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ArribaAbajoCapítulo IV.

Relatividad de todo conocimiento.


22. De cualquier punto que partamos, llegamos siempre a la misma conclusión. Si hacemos una hipótesis sobre la naturaleza y origen de las cosas, vemos que, a poco, nos lleva con lógica inexorable a la necesidad de escoger entre dos ideas inconcebibles. Si no hacemos hipótesis, y partiendo de las propiedades sensibles de los objetos que nos rodean, y averiguando sus leyes especiales de dependencia, nos contentamos con generalizarlas hasta llegar a las más generales de todas, no por eso estamos más próximos a conocer las causas de esas propiedades. A veces nos parece que las conocemos claramente, pero un atento examen hace ver que nuestro conocimiento aparente es por completo inconciliable consigo mismo. Las últimas ideas religiosas, lo mismo que las últimas ideas científicas, se reducen a puros símbolos, sin nada de realidad cognoscible.

A medida que la civilización ha progresado, ha ido ganando terreno la convicción de que la inteligencia humana es incapaz de un conocimiento absoluto. Se ha visto: que todas las nuevas teorías ontológicas, que se ha querido, en las diversas épocas, sustituir a las teorías anteriores, han sido seguidas de nuevas críticas, que han dado por resultado nuevos escepticismos. Todos los conceptos posibles han sido discutidos a una, y hallados defectuosos; y de ese modo, el campo entero de la especulación se ha, poco a poco, agotado, sin resultados positivos; todo lo que se ha conseguido, es llegar a la negación que acabamos de formular, a saber: que la realidad, oculta bajo todas las apariencias, nos es y nos será siempre desconocida. Casi todos los grandes pensadores se han adherido a esa conclusión. «Exceptuando, dice sir W. Hamilton, algunos teóricos de lo absoluto, en Alemania, esa verdad es quizá, entre todas, la que los filósofos de las diversas escuelas han repetido a porfía más unánimemente.» Entre esos filósofos cita a Protágoras, Aristóteles, San Agustín, Boecio, Averroes, Alberto el Grande, Gerson, León el Hebreo, Melanchthon, Scalígero, F. Piccolomini, Giordano Bruno, Campanella, Bacon, Spinoza, Newton y Kant. Queda por demostrar cómo esa creencia puede ser establecida, racional a la vez que empíricamente. No sólo, como ya advirtieron los más antiguos de los pensadores acabados de citar, prodúcese en el hombre una vaga idea de la naturaleza impenetrable de las cosas en sí mismas, desde el momento en que se descubre la naturaleza ilusoria de las impresiones sensoriales; no sólo, como hemos visto en los capítulos precedentes, una lógica vigorosa prueba la incomprensibilidad de los conceptos fundamentales que pretendemos formarnos, sino que, además, se puede demostrar directa y analíticamente la relatividad de todo conocimiento humano. La inducción formada en virtud de experiencias generales y especiales, puede ser confirmada por una deducción fundada en las leyes de nuestra inteligencia. Hay, realmente dos métodos o dos caminos para llegar a esa deducción: o bien analizando los productos del pensamiento, o bien analizando la misma operación de pensar. Haremos sucesivamente esos dos análisis.

23. En un día de Setiembre, paseándonos por el campo, oímos un ruido a pocos pasos de distancia, y, mirando, vemos moverse la hierba; nos dirigimos allá para averiguar la causa de tal movimiento, y, al acercarnos, sale volando una perdiz. Hemos satisfecho nuestra curiosidad, y tenemos lo que llamamos la explicación de lo que primero notamos. Pero, ¿qué es una explicación? ¿Qué es un signo? Durante nuestra vida, hemos observado innumerables veces que, pequeños cuerpos en reposo, pónense en movimiento a consecuencia del movimiento de otros cuerpos entre aquéllos; hemos generalizado la relación entre uno y otro movimiento, y consideramos uno de éstos explicado, si podemos referirlo a esos casos generalizados. Supongamos que, en el caso citado, la perdiz no vuela, y la cogemos; es natural investigar, por qué no ha volado. La examinamos, y la vemos un poco de sangre en las plumas. Ya comprendo, decimos, por qué no ha volado; ha sido herida anteriormente por un cazador: y decimos comprenderlo, porque conocemos muchos casos de aves heridas o muertas por un cazador, y ese es un caso más que incluimos con sus análogos. Pero se ofrece una dificultad. La perdiz sólo tiene una herida, y no en un sitio esencial a la vida; es más: las alas están intactas, así como los músculos que las mueven, y el pobre animal prueba, por sus grandes esfuerzos, que aún tiene mucha fuerza. ¿Por qué, pues, no vuela? nos preguntamos nuevamente. Hacemos la pregunta a un anatómico, y nos da la solución, después de examinar la perdiz, por supuesto. Nos hace ver que esa única herida ha interesado precisamente los nervios que animan a una de las alas; y como una lesión, aunque ligera, de esos nervios, puede, impidiendo la perfecta coordinación de sus acciones sobre las dos alas, destruir la facultad de volar, de ahí, etc. Cesa nuestra dificultad; ¿y por qué? ¿Qué ha pasado en nosotros para hacernos pasar de la ignorancia a la inteligencia de un hecho? Nada más sino que hemos descubierto que ese hecho podemos incluirlo en una clase de hechos ya conocidos. La conexión entre las lesiones de los nervios y la parálisis de los miembros nos es ya conocida, y hallamos, pues, en el caso presente, una relación de causa a efecto, de ese género. Supongamos que seguimos haciendo estudios sobre las acciones orgánicas, y nos proponemos esta cuestión: «¿Cómo se verifica la respiración? ¿Por qué el aire entra y sale en los pulmones periódicamente?» La respuesta inmediata es, que en los vertebrados superiores, incluso el hombre, la entrada del aire es determinada por una distensión de la cavidad torácica, debida, en parte, a la depresión del diafragma, y en parte a la elevación de las costillas. Pero, ¿cómo la elevación de las costillas puede ensanchar la cavidad? Para explicarlo, se nota que el plano de cada costilla forma con la columna vertebral un ángulo agudo; que ese ángulo se abre, cuando aquélla se eleva, y ya es fácil figurarse la dilatación de la cavidad, pues se sabe que el área de un paralelogramo crece, cuando, sin variar de perímetro, sus ángulos se aproximan a ser rectos. Comprendemos, pues, ese hecho particular, porque vemos que está incluido entre otros expresados por una ley geométrica.

Queda todavía otra cuestión. ¿Por qué el aire se precipita en la cavidad torácica ensanchada? He aquí la respuesta. Cuando la cavidad torácica se distiende, el aire que contiene, sufriendo entonces menor presión, se dilata, y perdiendo también parte de su tensión anterior, opone menos resistencia a la presión del aire exterior; y como el aire, cual todo fluido, por ejercer con igualdad sus presiones en todos sentidos, debe moverse en el sentido en que encuentre menor resistencia, de ahí la entrada de dicho fluido en el pecho. Y nos satisface aún más esa interpretación cuando se citan hechos del mismo género producidos más claramente por un líquido visible, tal como el agua. Otro ejemplo. Cuando se nos ha hecho ver que nuestros miembros son palancas compuestas, que obran de un modo muy análogo a las de hierro o madera, nos creemos ya poseer una explicación, siquiera sea parcial, de los movimientos de los animales. La contracción de un músculo parece, a primera vista, completamente inexplicable; mas lo parecerá menos cuando veamos acortarse una serie de pedazos de hierro dulce, al pasar junto a ellos una corriente eléctrica que los convierte en imanes y los hace atraerse mutuamente. Esa analogía responde de un modo especial al fin de nuestra investigación, puesto que, o imaginaria, nos da un ejemplo de esa iluminación mental que resulta descubrimiento de una clase de casos, en la que pueda incluirse un caso particular dado. Se notará también, cuánto mejor se comprenderá el fenómeno en cuestión, desde el momento en que se sepa que la acción ejercida por los nervios sobre los músculos, si no es única y verdaderamente eléctrica, es, con todo, una forma de fuerza muy parecida a la electricidad. Igualmente, cuando sabemos que el calor animal es originado, en su mayor parte, por las combinaciones químicas del organismo, comprendemos su desarrollo como en las otras operaciones químicas. Cuando decimos que la absorción del quilo, a través de las paredes intestinales, es un caso de acción osmótica; que los cambios sufridos por los alimentos durante la digestión son semejantes a los cambios artificiales que se pueden obtener en los laboratorios, consideramos indudablemente conocida, en parte al menos, la naturaleza de esos fenómenos.

Veamos ahora lo que todo eso vale realmente. Volvamos a la cuestión general, y marquemos los puntos a que nos han conducido esas interpretaciones sucesivas. Hemos comenzado por hechos particulares y concretos: explicándolos, y explicando después los hechos más generales en que están incluidos, hemos llegado a ciertos hechos muy generales: a un principio geométrico o propiedad del espacio, a una ley mecánica, a una ley de equilibrio de los fluidos, a verdades de Física, de Química, de Termología, de Electrología. Hemos tomado por puntos de partida fenómenos particulares, los hemos referido a grupos de fenómenos, cada vez más extensos, y refiriéndolos, hemos obtenido soluciones que nos parecen tanto más profundas, cuanto más lejos hemos llevado la operación. Dar explicaciones aún más profundas sería sólo dar nuevos pasos en la misma dirección. Si, por ejemplo, se pregunta por qué la ley de equilibrio de la palanca es la que es, y por qué el equilibrio y el movimiento de los fluidos obedecen a las leyes que sabemos, responderán los matemáticos con un principio que abraza todos esos casos: el de las velocidades virtuales. Análogamente, el conocimiento profundo de los fenómenos de las combinaciones químicas, de calor, de luz, de electricidad, etc., supone que esos fenómenos tienen una razón de ser, que una vez descubierta, se nos revelará indudablemente como un hecho muy general relativo a la constitución de la materia; y, del cual los hechos químicos, eléctricos y termológicos no son sino manifestaciones distintas.

Ahora bien: ¿esa operación es limitada o ilimitada? ¿Podemos ir siempre ascendiendo, para explicarlas diferentes clases de hechos, a otras clases más generales, o llegaremos a una última clase más general que todas? La suposición de que esa ruta será ilimitada, si alguien pudiera suponerlo, implica que para obtener una explicación primaria se necesitaría un tiempo infinito, y por tanto, no sería posible tal explicación. La conclusión inevitable de que la operación es limitada (conclusión que prueban, no sólo el ser limitado el campo de nuestras observaciones, sino también el decremento del número de generalizaciones que acompaña necesariamente al incremento de su extensión) implican que el hecho último no puede ser explicado, no puede ser comprendido. En efecto, si las generalizaciones, cada vez más amplias, que constituyen el progreso de las ciencias, no son más que reducciones sucesivas de verdades especiales a verdades generales, y de éstas a otras más generales, y así sucesivamente; resulta, que no pudiendo referirse a otra más general, la que lo sea más que todas, es, por tanto, inexplicable o incognoscible. Luego, necesariamente, toda explicación nos conduce a lo inexplicable, como debe serlo la verdad más extensa que podamos alcanzar. La palabra comprender debe cambiar, pues, de sentido, antes que el hecho último pueda llegar a ser comprendido.

21. Esa conclusión que se nos impone fatalmente, como hemos visto, cuando analizamos los productos del pensamiento, tales como se presentan objetivamente en las generalizaciones científicas, se nos impone también, analizando la operación de pensar, tal como se presenta subjetivamente a la conciencia. Sir W. Hamilton ha dado la forma más rigorosa, que nunca ha tenido, a la demostración del carácter necesariamente relativo de todo conocimiento humano, como consecuencia de la naturaleza, del entendimiento. Nada podremos hacer mejor que extractar de su Ensayo sobre la Filosofía de lo incondicionado el pasaje que contiene la sustancia de su doctrina.

«El espíritu, dice, no puede concebir y, por consecuencia, conocer sino lo limitado, y, lo limitado condicionalmente. Lo incondicionalmente ilimitado o lo infinito, y lo incondicionalmente limitado o lo absoluto, no pueden verdaderamente ser concebidos. No se les puede concebir sino haciendo abstracción de las condiciones mismas bajo las que se realiza todo conocimiento. Por consiguiente, la, noción de lo incondicionado es puramente negativa, y negativa de ser siquiera concebible. Por ejemplo, por una parte no podemos concebir un todo absoluto, es decir, un todo tan grande, que no podamos concebir otro mayor, del cual aquél sea una parte, ni una parte absoluta, es decir, una parte tan pequeña, que no podamos considerarla como un todo relativo divisible en partes más pequeñas.

Por otra parte, no podemos comprender verdaderamente o imaginar (puesto que en este caso la imaginación y el entendimiento coinciden) un todo infinito, porque tan sólo podríamos, hacerlo, realizando en nuestro pensamiento la síntesis infinita de todos los finitos, para lo cual necesitaríamos un tiempo infinito. La misma razón nos impide seguir con el pensamiento una divisibilidad infinita. El mismo resultado obtenemos tocante a la finitud o limitación, ya sea en el espacio, ya en el tiempo, ya en el grado, de los varios atributos físicos o espirituales.

La negación incondicional y la afirmación incondicional de la limitación o, en otros términos, lo absoluto y lo infinito propiamente dichos, son, pues, inconcebibles para nosotros.

Puesto que lo condicionalmente limitado (que llamaremos, para abreviar, lo condicionado) es el único objeto posible de conocimiento y de pensamiento positivo, el pensar supone necesariamente condiciones. Sí, pensar es condicionar, y la limitación condicional es la ley primaria de la posibilidad del pensamiento. Porque del mismo modo que una liebre no puede saltar su sombra, o valiéndonos de un ejemplo más noble, lo mismo que un águila no puede volar fuera de la atmósfera que la sostiene, el espíritu humano no puede salirse de la esfera limitada, en la cual y por la cual, exclusivamente, es posible el pensamiento. Este no es sino lo condicionado, porque, como ya hemos dicho, pensar es condicionar. Lo absoluto no es concebido sino como una negación de lo concebible, y todo lo que conocemos nos es conocido como


«Conquistado penosa y lentamente
A lo infinito inmaterial e informe.»

Nada debe extrañarnos el ver puesto en duda que nuestro pensamiento no tenga relaciones posibles sino con lo condicionado. En efecto, el pensamiento no puede traspasar la esfera de la conciencia. Esta no es posible, sino por la antítesis entre el sujeto y el objeto del pensamiento, conocidos sólo por su correlación y limitación mutua. Además, todo lo que conocemos de sujeto y objeto, espíritu y materia, no es más que lo que cada uno de esos términos contiene de particular, de múltiplo, de diferente, de fenomenal. En nuestro juicio, la consecuencia de esa doctrina es: que la Filosofía, si se quiere ver en ella algo más que la ciencia, de lo condicionado, es imposible. Creemos que, partiendo de lo particular, jamás podremos, aun en nuestras más altas generalizaciones, elevarnos sobre lo finito; que nuestro conocimiento del espíritu y de la materia no puede ser más que el conocimiento de manifestaciones relativas a una existencia inaccesible en sí misma a la Filosofía, como se reconoce tanto mejor cuanto más conocimientos se poseen. Esto es lo que San Agustín expresaba diciendo: «cognoscendo ignorari et ignorando cognosci

Lo condicionado es un medio entre dos extremos, dos incondicionados que se excluyen mutuamente, de los que ninguno puede ser concebido como posible, pero uno debe ser admitido como necesario, en virtud de los principios de contradicción y alternativa. En este sistema, si la razón es débil, no engaña, al menos. No se dice que el entendimiento conciba como igualmente posibles dos proposiciones contradictorias; se dice que es incapaz de comprender la posibilidad de uno ni otro de esos extremos. Con todo, la razón se ve obligada a reconocer la verdad de uno de ellos en virtud de su misma contradicción mutua. En esto recibimos una lección saludable, aprendiendo que la capacidad de nuestro pensamiento no es la medida de lo existente, y pudiendo preservarnos del error de creer que el dominio de nuestro conocimiento se extiende hasta el horizonte de nuestra fe. Así, desde el momento en que tenemos conciencia de nuestra incapacidad para concebir lo absoluto y lo infinito, una revelación maravillosa nos inspira la creencia de quo existe algo incondicionado fuera de los límites de la realidad cognoscible.»

Aun cuando la demostración anterior parezca clara y decisiva, si se estudia con cuidado, está expuesta en términos tan abstractos, que los lectores tendrán seguramente dificultad en comprenderla. M. Mansel ha dado en su ya citada obra Limits of Religions Thought, una demostración más sencilla, acompañada de ejemplos y de aplicaciones que facilitan su inteligencia. Nos limitaremos a extractar de ella los siguientes párrafos, que bastarán a nuestro fin:

«La idea misma de conciencia, de cualquier modo que se manifieste, implica necesariamente distinción entre un objeto y otro. Ser conscientes, es serlo de algo, y ese algo no puede ser conocido en lo que es, sino distinguiéndolo de lo que no es. Pero distinguir es lo mismo que limitar, pues para que un objeto se distinga de otro es preciso que tenga algún atributo que no posea ese otro, o viceversa. Ahora bien, es evidente que lo infinito no puede ser distinguido, como tal, de lo finito, por la falta en aquél, de una cantidad que lo finito posea, porque semejante ausencia sería una limitación. No puede tampoco distinguírselos por un atributo que no posea lo finito, y sí lo infinito, porque no pudiendo ser ningún finito parte constituyente de un todo infinito, los caracteres diferenciales deben ser infinitos y no tener nada común con lo finito. Henos ya frente a una primera imposibilidad: pues esa segunda infinidad (de caracteres) se distinguiría de lo finito por la ausencia de propiedades que este último posee. El concepto de lo infinito implica, necesariamente, contradicción, porque supone que lo que no puede ser dado sino como ilimitado y sin diferencias, debe ser reconocido por su limitación y por sus diferencias.

«Tal contradicción, completamente inexplicable en la hipótesis de que lo infinito es un objeto real de conocimiento, para el hombre, se explica perfectamente, en cuanto se considera lo infinito como la negación de todo pensamiento, porque si éste es siempre limitación, si todo lo que conocemos es, por el mismo hecho de ser conocido, finito, lo infinito es, para el hombre, sólo una palabra, que indica la ausencia de condiciones para pensar; decir que se tiene un concepto de lo infinito, es afirmar y negar a la vez esas condiciones. La contradicción que hallamos en ese concepto no es otra que la que nosotros mismos hemos impuesto, suponiendo la cognoscibilidad de lo incognoscible. La condición de todo acto de conciencia es la distinción, y la condición de distinción es la finitud. No podemos tener conciencia de un ser en general, que no sea algún ser en particular, una cosa pensada, es una cosa distinta de otras. Al suponer la posibilidad de un objeto de conciencia infinito, suponemos que tal objeto es a la vez finito e infinito, limitado o ilimitado; que es algo, pues sin serlo no podría ser objeto de pensamiento, y que es nada, pues ya hemos dicho que lo infinito es una palabra vacía de sentido.

«Un segundo carácter de los actos de pensamiento es que no son posibles sino bajo la forma de relación. Necesítase un sujeto o persona consciente y un objeto o cosa de que el sujeto tenga conciencia. Esta no puede existir sin la unión de esos dos factores; y en esa unión, cada uno existe solamente con relación al otro. El sujeto no es tal, sino en tanto que conoce al objeto, y éste no es tal objeto, sino en cuanto es conocido por el sujeto; la anulación del uno o del otro es la desaparición de la misma conciencia. Del mismo modo, es evidente que la percepción (supuesta) de lo absoluto implica contradicción cual la de lo infinito. Para tener conciencia de lo absoluto en cuanto tal, es preciso llegar a conocer que un objeto dado en relación con nuestra conciencia, es idéntico a otro objeto que, por su propia naturaleza, existe sin relación con la conciencia. Mas para conocer esa identidad, es preciso poder comparar los dos objetos, y semejante comparación es ya contradictoria consigo misma. En efecto, esa comparación debería hacerse entre dos objetos, de los cuales uno nos es conocido y el otro no, siendo así que toda comparación supone el conocimiento de todos los términos comparados. Es, pues, evidente que, aun cuando pudiéramos tener conciencia de lo absoluto, no nos sería posible conocerlo en su esencia, y como no podemos tener conciencia de un objeto, sino conociendo lo que es, esto equivale a decir que no podemos tener conciencia de lo absoluto. Como objeto de conciencia, toda cosa es necesariamente relativa, y fuera de la conciencia no hay posibilidad de saber lo que una cosa puede ser. Esta contradicción admite aún la misma explicación que la anterior. Nuestra noción completa de la existencia es necesariamente relativa, porque es de la existencia tal cual la concebimos. Pero la existencia, tal como la concebimos, no es más que el nombre de los diversos modos o formas bajo las que se nos dan a conocer los objetos; un término general que abraza una variedad de relaciones. Por otra parte, lo absoluto es una palabra que no expresa ni objeto de pensamiento, sino más bien la negación de las relaciones que constituyen el pensamiento. Suponer que la existencia absoluta puede ser objeto de pensamiento, es suponer que continúa existiendo una relación cuyos términos no existen ya. Un objeto de pensamiento existe como tal, en y por sus relaciones con alguien que piensa, mientras que lo absoluto es, por su propia esencia, independiente de toda relación. El concepto de lo absoluto implica la presencia y la ausencia simultáneamente de la relación que constituye el pensamiento, y todos los esfuerzos que hacemos para comprenderlo no son sino formas modificadas de la contradicción, tantas veces ya puesta de manifiesto. Eso no implica que lo absoluto no pueda existir, pero sí que en las condiciones actuales de nuestro pensamiento no podemos concebirle como existente.»

Se puede sacar la misma conclusión general de otra condición fundamental del pensamiento, que sir W. Hamilton ha omitido, y que tampoco M. Mansel ha tenido en cuenta. Ya hemos examinado esa condición, aunque bajo otro punto de vista, en el capítulo anterior. Todo acto de conciencia completo, con la relación y la distinción, implica también la semejanza con otros actos anteriores. Antes de que un estado mental llegue a ser una idea, un elemento de conocimiento, es preciso que se lo reconozca a la vez como de distinta especie que ciertos estados anteriores, con los que está en relación de sucesión, y como de la misma especie que otros. Esa organización de cambios que constituyen el pensamiento, implica una continua integración y una diferenciación también continua. Si cada nueva impresión mental fuese tan sólo percibida, como diferente de las anteriores, si no hubiese otra cosa que una cadena de impresiones, de las que cada una fuera completamente distinta de las demás, nuestra conciencia sería un caos. Para formar esa conciencia bien ordenada que llamamos inteligencia, es preciso asimilar cada impresión a otras anteriores; es preciso clasificar, al mismo tiempo, los estados sucesivos del espíritu y las relaciones que los unen. Ahora bien, toda clasificación supone, no sólo que se separa lo distinto, sino también que se reúne lo semejante. En otros términos, un conocimiento completo no es posible sino cuando va acompañado de un reconocimiento. En vano se objetará que, si eso fuese cierto, no sería posible un primer conocimiento, ni, por consiguiente, otro alguno; pues se puede decir que el conocimiento propiamente dicho, no se forma sino poco a poco; que durante el primer período de la inteligencia, antes de que las sensaciones producidas por el mundo exterior, sobre nosotros, hayan sido puestas en orden, no hay conocimientos propiamente dichos, pues, como se puede observar en los niños, los conocimientos se forman lentamente, desprendiéndose en vía de desarrollo, de la primitiva confusión de la conciencia, a medida que las experiencias se van agrupando, a medida que las sensaciones más frecuentes y sus relaciones mutuas se hacen bastante familiares, para que se pueda reconocerlas cada vez que reaparecen. En vano se objetará: que si la cognición supone recognición, no se puede tener conocimiento, ni por un adulto, de un objeto la primera vez que le impresiona: porque se puede responder: que si ese objeto no es asimilable a otros ya vistos, no es conocido, y si lo es, sí puede establecerse tal asimilación. Expliquemos esa paradoja. Un objeto puede ser clasificado de diferentes modos, con diferentes grados de exactitud. Vemos, por ejemplo, un animal desconocido para nosotros, y si no podemos referirlo a una especie o a un género conocido, podremos tal vez incluirle en un orden o en una clase de las establecidas, y si ni aun eso nos es posible, por ser verdaderamente de muy anormal organización, sabremos, al menos, si es vertebrado o invertebrado; si es uno de esos organismos que no es fácil decidir si son animales o vegetales, se sabrá, por lo menos, que es un ser vivo; y si ni aun tiene bien marcados los caracteres de la organización, no se dejará de conocerle y reconocerle como un ser material. De todo lo cual resulta: que una cosa no es perfectamente conocida sino cuando lo es en todas sus relaciones de semejanza con cosas ya conocidas, y que permanece desconocida en proporción al número de relaciones en que difiera de cosas conocidas. Y por tanto, cuando no tenga absolutamente ningún atributo común con todas las demás cosas, debe estar completamente fuera de los límites del conocimiento humano.

Veamos las consecuencias de esta doctrina. Todo conocimiento de lo real, en su distinción de lo aparente, debe conformarse A las leyes del conocimiento en general. La causa primaria, lo infinito, lo absoluto, deben ser clasificados, para que puedan ser conocidos; deben ser pensados como de tal o cual especie, si han de ser pensados positivamente. ¿Pueden ser de especie semejante a la de los objetos que los sentidos nos revelan? No, evidentemente. Entre el Creador y lo creado, es preciso que haya una distinción superior a las distinciones o diferencias que separan las diversas divisiones de lo creado. Lo incausado no puede ser parecido a lo causado; hay entre ambos, como lo indican sus mismos nombres, una oposición radical. Lo infinito no puede ser incluido en un mismo grupo con algo finito, puesto que entonces sería considerado como no infinito. Es imposible también colocar lo absoluto algo relativo en la misma categoría, en tanto que se defina lo absoluto: «Lo que no tiene relación necesaria alguna.» ¿Diremos que lo real, aunque inconcebible cuando se lo clasifica con lo aparente, puede ser pensado si se le clasifica consigo mismo? Tal suposición es tan absurda como la otra: supone la pluralidad de la causa primera, de lo infinito, de lo absoluto, lo que es una contradicción. En efecto, no puede haber más de una causa primera, puesto que la existencia de más de una, implicaría la de algo que las dos o más necesitaban, y ese algo sería la verdadera causa primera. La hipótesis de que haya más de un infinito se destruye por sí misma, como se ve con evidencia, notando que esos infinitos se limitarían mutuamente, y, por tanto, serían finitos. Y, por último, un absoluto que no existiera solo, sino con otros absolutos, no sería absoluto sino relativo. Por consiguiente, lo incondicionado, puesto que no se le puede clasificar con otro incondicionado, ni con formas de lo condicionado, es inclasificable, y por lo tanto incognoscible.

Hay, pues, tres medios de deducir la relatividad de nuestro conocimiento, de la misma naturaleza del pensamiento. El análisis demuestra, y toda proposición muestra objetivamente, que todo pensamiento implica relación, diferencia, semejanza. Todo lo que no nos presenta esos tres caracteres, no es susceptible de ser conocido; por eso no lo es lo incondicionado, al que faltan los tres.

25. Todavía podemos llegar a esa gran verdad, colocándonos bajo otro punto de vista. Si en vez de examinar directamente nuestras facultades intelectuales, como se muestran en el acto del pensamiento, o indirectamente, como se muestran en el pensamiento expresado por palabras, dirigimos nuestra atención a las relaciones entre el espíritu y el mundo, la misma o muy semejante conclusión se nos impone. En la definición misma de la vida, reducida a su más abstracta forma, está patente la misma verdad. Todas las acciones vitales, consideradas en conjunto, tienen por objeto final el equilibrar ciertas operaciones exteriores con otras interiores. Hay fuerzas exteriores siempre en actividad, que tienden a poner la materia de que se componen los cuerpos organizados en el estado de equilibrio estable que nos muestran los cuerpos inorgánicos; hay fuerzas interiores que combaten esa tendencia de las exteriores, y no son otra cosa los cambios incesantes que constituyen la vida, que los efectos necesarios de la existencia de ese antagonismo. Por ejemplo: para estar de pie, es preciso que ciertos pesos estén neutralizados por ciertos esfuerzos; los miembros y demás órganos, en virtud de su gravedad, tienden a hacer caer el cuerpo; hay necesidad, para sostenerlo, de que se contraigan ciertos músculos; o en otros términos: el grupo de fuerzas, que, si estuviese solo, nos haría caer, debe ser equilibrado por otro grupo de fuerzas. Otro ejemplo: para que nuestra temperatura se sostenga a una graduación constante, el calor que perdemos por radiación y absorción, del medio ambiente, debe ser reemplazado por otro tanto, producido por operaciones internas; y a medida que las variaciones atmosféricas ocasionen mayor o menor pérdida de calor, la producción interna debe ser respectivamente mayor o menor. Lo mismo sucede a todas las acciones orgánicas, en general.

En los grados inferiores de la escala animal vemos que esos actos de equilibrio entre las fuerzas internas y externas son directos y simples: en una planta, la vitalidad sólo consiste en operaciones químicas y osmóticas, en relación con la coexistencia del calor, de la luz, del agua y del ácido carbónico ambiente. Pero en los animales, las operaciones vitales son más complejas; los materiales necesarios para el crecimiento y la reparación, no están como los de las plantas, presentes por doquier; están, por el contrario, dispersos y bajo formas muy diversas; es preciso encontrarlos, cogerlos y prepararlos para la asimilación. De ahí la necesidad de la locomoción, de los sentidos, de los medios de aprehensión y de destrucción, y de un aparato digestivo a propósito. Adviértase: que esas complicaciones sucesivas no hacen más que ayudar a mantener la balanza orgánica en su integridad, y oponerse a las fuerzas físicas y químicas que tienden a destruirla. Y adviértase también que miéntras que esas complicaciones sucesivas facilitan la adaptación fundamental de las acciones de adentro a las de fuera no son ellas mismas otra cosa que nuevas adaptaciones de las fuerzas interiores a las exteriores. En efecto, los movimientos con que un animal carnívoro persigue a su presa, y los que ésta verifica para evitar la muerte, ¿qué son sino los cambios del organismo que lucha con otros cambios del medio ambiente? ¿Qué es la operación compleja de paladear un alimento, sino una correlación particular de las modificaciones nerviosas con las propiedades físicas de aquel? ¿Qué es la operación, por la cual el alimento, una vez comido, es preparado para su asimilación, sino una serie de acciones mecánicas y químicas, en correlación con las propiedades análogas de aquel? Resulta evidentemente que si la vida, en su más simple expresión, es la correspondencia de ciertas acciones físico-químicas internas, con otras análogas externas; cada grado que se asciende hacia las regiones superiores de la vida, consiste en una garantía más segura de esta correspondencia primitiva por el establecimiento de otras. Si despojamos ese concepto de todo lo superfluo, si le reducimos a su expresión más abstracta, vemos que puede definirse la vida: «una adaptación continua de las relaciones internas a las relaciones externas.» Definiéndola así, resultan incluidas en la definición, tanto la vida física como la psíquica. Entonces comprendemos: que lo que llamamos inteligencia aparece cuando las relaciones externas a que se acomodan las internas, son ya muy numerosas, complejas, y separadas en el tiempo y en el espacio. Comprendemos también, que todo progreso de la inteligencia consiste esencialmente en el establecimiento de adaptaciones más variadas, más completas y más complejas; y todo progreso científico puede reducirse a relaciones mentales de coexistencia y, de consecuencia, coordenados de modo, que correspondan exactamente a ciertas relaciones análogas del exterior. Una larva que se arrastra al azar, y halla al fin el camino que la conduce a una planta de cierto olor, y, se pone a comerla, tiene dentro de sí una relación orgánica entre una impresión particular y, una serie particular de acciones, correspondiente a la relación externa entre el olor y la especie de la planta. El abejaruco, guiado por una correlación más compleja de impresiones, que el color, la forma y los movimientos de la larva hacen sobre él, guiado también por otras correlaciones que miden la posición y la distancia de la larva, combina ciertos movimientos musculares correlativos para cogerla. El halcón, que vuela allá arriba, es afectado a una distancia grandísima por las relaciones de forma y movimientos del abejaruco; y según sean éstos, así aquel combina series mucho más complicadas de cambios nerviosos y musculares correlativos, a fin de apoderarse del pequeño pájaro, y consigue su fin, si dichas series están bien combinadas. Al cazador, la experiencia le ha revelado una relación, entre la aparición y el vuelo del halcón, y la destrucción de otros pájaros; el cazador sabe, además, otra relación entre las impresiones visuales que corresponden a ciertas distancias y el alcance de su escopeta, y que es preciso apuntar un poco delante del pájaro que vuela, para tirar con éxito. Si consideramos, ahora, aun sin salir del mismo asunto, la fabricación de la escopeta, hallamos otra multitud de relaciones. Las de coexistencia entre el color y densidad de un mineral y su yacimiento terrestre, nos han enseñado que contiene hierro; para extraerle, es preciso que pongamos en correlación ciertos actos con las afinidades del hierro, el carbón y la cal a temperaturas elevadas, etc. Si queremos que un químico nos explique la explosión de la pólvora, o que un matemático nos dé la teoría de los proyectiles, encontraremos también que las relaciones, tanto especiales como generales, de coexistencia y de sucesión entre las propiedades, movimientos, etc., de la pólvora y del proyectil, es lo único que aquellos sabios podrán enseñarnos. Notemos, por último, que lo que llamamos la verdad (los principios a que debemos obedecer para conseguir nuestros fines y conservar la vida), no es sino la correspondencia exacta entre las relaciones subjetivas y las objetivas; miéntras que el error, que conduce a la falta, y por consiguiente a la muerte (física o moral), no es sino la ausencia de esa correspondencia exacta.

Si, pues, la vida en todas sus manifestaciones, inclusa la inteligencia, bajo sus más sublimes formas, consiste en adaptaciones continuas de las relaciones internas a las relaciones externas, resulta evidente el carácter esencial y necesariamente relativo de todo conocimiento. Siendo la noción más sencilla, una correlación entre ciertos estados subjetivos conexos y ciertos agentes objetivos, también en conexión mutua; y las nociones más complicadas, correlaciones entre conexiones más, complicadas de nuestros estados y conexiones más complicadas de los agentes externos; es claro que la operación de pensar, por lejos que sea llevada, no puede someter al dominio de la inteligencia sino los estados de ésta o los agentes que los producen. Nunca conocemos más que cosas simultáneas y cosas consecutivas; y por tanto, aunque prolonguemos nuestros conocimientos hasta sus límites, nunca conoceremos más que coexistencias y sucesiones. Si todo acto de conocimiento es la formación en la conciencia de una relación paralela a otra relación externa, la relatividad del conocimiento es evidente. Si pensar es establecer relaciones, ningún pensamiento puede expresar más que relaciones.

No olvidemos advertir que el objeto al que está limitada nuestra inteligencia es el único también a que debe dedicarse; que el único conocimiento que podremos aplicar será el que podamos alcanzar plenamente. Para conservar la correspondencia entre las acciones internas y las externas, correspondencia que constituye la vida en cada momento, y el medio de su continuación en los momentos siguientes, no hay necesidad más que de conocer los agentes que nos impresionan, en su coexistencia y sucesión, y de ningún modo de conocerlos en sí mismos. Sean x e y dos propiedades constantemente unidas en un objeto externo, a y b los efectos que producen en nuestra conciencia. Supongamos que mientras la propiedad x nos produce el estado mental indiferente a, la propiedad y nos produce el estado doloroso b (correspondiente a una lesión orgánica); todo lo que necesitamos saber es: que yendo constantemente x unido a y en el exterior, a irá también siempre unido a b en nuestro interior, de suerte que al producirse a por la presencia de x, la idea de b ocurrirá en seguida, y determinará movimientos para evitar, si es posible, el efecto b de y. Lo único que necesitamos saber es: que a y b y la relación que los une corresponden siempre a x e y y su relación mutua; nada, nos importa saber si a y b son semejantes a x o y o no lo son; ni su identidad nos favorece, ni su desemejanza nos perjudica. En el fondo mismo de la vida encontramos la relatividad de todo conocimiento. No sólo el análisis de las acciones vitales en general, nos conduce a deducir que las cosas en sí no pueden ser conocidas, sino que también nos muestra la inutilidad de ese conocimiento, si fuera posible.

26. Falta la cuestión final. ¿Qué debemos decir de lo que traspasa los límites del conocimiento? ¿Debemos atenernos sólo a los fenómenos? ¿Nuestros estudios darán por resultado, final desechar de nuestra inteligencia todo lo que no sea relativo? ¿O debemos creer en algo más allá? A estas cuestiones la lógica responde: los límites de nuestra inteligencia nos confinan rigorosamente en lo relativo; lo de más allá no puede ser pensado sino como una pura negación o una pura no existencia. «Lo absoluto no es concebido sino como una negación de lo concebible,» ha escrito Sir W. Hamilton. «Lo absoluto y lo infinito, dice M. Mansel, son como lo inconcebible y lo imperceptible, nombres que no indican un objeto de pensamiento, o de conciencia, sino la ausencia de condiciones, bajo las que la conciencia es posible.» De cada una de estas citas se puede concluir que, puesto que la razón no nos autoriza a afirmar la existencia positiva de lo que sólo es cognoscible a título de negación, no podemos razonablemente afirmar la existencia positiva de lo que haya más allá de los fenómenos.

Esta conclusión parece indudable y, sin embargo, creemos contiene un grave error. Una vez admitidas las premisas la conclusión es indudable. Pero las premisas, en la forma en que las presentan Hamilton y Mansel, no son rigorosamente verdaderas. Hemos citado en las páginas precedentes, y aceptándolos, los argumentos con que dichos autores demuestran que lo absoluto es incognoscible, y los hemos reforzado con otros más decisivos. Con todo, hemos de hacer una restricción que nos salve del escepticismo, inexcusable sin ella. Mientras que no dejamos el aspecto puramente lógico de la cuestión, es preciso aceptar en toda su integridad las proposiciones citadas anteriormente; son indiscutibles. Pero si las consideramos de otro modo más amplio, bajo el aspecto psicológico, vemos que esas proposiciones sólo expresan la verdad parcial imperfectamente, que omiten o, más bien, excluyen un hecho de la mayor importancia. Precisemos las ideas. Al lado de la conciencia definida, cuyas leyes formula la lógica, hay otra conciencia indefinida, cuyas leyes no pueden ser formuladas. Al lado de pensamientos completos, y de incompletos que son susceptibles de ser completados, hay pensamientos que no es posible completar y que no son menos reales por eso, puesto que son afecciones normales de la inteligencia. Notemos ahora: que todos los argumentos que nos han servido para demostrar la relatividad de todo conocimiento, suponen clara y distintamente la existencia positiva de algo más allá de lo relativo. Decir que no podemos conocer lo absoluto es afirmar implícitamente que lo absoluto existe. Cuando negamos que se pueda conocer su esencia, admitimos tácitamente su existencia, y eso prueba que lo absoluto está presente al espíritu, no como nada, sino como algo.

Una cosa análoga sucede en toda la serie de razonamientos que establecen la doctrina de lo relativo. Lo real, nombrado por todas partes como antítesis de lo fenomenal, es pensado siempre y necesariamente como real. Es rigorosamente imposible concebir que nuestro conocimiento no tenga por objeto sino apariencias, y no concebir al misino tiempo una realidad, de la cual esas apariencias sean las representaciones. En efecto, toda apariencia es ininteligible sin la realidad. Quitemos de nuestros raciocinios las palabras incondicionado, infinito, absoluto, y sus equivalentes, y escribamos en su lugar negación de lo concebible, o ausencia de las condiciones necesarias para conocer, y el raciocinio será ininteligible. Para que cada una de las proposiciones de que se compone el raciocinio sea concebible, es preciso que lo incondicionado esté en él representado como positivo y no como negativo. Pero entonces ¿cómo se puede deducir legítimamente que nuestro concepto de lo incondicionado es negativo? Un raciocinio que asigna cierto sentido a una palabra y luego demuestra que esa palabra no tiene sentido, es un raciocinio vicioso. Es, pues, evidente que la demostración de la imposibilidad de una representación definida de lo absoluto supone ineludiblemente su representación indefinida.

Analizando nuestro concepto de la antítesis entre lo relativo y lo absoluto, hallaremos, quizá, el medio de mostrar que las leyes mismas del pensamiento nos obligan a formar una idea, aunque vaga pero positiva, de eso que está fuera de los límites de la conciencia. Nadie pone en duda que las antinomias del pensamiento: todo y parte, lo igual y lo desigual, el singular y el plural, son necesariamente concebidas como correlativas; sin que sea posible concebir uno de los dos términos de cada una, sin tener el concepto simultáneo del otro. Pues también es fácil reconocer, que lo relativo no es concebido a su vez, sino en oposición a lo no relativo o absoluto. Fiel a la posición que había tomado, y que va hemos indicado, Sir W. Hamilton sostiene, sin embargo, en su crítica acerada, o irrefutable en su mayor parte, del sistema de Cousin, que uno de esos términos correlativos no es más que la negación del otro. «Los términos correlativos, dice, se suponen ciertamente el uno al otro, pero no son igualmente reales y positivos. En el pensamiento los términos contradictorios se implican necesaria y mutuamente, porque su conocimiento es uno. Pero lejos de garantizar la realidad de uno de ellos, la del otro no es más que su negación. Así, toda noción positiva (el concepto de una cosa que es) supone una noción negativa (el concepto de una cosa que no es), y, la más elevada noción positiva, la de lo concebible, tiene su correlativa en la de lo inconcebible.

Mas, aunque se supongan recíprocamente, la positiva sola es la real; la negativa no es sino la supresión de la otra, y en su mayor generalidad, la supresión del pensamiento. «Ahora bien, esa afirmación: que de dos términos contradictorios «el negativo no es sino la supresión del otro, no es más que su negación;» esa afirmación, decimos, no es verdadera. Para los correlativos igual y desigual, es evidente que el concepto negativo, contiene algo más que la negación del positivo, pues las cosas de que se niega la igualdad no por eso desaparecen de la conciencia. Sir W. Hamilton no ha notado que lo mismo suceder para los correlativos cuya negación es inconcebible, en el recto sentido de esta palabra. Tomemos, por ejemplo, lo limitado y lo ilimitado. Nuestra noción de lo limitado se compone: primero del concepto de algún ser, y además del concepto de los límites del mismo, tal cual nos es conocido. En su antítesis, la noción de lo ilimitado, el concepto de los límites ha desaparecido, pero no el de algún ser. Verdad es, que faltando el concepto de límites, tal noción no es un concepto propiamente dicho, pero al menos es un modo de pensamiento. Si, en este caso, lo contradictorio negativo no fuese, como se dice, más que una negación del otro, es decir, una no-entidad, resultaría que se podrían emplear todos los contradictorios negativos, indistintamente unos por otros. Se debería, por ejemplo, poder pensar lo ilimitado como antítesis de lo divisible, y lo indivisible como antítesis de lo limitado. Al contrario, la imposibilidad de hacer de esos términos semejante uso, prueba que en la conciencia lo ilimitado y lo indivisible son distintos de cualidad, y por tanto son positivos y reales, pues no puede haber distinción entre dos nadas.

El error en que caen naturalmente los filósofos que se ocupan en demostrar los límites y condiciones de la conciencia, consiste en suponer que ésta sólo contiene límites y condiciones, sin tener en cuenta las cosas limitadas y condicionadas. Se olvida también que hay algo que forma como la sustancia bruta del pensamiento definido, y que queda después que desaparecen las cualidades definidas que aquél ha recibido de la inteligencia. Pues bien, cambiando nombres, todo eso se aplica a la última, y más elevada de las antinomias, la de lo relativo y lo absoluto. Tenemos conciencia de lo relativo como de una existencia sometida a condiciones y a límites, es imposible conocer esos límites y esas condiciones, separados de algo, a que pertenezcan; la supresión de esos límites y condiciones no lo es, de modo alguno, del algo a que pertenecían. Debe haber, pues, un residuo, un concepto de algo indefinido e incondicionado, que constituye nuestro concepto de lo no relativo, de lo absoluto. Aunque sea imposible dar a ese concepto una expresión cualitativa y cuantitativa cualquiera, no por eso es menos cierto que se nos impone como un elemento positivo e indestructible de nuestro pensamiento. Esta verdad se hace más patente cuando se observa que nuestro concepto de lo relativo, desaparece, si se supone el de lo absoluto una pura negación. Los autores ya citados admiten, o más bien sostienen, que los contradictorios no pueden ser conocidos sino en su relación mutua; que la igualdad, por ejemplo, es inconcebible, separada de su correlativo la desigualdad, y por tanto que lo relativo mismo no puede ser concebido sino en oposición a lo no relativo: que el concepto de toda relación implica el concepto de sus dos términos. Pedirnos el concepto de la relación entre lo relativo y lo absoluto, sin tener conciencia de ambos, «es (citando las palabras mismas de M. Mansel, aunque dándoles distinta aplicación) pedir la comparación de algo conocido, con algo desconocido, y siendo la comparación un acto de conciencia, no es posible, sin tenerla de ambos términos comparados.» ¿Qué se ha hecho, pues, de la afirmación de que «lo absoluto no es concebido sino como una pura negación de lo concebible,» o como la ausencia de todas las condiciones del pensamiento? Si lo absoluto no se presenta a la conciencia sino como pura negación, la relación entre él y lo relativo es ininteligible, porque uno de los términos de la relación está ausente de la conciencia; y si la relación es ininteligible, lo relativo mismo lo es por falta de su antítesis; y entonces resulta la anulación de todo pensamiento.

Fácil nos será mostrar: que los mismos Sir W. Hamilton y M. Mansel admiten claramente, en otros pasajes, que nuestro concepto de lo absoluto, aunque indefinido, es positivo y no negativo. El párrafo ya citado de Sir W. Hamilton, en que afirma que «lo absoluto no es concebido sino como negación de lo inconcebible», acaba con la advertencia siguiente: «Desde que tenemos conciencia de nuestra incapacidad para concebir nada, fuera de lo relativo, de lo finito, una revelación maravillosa nos inspira una creencia invencible en la existencia de algo incondicionado que traspasa la esfera de toda realidad comprensible.» La última de esas dos aserciones admite de hecho lo que la otra niega. Por la interpretación que ha dado a las leyes del pensamiento, Sir W. Hamilton se ha visto reducido a concluir que nuestro concepto de lo absoluto es una pura negación. Sin embargo, halla que existe en la conciencia una convicción irresistible de la existencia real de algo incondicionado. Se desembaraza de la inconsecuencia en que le coloca esa declaración, diciendo que «recibimos la inspiración de una revelación maravillosa,» queriendo quizá dar a entender que esa inspiración la recibimos de un modo sobrenatural, o de otro modo que por las leyes del pensamiento. M Mansel se ve arrastrado a la misma inconsecuencia. En efecto, cuando dice «que nos vemos obligados por la constitución de nuestro espíritu a creer en la existencia de un ser absoluto o infinito, que esta creencia parece imponérsenos como el complemento de nuestros conceptos de lo relativo y lo finito,» declara implícitamente que el concepto de ese ser es positivo, no negativo; admito tácitamente que estamos obligados a considerar lo absoluto como algo más que una negación, y que el concepto que de él tenemos no es «tan sólo, la ausencia de condiciones necesarias para que el pensamiento sea posible.»

Sírvanos de excusa la importancia suprema de esta cuestión, si reclamamos aún la atención del lector, con el fin de aclarar dificultades que surgen todavía. Estudiando la operación de pensar, se comprenderá mejor el carácter esencialmente positivo de nuestro concepto de lo incondicionado, que, como hemos visto, resulta de una ley fundamental del pensamiento.

Para probar la relatividad de nuestro conocimiento, se dice: «que no podemos concebir el espacio y el tiempo, como limitados, ni como ilimitados.» Se hace ver que desde el momento en que imaginamos un límite al tiempo o al espacio, se produce en seguida el concepto de un tiempo o un espacio más allá de ese límite. Este espacio o este tiempo, más lejanos, si no lo consideramos como definido, lo consideramos, sin embargo, como real; sino nos formamos de él un concepto propiamente dicho, puesto que no podemos limitarlo, tenemos, no obstante, en nuestro espíritu la sustancia informe de ese concepto. Lo mismo sucede de nuestro concepto de causa; no tenemos más capacidad para adquirir la idea completa, definida, de causa, que de tiempo y espacio; por consiguiente, debemos pensar la causa que excede los límites de nuestro pensamiento, como positiva, aunque indefinida. De igual modo, que cuando pensamos un espacio limitado, se forma a la vez el concepto rudimentario de un espacio más allá de esos límites, cuando pensamos una causa definida, se forma un concepto rudimentario de la causa indefinida. En uno y otro caso ese concepto rudimentario es semejante, en el fondo, a su correlativo, pero es informe. El impulso del pensamiento nos lanza ineludiblemente por encima de lo condicionado en lo incondicionado, y esto queda en nosotros, para siempre, como el fondo o cuerpo de un pensamiento al cual no podemos dar forma.

De ahí nuestra firme creencia en la realidad objetiva; creencia que la crítica metafísica no puede hacer vacilar ni un momento. Podrá decírsenos que ese pedazo de materia que miramos como existente fuera de nosotros, no nos puede ser realmente conocido, que sólo podemos conocer las impresiones que produce en nosotros; pero nos vemos obligados, por la relatividad del pensamiento, a pensar que esas impresiones están en relación con una causa positiva, y entonces aparece la noción rudimentaria de una existencia real que las produce. Si se prueba que toda idea de una existencia real implica una contradicción radical; que la materia, de cualquier modo que la concibamos, no puede ser la materia, tal cual es realmente, nuestro concepto se transforma, mas no se destruye; queda la idea de la realidad, aislada todo lo posible de las formas especiales, bajo las que aparecía primitivamente en el pensamiento. Aunque la Filosofía (positivista) condena, unos tras otros, todos los ensayos para concebir lo absoluto, aunque nos prueba que lo absoluto no es esto, ni aquello, ni lo otro; aunque por obedecerla neguemos una tras otra todas las ideas, a medida que van produciéndose; como no podemos despreciar todo el contenido de la conciencia, queda siempre, en el fondo, un elemento que pasa por nuevas formas. Mas la negación continua de toda forma y de todo límite particular, no tiene otro resultado que suprimir, más o menos completamente, todas las formas y todos los límites, y llegar a un concepto indefinido de lo informe y de lo ilimitado.

Y aquí encontramos la principal dificultad. ¿Cómo puede constituirse un concepto de lo informe y de lo ilimitado, cuando por su misma naturaleza, el pensamiento no es posible sino bajo formas y límites? Si todo concepto de existencia lo es de existencia condicionada, ¿cómo puede quedar algo, después de la negación de condiciones? Si la supresión de esas condiciones no suprime directamente la sustancia misma del concepto, ¿no la suprime, al menos, implícitamente? ¿.No debe desaparecer el concepto, cuando desaparecen las condiciones de su existencia? Es evidente que debe haber una solución de esa dificultad, puesto que, los que la ponen, admiten, como ya lo hemos hecho ver, que tenemos ese concepto; la solución parece ser la ya indicada. Un concepto como ese, no es ni puede ser formado por un acto mental único, sino que es el producto de muchos actos mentales. En todo concepto hay un elemento que persiste; es imposible que ese elemento desaparezca de la conciencia, y es imposible también que esté allí presente él solo, pues lo primero sería falta de sustancia, lo segundo falta de forma, y en uno y otro caso no habría concepto. Mas la persistencia de ese elemento, aunque cambien sucesivamente las condiciones, necesita que se lo perciba como distinto de sus condiciones, o independientemente de ellas. El sentimiento de algo condicionado en todo pensamiento, no puede desecharse, porque no puede desecharse ese algo. Ahora bien: ¿cómo se percibe ese algo? Evidentemente combinando conceptos sucesivos, privados de sus límites y de sus condiciones. Nos formamos esa idea indefinida, como nos formamos muchas de nuestras ideas definidas, fusionando una serie de ideas. Demos un ejemplo. Un objeto extenso, complicado, dotado de muchos atributos para que se puedan representar a la vez en la mente, puedo ser, sin embargo, concebido con bastante exactitud por la unión de varias representaciones, cada una de las cuales contenga una parte de dichos atributos. Cuando se piensa en un piano, lo que aparece primero en la imaginación es la imagen visual del piano, a la que se añaden en seguida, aunque por otros actos mentales, las ideas del lado que no se ve, y de la sustancia sólida que lo constituye. Con todo, el concepto completo comprende además las cuerdas, los martillos, los pedales, las sordinas; si se van añadiendo unas tras otras las ideas de esos objetos, en nuestra mente, se van borrando, al mismo tiempo, los atributos primeramente imaginados; sin embargo, el conjunto de todos constituye la representación del piano. Pues bien; lo mismo que, en este caso, nos formamos un concepto definido, de una existencia especial, poniendo límites y condiciones en actos sucesivos: del mismo modo, en el caso opuesto, nos formamos una noción indefinida de una existencia general, quitando límites y condiciones en actos sucesivos. Sintetizando una serie de estados de conciencia, en cada uno de los cuales, a medida que se forma, abolimos las restricciones y las condiciones, formamos el concepto de algo incondicionado. Hablemos más rigorosamente. Ese concepto no es la abstracción de un grupo de pensamientos, ideas o conceptos; es la abstracción de todos los pensamientos, ideas o conceptos. Lo que les es común a todos, lo que no podemos ya abstraer, es lo que designamos con el nombre común de existencia. Aislada de sus atributos, por el perpetuo cambio de éstos, persiste como un concepto indefinido, de algo que permanece invariable bajo todas los cambios: como un concepto indefinido de la existencia, aislada de sus atributos. La distinción que hacemos entre la existencia especial y la existencia general, es la distinción entre lo que puede cambiar en nosotros y lo que no puede. El contraste entre lo absoluto y lo relativo, en nuestro espíritu, no es, en el fondo, más que el contraste entre el elemento mental que existe absolutamente, y los elementos que existen relativamente.

Por su propia esencia, eso último elemento mental es, a la vez, necesariamente indefinido y necesariamente indestructible. Nuestro concepto de lo incondicionado es, pues, literalmente, la conciencia incondicionada o la sustancia pura del pensamiento, a la que damos, pensando, distintas formas, y he ahí por qué forma la base de nuestra inteligencia un sentimiento siempre presente de la existencia real. Puesto que podemos, en actos intelectuales sucesivos, desprendernos de todas las condiciones particulares, y remplazarlas por otras, pero no podemos desprendernos, de esa sustancia indiferente de la conciencia, que recibe condiciones nuevas en cada pensamiento; de ahí que tengamos un íntimo convencimiento de la existencia persistente de esa sustancia y de su independencia de condiciones. Así, al mismo tiempo que las leyes del pensamiento nos impiden formar el concepto de una existencia absoluta, nos impiden también desprendernos de ese concepto, puesto que no es, como acabamos de ver, sino el reverso de la conciencia misma. En fin, puesto que la única medida de la validez relativa de nuestras creencias es su resistencia a los esfuerzos que hacemos para cambiarlas, resulta que la que persiste en todos los tiempos, en todas las circunstancias, y no puede cesar sin que cese el pensamiento, ésa posee el máximum de validez.

Resumamos esta larga discusión. Hemos visto: cómo en la misma afirmación de que todo conocimiento propiamente dicho es relativo, va implícita la afirmación de la existencia de lo absoluto. Hemos visto: cómo a cada paso del razonamiento que establece aquella doctrina se hace la misma suposición. Hemos visto: cómo de la necesidad misma de pensar en relaciones, resulta que lo relativo mismo el inconcebible, si no está en relación con lo no relativo real, que de no ser admitido, hace se convierta en absoluto lo relativo mismo, y el raciocinio sea una pura contradicción. Examinando la operación de pensar, hemos visto, por último, cómo nos es imposible desprendernos de la idea de una realidad, oculta bajo las apariencias o fenómenos, y cómo de esa imposibilidad resulta nuestra indestructible creencia en esa realidad.




ArribaAbajoCapítulo V.

27. Así, pues, todas las formas de argumentos nos conducen a la misma conclusión. La consecuencia deducida a priori en el último capítulo, confirma las deducidas a posteriori en los dos capítulos precedentes a ése. Cuando intentamos responder a las más elevadas cuestiones de la ciencia objetiva, el entendimiento nos revela su propia impotencia, y la ciencia subjetiva nos hace ver que esa impotencia es resultado necesario de las leyes del entendimiento. No solamente aprendemos, por la ineficacia de nuestros esfuerzos, que la realidad oculta tras de los fenómenos es y será siempre inconcebible para nosotros, si que también aprendemos por qué eso es consecuencia forzosa de la naturaleza de nuestra inteligencia. Descubrimos, por último, que esa conclusión, que en su forma absoluta parece contraria a las convicciones instintivas de la humanidad, se armoniza con ellas cuando se hacen las restricciones necesarias. Aunque no podamos conocerlo absoluto, de ningún modo y en ningún grado, si se toma la palabra conocer en su sentido estricto, vemos, sin embargo, que la existencia positiva de lo absoluto es un dato necesario de la conciencia, indeleble además, mientras ésta dura; y que, por tanto, la creencia que tiene su fundamento en ese dato nos debe ser más evidente que todas las demás.

Ese dato será, pues, la base de la concordia que queríamos hallar. Esa conclusión que la ciencia objetiva demuestra y cuya necesidad prueba a la vez la ciencia subjetiva; esa conclusión, que por una parte expresa la doctrina de la escuela inglesa, y por otra reconoce un fondo de verdad en la doctrina de sus adversarios los filósofos alemanes; esa conclusión, que pone los resultados de la más elevada especulación en armonía con los del sentido común, es también la que reconcilia a la Religión y la Ciencia. El sentido común afirma la existencia de una realidad; la ciencia objetiva prueba que esa realidad no puede ser lo que pensamos que es; la ciencia subjetiva prueba por qué no podemos pensarla como es; y en esa afirmación de una realidad cuya naturaleza o esencia íntima nos es absolutamente insondable, la Religión reconoce un principio esencialmente idéntico con el suyo. Queramos o no, vémonos obligados a mirar todos los fenómenos como manifestaciones de un poder que actúa sobre nosotros; aunque la omnipotencia sea ininteligible, como la experiencia no descubre límites a la difusión de los fenómenos, tampoco podemos concebirlo a la presencia de ese poder, y por otra parte, la crítica científica nos enseña que ese poder es incomprensible. Pues bien, esa idea de un poder incomprensible, que llamamos omnipresente porque somos incapaces de fijar sus límites, es precisamente lo que sirve de base a toda Religión.

Para comprender plenamente hasta qué punto es real la reconciliación fundada en ese principio, es preciso examinar la actitud que la Religión y la Ciencia han guardado, cada una constantemente, respecto a esa conclusión. Bueno será notar que en todos tiempos las imperfecciones de la una han debido sufrir los correctivos de la otra, y que el objeto final de su mutua crítica no puede ser más que un acuerdo perfecto en ese principio, el más amplio y el más profundo de todos.

28. Reconozcamos a la Religión el gran mérito de haber vislumbrado siempre el último principio, y no haber cesado jamás de proclamarlo. En sus primitivas formas ya manifestaba vagamente una intención, que forma el germen de la creencia suprema en la cual todas las filosofías se unen finalmente. En el más grosero fetichismo se puede ya reconocer la conciencia de un misterio, cada una de las creencias sucesivas, al desechar las sencillas y precisas interpretaciones, que se daban antes de ella, de la naturaleza, se ha hecho, ipso facto, más religiosa que las anteriores. A medida que las potencias concretas y concebibles, que se suponía eran las causas de las cosas, han sido sustituidas por potencias menos concretas y concebibles, el elemento misterioso ha ido haciéndose necesariamente preponderante. La historia religiosa no es, en el fondo, más que la serie de fases de la desaparición de los dogmas positivos que quitaban el misterio del misterio. Así, la Religión se ha acercado cada vez más al reconocimiento completo de la existencia del misterio, su objeto final o definitivo.

Por esa creencia, esencialmente cierta, es por la que la Religión ha combatido siempre; se unió a ella cuando la cubrían burdas vestiduras: sigue unida a pesar de los disfraces que aún la desfiguran, y no cesa de defenderla. Ha proclamado y propagado por doquier, bajo diversas formas, la doctrina de que todas las cosas son manifestaciones de un poder que supera a nuestro conocimiento. Siglo tras siglo, la Ciencia ha vencido a la Religión en cuanto ésta ha pretendido sostener contra aquélla y la ha forzado a dejar algunas de sus posiciones; mas a pesar de esos reveses, la Religión defiende las posiciones que aún la quedan, con una obstinación inquebrantable. Se puede mostrar la inconsecuencia lógica de sus conclusiones, se puede probar el absurdo de cada uno de sus dogmas particulares; mas no se puede quebrantar su fidelidad a la verdad última que proclama. La crítica ha pulverizado todos sus argumentos y la ha reducido al silencio; pero la Religión guarda, siempre el sentimiento indestructible de una verdad que, a pesar de los vicios de los dogmas que la expresan, no por eso está menos fuera de toda discusión. Su adhesión a esa creencia ha sido esencialmente sincera, y la humanidad la debe y la ha debido siempre reconocimiento por haberla conservado y propagado.

Pero si la Religión ha tenido desde el principio la misión de impedir a los hombres absorberse completamente en lo relativo y en lo inmediato, y de revelarlos la existencia de algo superior, no la ha cumplido casi siempre sino muy imperfectamente. La Religión ha sido siempre más o menos irreligiosa;

lo es aún hoy. En primer lugar, ha pretendido poseer algún conocimiento de lo superior a todo conocimiento, contradiciendo así sus propias doctrinas. Tan pronto afirma que la causa de todo es incomprensible, tan pronto que posee tales o cuales atributos, y que es comprensible. En segundo lugar si, por una parte ha sido sincera en su fidelidad a la gran verdad que tenía la misión de defender, no lo ha sido a veces, y por tanto ha sido irreligiosa, afirmando doctrinas que ofuscaban y comprometían esa verdad. Discutiendo cada una de las afirmaciones de la Religión, sobre la esencia, los actos y los motivos de ese poder que el Universo nos revela, se ha visto que están en contradicción unas con otras, o consigo mismas. Con todo, siglo tras siglo, se ha servido de esas afirmaciones, aunque debía saber que no podían soportar una severa crítica. Pareciendo ignorar que su posición central es inexpugnable, la Religión ha defendido con obstinación todas las obras exteriores, mucho tiempo después que eran evidentemente insostenibles. Esto nos lleva naturalmente a la tercera y más grave forma de irreligión que la Religión ha tenido, a saber: una creencia imperfecta en el objeto que ha hecho particularmente profesión de creer. La Religión no ha comprendido nunca bien que su posición central es inexpugnable. Todos los días lo estamos viendo: en la más fervorosa fe hay un núcleo de escepticismo, y ese núcleo es la causa del miedo que tiene a la Ciencia la Religión. Obligada ésta por aquélla a ir abandonando una a una las supersticiones que defendía antes valientemente, y viendo cada día sus más caras creencias más y más quebrantadas, la Religión tiene miedo de que llegue un día en que todo se explique, y de ese modo demuestra que, en el fondo, duda de la incomprensibilidad de lo que proclama incomprensible.

No olvidemos nunca que la Religión, a pesar de sus numerosos errores y corrupciones, ha proclamado y propagado constantemente una verdad suprema. Desde el principio, el reconocimiento de esa verdad suprema, aunque imperfectamente concebida, ha sido su elemento vital; y sus vicios, primero excesivos y luego menores, han provenido de que no reconocía plenamente lo que reconocía en parte. El elemento verdaderamente religioso de la Religión ha sido siempre bueno; sus elementos irreligiosos son los únicos reconocidos insostenibles en teoría, y malos en la práctica, pero se ha ido purificando de ellos cada vez más.

29. Notemos ahora que el agente de esa purificación ha sido siempre la Ciencia. Generalmente se tiene poco en cuenta ese aspecto de las funciones científicas. La Religión ignora o desprecia la deuda inmensa que ha contraído con la Ciencia, y ésta sabe apenas lo que la Religión la debe. Y sin embargo, sería fácil probar: que todos los grados de desarrollo recorridos por la Religión, desde sus primitivas creencias hasta las ideas, relativa mente elevadas, que hoy profesa, los ha recorrido, gracias a la Ciencia u obligada por la Ciencia. En nuestros tiempos mismos, ¿no la impulsa la Ciencia a que avance en el mismo sentido? Si damos a la palabra Ciencia su verdadero sentido, es decir, si representa la suma de conocimientos positivos y definidos acerca del orden que reina entre los fenómenos que nos rodean, vemos manifiestamente que, desde el principio, el descubrimiento de un orden establecido ha modificado la idea del desorden o del orden indeterminado que hay en el fondo de toda superstición. Cuando la experiencia enseñó que ciertos cambios -los más familiares -suceden siempre en el mismo orden, el concepto de una personalidad especial, cuya voluntad regía esos cambios, tendió a borrarse del espíritu humano. Y cuando, sucesivamente, la acumulación de hechos hizo sufrir la misma suerte a los cambios menos familiares, las creencias correspondientes sufrieron también análoga modificación.

Tal presión de la Ciencia sobre la Religión parece anti religiosa a quien la ejerce y a quien la sufre, y, sin embargo, es todo lo contrario. A la potencia específica inteligible, que se suponía en primer lugar, le sustituye una potencia menos específica y menos comprensible; en el primer momento, la última, en virtud de su oposición con la primera, no puede quizá despertar el mismo sentimiento; pero a poco, por lo mismo que es menos comprensible, debe producirle más perfecto. Tomemos un ejemplo. En otro tiempo se miraba el Sol como el carro de un dios, arrastrado por caballos. No tenemos para qué examinar hasta qué punto se idealizaba la idea que tan groseramente se expresaba. Basta observar que explicando así, el movimiento aparente del Sol, por una potencia semejante a las fuerzas terrestres y visibles, se rebajaba una maravilla de todos los días al nivel de las más pobres inteligencias. Cuando, muchos siglos después, Kepler descubrió que los planetas giran alrededor del Sol en trayectorias elípticas, y que los radios vectores describen áreas proporcionales a los tiempos, dedujo que en cada planeta debía haber un espíritu para dirigir su movimiento. Vemos, por este ejemplo, cómo los progresos de la Ciencia hicieron desaparecer la idea de una tracción material, como la que se suponía primero daba movimiento al Sol; vemos también que cuando a esa mezquina idea se sustituyó la de una fuerza indefinida y menos fácil de concebir, se creyó aún necesario suponer que un agente personal era la causa de la irregularidad regular del movimiento. Cuando, por último, probó Newton que las revoluciones planetarias, con sus variaciones y perturbaciones, obedecen a una ley universal; cuando los espíritus directores, concebidos por Kepler, fueron desechados, y en su lugar se puso la fuerza de la gravitación, el cambio fue, realmente, la abolición de una potencia que se podía imaginar la introducción de otra inimaginable. Porque, si la ley de la gravitación cae bajo el dominio de nuestro entendimiento, es imposible formarse una idea de la fuerza de la gravitación. Newton mismo confesaba que esa fuerza es incomprensible sin el intermedio de un éter; mas ya hemos visto que la hipótesis del éter (18) no nos hace avanzar, un paso. Lo mismo sucede en general; la Ciencia progresa agrupando relaciones particulares de fenómenos bajo ciertas leyes; después, agrupando esas leyes especiales bajo otras cada vez más generales, y descubriendo causas cada vez más abstractas. Pero causas más abstractas son causas menos concebibles, puesto que la formación de un concepto abstracto supone la supresión de cientos elementos concretos del pensamiento. Resulta de ahí, que el concepto más abstracto, hacia el que la Ciencia avanza gradualmente, es el que se confunde con lo inconcebible y lo ininteligible, a consecuencia de la supresión de todos los elementos concretos del pensamiento. Eso es lo que nos da derecho para afirmar que las creencias impuestas por la Ciencia a la Religión, son en el fondo más religiosas que las sustituidas.

Muchas veces, la Ciencia, como la Religión, no ha cumplido su misión sino muy imperfectamente. Del mismo modo que la Religión ha estado inferior a sus funciones, porque ha sido irreligiosa, la Ciencia ha estado inferior a las suyas, porque ha sido anticientífica. Notemos los puntos de semejanza. Cuando la Ciencia comenzó, en su origen, a enseñar las relaciones constantes de los fenómenos, y en consecuencia desacreditó la creencia en las personalidades distintas que se miraban como sus causas, les sustituyó la creencia en potencias causales, que si no eran personales, eran a lo menos concretas. Cuando se hablaba del horror la naturaleza al vacío, de la aureidad, del principio vital, se establecía un modo de interpretar los hechos, que si era anti religioso, porque atribuía esos hechos a potencias no divinas, era también anticientífico, porque suponía conocer lo que no conocía en lo más mínimo. Por fin, la Ciencia ha abandonado esas potencias metafísicas, ha reconocido que no tenían existencia independiente, que no eran sino combinaciones particulares de causas generales; en consecuencia, ha atribuido después grandes grupos de fenómenos, a la electricidad, a la afinidad química y a otras fuerzas generales análogas. Mas, haciendo de esas fuerzas entidades independientes y últimas, la Ciencia ha guardado, en suma, la misma actitud que antes. Explicando así todos los fenómenos, inclusos los de la vida y el pensamiento, no sólo ha perseverado en su antagonismo aparente con la Religión, porque ha recurrido a potencias radicalmente distintas de las de aquélla, sino que también ha seguido siendo anticientífica, porque ha supuesto saber algo de la naturaleza de esas potencias. Verdad es que actualmente los sabios más ilustrados abandonan esas últimas supuestas entidades, como sus predecesores abandonaron las primitivas. El magnetismo, el calor, la luz, que eran mirados, no hace mucho, como otros tantos flúidos imponderables, no son ya, para los físicos, más que modos diversos de manifestación de la fuerza universal, la cual, al mismo tiempo, cesa de ser mirada como comprensible. En cada fase de su progreso, la Ciencia ha dado muchas veces a cuestiones profundas, soluciones superficiales. Infiel a su método, ha descuidado inquirir la naturaleza de los agentes que invocaba con tanta facilidad. Sin duda, en cada una de las fases, que ha recorrido sucesivamente, y al avanzar cada vez más, ha absorbido las pretendidas potencias que había invocado, en otras más generales y más abstractas, pero ha cometido la falta de contentarse con estas últimas, como se contentaba antes con las primeras, y darlas por realidades confirmadas:. He ahí lo que ha formado siempre el carácter anticientífico de la Ciencia, y ha sido siempre, en parte, la causa de su lucha constante con la Religión.

30. Vemos, pues, que desde su origen, tanto las faltas denla Religión como las de la Ciencia, han sido hijas de un desarrollo incompleto. Simples bocetos en un principio, cada una de las dos ha crecido y ha ido tomando formas más perfectas; pero siempre los ha faltado algo para la perfección, y consecuencias, no más, de esa imperfección, han sido todos sus desacuerdos; así se va estableciendo ya más armonía, a medida que ambas se aproximan a su estado definitivo.

El progreso de la inteligencia ha sido siempre doble. Cada paso de avance ha aproximado, a la vez, lo natural y lo sobrenatural, aun cuando los que han dado ese paso no lo hayan creido así. La explicación de un fenómeno se ha hecho mejor cuando, por una parte, se ha desechado una causa relativamente concebible en su naturaleza, pero desconocida en cuanto al orden o a la ley de sus acciones, y por otra se ha admitido una conocida, en cuanto al orden de sus acciones, pero relativamente inconcebible en su naturaleza. El primer paso que ha hecho salir a los hombres del fetichismo universal, implicaba evidentemente el concepto de agentes menos asemejables a los agentes comunes, hombres y animales, y por consecuencia, menos comprensibles. Pero al mismo tiempo, esas potencias nuevamente ideadas se distinguían por efectos uniformes, eran mejor comprendidas que las reemplazadas por ellas. Todos los progresos subsiguientes han dado el mismo lo resultado. Las fuerzas más lejanas y más generales, que se llegaba a considerar como causas de los fenómenos, eran menos comprensibles que las fuerzas especiales sustituidas; es decir, que eran menos susceptibles de ser claramente representadas en el entendimiento; pero al mismo tiempo eran más comprensibles, en cuanto se podía atribuirlas sus acciones, más completamente. El progreso ha dado, pues, por resultado, tanto la demostración de lo desconocido positivo, cuanto la de lo conocido. A medida que la Ciencia se eleva a su apogeo, todos los hechos inexplicables, y en apariencia sobrenaturales, se hacen explicables y naturales. Y al mismo tiempo se adquiere la certeza de que todos los hechos explicables y naturales son, en su origen primero, inexplicables y sobrenaturales. De ese modo nacen dos estados antitéticos del espíritu, correspondientes a los dos lados opuestos de esa existencia -objeto final de nuestro pensamiento; -uno de esos estados constituye la Ciencia, el otro constituye la Religión.

Considerando los hechos de otra manera, podemos decir: que la Religión y la Ciencia han progresado, sufriendo un deslinde gradual, y que sus interminables conflictos no han tenido otra causa que la separación incompleta de sus dominios y funciones. Desde el principio, la Religión ha hecho grandes esfuerzos para unir más o menos a su ignorancia la Ciencia; y también la Ciencia ha querido retener más o menos ignorancia, que tomaba por Ciencia. Cada una se ha visto, poco a poco, obligada a abandonar el terreno que retenía ilegítimamente, y que la otra recobraba en virtud de un derecho real o legítimo. El antagonismo de la Religión y la Ciencia fue la secuela natural de ese progreso. Expongamos estas ideas de un modo especial, a fin de hacerlas más claras. Desde el principio, la Religión, cuando afirmaba un misterio, hacia muchas afirmaciones definidas sobre tal misterio; suponía conocer su naturaleza en los detalles más íntimos; mas como esto era pretender estar en posesión de un conocimiento positivo, era, por tanto, usurpar dominios a la Ciencia.

Desde los tiempos de las primeras mitologías, en que se creía conocer la explicación del misterio, hasta nuestros días, en que ya no se conservan más que un corto número de proposiciones vagas y abstractas, la Religión se ha visto obligada, por la Ciencia a ir abandonando unos tras otros sus dogmas, es decir, sus pretendidos conocimientos, que no podía establecer sólidamente. Durante ese tiempo, la Ciencia sustituía a las personalidades, que la Religión suponía para explicar los fenómenos, ciertas entidades metafísicas, usurpando así terreno do la Religión, puesto que clasificaba entre lo comprensible, formas de lo incomprensible.

Bajo las presiones, por un lado, de la crítica religiosa, que ponía en duda muchas veces sus hipótesis, y por otro lado, de su propio desarrollo, tuvo que renunciar la Ciencia a los esfuerzos que había hecho, para encerrar lo incognoscible en los límites del conocimiento positivo, volviendo así a la Religión, lo que de derecho lo pertenece. Mientras no termine ese deslinde, habrá más o menos antagonismo entre esas dos esferas de nuestra actividad; pero a medida que los límites del conocimiento posible vayan siendo bien marcados, las causas del conflicto irán disminuyendo gradualmente. Cuando la Ciencia esté plenamente convencida de que sus explicaciones son próximas y relativas, y la Religión lo esté de que el misterio que contempla es absoluto, reinará entre ambas una paz perpetua.

La Religión y la Ciencia son, pues, necesariamente correlativas. Como lo hemos ya indicado, representan dos modos antitéticos de la conciencia, que no pueden existir aislados. No se puede pensar en lo conocido, sin pensar en lo desconocido, ni en esto, sin pensar en aquello. Por consiguiente, ninguno de los dos puede hacerse más distinto, sin que el otro se haga a la par. Usando una metáfora, ya empleada, diremos: que son los polos positivo y negativo del pensamiento; no puede crecer en el uno la intensidad de la corriente, sin que, a la vez, crezca en el otro.

31. Así como durante el pasado se ha ido haciendo más claro el concepto del poder insondable, causa de todo, en el porvenir se hará completamente perfecto tal concepto. La certeza de que ese poder existe, y de que su naturaleza se eleva más allá de nuestra razón y de nuestra imaginación, ha sido siempre el fin que se ha propuesto alcanzar la inteligencia. La Ciencia llega ineludiblemente a esa conclusión cuando toca a sus límites, y la Religión la adopta como suya, obligada por la crítica. Esa conclusión satisface a la más rigorosa lógica, y da, al mismo tiempo, al sentimiento religioso su más vasta esfera de actividad; debemos, pues, admitirla plenamente, sin restricciones ni reservas.

Dícese: que aun cuando la causa última de todo no pueda sernos realmente conocida, como poseyendo tales o cuales atributos, no dejamos por eso de estar obligados a la afirmación de esos atributos; y aunque las formas de nuestra conciencia sean tales, que no se pueda de modo alguno introducir en ella lo absoluto, debemos concebir lo absoluto bajo esas formas. «Es nuestro deber considerar a Dios como personal; es nuestro deber creer que es infinito,» dice M. Mansel en la obra ya citada tantas veces.

Inútil es decir que no reconocemos ese deber. Si los argumentos acumulados en todo lo anterior tienen algún valor, resulta que no debemos, ni afirmar, ni negar la personalidad divina.Nuestro deber quiere, que ni nos sometamos humildemente a los límites de nuestra inteligencia, ni nos rebelemos abiertamente contra ellos. Crea, quien pueda, que entro nuestras facultades intelectuales y nuestras obligaciones morales hay una guerra eterna; nosotros no admitimos ese vicio radical en la constitución de las cosas.

Este punto de vista parecerá irreligioso a la mayor parte de los hombres, siendo, por el contrario, esencialmente religioso; más diremos, el único plenamente religioso: los otros no lo son sino aproximadamente. En la idea de la última causa no hay que pararse en alternativas embarazosas; no hay más que saltarlas. Los que se paran, suponen torcidamente que hay que elegir entre una personalidad, y algo menos, y es, por el contrario, entre una personalidad, y algo más o superior a toda personalidad, entre lo que hay que elegir. ¿No puede haber un modo de existencia tan superior a la Inteligencia y a la Voluntad, cuanto estos modos son superiores al movimiento mecánico? Somos, es cierto, incapaces de concebir ese modo de existencia; pero esto no es razón para ponerlo en duda, antes al contrario. ¿No hemos visto cuán impotentes son nuestras facultades para concebir lo que hay más allá de los fenómenos? ¿No hemos probado que esa impotencia no es otra que la de lo condicionado para concebir lo Incondicionado? ¿No resulta que en nada es para nosotros cognoscible la causa suprema, porque es, en todo, superior a lo que puede ser conocido? Y por tanto, ¿no hay razón para no asignarla atributos, puesto que, fueron los que quisieron, habían de rebajarla, como derivados necesariamente de nuestra propia naturaleza? Verdaderamente es bien extraño crea el hombre: que el culto supremo consiste en hacer a su imagen el objeto de su culto, y mire como elemento esencial de su fe, no afirmar una diferencia transcendente entre Dios y él, sino afirmar una semejanza. Sin duda, desde los tiempos de los más primitivos salvajes, que imaginaban a sus dioses seres de carne y hueso, como ellos, hasta ahora, la pretendida semejanza ha disminuido; pero si en las razas civilizadas se ha dejado, ya hace mucho tiempo, de atribuir a la causa última, forma y sustancia análogas a las humanas; si han parecido atributos poco dignos de Ella los más groseros deseos humanos; si hasta se duda en atribuirla los afectos superiores del hombre, como no sean muy idealizados, se piensa todavía como indispensable atribuirla las cualidades inherentes a nuestra naturaleza. Personas que consideran impío pensar que el poder creador es antropomorfo, bajo todos sus aspectos, se creen, sin embargo, obligados a figurársele antropomorfo bajo ciertas relaciones, no advirtiendo que la idea que admiten no es más que una forma debilitada de la que rechazan. Y lo que es más chocante, esa opinión tiene por defensores a los mismos que sostienen que somos completamente incapaces de formarnos concepto alguno del poder creador. Se nos muestra que toda suposición sobre la génesis del Universo nos fuerza a elegir entre pensamientos imposibles; que toda tentativa para concebir la Existencia real, nos lleva a un suicidio intelectual; se nos hacer ver, cómo la constitución misma de nuestro espíritu nos prohibe concebir lo absoluto, y después se nos dice que debemos pensar lo Absoluto con tales o cuales atributos. Todas las vías nos conducen a creer, con certeza, que no nos es dable, no ya conocer, ni aun concebir, la realidad oculta bajo el velo de las apariencias, y se nos dice que debemos creer, y aun concebir, que esa realidad existe de una manera determinada. Tal pretensión, ¿es un homenaje o una impertinencia?

Se podría escribir volúmenes sobre la impiedad de las gentes piadosas. En casi todos los escritos y discursos de los sacerdotes, se descubre que pretenden conocer íntimamente el misterio fundamental de todas las cosas; pretensión que, por no decir más, concuerda bastante mal con las palabras de humildad que la acompañan; y, cosa sorprendente, los dogmas donde ese conocimiento íntimo es menos posible, son objeto de marcada preferencia; en ellos se ven los elementos esenciales de la creencia religiosa. No se puede representar mejor el papel de los teólogos que por un ejemplo tomado de las mismas controversias religiosas, el del reloj. Si, partiendo de la suposición burlesca de que el tic-tac y los movimientos de un reloj constituyen una especie de conciencia, admitimos que el reloj quiere que las acciones del relojero estén determinadas como las suyas por resortes y escapes, no haremos sino completar un símil, muy acariciado por los ministros de la Religión. Supongamos aún que un reloj explica la causa de su origen con términos de mecánica, que sostiene que los otros relojes están oblilgados, por el respeto debido a las cosas santas, a imaginar también esa causa, y que increpa y llama ateos a los relojes que no osan imaginarla; no haremos más que poner de manifiesto la presunción de los teólogos, exagerando uno de sus argumentos. Algunas citas bastarán para demostrar al lector la exactitud de esa comparación. Dícenos, por ejemplo, uno de los pensadores religiosos más afamados, que «el Universo es la manifestación y la morada de un espíritu libre como el nuestro, que personifica sus ideas personales en el orden del Universo, que realiza su propio ideal en los fenómenos, del Universo, exactamente como expresamos nuestras facultades, y nuestro carácter íntimo, por el lenguaje natural de nuestros actos. Partiendo de esas ideas, interpretamos la Naturaleza por la humanidad, explicamos sus aspectos por designios y afecciones como las que podemos concebir, buscamos por todas, partes signos físicos de una voluntad siempre viva, y, descifrando el Universo, leemos la autobiografía de un espíritu infinito, que se reproduce en miniatura en nuestro espíritu finito.» Este autor va más léjos; no se contenta con asemejar el relojero al reloj y pensar que la criatura puede «descifrar la autobiografía del Creador,» sino que afirma que los límites necesarios del uno son los límites necesarios del otro. «Las cualidades primarias de los cuerpos -dice- pertenecen eternamente al dato material-objetivo, para Dios, y limitan sus actos; mientras que las cualidades secundarias son productos de la razón inventiva pura y de la voluntad determinante, constituyendo el dominio de la originalidad divina... En ese terreno secundario, su espíritu y el nuestro se hallan, pues, en oposición; mientras que concuerdan en el primario, porque no hay más que una vía posible para todas las inteligencias, tocante a las operaciones deductivas de la razón; no hay voluntad arbitraria que pueda invertir lo verdadero y lo falso, o hacer que haya más de una Geometría, o más de un sistema físico para todos los mundos; y el omnipotente arquitecto, cuando realiza la idea cósmica, cuando traza las órbitas en la inmensidad y determina las estaciones desde la eternidad, no puede menos de obedecer a las leyes de curvatura, de medida, de proporción.» Esto quiere decir que la Causa última es como un obrero, no sólo porque «trabaja el dato material, objetivo para Ella,» si que también porque está obligada a obedecer a «las propiedades necesarias de ese dato.» Y no es eso todo; en una exposición de la Psicología divina, que sigue a eso, el autor llega hasta decir «que aprendemos el carácter de Dios, el orden de las impresiones que se suceden en él por la distribución de la autoridad en la jerarquía de nuestros pensamientos.» En otro párrafo se dice que la Causa última tiene deseos superiores e inferiores, como los nuestros2 Todo el mundo ha oído hablar de aquel Rey que sentía no haber presenciado la Creación, porque hubiera podido dar muy buenos consejos al Creador; pues ese Rey era la humildad misma, al lado de los que tienen la pretensión, no sólo de comprender las relaciones del Creador con la criatura, sino de saber cómo es el Creador. Se tiene la audacia suma de pretender penetrar los secretos del Poder que se nos revela en todos los seres; y se hace más: colocándose a su nivel se marcan las condiciones de todos sus actos; y esa audacia ¡pasa, no obstante, por religiosidad! ¿No podemos afirmar, sin vacilación, que un sincero reconocimiento de que nuestra existencia y todas las demás son misterios absoluta y eternamente superiores a nuestra inteligencia, contiene más verdadera religión, que todos los libros de teología dogmática?

Reconozcamos, de paso, todo lo que hay de útil en las tentativas continuas para formarse un concepto de lo inconcebible. Desde las primeras ideas religiosas ha podido elevarse gradualmente nuestro espíritu a otras cada vez más altas, gracias al choque de conceptos que no le satisfacían; y, no hay que dudarlo, las hoy en auge son, como las pasadas, transiciones indispensables. No tenemos dificultad en conceder algo más. Es posible, y aun probable, que bajo formas más abstractas, las ideas actuales u otras análogas continúen siempre ocupando el fondo de la conciencia: lo es también que se crea siempre necesario dar una forma más o menos determinada a ese vago sentimiento de una existencia última, que forma la base de nuestro pensamiento, que tengamos que considerarla como algún modo de ser, imaginarla bajo alguna forma, siquiera sea algo vaga; pero aun obedeciendo a esa necesidad, no desvariaremos, mientras no veamos en las nociones que nos formamos más que meros símbolos, absolutamente desprovistos de semejanza con lo que pretenden representar. Quizá la formación y abolición, siempre renovándose, de esos símbolos, serán como lo han sido hasta aquí, un medio de disciplina.

Construir, sin cesar, ideas que exigen los más enérgicos esfuerzos de nuestras facultades, y descubrir perpetuamente que esas ideas no son sino fútiles ilusiones, y que debemos abandonarlas, es, sin duda, un trabajo que más que otro alguno nos hace comprender la grandeza de lo que inútilmente pretendemos alcanzar. Esos esfuerzos y esas alternativas pueden servir para mantener, en nuestro espíritu, una cabal idea del abismo inmensurable que separa lo condicionado de lo Incondicionado. Intentamos continuamente conocer a éste, somos continuamente rechazados, y esas repulsas nos forman la íntima convicción de la imposibilidad de conocerle, y nos hace, comprender claramente: que el mayor grado de sabiduría y nuestro más imperioso deber consisten en considerar a la Causa primaria de todas las cosas como Incognoscible.

32. La inmensa mayoría de los hombres rechazan, con indignación una creencia que parece tan vaga y tan mal fundada. Se ha personificado siempre la causa primaria, puesto que era preciso, para representársela mentalmente; se debe, por tanto, ver con pena el advenimiento de una causa primaria, inimaginable. Se nos dirá:»Nos dais una abstracción ininteligible, en lugar de un ser respecto del cual podemos tener sentimientos definidos. Nos decís que lo absoluto es real: pero como nos prohibís concebirlo, lo que nos dais no es para nosotros más que una pura negación. Queréis que en vez de volver nuestra vista hacia un poder que, según nuestra creencia, tiene simpatías para nosotros, dirijamos nuestras preces a otro poder que no sabemos si se emociona. Eso es arrancarnos el corazón mismo de nuestra fe.»

Tales protestas acompañan siempre, el paso de una creencia inferior a una creencia superior. El hombre se ha conceptuado, siempre feliz en creerse de naturaleza semejante a la del objeto de su culto, ha recibido siempre con repugnancia los conceptos menos concretos que se lo imponían. No es dudoso que, en todos los tiempos y países, el hombre incivilizado que hallaba un gran consuelo en pensar que la naturaleza de sus dioses se parecía a la suya, y que podía granjearse su favor con alimentos y otras ofrendas, haya experimentado una gran pena oyendo afirmar que no se soborna a los dioses con ofrendas, y viéndose privado de un modo cómodo de ganarse una protección sobrenatural. Evidentemente, los griegos cobraban valor pensando que en medio de circunstancias difíciles podían recibir, por los oráculos, avisos de sus dioses, u aun asegurar su existencia personal en los combates; fue muy natural la ira con que increparon a los filósofos por haber puesto en duda las groseras ideas de su mitología. Una religión que enseñe al indio que es imposible ganar la eterna felicidad arrojándose bajo las ruedas del carro de Jaggernaut, no puede menos de parecerle cruel, puesto que lo quita la bienhechora creencia de que puede, cuando quiera, cambiar sus miserias por la bienaventuranza. Es también evidente que nuestros católicos abuelos hallaban gran consuelo en creer que se les perdonaban sus crímenes fundando iglesias; que se abreviaba su castigo y el de sus parientes, en el purgatorio, diciéndoles misas; y que se podía obtener la gracia o el perdón de Dios, por la intercesión de los santos. El protestantismo, sustituyendo a esas creencias el concepto de un Dios tan poco semejante a nosotros, que aquellas prácticas no tenían influencia sobre él, debió parecer, a los católicos, frío y seco. Y análoga resistencia hallará, en los sentimientos desdeñados, otro nuevo paso en el mismo sentido. Ninguna revolución en las ideas se verifica sin violencia. Ya se trato de un cambio de costumbres, ya de un cambio de convicciones, si éstas o aquéllas son fuertes, es preciso hacer violencia a los sentimientos, y éstos, entonces, resisten.

En efecto, es preciso sustituir a fuentes de consuelo, largo tiempo experimentadas y bien conocidas, nuevas fuentes, aún no experimentadas y, por consiguiente, no conocidas. En lugar de un bien, relativamente conocido y real, se quiere poner un bien, relativamente desconocido e ideal; tal cambio no puede operarse sin luchas ni sufrimientos. Pero, sobre todo, en el concepto tan vital que nos ocupa es donde una tentativa de cambio debe encontrar enérgicas resistencias. Es la base de todos los demás, y cambiar algo en ella es arriesgar la ruina de todos los edificios que en ella se apoyan. O, siguiendo otro orden de ideas, es la raíz de nuestras ideas de bien, de justicia, del deber, y parece imposible que pueda transformarse sin que esas ideas sean heridas de muerte. Todo lo que hay de elevado en la naturaleza se subleva, por decirlo así, contra un cambio, que, destruyendo las asociaciones mentales ya aceptadas, parece arrancar de raíz la moral.

Hay algo más que decir en favor de esas protestas; tienen una significación más profunda. Preciso es ver en ellas, no simplemente la expresión de la repugnancia que inspira una revolución en las creencias, hecha más intensa en el caso de la Religión, por la importancia vital de la creencia que la revolución viene a atacar, sino también la expresión del afecto instintivo a una creencia que, para sus partidarios, es la mejor de todas. Añádase que las imperfecciones religiosas de que hemos hablado, primero muy notables y luego menores, no son imperfecciones respecto a un modelo relativo, sino respecto a un tipo absoluto de perfección religiosa.

En general, la religión adoptada en un pueblo y en una época dados, ha sido siempre la expresión más aproximada a la verdad, que en esa época era susceptible de adoptar ese pueblo. Las formas más o menos concretas que se han dado a la verdad no han sido sino medios de hacerla inteligible, sin los cuales hubiera sido ininteligible, y a la vez han suministrado a la verdad, en los diversos tiempos, grandes medios de hacer impresión. Vamos a ver que no puede suceder de otro modo. En cada uno de los grados de su evolución, los hombres deben pensar con las ideas que poseen; todos los cambios que fijan primero su atención, y cuyos orígenes y causas pueden reconocer, tienen hombres o animales por antecedentes; por consiguiente, son incapaces de figurarse las causas en general, bajo otras formas, y dan esas formas a las potencias creativas. Si entonces se pretendo quitarles sus ideas concretas para sustituirlas por ideas relativamente abstractas, su espíritu no tendrá ideas ningunas, puesto que las nuevas no podrán ser representadas en su entendimiento. Lo mismo ha pasado en cada época de la historia religiosa, desde la primera hasta la última. Aunque la acumulación de experiencias modifica gradualmente las primeras ideas formadas acerca de las personalidades creadoras, y origina ideas más generales y más vagas, éstas no pueden, sin embargo, ser reemplazadas repentinamente por otras aun más generales y más vagas. Es necesario que nuevos conocimientos suministren las nuevas abstracciones indispensables, antes que el vacío dejado en el espíritu por la destrucción de ideas pueda ser llenado por ideas relativamente superiores. En nuestros días, rehusar el abandono de una noción relativamente concreta, por una noción relativamente abstracta, implica la incapacidad de formarse ésta, y demuestra que el cambio sería prematuro y peligroso. Vemos aun más claramente el peligro de un cambio prematuro en las creencias, si consideramos que la influencia de una creencia sobre la conducta debe debilitarse en la misma razón en que deje de impresionar fuertemente a nuestro espíritu el objeto de la creencia. Los males y los bienes análogos, a los que el salvaje ha experimentado personalmente, o a los que lo han hecho conocer quienes los han experimentado, son los únicos males y bienes que puede comprender, y debe creer que se producen siempre análogamente a como su experiencia se los ha revelado. Debe imaginar que sus dioses tienen pasiones, motivos y modos de obrar semejantes a los de los seres que lo rodean; porque siéndole desconocidos y hasta ininteligibles los motivos, pasiones y procederes de superior categoría, no puede formarse de ellos una idea exacta que pueda influir en su conducta. Durante cada período de la civilización, los actos de la Realidad invisible, lo mismo que los premios y los castigos que da, no son concebibles sino bajo las formas enseñadas por la experiencia, y de ahí resulta que si se los reemplaza por formas superiores, antes que experiencias más amplias las hayan hecho concebibles, es como si se reemplazasen motivos determinados o influyentes por motivos vagos y sin influencia. En nuestros tiempos mismos, siendo incapaz la gran mayoría de los hombres, por falta de cultura intelectual, de ver con suficiente claridad las consecuencias buenas, y malas que un acto suyo puede traer en el orden conocido de lo incognoscible, se necesita, para influir en sus actos, pintar con los más vivos colores un porvenir de tormentos o de alegría, de placeres o de penas, y de una especie determinada, para que puedan figurárselos. Llevemos aun más allá las concesiones. Pocas personas son capaces de abandonar las creencias religiosas que recibieron en su infancia. Para concebir vigorosamente las más elevadas abstracciones se necesita tan gran potencia intelectual, y si no son concebidas vigorosamente, tienen tan poca influencia sobre nuestra conducta, que los efectos de su dirección moral no se harán sentir, en mucho tiempo, sino en una débil minoría.

Para ver claramente cómo un acto bueno o malo engendra consecuencias externas e internas que van, con el transcurso de los años, extendiéndose cada vez más, como las ramas de un árbol, se necesita una gran, y por tanto rara, fuerza de análisis. Aun para representarse mentalmente una sola serie de esas consecuencias en un porvenir lejano, se necesita una rara potencia imaginativa. Y para apreciar las consecuencias en su conjunto, para ver su número multiplicarse, al paso que va decreciendo su intensidad, se necesitaría un talento que nadie posee. Y sin embargo, solamente ese análisis, esa imaginación, ese talento, pueden, a falta de toda regla, dirigir bien nuestra conducta; solamente la idea de las recompensas o castigos finales puede vencer la influencia respectiva de las penas o placeres inmediatos que producen nuestros actos. Si los hombres no hubieran formado, poco a poco, generalizaciones y principios de moral, en virtud de los progresos de la especie, y de la experiencia adquirida acerca de los efectos de tal o cual conducta: si esos principios no hubieran sido inculcados, de generación en generación, por los padres a sus hijos, proclamados por la opinión pública, santificados por la Religión, y fortificados por las amenazas de condenación eterna en castigo de la desobediencia; si bajo la influencia de esos medios poderosos, las costumbres no se hubiesen modificado y los sentimientos correspondientes no se hubiesen hecho instintivos; en una palabra, si no hubiéramos llegado a ser seres orgánicamente morales, indudablemente la supresión de los motivos enérgicos y precisos inculcados por la creencia adoptada traería consecuencias desastrosas. Aun con todo eso, podrá suceder muy bien, y ser lo más frecuente, que los que abandonan la fe en que fueron educados por otra más abstracta, que reconcilie, la Ciencia con la Religión, no conformen su conducta a sus convicciones. Reducidos a su moralidad orgánica, únicamente reforzada por razonamientos abstractos mal preparados, que es difícil tener siempre presentes, sus defectos naturales se manifestarán más enérgicamente que lo habrían hecho bajo el imperio de sus creencias pasadas. Un nuevo Credo no adquirirá bastante influencia sino cuando sea, como el que hoy reina, un elemento de la primera educación y se apoye en una fuerte sanción social. Los hombres no estarán prontos a adoptarle sino cuando, por la influencia largo tiempo continuada de la disciplina, que los ha hecho acomodarse, en parte, a las condiciones de la vida social, hayan sido preparados suficientemente. Debemos, pues, reconocer que la resistencia a un cambio de opinión teológica es grandemente saludable; y lo es, no sólo por los enérgicos y profundamente arraigados sentimientos que necesariamente han de entrar en lucha; no sólo, porque los sentimientos morales más elevados se unen para condenar un cambio que parece minar su autoridad, sino también porque existe una adaptación real entre las creencias establecidas y la naturaleza del espíritu de los que las defienden, y la obstinación que se pone en la defensa de la medida del grado de esa adaptación. Es preciso que las formas de Religión, como las formas de gobierno, sean apropiadas a los individuos que viven bajo su imperio, y en uno y otro caso la forma más apropiada es la que se prefiere instintivamente. Un pueblo bárbaro, que tiene necesidad de una ley, terrestre dura, y que muestra inclinación por un poder despótico capaz de ejercer la autoridad con el rigor necesario, necesita también creer en una ley celeste dura como la terrestre, y sólo siendo así la obedece. He ahí por qué el reemplazar instituciones tiránicas por otras libres va siempre seguido de una reacción. Del mismo modo, cuando una creencia que amenaza con penas terribles, imaginarias es sustituida repentinamente, por otra que no habla sino de penas ideales relativamente suaves, hay ineludiblemente un retroceso a la antigua creencia modificada. En los períodos en que hay completa disparidad entre lo mejor relativo y lo mejor absoluto, los cambios religiosos y políticos, cuando se verifican, que es a grandes intervalos, son necesariamente violentos y producen también reacciones violentas. Pero a medida que disminuye la disparidad entre lo que es y lo que debería ser, los cambios son más suaves y las reacciones también, hasta que esos movimientos y contra movimientos, decreciendo en intensidad y aumentando en frecuencia, se pierden, al fin, en un desarrollo casi continuo. La adhesión a las primitivas instituciones y a las antiguas creencias, que, en las primeras sociedades oponía una barrera de hierro a todo progreso, y que, después que la barrera ha sido derribada, empuja aún hacia atrás las instituciones y las creencias, haciéndoles abandonar la posición avanzada a que el impulso del cambio las había llevado, y por ese retroceso reproduce la adaptación de condiciones sociales al carácter del pueblo; esa adhesión es, en definitiva, el freno permanente que modera la marcha constante del progreso y le impide tome demasiado rápido curso. Hay, pues, creencias y formas como creencias y formas civiles; y el sistema conservador, en teología como en política, desempeña una función de la más alta importancia.

33. El espíritu de tolerancia, que es el verdadero carácter de los tiempos modernos y que crece todos los días, tiene, pues, un sentido más profundo que lo que se supone. Donde, en general, no vemos más que el respeto debido a los derechos del juicio individual, hay realmente una condición necesaria para el equilibrio de las tendencias progresistas y conservadoras, un medio de conservar la adaptación entre las creencias de los hombres y su naturaleza. Es un espíritu (el de tolerancia) que es preciso sostener, y el pensador de elevadas miras, que distingue las funciones de sus diversas creencias antagonistas, debe estar más provisto de él que los demás individuos. Sin duda, quien comprende la magnitud del error que siguen sus contemporáneos y la magnitud de la verdad que rechazan, hallará difícil ejercitar tanta paciencia. Es duro, para él, oír con calma los fútiles argumentos con que se defienden doctrinas irracionales y ver desfigurar las que él opone; es duro sufrir el orgullo de la ignorancia, mil veces mayor que el de la Ciencia. Es natural que se indigne al oírse acusar de irreligioso, porque no admite como la mejor teoría de la creación la que asemeja ese misterio al trabajo de un carpintero. Puede tener dificultad y muy poca utilidad en ocultar su antipatía por una creencia que atribuye a lo incognoscible, placer por una baja adulación que a un hombre digno inspiraría desprecio. Convencido de que todo castigo no es, como lo vemos en las obras de la naturaleza, sino un beneficio disfrazado, condenará con amargura la creencia que hace de los castigos del Juez Supremo, una venganza divina, y supone que esa venganza es eterna. Se verá inclinado a manifestar su desprecio, al oír que las acciones inspiradas por una simpatía sin egoísmo o por el puro amor al bien, son en el fondo culpables, y que la conducta no es verdaderamente buena sino cuando está guiada por la fe en las recompensas del otro mundo. Pero debe refrenar esos sentimientos. Si no le es, posible dominarlos en el calor de la discusión o cuando otras circunstancias le pongan frente a frente con las supersticiones reinantes, es preciso que en los momentos de calma modere su oposición, de modo que preserve de toda violencia la madurez de su juicio y la conducta que es su natural consecuencia.

Para eso es preciso tener siempre presentes tres hechos cardinales. Ya hemos insistido sobre dos de ellos, quédanos por indicar el tercero. El primero es nuestro punto de partida, a saber: que hay una verdad fundamental, por desfigurada que aparezca, en todas las formas de religión; verdad que siempre se vislumbra oscura, o claramente, según las religiones, a través del tejido do sus dogmas, tradiciones y ritos; verdad que hace vivir aun a las más groseras creencias, que sobrevive a todos los cambios, y que debemos respetar, aun cuando condenamos las formas en que se presenta. En el capítulo anterior hemos discutido ampliamente el segundo de esos hechos cardinales. Hemos visto que, si los elementos concretos en que cada creencia encarna su fondo de verdad son malos respecto a un tipo absoluto, son buenos respecto a un tipo relativo; que, comparados a ideas más elevadas, ocultan, como tras un velo, la verdad abstracta; pero, comparados a otras más bajas, la muestran con mayor brillo. Esos elementos concretos sirven para dar realidad o influencia sobre los hombres, a lo que, sin ellos, no las tendría. Podríamos llamarlos las cubiertas protectoras sin las que la verdad perecería. El tercer hecho cardinal que nos resta discutir, es que la diversidad de creencias forma parte, y parte no accesoria, sino esencial, del orden universal. Viendo cómo algunas de las creencias religiosas están difundidas por todas partes y progresan continuamente, y si desaparecen, renacen con modificaciones apenas sensibles, forzoso es deducir que son elementos necesarios de la vida humana, y que cada una de ellas es apropiada a la sociedad en que se desarrolla espontáneamente. Desde, el punto de vista en que nos hemos colocado, debemos reconocer en esas creencias los elementos de la gran evolución, cuyo principio y fin están fuera de los límites del conocimiento y aun de la imaginación humana: es decir. modos de manifestación de lo Incognoscible.

Nuestra tolerancia debería ser la mayor posible, o más bien, deberíamos tender hacia algo mejor que la tolerancia, tal como se la entiende comúnmente: hablando de las creencias de otros, no sólo debemos procurar no cometer ninguna injusticia, en palabras ni obras, sino reconocerlas francamente un valor positivo. Debemos atenuar nuestro disentimiento, con nuestras simpatías.

34. Se creerá, quizá, que estas concesiones quieren decir que es preciso aceptar pasivamente la Teología reinante, o al menos, no hacerla una activa oposición. «¿Por qué, se dirá, si todas las creencias son, en suma, apropiadas a su tiempo y a su país, no nos contentamos con aquélla en cuyo seno hemos nacido? Si las creencias establecidas contienen una verdad esencial; si las formas, bajo las que nos la presentan, aunque malas, intrínseca, son buenas extrínsecamente; si la abolición de esas formas sería funesta, en este momento histórico, a la gran mayoría; si nadie hay, quizá, a quien la creencia definitiva, la creencia más abstracta pueda suministrar suficientes reglas de conducta, es ciertamente malo, por ahora propagarla.»

He aquí la respuesta. Sin duda, las ideas religiosas, como las instituciones políticas actuales, están adaptadas al carácter de los pueblos que viven a su sombra; con todo, como los caracteres sociales cambian continuamente, la adaptación se hace cada vez más imperfecta, y aquellas ideas o instituciones necesitan ser reformadas tan frecuentemente como lo exige la rapidez del cambio. De donde se deduce que, si es preciso dejar a la idea y a la obra conservadora toda libertad, también a ésta tienen derecho la idea y la obra del progreso. Sin el libre juego de esas dos fuerzas, no puede producirse la serie continua de readaptaciones necesarias para la regularidad del progreso.

Si alguien vacila en proclamar lo que cree la verdad suprema por miedo de que sea muy avanzada para su tiempo, hallará razones para fijarse, mirando sus actos como impersonales. Comprenda bien que la opinión es la fuerza, por la cual son modificadas todas las instituciones del fuero externo; que su opinión forma parte de esa fuerza; es una unidad de fuerza que, con otras unidades del mismo orden constituye la potencia general que opera los cambios sociales; entonces verá que puede legítimamente dar publicidad a sus íntimas convicciones, produzca el efecto que quiera. No en vano tiene simpatía por ciertos principios y repugnancia por otros. Tenga presente que con todas sus facultades, aspiraciones y creencias, no es un accidente fortuito, es un producto natural de su tiempo; es hijo del pasado, pero padre del porvenir; sus pensamientos son sus hijos, y no debe, por tanto, dejarlos morir abandonados. Como todo hombre puede considerarse como una de las mil y mil fuerzas que emplea la Causa desconocida, y cuando, ésta produce en él una creencia determinada, no debe necesitar más para manifestarla y propagarla, porque, dando a los versos del poeta su más sublime sentido...


Mejorar no podemos la natura,
Si ella de mejorarla no da medios,
Pues superior al arte, que enmendarla
Pretende, hay otro que ella misma crea.

El verdadero sabio no considera su fe como un accidente sin importancia; manifiesta, sin temor, la verdad suprema que concibe, y entonces sabe que, suceda lo que quiera, él ha llenado su misión en la Tierra; si se verifica el cambio deseado, bien; si se desgracia, bien todavía, aunque menos bien.






ArribaAbajoParte segunda.

Lo cognoscible.



ArribaAbajoCapítulo primero.

Definición de la filosofía.


35. Acabamos de probar que no podemos conocer la naturaleza íntima de nada; demos ahora solución a las tres cuestiones siguientes: ¿Qué podemos conocer? ¿De qué modo? ¿Cuál es el grado más alto de nuestro conocimiento de lo cognoscible? Hemos desechado como imposible la Filosofía que pretende formular el ser y distinguirle de las apariencias; estamos, pues, obligados a decir cuál es el verdadero objeto de la Filosofía, debiendo no sólo trazar sus límites, sino también describir el contenido de esos límites. En la esfera infranqueable de los dominios de la inteligencia, debemos determinar el producto particular de ésta, que puede llamarse Filosofía.

Para conseguir ese fin podremos servirnos con ventaja del mismo método que seguimos al principio, podemos buscar y aislar el elemento verdadero, que sabemos se halla siempre en todos los conceptos parcial o casi totalmente falsos. En el capítulo consagrado a la Religión y a la Ciencia hemos visto, que por falsa que pueda ser cada creencia religiosa en su forma particular, contiene, sin embargo, una verdad esencial, y esa verdad es muy probablemente común a todas. Ahora veremos también que ninguna de las muchas ideas aceptadas hasta hoy, acerca de la naturaleza de la Filosofía, es completamente falsa, y que el punto en que son verdaderas es precisamente el punto en que todas concuerdan. Hemos, pues, de hacer en esta segunda parte lo que hemos hecho en la primera: compararemos todas las opiniones del mismo género; dejaremos a un lado, como destruyéndose mutuamente, los elementos especiales y concretos en que difieren esas opiniones; observaremos lo que queda después de esa eliminación de elementos discordantes, y hallaremos por residuo una expresión abstracta, verdadera en todas sus modificaciones divergentes.

36. Prescindamos de las especulaciones primitivas. Entre los griegos, antes que de las varias escuelas particulares se hubiera destacado una idea general de la Filosofía, las doctrinas no eran sino hipótesis sobre el principio universal que constituía la esencia de todos los seres concretos. A la cuestión «¿cuál es la existencia inmutable de la que estos seres concretos son estados variables? se respondía: el Agua, el Aire, el Fuego.» Una vez propuestas esas hipótesis, destinadas a explicarlo todo, fue posible a Pitágoras concebir la Filosofía como un conocimiento sin aplicación práctica y definirla: «el conocimiento de las cosas inmateriales y eternas.» Para él, la causa de la existencia material de las cosas era el Número. Después pidieron a la Filosofía una interpretación definitiva del Universo, la cual creían posible, la consiguieran o no. Entonces vemos dar, para explicarlo todo, fórmulas como las siguientes: «Lo Uno es el principio de todo; lo Uno es Dios; lo Uno es finito; lo Uno es infinito; la inteligencia es el principio regulador de las cosas,» y otras. Todas esas fórmulas prueban claramente que el conocimiento llamado Filosofía difería de los demás, por su carácter transcendente y universal. Más adelante, las especulaciones tomaron otro curso, los escepticos quebrantaron la fe de los hombres que se creían destinados a conquistar esa ciencia transcendente, resultando entonces un concepto más modesto de la Filosofía. Con Sócrates, y más aún con los estoicos, no fue más que la teoría de la Justicia, no tuvo otro objeto que dar reglas para la conducta privada y públíca. Con todo, esas reglas, tales como las profesaban los últimos filósofos griegos, no correspondían a lo que el vulgo comprendía por reglas de conclucta. Las prescripciones de Zenón no eran de la misma clase que las que han dirigido a los hombres, desde los primeros tiempos, en sus prácticas y costumbres diarias, sometidas todas a una sanción religiosa; eran principios de acción enunciados sin preferencia de tiempos, personas, ni circunstancias. ¿Cuál era, pues, el elemento común que contenían todas las ideas desemejantes que los antiguos tenían de la Filosofía? Es claro que el carácter común a la primera y a la segunda de esas ideas es que, en la esfera de sus investigaciones, la Filosofía busca verdades ámplias y profundas distintas de las innumerables verdades de detalle que aparecen en la superficie de las cosas y de las acciones.

Comparando las acepciones de la voz Filosofía, corrientes en los tiempos modernos, llegamos al mismo resultado. Los discípulos de Schelling, de Fichte y de Hegel, se unen para burlarse de la doctrina que lleva aquel nombre en Inglaterra. No sin razón ridiculizan la frase «instrumentos filosóficos,» y con algún fundamento podrían rehusar a los artículos de las Transiciones filosóficas todo derecho a ese título. En represalias, los ingleses podrían desechar como absurda la Filosofía fantástica de las escuelas alemanas, puesto que, no pudiéndose elevar el hombre sobre su conciencia, ya revele ésta, ya no, la existencia de algo fuera de ella, nunca podrá comprenderlo, y, por consiguiente, toda Filosofía que pretenda ser ontología, y, es falsa.

Esas dos, escuelas se destruyen mutuamente en lo gran parte. Criticando a los alemanes, los ingleses restan de la Filosofía todo el conocimiento mirado por aquéllos como absoluto; criticando a los ingleses, los alemanes suponen tácitamente que, si la Filosofía se reduce a lo relativo, nada tiene que ver, en cierto modo, con los aspectos de los relativos, que expresan las fórmulas matemáticas, las explicaciones de la Física, las análisis químicas, las descripciones de especies naturales y los experimentos fisiológicos. Ahora bien: ¿qué hay de común entre el concepto demasiado vasto de los alemanes, y el demasiado estrecho, quizá, de los ingleses, pero no tan estrecho como hace suponer el mal uso que se hace comúnmente de la palabra filosófico? Lo que hay de común es que ni unos ni otros aplican la palabra filosófico a un conocimiento desprovisto de toda trabazón sistemática, a un conocimiento que no esté coordenado con otros. El sabio dedicado a la más minuciosa especialidad, no dará el epíteto de filosófico a un ensayo que, limitado exclusivamente a los detalles, no revele en su autor el sentimiento de que esos detalles conducen a verdades más amplias.

Se puede dar aún mayor precisión a la idea, todavía, de ese fondo común, en que coinciden los diversos conceptos de la Filosofía, comparando el sistema que lleva en Inglaterra el nombre de Filosofía natural, con el desarrollo que ha recibido en Francia bajo el nombre de Filosofía positiva. Aunque Augusto Comte admite que esos dos sistemas se componen de conocimientos esencialmente idénticos, le ha bastado, sin embargo, dar a esos conocimientos una forma más coherente, para imprimir al sistema de que es autor un carácter más filosófico.

Sin juzgar el sistema de coordinación que ha propuesto, debe reconocerse que, por el hecho solo de haberle creado, ha dado más derecho para llevar el título de Filosofía al cuerpo de doctrina que ha organizado, que el que tiene el conjunto de conocimientos relativamente desorganizados, que llamamos Filosofía natural.

Si se comparan entre sí, y con el conjunto que constituyen, las subdivisiones o formas especiales de la Filosofía, se destaca la misma idea. La filosofía moral y la filosofía política concuerdan con la Filosofía en general, en el gran alcance de sus argumentos y conclusiones. Aunque bajo el título de filosofía moral se trate d las acciones humanas consideradas como buenas o malas, no se incluyen, por ejemplo, las reglas especiales de conducta con los niños, o en la mesa, o en los negocios: y aunque la filosofía política tenga por objeto la conducta de los hombres en sus relaciones públicas, no se ocupa de los modos de votar, ni de los detalles administrativos. Una y otra consideran los casos particulares sólo como ejemplos que ponen de relieve verdades de más vasta aplicación.

37. Cada uno de esos conceptos implica, pues, la creencia, de que hay probablemente un modo de conocer las cosas, más completa y perfectamente que como se las conoce por simples experiencias acumuladas maquinalmente en la memoria o almacenadas en una enciclopedia. Si se ha diferido, y se difiere aún, grandemente, acerca de la extensión y límites de la Filosofía, hay conformidad real, aunque no aparente, en no dar ese nombre más que a conocimientos que superen lo ordinario. Lo que queda como elemento común de los diversos conceptos de la Filosofía, una vez eliminados los elementos desacordes, es: conocimiento del mayor grado de generalidad. Eso es lo que se quiere decir cuando se introduce en el dominio de la Filosofía Dios, la Naturaleza y el Hombre, o mejor aún, cuando se divide la Filosofía en teológica, física, ética, etc.; porque el carácter del género, cuyas especies son esas divisiones, debe ser más general que los caracteres que distingan unas de otras las especies.

¿Qué forma daremos a este concepto? La inteligencia no alcanza sino lo relativo; conservando siempre la conciencia de un poder que se nos manifiesta en todo lo cognoscible, hemos desechado como inútil, toda tentativa de conocimiento de ese poder, y, por tanto, hemos desalojado a la Filosofía de la mayor parte de los dominios que se creía pertenecerla. Lo que la queda es la parte que ocupa la Ciencia. Esta tiene por objeto las coexistencias y subsecuencias de los fenómenos; las agrupa primero para formar generalizaciones simples de primer grado, y se eleva gradualmente hasta las altas y vastas generalizaciones. Pero entonces ¿qué queda a la Filosofía?

Helo aquí. La Filosofía puede aún servir de nombre al conocimiento del mayor grado de generalidad. La Ciencia significa simplemente la familia de las ciencias; no es más que la suma de conocimientos formada por los contingentes de todas, y nada nos dice del conocimiento que, resulta de esos continentes en un todo. Tal como se suele definirla, la Ciencia se compone de verdades más o menos aisladas, y no conoce su integración. Un ejemplo pondrá más manifiesta esa diferencia.

Cuando atribuimos el movimiento del agua de un río a la misma fuerza que produce la caída de una piedra, formulamos una proposición verdadera para toda una clase de hechos de una sección de la Ciencia. Si, además, para explicar ese movimiento en un sentido casi horizontal, citamos la ley de que los fluidos sometidos a fuerzas mecánicas reaccionan con fuerzas iguales en todos sentidos, formulamos un hecho más extenso, que contiene la interpretación científica de muchos otros fenómenos, como los de las fuentes, la prensa hidráulica, las máquinas de vapor, la máquina neumática, etc. Luego cuando esta proposición, que sólo se extiende a la Mecánica de fluídos, sea incluida en una proposición general que comprenda las leyes, lo mismo del movimiento de los sólidos que del de los fluídos, se tendrá un principio superior, pero aún enteramente del dominio de la Ciencia. Cuando consideramos sólo los mamíferos y las aves, suponemos que los animales que respiran el aire libre tienen la sangre caliente; pero si notamos que los reptiles, que también respiran aire libre, son hemacrimos, diremos, con más verdad, que los animales tienen próximamente temperaturas proporcionales a las cantidades de aire que respiran (a igual tamaño); mas recordando algunos peces que tienen una temperatura superior a la del agua en que nadan, corregiremos la generalización anterior y diremos que la temperatura varía a la par que el grado de oxigenación de la sangre; por último, modificando esa proposición en virtud de nuevas objeciones, afirmaremos definitivamente que la cantidad de calor producido está en razón directa de la cantidad de cambios moleculares del organismo. Hemos ido enunciando verdades científicas, cada vez más amplias, cada vez más completas, pero no hemos salido, al fin, de verdades puramente científicas. Si, guiados por experiencias comerciales, llegamos a deducir que los precios suben, cuando la demanda excede a la oferta, que los productos se mueven de los lugares en que son abundantes hacia los lugares en que son raros, y que las industrias de las diversas localidades están determinadas por las facilidades que presenta cada localidad; y si, estudiando esas generalizaciones de economía política, las referimos todas al principio de que cada hombre procura satisfacer sus deseos por los medios que le cuestan menos esfuerzos, principio que rige las acciones individuales cuyas resultantes son esos grandes fenómenos sociales, el valor, el comercio, la industria, todavía trataremos exclusivamente de proposiciones científicas.

¿Cómo, pues, constituir la Filosofía? Dando un paso más. Mientras que no se trata más que de verdades científicas aisladas e independientes, no se puede, sin alterar el sentido estricto de las palabras, llamar filosófica a la más general de dichas verdades. Pero cuando después de haberlas reducido, la una a un simple axioma de mecánica, la otra a un principio de física molecular, la tercera a una ley de acción social, se las considera a todas como colorarios de una verdad superior; entonces se llega al conocimiento que constituye la Filosofía propiamente dicha. Las verdades filosóficas tienen, pues, con las más elevadas verdades científicas, la misma relación que éstas con las verdades científicas inferiores. Lo mismo que cada generalización científica abarca y consolida las generalizaciones inferiores, de su sección, las generalizaciones de la Filosofía abarcan y consolidan todas las generalizaciones científicas. Por consiguiente, la Filosofía es un conocimiento diametralmente opuesto a los que la experiencia nos da asimilando hechos. Es el producto final de la operación que comienza por una simple recopilación de observaciones, que continúa por la elaboración de proposiciones más amplias y más desligadas de casos particulares, y termina en proposiciones universales. Para dar a la definición su forma más sencilla y clara, diremos: el conocimiento vulgar es el saber no unificado; la ciencia es el saber parcialmente unificado; la Filosofía es el saber completamente unificado.

38. Tal es, al menos, el sentido que debemos dar a la palabra Filosofía, cuando la usemos. Con esa definición, aceptamos todo lo común a los diversos conceptos antiguos y modernos de la voz Filosofía, y desechamos todo lo diferente y lo que excede los límites de la inteligencia humana. En suma, nos limitamos a dar a esa palabra el sentido preciso que tiende a prevalecer actualmente.

Bajo ese punto de vista, la Filosofía presenta dos formas distintas, de las cuales se puede tratar separadamente. Por una parte, puede tener por objeto las verdades universales, no mentando las particulares sino como comprobación y aclaración de aquéllas. Por otra parte, partiendo de las verdades universales como de principios admitidos, puede abordar las particulares, interpretándolas por las universales. En ambos casos hemos de estudiar las verdades universales; pero en el uno, haciéndolas desempeñar un papel pasivo, y en el otro un papel activo; en el uno son los productos, en el otro los instrumentos de la Ciencia; a lo primero lo llamaremos filosofía general, a lo segundo, filosofía especial.

El resto de esta obra contendrá la filosofía general. La filosofía especial, dividida en secciones, según la naturaleza de los fenómenos que formen su objeto, constituirá otras obras sucesivas.




ArribaAbajoCapítulo II.

Datos de la filosofía.


39. Cada pensamiento implica todo un sistema de pensamientos, y cesa de existir desde que está separado de sus correlativos. Así como no podemos aislar un órgano de un cuerpo vivo, y tratarle como si tuviese vida independiente del resto, tampoco podemos separar del organismo de nuestros conocimientos uno de ellos, y estudiarle como si sobreviviera a la separación. El desarrollo del blastema amorfo del embrión, es una especificación de partes que se hacen más distintas a medida que se hacen más complejas. Cada una de esas partes no forma un órgano distinto, sino a condición de estar unida a otras, que se transforman también en otros órganos al mismo tiempo. Del mismo modo, una inteligencia ya desarrollada plenamente no puede organizarse con los informes materiales de la conciencia, sino por una operación que, dando a los pensamientos caracteres definidos, los una entre sí con ciertos lazos de mutua dependencia, con ciertas conexiones vitales, cuya destrucción produciría la de aquéllos. Por haber desconocido esta importante verdad, muchos pensadores han tomado comúnmente por punto de partida uno o varios datos supuestos simples; han creído no admitir más que esos datos, y se han servido de ellos para probar o refutar proposiciones, que implícitamente eran ya afirmadas sin saberlo, a la par que las otras a sabiendas.

Ese círculo vicioso proviene de un mal uso de las palabras, no del que tanto se habla, o cambio de sentido, origen de tantos errores, sino de un vicio más profundo y menos evidente. Consiste en no considerar sino la idea significada directamente por cada palabra, haciendo caso omiso de las numerosas ideas, significadas casi siempre más o menos indirectamente.

Porque una palabra hablada o escrita puedo ser aislada de las demás, se supone que la cosa que esa palabra significa puede también ser aislada de las demás cosas. Este error es de la misma naturaleza que el que extravió a los griegos, creyendo en una comunidad de esencia entre el símbolo y la cosa simbolizada; pero es más profundo y difícil de descubrir. Aunque no se admita hoy que la comunidad de naturaleza vaya tan lejos como se creía antiguamente, se admite aún que así como el símbolo es separable de los otros símbolos y puede ser considerado con existencia independiente, lo propio sucede a la cosa simbolizada.

Bastará un ejemplo para probar hasta qué punto ese error tuerce las deducciones de quien lo adopta. El metafísico escéptico, deseoso de dar a su razonamiento todo el rigor posible, dice: «Yo admitiré tal cosa, mas no otra alguna.» Pero, ¿no hay suposiciones tácitas inseparables de lo que admite? En esa misma proposición, ¿no afirma implícitamente que hay otra u otras cosas que podría y no quiero admitir? Y, en efecto, es imposible pensar en la unidad sin pensar en una dualidad o pluralidad correlativas. Aunque se imponga límites, el escéptico conserva todavía muchas cosas que cree abandonar. Además, antes de nada define lo que admite; luego tiene idea de algo que excluye esa definición, de otra existencia que la definida. Más aún: definir una cosa o limitarla implica la idea de límite, y ésta la de extensión, duración o grado; y la definición es imposible sin las ideas de diferencia y de semejanza entre la cosa definida y otras. La diferencia, no sólo es inconcebible sin la existencia de dos o más cosas que difieran, sino también sin la existencia de otras diferencias, porque es imposible un concepto universal de diferencia. La semejanza es indispensable (24) para la adquisición de una idea, porque ninguna cosa puede ser conocida en absoluto como única, sino como de tal o cual especie, como clasificada con otras en virtud de propiedades comunes. En suma, al lado del único dato admitido por el escéptico hemos hallado otros muchos no admitidos explícitamente, pero que aquél supone implícita o tácitamente, a saber: otra existencia que la supuesta, la cantidad, el número, el límite, la diferencia, la semejanza, el género, el atributo. Sin hablar de otros muchos datos que un análisis completo podría descubrir, tenemos en esos postulados no reconocidos, el diseño de una teoría general, que ni puede probar ni refutar la argumentación del escéptico. Añádase que él interpretará su símbolo, a cada paso, con su plena significación, con todas esas ideas complementarias que implica, y se verá ya reconocido en las premisas el principio que la conclusión debe afirmar o negar.

¿Cuál es, pues, el camino que ha de seguir la Filosofía? La inteligencia, en su plena madurez, se compone de conceptos organizados y consolidados, de que no puede desprenderse, y sin los cuales no puede moverse, como el cuerpo sin miembros. ¿Por qué medio la inteligencia, en busca de una filosofía, podrá darse cuenta de sus conceptos y demostrar su validez o invalidez? Sólo hay uno: admitir como verdaderas, provisionalmente, aquellas ideas vitales, o que no pueden ser aisladas sin producir la disolución del espíritu, aquellas intuiciones fundamentales necesarias para pensar las demás cosas, dejando a los resultados el cuidado de justificar esa hipótesis.

40. Y ¿cómo los resultados podrán justificarla? Como justifican toda otra hipótesis: por la comprobación de que todas las conclusiones deducibles concuerdan con los hechos que revela la experiencia directa; por la conformidad de las experiencias efectivas, con las que la hipótesis nos hace presumir. No hay otro modo de probar la validez de una creencia, que mostrando su conformidad con todas las demás. ¿Qué hacemos, por ejemplo, para probar que es oro una masa determinada, que por su color y brillo sospechamos que lo sea? Recordar otras impresiones que el oro nos produce, y examinar si, en condiciones a propósito, esa masa las produce también. Por ejemplo, el oro tiene un peso específico considerable; luego si sopesando esa sustancia vemos que tiene un gran peso respecto a su volumen, lo consideraremos como una nueva prueba de que es oro. ¿Se quieren más pruebas? Sabemos que el oro, a diferencia de la mayor parte de los metales, es insoluble en el ácido nítrico; por tanto, nos figuramos primero una gota de ácido nítrico puesta sobre esa sustancia amarilla, brillante, posada, sin producir acción química; y si poniéndola realmente no vemos cambio alguno, miramos esta concordancia entre el hecho previsto y el realizado como una razón más para pensar que es oro la sustancia en cuestión. Si además la gran maleabilidad del oro nos parece igualada por la gran maleabilidad de esa sustancia; si, como el oro, se funde a 2.000 grados; y si, en todas las condiciones, la sucede lo que al oro en las mismas condiciones, la convicción de que es oro se eleva a ese grado máximo que llamamos certeza; sabemos ya, en la acepción estricta o rigorosa de la palabra saber, que tal sustancia es oro. En efecto, todo lo que sabemos del oro es: un grupo determinado de impresiones que tienen entre sí relaciones determinadas y que se manifiestan en ciertas condiciones; y si en un experimento presente las impresiones, condiciones y relaciones son perfectamente concordantes con las de experimentos pasados, el conocimiento tiene toda la validez de que es susceptible. De suerte que, para generalizar la proposición, diremos: que las hipótesis, aun las más simples que hacemos a todas horas cuando reconocemos objetos, son comprobadas o confirmadas cuando reconocemos también entera conformidad entre los estados de conciencia que las constituyen y otros estados, dados en la percepción o en la reflexión o en ambas, y no hay para nosotros otro conocimiento posible que el constituido por la intuición de esas conformidades y disconformidades.

Por consiguiente, la Filosofía, obligada a hacer esas hipótesis fundamentales, sin las que el pensamiento es imposible, puede justificarlas mostrando su conformidad con todas las otras revelaciones de la conciencia. Imposibilitados como estamos para conocer más que lo relativo, la verdad, aun en su forma más elevada, no puede ser para nosotros sino la concordancia perfecta en todo el campo de la experiencia, entre representaciones, que llamamos ideales, de las cosas, y las percepciones que llamamos reales. Si cuando descubrimos que una proposición no es verdadera, queremos decir simplemente que hemos descubierto una diferencia entre lo supuesto y lo observado, preciso es también que cuando no se presentan esas diferencias digamos que hemos hallado la verdad.

Vemos claramente que siempre que se parta de esas intuiciones fundamentales, cuya verdad se admite provisionalmente, es decir, se admite su compatibilidad con las demás revelaciones de la conciencia, la demostración o la refutación de esa compatibilidad forma el objeto de la Filosofía, y la demostración completa de la compatibilidad, es lo mismo que la unificación completa del conocimiento, objeto real de la Filosofía.

41. ¿Cuál es, pues, ese dato, o más bien, cuáles son esos datos, necesarios a la Filosofía? La proposición que acabamos de formular implica necesariamente un dato primordial. Hemos ya supuesto implícitamente, y debemos continuar suponiéndolo, que las compatibilidades e incompatibilidades existen y que podemos conocerlas. No podemos dejar de admitir el veredicto de la conciencia, cuando nos dice que ciertas manifestaciones se parecen y que ciertas otras no. Si la conciencia no es juez competente de la semejanza o no semejanza de sus estados, no es posible establecer esa compatibilidad que se encuentra en todos nuestros conocimientos, y que constituye la Filosofía; y no se puede tampoco establecer la incompatibilidad, por la cual únicamente se puede probar la falsedad de una hipótesis filosófica o de otra cualquiera.

Vemos mas claramente la imposibilidad de avanzar, sea hacia la certeza, sea hacia el escepticismo, sin suponer esos datos, si se nota cómo a cada paso que damos en el razonamiento, los suponemos por doquier y siempre. Decir que todas las cosas de cierta clase están caracterizadas por ciertos atributos, es decir que todas las cosas conocidas como semejantes, por los diversos atributos que connota su nombre común, son también semejantes por los atributos de que se habla. Decir que un objeto determinado, sobre el que en un momento dado se concentra nuestra atención, pertenece a esa clase, es decir: que es semejante a todos los otros, en los diversos atributos connotados por su nombre común. Decir que ese objeto posee tal o cual atributo particular, es decir que es semejante a los otros también bajo ese aspecto. Por el contrario, afirmar que el atributo que se suponía a ese objeto no lo pertenece, es afirmar que en vez de la semejanza anunciada hay una desemejanza. Por consiguiente, ni la afirmación, ni la negación de un teorema racional o de un elemento cualquiera de uno de esos teoremas es posible, si no se admite el testimonio de la conciencia, cuando afirma que ciertos estados suyos son semejantes o desemejantes. Por tanto, después de haber visto que el conocimiento unificado, que constituye una filosofía completa, se compone de partes universalmente compatibles; después de haber visto que la Filosofía tiene por objeto demostrar esa compatibilidad; vemos también que todas las partes de la operación que establece esa compatibilidad universal, comprendidos los elementos de todo raciocinio y de toda observación, consisten en la demostración de una compatibilidad.

De consiguiente, la hipótesis de que existe una compatibilidad o una incompatibilidad, cuando la conciencia lo afirma, es una hipótesis ineludible. De nada sirve decir, como Hamilton, que «se debe presumir la veracidad de la conciencia, mientras que no se haya probado que nos engaña,» pues no se puede probar que es falaz en eso, que es su acto primordial, porque la prueba implicaría una aceptación doble de ese acto primordial. Más bien, lo que hay que probar no puede siquiera ser expresado, si no se admite la validez de ese acto primordial; puesto que lo falso y lo verdadero son idénticos, si no admitimos el veredicto de la conciencia que afirma su diferencia. Sin esta hipótesis desaparecen simultáneamente la operación de razonar y el producto del raciocinio.

Sin duda, se puede a veces probar que estados de conciencia creídos semejantes, tras una atenta y minuciosa comparación, son, sin embargo, desemejantes en realidad; o viceversa, que los juzgados, por negligencia, desemejantes, son en realidad semejantes. Pero ¿cómo se prueba eso? Por otra comparación más atenta, ya directa, ya indirecta. ¿Y qué supone la aceptación de la conclusión revisada? Simplemente que un veredicto reflexionado, de la conciencia, es preferible a un veredicto irreflexivo; o para hablar con más precisión, que una intuición de semejanza o de diferencia, que resiste a la crítica, es preferible a otra que no resiste, siendo esa resistencia lo que constituye la preferencia.

Henos ya en el fondo del asunto. La permanencia de una intuición de semejanza o de diferencia, es la garantía fundamental para afirmar esa semejanza o diferencia, y, de hecho no sabemos más de su existencia que esa intuición permanente. Decir que una compatibilidad o incompatibilidad existe, es simplemente el modo usual de decir que tenemos la intuición invariable de una u otra, al mismo tiempo que de las cosas comparadas. De la existencia sólo conocemos sus continuas manifestaciones.

42. Pero la Filosofía reclama un dato más concreto. No basta reconocer como indiscutible una operación determinada del pensamiento; es preciso reconocer la misma propiedad en algún producto obtenido mediante esa operación. Si la Filosofía es el saber completamente unificado; si la unificación del conocimiento sólo puede efectuarse, demostrando que una proposición, final envuelve y consolida todos los resultados de la experiencia, es claro que esa última proposición, cuya compatibilidad con las demás es preciso demostrar, debe representar un fragmento del conocimiento y no lo que puede hacerlo válido. Hemos admitido la veracidad de la conciencia; debemos también admitir la verdad de algún dato de la conciencia.

¿Y cuál debe ser ese producto? ¿No deberá formular la distinción más amplia y más profunda que las cosas presenten? ¿No debe formular compatibilidades o incompatibilidades más generales que las otras? Un principio primario que debe dar unidad a toda la experiencia, debe tener la misma extensión que ella, no puede limitarse a la experiencia de uno o de muchos órdenes, debe aplicarse a la experiencia universal. El dato que la Filosofía toma por base debe ser una afirmación de alguna semejanza o de alguna diferencia a la cual todas las demás semejanzas y diferencias estén subordinadas. Si conocer es clasificar o agrupar lo semejante y separar lo desemejante, y si la unificación del conocimiento se hace por inclusión de las clases más pequeñas de experiencias en otras mayores, y así sucesivamente, es preciso que la proposición que da unidad al conocimiento, especifique la oposición de las dos últimas clases de experiencias, en las que están incluidas todas las demás.

Veamos ahora cuáles son esas clases. Trazando entre ambas una línea de demarcación, no podemos evitar el uso de palabras que implican indirectamente más que su sentido directo, no podemos evitar nazcan ideas que suponen implícitamente la distinción misma que el análisis tiene por objeto establecer. No lo olvidemos; pero todo lo que podemos hacer es no tener en cuenta analogías de palabras y dirigir únicamente la atención sobre lo que significan clara y explícitamente.

43. Si partimos del principio ya sentado de que todas las cosas que conocemos son manifestaciones de lo Incognoscible, y si suprimimos, cuanto sea posible, toda hipótesis sobre lo que se oculta tras de tal o cual orden de manifestaciones, vemos que éstas, consideradas simplemente como tales, pueden ser divididas en dos grandes clases: impresiones e ideas. Lo que estas palabras significan puede viciar los razonamientos de quienes las emplean; y aun cuando sea posible no servirse de ellas sino para recordar los caracteres diferenciales que se quiere indicar empleándolas, vale más evitar el peligro de hacer, siviéndose de ellas, hipótesis aún no reconocidas. La voz sensación, que se usa comúnmente como sinónima de impresión, implica también ciertas teorías psicológicas; y tácita, si no explícitamente, supone un organismo sensitivo y algo que obra sobre ese organismo; no se puede, pues, emplearla sin introducir postulados en los pensamientos y sin incorporarlos en las conclusiones. Análogamente, la frase estados de conciencia, por su doble significado, impresiones e ideas, da armas a la crítica.

Como no podemos pensar en uno de esos estados sin pensar en algo a que pertenece y que es susceptible de muchos estados, tales palabras implican una conclusión anticipada, un sistema en germen de metafísica. Aceptando el postulado ineludible que toda manifestación implica un manifestado, nuestro fin es evitar todo otro postulado implícito. Indudablemente no podemos excluir de nuestros pensamientos otras suposiciones implícitas ni razonar sin reconocerlas tácitamente; pero sí podemos, hasta cierto punto, rehusar reconocerlas en los primeros términos del razonamiento; lo cual conseguiremos clasificando las manifestaciones en fuertes y débiles, unas respecto a otras. Veamos las diferencias que las separan.

Digamos primero algunas palabras sobre la distinción más evidente que esas palabras antitéticas revelan. Las manifestaciones que se nos presentan bajo la forma de percepciones (debemos, cuanto nos sea posible, separar de toda hipótesis esas formas, y considerarlas sólo como formando un grupo determinado de manifestaciones) son comúnmente más vivas, más distintas que las que se presentan en las formas de juicios, recuerdos, imágenes o ideas. A veces, sin embargo, difieren muy poco unas de otras. Por ejemplo, cuando está casi oscuro no podemos, en ocasiones, decir si una manifestación determinada pertenece al orden fuerte o al débil, si vemos efectivamente alguna cosa o si imaginamos verla. Análogamente, entre la sensación de un sonido muy débil y la figuración del mismo, es muchas veces difícil decidir el estado real de conciencia. Mas esos casos excepcionales son muy raros, comparativamente al grandísimo número de casos en que las manifestaciones vivas se distinguen de las débiles, sin error posible; inversamente, sucede a veces (aunque en condiciones que, para distinguirlas bien, llamamos anómalas o anormales) que las manifestaciones del orden débil llegan a ser tan fuertes, que se confunden aparentemente con las del orden vivo. En algunos enajenados, por ejemplo, fenómenos puramente ideales de la vista y del oído adquieren tal intensidad, que se los clasifica como fenómenos visuales y auditivos, reales. Esos casos de ilusión, pues así son llamados, se presentan también, en tan pequeño número, relativamente a la gran masa de casos reales, que tenemos derecho a prescindir de ellos y a decir que la debilidad relativa de esas manifestaciones de segundo orden es tan marcada, que no tenemos duda de que son de distinta naturaleza que las de primer orden. Y si la duda nos asalta, por excepción, hay otros medios de averiguar a qué orden pertenece una manifestación determinada, a falta del criterio de la intensidad.

Las manifestaciones del orden vivo preceden, en nuestra experiencia, a las del orden débil; o usando palabras ha poco indicadas, la idea es una débil e imperfecta repetición de la impresión original. En el orden cronológico, hay: primero una manifestación presente del orden fuerte, y después una manifestación representada semejante a la primera, menos en un punto, a saber: es mucho menos clara. La experiencia universal nos prueba que, después de haber tenido las manifestaciones vivas, que llamamos tales o cuales lugares, personas, cosas, etc., podemos tener las manifestaciones débiles, que llamamos recuerdos de lugares, personas, cosas, que no podíamos tener antes; y también, que antes de gustar u oler ciertas sustancias, carecemos de las manifestaciones débiles que llamamos ideas de sus sabores u olores; sabemos, por último, que cuando ciertos órdenes de manifestaciones vivas faltan (ciegos, sordos, etc.), las manifestaciones débiles correspondientes tampoco se producen. Cierto que, en algunos casos, las manifestaciones débiles preceden a las vivas. Así, lo que llamamos invención de una máquina, empieza generalmente por una idea o imagen que puede ser seguida de la manifestación viva correspondiente, de una verdadera máquina. Pero en primer lugar, la producción de la manifestación viva después de la débil, no tiene analogía con la producción de la débil después de la viva, y no la sigue espontáneamente como la idea sigue a la impresión; y en segundo lugar, aunque una manifestación débil de esa especie pueda presentarse antes que la viva correspondiente, no sucede así a sus elementos; sin previas manifestaciones vivas de ruedas, varillas, tirantes, etc., el inventor no hubiera podido tener manifestación débil alguna de su nueva máquina. Por tanto, la producción de manifestaciones débiles sólo es posible por la producción previa de las vivas, distinguiéndose además en que las vivas son independientes y las débiles son dependientes.

Esos dos órdenes de manifestaciones forman dos series paralelas, o más bien, porque la palabra serie implica una disposición lineal, dos corrientes o procesos heterogéneos que corren uno al lado del otro, que se ensanchan y se estrechan alternativamente, que tan pronto amenaza cada uno suprimir a su vecino como está expuesto a desaparecer, pero sin que nunca el uno desaloje al otro de su curso común. Estudiemos con cuidado las acciones que los dos procesos ejercen mutuamente uno sobre otro. Durante lo que llamamos nuestros estados de actividad, las manifestaciones vivas predominan; recibimos simultáneamente una multitud de impresiones diversas auditivas, olorosas, gustuales y táctiles; ciertos grupos varían, otros permanecen fijos por cierto tiempo, pero varían cuando nos ponemos en movimiento; y si compararnos en su número y masa ese compuesto heterogéneo de manifestaciones vivas con el compuesto paralelo de manifestaciones débiles, éstas nos parecen insignificantes, sin embargo, no desaparecen: al lado de las manifestaciones vivas, aun en su mayor preponderancia, el análisis descubre una cadena de ideas y de interpretaciones constituidas por las manifestaciones débiles. Si se pretende que una explosión espantosa o un dolor cruel pueden, por un momento, suprimir toda idea, es preciso admitir también, que no se puede conocer inmediatamente tal solución de continuidad, puesto que sin ideas el acto del conocimiento es imposible. Por otra parte, después de ciertas manifestaciones vivas que nos obligan a cerrar los ojos o a tomar medidas para debilitar la presión, el sonido, etc.,las manifestaciones del orden débil adquieren un predominio relativo; su proceso heterogéneo y variable, si no está desfigurado por el de las vivas, aparece más distinto y parece querer excluir el proceso contrario, pero éste tampoco desaparece nunca en el estado consciente, aunque se reduzca a proporciones muy pequeñas; la presión o el tacto jamás desaparece completamente. Sólo en el estado inconsciente llamado sueño las manifestaciones del orden fuerte cesan de ser percibidas como tales, y las del orden débil llenan el lugar de aquéllas y se nos imponen. Nada sabemos de esa usurpación hasta que, al despertar, vuelven las manifestaciones del orden fuerte, cuya ausencia no podemos nunca saber directamente, sólo la sabemos en el momento que reaparecen. Las dos series compuestas y paralelas de manifestaciones conservan, pues, su continuidad. Corriendo una al lado de otra, se usurpan a veces alternativamente sus funciones, pero no se puede decir que la una ha interrumpido a la otra en tal momento o en tal sitio.

A más de esa cohesión longitudinal, hay otra lateral de las manifestaciones vivas con las vivas y de las débiles con las débiles. Los elementos de la serie de impresiones fuertes están unidos por relaciones de coexistencia y por relaciones de sucesión; lo mismo sucede a los elementos de la serie débil. En ambos casos, la unión presenta diferencias marcadas y muy significativas, en cuanto a su grado. Estudiémoslas. En un espacio, dentro de lo que se llama campo de la visión, hay un grupo de luces, sombras, colores y contornos, que, considerado como signo de un objeto, recibe un nombre; mientras que esas manifestaciones vivas, unidas, estén presentes, son inseparables. Lo mismo sucede a todos los grupos coexistentes de manifestaciones; cada uno persiste como un compuesto especial, y la mayoría conserva relaciones fijas con los que les rodean. Los hay que no son susceptibles de lo que se llama movimientos independientes, y otros que lo son; sin embargo, presentándonos las manifestaciones que los componen, unidos por una conexión constante, presentan a la vez esas mismas manifestaciones unidas a otras por una conexión variable. Aunque después de ciertas manifestaciones vivas, que llamamos cambios en las condiciones de percepción, haya un campo en las proporciones de las manifestaciones vivas que constituyen un grupo cualquiera, su cohesión persiste; no por eso se puede separar o aislar una o muchas de ellas. Vemos también que las manifestaciones débiles presentan cohesiones laterales entre sí, pero mucho menos extensas, y en la mayoría de los casos infinitamente menos intensas. Cerrando los ojos, podemos representarnos un objeto, que está a nuestra vista, en otro lugar, o ausente. Mirando un vaso azul no podemos separar la manifestación viva del color azul, de la manifestación viva de la forma del vaso; pero en ausencia de esas manifestaciones vivas, sí podemos separar la manifestación débil del color azul de la de la forma, y aun sustituir aquélla por una manifestación viva del color rojo, y así en todo lo análogo. Las manifestaciones débiles tienen conexiones entre sí; pero, no obstante, pueden casi siempre entrar en nuevos arreglos o coordinaciones. Se puede también decir que las conexiones de las manifestaciones débiles individuales, no son indisolubles como las de las manifestaciones vivas individuales. Aunque unida a una manifestación débil de presión, hay siempre otra manifestación débil de extensión, ninguna manifestación débil particular de extensión está encadenada a otra manifestación débil particular de presión. En el orden vivo, las manifestaciones individuales contraen adhesiones mutuas indisolubles, y comúnmente forman grandes grupos; pero en el orden débil, las manifestaciones individuales no contraen adhesiones indisolubles, y se unen flojamente casi siempre. Las únicas conexiones indisolubles que suele haber entro las manifestaciones débiles, son las que unen algunas de sus formas genéricas.

Si los elementos de cada proceso tienen relaciones mutuas, no las tienen menos fuertes los del uno con los del otro. O más exactamente, podemos decir, que el proceso vivo corre generalmente sin sufrir la menor turbación por el débil, y que el débil, aunque sea siempre influenciado, y hasta cierto punto remoleado por el vivo, puede, sin embargo, conservar una independencia real, y deslizarse por su lado sin mezclarse ambos. Dirijamos una ojeada sobre sus intervenciones recíprocas. Las manifestaciones débiles sucesivas que constituyen el pensamiento, son impotentes para modificar en lo más mínimo las manifestaciones vivas que se presentan. Si prescindimos de una clase total de excepciones, de que luego hablaremos, las manifestaciones vivas, fijas o variables, no son modificadas directamente por las débiles. Por ejemplo, las que percibimos como elementos de un paisaje, del bramido del mar, del silbido del viento, del movimiento de los carruajes y de las personas, no son de modo alguno modificadas por las manifestaciones débiles que las acompañan, y que percibimos como ideas. Por otra parte, la corriente de las manifestaciones débiles es modificada, aunque poco, generalmente, por la de las vivas. A veces se compone, principalmente, de manifestaciones débiles, unidas fuertemente a otras vivas, y arrastradas por éstas cuando desaparecen. Los recuerdos, las sugestiones, unidos a las manifestaciones vivas que los producen, forman casi la totalidad de las manifestaciones que percibimos. En otros momentos, cuando estamos, como decirnos, abstraídos en nuestros pensamientos, la alteración de la corriente débil sólo es superficial; las manifestaciones vivas no van acompañadas sino del corto número de manifestaciones débiles necesarias para reconocerlas; a cada impresión van unidas ciertas ideas, que nos dicen lo que aquélla es, y nos sirven para interpretarla. Sin embargo, a veces la gran corriente de manifestaciones débiles corre completamente sin relación con las vivas, por ejemplo, en los ensueños, desvaríos o en una operación de raciocinio puro; durante esos estados, y los que se llaman ensimismamientos, el proceso de manifestaciones débiles predomina, en términos, que no puede afectarlo el proceso de las fuertes. Se ve, pues, que esas dos series paralelas de manifestaciones, de las que cada una presenta entre sus elementos íntimas conexiones longitudinales y transversales, sólo tienen una con otra conexiones parciales. La serie viva es casi siempre insensible al paso de su vecina; y aunque la serie débil sea casi siempre, hasta cierto punto, modificada y a veces arrastrada por la viva, no obstante puede separarse mucho de ella.

Hay todavía otro carácter diferencial de gran importancia entro todas las series, y que, por tanto, conviene conocer. Las condiciones en que se producen ambos órdenes de manifestaciones son distintas, y las condiciones de producción de las de cada orden son de ese mismo orden. Siempre que se puede averiguar los antecedentes inmediatos de las manifestaciones fuertes, se halla que son otras del mismo género; y si no podemos decir que los antecedentes de las manifestaciones débiles son todas de su mismo proceso, al menos los esenciales, pertenecen también a él. Estas proposiciones no tienen necesidad de mucha explicación. Evidentemente los cambios que sobrevienen entre las manifestaciones vivas que observamos, los movimientos, los sonidos, los cambios de aspecto en los objetos que nos rodean, son: o cambios a consecuencia de ciertas manifestaciones vivas, o bien cambios cuyos antecedentes no se perciben. Con todo, hay manifestaciones vivas, que sólo se producen en condiciones que parecen pertenecer a otro orden. Las que llamamos colores y formas visibles, suponen los ojos abiertos. Pero, ¿qué significa los ojos abiertos en el lenguaje usual? Literalmente, la aparición de ciertas manifestaciones vivas. La idea de abrir los ojos consiste, sin duda, en manifestaciones débiles; pero el acto de abrir los ojos consiste en manifestaciones vivas. Es evidente que lo mismo sucede en los movimientos de los ojos y de la cabeza, que son seguidos de nuevos grupos de manifestaciones vivas, y en las que llamamos sensaciones de tacto y de presión. Todas las que pueden cambiar tienen por condición ciertas manifestaciones vivas, que llamamos sensaciones de tensión muscular. Es verdad que en las condiciones de estas últimas son manifestaciones del orden débil las ideas de las acciones musculares que preceden a éstas.

Henos ahora frente a una complicación, procedente de que el objeto que llamamos el cuerpo se nos presenta como una serie de manifestaciones vivas, relacionadas de un modo especial a las manifestaciones débiles, único modo de que éstas puedan producir manifestaciones vivas, a no ser en la otra excepción de la misma naturaleza que nos ofrecen las emociones, excepción que no deja de confirmar la regla. En efecto, si no se puede dejar de ver en las emociones una especie de manifestaciones vivas que pueden ser producidas por las débiles que llamamos ideas, no es menos cierto que las clasificamos entre las débiles, y no con las fuertes que llamamos colores, sonidos, presiones, olores, etc., porque las condiciones de su producción y de ellas mismas pertenecen al orden de las débiles.

Pero si prescindimos de las manifestaciones vivas especiales, que llamamos tensiones musculares y emociones, y que es usual clasificar separadamente, podemos decir de todas las demás que las condiciones de su existencia son manifestaciones de su misma naturaleza. Lo mismo sucede en la corriente paralela; aunque en su mayoría, las manifestaciones del orden débil sean en parte originadas por manifestaciones del orden vivo que evocan recuerdos y sugieren conclusiones, con todo esos resultados dependen principalmente de ciertos antecedentes que pertenecen al orden débil. Por ejemplo, pasa una nube por delante del Sol; unas veces produce efecto y otras no, sobre la corriente de las ideas; unas veces sigue ésta su marcha, y otras se nos ocurre que va a llover; esa diferencia está evidentemente determinada por condiciones que indudablemente son del orden de las ideas. La facultad que tiene una manifestación viva de producir ciertas manifestaciones débiles depende de la existencia de otras manifestaciones débiles apropiadas. Si nunca hemos oído un chorlito, el grito de uno de ellos, invisible en aquel momento, no produce en nosotros la idea de tal ave. No tenemos más que recordar las distintas y sucesivas reflexiones que una misma sensación visual, por ejemplo, va produciendo, para reconocer hasta qué punto cada manifestación débil depende esencialmente de otras manifestaciones débiles que han aparecido antes, o a la vez que aquélla.

Llegamos, por último, a la más notable y quizá la más importante de las diferencias que separan los dos órdenes de manifestaciones; tiene relación con la acabada de indicar, pero conviene estudiarla aparte. Las condiciones de aparición no se distinguen sólo en que cada grupo pertenece generalmente a su mismo orden de manifestaciones, sino además en otro carácter más insignificante. Las manifestaciones del orden débil tienen antecedentes que se puede descubrir; se puede hacerlas aparecer, realizando sus condiciones de aparición; y suprimirlas, realizando otras condiciones. Al contrario, las manifestaciones del orden vivo ocurren muy a menudo sin antecedentes previos, y en muchos casos persisten o cesan en condiciones conocidas o desconocidas; lo que demuestra que sus condiciones son muchas veces completamente independientes de nuestra voluntad. La impresión llamada relámpago atraviesa la corriente de nuestras ideas sin que nada la anuncie. Los sonidos de una música que empieza a tocar en la calle, o el ruido de loza que se rompe en una habitación próxima, no están ligados con ninguna de las manifestaciones anteriores, ni del orden vivo ni del débil. A veces esas manifestaciones vivas, que nacen de improviso, persisten a través de la corriente de las manifestaciones débiles, la cual no puede modificarlas ni directa ni indirectamente. Un golpe violento recibido por detrás, es una manifestación viva, cuyas condiciones de aparición no están, ni entre las manifestaciones del mismo género, ni entre las débiles, y cuyas condiciones de persistencia están ligadas a las vivas de un modo no manifiesto. De suerte que, si en el orden débil, las condiciones de aparición son siempre otras manifestaciones del mismo orden, preexistentes o coexistentes; en el orden vivo, las condiciones de producción están muchas veces ausentes.

Acabamos de hallar los caracteres principales en que se parecen las manifestaciones de cada orden y difieren de las del otro. Resumamos en pocas palabras esos caracteres. Las manifestaciones del un orden son vivas o fuertes, las del otro son débiles; las del uno son originales, las del otro son copias; las primeras forman una serie o corriente heterogénea no interrumpida jamás, o, hablando con más exactitud, cuya interrupción no se conoce directamente. Unas y otras tienen conexiones o relaciones entre sí, longitudinales y transversales, indisolubles para las vivas, más fáciles de romper para las débiles; y al paso que los términos de cada serie, las partes de cada corriente, tienen esas íntimas conexiones, las dos corrientes se deslizan paralelamente sin contraer conexiones o relaciones, a no ser someras, superficiales; la gran corriente viva resiste en absoluto a la débil, y ésta puede aislarse de aquélla casi completamente. Las condiciones en que se presentan respectivamente las manifestaciones de cada orden son también del mismo orden; pero si en el orden débil esas condiciones están siempre presentes, en el orden vivo no lo están muchas veces, o están, en cierto modo, fuera de la serie. Siete caracteres distintos sirven, pues, para distinguir uno de otro los dos órdenes de manifestaciones.

44. ¿Qué quiere decir eso? El análisis precedente ha comenzado por la creencia de que las proposiciones admitidas como postulados por la Filosofía deben afirmar semejanzas y desemejanzas de último orden en las que todas las demás queden absorbidas, y acabamos de hallar que todas las manifestaciones de lo incognoscible se dividen en dos clases de esa naturaleza. ¿A qué responde esa división?

Es evidente que a la división entre objeto y sujeto. Reconocemos esa distinción, la más profunda de todas las que nos ofrecen las manifestaciones de lo incognoscible, agrupándolas en un Yo y un No-Yo; en manifestaciones débiles que forman un todo continuo que llamamos el Yo, diferentes de las otras, por la cantidad, la calidad, la cohesión, las condiciones de existencia de sus partes, y manifestaciones vivas unidas en masas relativamente inmensas que llamamos No-Yo, por lazos indisolubles, y con condiciones de existencia independientes. O más bien y con más verdad, cada orden de manifestaciones implica necesariamente una fuerza que se manifiesta, y usando las palabras Yo y No-Yo, significamos: por la primera, la fuerza que se manifiesta en las formas débiles; y por la segunda, la que se manifiesta en las formas vivas o fuertes.

Ya lo vemos; esos conceptos, que tienen cierta consistencia, y han recibido un nombre apropiado, no tienen su origen impenetrable; se explica su origen perfectamente, por la ley fundamental del pensamiento, ley sin apelación. La intuición de semejanza y de diferencia se impone por su sola persistencia, y desafía al escepticismo, puesto que sin ella la duda misma se hace imposible. La división primordial del Yo y del No-Yo es el resultado de la intuición persistente de las semejanzas y desemejanzas acumuladas, que tienen las diversas manifestaciones. Podemos hasta decir que el pensamiento no existe sino por esa especie de acto, que nos conduce a cada momento, a referir ciertas manifestaciones al orden con el que tiene atributos comunes. Repitiéndose millares de veces esas operaciones de clasificación, producen millares de asociaciones de cada manifestación con las de su propia clase, y de ahí la unión de los elementos de cada clase y la desunión de las dos clases.

En rigor, la separación y la fusión de las manifestaciones en dos todos distintos son, en gran parte, espontáneas, y preceden a todo juicio reflejo, aunque éstos, al producirse, reconocen la existencia de aquellos dos todos. Porque las manifestaciones de cada orden no sólo presentan esa especie de unión, que se reconoce implícitamente cuando se les agrupa como objetos individuales de una misma clase, sino que, como hemos visto, presentan otra unión mucho más íntima, debida a su cohesión actual. Esa cohesión se muestra antes de que se verifique ningún acto consciente de clasificación. De modo que, en realidad, los dos órdenes de manifestaciones se separan y consolidan espontánea y naturalmente. Los elementos de cada orden, uniéndose íntimamente entre sí y alejándose de sus opuestos, forman por sí los todos que llamamos respectivamente objeto y sujeto, Yo y No-Yo. Tal unión espontánea es lo que da a esos todos, formados de manifestaciones, la individualidad que poseen como todos, y la diferencia fundamental que los separa, diferencia anterior y superior a todo Juicio. Este no hace sino afirmar la separación ya efectuada, refiriendo a sus dos clases respectivas las manifestaciones no unidas clara y evidentemente con las demás de su clase.

Hay también otro juicio que se repite perpetuamente, que fortifica esa antítesis fundamental, y da gran extensión a uno de sus términos. No dejamos de aprender que las condiciones de aparición de las manifestaciones débiles deben siempre encontrarse; que las de las vivas no se encuentran muchas veces, pero aun entonces son semejantes esas manifestaciones vivas, sin antecedentes entre sus análogas, a las manifestaciones vivas anteriores, con antecedentes perceptibles entre las de su clase. De la combinación de esas dos experiencias resulta la idea ineludible de que hay manifestaciones vivas cuyas condiciones de aparición existen fuera de la serie de ese orden, verdaderas manifestaciones potenciales susceptibles de llegar a ser actuales. Así adquirimos vagamente conciencia de una región indefinidamente extensa de fuerza o de ser, separada no sólo del proceso de manifestaciones débiles que constituyen el Yo, sino también del proceso de manifestaciones vivas que constituyen la porción del No-Yo, presente inmediatamente al Yo.

Acabarnos de indicar (si bien sumaria e imperfectamente, omitiendo objeciones y explicaciones necesarias, para encerrarnos en el poco espacio disponible) la naturaleza esencial y la justificación del dato primordial necesario a la Filosofía como punto de partida. Podríamos admitir con toda seguridad esa verdad primaria, el sentido común la afirma, cada paso de la ciencia la supone, y ningún metafísico ha podido desalojarla de la conciencia, ni un instante. Partiendo del postulado de que las manifestaciones de lo incognoscible se dividen en dos grupos que constituyen: el uno, el mundo interno, de la conciencia, del Yo; y el otro, el mundo externo, de fuera de la conciencia, del No-Yo; hubiéramos podido dejar ese postulado, como probado por todos los resultados, conformes con él, de la experiencia directa o indirecta. Pero como todo lo que sigue se funda en ese postulado, nos ha parecido conveniente exponer, aunque brevemente, sus títulos, a fin de ponerlo al abrigo de la crítica. Nos ha parecido preferible demostrar: que ese dato fundamental no es ni ilusorio, como lo afirma el idealista; ni dudoso, como dice el escéptico; ni inexplicable, como pretende el naturalista; sino que es un producto legítimo de la conciencia, al elaborar sus materiales según las leyes de su funcionamiento normal. Si, en el orden cronológico, esa distinción precede a todo razonamiento, y si se apodera de nuestro espíritu de suerte que es imposible razonar sin admitirla: el análisis nos permite, además, justificar la afirmación de su existencia, mostrando que es el producto de una clasificación basada en la acumulación de semejanzas y de diferencias. En otros términos, el razonamiento, que no es más que una ilación o cohesión de manifestaciones, fortifica con las que forma, aquéllas cuya preexistencia hace constar.

Tales son los datos de la Filosofía, la cual, como la Religión, admite ese fondo primordial que la conciencia nos revela, el principio que, como hemos visto, tiene más hondos sus cimientos; supone la validez de una operación primordial de la conciencia, sin cuya validez no hay deducción posible, nada se puede afirmar ni negar; supone además la validez de un producto primordial de la conciencia, que originado en aquella operación, es también, hasta cierto punto, su producto, puesto que de ella recibe su verificación y legitimidad. En suma, nuestros postulados son una Fuerza incognoscible, la existencia de semejanzas y diferencias cognoscibles entro las manifestaciones de esa fuerza, y por consiguiente la separación de esas manifestaciones en dos clases, una perteneciente al sujeto y la otra al objeto.

Antes de pasar al objeto esencial de la Filosofía -unificación completa del conocimiento, ya en parte unificado por la Ciencia, -es preciso tratar un asunto preliminar. Las manifestaciones de lo incognoscible, divididas en dos clases, el Yo y el No-Yo, pueden dividirse también en ciertas formas generales, cuya realidad admiten, lo mismo la Ciencia que el sentido común. Esas formas son las últimas ideas científicas que, como hemos demostrado en el capítulo correspondiente, no podemos conocer en sí mismas. Sin embargo, como nos es forzoso usar las palabras que les sirven de signos, preciso es también decir el significado que las damos.