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Los obreros y la literatura: una sección de Julián Zugazagoitia para «La Gaceta Literaria»

Jessica Cáliz Montes


Universitat de Barcelona



Publicaciones de la Edad de Plata como La Gaceta Literaria son indisociables de la cultura de élites propia de las vanguardias españolas. Sin embargo, el presente trabajo muestra la interacción entre la alta cultura y la cultura popular en este periódico quincenal fundado y dirigido por Ernesto Giménez Caballero. Concretamente, aborda el debate entre ambas a partir de la sección «Los obreros y la literatura» dirigida por Julián Zugazagoitia1.

Desde su aparición el 1 de enero de 1927, La Gaceta Literaria se postuló como un periódico de avanzada escrito por diferentes generaciones de escritores e intelectuales y mostró una voluntad cohesionadora, tal como refleja su subtítulo: «ibérica, americana, internacional»2. En ese primer número, José Ortega y Gasset apadrinaba la iniciativa con el artículo «Sobre un periódico de las letras». En él manifestaba ese carácter aglutinante y la necesidad de que La Gaceta fuese el lugar donde se expresase «la inquietud sustantiva del pensamiento» y donde se reuniesen las numerosas direcciones, entrelazamientos y heterogeneidades de la vida literaria española. Para ello, debía mirar la literatura desde fuera e «informar sobre sus vicisitudes», al tiempo que trazaba «las grandes líneas de la jerarquía literaria siempre cambiante, pero siempre existente». El mandato de Ortega era claro; no podía ser un semanario de juventud más de los diferentes poetas repartidos por provincias3, un tipo de revistas que, a su entender, habían puesto en peligro «la salud de las letras francesas». Por lo tanto, el objetivo era contrarrestar el provincialismo de las letras españolas: «El propósito debe ser estrictamente inverso: excluir toda exclusión, contar con la integridad del orbe literario español y sus espacios afines como hace el periódico, que no comienza mutilando la sociedad para hablar solo de un rincón.»4

Esa necesidad de no mutilar una parte de la sociedad explica la inclusión de la sección dedicada al obrerismo. En un principio, Giménez Caballero declaró que La Gaceta era un órgano de expresión cultural y de tono apolítico. Ese apoliticismo, más que a una ausencia de temas políticos en sus páginas, hacía referencia a la adhesión o identificación del periódico con una ideología concreta, a pesar de que Giménez Caballero no ocultaba su afinidad con el fascismo italiano. Los primeros años, de 1927 a 1929, coinciden con ese apoliticismo de la llamada «literatura pura». Sin embargo, a partir de 1930 se produce, en términos generales, una toma de partido del intelectual entre posiciones de izquierda y de derecha, cuyo principal detonante fue la cada vez más palpable identificación de Giménez Caballero con el fascismo. Ante ello, se produjo un abandono progresivo de los redactores de la publicación que empujó a su director a escribir en solitario los últimos números de La Gaceta Literaria con el nombre de «Robinson literario de España» (de noviembre de 1931 a mayo de 1932).

Respecto a este viraje del apolitismo al politicismo, en la biografía y valoración que Miguel Ángel Hernando realiza de La Gaceta Literaria el autor defiende la tesis de que la publicación nació con una preocupación eminentemente literaria y apolítica, pero la evolución de los escritores hacia posiciones más exaltadas, así como el cambio desde la deshumanización literaria al neorromanticismo comprometido, hicieron imposible la existencia de «un órgano de expresión comunitaria»5.

Por consiguiente, en un principio, y pese a su evidente posición política, Giménez Caballero había optado por publicar un periódico de las letras eminentemente cultural y desligado de su ideología personal, que atendía no solo a lo artístico sino también a lo social. Ese componente social se comprueba en secciones como «Los obreros y la literatura», «Deportes» -firmada por Edgar Nerville- o «La Gaceta Universitaria» -dirigida por Miguel Pérez Ferrero-. En el caso de la sección dedicada al obrerismo y coordinada por Julián Zugazagoitia, esta estaba prevista desde que empezara a anunciarse la revista en el otoño de 1926. Los artículos de este apartado tuvieron una aparición irregular. Por ejemplo, a lo largo de 1927, se publicaron cuatro artículos firmados por Zugazagoitia y en 1928 aparecieron en la sección cinco artículos, algunos de ellos escritos por tipógrafos, además de un número monográfico dedicado a los obreros y la literatura en el centenario de Tolstoi, y que es, prácticamente, el broche a la existencia de la sección en la revista6, puesto que no tuvo continuidad en 1929.

No es casual que se eligiera al escritor bilbaíno para esta sección. Hijo de un obrero metalúrgico y concejal del ayuntamiento de Bilbao, desde 1920 Julián Zugazagoitia era el presidente de las Juventudes Socialistas de su ciudad natal, director del periódico La lucha de clases desde 1921, redactor en otras publicaciones como El Socialista o El liberal de Bilbao y fundador en enero de 1927 de la revista mensual Cuadernos Socialistas de trabajo. Zugazagoitia no solo se dedicó al periodismo, sino que también escribió biografías y novelas como Una vida anónima (1927)7, obra precursora de la novela social y del nuevo romanticismo que teorizó en 1930 José Díaz Fernández en su ensayo homónimo.

Los artículos publicados en La Gaceta Literaria son una especie de investigaciones sociológicas acerca de qué leen los obreros, a la par que ponen de manifiesto la necesidad de promocionar la lectura. En el primero de esos artículos, «De la alegoría a la realidad», Julián Zugazagoitia definía la finalidad de esta sección alejada del proselitismo: «Nuestro labor en esta hoja se contraerá a fin más modesto y más simpático: descubrir al obrero como lector.»8 Esa búsqueda del obrero lector para averiguar sus preferencias le impulsaba a interesarse únicamente por el obrero organizado, al margen de los numerosos «obreros que viven sin otra preocupación que la muy mezquina de ir tirando»9; esto es, el que leía en las casas de pueblo y en las bibliotecas públicas, bien por la curiosidad profesional que le encaminaba a la literatura socialista -folletos, libros extranjeros-, bien por una curiosidad fanática, o, en contados casos, por fruición literaria.

En el segundo de sus artículos, «Referencias ajenas y observaciones propias», el escritor vasco recuperaba la preferencia de los obreros por Benito Pérez Galdós, algo ya apuntado en el comienzo de su primera nota, y la comparaba con los gustos de los lectores medios. En su opinión, la predilección de estos últimos por autores como José María Carretero y Álvaro de Retana era catastrófica. Una de las hipótesis para tal disimilitud es que el obrero «entra joven en las realidades de la vida» y no necesitaba de esas novelas sentimentales para aprender. Zugazagoitia realizaba de este modo una crítica sobre las preferencias lectoras del momento y sobre las novedades del mercado editorial, marcadas por esas novelas populares y por la prosa vanguardista. No dudaba el bilbaíno en lamentar que las primeras tuviesen mayores ventas que las novelas de autores como Pío Baroja y que la poesía de los autores del 27. Por ello, valoraba positivamente que los obreros leyesen a Galdós, ya que estimaba fácil la transición de las novelas de este a las de Baroja; un gusto que podía superarse y que tenía su explicación en las bibliotecas públicas que, por su presupuesto, no podían permitirse novedades y sí a Galdós, Eça de Queirós y Anatole France, entre otros.

En sus siguiente dos artículos de 1927, Zugazagoitia realizaba dos semblanzas de lectores, el de Galdós y el de Baroja, motivado en parte por el «señorito disfrazado» de obrero que había retratado Eugeni d’Ors10. El lector obrero prototípico de Galdós quedaba simbolizado en un albañil madrileño obligado por sus escasas posibilidades económicas a frecuentar el comedor de la Casa del Pueblo. Era allí donde leía los Episodios Nacionales en el modesto cuarto de lectura y se infundía de un «difuso valor patriótico» que le llevaba a confundir fechas y hechos históricos de las guerras carlistas. Para este tipo de lector, la novelística galdosiana era la llave con la que acceder a los interiores burgueses que le estaban vedados. En cambio, el lector obrero modelo de Baroja -menos frecuente- se identificaba con el aventurero. Estos obreros eran los escasos que lograban una de las pensiones que otorgaba la Junta de Pensiones para obreros e ingenieros al Extranjero. En este caso, se trataba de un trabajador metalúrgico lector de Palacio Valdés y que, mediante las novelas del escritor vasco, buscaba satisfacer su anhelo de aventuras. Este reclamo a la acción estaba propiciado por el estilo barojiano, más proclive a dejar vivir a los personajes y acompañarlos de diálogos que a bucear en su psicología. Por consiguiente, con las aventuras de los protagonistas, el lector «simula escaparse a la realidad» y se educaba en una rebeldía e insumisión que no era capaz de aprender en Marx. Zugazagoitia glosaba de este modo alegórico los dos tipos de obreros lectores que él distinguía; no obstante, la especificidad de los mismos hace dudar de que fuesen más reales que el obrero descrito por D’Ors.

Al margen de esta cuestión, la dicotomía que planteaba Zugazagoitia en torno a Benito Pérez Galdós y Pío Baroja se insertaba en un momento en el que la lectura de ambos autores estaba desprestigiada por los intelectuales del momento y por los autores en la órbita orteguiana, los cuales se acercaban a fórmulas vanguardistas y rechazaban a cualquier escritor que siguiera los moldes de la novela decimonónica11. Tal como indica Fernández Cifuentes en su Teoría y mercado de la novela en España: del 98 a la República (1982), todo ello respondía a un debate sobre el realismo que reentendía la distancia entre la literatura y la realidad. Para los intelectuales, «Galdós, a pesar de su liberalismo e incluso su socialismo, representaba a aquel siglo XIX español que, con toda su mediocridad y su falta de perspectiva, se empeñaba en sobrevivirse»12. En el caso de Baroja, los más jóvenes veían en él a la figura representativa del 98 y, como señalara Ortega, rehusaban de su modo de presentar los personajes a partir de sus opiniones y no por sus propias acciones; aludir en lugar de presentar. De este modo, los jóvenes escritores seguían las consignas orteguianas y se lanzaban a experimentar en sus novelas las reflexiones de La deshumanización del arte y la preceptiva de Ideas sobre la novela (1925). En contraposición a la defensa de los intelectuales y a los cauces de los jóvenes escritores, los lectores, entre ellos los obreros, seguían prefiriendo las «novelas novelescas» llenas de peripecias frente a las novelas metafóricas destinadas a una élite social que se complaciera en descifrar sus códigos.

La apuesta por el espacio dedicado en La Gaceta Literaria a los obreros y la literatura era en parte un intento de acercar la cultura a esta clase social, pese a que los gustos de esos obreros y las preferencias literarias del periódico fuesen por caminos opuestos. En el número del primero de mayo, por ejemplo, se saludaba a los obreros en el día festivo del trabajador. En esta breve nota en la primera página, posiblemente redactada por Giménez Caballero, se veía el ocio implícito a esa festividad como una puerta a la literatura y se proclamaba que la cultura, y por ende la literatura, proporcionaba libertad.

Con esa misma voluntad emancipadora, la sección de «Los obreros y la literatura» dio también cabida a cartas que los propios obreros enviaban a la redacción. Una de ellas es la que un tipógrafo de San Sebastián, Antonio Zambrana, en marzo de 1928, quien sugería que la UGT destinara dinero a regalar libros a sus afiliados y que las editoriales fomentaran y también facilitaran la adquisición de sus libros entre los obreros, atendiendo a sus necesidades y materias preferidas13. Meses más tarde, La Gaceta le brindaba la sección para que insistiera en su idea, ocasión que aprovechó para incidir en la conveniencia de que se divulgasen manuales profesionales, enciclopedias abreviadas, diccionarios, antologías, novelas, etc. entre los trabajadores que no podían adquirirlos ni tenían acceso a bibliotecas públicas. La jornada laboral y la ausencia de esos espacios en las pequeñas localidades le llevaban a demandar el fomento de bibliotecas familiares en todas las casas mediante la gestión de los municipios y las editoriales14.

El espacio de La Gaceta también recibió alguna carta disconforme, como la de un tipógrafo de Madrid que firmaba como Edelay, quien había visto anunciado el número especial sobre obrerismo y literatura que preparaba la publicación y les comunicaba su temor a que enfocaran mal su objetivo. La carta de Edelay hacía constar el desconocimiento literario de los obreros, y negaba tanto la existencia de los tipos de lectores expuestos por Zugazagoitia, como las apetencias literarias formuladas en las cartas de Antonio Zambrana. Es más, afirmaba que los pocos obreros que leían favorecían a los mismos novelistas que el lector medio; esto es, a Rafael López de Haro, José María Carretero, Pero Mata y Álvaro de Retana. Edelay iba incluso más allá al precisar que ni siquiera entre el gremio de los tipógrafos los índices de lectura eran muy elevados. Sin embargo, solo describía el estado de la cuestión a pie de calle, sino que denunciaba que organizaciones como la UGT o el Partido Socialista no les brindaban suficientes conocimientos culturales, motivo por el cual reclamaba que los periódicos iniciaran una campaña para que los libros se pusieran al alcance del obrero, repitiendo con ello el deseo de su compañero de San Sebastián15.

Las diferentes cuestiones en torno al obrerismo y la literatura culminan, como se ha indicado, en el número especial «En el centenario de Tolstoi. Los obreros y la literatura» (n.º 42, 15-09-1928), en el que participaron desde Zugazagoitia y Pío Baroja hasta diferentes tipos de obreros, pasando por firmas internacionales como la de Splenger o el conde de Keyserling, entre otros. Como indica Begoña Ripoll, el número era un compendio del interés de los lectores por la situación surgida de la revolución soviética y de la vida y obra de Tolstoi, que servía de puente entre Oriente y Occidente16. En el editorial, Giménez Caballero se refería al objetivo del número de «establecer un nexo más en la serie de investigaciones literarias de que es órgano nuestro periódico: la relación que pueda existir entre los obreros y la literatura», unos obreros que iban «sintiendo la tarea de la cultura humana»17. En cuanto a la breve nota de Baroja, el escritor veía al joven obrero a la altura del joven burgués y lo incitaba a intervenir alguna vez en la vida social para aportar su «energía salvadora del país»18.

La pretensión del especial de ahondar en las relaciones entre obreros y literatura volvía a poner de manifiesto la existencia de opiniones divergentes sobre el acercamiento del proletariado a la literatura. Entre los optimistas, el pintor y escritor José María de Sucre afirmaba que en Cataluña el obrero leía gracias a las bibliotecas populares instauradas por Josep Pijoan, Eugeni d’Ors y Enric Prat de la Riba. Aunque lo difícil fuese escoger el catálogo de estas bibliotecas, estas ayudaban a educar a los obreros y, por lo tanto, mejoraban el «medio social»19. Añadía el escritor catalán que los trabajadores reconocían la jerarquía del intelectual, siempre que este no pretendiese «utilizarla para personales encumbramientos»20. También el tipógrafo E. de la Iglesia Picazarri constataba la existencia de algunos jóvenes obreros autodidactas interesados en ampliar su educación y cultura. Sin embargo, el acceso a universidades e institutos les estaba vedado económicamente, por lo que el tipógrafo demandaba la siguiente ayuda:

Háblese más de los obreros; atráigaselos a la literatura «nova novorum»; créense bibliotecas y espectáculos donde el arte nuevo tenga fiel expresión para que por todos sea conocido: edúquese la sensibilidad y el espíritu del innominado, y será entonces cuando se habrá cumplido el mayor deber para con la Cultura: el de propagarla21.



Antonio Zambrana, en cambio, apostaba por encauzar una literatura que creía no llevaba a ninguna parte para luchar contra la aversión hacia la literatura sociológica y la poesía que sentían los lectores obreros; esto es, potenciar una literatura que difundiese emociones, alejada de lo mercantil, y que protegería el autodidactismo22. En contraposición, en el número también tenían cabida los artículos de obreros menos optimistas. Así, Guitart Torre llamaba la atención sobre la disparidad entre los obreros y la literatura, que no dejaba de ser un medio aristocrático. Por ello, aunque algunos obreros se hubiesen lanzado a la labor literaria, les aconsejaba separar su condición de obreros -«plebeyismo social»- y sus dotes literarias -«la aristocracia de su espíritu»23- o no lograrían triunfar como creadores. Más pesimista y contrario a las posturas de Sucre y de la Iglesia era G. Sánchez Sala, quien, desde su percepción como obrero, incidía en esa separación aristocrática de la literatura y los obreros, además de certificar su escaso interés por la lectura a pesar de los intentos de instituciones como sindicatos, clubs y casas de pueblo: «En todas, lo sé, se les estimula el gusto hacia el libro como tabla de salvación. Pero el tipo medio del obrero actual tiene aficiones muy extrañas para que el libro esté, ante ellos, en la consideración que debiera y se les aconseja.»24

Al margen del despliegue de opiniones, dos son los aspectos más destacables de este número: el artículo de Zugazagoitia «Aristocracia, burguesía y proletariado»25 y la encuesta que este realizaba entre cuarenta y siete obreros -de artes gráficas, de la edificación, del transporte-. En el caso del comentario, el escritor vasco aunaba temas como la polémica europea sobre la existencia del arte proletario, la necesidad o no de una literatura socialista y la estética del arte deshumanizado. En primer lugar, Zugazagoitia no creía que existiera una concepción específicamente proletaria ni marxista de entender el arte. Lo que sí existía, en su opinión, era un repertorio de maneras burguesas de entenderlo que desembocaban en un catálogo de temas cerrados y caducos, con un enfoque tradicional, lo cual suponía un peligro al no renovarse. En cuanto al debate sobre si era o no posible intensificar la producción de novelas y teatros socialistas, exponía sin paliativos que también esa opción conllevaba un peligro para la literatura: «Mala es la literatura burguesa, pero no tengo el menor indicio para suponer que resultase buena la literatura socialista. De cualquier manera resultará literatura adulterada»26. Según su examen, la literatura burguesa había entrado en crisis por su «adaptación al medio por pereza y por incapacidad». Contra esa crisis había reaccionado la minoría selecta -nótense los ecos orteguianos- con su vanguardismo aristocrático, un arte que se cerraba en sí mismo y que no era satisfactorio para los propugnadores de una estética proletaria. El riesgo de la literatura socialista, en contraposición, era el de ser un simple mitin sin virtudes o aspiraciones literarias. Por consiguiente, Zugazagoitia huía de la vieja literatura, así como del arte proletario y la deshumanización. Su posición estaba cercana a la del nuevo romanticismo de los años 30, tal como se observa en las siguientes líneas:

El toque está en alejarse de esa «deshumanización» que se busca -ideal para señores- y de esa literatura al servicio de una propaganda política -necesidad para catequistas-. Puede haber, aun no existiendo una concepción marxista de la belleza, un arte para proletarios. Y si creemos en las palabras de Gorki, en las palabras de Barbusse, ese arte existe ya. Un arte que, sin ser marxista, ni falta que le hace para ser arte, tiene en cuenta al pueblo y ha roto con las maneras burguesas, con el repertorio de los viejos modales...27



Esta era la posición intermedia que proponía Julián Zugazagoitia, rehuyendo tanto de las novelas puramente esteticistas como de las meramente propagandísticas. Como condensara José Díaz Fernández dos años más tarde en El nuevo romanticismo, el camino que para ellos debía recorrer la vanguardia era el del arte social; una vuelta a lo humano y un acercamiento a los problemas sociales frente al apoliticismo de los vanguardistas. Algunos de los novelistas que se acercaron al proletariado como garantía para el porvenir fueron Joaquín Arderíus, César M. Arconada, Juan Antonio Zunzunegui y Ramón J. Sender.

El segundo aspecto importante del especial sobre obreros y literatura, por los datos sociológicos que proporciona, es la encuesta realizada a un total de cuarenta y siete obreros, probablemente con el objetivo de arrojar luz sobre la controversia en torno a qué leían realmente los obreros. Los resultados mostraban la preponderancia de la novela frente al cine y del teatro frente a la radio. Sin embargo, lo más interesante era conocer qué novelistas eran sus predilectos. Los más repetidos de la encuesta fueron Benito Pérez Galdós y Vicente Blasco Ibáñez, seguidos con menos votos por Pío Baroja y Palacio Valdés. Junto a ellos, los trabajadores también nombraban, con menor frecuencia, a Ramón María del Valle-Inclán y Ramón Pérez de Ayala, que eran enumerados al lado de autores menos canónicos como Alberto Insúa, Eduardo Zamacois, Antonio Zozaya, etc., y algún que otro novelista extranjero como Victor Hugo o Émile Zola. Ninguno de ellos citaba a autores de la nueva literatura ni a novelistas consagrados como Azorín, Miguel de Unamuno o Ramón Gómez de la Serna. El análisis de estos resultados fue nefasto por parte de La Gaceta, tal como se comprueba en el número de mediados de noviembre de 1928. El artículo, titulado «Al margen de una encuesta», estaba firmado por Eugenio de la Iglesia Picazarri, un tipógrafo con participación sindical y afiliación socialista. El comienzo de su escrito para la sección era un elogio del programa de La Gaceta destinado a combatir el provincianismo y a tratar diferentes aspectos de la vida cultural. Sin embargo, lamentaba que la publicación no hubiese sido fructuosa en aportaciones literarias a las fábricas y talleres. Sí había servido, en cambio, para «mostrar la penuria espiritual de la clase obrera y la necesidad y obligación de remediarla». Remitía con esta sentencia a los resultados de la encuesta de lectura de los obreros y argumentaba que «Lo mezquino de esa encuesta son las preferencias literarias de los consultados, ese popurrí disparatado de autores de temperamento y estilo tan dispares»28.

Ese popurrí, como se ha podido comprobar en la heterogénea nómina de escritores, era una realidad que el tipógrafo atribuía a la falta de sensibilidad y al desconocimiento total de la literatura de los trabajadores. Las causas de ese fracaso eran claras: «Una educación hipermaterialista y un horror hacia el intelectual fomentado desde luengo tiempo por los más conspicuos líderes del obrerismo, tenían que conducir forzosamente a la atrofia espiritual de la clase.»29

Este fue el último artículo aparecido en la sección gacetiana de «Los obreros y la literatura». Aunque se desconocen las causas de su supresión, no parece descabellado apuntar al giro cada vez más notorio de la publicación o al hecho de que algunos escritores, entre ellos Zugazagoitia, comenzaran a aparecer en revistas de carácter marcadamente izquierdista como Nueva España, dirigida por los antiguos redactores de La Gaceta Literaria Antonio Espina, José Díaz Fernández y Adolfo Salazar. Sea como fuere, la sección aquí analizada da cuenta de esa difícil relación entre lo culto y lo popular, sobre todo si el acercamiento se producía desde una élite intelectual que no negaba la necesidad de una mejora educativa de la clase trabajadora ni el peso liberador de la cultura, y que, sin embargo, practicaba una literatura alejada de esas mayorías.






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