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ArribaAbajoCapítulo XXIII.

La disolución.


177. En el capítulo XII recorrimos rápidamente el ciclo de fenómenos que verifica todo ser, en su paso de lo imperceptible a lo perceptible, y viceversa; dimos nombres distintos a esos dos modos opuestos de redistribución de la materia y del movimiento: evolución y disolución; y describimos, en general, la naturaleza de esas dos operaciones, y las respectivas condiciones de su verificación. Hemos luego examinado en todos sus detalles, los fenómenos de evolución en sus principales formas, siguiéndolos hasta el equilibrio en que terminan todos. Para completar nuestro objeto debemos, pues, examinar ahora, con algún detenimiento, los fenómenos de disolución. No es esto decir que hemos de insistir largamente en el estudio de la disolución, la cual no presenta, de ningún modo, tan varios o interesantes fenómenos como la evolución; pero sí debemos decir algo más que las generalidades ya citadas.

Sabemos que ninguna de esas dos operaciones opuestas o antagonistas se hace con total independencia de la otra, y que todo cambio en el sentido de una de ellas es un resultado-diferencia de su mutuo conflicto. Toda masa en evolución, aunque, en suma, pierda movimiento y se integre, siempre recibe también movimiento en uno u otro sentido, y por consiguiente, a la vez que se integra se desintegra, y desde el momento en que dejan de predominar los movimientos de integración, el movimiento recibido, aunque destruido parcialmente por la disipación, tiende a producir, y produce, finalmente, la transformación inversa; la disolución. Cuando la evolución ha terminado; cuando la masa ha perdido su exceso de movimiento y recibe del medio ambiente tanto movimiento cuanto disipa; cuando llega al equilibrio en que terminan todos los cambios o fenómenos, queda sujeta a todas las acciones externas que pueden acrecer su movimiento (el de la masa), y que con el tiempo darán a las diversas partículas, lenta o repentinamente, un exceso de movimiento capaz de producir la desintegración. Según que el equilibrio de la masa y sus varias partes sea más o menos inestable, su disolución se hará más o menos rápidamente, en unos pocos días o minutos, o en miles o millones de años. Pero todo agregado, expuesto como está a todos los movimientos comunicados, no sólo de los otros agregados próximos, sino del Universo entero -todo vida y movimiento-, perecerá solo o acompañado de los agregados próximos a él.

He ahí la causa general de toda disolución; veamos ahora cómo se efectúa en los agregados de diversos órdenes; y siendo inverso el curso de los cambios de disolución al de los de evolución, podremos seguir también un método inverso en su estudio, al seguido en los diversos órdenes sucesivos de aquella operación progresiva, comenzando por el más complejo y acabando por el más sencillo.

178. Si consideramos la evolución de una sociedad, como siendo, a la vez, un incremento en el número de individuos integrados en un cuerpo político constituido de tal o cual modo, un incremento en las masas y variedades de partes que forman las divisiones y subdivisiones de ese cuerpo social, un incremento en el número y variedad de funciones o acciones sociales, y un incremento en el grado de combinación de esas masas y sus funciones; veremos que la disolución social obedece a la ley general, en cuanto que es, bajo el punto de vista material, una desintegración, y bajo el punto de vista dinámico un decremento de los movimientos totales o de masas, y un incremento de los movimientos moleculares o parciales; y también obedece a la ley, en cuanto que su causa (la de la disolución social) es un exceso de movimiento recibido del exterior, y en uno u otro sentido.

En consecuencia, se ve claramente que la disolución social que resulta de la invasión de una nación por otra, y que, como lo muestra la historia, es susceptible de verificarse cuando la evolución social ha terminado en aquélla y comenzado su decadencia, no es, bajo el punto de vista más general, sino la introducción de un nuevo movimiento externo. Cuando, como ha sucedido muchas veces, la sociedad vencida es disuelta o dispersada, esa disolución es, materialmente, la cesación de los movimientos combinados que ejecutaban sus diversos elementos militares, civiles, etc., y la caída en un estado en que no se verifican más que movimientos individuales aislados; es decir, que el movimiento de las unidades ha reemplazado al movimiento de las masas.

No se puede negar, igualmente, que cuando una peste, un hambre, una revolución, producen en una sociedad un principio de disolución, hay un incremento en los movimientos desintegradores y un decremento en los de integración. A medida que crece el desorden, los actos políticos, primero combinados bajo la acción del gobierno, se aíslan, y haciéndose antagónicos unos de otros, producen motines, etc. A la vez, las operaciones industriales y comerciales, coordinadas en la totalidad del cuerpo político, se interrumpen; y las únicas de esas acciones que continúan son las locales o pequeñas. Todo nuevo cambio desorganizador disminuye las operaciones combinadas convenientes para satisfacer las necesidades humanas, y deja que las satisfagan, en lo posible, por operaciones aisladas. El Japón nos presenta un buen ejemplo del modo como se verifican esas desintegraciones en una sociedad que ha llegado al límite del desarrollo del tipo a que pertenece, y por tanto, a un estado de equilibrio móvil. El edificio social de ese pueblo ha permanecido durante largo tiempo en el mismo estado, hasta que ha recibido el choque de la civilización europea, en parte por una agresión armada, en parte por la influencia de las ideas; desde ese momento histórico, el edificio social japonés ha comenzado a desmoronarse, y está realmente en un estado de disolución política, al cual seguirá indudablemente una reorganización; mas aunque así sea, el primer efecto que la nueva fuerza exterior ha producido en dicha sociedad ha sido un principio de disolución, un cambio de movimientos integrados en movimientos desintegrados.

Aún es de la misma naturaleza la causa de la disolución que se manifiesta en una sociedad que comienza a decaer, después de haber llegado al apogeo del desarrollo de que era susceptible. La disminución del número de sus miembros es, en parte, resultado de la emigración, porque una sociedad constituida bajo el plan definitivo de su evolución no puede ceder y modificarse bajo la influencia del incremento de población, pues mientras puede modificarse, aún está en evolución. No siendo retenido el exceso de población producido continuamente por una organización adaptable a él, se dispersa; y las influencias que ejercen sobre esa población en exceso las sociedades vecinas, auxilian la emigración; es decir, determínase un incremento de movimientos no combinados, en vez de un aumento de movimientos combinados. A medida que la sociedad toma una forma más rígida y se hace menos capaz de refundirse y de tomar la forma que hace posible el éxito en la lucha con las sociedades vecinas, el número de ciudadanos que pueden vivir en ese cuadro inextensible, disminuye; y disminuye, tanto por la emigración, cuanto por la falta de reproducción que acarrea la falta de subsistencias. Otra nueva forma de decadencia o disolución causada por el exceso del número de los que mueren prematuramente sobre el de los que sobreviven lo bastante para reproducirse, es también un decremento de la cantidad total de movimientos combinados, a la par que un incremento en la cantidad de movimientos aislados o no combinados; lo cual veremos comprobado al tratar de la disolución de cada individuo.

Si, pues, se tiene en cuenta las diferencias que separan las masas sociales de las de otras especies; si se considera que aquéllas están formadas de unidades, floja o indirectamente unidas por fuerzas muy complejas y de diversos modos, se inferirá también que la disolución de las sociedades obedece a la ley general, con tanta precisión como se podía razonablemente suponer.

179. Si pasamos ahora al estudio de la disolución de los seres orgánicos, veremos que también es debida a una disgregación de materia, producida por un movimiento adicional procedente del exterior. Examinenos primero la transformación, y después estudiaremos su causa.

La muerte, o el equilibrio final que precede a la disolución, es el punto de parada de todos los movimientos integrados que nacen durante la evolución. Cesan primeramente los movimientos totales o de locomoción; después los parciales voluntarios, como los de los miembros, y por fin los involuntarios, como los de los órganos de la digestión, respiración y circulación. Cesa, en suma, toda transformación de movimiento molecular, en movimiento de masas, y, por el contrario, todos los movimientos de masas se transforman en movimientos moleculares. ¿Qué va a suceder, pues? No podemos decir que hay una transformación nueva de movimiento sensible en movimiento insensible, porque aquél no existe ya. Sin embargo, la disolución implica un incremento de movimientos insensibles, puesto que éstos son mayores en los gases que durante aquélla se desprenden, que en los líquidos y sólidos de que proceden. Todas las unidades químicas complejas que constituyen un cuerpo orgánico poseen un movimiento rítmico del cual participan las unidades simples componentes. Cuando la descomposición cadavérica disgrega esas moléculas compuestas, y sus elementos toman forma gaseosa, no solamente crece el movimiento implicado por la difusión, sino que los movimientos que las moléculas compuestas poseen, se resuelven en movimientos de sus moléculas elementales. De suerte, que la disolución orgánica nos presenta, primero el fin de la transformación de movimientos moleculares en movimientos de masas, lo cual constituye la evolución bajo el punto de vista dinámico, y en seguida la transformación del movimiento de masas en movimientos moleculares. Hasta ahora no vemos que la disolución orgánica satisfaga plenamente a la definición general de la disolución; es decir: «una absorción de movimiento acompañada de una desintegración de materia, esta última operación es, sin duda, evidente, pero no lo es tanto la absorción de movimiento en la disolución especial de que tratamos. Puédese ciertamente inferir esa absorción, en el hecho de que las partículas integradas antes en una masa sólida que ocupaba un pequeño espacio, se han alejado unas de otras, y ocupan muchísimo más, puesto que el movimiento necesario para esa transformación ha de provenir de alguna parte; mas no se ve claramente y a priori, ese origen; no obstante, llegaremos a descubrirlo sin gran trabajo.

Desde luego, a temperaturas inferiores a la del hielo fundente, no se verifica la descomposición de la materia orgánica. Los movimientos integrados de las moléculas integradas hasta un grado elevado, no se resuelven, a esa baja temperatura, en movimientos de las moléculas elementales. Los cuerpos muertos conservados a esa temperatura inferior no se descomponen, por largo que sea el período de su conservación; testigos los mammouths, elefantes fósiles de una especie extinguida ya hace mucho tiempo, que fueron hallados entre los hielos de la Siberia, y que aun cuando muertos indudablemente hace millares de años, tenían la carne tan fresca, al ser descubiertos, que los lobos la devoraron en seguida. ¿Qué significan esas conservaciones excepcionales? Un cuerpo conservado a una temperatura inferior a 0º C. no recibe sino cantidades insignificantes de calor o movimiento molecular; o en otros términos: un cuerpo orgánico que no recibe del medio ambiente una cantidad do movimiento molecular, superior a cierto límite, no entra en disolución. Comprueban esa ley las variaciones en la intensidad de la disolución que acompañan a las variaciones de temperatura; todos sabemos que las sustancias putrescibles empleadas en nuestra alimentación, se conservan más en tiempo frío que en el caloroso. Es también cierto, aunque no tan sabido, que en la zona tórrida la descomposición orgánica es más rápida que en las templadas, y en éstas más que en las glaciales. Así, pues, todo organismo muerto recibe más o menos movimiento para reemplazar el absorbido por las moléculas dispersas de los gases desprendidos, según que el medio ambiente tenga mayor o menor temperatura, es decir, más o menos movimiento molecular. Son también pruebas evidentes de la ley las descomposiciones rapidísimas, producidas por las altas temperaturas artificiales, mediante las cuales preparamos nuestros alimentos: las superficies de éstos, carbonizadas algunas veces, nos prueban que el movimiento molecular comunicado por la lumbre, ha disipado los elementos gaseosos del alimento -oxígeno, hidrógeno ázoe-, dejando únicamente el elemento sólido -carbono.

Las masas que más claramente patentizan la naturaleza y causas de la evolución, también manifiestan de un modo análogo, la naturaleza y causas de la disolución. A las masas en cuya composición entra esa materia particular, a la cual una gran cantidad de movimiento molecular propio da una gran plasticidad o aptitud para desarrollarse en formas de composición muy compleja (103), bástalas una pequeña cantidad de movimiento molecular, añadido al que ya poseen, para producir su disolución. Aun cuando la muerte produce un equilibrio estable en las masas sensibles u órganos del cuerpo, como el equilibrio de las unidades insensibles o moléculas de los humores y tejidos es inestable, basta una débil fuerza incidente para destruirle y comenzar la desintegración.

180. Cuando los agregados inorgánicos han llegado a tomar esas formas densas, en las que hay relativamente poco movimiento conservado, permanecen durante largo tiempo sin experimentar cambio alguno sensible. Cada uno ha perdido tanto movimiento, al pasar del estado difuso al integrado, cuanto le sería necesario para el paso inverso; puede, pues, transcurrir muchísimo tiempo antes de que se encuentren en condiciones de recibir la cantidad de movimiento necesaria para su desintegración. Examinemos primero los agregados inorgánicos que conservan bastante movimiento molecular para experimentar fácilmente la disolución.

A esa clase pertenecen los líquidos y los sólidos que se volatilizan a las temperaturas ordinarias. En todos esos casos hay movimiento absorbido, y la disolución se verifica con una rapidez proporcionada a la cantidad de calor o de movimiento que la masa en cuestión recibe de sus alrededores. Otro caso es el de las moléculas de un agregado sólido o de integración más adelantada, difundidas o dispersadas entre las de otro cuerpo líquido o menos integrado, es decir, las soluciones o disoluciones de un sólido en un líquido; y buena prueba de que en este caso la desintegración de materia también va acompañada de absorción de movimiento, es que las sustancias solubles se disuelven más rápidamente, por lo general, cuanto más alta es la temperatura del disolvente, en igualdad de todas las demás condiciones. Por último, otra prueba aún más decisiva es que si se disuelve un sólido en un líquido, ambos a igual temperatura, ésta baja, y a veces mucho, durante la disolución, lo cual quiere decir que el movimiento que dispersa las moléculas del sólido entre las del disolvente, es engendrado a expensas del que éste posee, salvo los casos en que haya verdadera acción química entre esos dos cuerpos.

Las masas sedimentarias, acumuladas en capas comprimidas por millares de pies de capas sobrepuestas y solidificadas hace millares de años, pueden quizá permanecer inalterables millones de años, pero finalmente serán desintegradas por las acciones continuas de las causas, modificadoras de la corteza terrestre.

Toda masa inorgánica, simple o compuesta, pequeña o grande, cristalizada o amorfa, experimentará, tarde o pronto, pero ineludiblemente, cambios contrarios a los que experimentó durante su evolución. No quiere decir eso que volverá completamente al estado imperceptible, como vuelve la inmensa mayoría si no la totalidad de los seres orgánicos; pero indudablemente todo paso en la desintegración es un paso hacia lo imperceptible, y nada impide creer que llegará a ese estado la materia inorgánica, al cabo de un tiempo indefinido, y después de oscilaciones mayores o menores de integrarse y desintegrarse. Es, por el contrario, muy probable que en época futura, inmensamente lejana, todos los agregados inorgánicos, con todos los despojos, no disipados aún, de los organismos, se reduzcan al estado de máxima difusión gaseosa, completando así el ciclo de sus cambios.

181. Después que la Tierra, considerada como un todo, haya atravesado toda la serie de sus transformaciones ascendentes o evolutivas, se encontrará, como todos los seres, sujeta a las influencias del medio ambiente; y en el curso de los incesantes e innumerables cambios que se operan en el Universo, siempre en movimiento, nuestro globo debe sufrir la acción de fuerzas bastante poderosas para desintegrarle, aunque en época que no es posible calcular. Veamos cuáles son esas fuerzas.

En su ensayo sobre la acción recíproca de las fuerzas naturales, el profesor Helmholtz establece el equivalente calorífico del movimiento de traslación de la Tierra, tal como se puede calcular fundándose en los datos admitidos por Joule. Dicho equivalente es, según dicho cálculo, igual a la cantidad de calor que produciría la combustión de catorce globos de carbón del mismo tamaño cada uno que la Tierra. Suponiendo a ésta una capacidad calorífica igual a la del agua, la masa terrestre se elevaría a una temperatura de 11.200º, si por cualquier causa fuese detenida bruscamente en su movimiento de traslación; a esa temperatura claro es que la mayor parte de dicha masa estaría líquida o gaseosa. Si una vez en reposo, la Tierra cayese sobre el Sol, como era natural no existiendo ya entonces la fuerza centrífuga, ese choque desarrollaría una cantidad de calor 400 veces mayor que la antes citada. Ahora bien; aun cuando ese cálculo parece inútil para nuestro objeto actual, pues no es probable la súbita detención de la Tierra, ni su caída sobre el Sol, hay no obstante, como ya hemos indicado (171) una fuerza continua que tiende a llevar la Tierra y todos los planetas hacia el Sol. Esa fuerza es la resistencia del Éter, que, según muchos astrónomos, se revela ya, aproximando unas a otras las órbitas de los antiguos planetas. Si, pues, se verifica ese efecto, llegará un tiempo, aunque lejano, en que la órbita terrestre se confunda con el Sol; y aun cuando la cantidad de movimiento total, transformable entonces en movimiento molecular, no será indudablemente tan grande como la calculada por Helmholtz, bastará muy probablemente para volatilizar la Tierra.

La disolución de la Tierra y de los demás planetas no es la disolución del sistema solar. En su conjunto, todos esos cambios del sistema solar no son sino incidentes concomitantes de la integración de la masa total del sistema. Cada masa secundaria, después de haber recorrido su proceso evolutivo y llegado a un estado de equilibrio movible, permanece en él hasta que en virtud de la integración general del sistema se incorpora a la masa central; esta unión implica la transformación de movimiento de masas en movimiento molecular, y determina ciertamente un aumento en la cantidad de movimiento dispersada bajo la forma de luz y calor, pero no puede dilatar indefinidamente la época de la integración completa de la masa total del sistema, cuya integración se verificará cuando se haya difundido en el espacio el exceso de movimiento latente que hoy posee dicha masa.

182. Llegamos ya a la cuestión suscitada al principio de este capítulo. ¿Tiende al reposo completo o absoluto la evolución en su conjunto y en sus detalles? ¿Es la muerte individual o el reposo que termina la evolución de los seres orgánicos, el tipo de la muerte universal, en cuyo seno tiende a terminar la evolución universal? ¿Debemos imaginar como fin del Universo el Espacio infinito poblado de innumerables soles inmóviles eternamente en lo futuro?

A esa pregunta puramente especulativa sólo puede darse una respuesta especulativa; y que, menos que como una respuesta positiva, debe ser considerada como una objeción a la hipótesis de que el estado inmediato es el estado definitivo. Si, extremando el argumento de que la evolución debe terminar en un equilibrio o reposo completo, se deduce que, suceda lo que quiera en contrario, la muerte universal continuará indefinidamente, lícito será indicar cómo, extremando aún más el razonamiento, debemos inferir una nueva vida universal después de la muerte universal. Veamos los fundamentos o razones en pro de esa inducción.

Ya hemos visto que el establecimiento del equilibrio, por lejos que queramos seguirle, no es sino un resultado relativo. La disipación del movimiento de un cuerpo, por su comunicación a la materia ambiente sólida, liquida, gaseosa o etérea, da a ese cuerpo una posición fija respecto a esa materia, a la cual comunica su movimiento; pero los demás movimientos internos continúan. Además, ese movimiento, cuya desaparición produce el equilibrio relativo, no ha sido verdaderamente perdido, sino tan sólo transferido. Ya se transforme directa e inmediatamente en movimiento molecular, como sucede en el Sol; ya, como sucede en la mayoría de los casos que vemos en torno nuestro, se transforme directamente en movimientos sensibles más pequeños y éstos a su vez en otros más pequeños aún, hasta que se hacen insensibles, eso importa poco; en todos los casos, el resultado final es que, sea cualquiera el movimiento de masas disipado, reaparece como movimiento molecular a través del espacio. Las cuestiones que debemos considerar son, pues, las siguientes: una vez establecidos los equilibrios que ponen fin a la evolución, ¿quedan aún otros por establecerse? ¿Hay otros movimientos de masas transformables aún en moleculares? Si los hay, ¿qué debe suceder cuando el movimiento molecular engendrado por su transformación (la de esos nuevos movimientos totales) se añada a los movimientos moleculares ya existentes?

A la primera cuestión puede responderse que efectivamente existen movimientos no alterados aún por todos los equilibrios hasta ahora considerados, a saber: los movimientos de traslación de las estrellas, soles inmensos rodeados muy probablemente, como el nuestro, de planetas. Hace ya mucho tiempo que se dejó de creer fijas a las estrellas, pues las observaciones han demostrado que muchas tienen movimientos propios, el Sol mismo viaja hacia la constelación Hércules con una velocidad de un millón de millas diarias próximamente; y si, como es probable, las demás estrellas o por lo menos las más próximas, se mueven en la misma dirección que nuestro Sol, su velocidad absoluta puede ser, y es muy probablemente mucho mayor aún que la relativa o aparente y que la del Sol. Ahora bien, de todos los cambios que pueden ocurrir en el sistema solar, aun cuando lleguen a integrar en una sola masa todo el sistema, y a difundir en el espacio todos sus movimientos relativos bajo la forma de movimiento insensible; ninguno puede influir en las traslaciones sidéreas; forzoso es pues pensar, que si tienden al equilibrio, será por operaciones subsiguientes.

A la otra cuestión, a saber: ¿a qué ley obedecen los movimientos de las estrellas?, responde la astronomía: a la ley de la gravitación; según ha sido ya comprobado en los movimientos de las estrellas dobles, que calculados suponiendo obedecen a dicha ley, y observados además con los instrumentos, han resultado acordes el cálculo y la observación. Si pues, esos cuerpos lejanos que llamamos estrellas, son centros de gravitación, es lógico que, con más o menos fuerza graviten todas individual y colectivamente unas hacia otras. Pero, entonces, ¿qué deberá resultar siquiera sea al cabo de millones de siglos, a esas masas que se mueven en un espacio inmenso gravitando unas hacia otras? Sólo hay una respuesta posible: no pueden conservar su actual distribución que es incompatible aun con un equilibrio móvil temporal.

Así, pues, no hay otra hipótesis más lógica adoptable que la resumida en estas tres proposiciones: 1.ª, que las estrellas se mueven; 2.ª, que se mueven conforme a la ley de la gravitación; y 3.ª, que atendiendo a su actual distribución o coordinación, no pueden moverse con arreglo a la ley de la gravitación sin experimentar una redistribución. Si queremos saber de qué especie será esa redistribución, es también lógico inferir que ha de ser una concentración progresiva. Estrellas actualmente dispersas deben aglomerarse; las aglomeraciones existentes (excepto quizá las globulares) deben hacerse más densas y soldarse después unas con otras. La estructura de los cielos, tanto en su conjunto, como en sus detalles, nos indica que su integración ha progresado, y las nubes de Magallanes son un ejemplo bien notable del grado máximo a que parece haber llegado. Esas nubes son dos grupos compuestos no solamente de estrellas aisladas, sino también de otros grupos regulares o irregulares de nebulosas, y de nebulosidades difundidas; y buena prueba de que se han formado por la gravitación mutua de masas o partículas difundidas antes en un espacio inmenso, es que los espacios celestes de alrededor están completamente vacíos; sobre todo la menor de las dos está, como dice Humboldt, en una especie de «desierto despoblado de estrellas.»

¿Cuál debe ser el límite de esas concentraciones? Cuando la atracción mutua de dos estrellas predomina lo bastante para aproximarlas, fórmase una estrella doble, porque las atracciones de las otras impiden que aquéllas se muevan en línea recta hacia su centro común de gravedad. La atracción mutua de pequeños grupos estelares, animados cada uno de movimientos propios, puede llegar a producir grupos binarios, ternarios, etc., de crecientes densidades. De consiguiente, si en las primeras épocas de concentración, hay una gran probabilidad de que estas masas, aunque gravitan mutuamente unas hacia otras, no llegarán a unirse en una sola, es también evidente que esa unión se verificará, conforme progrese la concentración. Esta conclusión tiene en su pro una gran autoridad, la de sir John Herschell, quien, hablando de los numerosos y diversamente agregados grupos de estrellas, que nos revela el telescopio, y citando la opinión emitida por su padre de que los grupos más difusos y más irregulares son los grupos «globulares en un estado de condensación menos avanzada», observa en seguida que «en todo conjunto de cuerpos sólidos, animados de movimientos independientes, los de sentidos opuestos deben experimentar choques o colisiones, o por lo menos destrucción de velocidad, aproximación al centro de atracción preponderante; mientras que los dirigidos en el mismo sentido o en sentidos convergentes deben tomar un movimiento circular de carácter permanente.» Ahora bien, lo que Herschell dice de los grupos pequeños, no puede dejarse de pensar de los grandes grupos, y en consecuencia, la condensación o concentración que acabamos de inferir, debe seguramente conducir a una integración cada vez más frecuente.

Réstanos considerar las consecuencias de la pérdida de velocidad que acompaña a esa integración. El movimiento sensible que desaparece, no puede ser destruido; debe, como sabemos, transformarse en movimiento insensible; ¿qué efecto producirá éste? Ya hemos visto que si la Tierra se detuviese y cayera en el Sol, se volatilizaría, muy probablemente, toda su masa. Y si esa cantidad de movimiento, relativamente tan débil, equivale al movimiento molecular suficiente para reducir al estado de gas muy rarificado toda la masa terráquea; ¿cuál será la cantidad de movimiento molecular equivalente a los movimientos de dos estrellas que se aproximan mutuamente con velocidades enormísimas, cuando lleguen finalmente a pararse, por su choque o unión? Parece indudable que semejante colisión deberá reducir la materia de dichas estrellas a una tenuidad casi inconcebible, análoga a la que actualmente nos presentan las nebulosas. Y si ese es el efecto inmediato, ¿cuál será o deberá ser el efecto ulterior? Sir John Herschell, en el pasaje ya citado, dice: que «las estrellas cuyos movimientos estén dirigidos en el mismo sentido o en sentidos convergentes, deben tomar un movimiento circular de carácter permanente». Sin embargo, hasta ahora no hemos considerado el problema sino bajo el punto de vista mecánico, suponiendo que las masas que mutuamente se paran, permanecen tales masas; y cuando John Herschell escribía ese pasaje no se elevaba objeción alguna contra él porque aún no era conocida la correlación de las fuerzas. Pero, ahora, sabiendo que en razón de las enormes velocidades con que se mueven las estrellas, su mutua detención las volatilizaría, y dispersaría su materia, el problema se transforma en otro, que exige, por tanto, otra solución. En efecto, la materia difusa producida por esos conflictos, debe formar un medio resistente en la región central del grupo, cuyos otros miembros aun no difusos, atravesarán dicha región al moverse en sus órbitas, y al atravesarla perderán velocidad; toda nueva colisión, aumentando, como es natural, ese medio resistente, y disminuyendo más y más las velocidades de los astros que aún se mueven en sus órbitas, debe dificultar el establecimiento del equilibrio en el sistema, y tender, por lo tanto, a producir colisiones más frecuentes. La materia nebulosa nacida de esa dispersión, envolverá prontamente a todo el grupo, disminuirá continuamente las órbitas de las masas aún en movimiento, y provocará una integración primero y una desintegración después, y cada vez más activas, de esas masas, hasta que hayan sido completamente disipadas todas.

No hay para qué discutir la cuestión de saber si esa operación se verifica y completa independientemente en las distintas partes de nuestro sistema sidéreo, o si tan sólo se completará agregando toda la masa de dicho sistema, o si, como parece más probable, las integraciones y desintegraciones parciales siguen su curso, ínterin sigue el suyo la integración general, hasta que las condiciones que producen la desintegración se reunan, y una difusión nueva destruya la concentración anterior. Tal es la conclusión que se deduce respecto a nuestra actual cuestión, como corolario de la persistencia de la fuerza. Si algunas estrellas, concentrándose a través de espacios y tiempos inmensos hacia su centro común de gravedad, llegan a reunirse en él, las cantidades de movimientos que han adquirido deben bastar para hacerlas volver en estado difuso hasta el fondo de las regiones lejanas de donde partieron. Puesto que la acción y la reacción son iguales y opuestas, el movimiento que produce la dispersión debe ser de igual intensidad que el adquirido por la agregación; y repartiéndose entre la misma cantidad de materia, debe producir una distribución equivalente en el espacio, cualquiera que sea la forma de esa materia. Preciso es, sin embargo, hacer notar una condición esencial de la completa verificación de ese resultado, a saber: que la cantidad de movimiento molecular radiado en el espacio, por cada estrella, mientras se forma en el seno de la materia difusa, o, no debe difundirse fuera del sistema, o si se difunde debe ser compensada por otra cantidad equivalente radiada al sistema por las otras regiones del espacio. En otros términos: si nuestro punto de partida es la cantidad de movimiento molecular que supone el estado nebuloso de la materia de nuestro sistema sidéreo, resulta de la persistencia de la fuerza que si esa materia experimenta la redistribución que constituye la evolución, la cantidad de movimiento molecular diapersado durante la integración de cada masa, más la dispersada en la integración total del sistema, debe bastar para reducirlo de nuevo a la misma forma nebulosa. Aquí terminan forzosamente nuestros razonamientos, puesto que no podemos saber si aquella condición se verifica o no. Si el éter que llena los espacios interestelares tiene un límite, más allá de las más lejanas estrellas, el movimiento molecular, difundido por ellas, no traspasará ese limite, no se perderá; y la materia sideral una vez integrada, podrá volver a su antíguo estado de difusión. Si suponemos indefinido dicho medio etéreo, y poblado de otros sistemas sidéreos, puede aún suceder que la cantidad de movimiento molecular radiado por esos sistemas a la región que ocupa el nuestro, sea próximamente igual a la que él radia, en cuyo caso la cantidad de movimiento no variará y el sistema podrá repetir indefinidamente su ritmo de condensaciones y difusiones alternativas. Pero, si en el espacio infinito relleno de éter no hay otro sistema sidéreo, o si los hay, están tan distantes que no pueden influir en el nuestro, parece indudable que la cantidad de movimiento de éste debe disminuir por radiación, y por tanto, a cada nueva difusión ocupará menos espacio, hasta que llegue a un estado de agregación o condensación y de reposo absolutos. No obstante, como no tenemos prueba alguna de la existencia o no existencia de otros sistemas sidéreos; y aun cuando la tuviésemos, como no podríamos sacar legítimas conclusiones de premisas que encierran un término inconcebible -el espacio infinito-, nunca tendrá respuesta satisfactoria esa cuestión tan transcendental.

Pero, si nos limitamos a la cuestión inmediata, que no es tan insoluble, hay bastantes razones para pensar que, después de las varias formas de equilibrio que terminan las correlativas de evolución que hemos estudiado, se establecerá, un nuevo equilibrio más extenso y duradero. Cuando la integración, actualmente en vía de progreso en nuestro sistema solar, haya llegado a su máximum, seguirá la integración inmensamente mayor de dicho sistema con otros, y entonces deberá reaparecer, bajo la forma de movimiento molecular, todo el que ha cesado como movimiento de masas; y éstas volverán, por tanto, a la forma nebulosa.

183. Hemos llegado a deducir que el proceso total del Universo visible es análogo al de los agregados más pequeños que lo integran. Siendo constantes en aquél las cantidades, tanto de materia como de movimiento, y puesto que las redistribuciones de materia que el movimiento efectúa, tienen límites en todos sentidos, el movimiento indestructible necesita, por tanto, redistribuciones inversas. En apariencia, las fuerzas univer

almente coexistentes de atracción y de repulsión, que, como hemos visto, imprimen un ritmo a cada uno de los fenómenos del Universo, le imprimen también a la totalidad de aquéllos; es decir, producen inmensos y alternativos períodos de evolución y de disolución, según que predominan las fuerzas atractivas y causan una concentración universal, o predominan las repulsivas y producen una difusión universal. Es, pues, inevitable pensar en un pasado, durante el cual ha habido evoluciones sucesivas análogas a la actual, y en un porvenir durante el cual seguirán verificándose más evoluciones, análogas en principio, pero algo distintas en sus resultados.




ArribaCapítulo XXIV.

Resumen y conclusión.


184. Al terminar una obra como la presente, creemos necesario, y quizá más que en otra alguna, considerar en su síntesis o conjunto el vasto objeto analizado sucesiva y separadamente en sus varias partes, en los anteriores capítulos. Un conocimiento coherente debe hacer algo más que establecer relaciones; no está todo reducido a saber cómo cada grupo secundario de principios forma parte de un grupo principal, y cómo se coordinan los grupos principales. Debemos colocarnos a tal distancia que desaparezcan los detalles, y podamos estudiar el carácter general, el conjunto arquitectónico de la obra.

Este capitulo será, pues, algo más que una recapitulación, algo más que una nueva exposición sistemática del mismo asunto; será una demostración de que los principios que hasta ahora hemos establecido manifiestan, en su conjunto y bajo ciertos aspectos, un nuevo principio, que aún no hemos mencionado.

Hay también una razón especial para observar cómo las varias divisiones y subdivisiones del objeto, se prestan mutuo auxilio, en lo cual halla nueva y definitiva confirmación o comprobación la teoría general. Por otra parte, la síntesis de nuestras anteriores generalizaciones, o su completa integración, nos ofrece un nuevo ejemplo de la evolución y presta nueva fuerza al sistema general de nuestras conclusiones.

185. Henos, pues, por un giro tan imprevisto como significativo, otra vez al principio de donde partimos, y desde el cual comenzaremos ahora de nuevo nuestro estudio. En efecto, esa forma integrada del conocimiento es indudablemente la más elevada, aun prescindiendo de la teoría de la evolución.

Cuando inquirirnos lo que constituye, o debe constituir, la Filosofía; cuando comparamos las diversas ideas reinantes, según tiempos y países, acerca de esa Ciencia de las ciencias, y eliminando los elementos en que aquéllas diferían, conservamos los elementos comunes o acordes, vimos que, explícita o tácitamente, todas las definiciones consideran la Filosofía como la síntesis de todos nuestros conocimientos, como el conocimiento plena y completamente unificado. Por cima de cada sistema filosófico o de conocimientos unificados, por cima de los métodos seguidos o propuestos para efectuar esa unificación, hemos visto doquier, la creencia de que tal unificación es posible, y su realización es el fin de la Filosofía.

Admitida esa conclusión, hemos examinado los datos o puntos de partida de la Filosofía; y como no es posible establecer proposiciones fundamentales, es decir, proposiciones que no sean consecuencias lógicas de otras más generales, sino mostrando que una vez admitidas aquéllas, sus consecuencias lógicas están acordes con la experiencia, hemos admitido como datos hipotéticamente, hasta poderlos establecer con pleno fundamento, aquellos elementos orgánicos de nuestra inteligencia, sin los cuales no podrían efectuarse las operaciones mentales necesarias para la constitución de la Filosofía.

Especificados esos datos, hemos estudiado los principios fundamentales: «indestructibilidad de la materia, continuidad del movimiento y persistencia de la fuerza»; los dos primeros, corolarios del último, que es el principio verdaderamente primario, el principio de los principios, puesto que después de ver que nuestras experiencias de Materia y de Movimiento se reducen finalmente a experiencias de Fuerza, hemos visto que los principios de la invariabilidad de las cantidades de Materia y de Movimiento están implicados en el de la invariabilidad de la cantidad de Fuerza, del cual pueden aquéllos y todos deducirse lógicamente.

El primer nuevo principio que hemos deducido después, ha sido «la persistencia de las relaciones entre las fuerzas», que no es sino el llamado comúnmente «uniformidad o constancia de las leyes naturales», y que hemos visto es consecuencia forzosa de que la fuerza no puede salir de la nada ni reducirse a la nada.

Posteriormente, hemos deducido que las fuerzas aparentemente perdidas se han transformado en otras equivalentes; y viceversa, todas las fuerzas que empiezan a manifestarse en un momento dado, provienen necesariamente de fuerzas equivalentes que preexistían y han desaparecido, y hemos encontrado ejemplos comprobantes de todos esos principios en los movimientos de los astros, y en todos los fenómenos inorgánicos, orgánicos y super orgánicos observados hasta ahora en nuestro globo terráqueo.

Lo mismo ha sucedido con los principios relativos a la «dirección y al ritmo del movimiento»; pues hemos comprobado que aquélla es siempre la de la línea de máxima tracción o de mínima resistencia, tanto en los movimientos celestes, como en las descargas nerviosas y fenómenos sociales; y que todo movimiento es alternativo o rítmico, lo mismo los de los planetas en sus órbitas, que los del éter en sus vibraciones lumínicas, las inflexiones de voz en un discurso, que los precios de las mercancías, etc.; deduciendo también lógicamente ambos principios, del primario de todos.

186. Siendo, pues, verdaderos esos principios en todos los seres que conocemos, tienen la condición necesaria y suficiente para constituir lo que hemos llamado Filosofía; pero, examinándolos detenidamente, hemos visto que no la constituyen, porque un número cualquiera de principios aislados, por verdaderos y universales que sean, no pueden formar una Filosofía. Cada uno de esos principios expresa la ley general de uno de los factores, que según nuestra experiencia, producen los fenómenos, o a lo más la ley de cooperación de dos factores. Pero saber los elementos de una operación no es saber cómo esos elementos se combinan para efectuarla; y lo único que puede unificar todos nuestros conocimientos es saber la ley de cooperación de todos esos factores, la ley que exprese a la vez los antecedentes complejos y los consecuentes complejos que presenta un fenómeno cualquiera considerado en su totalidad.

Hemos también deducido otra conclusión, y es que la Filosofía, tal como la entendemos, no debe contentarse con unificar fenómenos concretos aislados, ni clases separadas de tales fenómenos, debe unificar todos los fenómenos concretos. Si es verdadera en todo el Cosmos la ley según la cual opera cada factor, también debe serlo la ley de cooperación de todos los factores. Por consiguiente, la ley de la unificación suprema que busca la Filosofía, debe consistir en esa ley de cooperación de todos los factores del Cosmos.

Descendiendo luego de esa proposición abstracta a una proposición concreta, hemos visto que esa ley suprema buscada, era la ley de la redistribución continua de la materia y del movimiento; puesto que todos los cambios o fenómenos, desde los que alteran lentamente la estructura de nuestro sistema sidéreo hasta los que constituyen una descomposición química, no son sino cambios en las posiciones relativas de las partes integrantes, e implican necesariamente, a la par que una nueva coordinación de la materia, una nueva coordinación del movimiento. Por consiguiente, podemos estar ciertos a priori, de que ha de haber una ley de redistribución concomitante de la materia y del movimiento, verdadera para todos los fenómenos del Cosmos, y que unificándolos a todos, debe ser la base de la Filosofía.

Principiando la investigación de esa ley universal de redistribución, hemos considerado bajo otro punto de vista el problema de la Filosofía, y hemos visto que la solución era, y no podía ser otra, que la que habíamos, indicado, y que la Filosofía queda convicta de insuficiencia si no formula toda la serie de cambios de cada ser al pasar de su estado imperceptible al perceptible y vice versa; pues de no hacerlo así habría una historia pasada o una historia futura, o ambas, del ser en cuestión, y de las cuales no daba cuenta la Filosofía. De donde se deduce que la fórmula buscada debe ser aplicable a la historia entera de todos los seres, considerados aisladamente y en su totalidad o conjunto.

Tales consideraciones nos han conducido a la fórmula o principio de que la concentración de materia implica disipación de movimiento; o inversamente, la absorción de movimiento implica difusión de materia; puesto que debiendo expresar la redistribución continua de la materia y del movimiento, no puede ser sino una fórmula que defina las operaciones opuestas, concentración y difusión, en función de materia y de movimiento.

Tal es, efectivamente, la ley del ciclo entero de cambios que experimenta todo ser, pérdida de movimiento e integración consecutiva, o más bien, concomitante; y luego, absorción de movimiento y desintegración consecutiva o concomitante; y ya hemos visto que esa ley se aplica, no solamente a la historia entera de cada ser, sino también a cada uno de sus detalles; y que ambas operaciones marchan a la par, y continuamente, pero siempre hay un resultado- diferencia en pro de la una o de la otra.

Las palabras evolución y disolución, nombres de esas transformaciones opuestas, las definen bien en sus caracteres generales, pero incompletamente en sus detalles; o más bien, la palabra disolución es propia, pero la voz evolución no expresa todo lo que debía expresar; pues si bien esa operación progresiva es siempre una integración de materia y una disipación de movimiento, en la mayoría de los casos es algo más que esa redistribución primaria de materia y de movimiento, la cual va acompañada de redistribuciones secundarias; y de ahí la clasificación de las diversas especies de evolución en simples y compuestas. Estudiando después las condiciones que presiden a la verificación de las redistribuciones que constituyen la evolución compuesta, hemos visto que todo agregado material, que al condensarse o integrarse pierde muy rápidamente su movimiento molecular o se integra muy rápidamente, no verifica más que una evolución simple; pero todo agregado que, ya por su gran tamaño o por la especial constitución de sus elementos o partes integrantes, encuentra obstáculos para integrarse con rapidez, además de la redistribución primaria que conduce a la integración, sufre también las redistribuciones secundarias que constituyen con aquélla la evolución compuesta.

187. De esos conceptos de la evolución y la disolución, operaciones cuyo conjunto forma la historia entera de cada ser, y del que nos ha hecho dividir la evolución en simple y compuesta, hemos pasado a considerar la evolución como una operación común A todos los órdenes de seres en general y en detalle. Hemos seguido la integración de la materia y la disipación concomitante de movimiento o de su fuerza productora, no solamente en cada ser considerado como un todo, sino también en las partes de que cada todo se compone. Así, el sistema solar en su conjunto y cada uno de sus planetas y satélites, el reino o imperio orgánico y cada organismo y órgano; la sociedad humana en general y sus diversos elementos componentes han sido ejemplos sucesivos en que hemos comprobado la ley de evolución en todas sus fases.

En efecto, atendiendo primera y solamente a la redistribución primaria, el sistema solar, lo mismo que cada uno de sus elementos, ha estado y está en vía de integración, de concentración de su materia, y de difusión o disipación de su calor, de su movimiento molecular; en cada organismo, la incorporación general de materiales, que produce el incremento, va acompañada de las asimilaciones parciales que forman los órganos; cada sociedad se integra a la vez por el incremento total de su población y por el aumento de la densidad de ésta en tal o cual localidad. En todos los casos hay, pues, a la par que integraciones directas y totales, integraciones parciales o indirectas que acrecen la dependencia mutua de las partes.

Pasando luego a las redistribuciones secundarias, hemos investigado cómo se forman las partes, al mismo tiempo que se van integrando los todos por la redistribución primaria; y hemos hallado que hay, en la inmensa mayoría de los casos, un tránsito de lo homogéneo hacia lo heterogéneo, a la vez que el de lo difuso o incoherente hacia lo concentrado y coherente; y hemos comprobado esa nueva ley, en la evolución del sistema solar, en la de nuestro planeta, en la de cada ser orgánico animal o vegetal, en las de las sociedades y cada una de sus esferas de actividad, lenguaje, ciencia, arte, literatura, etc.

Pero hemos visto, en seguida, que no está completa aún la fórmula de la evolución compuesta, que no están expresadas todas las redistribuciones secundarías en el doble paso de lo homogéneo y difuso a lo heterogéneo y concentrado, sino que también las partes que componen cada todo, a la vez que más desemejantes o heterogéneas, se hacen más definidas, o más claramente distinguibles. El resultado de las redistribuciones secundarias es, pues, cambiar una homogeneidad vaga en una heterogeneidad clara y distinta; y también hemos hallado ejemplos de ese nuevo carácter de la evolución en los diversos órdenes de seres. Sin embargo, llevando más allá nuestro examen, hemos visto que el aumento de distinción o de signos distintivos que se establece, a la par que el aumento de heterogeneidad, no es un carácter independiente, sino un resultado del progreso simultáneo de la integración en las partes y en el todo.

Además, hemos indicado que, tanto en las evoluciones inorgánicas, como en las orgánicas y super orgánicas, el cambio en la coordinación de la materia va acompañado de un cambio simultáneo en la coordinación del movimiento; puesto que todo incremento en la complejidad de la estructura implica un incremento correlativo en la complejidad de funciones; toda integración de moléculas en masas va acompañada de una integración de movimientos moleculares en movimientos de masas; y siempre que hay variación en las formas y tamaños de los agregados materiales, y en sus relaciones con las fuerzas exteriores, hay variaciones correlativas en sus movimientos.

Por último, no siendo sino una esencialmente, la transformación que hemos estudiado bajo tan diversos aspectos, hemos unido esos aspectos en un solo concepto, mirando las redistribuciones primaria y secundarias, como verificándose simultáneamente. Doquier, el cambio de una simplicidad confusa en una complejidad distinta, en la doble distribución de la materia y del movimiento, es a la vez una concentración de materia y una disipación de movimiento; por consiguiente, la evolución, o sea la redistribución de materia y de movimiento no disipado, procede, de una coordinación difusa, homogénea e indeterminada, a una coordinación concentrada, heterogénea y determinada.

188. Henos ya en ocasión de hacer una adición importante al resumen de nuestra tesis; de observar en las inducciones precedentes un grado de unidad, superior al que hemos observado hasta aquí.

En efecto, hasta ahora, hemos mirado la ley de evolución como verdadera para todos los órdenes de seres considerados como distintos e independientes unos de otros. Pero bajo esa forma, la inducción carece de la universalidad que puede tener, considerando todos esos diversos órdenes como formando naturalmente el gran todo que llamamos Universo. Al dividir la evolución en astronómica, geológica, biológica, psicológica, sociológica, etc., puédese, hasta cierto punto, creer que es una casual coincidencia la uniformidad de la ley en esos varios órdenes de evoluciones; pero, si reconocemos que tales órdenes y divisiones son puramente artificiales, aunque necesarias para la adquisición de los conocimientos por nuestras finitas facultades intelectuales; si miramos todos los órdenes de seres como partes integrantes del Cosmos, veremos también que no hay diversas evoluciones con ciertos caracteres comunes, sino una sola y misma evolución que se verifica doquier uniformemente. En verdad, hemos reiteradamente observado que, a la par que un todo se desarrolla o realiza su evolución, también la realizan sus varias partes; pero no hemos hecho notar que esa ley alcanza al Universo entero, del cual son partes integrantes los varios órdenes de todos que hemos estudiado separadamente. Sabemos que mientras una masa coherente cualquiera, el cuerpo humano, por ejemplo, crece y toma su forma general, lo propio sucede a cada uno de sus órganos, y aun a sus tejidos y elementos orgánicos, los cuales -órganos, tejidos y elementos-, a la par que crece, se desarrolla o integra cada uno de por sí, se diferencia y distingue cada vez mas claramente de los demás. Pero no hemos extendido esa maravillosa y simultánea transformación de todos y partes hasta donde es posible; no hemos notado la sublime y universal armonía, en virtud de la cual, a la vez que cada individuo se desarrolla también la sociedad de que aquél es unidad, y la Tierra de la cual esa sociedad forma una parte casi inapreciable, y el sistema solar de cuyo volumen apenas es el de la Tierra una millonésima, y el sistema sidéreo compuesto quizá de muchos millones de sistemas solares, etc.

Así comprendida, la evolución no es una sólo en principio, lo es de hecho. No hay muchas metamorfosis evolutivas que se verifican simultánea y uniformemente, no hay más que una sola que se verifica doquier no se verifica o predomina ya la metamorfosis contraria. En cualquier sitio del Espacio en que la materia adquiera individualidad, caracteres distintivos de otra materia, allí hay evolución; o más bien, la adquisición de esa individualidad es el principio de la evolución, independientemente del volumen considerado, de su inclusión en otros mayores, y de las evoluciones más extensas en que esté comprendida la de la masa en cuestión.

189. Después de las inducciones, cuyo resumen acabamos de hacer, es fácil observar que si su conjunto sirve para establecer la ley de evolución, no sirve para constituir por completo, mientras no pasen de inducciones, lo que hemos convenido en llamar Filosofía. Ni aun basta para tal constitución el pasar en dichas inducciones de la simple analogía a la identidad; es preciso, como ya vimos oportunamente, deducir de la persistencia de la fuerza esos principios obtenidos primero por inducción para poder unificarlos según lo exige la Filosofía. Dando ese paso más, hemos demostrado que las transformaciones en que consiste la evolución son consecuencias necesarias del principio de la persistencia de la fuerza.

La primera de esas consecuencias ha sido que todo agregado homogéneo debe ineludiblemente perder su homogeneidad, por la desigual exposición de sus diversas partes a las fuerzas incidentes. La instabilidad de lo homogéneo, o más en general, la tendencia de todo a pasar de menos a más heterogéneo, la hemos visto comprobada: en las evoluciones astronómica, geológica, orgánica y super orgánica, todas las cuales manifiestan la desigualdad de estructuras, correlativa a la desigualdad de relaciones de las diversas partes del todo en evolución con las fuerzas ambientes.

Otro paso en la vía de las deducciones nos ha hecho descubrir una causa secundaria del incremento progresivo de heterogeneidad en todo proceso evolutivo, a saber: cada parte más o menos diversificada de las demás del todo, no sólo es un centro sino una causa de nuevas diversificaciones; puesto que al hacerse distinta de las demás, se hace necesariamente centro de reacciones distintas sobre las fuerzas incidentes, y aumentando así la diversidad de las fuerzas, aumenta por consiguiente la de los efectos producidos. Hemos seguido esa multiplicación de efectos en las acciones y reacciones mutuas de los elementos del sistema solar, en las complicaciones incesantes de la evolución geológica, en los complejos síntomas que producen en los seres vivos las influencias perturbadoras, en las numerosas ideas y sentimientos engendrados o despertados por una sola impresión, y en los múltiples y como ramificados efectos que cada nueva fuerza produce en una sociedad; notando, como corolario, que la multiplicación de efectos crece en progresión geométrica, a medida que crece la heterogeneidad.

Para interpretar completamente los cambios de estructura que constituyen la evolución, restábanos hallar la causa o razón suficiente del incremento de caracteres distintivos, que acompaña al incremento de heterogeneidad, o sea del número de partes distintas; y hemos hallado que esa causa o razón es la segregación de las unidades mezcladas por la influencia de fuerzas capaces de ponerlas en movimiento. En efecto, hemos visto que cuando fuerzas incidentes desiguales han producido una desigualdad correlativa en las unidades componentes de las diversas partes de una masa, hay luego una tendencia a la separación de las unidades desiguales o desemejantes, y a la agrupación de las unidades iguales o semejantes. Esa causa de las integraciones locales que acompañan a las diferencias locales la hemos visto comprobada también en todos los órdenes de la evolución, es decir, en la formación de los cuerpos celestes, en la de la costra o corteza terrestre, en las modificaciones orgánicas, en los fenómenos psicológicos y en las varias esferas o divisiones sociales.

Por último, a la cuestión de saber si todas esas evoluciones tienen o no un límite, hemos hallado la respuesta de que todas tienden al equilibrio; pues la continua división y subdivisión de fuerzas produce su disipación o transmisión al medio ambiente, y acabará, pues por reducir al reposo a cada ser en evolución. En efecto; hemos visto que, cuando varios movimientos se verifican simultáneamente, como sucede en todos los órdenes de seres, a consecuencia de la dispersión o disipación de los movimientos más débiles o menos contrariados, se establecen diversos equilibrios móviles a modo de escalones o etapas en la vía del equilibrio completo. Siguiendo en ese estudio, hemos observado que, por igual razón, esos equilibrios móviles poseen cierto poder de conservación que se patentiza en la neutralización de algunas influencias perturbadoras, y en la adaptación a nuevas condiciones de existencia. Ese principio general de la tendencia al equilibrio, ha sido, como los otros, reconocido en todas las formas de la evolución, y tocante a las más importantes y complejas, la evolución psíquica y la social, hemos concluido que su penúltima etapa, o sea la inmediatamente anterior al equilibrio, debe ser el estado más perfecto y feliz en que es posible concebir a la humanidad.

Pero lo que más nos importa ahora recordar es que cada una de esas leyes de redistribución de la materia y del movimiento, es una ley derivada y deducible de la ley fundamental; pues dada la persistencia de la fuerza, son sus corolarios forzosos la instabilidad de lo homogéneo, la multiplicación de electos, la segregación, y el equilibrio. Al descubrir que los fenómenos formulados en esas frases no son sino aspectos diversos de una sola transformación, llegamos a la completa unificación de esos aspectos, a la síntesis, según la cual, la evolución, en su conjunto y en sus detalles, es simplemente un corolario de esa ley indemostrable, base y fundamento de todas las otras. Además, unificándose así, unas con otras, las verdades complejas que formulan la evolución, se unifican también espontáneamente con las verdades más sencillas que se derivan del mismo principio, la transformación y equivalencia de las fuerzas, la dirección y el ritmo de todo movimiento. Esa nueva unificación nos lleva a considerar el sistema entero de fases de cada fenómeno y del conjunto de todos los fenómenos, con lo la manifestación de una ley universal, ley verificada en cada una de las fases de la evolución, lo mismo que en la total evolución del Universo.

190. Para terminar, hemos estudiado también en todas sus fases la operación contraria a la evolución, la disolución que, ineludiblemente y más pronto o más tarde, deshace lo que ha hecho la evolución.

Siguiendo rápidamente el curso y el fin de la evolución en los varios órdenes de seres, hemos visto que para todos ha de llegar el fatal vencimiento, última fase de aquella operación y primera de la disolución, habiendo luego estudiado ésta rápidamente en dichos órdenes, aunque en sentido inverso de como hicimos el estudio análogo de la evolución. Así hemos reconocido primero, tanto en las diversas clases de seres terráqueos, como en la Tierra misma, las condiciones que revelan su futura disolución en mayor o menor plazo. Y elevándonos aún más en la vía de las generalizaciones y de las inducciones, hemos también inferido la propia operación en las masas inmensas que constituyen nuestro sistema planetario y nuestro sistema sidéreo, o sea el innumerable conjunto de estrellas de que el Sol es una, quizá de las menores; concluyendo como muy probable una disolución universal, una vez terminada la evolución universal que dura y durará un período de tiempo, incalculable aunque inmensamente grande. Tal conclusión es también un corolario de la persistencia de la fuerza, y esta suprema unificación de los fenómenos, tanto evolutivos como disolutivos, considerándolos como manifestaciones de una misma ley en condiciones opuestas, unifica también, en cuanto es posible a nuestras limitadas inteligencias, los fenómenos actuales del Universo, con los análogos pasados y futuros; porque si hay, como tenemos fuertes razones para creerlo, una alternativa de evolución y disolución en el Universo entero, lo mismo que en cada una de sus máximas y mínimas partes; si, como es lógica consecuencia de la persistencia de la fuerza, el fin de cada una de esas dos fases opuestas del ritmo universal introduce por sí solo las condiciones para el comienzo de la otra fase: si, por tanto, nos vemos obligados a pensar una serie de evoluciones y disoluciones en un pasado y en un futuro indefinidos, no podemos pensar en un principio y un fin únicos para el Universo, no podemos dejar de pensar la Fuerza que el Universo nos revela, como infinita en el Tiempo y en el Espacio, infinitos también para nuestro pensamiento.

191. Henos ya llegados, aunque por muy distinta vía, a la misma conclusión de la primera parte, cuando tratamos directamente, o sin acudir a los largos y profundos estudios ha poco terminados, las relaciones entre lo Cognoscible y lo Incognoscible.

Allí dedujimos, por el análisis de nuestras primarias ideas religiosas y científicas, que si es imposible el conocimiento de la Causa de todos los fenómenos del Universo, es, sin embargo, un dato innegable de nuestra mente la existencia de esa Causa única y suprema -causa causarum-. Vimos que la creencia en ese poder, al cual no se puede concebir límites en el Tiempo ni en el Espacio, es el elemento fundamental de toda Religión, elemento que sobrevive a todos los cambios de forma que aquélla toma; y vimos también que todas las Filosofías reconocen tácita o expresamente ese principio supremo; pues aunque el relativista niega, con razón, las aserciones categóricas del absolutista, respecto a toda existencia no percibida, tiene en definitiva que unirse a él para afirmar dicha existencia. Este dato ineludible de toda conciencia, en que concuerdan la Religión y la Filosofía y el sentido común, es también, según oportunamente demostramos, base de la Ciencia, la cual subjetivamente no puede explicar los infinitos modos relativos o condicionados que constituyen nuestra conciencia, sin suponer la existencia del Ser absoluto o incondicionado, ni objetivamente puede explicar lo que llamamos el mundo exterior, sin mirar esos cambios de forma como manifestaciones de algo invariable y superior a todos los cambios y formas.

Pues bien: a ese mismo postulado nos conduce también la síntesis que acabamos de bosquejar. El reconocimiento de una fuerza persistante, que varía doquier y continuamente en sus manifestaciones, pero que conserva la misma cantidad en el pasado y en el porvenir, es lo único que nos permite interpretar cada hecho concreto; y, en definitiva, unificar todas las interpretaciones concretas. No se crea, con todo, que esa coincidencia añade fuerza a la verdad del principio en cuestión, pues habiendo formado nuestra síntesis, suponiendo ya la verdad de ese principio, sería una petición de principio pretender deducirla de aquella operación lógica; pero al menos, sirve dicha coincidencia, de comprobación a la verdad del principio. En efecto, cuando examinamos los datos de la Filosofía, dijimos que no podíamos adelantar un paso en nuestro estudio sin ciertas hipótesis que era preciso admitir sólo como tales, hasta que su verdad fuese probada por la de sus resultados deducidos lógicamente y confirmados por la experiencia14; y puesto que vemos aquí una perfecta concordancia o conformidad entre ese cuerpo de relaciones que llamamos conocimiento, y, la hipótesis de esa existencia suprema y superior, por tanto, a toda relación, queda comprobada su verdad.

192. Hacia un resultado semejante, es decir, hacia esa unificación que ya hemos visto realizada en muchos casos, tienden desde su origen la Teología, la Metafísica y la Ciencia de la naturaleza. En efecto, el tránsito de las teodiceas politeístas a las monoteístas, y la reducción de éstas t una forma cada vez más general, en que la personalidad y la providencia divinas desaparecen en la inmanencia universal, son las manifestaciones de ese progreso en Teología. Lo son en Metafísica, la decadencia de las teorías acerca de las «esencias», las «potencialidades», las «cualidades ocultas», las «ideas» de Platón, la «armonía preestablecida» y otras análogas; y la tendencia, a identificar el Ser que nos revela nuestra conciencia con el que es condición o causa de todo lo que existe fuera de la conciencia. Finalmente, donde se ve más claro ese progreso es en las conquistas de la Ciencia; ésta agrupó, desde el principio, los hechos aislados en leyes, después las leyes especiales en leyes generales, y hoy son ya reconocidas por todo hombre de ciencia algunas leyes verdaderamente universales.

Puesto que la tendencia, a unificarse es el carácter principal del desarrollo de todas las formas del pensamiento, y puesto que hay motivos muy fundados para creer en la futura realización de esa unidad, tenemos un nuevo argumento en pro de nuestra tesis. En efecto, a no admitir otra unidad superior, la que hemos inducido debe ser el fin a que tienda el desarrollo del pensamiento; y apenas puede imaginarse que haya otra superior. Una vez agrupados en inducciones los fenómenos que se verifican en los diversos órdenes de existencias, fundidas o reunidas luego esas inducciones en una sola, interpretada ésta deductivamente, y visto que el principio de donde se deduce es indemostrable; parece muy poco probable que se pueda llegar, por un camino esencialmente distinto, a unificar de otro modo ese proceso universal que, la Filosofía tiene por objeto explicar; no es fácil concebir que las numerosas comprobaciones a que hemos sometido el principio universal adoptado, sean meras ilusiones, y que otro principio, sea el verdadero y esté comprobado en mayor número de casos que aquél.

No se crea por eso que impetramos igual grado de probabilidad para los principios secundarios, sucesivamente expuestos en esta obra. La verdad del conjunto de nuestra tesis nada pierde por algunos errores de detalle que puedan deslizarse mientras no se pruebe que la persistencia de la Fuerza, no es un dato de nuestra conciencia, o que las varias leyes dinámicas que hemos reconocido, no son corolarios de aquel dato primario; o, en fin, que, aun dadas esas leyes, la redistribución de la materia y del movimiento no se verifica según la hemos expuesto, no podremos menos de reivindicar para la teoría de la evolución toda la certeza que la hemos atribuido.

193. Aceptadas esas conclusiones, si se reconoce que todo fenómeno es necesariamente parte de la evolución general, a menos que lo sea de la disolución, podemos inferir que ningún fenómeno ha sido fiel y completamente interpretado o explicado, si no se le ha señalado el lugar correspondiente en una u otra de esas dos operaciones inversas una de otra. Por consiguiente, el límite de perfección de nuestros conocimientos será el caso, aún infinitamente lejano, en que sea posible interpretar completamente o en toda su integridad, como parte de la evolución o de la disolución universal, todos los fenómenos generales y especiales.

El conocimiento unificado parcialmente que llamamos Ciencia no puede dar aún esa total interpretación o bien, como sucede en las ciencias más complejas, el progreso es únicamente inductivo, o bien, como sucede en las más sencillas, las deducciones se refieren exclusivamente a los fenómenos elementales o componentes; cuando ya nadie duda que el objeto, final debe ser interpretar deductivamente las leyes de composición o combinación de unos fenómenos con otros. Las ciencias abstractas o que tratan de las formas generales que revisten los fenómenos, y las abstracto-concretas que estudian los factores o concausas de aquéllos, están, bajo el punto de vista filosófico, al servicio de las ciencias concretas, que se ocupan de los fenómenos en toda su natural complejidad. Una vez conocidas las leyes de las formas y las leyes de los factores, resta averiguar las leyes de los productos o resultados de la acción recíproca de los factores cooperantes. Dadas la persistencia de la fuerza y las leyes dinámicas de ella derivadas, debe explicarse no sólo cómo los seres inorgánicos presentan las propiedades que los caracterizan, sino también cómo se forman los caracteres más numerosos y complejos de los seres orgánicos y super-orgánicos, como se forman y desarrollan los organismos, las facultades psíquicas, las sociedades, etc.

Es evidente que, como ha poco dijimos, ese completo desarrollo del conocimiento humano en un sistema perfectamente organizado de deducciones directas e indirectas sacadas de la persistencia de la fuerza, no puede realizarse sino en una época indefinidamente lejana. El progreso científico es un progreso hacia el equilibrio del pensamiento, equilibrio que, como sabemos, está en vía de establecerse, pero que no puede llegar a la perfección en un período finito de tiempo; mas aunque así sea, la ciencia puede avanzar muchísimo en esa vía, y mucho ha avanzado seguramente en lo que ya de siglo.

Sin duda que aun en su actual imperfecto estado, la Ciencia no puede ser poseída por un solo individuo; con todo, como el progreso se verifica por crecimiento, como toda organización comienza por lineamientos apenas bosquejados y definidos, y luego, se desarrolla y completa por modificaciones y adiciones sucesivas, se puede sacar alguna ventaja de un ensayo de coordinación de los hechos hoy conocidos, o más bien, de algunas clases de hechos. Tal será el objeto de los volúmenes que seguirán a éste, y que tratarán, de lo que llamamos al principio, Filosofía especial.

194. Réstanos decir algunas palabras acerca de la parte general de la doctrina que acabamos de exponer. Antes de comenzar la interpretación especial de los fenómenos de la vida, del espíritu y de la sociedad, por la materia, el movimiento y la fuerza, bueno será recordar qué sentido hemos de dar a esas interpretaciones.

Ya hemos repetido frecuentemente que todas ellas tienen un carácter puramente relativo; pero es tan fácil caer en error, que muchas personas estarán ya persuadidas que las soluciones que hemos dado, y las que daremos en los volúmenes sucesivos, a la explicación de todos los fenómenos, son y serán esencialmente materialistas. Habiendo la mayoría de los hombres oído acusar de materialistas a los que atribuyen los fenómenos más complicados a causas semejantes a las que producen los fenómenos más simples, han contraído repugnancia por esas interpretaciones. Aun estando advertidos de que esas soluciones son puramente relativas, siempre se resienten de las preocupaciones adquiridas, al ver hacer aplicación universal de los mismos modos de interpretación. Ese estado intelectual, no tanto expresa las más veces, respeto a la Causa desconocida, como desprecio a las formas familiares bajo las que se nos revela o manifiesta dicha causa. Los que no se han elevado aún del concepto vulgar que califica a la Materia de bruta y grosera, pueden asombrarse de ver que se intenta reducir los fenómenos de la vida, del espíritu y de la sociedad a un nivel tan bajo e innoble a sus ojos. Pero reflexionando que esos modos de ser, tan despreciados generalmente, son para el hombre de ciencia, tanto más maravillosos en sus atributos cuanto son más estudiados, y son además tan incomprensibles en su esencia, como las sensaciones que nos producen, y como el espíritu, alma, conciencia, o lo que sea, que siente y percibe esas sensaciones; no se dejará de reconocer que la interpretación que proponemos no degrada a lo superior, sino que eleva a lo inferior; que la perpetua lucha entre materialistas y espiritualistas es una pura cuestión de palabras, en la que ambos partidos se engañan igualmente, pues creen comprender y conocer lo incomprensible e incognoscible, y que el temor al dictado de materialismo es infundado. Una vez probado que, sean cualesquiera las palabras usadas, la esencia o naturaleza íntima de las cosas es y será siempre un misterio impenetrable, lo mismo da formular o explicar todos los fenómenos, valiéndose de las palabras Materia, Movimiento, Fuerza, que de otras cualesquiera, y aun se puede afirmar, avanzando un paso más, que la doctrina que encuentra la Causa suprema o incognoscible en todos los órdenes de fenómenos, es la única que puede ser amplia y firme base de una Religión y de una Filosofía invariables y duraderas.

Aunque sea imposible evitar las interpretaciones falsas, sobre todo en cuestiones que suscitan tantas animosidades, bueno será resumamos nuevamente la doctrina filosófico-religiosa expuesta en esta obra, a fin de preservaría en lo posible de esas interpretaciones torcidas voluntaria o involuntariamente.

Hemos probado hasta la saciedad, y en todos sentidos, que las verdades más elevadas a que podemos alcanzar no son sino fórmulas de las leyes más generales que la experiencia nos revela, acerca de las relaciones entre la Materia, el Movimiento y la Fuerza; y que estas tres entidades, no son sino símbolos de la Realidad incognoscible. Una Potencia cuya naturaleza o esencia íntima nos es inconcebible, así como lo es el suponerla límites en el tiempo y en el espacio, produce en nosotros ciertos efectos. Muchos de éstos tienen mutuas analogías y semejanzas que permiten agruparlos y clasificarlos bajo los nombres de Materia, Movimiento, Fuerza; y tienen también relaciones o conexiones, que permiten asignarles leyes de una verdad indudable. Un detenido y minucioso análisis reduce esos diversos órdenes de efectos a uno solo, y esas múltiples y variadas leyes a una sola. La suma perfección científica será la interpretación de todos los órdenes de fenómenos, como fases, diversificadas por las varias condiciones, de ese único fenómeno general modificado por las varias formas que reviste la ley universal y única. Pero, en todo eso la Ciencia no hace más que sistematizar la experiencia, cuyos límites no traspasa de modo alguno. Así, nunca podremos saber si esas leyes son en sí tan absolutamente necesarias, como son relativamente necesarias para nuestro pensamiento. Todo lo que podemos hacer es interpretar el proceso universal de los seres, y los procesos especiales, como se revelan a nuestras limitadas facultades psíquicas; pero somos y seremos siempre incapaces, no ya de comprender, sino aun de concebir el proceso real. No solamente la conexión entre el orden fenomenal y el orden ontológico o real es absoluta y perpetuamente impenetrable, si que también lo es la conexión entre las formas relativas o condicionadas y la forma incondicionada o absoluta del ser. La interpretación de todos los fenómenos en función de Materia, Movimiento, Fuerza, no es más que la reducción de nuestras ideas simbólicas complejas a símbolos más simples, que no dejan de ser tales símbolos a pesar de esa reducción. Por tanto, los razonamientos y las conclusiones precedentes no suministran apoyo alguno a ninguna de las hipótesis rivales sobre la esencia de las cosas; no son más espiritualistas que materialistas, ni más materialistas que espiritualistas; pues todo argumento que parezca favorable a una de esas hipótesis puede ser neutralizado por otro de igual fuerza en favor de la otra hipótesis. El materialista, viendo que, según la ley de correlación y equivalencia de las fuerzas, todo sentimiento, pensamiento o deseo puede transformarse en un equivalente de movimiento mecánico, y por consiguiente en todas las demás formas de fuerza manifestadas por la Materia, puede creer demostrada la materialidad de los fenómenos psíquicos; pero, el espiritualista, partiendo de los mismos datos, y viendo que las fuerzas desplegadas por la Materia no son cognoscibles sino bajo la forma de esos equivalentes de fuerzas psíquicas engendradas por aquéllas, puede suponer que esas fuerzas físicas o exteriores al Yo son de la misma naturaleza que las fuerzas mentales o psíquicas, y por tanto el mundo exterior, la Naturaleza, es idéntico en esencia al mundo interno o Espíritu. Pero, los que hayan comprendido bien la doctrina de esta obra, reconocerán que ninguna de las dos hipótesis debe ser preferida; pues aunque la relación entre objeto y sujeto nos obliga a esos conceptos antitéticos de Materia y Espíritu, uno y otro son igualmente manifestaciones de la Realidad incognoscible única y absoluta.