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ArribaAbajo- VI -

De los párrocos de las inmediaciones, con ninguno había hecho Julián tan buenas migas como con don Eugenio, el de Naya. El abad de Ulloa, al cual veía con más frecuencia, no le era simpático, por su desmedida afición al jarro y a la escopeta; y al abad de Ulloa, en cambio, le exasperaba Julián, a quien solía apodar mariquita; porque para el abad de Ulloa, la última de las degradaciones en que podía caer un hombre era beber agua, lavarse con jabón de olor y cortarse las uñas: tratándose de un sacerdote, el abad ponía estos delitos en parangón con la simonía. «Afeminaciones, afeminaciones», gruñía entre dientes, convencidísimo de que la virtud en el sacerdote, para ser de ley, ha de presentarse bronca, montuna y cerril; aparte de que un clérigo no pierde, ipso facto, los fueros de hombre, y el hombre debe oler a bravío desde una legua. Con los demás curas de las parroquias cercanas tampoco frisaba mucho Julián; así es que, convidado a las funciones de iglesia, acostumbraba retirarse tan pronto como se acababan las ceremonias, sin aceptar jamás la comida que era su complemento indispensable. Pero cuando don Eugenio le invitó con alegre cordialidad a pasar en Naya el día del patrón, aceptó de buen grado, comprometiéndose a no faltarle.

Según lo convenido, subió a Naya la víspera, rehusando la montura que le ofrecía don Pedro. ¡Para legua y media escasa! ¡Y con una tarde hermosísima! Apoyándose en un palo, dando tiempo a que anocheciese, deteniéndose a cada rato para recrearse mirando el paisaje, no tardó mucho en llegar al cerro que domina el caserío de Naya, tan oportunamente que vino a caer en medio del baile que, al son de la gaita, bombo y tamboril, a la luz de los fachones de paja de centeno encendidos y agitados alegremente, preludiaba a los regocijos patronales. Poco tardaron los bailarines en bajar hacia la rectoral, cantando y atruxando como locos, y con ellos descendió Julián.

El cura esperaba en la portalada misma: recogidas las mangas de su chaqueta, levantaba en alto un jarro de vino, y la criada sostenía la bandeja con vasos. Detúvose el grupo; el gaitero, vestido de pana azul, en actitud de cansancio, dejando desinflarse la gaita, cuyo punteiro caía sobre los rojos flecos del roncón, se limpiaba la frente sudorosa con un pañuelo de seda, y los reflejos de la paja ardiendo y de las luces que alumbraban la casa del cura permitían distinguir su cara guapota, de correctas facciones, realzada por arrogantes patillas castañas. Cuando le sirvieron el vino, el rústico artista dijo cortésmente: «¡A la salud del señor abade y la compaña!» y, después de echárselo al coleto, aún murmuró con mucha política, pasándose el revés de la mano por la boca: «De hoy en veinte años, señor abade». Las libaciones consecutivas no fueron acompañadas de más fórmulas de atención.

Disfrutaba el párroco de Naya de una rectoral espaciosa, alborozada a la sazón con los preparativos de la fiesta y asistía impávido a los preliminares del saco y ruina de su despensa, bodega, leñera y huerto. Era don Eugenio joven y alegre como unas pascuas, y su condición, más que de padre de almas, de pilluelo revoltoso y ladino; pero bajo la corteza infantil se escondía singular don de gentes y conocimiento de la vida práctica. Sociable y tolerante, había logrado no tener un solo enemigo entre sus compañeros. Le conceptuaban un rapaz inofensivo.

Tras el pocillo de aromoso chocolate, dio a Julián la mejor cama y habitación que poseía, y le despertó cuando la gaita floreaba la alborada, rayando ésta apenas en los cielos. Fueron juntos los dos clérigos a revisar el decorado de los altares, compuestos ya para la misa solemne. Julián pasaba la revista con especial devoción, puesto que el patrón de Naya era el suyo mismo, el bienaventurado San Julián, que allí estaba en el altar mayor con su carita inocentona, su estática sonrisilla, su chupa y calzón corto, su paloma blanca en la diestra, y la siniestra delicadamente apoyada en la chorrera de la camisola. La imagen modesta, la iglesia desmantelada y sin más adorno que algún rizado cirio y humildes flores aldeanas puestas en toscos cacharros de loza, todo excitaba en Julián tierna piedad, la efusión que le hacía tanto provecho, ablandándole y desentumeciéndole el espíritu. Iban llegando ya los curas de las inmediaciones, y en el atrio, tapizado de hierba, se oía al gaitero templar prolijamente el instrumento, mientras en la iglesia el hinojo, esparcido por las losas y pisado por los que iban entrando, despedía olor campestre y fresquísimo. La procesión se organizaba; San Julián había descendido del altar mayor; la cruz y los estandartes oscilaban sobre el remolino de gentes amontonadas ya en la estrecha nave, y los mozos, vestidos de fiesta, con su pañuelo de seda en la cabeza en forma de burelete, se ofrecían a llevar las insignias sacras. Después de dar dos vueltas por el atrio y de detenerse breves instantes frente al crucero, el santo volvió a entrar en la iglesia, y fue pujado, con sus andas, a una mesilla al lado del altar mayor muy engalanada, y cubierta con antigua colcha de damasco carmesí. La misa empezó, regocijada y rústica, en armonía con los demás festejos. Más de una docena de curas la cantaban a voz en cuello, y el desvencijado incensario iba y venía, con retintín de cadenillas viejas, soltando un humo espeso y aromático, entre cuya envoltura algodonosa parecía suavizarse el desentono del introito, la aspereza de las broncas laringes eclesiásticas. El gaitero, prodigando todos sus recursos artísticos, acompañaba con el punteiro desmangado de la gaita y haciendo oficios de clarinete. Cuando tenía que sonar entera la orquesta, mangaba otra vez el punteiro en el fol; así podía acompañar la elevación de la hostia con una solemne marcha real, y el postcomunio con una muñeira de las más recientes y brincadoras, que, ya terminada la misa, repetía en el vestíbulo, donde tandas de mozos y mozas se desquitaban, bailando a su sabor, de la compostura guardada por espacio de una hora en la iglesia. Y el baile en el atrio lleno de luz, el templo sembrado de hojas de hinojos y espadaña que magullaron los pisotones, alumbrado, más que por los cirios, por el sol que puerta y ventanas dejaban entrar a torrentes, los curas jadeantes, pero satisfechos y habladores, el santo tan currutaco y lindo, muy risueño en sus andas, con una pierna casi en el aire para empezar un minueto y la cándida palomita pronta a abrir las alas, todo era alegre, terrenal, nada inspiraba la augusta melancolía que suele imperar en las ceremonias religiosas. Julián se sentía tan muchacho y contento como el santo bendito, y salía ya a gozar el aire libre, acompañado de don Eugenio, cuando en el corro de los bailadores distinguió a Sabel, lujosamente vestida de domingo, girando con las demás mozas, al compás de la gaita. Esta vista le aguó un tanto la fiesta.

Era a semejante hora la rectoral de Naya un infierno culinario, si es que los hay. Allí se reunían una tía y dos primas de don Eugenio -a quienes por ser muchachas y frescas no quería el párroco tener consigo a diario en la rectoral-; el ama, viejecilla llorona, estorbosa e inútil, que andaba dando vueltas como un palomino atontado, y otra ama bien distinta, de rompe y rasga, la del cura de Cebre, que en sus mocedades había servido a un canónigo compostelano, y era célebre en el país por su destreza en batir mantequillas y asar capones. Esta fornida guisandera, un tanto bigotuda, alta de pecho y de ademán brioso, había vuelto la casa de arriba abajo en pocas horas, barriéndola desde la víspera a grandes y furibundos escobazos, retirando al desván los trastos viejos, empezando a poner en marcha el formidable ejército de guisos, echando a remojo los lacones y garbanzos, y revistando, con rápida ojeada de general en jefe, la hidrópica despensa, atestada de dádivas de feligreses; cabritos, pollos, anguilas, truchas, pichones, ollas de vino, manteca y miel, perdices, liebres y conejos, chorizos y morcillas. Conocido ya el estado de las provisiones, ordenó las maniobras del ejército: las viejas se dedicaron a desplumar aves, las mozas a fregar y dejar como el oro peroles, cazos y sartenes, y un par de mozancones de la aldea, uno de ellos idiota de oficio, a desollar reses y limpiar piezas de caza.

Si se encontrase allí algún maestro de la escuela pictórica flamenca, de los que han derramado la poesía del arte sobre la prosa de la vida doméstica y material, ¡con cuánto placer vería el espectáculo de la gran cocina, la hermosa actividad del fuego de leña que acariciaba la panza reluciente de los peroles, los gruesos brazos del ama confundidos con la carne no menos rolliza y sanguínea del asado que aderezaba, las rojas mejillas de las muchachas entretenidas en retozar con el idiota, como ninfas con un sátiro atado, arrojándole entre el cuero y la camisa puñados de arroz y cucuruchos de pimiento! Y momentos después, cuando el gaitero y los demás músicos vinieron a reclamar su parva o desayuno, el guiso de intestinos de castrón, hígado y bofes, llamado en el país mataburrillo, ¡cuán digna de su pincel encontraría la escena de rozagante apetito, de expansión del estómago, de carrillos hinchados y tragos de mosto despabilados al vuelo, que allí se representó entre bromas y risotadas!

¿Y qué valía todo ello en comparación del festín homérico preparado en la sala de la rectoral? Media docena de tablas tendidas sobre otros tantos cestos, ayudaban a ensanchar la mesa cuotidiana; por encima dos limpios manteles de lamanisco sostenían grandes jarros rebosando tinto añejo; y haciéndoles frente, en una esquina del aposento, esperaban turno ventrudas ollas henchidas del mismo líquido. La vajilla era mezclada, y entre el estaño y barro vidriado descollaba algún talavera legítimo, capaz de volver loco a un coleccionista, de los muchos que ahora se consagran a la arcana ciencia de los pucheros. Ante la mesa y sus apéndices, no sin mil cumplimientos y ceremonias, fueron tomando asiento los padres curas, porfiando bastante para ceder los asientos de preferencia, que al cabo tocaron al obeso Arcipreste de Loiro -la persona más respetable en años y dignidad de todo el clero circunvecino, que no había asistido a la ceremonia por no ahogarse con las apreturas del gentío en la misa-, y a Julián, en quien don Eugenio honraba a la ilustre casa de Ulloa.

Sentóse Julián avergonzado, y su confusión subió de punto durante la comida. Por ser nuevo en el país y haber rehusado siempre quedarse a comer en las fiestas, era blanco de todas las miradas. Y la mesa estaba imponente. La rodeaban unos quince curas y sobre ocho seglares, entre ellos el médico, notario y juez de Cebre, el señorito de Limioso, el sobrino del cura de Boán, y el famosísimo cacique conocido por el apodo de Barbacana, que apoyándose en el partido moderado a la sazón en el poder, imperaba en el distrito y llevaba casi anulada la influencia de su rival el cacique Trampeta, protegido por los unionistas y mal visto por el clero. En suma, allí se juntaba lo más granado de la comarca, faltando sólo el marqués de Ulloa, que vendría de fijo a los postres. La monumental sopa de pan rehogada en grasa, con chorizo, garbanzos y huevos cocidos cortados en ruedas, circulaba ya en gigantescos tarterones, y se comía en silencio, jugando bien las quijadas. De vez en cuando se atrevía algún cura a soltar frases de encomio a la habilidad de la guisandera; y el anfitrión, observando con disimulo quiénes de los convidados andaban remisos en mascar, les instaba a que se animasen, afirmando que era preciso aprovecharse de la sopa y del cocido, pues apenas había otra cosa. Creyéndolo así Julián, y no pareciéndole cortés desairar a su huésped, cargó la mano en la sopa y el cocido. Grande fue su terror cuando empezó a desfilar interminable serie de platos, los veintiséis tradicionales en la comida del patrón de Naya, no la más abundante que se servía en el arciprestazgo, pues Loiro se le aventajaba mucho.

Para llegar al número prefijado, no había recurrido la guisandera a los artificios con que la cocina francesa disfraza los manjares bautizándolos con nombres nuevos o adornándolos con arambeles y engañifas. No, señor: en aquellas regiones vírgenes no se conocía, loado sea Dios, ninguna salsa o pebre de origen gabacho, y todo era neto, varonil y clásico como la olla. ¿Veintiséis platos? Pronto se hace la lista: pollos asados, fritos, en pepitoria, estofados, con guisantes, con cebollas, con patatas y con huevos; aplíquese el mismo sistema a la carne, al puerco, al pescado y al cabrito. Así, sin calentarse los cascos, presenta cualquiera veintiséis variados manjares.

¡Y cómo se burlaría la guisandera si por arte de magia apareciese allí un cocinero francés empeñado en redactar un menú, en reducirse a cuatro o seis principios, en alternar los fuertes con los ligeros y en conceder honroso puesto a la legumbre! ¡Legumbres a mí!, diría el ama del cura de Cebre, riéndose con toda su alma y todas sus caderas también. ¡Legumbres el día del patrón! Son buenas para los cerdos.

Ahíto y mareado, Julián no tenía fuerzas sino para rechazar con la mano las fuentes que no cesaban de circular pasándoselas los convidados unos a otros: a bien que ya le observaban menos, pues la conversación se calentaba. El médico de Cebre, atrabiliario, magro y disputador; el notario, coloradote y barbudo, osaban decir chistes, referir anécdotas; el sobrino del cura de Boán, estudiante de derecho, muy enamorado de condición, hablaba de mujeres, ponderaba la gracia de las señoritas de Molende y la lozanía de una panadera de Cebre, muy nombrada en el país; los curas al pronto no tomaron parte, y como Julián bajase la vista, algunos comensales, después de observarle de reojo, se hicieron los desentendidos. Mas duró poco la reserva; al ir vaciándose los jarros y desocupándose las fuentes, nadie quiso estar callado y empezaron las bromas a echar chispas.

Máximo Juncal, el médico, recién salido de las aulas compostelanas, soltó varias puntadas sobre política, y también malignas pullas referentes al grave escándalo que a la sazón traía muy preocupados a los revolucionarios de provincia: Sor Patrocinio, sus manejos, su influencia en Palacio. Alborotáronse dos o tres curas; y el cacique Barbacana, con suma gravedad, volviendo hacia Juncal su barba florida y luenga, díjole desdeñosamente una verdad como un templo: que «muchos hablaban de lo que no entendían», a lo cual el médico replicó, vertiendo bilis por ojos y labios, «que pronto iba a llegar el día de la gran barredura, que luego se armaría el tiberio del siglo, y que los neos irían a contarlo a casa de su padre Judas Iscariote».

Afortunadamente profirió estos tremendos vaticinios a tiempo que la mayor parte de los párrocos se hallaban enzarzados en la discusión teológica, indispensable complemento de todo convite patronal. Liados en ella, no prestó atención a lo que el médico decía ninguno de los que podían volvérselas al cuerpo: ni el bronco abad de Ulloa, ni el belicoso de Boán, ni el Arcipreste, que siendo más sordo que una tapia, resolvía las discusiones políticas a gritos, alzando el índice de la mano derecha como para invocar la cólera del cielo. En aquel punto y hora, mientras corrían las fuentes de arroz con leche, canela y azúcar, y se agotaban las copas de tostado, llegaba a su periodo álgido la disputa, y se entreoían argumentos, proposiciones, objeciones y silogismos.

-Nego majorem...

-Probo minorem.

-Eh... Boán, que con mucho disimulo me estás echando abajo la gracia...

-Compadre, cuidado... Si adelanta usted un poquito más nos vamos a encontrar con el libre albedrío perdido.

-Cebre, mira que vas por mal camino: ¡mira que te marchas con Pelagio!

-Yo a San Agustín me agarro, y no lo suelto.

-Esa proposición puede admitirse simpliciter, pero tomándola en otro sentido... no cuela.

-Citaré autoridades, todas las que se me pidan: ¿a que no me citas tú ni media docena? A ver.

-Es sentir común de la Iglesia desde los primeros concilios.

-Es punto opinable, ¡quoniam! A mí no me vengas a asustar tú con concilios ni concilias.

-¿Querrás saber más que Santo Tomás?

-¿Y tú querrás ponerte contra el Doctor de la gracia?

-¡Nadie es capaz de rebatirme esto! Señores... la gracia...

-¡Que nos despeñamos de vez! ¡Eso es herejía formal; es pelagianismo puro!

-Qué entiendes tú, qué entiendes tú... Lo que tú censures, que me lo claven...

-Que diga el señor Arcipreste... Vamos a aventurar algo a que no me deja mal el señor Arcipreste.

El Arcipreste era respetado más por su edad que por su ciencia teológica; y se sosegó un tanto el formidable barullo cuando se incorporó difícilmente, con ambas manos puestas tras los oídos, vertiendo sangre por la cara, a fin de dirimir, si cabía lograrlo, la contienda. Pero un incidente distrajo los ánimos: el señorito de Ulloa entraba seguido de dos perros perdigueros, cuyos cascabeles acompañaban su aparición con jubiloso repique. Venía, según su promesa, a tomar una copa a los postres; y la tomó de pie, porque le aguardaba un bando de perdices allá en la montaña.

Hízosele muy cortés recibimiento, y los que no pudieron agasajarle a él agasajaron a la Chula y al Turco, que iban apoyando la cabeza en todas las rodillas, lamiendo aquí un plato y zampándose un bizcocho allá. El señorito de Limioso se levantó resuelto a acompañar al de Ulloa en la excursión cinegética, para lo cual tenía prevenido lo necesario, pues rara vez salía del Pazo de Limioso sin echarse la escopeta al hombro y el morral a la cintura.

Cuando partieron los dos hidalgos, ya se había calmado la efervescencia de la discusión sobre la gracia, y el médico, en voz baja, le recitaba al notario ciertos sonetos satírico-políticos que entonces corrían bajo el nombre de belenes. Celebrábalos el notario, particularmente cuando el médico recalcaba los versos esmaltados de alusiones verdes y picantes. La mesa, en desorden, manchada de salsas, ensangrentada de vino tinto, y el suelo lleno de huesos arrojados por los comensales menos pulcros, indicaban la terminación del festín; Julián hubiera dado algo bueno por poderse retirar; sentíase cansado, mortificado por la repugnancia que le inspiraban las cosas exclusivamente materiales; pero no se atrevía a interrumpir la sobremesa, y menos ahora que se entregaban al deleite de encender algún pitillo y murmurar de las personas más señaladas en el país. Se trataba del señorito de Ulloa, de su habilidad para tumbar perdices, y sin que Julián adivinase la causa, se pasó inmediatamente a hablar de Sabel, a quien todos habían visto por la mañana en el corro de baile; se encomió su palmito, y al mismo tiempo se dirigieron a Julián señas y guiños, como si la conversación se relacionase con él. El capellán bajaba la vista según costumbre, y fingía doblar la servilleta; mas de improviso, sintiendo uno de aquellos chispazos de cólera repentina y momentánea que no era dueño de refrenar, tosió, miró en derredor, y soltó unas cuantas asperezas y severidades que hicieron enmudecer a la asamblea. Don Eugenio, al ver aguada la sobremesa, optó por levantarse, proponiendo a Julián que saliesen a tomar el fresco en la huerta: algunos clérigos se alzaron también, anunciando que iban a echar completas; otros se escurrieron en compañía del médico, el notario, el juez y Barbacana, a menear los naipes hasta la noche.

Refugiáronse al huerto el cura de Naya y Julián, pasando por la cocina, donde la algazara de los criados, primas del cura, cocineras y músicos era formidable, y los jarros se evaporaban y la comilona amenazaba durar hasta el sol puesto. El huerto, en cambio, permanecía en su tranquilo y poético sosiego primaveral, con una brisa fresquita que columpiaba las últimas flores de los perales y cerezos, y acariciaba el recio follaje de las higueras, a cuya sombra, en un ribazo de mullida grama, se tendieron ambos presbíteros, no sin que don Eugenio, sacando un pañuelo de algodón a cuadros, se tapase con él la cabeza, para resguardarla de las importunidades de alguna mosca precoz. A Julián todavía le duraba el sofoco, la llamarada de indignación; pero ya le pesaba, de su corta paciencia, y resolvía ser más sufrido en lo venidero. Aunque bien mirado...

-¿Quiere escotar un sueño? -preguntó el de Naya al verle tan cabizbajo y mustio.

-No; lo que yo quería, Eugenio, era pedirle que me dispensase el enfado que tomé allá en la mesa... Conozco que soy a veces así... un poco vivo... y luego hay conversaciones que me sacan de tino, sin poderlo remediar. Usted póngase en mi caso.

-Pongo, pongo... Pero a mí me están embromando también a cada rato con las primas..., y hay que aguantar, que no lo hacen con mala intención; es por reírse un poco.

-Hay bromas de bromas, y a mí me parecen delicadas para un sacerdote las que tocan a la honestidad y a la pureza. Si aguanta uno por respetos humanos esos dichos, acaso pensarán que ya tiene medio perdida la vergüenza para los hechos. Y ¿qué sé yo si alguno, no digo de los sacerdotes, no quiero hacerles tal ofensa, pero de los seglares, creerá que en efecto...?

El de Naya aprobó con la cabeza como quien reconoce la fuerza de una observación; pero, al mismo tiempo, la sonrisa con que lucía la desigual dentadura era suave e irónica protesta contra tanta rigidez.

-Hay que tomar el mundo según viene... -murmuró filosóficamente-. Ser bueno es lo que importa; porque ¿quién va a tapar las bocas de los demás? Cada uno habla lo que le parece, y gasta las guasas que quiere... En teniendo la conciencia tranquila...

-No, señor; no, señor; poco a poco -replicó acaloradamente Julián-. No sólo estamos obligados a ser buenos, sino a parecerlo; y aún es peor en un sacerdote, si me apuran, el mal ejemplo y el escándalo, que el mismo pecado. Usted bien lo sabe, Eugenio; lo sabe mejor que yo, porque tiene cura de almas.

-También usted se apura ahí por una chanza, por una tontería, lo mismo que si ya todo el mundo le señalase con el dedo... Se necesita una vara de correa para vivir entre gentes. A este paso no le arriendo la ganancia, porque no va a sacar para disgustos.

Caviloso y cejijunto, había cogido Julián un palito que andaba por el suelo, y se entretenía en clavarlo en la hierba. Levantó la cabeza de pronto.

-Eugenio, ¿es mi amigo?

-Siempre, hombre, siempre -contestó afable y sinceramente el de Naya.

-Pues séame franco. Hábleme como si estuviésemos en el confesonario. ¿Se dice por ahí... eso?

-¿Lo qué?

-Lo de que yo... tengo algo que ver... con esa muchacha, ¿eh? Porque puede usted creerme, y se lo juraría si fuese lícito jurar: bien sabe Dios que la tal mujer hasta me es aborrecible, y que no le habré mirado a la cara media docena de veces desde que estoy en los Pazos.

-No, pues a la cara se le puede mirar, que la tiene como una rosa... Ea, sosiéguese: a mí se me figura que nadie piensa mal de usted con Sabel. El marqués no inventó la pólvora, es cierto que no, y la moza se distraerá con los de su clase cuanto quiera, dígalo el bailoteo en la gaita de hoy; pero no iba a tener la desvergüenza de pegársela en sus barbas, con el mismo capellán... Hombre, no hagamos tan estúpido al marqués.

Julián se volvió, más bien arrodillado que sentado en la grama, con los ojos abiertos de par en par.

-Pero... el señorito..., ¿qué tiene que ver el señorito...?

El cura de Naya saltó a su vez, sin que ninguna mosca le picase, y prorrumpió en juvenil carcajada. Julián, comprendiendo, preguntó nuevamente:

-Luego el chiquillo... el Perucho...

Tornó don Eugenio a reír hasta el extremo de tener que limpiarse los lagrimales con el pañuelo de cuadros.

-No se ofenda... -murmuraba entre risa y llanto-. No se ofenda porque me río así... Es que, de veras, no me puedo contener cuando me pega la risa; un día hasta me puse malo... Esto es como las cosqui... cosquillas... involuntario...

Aplacado el acceso de risa, añadió:

-Es que yo siempre lo tuve a usted por un bienaventurado, como nuestro patrón San Julián..., pero esto pasa de castaño oscuro... ¡Vivir en los Pazos y no saber lo que ocurre en ellos! ¿O es que quiere hacerse el bobo?

-A fe, no sospechaba nada, nada, nada. ¿Usted piensa que iba a quedarme allí ni dos días, caso de averiguarlo antes? ¿Autorizar con mi presencia un amancebamiento? ¿Pero... usted está seguro de lo que dice?

-Hombre... ¿tiene usted gana de cuentos? ¿Es usted ciego? ¿No lo ha notado? Pues repárelo.

-¡Qué sé yo! ¡Cuando uno no está en la malicia! Y el niño..., ¡infeliz criatura! El niño me da tanta compasión... Allí se cría como un morito... ¿Se comprende que haya padres tan sin entrañas?

-Bah... Esos hijos así, nacidos por detrás de la Iglesia... Luego, si uno oye a los de aquí y a los de allá... Cada cual dice lo que se le antoja... La moza es alegre como unas castañuelas; todo el mundo en las romerías le debe dos cuartos: uno la convida a rosquillas, el otro a resolio, éste la saca a bailar, aquél la empuja... Se cuentan mil enredos... ¿Usted se ha fijado en el gaitero que tocó hoy en la misa?

-¿Un buen mozo, con patillas?

-Cabal. Le llaman el Gallo de mote. Pues dicen si la acompaña o no por los caminos... ¡Historias!

Por detrás de la tapia del huerto se oyó entonces vocerío alegre y argentinas carcajadas.

-Son las primas... -dijo don Eugenio-. Van a la gaita, que está tocando en el crucero ahora. ¿Quiere usted venir un ratito? A ver si se le pasa el disgusto... Ahí en casa unos rezan y otros juegan... Yo no rezo nunca sobre la comida.

-Vamos allá -contestó Julián, que se había quedado ensimismado.

-Nos sentaremos al pie del crucero.




ArribaAbajo- VII -

Volvía Julián preocupado a la casa solariega, acusándose de excesiva simplicidad, por no haber reparado cosas de tanto bulto. Él era sencillo como la paloma; sólo que en este pícaro mundo también se necesita ser cauto como la serpiente... Ya no podía continuar en los Pazos... ¿Cómo volvía a vivir a cuestas de su madre, sin más emolumentos que la misa? ¿Y cómo dejaba así de golpe al señorito don Pedro, que le trataba tan llanamente? ¿Y la casa de Ulloa, que necesitaba un restaurador celoso y adicto? Todo era verdad: pero, ¿y su deber de sacerdote católico?

Le acongojaban estos pensamientos al cruzar un maizal, en cuyo lindero manzanilla y cabrifollos despedían grato aroma. Era la noche templada y benigna, y Julián apreciaba por primera vez la dulce paz del campo, aquel sosiego que derrama en nuestro combatido espíritu la madre naturaleza. Miró al cielo, oscuro y alto.

-¡Dios sobre todo! -murmuró, suspirando al pensar que tendría que habitar un pueblo de calles angostas y encontrarse con gente a cada paso.

Siguió andando, guiado por el ladrido lejano de los perros. Ya divisaba próxima la vasta mole de los Pazos. El postigo debía estar abierto. Julián distaba de él unos cuantos pasos no más, cuando oyó dos o tres gritos que le helaron la sangre: clamores inarticulados como de alimaña herida, a los cuales se unía el desconsolado llanto de un niño.

Engolfóse el capellán en las tenebrosas profundidades de corredor y bodega, y llegó velozmente a la cocina. En el umbral se quedó paralizado de asombro ante lo que iluminaba la luz fuliginosa del candilón. Sabel, tendida en el suelo, aullaba desesperadamente; don Pedro, loco de furor, la brumaba a culatazos; en una esquina, Perucho, con los puños metidos en los ojos, sollozaba. Sin reparar lo que hacía, arrojóse Julián hacia el grupo, llamando al marqués con grandes voces:

-¡Señor don Pedro..., señor don Pedro!

Volvióse el señor de los Pazos, y se quedó inmóvil, con la escopeta empuñada por el cañón, jadeante, lívido de ira, los labios y las manos agitadas por temblor horrible; y en vez de disculpar su frenesí o de acudir a la víctima, balbució roncamente:

-¡Perra..., perra..., condenada..., a ver si nos das pronto de cenar, o te deshago! ¡A levantarse... o te levanto con la escopeta!

Sabel se incorporaba ayudada por el capellán, gimiendo y exhalando entrecortados ayes. Tenía aún el traje de fiesta con el cual la viera Julián danzar pocas horas antes junto al crucero y en el atrio; pero el mantelo de rico paño se encontraba manchado de tierra; el dengue de grana se le caía de los hombros, y uno de sus largos zarcillos de filigrana de plata, abollado por un culatazo, se le había clavado en la carne de la nuca, por donde escurrían algunas gotas de sangre. Cinco verdugones rojos en la mejilla de Sabel contaban bien a las claras cómo había sido derribada la intrépida bailadora.

-¡La cena he dicho! -repitió brutalmente don Pedro.

Sin contestar, pero no sin gemir, dirigióse la muchacha hacia el rincón donde hipaba el niño, y le tomó en brazos, apretándole mucho. El angelote seguía llorando a moco y baba. Don Pedro se acercó entonces, y mudando de tono, preguntó:

-¿Qué es eso? ¿Tiene algo Perucho?

Púsole la mano en la frente y la sintió húmeda. Levantó la palma: era sangre. Desviando entonces los brazos, apretando los puños, soltó una blasfemia, que hubiera horrorizado más a Julián si no supiese, desde aquella tarde misma, que acaso tenía ante sí a un padre que acababa de herir a su hijo. Y el padre resurgía, maldiciéndose a sí propio, apartando los rizos del chiquillo, mojando un pañuelo en agua, y atándolo con cuidado indecible sobre la descalabradura.

-A ver cómo lo cuidas... -gritó dirigiéndose a Sabel-. Y cómo haces la cena en un vuelo... ¡Yo te enseñaré, yo te enseñaré a pasarte las horas en las romerías sacudiéndote, perra!

Con los ojos fijos en el suelo, sin quejarse ya, Sabel permanecía parada, y su mano derecha tentaba suavemente su hombro izquierdo, en el cual debía tener alguna dolorosa contusión. En voz baja y lastimera, pero con suma energía, pronunció sin mirar al señorito:

-Busque quien le haga la cena..., y quien esté aquí... Yo me voy, me voy, me voy, me voy...

Y lo repetía obstinadamente, sin entonación, como el que afirma una cosa natural e inevitable.

-¿Qué dices, bribona?

-Que me voy, que me voy... A mi casita pobre... ¡Quién me trajo aquí! ¡Ay, mi madre de mi alma!

Rompió la moza a llorar amarguísimamente, y el marqués, requiriendo su escopeta, rechinaba los dientes de cólera, dispuesto ya a hacer alguna barrabasada notable, cuando un nuevo personaje entró en escena. Era Primitivo, salido de un rincón oscuro; diríase que estaba allí oculto hacía rato. Su aparición modificó instantáneamente la actitud de Sabel, que tembló, calló y contuvo sus lágrimas.

-¿No oyes lo que te dice el señorito? -preguntó sosegadamente el padre a la hija.

-Oi-go, siii-see-ñoor, oi-go -tartamudeó la moza, comiéndose los sollozos.

-Pues a hacer la cena en seguida. Voy a ver si volvieron ya las otras muchachas para que te ayuden. La Sabia está ahí fuera: te puede encender la lumbre.

Sabel no replicó más. Remangóse la camisa y bajó de la espetera una sartén. Como evocada por alguna de sus compañeras en hechicerías, entró en la cocina entonces, pisando de lado, la vieja de las greñas blancas, la Sabia, que traía el enorme mandil atestado de leña. El marqués tenía aún la escopeta en la mano: cogiósela respetuosamente Primitivo, y la llevó al sitio de costumbre. Julián, renunciando a consolar al niño, creyó llegada la ocasión de dar un golpe diplomático.

-Señor marqués..., ¿quiere que tomemos un poco el aire? Está la noche muy buena... Nos pasearemos por el huerto...

Y para sus adentros pensaba:

«En el huerto le digo que me voy también... No se ha hecho para mí esta vida, ni esta casa».

Salieron al huerto. Oíase el cuarrear de las ranas en el estanque, pero ni una hoja de los árboles se movía, tal estaba la noche de serena. El capellán cobró ánimos, pues la oscuridad alienta mucho a decir cosas difíciles.

-Señor marqués, yo siento tener que advertirle...

Volvióse el marqués bruscamente.

-Ya sé..., ¡chist!, no necesitamos gastar saliva. Me ha pescado usted en uno de esos momentos en que el hombre no es dueño de sí... Dicen que no se debe pegar nunca a las mujeres... Francamente, don Julián, según ellas sean... ¡Hay mujeres de mujeres, caramba..., y ciertas cosas acabarían con la paciencia del santo Job que resucitase! Lo que siento es el golpe que le tocó al chiquillo.

-Yo no me refería a eso... -murmuró Julián-. Pero si quiere que le hable con el corazón en la mano, como es mi deber, creo no está bien maltratar así a nadie... Y por la tardanza de la cena, no merece...

-¡La tardanza de la cena! -pronunció el señorito-. ¡La tardanza! A ningún cristiano le gusta pasarse el día en el monte comiendo frío y llegar a casa y no encontrar bocado caliente; ¡pero si esa mala hembra no tuviese otras mañas...! ¿No la ha visto usted? ¿No la ha visto usted todo el día, allá en Naya, bailoteando como una descosida, sin vergüenza? ¿No la ha encontrado usted a la vuelta, bien acompañada? ¡Ah!... ¿Usted cree que se vienen solitas las mozas de su calaña? ¡Ja, ja! Yo la he visto, con estos ojos, y le aseguro a usted que si tengo algún pesar, ¡es el de no haberle roto una pierna, para que no baile más por unos cuantos meses!

Guardó silencio el capellán, sin saber qué responder a la inesperada revelación de celos feroces. Al fin calculó que se le abría camino para soltar lo que tenía atravesado en la garganta.

-Señor marqués -murmuró-, dispénseme la libertad que me tomo... Una persona de su clase no se debe rebajar a importársele por lo que haga o no haga la criada... La gente es maliciosa, y pensará que usted trata con esa chica... Digo pensará Ya lo piensa todo el mundo... Y el caso es que yo..., vamos..., no puedo permanecer en una casa donde, según la voz pública, vive un cristiano en concubinato... Nos está prohibido severamente autorizar con nuestra presencia el escándalo y hacernos cómplices de él. Lo siento a par del alma, señor marqués; puede creerme que hace tiempo no tuve un disgusto igual.

El marqués se detuvo, con las manos sepultadas en los bolsillos.

-Leria, leria... -murmuró-. Es preciso hacerse cargo de lo que es la juventud y la robustez... No me predique un sermón, no me pida imposibles. ¡Qué demonio!, el que más y el que menos es hombre como todos.

-Yo soy un pecador -replicó Julián-, solamente que veo claro en este asunto, y por los favores que debo a usted, y el pan que le he comido, estoy obligado a decirle la verdad. Señor marqués, con franqueza, ¿no le pesa de vivir así encenagado? ¡Una cosa tan inferior a su categoría y a su nacimiento! ¡Una triste criada de cocina!

Siguieron andando, acercándose a la linde del bosque, donde concluía el huerto.

-¡Una bribona desorejada, que es lo peor! -exclamó el marqués después de un rato de silencio-. Oiga usted... -añadió arrimándose a un castaño-. A esa mujer, a Primitivo, a la condenada bruja de la Sabia con sus hijas y nietas, a toda esa gavilla que hace de mi casa merienda de negros, a la aldea entera que los encubre, era preciso cogerlos así (y agarraba una rama del castaño triturándola en menudos fragmentos) y deshacerlos. Me están saqueando, me comen vivo..., y cuando pienso en que esa tunanta me aborrece y se va de mejor gana con cualquier gañán de los que acuden descalzos a alquilarse para majar el centeno, ¡tengo mientes de aplastarle los sesos como a una culebra!

Julián oía estupefacto aquellas miserias de la vida pecadora, y se admiraba de lo bien que teje el diablo sus redes.

-Pero, señor... -balbució-. Si usted mismo lo conoce y lo comprende...

-¿Pues no lo he de comprender? ¿Soy estúpido acaso para no ver que esa desvergonzada huye de mí, y cada día tengo que cazarla como a una liebre? ¡Sólo está contenta entre los demás labriegos, con la hechicera que le trae y lleva chismes y recados a los mozos! A mí me detesta. A la hora menos pensada me envenenará.

-Señor marqués, ¡yo me pasmo! -arguyó el capellán eficazmente-. ¡Que usted se apure por una cosa tan fácil de arreglar! ¿Tiene más que poner a semejante mujer en la calle?

Como ambos interlocutores se habían acostumbrado a la oscuridad, no sólo vio Julián que el marqués meneaba la cabeza, sino que torcía el gesto.

-Bien se habla... -pronunció sordamente-. Decir es una cosa y hacer es otra... Las dificultades se tocan en la práctica. Si echo a ese enemigo, no encuentro quien me guise ni quien venga a servirme. Su padre... ¿Usted no lo creerá? Su padre tiene amenazadas a todas las mozas de que a la que entre aquí en marchándose su hija, le mete él una perdigonada en los lomos... Y saben que es hombre para hacerlo como lo dice. Un día cogí yo a Sabel por un brazo y la puse en la puerta de la casa: la misma noche se me despidieron las otras criadas, Primitivo se fingió enfermo, y estuve una semana comiendo en la rectoral y haciéndome la cama yo mismo... Y tuve que pedirle a Sabel, de favor, que volviese... Desengáñese usted, pueden más que nosotros. Esa comparsa que traen alrededor son paniaguados suyos, que les obedecen ciegamente. ¿Piensa usted que yo ahorro un ochavo aquí en este desierto? ¡Quiá! Vive a mi cuenta toda la parroquia. Ellos se beben mi cosecha de vino, mantienen sus gallinas con mis frutos, mis montes y sotos les suministran leña, mis hórreos les surten de pan; la renta se cobra tarde, mal y arrastro; yo sostengo siete u ocho vacas, y la leche que bebo cabe en el hueco de la mano; en mis establos hay un rebaño de bueyes y terneros que jamás se uncen para labrar mis tierras; se compran con mi dinero, eso sí, pero luego se dan a parcería y no se me rinden cuentas jamás...

-¿Por qué no pone otro mayordomo?

-¡Ay, ay, ay! ¡Como quien no dice nada! Una de dos: o sería hechura de Primitivo y entonces estábamos en lo mismo, o Primitivo le largaría un tiro en la barriga... Y si hemos de decir verdad, Primitivo no es mayordomo... Es peor que si lo fuese, porque manda en todos, incluso en mí; pero yo no le he dado jamás semejante mayordomía... Aquí el mayordomo fue siempre el capellán... Ese Primitivo no sabrá casi leer ni escribir; pero es más listo que una centella, y ya en vida del tío Gabriel se echaba mano de él para todo... Mire usted, lo cierto es que el día que él se cruza de brazos, se encuentra uno colgadito... No hablemos ya de la caza, que para eso no tiene igual; a mí me faltarían los pies y las manos si me faltase Primitivo... Pero en los demás asuntos es igual... Su antecesor de usted, el abad de Ulloa, no se valía sin él; y usted, que también ha venido en concepto de administrador, séame franco: ¿ha podido usted amañarse solo?

-La verdad es que no -declaró Julián humildemente-. Pero con el tiempo..., la práctica...

-¡Bah, bah! A usted no le obedecerá ni le hará caso jamás ningún paisano, porque es usted un infeliz; es usted demasiado bonachón. Ellos necesitan gente que conozca sus máculas y les dé ciento de ventaja en picardía.

Por depresiva que fuese para el amor propio del capellán la observación, hubo de reconocer su exactitud. No obstante, picado ya, se propuso agotar los recursos del ingenio para conseguir la victoria en lucha tan desigual. Y su caletre le sugirió la siguiente perogrullada:

-Pero, señor marqués..., ¿por qué no sale un poco al pueblo? ¿No sería ése el mejor modo de desenredarse? Me admiro de que un señorito como usted pueda aguantar todo el año aquí, sin moverse de estas montañas fieras... ¿No se aburre?

El marqués miraba al suelo, aun cuando en él no había cosa digna de verse. La idea del capellán no le cogía de sorpresa.

-¡Salir de aquí! -exclamó-. ¿Y a dónde demontre se va uno? Siquiera aquí, mal o bien, es uno el rey de la comarca... El tío Gabriel me lo decía mil veces: las personas decentes, en las poblaciones, no se distinguen de los zapateros... Un zapatero que se hace millonario metiendo y sacando la lesna, se sube encima de cualquier señor, de los que lo somos de padres a hijos... Yo estoy muy acostumbrado a pisar tierra mía y a andar entre árboles que corto si se me antoja.

-Pero al fin, señorito, ¡aquí le manda Primitivo!

-Bah... A Primitivo le puedo yo dar tres docenas de puntapiés, si se me hinchan las narices, sin que el juez me venga a empapelar... No lo hago; pero duermo tranquilo con la seguridad de que lo haría si quisiese. ¿Cree usted que Sabel irá a quejarse a la justicia de los culatazos de hoy?

Esta lógica de la barbarie confundía a Julián.

-Señor, yo no le digo que deje esto... Únicamente, que salga una temporadita, a ver cómo le prueba... Apartándose usted de aquí algún tiempo, no sería difícil que Sabel se casase con persona de su esfera, y que usted también encontrase una conveniencia arreglada a su calidad, una esposa legítima. Cualquiera tiene un desliz, la carne es flaca; por eso no es bueno para el hombre vivir solo, porque se encenaga, y como dijo quien lo entendía, es mejor casarse que abrasarse en concupiscencia, señor don Pedro. ¿Por qué no se casa, señorito? -exclamó, juntando las manos-. ¡Hay tantas señoritas buenas y honradas!

A no ser por la oscuridad, vería Julián chispear los ojos del marqués de Ulloa.

-¿Y cree usted, santo de Dios, que no se me había ocurrido a mí? ¿Piensa usted que no sueño todas las noches con un chiquillo que se me parezca, que no sea hijo de una bribona, que continúe el nombre de la casa..., que herede esto cuando yo me muera... y que se llame Pedro Moscoso, como yo?

Al decir esto golpeábase el marqués su fornido tronco, su pecho varonil, cual si de él quisiese hacer brotar fuerte y adulto ya el codiciado heredero. Julián, lleno de esperanza, iba a animarle en tan buenos propósitos; pero se estremeció de repente, pues creyó sentir a sus espaldas un rumor, un roce, el paso de un animal por entre la maleza.

-¿Qué es eso? -exclamó volviéndose-. Parece que anda por aquí el zorro.

El marqués le cogió del brazo.

-Primitivo... -articuló en voz baja y ahogada de ira-. Primitivo que nos atisbará hace un cuarto de hora, oyendo la conversación... Ya está usted fresco... Nos hemos lucido... ¡Me valga Dios y los santos de la corte celestial! También a mí se me acaba la cuerda. ¡Vale más ir a presidio que llevar esta vida!




ArribaAbajo- VIII -

Mientras se raía con la navaja de barba los contados pelos rubios que brotaban en sus carrillos, Julián maduraba un proyecto: afeitado y limpio que fuese, emprendería el camino de Cebre un pie tras otro, en el caballo de San Francisco; allí le pediría al cura una jícara de chocolate, y esperaría en la rectoral hasta las doce, hora en que pasa la diligencia de Orense a Santiago; malo sería que en interior o cupé no hubiese un asiento vacante. Tenía dispuesto su maletín: lo enviaría a buscar desde Cebre por un mozo. Y calculando así, miraba contristado el paisaje ameno, el huerto con su dormilón estanque, el umbrío manchón del soto, la verdura de los prados y maizales, la montaña, el limpio firmamento, y se le prendía el alma en el atractivo de aquella dulce soledad y silencio, tan de su gusto, que deseaba pasar allí la vida toda. ¡Cómo ha de ser! Dios nos lleva y trae según sus fines... No, no era Dios, sino el pecado, en figura de Sabel, quien lo arrojaba del paraíso... Le agitó semejante idea y se cortó dos veces la mejilla... Estuvo próximo a inferirse el tercer rasguño, porque le dieron una palmada en el hombro.

Se volvió... ¿Quién había de conocer a don Pedro, tan metamorfoseado como venía? Afeitado también, aunque sin detrimento de su barba, que brillaba suavizada por el aceite de olor, trascendiendo a jabón y a ropa limpia, vestido con traje de mezclilla, chaleco de piqué blanco, hongo azul, y al brazo un abrigo, parecía el señor de Ulloa otro hombre nuevo y diferente, con veinte grados más de educación y cultura que el anterior. De golpe lo comprendió todo Julián... y la sangre le dio gozoso vuelco.

-¡Señorito...!

-Ea, despachar, que corre prisa... Tiene usted que acompañarme a Santiago y necesitamos llegar a Cebre antes de mediodía.

-¿De veras viene usted? ¡Mismo parece cosa de milagro! Yo estuve hoy arreglando la maleta. ¡Bendito sea Dios! Pero si usted determina que me quede aquí entretanto...

-¡No faltaba otra cosa! Si salgo solo, se me agua la fiesta. Voy a dar una sorpresa al tío Manolo, y a conocer a las primas, que sólo las he visto cuando eran unas mocosas... Si ahora me desanimo, no vuelvo a animarme en diez años. Ya he mandado a Primitivo que ensille la yegua y ponga el aparejo a la borrica.

En aquel punto asomó por la puerta un rostro que a Julián se le antojó siniestro, y acaso pensó otro tanto el marqués, pues preguntó impaciente:

-Vamos a ver, ¿qué ocurre?

-La yegua -respondió Primitivo sin alzar la voz- no sirve para el camino.

-¿Por qué razón? ¿Puede saberse?

-Está sin una ferradura siquiera -declaró serenamente el cazador.

-¡Mal rayo que te parta! -vociferó el marqués echando fuego por los ojos-. ¡Ahora me dices eso! ¿Pues no es cuenta tuya cuidar de que esté herrada? ¿O he de llevarla yo al herrador todos los días?

-Como no sabía que el señorito quisiese salir hoy...

-Señor -intervino Julián-, yo iré a pie. Al fin tenía determinado dar ese paseo. Lleve usted la burra.

-Tampoco hay burra -objetó el cazador sin pestañear ni alterar un solo músculo de su faz broncínea.

-¿Que... no... hay... bu... rraaaaa? -articuló, apretando los puños, don Pedro-. ¿Que no... la... hayyy? A ver, a ver... Repíteme eso, en mi cara.

El hombre de bronce no se inmutó al reiterar fríamente.

-No hay burra.

-¡Pues así Dios me salve! ¡La ha de haber y tres más, y si no por quien soy que os pongo a todos a cuatro patas y me lleváis a caballo hasta Cebre!

Nada replicó Primitivo, incrustado en el quicio de la puerta.

-Vamos claros, ¿cómo es que no hay burra?

-Ayer, al volver del pasto, el rapaz que la cuida le encontró dos puñaladas... Puede el señorito verla.

Disparó don Pedro una imprecación, y bajó de dos en dos las escaleras. Primitivo y Julián le seguían. En la cuadra, el pastor, adolescente de cara estúpida y escrofulosa, confirmó la versión del cazador. Allá en el fondo del establo columbraron al pobre animal, que temblaba, con las orejas gachas y el ojo amortiguado; la sangre de sus heridas, en negro reguero, se había coagulado desde el anca a los cascos. Julián experimentaba en el establo sombrío y lleno de telarañas impresión análoga a la que sentiría en el teatro de un crimen. Por lo que hace al marqués, quedóse suspenso un instante, y de súbito, agarrando al pastor por los cabellos, se los mesó y refregó con furia, exclamando:

-Para que otra vez dejes acuchillar a los animales..., toma..., toma..., toma...

Rompió el chico a llorar becerrilmente, lanzando angustiosas miradas al impasible Primitivo. Don Pedro se volvió hacia éste.

-Pilla ahora mismo mi saco y la maleta de don Julián... Volando... Nos vamos a pie hasta Cebre... Andando bien, tenemos tiempo de coger el coche.

Obedeció el cazador sin perder su helada calma. Bajó la maleta y el saco; pero en vez de cargar ambos objetos a hombros, entregó cada bulto a un mozo de campo, diciendo lacónicamente:

-Vas con el señorito.

Sorprendióse el marqués y miró a su montero con desconfianza. Jamás perdonaba Primitivo la ocasión de acompañarle, y extrañaba su retraimiento entonces. Por la imaginación de don Pedro cruzaron rápidas vislumbres de recelo; y como si Primitivo lo adivinase, probó a disiparlo.

-Yo tengo ahí que atender al rareo del soto de Rendas. Están los castaños tan apretados, que no se ve... Ya andan allá los leñadores... Pero sin mí, no se desenvuelven...

Encogióse de hombros el señorito, calculando que acaso Primitivo se proponía ocultar en el soto la vergüenza de su derrota. No obstante, como creía conocerle, hacíasele duro que abandonase la partida sin desquite. Estuvo a punto de exclamar: «Acompáñame». Presintió resistencias, y pensó para su sayo: «¡Qué demonio! Más vale dejarle. Aunque se empeñe, no me ha de cortar el paso... Y si cree que puede conmigo...».

Fijó sin embargo una mirada escrutadora en las escuetas facciones del cazador, donde creía advertir, muy encubierta y disimulada, cierta contracción diabólica.

-¿Qué estará rumiando este zorro? -cavilaba el señorito-. Sin alguna no escapamos. ¡No, pues como se desmande! Me coge hoy en punto de caramelo.

Subió don Pedro a su habitación y volvió con la escopeta al hombro. Julián le miraba sorprendido de que tomase el arma yendo de viaje. De pronto el capellán recordó algo también y se dirigió a la cocina.

-¡Sabel! -gritó-. ¡Sabel! ¿Dónde está el niño, mujer? Le quería dar un beso.

Sabel salió y volvió con el chiquillo agarrado a sus sayas. Le había encontrado escondido en el pesebre de las vacas, su rincón favorito, y el diablillo traía los rizos entretejidos con hierba y flores silvestres. Estaba precioso. Hasta la venda de la descalabradura le asemejaba al Amor. Julián le levantó en peso, besándole en ambos carrillos.

-Sabel, mujer, lávelo de vez en cuando siquiera... Por las mañanas...

-Vámonos, vámonos... -apremió el marqués desde la puerta, como si recelase entrar junto a la mujer y el niño-. Hace falta el tiempo... Se nos va a marchar el coche.

Si Sabel deseaba retener a aquel fugitivo Eneas, no dio de ello la más leve señal, pues se volvió con gran sosiego a sus potes y trébedes. Don Pedro, a pesar de la urgencia alegada para apurar a Julián, aguardó dos minutos en la puerta, quizás con la ilusión recóndita de ser detenido por la muchacha; pero al fin, encogiéndose de hombros, salió delante, y echó a andar por la senda abierta entre viñas que conducía al crucero. Era el paraje descubierto, aunque el terreno quebrado, y el señorito podía otear fácilmente a derecha e izquierda todo cuanto sucediese: ni una liebre brincaría por allí sin que sus ojos linces de cazador la avizorasen. Aunque departiendo con Julián acerca de la sorpresa que se le preparaba a la familia de la Lage, y de si amenazaba llover porque el cielo se había encapotado, no descuidaba el marqués observar algo que debía interesarle muchísimo. Un instante se paró, creyendo divisar la cabeza de un hombre allá lejos, detrás de los paredones que cerraban la viña. Pero a tal distancia no consiguió cerciorarse. Vigiló más atento.

Acercábanse al soto de Rendas, situado antes del crucero; desde allí el arbolado se espesaba, y se dificultaba la precaución. Orillaron el soto, llegaron al pie del santo símbolo y se internaron en el camino más agrio y estrecho, sin ver nada que justificase temores. En la espesura oyeron el golpe reiterado del hacha y el ¡ham! de los leñadores, que rareaban los castaños. Más adelante, silencio total. El cielo se cubría de nubes cirrosas, y la claridad del sol apenas se abría paso, filtrándose velada y cárdena, presagiando tempestad. Julián recordó un detalle melancólico, la cruz a la cual iban a llegar en breve, que señalaba el teatro de un crimen, y preguntó:

-¿Señorito?

-¿Eh? -murmuró el marqués, hablando con los dientes apretados.

-Aquí cerca mataron un hombre, ¿verdad? Donde está la cruz de madera. ¿Por qué fue, señorito? ¿Alguna venganza?

-Una pendencia entre borrachos, al volver de la feria -respondió secamente don Pedro, que se hacía todo ojos para inspeccionar los matorrales.

La cruz negreaba ya sobre ellos, y Julián se puso a rezar el Padre nuestro acostumbrado, muy bajito. Iba delante, y el señorito le pisaba casi los talones. Los mozos portadores del equipaje se habían adelantado mucho, deseosos de llegar cuanto antes a Cebre y echar un traguete en la taberna. Para oír el susurro que produjeron las hojas y la maleza al desviarse y abrir paso a un cuerpo, necesitábanse realmente sentidos de cazador. El señorito lo percibió, aunque tenue, clarísimo, y vio el cañón de la escopeta apuntado tan diestramente que de fijo no se perdería el disparo: el cañón no amagaba a su pecho, sino a las espaldas de Julián. La sorpresa estuvo a punto de paralizar a don Pedro: fue un segundo, menos que un segundo tal vez, un espacio de tiempo inapreciable, lo que tardó en reponerse, y en echarse a la cara su arma, apuntando a su vez al enemigo emboscado. Si el tiro de éste salía, la bala se cruzaría casi con otra bala justiciera. La situación duró pocos instantes: estaban frente a frente dos adversarios dignos de medir sus fuerzas. El más inteligente cedió, encontrándose descubierto. Oyó el marqués el roce del follaje al bajarse el cañón que amenazaba a Julián, y Primitivo salió del soto, blandiendo su vieja escopeta certera, remendada con cordeles. Julián precipitó el Gloria Patri para decirle en tono cortés:

-Hola... ¿Se viene usted con nosotros por fin hasta Cebre?

-Sí, señor -contestó Primitivo, cuyo semblante recordaba más que nunca el de una estatua de fundición-. Dejo dispuesto en Rendas, y voy a ver si de aquí a Cebre sale algo que tumbar...

-Dame esa escopeta, Primitivo -ordenó don Pedro-. Estoy oyendo cantar la codorniz ahí, que no parece sino que me hace burla. Se me ha olvidado cargar mi carabina.

Diciendo y haciendo, cogió la escopeta, apuntó a cualquier parte, y disparó. Volaron hojas y pedazos de rama de un roble próximo, aunque ninguna codorniz cayó herida.

-¡Marró! -exclamó el señorito fingiendo gran contrariedad, mientras para sí discurría: «No era bala, eran postas... Le quería meter grajea de plomo en el cuerpo... ¡Claro, con bala era más escandaloso, más alarmante para la justicia. Es zorro fino!».

Y en voz alta:

-No vuelvas a cargar; hoy no se caza, que se nos viene la lluvia encima y tenemos que apretar el paso. Marcha delante, enséñanos el atajo hasta Cebre.

-¿No lo sabe el señorito?

-Sí tal, pero a veces me distraigo.




ArribaAbajo- IX -

Como ya dos veces había repicado la campanilla y los criados no llevaban trazas de abrir, las señoritas de la Lage, suponiendo que a horas tan tempranas no vendría nadie de cumplido, bajaron en persona y en grupo a abrir la puerta, sin peinar, con bata y chinelas, hechas unas fachas. Así es que se quedaron voladas al encontrarse con un arrogante mozo, que les decía campechanamente:

-¿A que nadie me conoce aquí?

Sintieron impulsos de echar a correr; pero la tercera, la menos linda de todas, frisando al parecer en los veinte años, murmuró:

-De fijo que es el primo Perucho Moscoso.

-¡Bravo! -exclamó don Pedro-. ¡Aquí está la más lista de la familia!

Y adelantándose con los brazos abiertos fue para abrazarla; pero ella, hurtando el cuerpo, le tendió una manecita fresca, recién lavada con agua y colonia. En seguida se entró por la casa gritando:

-¡Papá!, ¡papá! ¡Está aquí el primo Perucho!

El piso retembló bajo unos pasos elefantinos... Apareció el señor de la Lage, llenando con su volumen la antesala, y don Pedro abrazó a su tío, que le llevó casi en volandas al salón. Julián, que por no malograr la sorpresa de la aparición del primo se había quedado oculto detrás de la puerta, salía riendo del escondite, muy embromado por las señoritas, que afirmaban que estaba gordísimo, y se escurría por el corredor, en busca de su madre.

Viéndoles juntos, se observaba extraordinario parecido entre el señor de la Lage y su sobrino carnal: la misma estatura prócer, las mismas proporciones amplias, la misma abundancia de hueso y fibra, la misma barba fuerte y copiosa; pero lo que en el sobrino era armonía de complexión titánica, fortalecida por el aire libre y los ejercicios corporales, en el tío era exuberancia y plétora; condenado a una vida sedentaria, se advertía que le sobraba sangre y carne, de la cual no sabía qué hacer; sin ser lo que se llama obeso, su humanidad se desbordaba por todos lados; cada pie suyo parecía una lancha, cada mano un mazo de carpintero. Se ahogaba con los trajes de paseo; no cabía en las habitaciones reducidas; resoplaba en las butacas del teatro, y en misa repartía codazos para disponer de más sitio. Magnífico ejemplar de una raza apta para la vida guerrera y montés de las épocas feudales, se consumía miserablemente en el vil ocio de los pueblos, donde el que nada produce, nada enseña, ni nada aprende, de nada sirve y nada hace. ¡Oh dolor! Aquel castizo Pardo de la Lage, naciendo en el siglo XV, hubiera dado en qué entender a los arqueólogos e historiadores del XIX.

Mostró admirarse de la buena presencia del sobrino y le habló llanotamente, para inspirarle confianza.

-¡Muchacho, muchacho! ¿A dónde vas con tanto doblar? Cuidado que estás más hombre que yo... Siempre te imitaste más a Gabriel y a mí que a tu madre que santa gloria haya... Lo que es con tu padre, ni esto... No saliste Moscoso, ni Cabreira, chico; saliste Pardo por los cuatro costados. Ya habrás visto a tus primas, ¿eh? Chiquillas, ¿qué le decís al primo?

-¿Qué me dicen? Me han recibido como a la persona de más cumplimiento... A ésta le quise dar un abrazo, y ella me alargó la mano muy fina.

-¡Qué borregas! ¡Marías Remilgos! A ver cómo abrazáis todas al primo, inmediatamente.

La primera que se adelantó a cumplir la orden fue la mayor. Al estrecharla, don Pedro no pudo dejar de notar las bizarras proporciones del bello bulto humano que oprimía. ¡Una real moza, la primita mayor!

-¿Tú eres Rita, si no me equivoco? -preguntó risueño-. Tengo muy mala memoria para nombres y puede que os confunda.

-Rita, para servirte... -respondió con igual amabilidad la prima-. Y ésta es Manolita, y ésta es Carmen, y aquélla es Nucha...

-Sttt... Poquito a poco... Me lo iréis repitiendo conforme os abrace.

Dos primas vinieron a pagar el tributo, diciendo festivamente:

-Yo soy Manolita, para servir a usted.

-Yo, Carmen, para lo que usted guste mandar.

Allá entre los pliegues de una cortina de damasco se escondía la tercera, como si quisiese esquivar la ceremonia afectuosa; pero no le valió la treta, antes su retraimiento incitó al primo a exclamar:

-¿Doña Hucha, o como te llames?... Cuidadito conmigo..., se me debe un abrazo...

-Me llamo Marcelina, hombre... Pero éstas me llaman siempre Marcelinucha o Nucha...

Costábale trabajo resolverse, y permanecía refugiada en el rojo dosel de la cortina, cruzando las manos sobre el peinador de percal blanco, que rayaban con doble y largo trazo, como de tinta, sus sueltas trenzas. El padre la empujó bruscamente, y la chica vino a caer contra el primo, toda ruborizada, recibiendo un apretón en regla, amén de un frote de barbas que la obligó a ocultar el rostro en la pechera del marqués.

Hechas así las amistades, entablaron el señor de la Lage y su sobrino la imprescindible conversación referente al viaje, sus causas, incidentes y peripecias. No explicaba muy satisfactoriamente el sobrino su impensada venida: pch... ganas de espilirse... Cansa estar siempre solo... Gusta la variación... No insistió el tío, pensando para su chaleco: «Ya Julián me lo contará todo».

Y se frotaba las manos colosales, sonriendo a una idea que, si acariciaba tiempo hacía allá en su interior, jamás se le había presentado tan clara y halagüeña como entonces. ¡Qué mejor esposo podían desear sus hijas que el primo Ulloa! Entre los numerosos ejemplares del tipo del padre que desea colocar a sus niñas, ninguno más vehemente que don Manuel Pardo, en cuanto a la voluntad, pero ninguno más reservado en el modo y forma. Porque aquel hidalgo de cepa vieja sentía a la vez gana ardentísima de casar a las chiquillas y un orgullo de raza tan exaltado, bajo engañosas apariencias de llaneza, que no sólo le vedaba descender a ningún ardid de los usuales en padres casamenteros, sino que le imponía suma rigidez y escrúpulo en la elección de sus relaciones y en la manera de educar a sus hijas, a quienes traía como encastilladas y aisladas, no llevándolas sino de pascuas a ramos a diversiones públicas. Las señoritas de la Lage, discurría don Manuel, deben casarse, y sería contrario al orden providencial que no apareciese tronco en que injertar dignamente los retoños de tan noble estirpe; pero antes se queden para vestir imágenes que unirse con cualquiera, con el teniente que está de guarnición, con el comerciante que medra midiendo paño, con el médico que toma el pulso; eso sería, ¡vive Dios!, profanación indigna; las señoritas de la Lage sólo pueden dar su mano a quien se les iguale en calidad. Así pues, don Manuel, que se desdeñaría de tender redes a un ricachón plebeyo, se propuso inmediatamente hacer cuanto estuviese en su mano para que su sobrino pasase a yerno, como el Sandoval de la zarzuela.

¿Conformaban las primitas con las opiniones de su padre? Lo cierto es que, apenas el primo se sentó a platicar con don Manuel, cada niña se escurrió bonitamente, ya a arreglar su tocado, ya a prevenir alojamiento al forastero y platos selectos para la mesa. Se convino en que el primo se quedaba hospedado allí, y se envió por la maleta a la posada.

Fue la comida alegre en extremo. Rápidamente se había establecido entre don Pedro y las señoritas de la Lage el género de familiaridad inherente al parentesco en grado prohibido pero dispensable: familiaridad que se diferencia de la fraternal en que la sazona y condimenta un picante polvito de hostilidad, germen de graciosas y galantes escaramuzas. Cruzábase en la mesa vivo tiroteo de bromas, piropos, que entre los dos sexos suele preludiar a más serios combates.

-Primo, me extraña mucho que estando a mi lado no me sirvas el agua.

-Los aldeanos no entendemos de política: ve enseñándome un poco, que por tener maestras así...

-Glotón, ¿quién te da permiso para repetir?

-El plato está tan rico, que supongo que es obra tuya.

-¡Vaya unas ilusiones! Ha sido la cocinera. Yo no guiso para ti. Te fastidiaste.

-Prima, esta yemecita. Por mí.

-No me robes del plato, goloso. Que no te lo doy, ea. ¿No tienes ahí la fuente?

-¿A que te lo atrapo? Cuando más descuidada estés...

-¿A que no?

Y la prima se levantaba y echaba a correr con su plato en las manos, para evitar el hurto de un merengue o de media manzana, y el juego se celebraba con estrepitosas carcajadas, como si fuese el paso más gracioso del mundo. Las mantenedoras de este torneo eran Rita y Manolita, las dos mayores; en cuanto a Nucha y Carmen, se encerraban en los términos de una cordialidad mesurada, presenciando y riendo las bromas, pero sin tomar parte activa en ellas, con la diferencia de que en el rostro de Carmen, la más joven, se notaba una melancolía perenne, una preocupación dominante, y en el de Nucha se advertía tan sólo gravedad natural, no exenta de placidez.

Hállabase don Pedro en sus glorias. Al resolverse a emprender el viaje, receló que las primas fuesen algunas señoritas muy cumplimenteras y espetadas, cosa que a él le pondría en un brete, por serle extrañas las fórmulas del trato ceremonioso con damas de calidad, clase de perdices blancas que nunca había cazado; mas aquel recibimiento franco le devolvió al punto su aplomo. Animado, y con la cálida sangre despierta, consideraba a las primitas una por una, calculando a cuál arrojaría el pañuelo. La menor no hay duda que era muy linda, blanca con cabos negros, alta y esbelta, pero la mal disimulada pasión de ánimo, las cárdenas ojeras, amenguaban su atractivo para don Pedro, que no estaba por romanticismos. En cuanto a la tercera, Nucha, asemejábase bastante a la menor, sólo que en feo: sus ojos, de magnífico tamaño, negros también como moras, padecían leve estrabismo convergente, lo cual daba a su mirar una vaguedad y pudor especiales; no era alta, ni sus facciones se pasaban de correctas, a excepción de la boca, que era una miniatura. En suma, pocos encantos físicos, al menos para los que se pagan de la cantidad y morbidez en esta nuestra envoltura de barro. Manolita ofrecía otro tipo distinto, admirándose en ella lozanas carnes y suma gracia, unida a un defecto que para muchos es aumento singular de perfección en la mujer, y a otros, verbigracia a don Pedro, les inspira repulsión: un carácter masculino mezclado a los hechizos femeniles, un bozo que iba pasando a bigote, una prolongación del nacimiento del pelo sobre la oreja que, descendiendo a lo largo de la mandíbula, quería ser, más que suave patilla, atrevida barba. A la que no se podían poner tachas era a Rita, la hermana mayor. Lo que más cautivaba a su primo, en Rita, no era tanto la belleza del rostro como la cumplida proporción del tronco y miembros, la amplitud y redondez de la cadera, el desarrollo del seno, todo cuanto en las valientes y armónicas curvas de su briosa persona prometía la madre fecunda y la nodriza inexhausta. ¡Soberbio vaso en verdad para encerrar un Moscoso legítimo, magnífico patrón donde injertar el heredero, el continuador del nombre! El marqués presentía en tan arrogante hembra, no el placer de los sentidos, sino la numerosa y masculina prole que debía rendir; bien como el agricultor que ante un terreno fértil no se prenda de las florecillas que lo esmaltan, pero calcula aproximadamente la cosecha que podrá rendir al terminarse el estío.

Pasaron al salón después de la comida, para la cual las muchachas se habían emperejilado. Enseñaron a don Pedro infinidad de quisicosas: estereóscopos, álbumes de fotografías, que eran entonces objetos muy elegantes y nada comunes. Rita y Manolita obligaban al primo a fijarse en los retratos que las representaban apoyadas en una silla o en una columna, actitud clásica que por aquel tiempo imponían los fotógrafos; y Nucha, abriendo un álbum chiquito, se lo puso delante a don Pedro, preguntándole afanosamente:

-¿Le conoces?

Era un muchacho como de diecisiete años, rapado, con uniforme de alumno de la Academia de artillería, parecidísimo a Nucha y a Carmen cuanto puede parecerse un pelón a dos señoritas con buenas trenzas de pelo.

-Es mi niño -afirmó Nucha muy grave.

-¿Tu niño?

Riéronse las otras hermanas a carcajadas, y don Pedro exclamó cayendo en la cuenta:

-¡Bah!, ya sé. Es vuestro hermano, mi señor primo, el mayorazgo de la Lage, Gabrieliño.

-Pues claro: ¿quién había de ser? Pero esa Nucha le quiere tanto, que siempre le llama su niño.

Nucha, corroborando el aserto, se inclinó y besó el retrato, con tan apasionada ternura, que allá en Segovia el pobre alumno, víctima quizá de los rigores de la cruel novatada, debió sentir en la mejilla y el corazón una cosa dulce y caliente.

Cuando Carmen, la tristona, vio a sus hermanas entretenidas, se escabulló del salón, donde ya no apareció más. Agotado todo lo que en el salón había que enseñar al primo, le mostraron la casa desde el desván hasta la leñera: un caserón antiguo, espacioso y destartalado, como aún quedan muchos en la monumental Compostela, digno hermano urbano de los rurales Pazos de Ulloa. En su fachada severa desafinaba una galería de nuevo cuño, ideada por don Manuel Pardo de la Lage, que tenía el costoso vicio de hacer obras. Semejante solecismo arquitectónico era el quitapesares de las señoritas de Pardo; allí se las encontraba siempre, posadas como pájaros en rama favorita, allí hacían labor, allí tenían un breve jardín, contenido en macetas y cajones, allí colgaban jaulas de canarios y jilgueros; tal vez no parasen en esto los buenos oficios de la galería dichosa. Lo cierto es que en ella encontraron a Carmen, asomada y mirando a la calle, tan absorta que no sintió llegar a sus hermanas. Nucha le tiró del vestido; la muchacha se volvió, pudiendo notarse que tenía unas vislumbres de rosa en las mejillas, descoloridas de ordinario. Hablóle Nucha vivamente al oído, y Carmen se apartó del encristalado antepecho, siempre muda y preocupada. Rita no cesaba de explicar al primo mil particularidades.

-Desde aquí se ven las mejores calles... Ése es el Preguntoiro; por ahí pasa mucha gente... Aquella torre es la de la Catedral... ¿Y tú no has ido a la Catedral todavía? ¿Pero de veras no le has rezado un Credo al Santo Apóstol, judío? -exclamaba la chica vertiendo provocativa luz de sus pupilas radiantes-. Vaya, vaya... Tengo yo que llevarte allí, para que conozcas al Santo y lo abraces muy apretadito... ¿Tampoco has visto aún el Casino?, ¿la Alameda?, ¿la Universidad? ¡Señor! ¡Si no has visto nada!

-No, hija... Ya sabes que soy un pobre aldeano... y he llegado ayer al anochecer. No hice más que acostarme.

-¿Por qué no te viniste acá en derechura, descastado?

-¿A alborotaros la casa de noche? Aunque salgo de entre tojos, no soy tan mal criado como todo eso.

-Vamos, pues hoy tienes que ver alguna notabilidad... Y no faltar al paseo... Hay chicas muy guapas.

-De eso ya me he enterado, sin molestarme en ir a la Alameda -contestó el primo echando a Rita una miradaza que ella resistió con intrepidez notoria, y pagó sin esquivez alguna.




ArribaAbajo- X -

Y en efecto, le fueron enseñadas al marqués de Ulloa multitud de cosas que no le importaban mayormente. Nada le agradó, y experimentó mil decepciones, como suele acontecer a las gentes habituadas a vivir en el campo, que se forman del pueblo una idea exagerada. Pareciéronle, y con razón, estrechas, torcidas y mal empedradas las calles, fangoso el piso, húmedas las paredes, viejos y ennegrecidos los edificios, pequeño el circuito de la ciudad, postrado su comercio y solitarios casi siempre sus sitios públicos; y en cuanto a lo que en un pueblo antiguo puede enamorar a un espíritu culto, los grandes recuerdos, la eterna vida del arte conservada en monumentos y ruinas, de eso entendía don Pedro lo mismo que de griego o latín. ¡Piedras mohosas! Ya le bastaban las de los Pazos. Nótese cómo un hidalgo campesino de muy rancio criterio se hallaba al nivel de los demócratas más vandálicos y demoledores. A pesar de conocer a Orense y haber estado en Santiago cuando niño, discurría y fantaseaba a su modo lo que debe ser una ciudad moderna: calles anchas, mucha regularidad en las construcciones, todo nuevo y flamante, gran policía, ¿qué menos puede ofrecer la civilización a sus esclavos? Es cierto que Santiago poseía dos o tres edificios espaciosos, la Catedral, el Consistorio, San Martín... Pero en ellos existían cosas muy sin razón ponderadas, en concepto del marqués: por ejemplo, la Gloria de la Catedral. ¡Vaya unos santos más mal hechos y unas santas más flacuchas y sin forma humana!, ¡unas columnas más toscamente esculpidas! Sería de ver a alguno de estos sabios que escudriñan el sentido de un monumento religioso, consagrándose a la tarea de demostrar a don Pedro que el pórtico de la Gloria encierra alta poesía y profundo simbolismo. ¡Simbolismo! ¡Jerigonzas! El pórtico estaba muy mal labrado, y las figuras parecían pasadas por tamiz. Por fuerza las artes andaban atrasadísimas en aquellos tiempos de maricastaña. Total, que de los monumentos de Santiago se atenía el marqués a uno de fábrica muy reciente: su prima Rita.

La proximidad de la fiesta del Corpus animaba un tanto la soñolienta ciudad universitaria, y todas las tardes había lucido paseo bajo los árboles de la Alameda. Carmen y Nucha solían ir delante, y las seguían Rita y Manolita, acompañadas por su primo; el padre cubría la retaguardia conversando con algún señor mayor, de los muchos que existen en el pueblo compostelano, donde por ley de afinidad parece abundar más que en otras partes la gente provecta. A menudo se arrimaba a Manolita un señorito muy planchado y tieso, con cierto empaque ridículo y exageradas pretensiones de elegancia: llamábase don Víctor de la Formoseda y estudiaba derecho en la Universidad; don Manuel Pardo le veía gustoso acercarse a sus hijas, por ser el señorito de la Formoseda de muy limpio solar montañés, y no despreciable caudal. No era éste el único mosquito que zumbaba en torno de las señoritas de la Lage. A las primeras de cambio notó don Pedro que así por los tortuosos y lóbregos soportales de la Rúa del Villar, como por las frondosidades de la Alameda y la Herradura, les seguía y escoltaba un hombre joven, melenudo, enfundado en un gabán gris, de corte raro y antiguo. Aquel hombre parecía la sombra de las muchachas: no era posible volver la cabeza sin encontrársele: y don Pedro reparó también que al surgir detrás de un pilar o por entre los árboles el rondador perpetuo, la cara triste y ojerosa de Carmen se animaba, y brillaban sus abatidos ojos. En cambio don Manuel y Nucha daban señales de inquietud y desagrado.

Ya sobre la pista, don Pedro siguió acechando, a fuer de cazador experto. Nucha no debía tener ningún adorador entre la multitud de estudiantes y vagos que acudían al paseo, o si lo tenía, no le hacía caso, pues caminaba seria e indiferente. En público, Nucha parecía revestirse de gravedad ajena a sus años. Respecto a Manolita, no perdía ripio coqueteando con el señorito de la Formoseda. Rita, siempre animada y provocadora, lo era mucho con su primo, y no poco con los demás, pues don Pedro advirtió que a las miradas y requiebros de sus admiradores correspondía con ojeadas vivas y flecheras. Lo cual no dejó de dar en qué pensar al marqués de Ulloa, el cual, tal vez por contarse en el número de los hombres fácilmente atraídos por las mujeres vivarachas, tenía de ellas opinión detestable y para sus adentros la expresaba en términos muy crudos.

Dormían en habitaciones contiguas Julián y el marqués, pues Julián, desde su ordenación, había ascendido de categoría en la casa, y mientras la madre continuaba desempeñando las funciones de ama de llaves y dueña, el hijo comía con los señores, ocupaba un cuarto de importancia, y era tratado en suma, si no de igual a igual, pues siempre quedaban matices de protección, al menos con gran amabilidad y deferencia. De noche, antes de recogerse, el marqués se le entraba en el dormitorio a fumar un cigarro y charlar. La conversación ofrecía pocos lances, pues siempre versaba sobre el mismo proyecto. Decía don Pedro que le admiraban dos cosas: haberse resuelto a salir de los Pazos, y hallarse tan decidido a tomar estado, idea que antes le parecía irrealizable. Era don Pedro de los que juzgan muy importantes y dignas de comentarse sus propias acciones y mutaciones -achaque propio de egoístas- y han menester tener siempre cerca de sí algún inferior o subordinado a quien referirlas, para que les atribuya también valor extraordinario.

Agradaba la plática a Julián. Aquellas proyectadas bodas entre primo y prima le parecían tan naturales como juntarse la vid al olmo. Las familias no podían ser mejores ni más para en una; las clases iguales; las edades no muy desproporcionadas, y el resultado dichosísimo, porque así redimía el marqués su alma de las garras del demonio, personificado en impúdicas barraganas. Solamente no le contentaba que don Pedro se hubiese ido a fijar en la señorita Rita: mas no se atrevía ni a indicarlo, no fuese a malograrse la cristiana resolución del marqués.

-Rita es una gran moza... -decía éste explayándose-. Parece sana como una manzana, y los hijos que tenga heredarán su buena constitución. Serán más fuertes aún que Perucho, el de Sabel.

¡Inoportuna reminiscencia! Julián se apresuraba a replicar, sin meterse en honduras fisiológicas:

-La casta de los señores de Pardo es muy saludable, gracias a Dios...

Una noche cambiaron de sesgo las confidencias, entrando en terreno sumamente embarazoso para Julián, siempre temeroso de que cualquier desliz de su lengua desbaratase los proyectos del señorito, y le echase a él sobre la conciencia responsabilidad gravísima.

-¿Sabe usted -insinuó don Pedro- que mi prima Rita se me figura algo casquivana? Por el paseo va siempre entretenida en si la miran o no la miran, si le dicen o no le dicen... juraría que toma varas.

-¿Que toma varas? -repitió el capellán, quedándose en ayunas del sentido de la frase grosera.

-Sí, hombre..., que se deja querer, vamos... Y para casarse, no es cosa de broma que la mujer las gaste con el primero que llega.

-¿Quién lo duda, señorito? La prenda más esencial en la mujer es la honestidad y el recato. Pero no hay que fiarse de apariencias. La señorita Rita tiene el genio así, franco y alegre...

Creíase Julián salvado con estas evasivas, cuando, a las pocas noches, don Pedro le apretó para que cantase:

-Don Julián, aquí no valen misterios... Si he de casarme, quiero al menos saber con quién y cómo... Apenas se reirían si porque vengo de los Pazos me diesen de buenas a primeras gato por liebre. Con razón se diría que salí de un soto para meterme en otro. No sirve contestar que usted no sabe nada. Usted se ha criado en esta casa, y conoce a mis primas desde que nació. Rita... Rita es mayor que usted, ¿no es verdad?

-Sí, señor -respondió Julián, no teniendo por cargo de conciencia revelar la edad-. La señorita Rita cumplirá ahora veintisiete o veintiocho años... Después viene la señorita Manolita y la señorita Marcelina, que son seguidas..., veintitrés y veintidós... porque en medio murieron dos niños varones..., y luego la señorita Carmen, veinte... Cuando nació el señorito Gabriel, que andará en los diecisiete o poco más, ya no se pensaba que la señora volviese a tener sucesión, porque andaba delicada, y le probó tan mal el parto, que falleció a los pocos meses.

-Pues usted debe conocer perfectamente a Rita. Cante usted, ea.

-Señorito, a la verdad... Yo me crié en esta casa, es cierto; pero sin manualizarme con los señores, porque mi clase era otra muy distinta... Y mi madre, que era muy piadosa, no me permitió jamás juntarme con las señoritas para jugar ni nada... por razones de decoro... ¡Ya usted me comprende! Con el señorito Gabriel sí que tuve algún trato; lo que es con las señoritas... buenos días y buenas noches, cuando las encontraba en los pasillos. Luego ya fui al Seminario...

-¡Bah, bah! ¿Tiene usted gana de cuentos...? Harto estará usted de saber cosas de las chicas. Basta su madre de usted para enterarle. ¿Acerté? Se ha puesto usted colorado... ¡Ajá! ¡Por ahí vamos bien! ¡A ver con qué cara me niega que su madre le ha informado de algunas cosillas...!

Julián se tornó purpúreo. ¡Que si le habían contado! ¡Pues no habían de contarle! Desde su llegada, la venerable dueña que regía el llavero en casa de la Lage no había cogido a solas a su hijo un minuto sin ceder a la comezón de tocar ciertos asuntos, que únicamente con varones graves y religiosos pueden conferirse... Misía Rosario no lo iba a charlar con otras comadres envidiosas, eso no; por algo comía el pan de don Manuel Pardo; pero con la gente grave y de buen consejo, v. g., su confesor don Vicente el canónigo, y Julián, aquel pedazo de sus entrañas elevado a la más alta dignidad que cabe en la tierra, ¿quién le vedaba el gustazo de juzgar a su modo la conducta del amo y las señoritas, de alardear de discreción, censurando melosa y compasivamente algunos de sus actos que ella «si fuese señora» no realizaría jamás, y de oír que «personas de respeto» alababan mucho su cordura, y conformaban del todo con su dictamen? Que si le habían contado a Julián, ¡Dios bendito! Pero una cosa era que se lo hubiesen contado, y otra que él lo pudiese repetir. ¿Cómo revelar la manía de la señorita Carmen, empeñada en casarse contra viento y marea de su padre, con un estudiantillo de medicina, un nadie, hijo de un herrador de pueblo (¡oh baldón para la preclara estirpe de los Pardos!), un loco de atar que la comprometía siguiéndola por todas partes a modo de perrito faldero, y de quien además se aseguraba que era un materialista, metido en sociedades secretas? ¿Cómo divulgar que la señorita Manolita hacía novenas a San Antonio para que don Víctor de la Formoseda se determinase a pedirla, llegando al extremo de escribir a don Víctor cartas anónimas indisponiéndole con otras señoritas cuya casa frecuentaba? Y sobre todo, ¿cómo indicar ni lo más somero y mínimo de aquello de la señorita Rita, que maliciosamente interpretado tanto podía dañar a su honra? Antes le arrancasen la lengua.

-Señorito... -balbució-. Yo creo que las señoritas son muy buenas e incapaces de faltar en nada; pero si lo contrario supiese, me guardaría bien de propalarlo, toda vez que yo..., que mi agradecimiento a esta familia me pondría..., vamos... como si dijéramos... una mordaza...

Detúvose, comprendiendo que se empantanaba más.

-No traduzca mis palabras, señorito... Por Dios, no saque usted consecuencias de mi poca habilidad para explicarme.

-¿Según eso -preguntó el marqués mirando de hito en hito al capellán-, usted juzga que no hay absolutamente nada censurable? Clarito. ¿Las considera usted a todas unas señoritas intachables... perfectísimas... que me convienen para casarme? ¿Eh?

Meditó Julián antes de responder.

-Si usted se empeña en que le descubra cuánto uno tiene en el corazón... francamente, aunque las señoritas son cada una de por sí muy simpáticas, yo, puesto a escoger, no lo niego..., me quedaría con la señorita Marcelina.

-¡Hombre! Es algo bizca... y flaca... Sólo tiene buen pelo y buen genio.

-Señorito, es una alhaja.

-Será como las demás.

-Es como ella sola. Cuando el señorito Gabriel quedó sin mamá de pequeñito, lo cuidó con una formalidad que tenía la gracia del mundo, porque ella no era mucho mayor que él. Una madre no hiciera más. De día, de noche, siempre con el chiquillo en brazos. Le llamaba su hijo: dicen que era un sainete ver aquello. Parece que el peso del chiquillo la rindió y por eso quedó más delicada de salud que las otras. Cuando el hermano marchó al colegio, estuvo malucha. Por eso la ve usted descolorida. Es un ángel, señorito. Todo se le vuelve aconsejar bien a las hermanas...

-Señal de que lo necesitan -arguyó don Pedro maliciosamente.

-¡Jesús! No puede uno deslizarse... Bien sabe usted que sobre lo bueno está lo mejor, y la señorita Marcelina raya en perfecta. La perfección es dada a pocos. Señorito, la señorita Marcelina, ahí donde usted la ve, se confiesa y comulga tan a menudo, y es tan religiosa, que edifica a la gente.

Quedóse don Pedro reflexionando algún rato, y aseguró después que le agradaba mucho, mucho, la religiosidad en las mujeres; que la conceptuaba indispensable para que fuesen «buenas».

-Con que beatita, ¿eh? -añadió-. Ya tengo por dónde hacerla rabiar.

Y tal fue en efecto el resultado inmediato de aquella conferencia donde, con mejor deseo que diplomacia, había intentado Julián presentar la candidatura de Nucha. Desde entonces el primo gastó con ella bastantes bromas, algunas más pesadas que divertidas. Con placer del niño voluntarioso cuyos dedos entreabren un capullo, gozaba en poner colorada a Nucha, en arañarle la epidermis del alma por medio de chanzas subidas e indiscretas familiaridades que ella rechazaba enérgicamente. Semejante juego mortificaba al capellán tanto como a la chica; las sobremesas eran para él largo suplicio, pues a las anécdotas y cuentos de don Manuel, que versaban siempre sobre materias nada pulcras ni bien olientes (costumbre inveterada en el señor de la Lage), se unían las continuas inconveniencias del primo con la prima. El pobre Julián, con los ojos fijos en el plato, el rubio entrecejo un tanto fruncido, pasaba las de Caín. Imaginábase él que ajar, siquiera fuese en broma, la flor de la modestia virginal era abominable sacrilegio. Por lo que su madre le había contado y por lo que en Nucha veía, la señorita le inspiraba religioso respeto, semejante al que infunde el camarín que contiene una veneranda imagen. Jamás se atrevía a llamarla por el diminutivo, pareciéndole Nucha nombre de perro más bien que de persona; y cuando don Pedro se resbalaba a chanzonetas escabrosas, el capellán, juzgando que consolaba a la señorita Marcelina, tomaba asiento a su lado y le hablaba de cosas santas y apacibles, de alguna novena o función de iglesia, a las cuales Nucha asistía con asiduidad.

No lograba el marqués vencer la irritante atracción que le llevaba hacia Rita; y con todo, al crecer el imperio que ejercía en sus sentidos la prima mayor, se fortalecía también la especie de desconfianza instintiva que infunden al campesino las hembras ciudadanas, cuyo refinamiento y coquetería suele confundir con la depravación. Vamos, no lo podía remediar el marqués; según frase suya, Rita le escamaba terriblemente. ¡Es que a veces ostentaba una desenvoltura! ¡Se mostraba con él tan incitadora; tendía la red con tan poco disimulo; se esponjaba de tal suerte ante los homenajes masculinos!

El aldeano que llega al pueblo ha oído contar mil lances, mil jugarretas hechas a los bobos que allí entran desprevenidos como incautos peces. Lleno de recelo, mira hacia todas partes, teme que le roben en las tiendas, no se fía de nadie, no acierta a conciliar el sueño en la posada, no sea que mientras duerme le birlen el bolso. Guardada la distancia que separaba de un labriego al señor de Ulloa, éste era su estado moral en Santiago. No hería su amor propio ser dominado por Primitivo y vendido groseramente por Sabel en su madriguera de los Pazos, pero sí que le torease en Compostela su artificiosa primilla. Además, no es lo mismo distraerse con una muchacha cualquiera que tomar esposa. La hembra destinada a llevar el nombre esclarecido de Moscoso y a perpetuarlo legítimamente había de ser limpia como un espejo... Y don Pedro figuraba entre los que no juzgan limpia ya a la que tuvo amorosos tratos, aún en la más honesta y lícita forma, con otro que con su marido. Aún las ojeadas en calles y paseos eran pecados gordos. Entendía don Pedro el honor conyugal a la manera calderoniana, española neta, indulgentísima para el esposo e implacable para la esposa. Y a él que no le dijesen: Rita no estaba sin algún enredillo... Acerca de Carmen y Manolita no necesitaba discurrir, pues bien veía lo que pasaba. Pero Rita...

Ningún amigo íntimo tenía en Santiago don Pedro, aunque sí varios conocidos, ganados en el paseo, en casa de su tío o en el Casino, donde solía ir mañana y noche, a fuer de buen español ocioso. Allí se le embromaba mucho con su prima, comentándose también la desatinada pasión de Carmen por el estudiante y su continuo atalayar en la galería, con el adorador apostado enfrente. Siempre alerta, el señorito estudiaba el tono y acento con que nombraban a Rita. En dos o tres ocasiones le pareció notar unas puntas de ironía, y acaso no se equivocase; pues en las ciudades pequeñas, donde ningún suceso se olvida ni borra, donde gira perpetuamente la conversación sobre los mismos asuntos, donde se abulta lo nimio y lo grave adquiere proporciones épicas, a menudo tiene una muchacha perdida la fama antes que la honra, y ligerezas insignificantes, glosadas y censuradas años y años, llevan a su autora con palma al sepulcro. Además, las señoritas de la Lage, por su alcurnia, por los humos aristocráticos de su padre, y la especie de aureola con que pretendía rodearlas, por su belleza, eran blanco de bastantes envidillas y murmuraciones: cuando no se las motejaba de orgullosas, se recurría a tacharlas de coquetas.

Lucía el Casino entre su maltratado mueblaje un caduco sofá de gutapercha, gala del gabinete de lectura: sofá que pudiera llamarse tribuna de los maldicientes, pues allí se reunían tres de las más afiladas tijeras que han cortado sayos en el mundo, triunvirato digno de más detenido bosquejo y en el cual descollaba un personaje eminentísimo, maestro en la ciencia del mal saber. Así como los eruditos se precian de no ignorar la más mínima particularidad concerniente a remotas épocas históricas, este sujeto se jactaba de poder decir, sin errar punto ni coma, lo que disfrutaban de renta, lo que comían, lo que hablaban y hasta lo que pensaban las veinte o treinta familias de viso que encerraba el recinto de Santiago. Hombre era para pronunciar con suma formalidad y gran reposo:

-Ayer, en casa de la Lage, se han puesto en la mesa dos principios: croquetas y carne estofada. La ensalada fue de coliflor, y a los postres se sirvió carne de membrillo de las monjas.

Comprobada la exactitud de tales pormenores, resultaban rigurosamente ciertos.

Tan bien informado individuo consiguió encender más recelos en el ánimo del suspicaz señor de Ulloa, bastándole para ello unas cuantas palabritas, de ésas que tomadas al pie de la letra no llevan malicia alguna, pero vistas al trasluz pueden significarlo todo... Encomiando el salero de Rita, y la hermosura de Rita, y la buena conformación anatómica del cuerpo de Rita, añadió como al descuido:

-Es una muchacha de primer orden... Y aquí difícilmente le saldría novio. Las chicas por el estilo de Rita siempre encuentran su media naranja en un forastero.




ArribaAbajo- XI -

Hacía un mes que don Manuel Pardo se preguntaba a sí mismo: «¿Cuándo se determinará el rapaz a pedirme a Rita?».

Que se la pediría, no lo dudó un momento. La situación del marqués en aquella casa era tácitamente la del novio aceptado. Los amigos de la familia de la Lage se permitían alusiones desembozadas a la próxima boda; los criados, en la cocina, calculaban ya a cuánto ascendería la propineja nupcial. Al recogerse, sus hermanas daban matraca a Rita. A todas horas reían fraternalmente con el primo y una ráfaga de alegría juvenil trocaba la vetusta casa en alborotada pajarera.

Descabezaba una tarde la siesta el marqués, cuando llamaron a la puerta con grandes palmadas. Abrió: era Rita, en chambra, con un pañuelo de seda atado a lo curro, luciendo su hermosa garganta descubierta. Blandía en la diestra un plumero enorme, y parecía una guapísima criada de servir, semejanza que lejos de repeler al marqués, le hizo hervir la sangre con mayor ímpetu. Sofocada y risueña la muchacha echaba lumbres por ojos, boca y mejillas.

-¿Perucho? ¿Peruchón?

-¿Ritiña, Ritona? -contestó don Pedro devorándola con el mirar.

-Dicen las chicas que vengas... Estamos muy enfaenadas arreglando el desván, donde hay todos los trastos del tiempo del abuelo. Parece que se encuentran allí cosas fenomenales.

-Y yo ¿para qué os sirvo? Supongo que no me mandaréis barrer.

-Todo será que se nos antoje. Ven, holgazán, dormilón, marmota.

Conducía al desván empinadísima escalera, y no era el sitio muy oscuro, pues recibía luz de tres grandes claraboyas, pero sí bastante bajo; don Pedro no podía estar allí de pie, y las chicas, al menor descuido, se pegaban coscorrones en la cabeza contra la armazón del techo. Guardábanse en el desván mil cachivaches arrumbados que habían servido en otro tiempo a la pompa, aparato y esplendor de los Pardos de la Lage, y hoy tenían por compañeros al polvo y la polilla; por esperanza, la visita de muchachas bulliciosas, que de vez en cuando lo exploraban, a fin de desenterrar alguna presea de antaño, que reformaban según la moda actual. Con las antiguallas que allí se pudrían, pudiera escribirse la historia de las costumbres y ocupaciones de la nobleza gallega, desde un par de siglos acá. Restos de sillas de manos pintadas y doradas; farolillos con que los pajes alumbraban a sus señoras al regresar de las tertulias, cuando no se conocía en Santiago el alumbrado público; un uniforme de maestrante de Ronda; escofietas y ridículos, bordados de abalorio; chupas recamadas de flores vistosas; medias caladas de seda, rancias ya; faldas adornadas con caireles; espadines de acero tomados de orín; anuncios de funciones de teatro impresos en seda, rezando que la dama de música había de cantar una chistosa tonadilla, y el gracioso representar una divertida pitipieza; todo andaba por allí revuelto con otros chirimbolos análogos, que trascendían a casacón desde mil leguas, y entre los cuales distinguíanse, como prendas más simbólicas y elocuentes, los trebejos masónicos: medalla, triángulo, mallete, escuadra y mandil, despojos de un abuelo afrancesado y grado 33.·., y una lindísima chaqueta de grana, con las insignias de coronel bordadas en plata por bocamangas y cuello, herencia de la abuela de don Manuel Pardo, que según costumbre de su época, autorizada por el ejemplo de la reina María Luisa, usaba el uniforme de su marido para montar diestramente a horcajadas.

-A buena parte me trajisteis -decía don Pedro, ahogado entre el polvo y contrariadísimo por no poder moverse del asiento.

-Aquí te queremos -le replicaban Rita y Manolita, palmoteando triunfantes-,porque aunque te empeñes, no hay medio de correr tras de nosotras, ni de hacernos barrabasadas. Llegó la nuestra. Te vamos a vestir con espadín y chupa. Ya verás.

-Buena gana tengo de ponerme de máscara.

-Un minuto solamente. Para ver qué facha haces.

-Os digo que no me visto de mamarracho.

-¿Cómo que no? Se nos ha puesto a nosotras en el moño.

-Mirad que os pesará. La que se me acerque ha de arrepentirse.

-¿Y qué nos harás, fantasmón?

-Eso no se dice hasta que se vea.

La misteriosa amenaza pareció infundir temor en las primas, que se limitaron por entonces a inofensivas travesuras, a algún plumerazo más o menos. Adelantaba la limpieza del desván: Manolita, con sus brazos nervudos, manejaba los trastos; Rita los clasificaba; Nucha los sacudía y doblaba esmeradamente; Carmen tomaba poca parte en el trajín, y menos aún en la jarana: dos o tres veces se eclipsó, para asomarse a la galería sin duda. Las demás le soltaron indirectas.

-¿Qué tal está el día, Carmucha? ¿Llueve o hace sol?

-¿Pasa mucha gente por la calle? Contesta, mujer.

-Ésa siempre está pensando en las musarañas.

A medida que las prendas iban quedando limpias de polvo, las chicas se las probaban. A Manolita le sentaba a maravilla el uniforme de coronel, por su tipo hombruno. Rita era un encanto con la dulleta de seda verdegay de la abuela. Carmen sólo consintió en dejarse poner un estrafalario adorno, un penacho triple, que allá cuando se estrenó se llamaba Las tres potencias. Tocóle a Nucha la probatura de las mantillas de blonda. A todo esto la tarde caía, y en el telarañoso recinto del desván se veía muy poco. La penumbra era favorable a los planes de las muchachas; aprovechando la ocasión propicia, acercáronse disimuladamente las dos mayores a don Pedro, y mientras Rita le plantaba en la cabeza un sombrero de tres picos, Manolita le echaba por los hombros una chupa color tórtola, con guirnaldas de flores azules y amarillas.

Fue de confusión el momento que siguió a esta diablura sosa. Don Pedro, medio a gatas porque de otro modo no se lo consentía la poca altura del desván, perseguía a sus primas, resuelto a tomar memorable venganza; y ellas, exhalando chillidos ratoniles, tropezando con los muebles y cachivaches esparcidos aquí y acullá, procuraban buscar la puertecilla angosta, para evitar represalias. Mientras Rita se atrincheraba tras los restos de una silla de manos y una desvencijada cómoda, huyeron dos chicas, las menos valientes; y habiendo tenido Manolita la buena ocurrencia de cegar momentáneamente a su primo arrojándole a la cabeza un chal, pudo evadirse también Rita, jefe nato del motín. Desenredarse del chal haciéndolo jirones, y lanzarse a la puerta y a la escalera en seguimiento de la fugitiva, fueron acciones simultáneas en don Pedro.

Saltó impetuosamente los peldaños, precipitándose en el corredor a tientas, guiado por su instinto de perseguidor de alimañas ágiles, que oye delante de sí el apresurado trotecillo de la hermosa res. En una revuelta del pasillo le dio alcance. La defensa fue blanda, entrecortada de risas. Don Pedro, determinado a infligir el castigo ofrecido, lo aplicó en efecto cerca de una oreja, largo y sonoro. Parecióle que la víctima no se resistía entonces; mas debía ser errónea tan maliciosa suposición, porque Rita aprovechó un segundo de suspensión de hostilidades para huir nuevamente, gritando:

-¿A que no me coges otra vez, cobarde?

Engolosinado, olvidando el peligro del juego, el marqués echó detrás de la prima, que se había desvanecido ya en las negruras del pasadizo. Éste, irregular y tortuoso, serpeaba alrededor de parte de la casa, quebrándose en inesperados codos, y a veces estrechándose como longaniza mal rellena. Rita llevaba ventaja en sus familiares angosturas. Oyó el marqués chirriar puertas, indicio de que la chica se había acogido al sagrado de alguna habitación. No estaba don Pedro para respetar sagrados. Empujó la puerta tras la cual juzgaba parapetada a Rita. La puerta resistía como si tuviese algún obstáculo delante; mas los puños de don Pedro dieron cuenta fácilmente de la endeble trinchera de un par de sillas, que vinieron al suelo con estrépito. Penetró en un cuarto completamente oscuro, y por instinto alargó las manos a fin de no tropezar con los muebles; advirtió que algo rebullía en las tinieblas; tanteó el aire y palpó un bulto de mujer, que aprisionó en sus brazos sin decir palabra, con ánimo de repetir el castigo. ¡Oh sorpresa! La resistencia más tenaz y briosa, la protesta más desesperada, unas manitas de acero que no podía cautivar, un cuerpo nervioso que se sacudía rehuyendo toda presión, y al mismo tiempo varias exclamaciones de profunda y verdadera congoja, dos o tres gritos ahogados que demandaban socorro... ¡Diantre! Aquello no se parecía a lo otro, no... Por ciego y exaltado que estuviese el marqués, hubo de comprender... Sintió una confusión insólita en él, y soltó a la chica.

-Nuchiña, no llores... Calla, mujer... Ya te dejo; no te hago nada... Aguarda un instante.

Registró precipitadamente sus bolsillos, rascó un fósforo, miró alrededor, encendió una vela puesta en un candelabro... Nucha, viéndose libre, callaba; pero se mantenía a la defensiva. Volvió el marqués a disculparse y a consolarla.

-Nucha, no seas chiquilla... Perdona, mujer... Dispensa, no creía que eras tú.

Conteniendo un sollozo, exclamó Nucha:

-Fuese quien fuese... Con las señoritas no se hacen estas brutalidades.

-Hija mía, tu señora hermanita me buscó..., y el que me busca, que no se queje si me encuentra... Ea, no haya más, no estés así disgustada. ¿Qué va a decir de mí el tío? Pero ¿aún lloras, mujer? Cuidado que eres sensible de veras. A ver, a ver esa cara.

Alzó el candelabro para alumbrar el rostro de Nucha. Estaba ésta encendida, demudada, y por sus mejillas corría despacio una lágrima; pero al darle la luz en los ojos, no pudo menos de sonreír ligeramente y secar el llanto con su pañuelo.

-¡Hija! ¡Cualquiera se te atreve! ¡Eres una fierecita! ¡Y hasta fuerza en los puños descubres en esos momentos! ¡Diantre!

-Vete -ordenó Nucha recobrando su seriedad-. Ésta es mi habitación, y no me parece decente que te estés metido en ella.

Dio el marqués dos pasos para salir; y volviéndose de pronto, preguntó:

-¿Quedamos amigos? ¿Se hacen las paces?

-Sí, con tal que no vuelvas a las andadas -respondió con sencillez y firmeza Nucha.

-¿Qué me harás si vuelvo? -interrogó risueño el hidalgo campesino-. Capaz eres de dejarme en el sitio de una manotada, chica.

-No por cierto... No tengo yo fuerzas para tanto. Haré otra cosa.

-¿Cuál?

-Decírselo a papá, muy clarito, para que se fije en lo que de seguro no se le habrá pasado por la cabeza: que no parece natural vivir tú aquí no siendo nuestro hermano y siendo nosotras muchachas solteras. Ya sé que es un atrevimiento meterme a enmendarle la plana a papá; pero él no ha reparado en esto, ni te cree capaz de gracias como las de hoy. En cuanto note algo, se le ha de ocurrir sin que yo se lo sople al oído, pues no soy quién para aconsejar a mi padre.

-¡Caramba! Lo dices de un modo..., ¡como si fuese cuestión de vida o muerte!

-Pues así.

Marchóse con estas despachaderas el marqués, y a la hora de la cena estuvo taciturno y metido en sí, haciendo caso omiso de las zalamerías de Rita. Nucha, aunque un poco alterada la fisonomía, se mostró como siempre, afable, tranquila y atenta al buen servicio y orden de la mesa. Aquella noche el marqués no dejó dormir a Julián, entreteniéndole hasta las altas horas con larga y tendida plática. Los días siguientes fueron de tregua; don Pedro salía bastante, y se le veía mucho en el Casino, junto a la tribuna de los maldicientes. No perdía allí el tiempo. Informábase de particularidades que le importaban, por ejemplo, el verdadero estado de fortuna de su tío. En Santiago se decía lo que él sospechaba ya: don Manuel Pardo mejoraba en tercio y quinto a su primogénito Gabriel, que entre la mejora, su legítima y el vínculo, vendría a arramblar con casi toda la casa de la Lage. No restaba más esperanza a las primitas que la herencia de una tía soltera, doña Marcelina, madrina de Nucha por más señas, que residía en Orense, atesorando sórdidamente y viviendo como una rata en su agujero. Estas nuevas dieron en qué pensar a don Pedro, que desveló a Julián algunas noches más. Al cabo adoptó una resolución definitiva.

Estremecióse de placer don Manuel Pardo viendo al sobrino entrar en su despacho una mañana, con la expresión indefinible que se nota en el rostro y continente de quien viene a tratar algo de importancia. Había oído don Manuel que donde hay varias hermanas, lo difícil es deshacerse de la primera, y después las otras se desprenden de suyo, como las cuentas de una sarta tras la más próxima al cabo del hilo. Colocada Rita, lo demás era tortas y pan pintado. Con Manolita cargaría por último el finchado señorito de la Formoseda; a Carmen se le quitarían de la cabeza ciertas locuras y siendo tan linda no le faltaría buen acomodo; y Nucha... Lo que es Nucha no le hacía a él peso en casa, pues la gobernaba a las mil maravillas; además, a fuer de heredera presunta de su madrina, no necesitaba ampararse casándose. Si no hallaba marido, viviría con Gabriel cuando éste, acabada la carrera, se estableciese según conviene al mayorazgo de la Lage. Con tan gratos pensamientos, don Manuel abrió los oídos para mejor recibir el rocío de las palabras de su sobrino... Lo que recibió fue un escopetazo.

-¿Por qué se asusta usted tanto, tío? -exclamaba don Pedro gozando en sus adentros con la mortificación y asombro del viejo hidalgo-. ¿Hay impedimento? ¿Tiene Nucha otro novio?

Comenzó don Manuel a poner mil objeciones, callándose algunas que no eran para dichas. Salió la corta edad de la muchacha, su delicada salud, y hasta su poca hermosura alegó el padre, sazonando la observación con alusiones no muy reservadas al buen palmito de Rita y al mal gusto de no preferirla. Dio al sobrino manotadas en los hombros y en las rodillas; gastó chanzas, quiso aconsejarle como se aconseja a un niño que escoge entre juguetes; y por último, tras de referir varios chascarrillos adecuados al asunto y contados en dialecto, acabó por declarar que a las demás chicas les daría algo al contraer matrimonio, pero que a Nucha... como esperaba heredar lo de su tía... Los tiempos estaban malos, abofé... Luego, encarándose con el marqués, le interrogó:

-¿Y qué dice esa mosquita muerta de Nucha, vamos a ver?

-Usted se lo preguntará, tío... ¡Yo no le dije cosa de sustancia...! Ya vamos viejos para andar haciendo cocos.

¡Oh y qué marejada hubo en casa de la Lage por espacio de una quincena! Entrevistas con el padre, cuchicheos de las hermanas entre sí, trasnochadas y madrugonas, batir de puertas, lloreras escondidas que denunciaban ojos como puños, trastornos en las horas de comer, conferencias con amigos sesudos, curiosidades de dueña oficiosa que apaga el ruido de su pisar para sorprender algo al abrigo de una cortina, todas las dramáticas menudencias que acompañan a un grave suceso doméstico... Y como en provincia las paredes son de cristal, se murmuró en Santiago desaforadamente, glosando los escándalos ocurridos entre las señoritas de la Lage por causa del primo. Se acusó a Rita de haber insultado agriamente a su hermana porque le quitaba el novio, y a Carmen de ayudarla, porque Nucha reprendía su ventaneo. Se censuró a Nucha también por falsa e hipócrita. Se le royeron los zancajos a don Manuel, afirmando que había dicho en toda confianza a persona que lo repitió en toda intimidad: «El sobrino no me había de salir de aquí sin una de las chicas, y como se le antojó Nucha, hubo que dársela». Se aseguró que las hermanas no cruzaban ya palabra alguna en la mesa, y lo confirmó ver a Rita en paseo sola con Carmen delante, mientras el primo seguía detrás con don Manuel y Nucha. Ésta iba como avergonzada, cabizbaja y modesta. Crecieron los comentarios cuando Rita salió para Orense, a acompañar una temporada a la tía Marcelina, según dijo, y don Pedro para una posada, por no considerarse decoroso que los novios viviesen bajo un mismo techo en vísperas de boda.

Ésta se efectuó llegada la dispensa pontificia, hacia fines del mes de agosto. No faltaron los indispensables requisitos: finezas mutuas, regalos de amigos y parientes, cajas de dulces muy emperifolladas para repartir, buen ajuar de ropa blanca, las galas venidas de Madrid en un cajón monstruo. Dos o tres días antes de la ceremonia se recibió un paquetito procedente de Segovia, y dentro de él un estuche. Contenía una sortija de oro muy sencilla, y una cartulina figurando tarjeta, que decía: «A mi inolvidable hermana Marcelina, su más amante hermano, Gabriel». La novia lloró bastante con el obsequio de su niño, púsolo en el dedo meñique de la mano izquierda, y allí se le reunió el otro anillo que en la iglesia le ciñeron.

Casáronse al anochecer, en una parroquia solitaria. Vestía la novia de rico gro negro, mantilla de blonda y aderezo de brillantes. Al regresar hubo refresco para la familia y amigos íntimos solamente: un refresco a la antigua española, con almíbares, sorbetes, chocolate, vino generoso, bizcochos, dulces variadísimos, todo servido en macizas salvillas y bandejas de plata, con gran etiqueta y compostura. No adornaban la mesa flores, a no ser las rosas de trapo de las tartas o ramilletes de piñonate; dos candelabros con bujías, altos como mecheros de catafalco, solemnizaban el comedor; y los convidados, transidos aún del miedo que infunde el terrible sacramento del matrimonio visto de cerca, hablaban bajito, lo mismo que en un duelo, esmerándose en evitar hasta el repique de las cucharillas en la loza de los platos. Parecía aquello la comida postrera de los reos de muerte. Verdad es que el señor don Nemesio Angulo, eclesiástico en extremo cortesano y afable, antiguo amigo y tertuliano de don Manuel y autor de la dicha de los cónyuges, a quienes acababa de bendecir, intentó soltar dos o tres cosillas festivas, en tono decentemente jovial, para animar un poco la asamblea; pero sus esfuerzos se estrellaron contra la seriedad de los concurrentes. Todos estaban -es la frase de cajón- muy afectados, incluso el señorito de la Formoseda, que acaso pensaba «cuando la barba de tu vecino...», y Julián, que viendo colmados sus deseos y votos ardentísimos, triunfante su candidatura, sentía no obstante en el corazón un peso raro, como si algún presentimiento cruel se lo abrumase.

Seria y solícita, la novia atendía y servía a todo el mundo; dos o tres veces su pulso desasentado le hizo verter el Pajarete que escanciaba al buen don Nemesio, colocado en sitio preferente, a su derecha. El novio entretanto conversaba con los hombres, y, al alzarse de la mesa, repartió excelentes cigarros de que tenía rellena la petaca. Nadie aludió al trascendental acontecimiento, ni se atrevió a decir la menor chanza que pudiese poner colorada a la novia; pero al despedirse los convidados, algunos caballeros recalcaron maliciosamente las buenas noches, mientras matronas y doncellas, besando con estrépito a la desposada, le chillaban al oído: «Adiós, señora... Ya eres señora, ya no es posible llamarte señorita...», celebrando tan trivial observación con afectadas risas, y mirando a Nucha como para aprendérsela de memoria. Cuando todos fueron saliendo, don Manuel Pardo se acercó a su hija, y la oprimió contra el pecho colosal, sellándole la frente con besos muy cariñosos. Hallábase realmente conmovido el señor de la Lage: era la primera vez que casaba una hija; sentía desbordarse en su alma la paternidad, y al tomar de la mano a Nucha para conducirla a la cámara nupcial, alumbrándoles el camino Misia Rosario con un candelabro de cinco brazos cogido de la mesa del comedor, no acertaba a pronunciar palabra, y un poco de humedad se asomaba a sus lagrimales áridos, y una sonrisa de orgullo y placer entreabría al mismo tiempo su boca. En el umbral pudo exclamar al cabo:

-¡Si levantase la cabeza tal día como hoy tu madre que en gloria esté!

Ardían en el tocador de la estancia dos velas puestas en candeleros no menos empinados y majestuosos que los candelabros del refresco; y como no la iluminaba otra luz, ni se había soñado siquiera en el clásico globo de porcelana que es de rigor en todo voluptuoso camarín de novela, impregnaba la alcoba más misterio religioso que nupcial, completando su analogía con una capilla u oratorio la forma del tálamo, cuyas cortinas de damasco rojo franjeadas de oro se parecían exactamente a colgaduras de iglesia, y cuyas sábanas blanquísimas, tersas y almidonadas, con randas y encajes, tenían la casta lisura de los manteles de altar. Cuando el padre se retiraba ya, murmurando «Adiós, Nuchiña, hija querida», la novia le asió la diestra y se la besó humildemente, con labios secos, abrasados de calentura. Quedó sola. Temblaba como la hoja en el árbol, y al través de sus crispados nervios corría a cada instante el escalofrío de la muerte chiquita, no por miedo razonado y consciente, sino por cierto pavor indefinible y sagrado. Parecíale que aquella habitación donde reinaba tan imponente silencio, donde ardían tan altas y graves las luces, era el mismo templo en que no hacía dos horas aún se había puesto de hinojos... Volvió a arrodillarse, divisando allá en la sombra de la cabecera del lecho el antiguo Cristo de ébano y marfil, a quien el cortinaje formaba severo dosel. Sus labios murmuraban el consuetudinario rezo nocturno: «Un Padrenuestro por el alma de mamá...». Oyéronse en el corredor pisadas recias, crujir de botas flamantes, y la puerta se abrió.




 
 
FIN DEL TOMO PRIMERO