decir del noviazgo: «Esto se podría titular El premio de la virtud»43, ni tampoco podría asemejarse a la que el alucinado Ido planea sobre su caso, que llamará Del lupanar al claustro44. Lo que Galdós hace en marcado y feliz contraste, es escribir Tormento, una novela que precisamente se ocupa de esas «prosas horribles» a las que aludía Ido del Sagrario, y en las cuales supo bucear este autor de forma magistral.

Amparo no es la heroína propia de la literatura idealista, personaje de un solo trazo. Ella se debate continuamente en contrastadas actitudes y sentimientos. Ella es y puede ser al mismo tiempo, por lo tanto, Tormento, Amparo y la «Emperadora». La actitud tan cervantina de Galdós, de amor hacia sus criaturas novelescas -incluso las más negativas tienen algún rasgo bueno- no podía condenar sin más, como hace Alarcón con Soledad, las culpas y errores cometidos por Amparo. Su protagonista si no es un dechado en virtudes tampoco es un ser ruin y despreciable. El propio Galdós en El Doctor Cereño no pudo expresar más claramente estas ideas en relación con la creación de personajes, al decir de Cirila -personaje que como Maritornes actúa en un determinado momento generosamente-: «Véase por dónde no hay maldad completa, ni seres homogéneos y redondeados como piezas que acaban de salir de manos del tornero»45.

Por lo tanto no es sólo la perspectiva desde cerca, en las relaciones personales entre unos personajes y otros, lo que posibilita la variada gama de nombres y aun de significados opuestos de éstos, como en el caso de Amparo, sino también la naturaleza del personaje, conflictivo y cambiante, capaz de ser visto de diferente manera según el momento de su vida y, por supuesto, según el personaje que lo mire.

En cualquier caso, y para concluir este trabajo, bien sea en conexión con un terreno tan amplio como el perspectivismo, bien en conexión con la creación del personaje literario, o con ambos puntos a la vez tal como hemos intentado hacer aquí (o quizá con algún otro aspecto no tratado en estas páginas), lo cierto es que el estudio de los nombres de los personajes dentro de la obra literaria quizá sea un punto interesante para ser tenido en cuenta. Al menos así nos lo pareció en estas dos concretas novelas del XIX cuyos títulos resultan ya significativos en conexión con este tema. Unos títulos, por lo demás, y desde un punto de vista más amplio, sumamente representativos de dos narrativas que convivieron en la misma centuria, como la romántica y la realista, últimos grandes focos a cuya luz hay que estudiar ambas obras.





 
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