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ArribaAbajoCapítulo IX.

Dirección del movimiento.


74. La causa absoluta de todos los fenómenos del Universo es tan incomprensible bajó el punto de vista de la unidad o de la dualidad de su acción, como todas las demás causas.

No es posible decidirse plena y racionalmente entre las dos hipótesis: una, que los fenómenos son los efectos de una causa única actuando en diversas condiciones, y otra, que son efectos del conflicto de dos fuerzas. ¿Es posible explicar todas las fuerzas particulares por una presión universal, en cuyo caso, lo que llamamos tensión resultaría de diferencias entre presiones desiguales u opuestas; o vice-versa, por una tensión universal, cuyas componentes opuestas darían por resultado lo que se llama presión; o finalmente, por la existencia simultánea de ambas fuerzas universales? Cuestiones son estas, insolubles, como todas las primarias, puesto que cada una de esas hipótesis es inconcebible, si bien sirve para explicar los hechos. Para admitir una presión universal, es preciso, evidentemente, admitir un lleno absoluto, un espacio ilimitado lleno de algo, comprimido por otro algo exterior, lo que es absurdo. Análoga objeción se puede hacer a la hipótesis de una tensión universal; y por último, si la hipótesis de la tensión y presión simultáneas es inteligible verbalmente, es más inconcebible la existencia de unidades de materia, atrayéndose y repeliéndose a la vez.

Sin embargo, es forzoso admitir esta hipótesis, pues, para nuestro espíritu, el Cuerpo material se distingue del Cuerpo geométrico o del Espacio puro, por la oposición que presenta aquél a nuestra fuerza muscular, oposición que sentimos bajo la doble forma de una cohesión que exige nuestros esfuerzos para dividirle, y de una resistencia que se opone a nuestros esfuerzos para comprimirlo. Sin resistencia, sólo puede haber una extensión vacía; sin cohesión, no puede haber resistencia. Es probable que esos conceptos antagónicos hayan nacido en el principio del antagonismo de nuestros músculos extensores y flexores. Sea lo que quiera, nos vemos obligados a concebir todos los cuerpos como compuestos de partes que se atraen y se repelen mutuamente, puesto que así nos los revela la experiencia.

Una abstracción mayor nos da el concepto de las fuerzas atractivas y repulsivas que dominan en el espacio; pues aunque no podemos separar la fuerza de la extensión ocupada, ni ésta de la fuerza, porque no tenemos conciencia inmediata de la una sin la otra, sin embargo, tenemos pruebas abundantes de que la fuerza se ejerce a través de espacios vacíos, para nuestros sentidos. Para representarnos esa acción, mentalmente, hemos tenido que suponer una especie de materia -el éter, -llenando esos espacios, vacíos aparentemente. Pero la constitución que suponemos a ese medio etéreo, como la que asignamos a la materia sólida, no es más que un resumen de las impresiones que recibimos de los cuerpos tangibles. La resistencia a la compresión o a la distensión, que manifiestan los cuerpos, se ejerce en todas direcciones, a partir de cada unidad material de las que se los supone compuestos. Sean, pues, esas unidades, átomos de materia ponderable o de éter, las propiedades de que las suponemos provistas no son otras que esas propiedades perceptibles, idealizadas. Centros de fuerza, atrayéndose y repeliéndose mutuamente en todas direcciones, no son sino partes imperceptibles de materia, provistas de las propiedades comunes o inseparables de las partes perceptibles. Esas propiedades son el volumen, la forma, la calidad, etc., de las cuales nos serviremos aún para interpretar las manifestaciones de fuerza que el tacto no puede apreciar, siquiera sean términos ideales o abstractos de nuestras sensaciones táctiles. Verdad es que no tenemos otros términos de que servirnos.

Según lo que precede, inútil es decir que esas fuerzas, universalmente coexistentes, de atracción y de repulsión, no deben ser consideradas como realidades, sino como símbolos, por cuyo medio representamos la realidad; son las formas, bajo las cuales se nos revelan las operaciones de lo Incognoscible, los modos de lo Incondicionado, en cuanto están presentes a las condiciones de nuestro espíritu. Pero sí sabemos que las ideas así producidas en nosotros no tienen una verdad absoluta, podemos confiar en ellas como verdades relativas, y sacar una serie de deducciones de una verdad relativa de igual valor.

75. De la coexistencia universal de las fuerzas de atracción y repulsión, resultan ciertas leyes de dirección de todos los movimientos. Cuando sólo hay fuerzas atractivas, o cuando son las únicas apreciables, el movimiento se verifica en el sentido de su resultante, que puede llamarse la línea de máxima atracción. Cuando sólo hay o son apreciables fuerzas repulsivas, el movimiento se verifica en el sentido de la que se llama línea de mínima resistencia. Cuando ambos órdenes de fuerzas son apreciables, el movimiento se efectúa en el sentido de la resultante de todas las tracciones y de todas las resistencias;.y este caso, como ya sabemos, es el único efectivo, puesto que siempre están actuando unas y otras fuerzas. Pero sucede muchas veces que una de las fuerzas presenta un exceso tal de intensidad, que los efectos de la otra pueden ser despreciados. Así, podemos decir, que un cuerpo cae hacia la Tierra, por la línea de máxima tracción, aunque la resistencia del aire desvía algo de aquella línea a los cuerpos ligeros (plumas, etc.).

Análogamente, aunque la dirección del vapor de una caldera que estalla, difiera algo de la que sería si la gravitación no existiese, como esta fuerza puede considerarse infinitesimal, en ese caso, podemos afirmar que el vapor se escapa según la línea de mínima resistencia. Podemos pues, decir, que el movimiento sigue siempre la línea de máxima tracción, o la de mínima resistencia, o la resultante de ambas fuerzas, caso único y rigorosamente verdadero, aunque los otros sean aceptables, muchas veces, en la práctica.

El movimiento efectuado en una dirección es, a su vez, causa de otro movimiento en esa misma dirección, puesto que éste no es sino la manifestación de un sobrante de fuerza en esa dirección. Lo propio sucede en el transporte de la materia a través del Espacio, en el transporte de la materia a través de la materia, y en el transporte de las vibraciones a través de la materia. Cuando se mueve la materia a través del Espacio, ese principio se traduce en la ley de inercia, fundamento general de todos los cálculos astronómicos. Cuando se mueve la materia a través de la materia, volvemos a hallar el mismo principio; como lo comprueba la experiencia diaria de las roturas o penetraciones de unos sólidos por otros, los canales formados por los fluidos a través de los sólidos, en cuyas direcciones se verifican, a igualdad de las demás circunstancias, todos los movimientos subsiguientes de la misma naturaleza. Por último, cuando algunos movimientos atraviesan la materia, bajo, la forma de una impulsión comunicada de parte a parte, el establecimiento de ondulaciones en determinado sentido, favorece su continuación en el mismo, como lo comprueban, por ejemplo, los fenómenos magnéticos.

Otra consecuencia de esas condiciones primordiales, es que la dirección del movimiento no puede ser, sino rarísima vez, rectilínea; pues para que lo fuera, sería preciso que las fuerzas atractivas y repulsivas estuviesen dispuestas simétricamente alrededor de la dirección inicial, y hay infinitas probabilidades para que eso no suceda. Así, es imposible hacer una arista perfectamente recta de cualquier materia que sea; todo lo que se puede hacer, recurriendo a los procedimientos mecánicos más delicados, es reducir las irregularidades de la arista a una pequeñez tal, que no puedan ser vistas sino con instrumentos amplificadores. Este ejemplo basta para demostrar lo afirmado en la cláusula anterior.

Debemos añadir que la curva descrita por un cuerpo en movimiento, es necesariamente más o menos compleja, en razón del número y variedad de las fuerzas que actúan sobre él; ejemplo, el contraste entre el vuelo de una flecha y las vueltas y revueltas que da un palo arrastrado por unas aguas agitadas.

Para dar un paso más en la unificación del conocimiento, tenemos que seguir esas leyes generales a través de los varios órdenes de cambios que presenta el Cosmos; tenemos que comprobar, cómo cada movimiento se efectúa siempre, o según la línea de máxima tracción, o según la de mínima resistencia, o según la resultante de ambas; cómo un movimiento iniciado en cierto sentido, determina otros movimientos en esa misma dirección; cómo, sin embargo, la influencia de fuerzas exteriores hace desviar esa dirección, creciendo el grado de la desviación siempre que una nueva influencia se añade a las ya existentes.

76. Si admitimos, como carácter del primer periodo de condensación de las nebulosas, que la materia densa, antes difusa, se precipitó en copos (hipótesis que legitiman los conocimientos físicos, y que concuerdan con algunas observaciones astronómicas), el movimiento que se verificó entonces en las nebulosas puede explicarse como una consecuencia de las leyes generales que hemos señalado. Todas las partes de esa materia gaseiforme debieron moverse hacia su centro común de gravedad. Las fuerzas atractivas, que por si solas hubieran hecho verificarse rectilíneamente ese movimiento hacia el centro de gravedad, encuentran las fuerzas resistentes del medio, a cuyo través se verifica aquella atracción; el movimiento debe, pues, seguir la resultante de esas fuerzas antagonistas, que, según la forma asimétrica del copo, debe ser una línea dirigida, no hacia el centro de gravedad, sino hacia un lado; y se demuestra fácilmente que en un grupo de copos cada uno de los cuales se mueva separadamente, la composición de fuerzas debe producir, en definitiva, una rotación de toda la nebulosa en una dirección determinada.

Sólo hornos recordado esa hipótesis, para mostrar que la ley se aplica a ese caso. Supongamos, ahora, la nebulosa transformada, y estudiemos los fenómenos actuales de nuestro sistema solar. En él se ven continuamente ejemplos de los principios generales antes expuestos. Cada planeta, cada satélite, tiene un momento que, si actuase solo, le llevaría en la dirección en que se mueve en aquel instante; momento que, según eso, obra como una fuerza resistente al movimiento en otra dirección. Además, dichos cuerpos están solicitados por fuerzas que, si actuasen solas -una sobre cada astro, -los dirigirían en sentido inverso de su dirección primitiva. La resultante de esas dos fuerzas es la línea que el astro describe, resultado de la distribución asimétrica de las fuerzas alrededor de su trayectoria. Estudiando ésta más detenidamente, hallamos nuevas comprobaciones. En efecto, no es rigorosamente una elipse (lo que sería, si no actuasen más fuerzas que la tangencial y la centrípeta), porque las atracciones de los astros más próximos del sistema, causan lo que se llama perturbaciones; es decir, pequeñas desviaciones en cada uno de los elementos de la elipse tipo que producirían las dos fuerzas principales. Esas perturbaciones nos muestran cómo la línea del movimiento se hace más complicada, a medida que se multiplican las fuerzas. Si examinamos los movimientos de las partes de esos astros, los hallamos más complejos aún. Cada partícula terrestre describe una trayectoria, resultado de una multitud de fuerzas, a saber: la resistencia que la impide aproximarse al centro, las fuerzas tangencial y centrípeta del movimiento de rotación, y las del de traslación terrestre, etc.; y si se trata de aguas, hay que añadir las atracciones solar y lunar, causas de las marcas, o las fuerzas que hacen correr los ríos, arroyos, etc.

77. Consideremos, ahora, los cambios terrestres, tanto los presentes, como los pasados, inducidos por los geólogos. Comenzaremos por los cambios que sobrevienen continuamente en la atmósfera terrestre; pasaremos luego a los más lentos de la superficie, y, por último, a los que se verifican, mucho más lentamente aún, en el interior.

Las masas de aire inferiores, o en contacto con la Tierra, absorbiendo parte del calor recibido del Sol por aquélla, se dilatan, y en consecuencia se elevan, según la línea de menor presión o resistencia, viniendo en seguida a reemplazarlas las masas de aire adyacentes, que hallan la resistencia lateral disminuida. A consecuencia de la ascensión de las masas de aire calentadas por las vastas llanuras de la zona tórrida, se produce en la parte superior de la atmósfera una protuberancia que supera el límite del equilibrio; y el aire que la forma se desborda, por tanto, hacia los polos, lateralmente, porque en este sentido disminuye la resistencia, al paso que la atracción terrestre permanece próximamente constante. En cada corriente del mismo origen, como en cada contracorriente que reemplaza el vacío dejado por la primera, la dirección es siempre la resultante de la fuerza atractiva terrestre y de la resistencia opuesta por las masas del aire ambiente, modificada sólo por el choque con otras corrientes y con las prominencias de la superficie terrestre, y por la rotación terrestre de que participa la atmósfera. Los movimientos del agua en sus dos estados, líquido y gaseoso, suministran otros ejemplos. Se puede demostrar, según la teoría mecánica del calor, que la evaporación es la fuga de las moléculas del líquido en el sentido de la mínima resistencia, y que a medida quela resistencia disminuye la evaporación aumenta. Recíprocamente, la precipitación de moléculas llamada condensación, que se verifica cuando una parte del vapor atmosférico se enfría lo suficiente, puede interpretarse como una disminución de la tensión mutua de las moléculas que se condensan, mientras que la presión de las moléculas ambientes permanece la misma. El movimiento se hace, pues, en el sentido de la menor resistencia. En la caída de las gotas de lluvia, que resultan de esa condensación, vemos un ejemplo, de los más sencillos, del efecto combinado de las dos fuerzas antagonistas. La atracción terrestre y la resistencia de las corrientes atmosféricas, que varían a cada instante en dirección o intensidad, dan por resultados líneas inclinadas sobre el horizonte según todos los grados, y que sufren perpetuas variaciones. Esas mismas gotas de lluvia suministran un ejemplo más evidente aún de la ley, después que llegan a la tierra; corriendo por su superficie en arroyos y ríos, cuyo curso sigue siempre una línea tan recta como lo permiten los obstáculos que halla el agua en la materia sólida sobre que corre y en la circunvecina; siendo siempre la dirección seguida la resultante de las líneas de máxima atracción terrestre y de mínima resistencia de los obstáculos. Las cascadas, lejos de presentar una excepción a la ley, como parece a primera vista, son otra confirmación de aquélla. En efecto, aun cuando, en ese caso, estén separados todos los obstáculos sólidos que se pudieran oponer a la caida vertical, queda uno, sin embargo, el momento horizontal que, combinado con la gravedad, engendra la parábola, según la cual se verifica la caida. No olvidemos la complicación que produce en las trayectorias de los fluidos terráqueos la multitud y variedad de las fuerzas que entran en juego. Las corrientes atmosféricas, y más evidentemente el curso de las aguas, inclusas las del Océano, siguen indudablemente líneas alabeadas, de ecuaciones variables con el tiempo.

Los cambios de la costra sólida terrestre son otro grupo de ejemplos sujetos a la ley. Desde luego, el acarreo de tierras y el depósito de las transportadas para formar nuevas capas, en el fondo de los lagos y los mares, se verifican evidentemente del mismo modo que el movimiento de las aguas que las acarrean. Además, aunque nada pruebe inductivamente que las fuerzas ígneas actúan según las líneas de mínima resistencia, lo poco que sabemos de ellas y, de sus efectos confirma la creencia de que obedecen también a la ley. Los terremotos se reproducen próximamente en lag mismas localidades, y hay grandes comarcas que experimentan, durante largos períodos, elevaciones y depresiones lentas de nivel. Eso implica que las partes de la corteza terrestre, una vez rotas o dobladas, están más dispuestas a ceder a nuevas presiones interiores, o a nuevas contracciones. La distribución de los volcanes en ciertas direcciones, y la repetición de las erupciones por las mismas aberturas, tienen la misma significación.

78. Sir James Hinton ha demostrado en The Medico-Chirurgical Review de Octubre 1858, que el crecimiento de los seres organizados se verifica siempre en el sentido de la mínima resistencia. Después de haber descrito detalladamente algunas de las primeras observaciones que han conducido a esa generalización, la formula así:

« La forma orgánica es resultado del movimiento. Este sigue siempre la dirección de la mínima resistencia. De consiguiente, la forma orgánica es resultado del movimiento en la dirección de la mínima resistencia.»

Después de haber explicado y defendido su proposición, Hinton se sirve de ella para explicar diversos fenómenos del desarrollo orgánico. Así, hablando de las plantas, dice: « La formación de la raíz es un bonito ejemplo de la ley de la menor resistencia; en efecto, la raíz crece, introduciéndose, célula por célula, en los intersticios del suelo; y crece por adiciones tan tenues, que remueve o rodea todos los obstáculos que encuentra, y se dirige hacia donde puede absorber mejor los materiales nutritivos. Cuando miramos las raíces de un árbol vigoroso, nos parece que las ha hecho penetrar con gigántea fuerza en la tierra. Nada de eso; han penetrado lenta y dulcísimamente, célula tras célula, a medida que la humedad descendía y que la tierra estaba menos dura y las abría paso. Sin duda, una vez formadas, se extienden con una fuerza enorme; mas su naturaleza esponjosa nos veda creer que penetren en la tierra a viva fuerza. Lo que sí es probable que algunas de las nuevas raicillas se alojen en las grietas formadas en el terreno por las partes ya duras y voluminosas.

«En casi todo el reino orgánico se dibuja más o menos aparentemente la forma espiral. Ahora bien; el movimiento que sufre alguna resistencia sigue siempre esa dirección, como se ve en el movimiento de un cuerpo que sube o baja en el agua. La forma espiral que domina en los seres organizados parece, pues, una presunción más en pro de la ley que tratamos de probar. La forma espiral de las ramas de un gran número de árboles es muy aparente, y basta recordar que, las hojas se colocan casi siempre en espiral alrededor de la rama. El corazón comienza por una espira, y en su forma perfecta se nota una espiral bien manifiesta, en el ventrículo izquierdo, el derecho, la aurícula izquierda y la derecha. ¿Qué es la espira en que aparece el corazón primeramente, sino el resultado necesario del alargamiento, limitado forzosamente, de la masa celular de que se compone entonces?

«Todo el mundo ha notado el rizado particular de las hojas del helecho común, las cuales parecen arrolladas sobre sí mismas, no siendo, sin embargo, tal forma sino un resultado del crecimiento sujeto también a límites.

«El arrollamiento o imbricación de los pétalos en muchas flores es un fenómeno análogo; al principio se los ve unos al lado de otros, pero luego, creciendo en el capullo, se arrollan unos sobre otros.

«Si se abre, en una época suficientemente lejana de la floración, el botón o capullo de una flor, los estambres parecen moldeados en la cavidad comprendida entre los pistilos y la corola, cavidad que las anteras llenan totalmente; los filamentos se forman después. Nótase también que en ciertos casos en que las flores o los pétalos son imbricados o arrollados, el pistilo está modelado como si creciese entre los pétalos. En otras flores cuyos pétalos se colocan en el capullo en forma de cúpula (como en el oxiacanto), el pistilo está aplastado en su vértice y ocupa en el botón un espacio exactamente limitado por los estambres, inferiormente, y los pétalos, lateral y superiormente. Sin embargo, no puede asegurarse que esa forma exista en todos los vasos.»

Sin dar a todos los ejemplos que pone Hinton todo el valor que él les da, puesto que a muchos de ellos puede ponérseles serias objeciones, puede, sin embargo, aceptarse su conclusión como verdadera en su mayor parte. Con todo, es digno de ser notado que en el crecimiento de los organismos, como en todos los demás casos, la línea del movimiento es rigorosamente la resultante de las fuerzas de tracción y de resistencia, y que las fuerzas atractivas entran en una escala tan considerable que la fórmula no es completa si no las tiene en cuenta. Así, la dirección de una rama no es la que hubiera sido sin la acción atractiva de la Tierra; cada flor, cada hoja está un poco cambiada en el curso de su desarrollo por el peso de sus partículas. En los animales son menos visibles los efectos de la gravedad; ésta, sin embargo, ejerce manifiestamente su acción, desviando de su dirección a algunos órganos flexibles; lo cual nos da derecho para decir que en todo el reino orgánico, las formas son modificadas por la fuerza de gravedad.

Pero no sólo hay que considerar los movimientos orgánicos que dan por resultado el crecimiento, sí que también los que constituyen las diversas funciones, los cuales obedecen a las mismas leyes generales. Los vasos en que corren la sangre la linfa, la bilis, etc., son conductos en que la resistencia es mínima; el hecho es tan evidente, que casi no se debe ni mentarle; pero hay otro no tan evidente, y es la influencia de la atracción terrestre que sufren las corrientes de los líquidos contenidos en dichos vasos. Son tres ejemplos de esa influencia: las venas varicosas, el alivio de las partes inflamadas cuando se las sostiene, y la congestión de la cabeza, visible inmediatamente en la cara, cuando nos ponemos cabeza abajo. La infiltración o edema de las piernas crece por el día y disminuye por la noche, mientras que, al contrario, la hinchazón de los párpados, síntoma común en la debilidad, aumenta en el lecho y disminuye estando levantados; estos dos ejemplos prueban que la exhalación del líquido por las paredes de los capilares varía, cuando un cambio de posición cambia el efecto de la gravedad sobre las diversas partes del cuerpo.

Bueno será indicar, de paso, el alcance del principio en cuestión en el desarrollo de las especies. Bajo el punto de vista dinámico la selección natural implica cambios en el sentido de las líneas de menor resistencia. La multiplicación de una especie de planta o de animal, en las localidades que le son favorables, es un crecimiento en el punto en que las fuerzas antagonistas son menores que en otra parte. La conservación de las variedades que prevalecen mejor que sus compañeras, en la lucha con las condiciones ambientes, es la continuación del movimiento vital en las direcciones en que los obstáculos son más fácilmente eludibles o superables.

79. No es tan fácil probar que la ley general de la dirección del movimiento rige también los fenómenos del espíritu. Desde luego, en la mayor parte de esos fenómenos -los de sentimiento e inteligencia- no hay movimiento apreciable; y aun en los de sensación y de voluntad, que nos muestran en una parte del cuerpo un efecto originado por una fuerza aplicada a otra parte, el movimiento intermedio se infiero más bien que se ve. Las dificultades son tales que no podemos sino indicar brevemente las pruebas que se podrían dar si el espacio lo permitiera.

Supongamos, primeramente, en equilibrio las diversas fuerzas que reinan en un organismo; si en una parte de él se añade o desarrolla alguna nueva fuerza, allí, y en el sentido de esa fuerza principiará un movimiento, puesto que en ese sentido será máxima la presión o mínima la resistencia; si al mismo tiempo hay en otra parte del mismo ser orgánico un gasto o disminución de fuerza, el movimiento que se verificará entre esos dos puntos, será indudablemente según la ley consabida.

Ahora bien: una sensación implica el aumento o desarrollo de una fuerza, en el punto impresionado del organismo, y un movimiento supone un gasto, una pérdida de fuerza en el órgano movido total o parcialmente. Resulta, pues, que, si como se comprueba continuamente, el movimiento se propaga desde las partes del organismo en que el mundo exterior añade fuerzas, bajo la forma de impresiones nerviosas, a las partes que reaccionan sobre el mundo exterior por contracciones musculares, no hace sino obedecer a la ley tantas veces enunciada. De esta conclusión general podemos pasar a otra más especial, a saber: cuando hay en la vida animal algo que implica que una sensación, en determinada parte, va comúnmente seguida de una contracción en otra; si se establece entre esas dos partes un movimiento repetido frecuentemente, ¿cuál debe ser el resultado, en cuanto a la línea en cuya dirección se verifican esos movimientos? El restablecimiento del equilibrio entre los puntos en que las fuerzas han crecido o disminuido debe hacerse por alguna vía; si esta vía es afectada por la descarga; si la acción obstructora de los tejidos atravesados produce una reacción sobre ellos, a expensas de su poder obstructor, un nuevo movimiento entre los dos puntos hallará menos resistencia en esa misma vía, que la hallada por el primero, y por consiguiente la seguirá mucho más fácilmente. Del mismo modo, cada repetición disminuirá, para el porvenir, la resistencia opuesta en esa vía, y, por consecuencia, se formará, entre los dos puntos, una línea permanente de comunicación. Siempre, pues, que entre una impresión particular y un movimiento que la sigue, se establece la conexión, que se ha llamado acción refleja, ésta se explica fácilmente por la ley de que el movimiento sigue la línea de mínima resistencia, y de que, permaneciendo constantes las condiciones, la resistencia en una dirección disminuye por un movimiento anterior en esa dirección. Sin más detalles, se verá manifiestamente que se puede dar una interpretación semejante de todos los cambios nerviosos sucesivos o consecutivos. Si en el mundo exterior hay objetos, atributos, acciones, que comúnmente se presentan juntos, los efectos que producirán en el organismo se unirán por las repeticiones que constituyen la experiencia, y serán producidos también juntos. La fuerza de conexión entre estados nerviosos, que corresponda a una conexión exterior entre los fenómenos, será proporcional a la frecuencia con que esa conexión exterior se reproduzca en la experiencia (para el mismo individuo). Así se formarán entre los estados nerviosos todos los grados de cohesión, como hay todos los grados de frecuencia entre los fenómenos coexistentes y sucesivos, que como tales originan dichos estados nerviosos; debe, pues, resultar una correspondencia general entro las ideas asociadas y las acciones asociadas que se verifican en el exterior.

Del mismo modo se puede interpretar la relación que une entre sí las emociones y las acciones. Veamos primeramente lo que sucede a las emociones involuntarias. Éstas, como los sentimientos en general, producen cambios orgánicos, y sobre todo contracciones musculares, resultando, como ya indicamos en el último capítulo, movimientos, ora voluntarios, ora involuntarios, cuya intensidad varía en razón directa de la fuerza de las emociones. Fáltanos indicar que el orden en que son afectadas los músculos no es explicable sino por la ley general de la dirección del movimiento. Así, un estado psíquico agradable o penoso, pero de poca intensidad, apenas hace más que aumentar los latidos del sistema circulatorio; ¿por qué? Porque siendo común a casi todos los géneros y especies de sentimientos la relación entre la excitación nerviosa y la contracción vascular, es repetida más frecuentemente que las otras relaciones, y por tanto presenta menos resistencia a la descarga nerviosa esa dirección que otra alguna, bastando una fuerza muy débil para producir movimiento en ese sistema orgánico. Un sentimiento más fuerte o una pasión más viva afecta, no sólo al corazón, si que también a los músculos de la cara, y especialmente a los que rodean la boca, en lo cual sigue manifiesto el cumplimiento de la ley, porque esos músculos, en continuo movimiento para la palabra, presentan menos resistencia que otros músculos voluntarios a la fuerza neuro-motriz. Una emoción aún más fuerte excita de una manera visible los músenlos de la respiración y de la voz. En fin, una emoción o una pasión violentísima produce contracciones violentas en casi todos los músculos. No es esto decir que tal interpretación se aplique a todos los detalles de los varios fenómenos psíquico-orgánicos (serían necesarios, para saberlo, datos imposibles de ser obtenidos); pero sí puede asegurarse: que si se colocase a los músculos por orden de excitabilidad estarían primero los más débiles y más frecuentemente en acción, y después los más fuertes y menos frecuentes en sus acciones. La risa, descarga espontánea de sentimientos, que afecta primero los músculos dispuestos alrededor de la boca, luego los del aparato vocal y respiratorio, y por último los de los miembros y los de la columna vertebral5, basta para probar que cuando una fuerza nacida en los centros nerviosos no tiene va abierta una ruta especial, produce un movimiento por las vías que la ofrecen menos resistencia, y si es demasiado intensa para que la basten esas vías, produce movimientos en las otras, que gradualmente la van presentando más y más resistencia.

Probablemente se juzgará imposible extender la ley a las voliciones. Sin embargo, no faltan testimonios de que a ella se conforma el paso de los deseos a los actos musculares correlativos. Es fácil probar que los antecedentes mentales de un movimiento voluntario son tales que la línea según la cual se verifica ese movimiento es, temporalmente al menos, la línea de mínima resistencia. En efecto, un pensamiento sugerido, como es necesario, por un pensamiento anterior y ligado a él por asociaciones que determinan la transición, es una representación del movimiento deseado y de sus consecuencias. Pero representarse algunos de nuestros propios movimientos es, en parte recordar las sensaciones que los acompañan, inclusa la de tensión muscular, en parte excitar los nervios motores convenientes y todos los demás que terminan en los órganos puestos en juego. Esto quiere decir que la volición es una descarga inicial a lo largo de una línea que, por efecto de fenómenos anteriores, ha venido a ser la línea de menor resistencia. El paso de la volición a la acción no es sino el complemento de la descarga.

Antes de seguir, notaremos un corolario de ese hecho, a saber: que la serie particular de movimientos musculares, por los cuales se alcanza el objeto de un deseo, se compone de movimientos que implican la menor suma posible de resistencias que vencer. Como cada sentimiento engendra un movimiento en el sentido de la mínima resistencia, es claro que un grupo de sentimientos que constituya un deseo más o menos complejo, engendrará un movimiento sobre una serie de líneas de mínima resistencia. Es decir, que el fin deseado será obtenido por la suma mínima de esfuerzos. Si se objeta que por falta de conocimientos o de destreza, un hombre sigue, a veces, la más difícil de dos vías, y tiene, por consiguiente, que vencer una suma de fuerzas antagonistas mayor que la necesaria, responderemos que, relativamente a su estado mental, la vía que sigue es la que cree más fácil; hay otra, sin duda, que lo es más, bajo el punto de vista abstracto, pero su ignorancia de tal vía, o su incapacidad de tomarla es tal, bajo el punto de vista físico, que impide insuperablemente la descarga de sus fuerzas en esa dirección. La experiencia adquirida o la que otros le han comunicado, no ha creado en él aún las vías de comunicación nerviosa necesarias para que esa dirección, mejor para él, sea la dirección verdadera de la menor resistencia.

80. Puesto que en todos los animales, incluso el hombre, el movimiento sigue las líneas de mínima resistencia, lo mismo sucederá en las agrupaciones cualesquiera de hombres; pues dependiendo los cambios de las sociedades, de las acciones combinadas de sus miembros, el curso de esos cambios será determinado por las mismas leyes que rigen todos los cambios que se verifican por composición de fuerzas.

Así, cuando se considera la sociedad como un organismo y se observa la dirección de su crecimiento, se halla que es aquélla en que la resultante de las fuerzas opuestas es mínima. En efecto, los individuos o unidades sociales tienen fuerzas disponibles para mantenerse y reproducirse; esas fuerzas encuentran otras antagonistas, a saber: unas geológicas o climatológicas, otras de animales feroces, o de otros hombres enemigos o competidores. Las superficies sobre las que esa sociedad se reparte son aquéllas en que la suma de fuerzas antagonistas es más débil. Para reducir la cuestión a sus términos más sencillos, podemos decir que las unidades sociales tienen que consagrar sus fuerzas, combinadas o aisladas, a preservarse, ellas y sus descendientes, de las fuerzas inorgánicas y orgánicas que tienden continuamente a destruirlas (sea indirectamente por oxidación o destrucción anormal de calor, sea directamente por una mutilación del cuerpo); que esas fuerzas pueden ser, ya neutralizadas por otras, en forma de alimentos, vestidos, habitaciones, instrumentos de defensa, etc., ya eludidas en lo posible; en fin, que la población se extiende en todas las direcciones en que encuentra, o los medios de evitar dichas fuerzas antagonistas más fácilmente, de emplear menos trabajo en adquirir los materiales para los medios de resistencia, o bien las dos ventajas simultáneamente. Por estas razones, los valles fértiles, en que abundan el agua y los productos vegetales, han sido los habitados desde luego por los primeros pueblos; así como las orillas del mar, que les ofrecía, en gran abundancia, un alimento fácil de ser cogido. Un hecho general que tiene la misma significación es que, en cuanto podemos juzgar por las trazas que han dejado, las grandes sociedades se desarrollaron primero, en las regiones intertropicales en que los frutos terrestres se producen más fácilmente, y donde, también, cuesta menos trabajo sostener o conservar el calor animal. Puede añadirse a esos hechos otro que está pasando continuamente a nuestra vista: la emigración, que vemos se dirige constantemente hacia los sitios que ofrecen menos obstáculos a la conservación de los individuos, y de consiguiente al desarrollo de las naciones. Lo propio sucede en la resistencia que oponen a los movimientos de una sociedad, las sociedades vecinas. Cada tribu o nación que habita una comarca, crece en población hasta que sobrepuja a sus medios de subsistencia; hay en ella una fuerza continua de expansión, hacia las comarcas vecinas, que encuentra, naturalmente, la resistencia de las tribus o naciones que las ocupan. Las guerras incesantes que de ahí resultan, las conquistas sobre las tribus o naciones más débiles, la devastación del territorio por los vencedores, son movimientos sociales que se verifican en las direcciones de mínima resistencia. Los pueblos conquistados, cuando escapan al exterminio o a la esclavitud, no dejan de presentar también movimientos del mismo origen. En efecto, emigrando hacia las regiones menos fértiles, buscando un refugio en los desiertos y en las montañas, dirigiéndose a regiones cuya resistencia al desarrollo social es relativamente fuerte, no hacen más que obedecer, a una presión que los rechaza de sus habitaciones primeras, y que es mayor que la resistencia que les ofrecen los obstáculos físicos de la nueva comarca, a la conservación y desarrollo sucesivos.

También se puede interpretar del mismo modo los movimientos internos de una sociedad. Las localidades naturalmente propias para producir ciertos géneros, naturales o artificiales, es decir, donde esos géneros se obtienen con menos trabajo, o el deseo de procurárselos ofrece menos resistencia, llegan a ser los centros especialmente consagrados a producirlos. Así, en un país en que el suelo y el clima concurren para hacer del trigo un producto remunerador, es decir, que restituye la suma de fuerzas, de todas clases, empleadas en su cultivo, con una suma mayor, relativamente, de sustancia nutritiva, el cultivo del trigo llega a ser el trabajo dominante. Al contrario, en los países en que no se puede obtener trigo directa y económicamente, la avena, el centeno, el maíz, el arroz, las patatas, son los principales productos agrícolas. En las orillas del mar, la alimentación más fácil es el pescado; así sus habitantes son, la mayoría, pescadores. En los países ricos en carbones y en metales, la población es minera, en su mayoría, porque el trabajo empleado en la extracción del mineral representa mayor suma de alimentos y de vestidos, que si lo empleasen de otro modo. Este ejemplo nos conduce a tratar del comercio, nueva prueba de la generalidad de la ley en cuestión. En efecto, el comercio empieza desde el momento en que se facilita al hombre conseguir sus deseos, disminuyendo los esfuerzos que habría de efectuar para esa consecución. Cuando en vez de hacer cada familia para sí la recolección de sus granos, el tejido y confección de sus vestidos, etc., se dedicaron unos a labradores, otros a tejedores, sastres, zapateros, etc., fue porque conocieron que era mucho más penoso hacer cada uno todo lo que necesitaba, que hacer una gran cantidad de una sola cosa, y quedándose con lo necesario, cambiar el resto. Aun en eso, el decidirse cada hombre a obtener tal o cual producto, fue, y lo es todavía hoy, obedeciendo a la misma ley. En efecto, a más de las condiciones locales que determinan a secciones enteras de una sociedad a dedicarse a los trabajos que les son más fáciles, hay también aptitudes y condiciones individuales que hacen a cada uno preferir determinada ocupación; de suerte que, escogiendo las formas de actividad impuestas por las circunstancias que les rodean y por las propias facultades, las unidades sociales se mueven, cada una hacia los objetos deseados, según las direcciones que presentan menos obstáculos. Los transportes que implica el comercio siguen la misma ley. Así, mientras que las fuerzas que es necesario vencer para procurarse los objetos necesarios a la vida, en la región en que han de ser consumidos, son menores que las fuerzas análogas para hacerlos venir de otras regiones, no hay comercio exterior; pero cuando las regiones próximas los producen con una economía, que no es destruida aún por los gastos de transporte; cuando la distancia es tan pequeña y el camino tan fácil, que el trabajo del transporte, sumado con el de la producción, da una suma menor que el trabajo de producción en el país del consumo, el transporte se establece. Nótase también que las vías para las comunicaciones comerciales se abren en el sentido de la menor resistencia. Al principio, cuando las mercancías eran transportadas a lomo, se escogían los senderos que tuvieran la triple ventaja de ser más cortos, con menos cuestas y con menos obstáculos; es decir, los que podían recorrerse con menos fuerza. Después, al tener que subir cuestas, se procuraba que no se desviasen de la horizontal, sino lo estrictamente preciso para evitar las desviaciones verticales que hubieran exigido mayor tracción. Siempre es la menor suma de obstáculos lo que determina la ruta, aun en los casos que parecen excepcionales, como cuando se da un rodeo por evitar la oposición de un propietario territorial. Todos los perfeccionamientos aplicados sucesivamente a la construcción de vías de comunicación, hasta las carreteras, canales y ferrocarriles, que reducen al mínimum las fuerzas resistentes, gravedad y rozamiento, suministran ejemplos que confirman el principio general en cuestión.

Si se puede escoger ruta entre dos puntos, la escogida es, generalmente, la que cuesta menos, sirviendo en ese caso el precio, de medida a la resistencia. Cuando, teniendo en cuenta el tiempo, se escoge la vía más costosa, es que la pérdida de tiempo implica una pérdida de fuerza. Cuando la división del trabajo se ha llevado aún más lejos, y los medios de comunicación se han hecho más fáciles, se localizan las industrias; y por consiguiente el incremento de la población dedicada a cada industria se puede explicar por el mismo principio general. La afluencia de los inmigrantes en cada centro industrial y la multiplicación de las familias correspondientes, son determinadas por el precio del trabajo; es decir, por la cantidad de mercancías que puede producir una fuerza dada. Decir que los obreros se aglomeran en los sitios, en que por consecuencia de las facilidades de producción, puede darse bajo la forma de salario una cantidad proporcionalmente mayor de producto, es decir que se aglomeran en los sitios en que hay menos obstáculos al sostén de su persona y de su familia. Por consecuencia, el incremento rápido del número de artesanos en esos lugares, es un incremento social en los puntos en que las fuerzas antagonistas son menores.

La aplicación de la ley es también evidente en las transacciones diarias; por ejemplo, el empleo de los capitales en los negocios que dan más rédito, el comprar lo más barato y vender lo más caro posible, la introducción de modos de fabricación más económicos, el desarrollo de los mejores medios de distribución, y todas esas variaciones comerciales que los periódicos traen diariamente y los telegramas hora por hora, son otros tantos movimientos verificados en las direcciones de menores resistencias. En efecto, si analizamos cada uno de esos cambios, si en lugar de los intereses del capital consideramos el exceso de los productos al gasto de la fabricación, si interpretarnos un gran interés o un gran exceso de esa clase por un trabajo bien remunerado, si un trabajo bien remunerado quiere decir una acción muscular dirigida de modo que tropiece con los menos obstáculos posibles; reconoceremos que todos esos fenómenos comerciales no son sino movimientos complicados que se efectúan según las líneas de mínima resistencia.

Se harán, quizá, dos clases de objeciones a esta aplicación sociológica de la ley. Unos dirán que la palabra fuerza, sólo tiene aquí un sentido metafórico, que al decir que los hombres son impulsados por sus deseos, en ciertas direcciones, se emplea un lenguaje figurado, no se expresa de modo alguno un hecho físico. A eso puede responderse que las operaciones mencionadas en los ejemplos precedentes, son hechos físicos, si se les interpreta recta y literalmente. La presión del hambre es una fuerza física, una sensación, que implica cierto estado de tensión nerviosa, y la acción muscular que esa sensación provoca es una descarga de la sensación bajo la forma de movimiento corporal; en fin, si se analiza los hechos mentales que comprende, se verá que esa descarga sigue las líneas de menor resistencia. Por consiguiente, es preciso entender en sentido literal y no en sentido metafórico, los movimientos sociales producidos por tales o cuales deseos. Puede también hacerse una objeción en sentido contrario, diciendo que todos esos ejemplos son inútiles, porque desde el momento en que se ha reconocido la ley general de la dirección del movimiento, resulta necesariamente que los movimientos sociales deben conformarse a ella como todos los demás; pero puede replicarse que afirmando meramente, en abstracto, la conformidad de los movimientos sociales a dicha ley general, no se lleva la convicción a la mayoría de los entendimientos, para lo cual es necesario mostrar el cómo de esa conformidad; pues, para que los fenómenos sociales puedan unificarse con los de especies más sencillas, formando un mismo sistema, es preciso que las generalizaciones de la Economía política sean reducidas a proposiciones equivalentes, expresadas en función de fuerza y de movimiento.

Los movimientos sociales se conforman también a las dos leyes derivadas o secundarias, antes citadas. En primer lugar, es evidente que, una vez comenzados en ciertas direcciones, esos movimientos, como todos los demás, tienden a persistir en esas mismas direcciones. Una locura o un pánico comercial, una producción de mercancías, una costumbre, una agitación política, continúan su curso mucho tiempo después que cesó la fuerza inicial productora, hasta que hallan fuerzas antagonistas que las detienen. En segundo lugar, los movimientos sociales son tanto más tortuosos, cuanto más complejas las fuerzas productoras y sus antagónicas. Las numerosas y complicadas contracciones musculares que efectúa un pobre jornalero, para ganar un pan, prueban cuán tortuosa es la dirección del movimiento, cuando son muy numerosas las fuerzas en acción; lo mismo que se observa en la elección para diputado, de un hombre enriquecido hacia el fin de su vida.

81. Inquiramos ahora cuál es la prueba plena, la razón última del principio general expuesto en este capítulo, como lo hicimos en el capítulo anterior, respecto al principio en él tratado. ¿Debemos admitirle simplemente como una generalización inductiva, o podemos formularle como corolario de un principio aún más fundamental? Puede, en efecto, deducirse del dato de conciencia que sirve de fundamento a todas las ciencias.

Supongamos varias fuerzas actuando sobre un mismo cuerpo en diversos sentidos. En virtud del principio de la composición de fuerzas, se puede sustituir todo el sistema de fuerzas en cuestión por una sola, o a lo menos por dos de igual intensidad y de sentidos opuestos. En el primer caso habrá movimiento en el sentido de esa fuerza única, pues si no, habría una fuerza gastada sin resultado o efecto alguno, sin engendrar otra equivalente, lo que implicaría un aniquilamiento, una no persistencia de una fuerza. En el segundo caso, si las dos fuerzas resultantes actúan en la misma dirección, es decir, en la misma línea recta, aunque en sentidos opuestos, no hay movimiento, porque no hay línea de máxima tracción, ni de mínima resistencia; y si actúan en direcciones paralelas, prodúcese un movimiento de giro o rotación, único que puede verificarse sin faltar a la ley general de la dirección. Si reducimos la ley a sus términos más simples, veremos aún más claramente que es un corolario de la persistencia de la fuerza. Supongamos dos pesos suspendidos de los dos lados de una polea fija, o de los dos extremos de una palanca de brazos iguales, o dos hombres tirando en esos puntos. Decimos que el peso mayor bajará, que el hombre más fuerte vencerá al más débil. Mas, sí se nos pregunta cómo sabemos que hay un peso mayor o un hombre más fuerte, todo lo que podemos decir es que uno de los pesos o uno de los hombres producen un movimiento en el sentido de su tracción. La única prueba del exceso de fuerza en un sentido, es el movimiento que produce. Pero si no podemos decidir cuál de las dos tracciones opuestas es mayor, sino por el movimiento que produce en su misma dirección, cometemos un círculo vicioso o una petición de principio, afirmando que el movimiento se verifica en el sentido de la mayor tracción. Si damos ahora un paso más y preguntamos en qué se funda la hipótesis de que entre dos fuerzas opuestas la mayor es la que produce movimiento en su misma dirección, no hallamos otra prueba sino la intuitiva de que la parte de la fuerza mayor, no equilibrada por la menor, debe producir su efecto; es decir, la intuición de que esa fuerza, residuo de la sustracción de las dos componentes, no puede aniquilarse, sino que debe producir algún cambio equivalente; es decir, por último, la intuición de la persistencia de la fuerza. En el caso que nos ocupa, como en los precedentes, los ejemplos, por numerosos que sean, no pueden dar mayor certeza que la adquirida por deducción, partiendo de un dato fundamental de nuestra razón. En efecto, en todos los casos, como en el sencillísimo que acabamos de citar, no se puede conocer la fuerza mayor sino por el movimiento que resulta. Nos es completamente imposible comprobar la producción de un movimiento en otra dirección que en la de la fuerza mayor o resultante, puesto que nuestra medida de las fuerzas no puede hacerse sino por sus poderes relativos de producir movimientos. Es, pues, evidente que, si de ese modo determinamos la magnitud relativa de las fuerzas, no hay multiplicación de ejemplos que pueda aumentar la certeza de la ley de la dirección del movimiento, ley que se deduce inmediatamente del principio de la persistencia de la fuerza.

Se puede también deducir de esa verdad primordial, la ley de que el movimiento, una vez establecido en una dirección, se convierte en una causa de movimiento subsiguiente en esa misma dirección. El axioma de mecánica, según el cual la materia en movimiento en una dirección, y abandonada a sí misma, continúa moviéndose en esa misma dirección, sin perder su velocidad, no es sino una afirmación indirecta de la persistencia de la fuerza; puesto que se afirma que la fuerza manifestada en el movimiento de un cuerpo en dirección, espacio y tiempo determinados, no puede desaparecer sin producir un efecto igual que, en ausencia de toda otra fuerza, no puede ser sino un movimiento, con iguales dirección y velocidad que el anterior. Lo mismo sucede en el movimiento de la materia atravesando la materia; sólo que en este caso las acciones son más complicadas. Un líquido que sigue su ruta a través o por encima de un cuerpo sólido, como el agua en la superficie terrestre, pierde una parte de su movimiento, bajo la forma de calor, por el frote y los choques con las materias que forman su lecho. Puede perder también una parte de su movimiento en vencer fuerzas que pone en libertad; por ejemplo, cuando arrastra una masa que obstruye su camino. Pero una vez deducidas esas sustracciones de fuerzas, transformadas en otros modos de fuerza, hay además otra sustracción, bajo la forma de reacción contra el álveo, que disminuye mucho su poder obstructor, como lo prueban las materias arrastradas y las zanjas excavadas por los ríos. La complicación es mucho mayor en el caso del movimiento que atraviesa la materia de parte a parte; por ejemplo, en una descarga nerviosa, durante la cual pueden verificarse en la ruta de la corriente cambios químicos que dificulten su paso; o bien puede el movimiento mismo, sea cual fuere, transformarse parcialmente en una fuerza obstructora, como por ejemplo, en los metales, cuyo poder conductor-eléctrico disminuye por efecto del calor que el paso de la electricidad produce. La verdadera cuestión es saber qué modificación de estructura se verifica en la materia atravesada, aparte de las fuerzas perturbatrices accidentales, aparte de todo lo que no es la resistencia necesaria de la materia, es decir, la resistencia que resulta de la inercia de las moléculas. Si fijamos nuestra atención en la parte del movimiento primitivo que continúa su curso sin transformarse, podemos deducir de la persistencia de la fuerza que la parte de ese movimiento, que se gasta en cambiar las posiciones de las moléculas, debe dejarse en un estado que facilite todo otro movimiento en la misma dirección. Así, en todos los cambios que el sistema solar ha manifestado hasta ahora y manifiesta aún; en todos los cambios pasados y presentes de nuestro globo; en todas las acciones psíquicas y sus efectos materiales; en todas las modificaciones de estructura y de actividad de las sociedades, los movimientos productores siguen las leyes generales antedichas. Doquier veamos un movimiento, su dirección debe ser la de la fuerza resultante. Doquier sepamos la dirección de la fuerza máxima, o más bien de la resultante, en esa dirección debe haber movimiento. Estos principios no son verdaderos, sólo para una clase o para algunas clases de fenómenos, son principios universales de los que sirven para unificar todos nuestros conocimientos fenomenales.




ArribaAbajoCapítulo X.

Ritmo del movimiento.


82. Cuando la bandera de un navío, que pendía inmóvil, comienza a sentir los primeros efectos de la brisa, verifica suaves y graciosas ondulaciones, desde su lado fijo hacia su punta. Al mismo tiempo, las velas empiezan a sacudir los mástiles, con golpes cada vez más rápidos, a medida que aumenta la fuerza de la brisa; y cuando están completamente tensas, por la resistencia de las vergas y de las cuerdas, sus bordes tiemblan, cada vez que una ráfaga más fuerte viene a chocarlas; sintiéndose a la par, si se pone la mano en las cuerdas, que todo el aparejo vibra; y mostrando a la vez el silbido y el bramido del viento, que él también vibra más o menos fuertemente. En tierra, también produce una acción rítmica el choque del viento con los diversos cuerpos. Así las hojas tiemblan, las ramas oscilan, los árboles que no son bastante gruesos se balancean, los tallos de hierba, y mejor aún los de las gramíneas, oscilan más o menos rápida y fuertemente, inclinándose y enderezándose alternativamente. En los objetos más estables o fijos no faltan esos movimientos, aunque no son tan manifiestos; hasta las casas vibran sensiblemente a los impulsos de violentas ráfagas tempestuosas. Las corrientes de agua producen, lo mismo que las de aire, efectos análogos en los objetos que encuentran a su paso. Los tallos de hierba, que nacen en medio de un arroyo, ondulan de un extremo a otro. Las ramas abatidas o desgajadas por la última tormenta, y que están más o menos sumergidas en el agua, en que la corriente es rápida, son agitadas por un movimiento de sube y baja que se retarda o se acelera, según que aquéllas sean más o menos grandes; en los ríos muy caudalosos, como en el Mississipi, árboles enteros tienen esa posición, y el nombre de serradores, que se les da, expresa muy bien el movimiento rítmico que sufren. Observemos ahora el efecto del antagonismo entre la corriente y su lecho: en los parajes poco profundos, en que se ve la acción del fondo sobre el agua, ésta se riza, es decir, manifiesta una serie de ondulaciones. Si estudiamos la acción y la reacción entre el río o arroyo y sus orillas, hallamos también otro ejemplo del ritmo, aunque de otro modo. En efecto, lo mismo en los más pequeños arroyos que en los más largos y sinuosos ríos, los ángulos de la corriente, que hacen cruzar el agua de una margen a otra, constituyen una ondulación tan natural, que aun en un canal en línea recta no tarda la corriente en serpentear. Análogos fenómenos se producen cuando el agua está quieta y se mueve en ella un cuerpo sólido. Así, cuando se agita en el agua un bastón o palo, con bastante fuerza, se siente en la mano la vibración. Aun en cuerpos de gran masa se produce el mismo efecto, sólo que se necesita una gran fuerza para hacerle sensible. Por ejemplo, la hélice de un navío hace vibrar a éste, al pasar de un movimiento lento a otro rápido. Los sonidos que producen los instrumentos de cuerda son ejemplos de vibraciones producidas en un sólido por otro. En el torneado y otros actos mecánicos, cuando la herramienta tropieza un nudo, se produce una violenta vibración en todo el aparato y en la pieza de madera o hierro que se está trabajando. El niño que trata de hacer una línea en la pizarra, no puede evitar el hacerla más o menos ondulada. Cuando se hace rodar una bola, aunque sea sobre hielo, hay siempre un movimiento de ondulación vertical más o menos visible, según quela velocidad sea mayor o menor respectivamente. Por lisos que sean los rails, por bien construidos que estén los coches, un tren que marcha, vibra, a la vez horizontal y verticalmente. Aun en los casos de súbita detención por choque, la ley se verifica igualmente, pues los cuerpos que se chocan toman un movimiento vibratorio. Aunque no tengamos costumbre de observarlo, es indudable que todas las impulsiones, tanto voluntarias como involuntarias, que comunicamos a los objetos que nos rodean, se propagan a través de esos objetos, en forma de vibraciones. No hay sino mirar con un anteojo de gran potencia para comprobar que cada latido del corazón hace vibrar toda la habitación en que estamos. Si consideramos ahora movimientos de otro orden, a saber: los que se verifican en el éter, los hallaremos también rítmicos. En efecto, todos los descubrimientos modernos confirman que la luz y el calor son el resultado de ondulaciones o vibraciones, no difiriendo las que producen uno u otro de esos dos efectos, sino en la amplitud y en la velocidad respectivas. Los movimientos de la electricidad son también vibratorios, aunque de otro género. Así, se ve casi siempre a las auroras polares agitadas por ondas brillantísimas, y la descarga eléctrica en el vacío nos prueba con su aspecto estratificado que la corriente no es uniforme, sino que resulta de impulsiones de mayor o menor intensidad. Si se objeta que hay movimientos, como los de los proyectiles, que no son rítmicos, puede responderse que esa excepción sólo es aparente, pues esos movimientos serían rítmicos si no fueran interrumpidos. En efecto, dícese que la trayectoria de un proyectil es una parábola, y es verdad que (prescindiendo de la resistencia del aire) dicha trayectoria difiere tan poco de una parábola, que se puede en la práctica, considerarla como tal, sin error sensible; pero en rigor es un arco de elipse muy excéntrica, cuyo foco más lejano es el centro de la atracción terrestre; si, pues, el proyectil no fuese detenido por la misma tierra, o por los obstáculos que antes encuentre, recorrería el espacio alrededor de ese foco, como cada astro alrededor del suyo, volviendo al punto de partida para recomenzar el mismo camino rítmicamente. La descarga de un cañón, aunque parezca, a primera vista, probar lo contrario, es uno de los más bonitos ejemplos del principio en cuestión; pues, desde luego, la explosión produce fuertes ondulaciones en el aire ambiente, y otras más débiles produce la bala en su camino, como lo prueba su silbido, y por último, el movimiento alrededor del centro de la tierra, que la bala empieza a efectuar, al ser parado por el choque, se transforma en un ritmo de otro género, a saber: las vibraciones que el choque comunica a los cuerpos circunvecinos.

Por regla general, el ritmo no es simple, sino compuesto, pues son muchas, casi siempre, las fuerzas en acción, que producen, respectivamente, ondulaciones de distintas amplitudes y velocidades; por eso hay siempre, a la par que ritmos primarios o principales, otros secundarios producidos por la coincidencia y el antagonismo periódicos de los primarios, formándose así ritmos dobles, triples, cuádruples, etc.

Un ejemplo de los más sencillos es lo que en Acústica se llama pulsaciones, que son intervalos periódicos de sonido y de silencio, que se percibe cuando se da a la vez dos notas del mismo tono, y que son producidos por la correspondencia o el antagonismo respectivos de las ondas aéreas. Lo mismo sucede en las interferencias de la luz y del calor, resultantes también del acuerdo o desacuerdo periódicos de las ondas del éter que, reforzándose o neutralizándose mutuamente, producen intervalos de aumento o de disminución del calor y de la luz. Otro caso son las marcas, que presentan, dos veces al mes, un incremento y una disminución de la subida y bajada diarias, variaciones debidas, respectivamente, a la coincidencia y al antagonismo de las atracciones solar y lunar. El oleaje es otro ejemplo del acuerdo y desacuerdo rítmicos, pues todas las grandes olas llevan al lado otras más pequeñas, y éstas otras más aún, resultando que cada onda de espuma con la capa de agua que la sostiene, sube y baja menos, después que ha subido y bajado más, respectiva y alternativamente. Por último, citaremos los arroyos que, al bajar la marea, corren por la arena, franqueando los bancos de guijarros: cuando el canal de esos bancos es angosto y la corriente fuerte, la arena del fondo forma crestas, cada vez más elevadas, correspondientes a los rizados del agua, cada vez más grandes, hasta que, con el tiempo, la acción se hace bastante violenta, y destruyendo toda la serie de crestas, el agua corre algún tiempo sobre una superficie unida, hasta que comienza de nuevo la misma operación. Podríamos citar otros ejemplos de ritmos más complicados, pero estarán mejor en su lugar, entre los cambios cósmicos de que vamos a ocuparnos.

Del conjunto de hechos, acabados de citar, resulta: que el ritmo se produce siempre y doquier hay un sistema de fuerzas que no se equilibran; porque si se equilibran no hay movimiento, y por consiguiente no hay ritmo. Pero, si hay un exceso de fuerza en una dirección, en la cual, por tanto, comienza el movimiento, para que continúe uniformemente en esa misma dirección, es necesario que el móvil conserve relaciones fijas con las fuerzas que producen el movimiento y con las que le impiden, lo cual es imposible. Todo transporte en el espacio debe alterar la proporción de las fuerzas en juego, aumentar o disminuir la preponderancia de una fuerza sobre otra, impedir, en fin, la uniformidad del movimiento. Si pues éste no puede ser uniforme, ni tampoco continua e indefinidamente acelerado o retardado, cosa inconcebible, tiene que ser necesariamente rítmico.

Hay también otra conclusión secundaria que no debe omitirse. En el capítulo anterior hemos visto que el movimiento nunca es absolutamente rectilíneo; consecuencia de esto es que el ritmo sea siempre necesariamente incompleto. En efecto, un ritmo o movimiento rítmico rectilíneo no podría verificarse sino cuando todas las fuerzas en acción estuviesen en la misma recta, contra lo que hay infinitas probabilidades. Para producir un movimiento exactamente circular, serían necesarias dos fuerzas de magnitud constante y formando continuamente ángulo recto, lo que también tiene infinitas probabilidades contra su verificación. Todas las demás combinaciones de dos fuerzas producirán movimientos elípticos más o menos excéntricos. Cuando hay más de dos fuerzas en acción, como sucede casi siempre, la trayectoria descrita es más complicada y no puede repetirse exactamente. De suerte que, de hecho, no se vuelve jamás por completo a un estado anterior, en las acciones y reacciones de las fuerzas naturales. Tocante a los movimientos muy complicados, y sobre todo a los de masas cuyas unidades son parcialmente independientes, no se puede trazar una curva regular; no se ve más que un movimiento general de oscilación. En fin, cuando un movimiento periódico termina su período, la diferencia que separa el estado de partida del de llegada está en íntima relación con el número de fuerzas en juego.

83. La disposición espiral tan común en las nebulosas difusas, es decir, la disposición misma que debe tomar la materia que se mueve hacia un centro de gravedad a través de un medio resistente, nos muestra el establecimiento progresivo de la revolución, y por consiguiente del ritmo en las regiones lejanas que ocupan las nebulosas. Las estrellas dobles que se mueven alrededor de su centro común de gravedad, durante períodos, algunos ya conocidos, son ejemplos del ritmo en las regiones apartadas de nuestro sistema sideral, pudiendo también citarse, aunque de distinto orden, el hecho de las estrellas variables que brillan y palidecen alternativamente.

La periodicidad de los movimientos de los planetas, satélites y cometas es ya tan conocida, que basta recordarla como vino de los ejemplos más patentes del ritmo universal. Pero, además de las revoluciones de esos cuerpos en sus órbitas, y de las rotaciones sobre sus ejes, presentan otros ritmos más complejos y menos evidentes. En cada planeta y en cada satélite hay la revolución de los nodos-cambio de posición del plano de la órbita-que, una vez acabada, vuelve a comenzar. Hay la alteración gradual de la longitud del eje mayor y de la excentricidad de la órbita, ambas rítmicas del mismo modo; es decir, que ambas alternan entre un máximum y un mínimum, y entre esos extremos cambian también su velocidad de variación. Hay también la revolución de la línea de los ábsides, que se mueve, no regularmente, sino por oscilaciones complejas. Hay, por último, las variaciones en la dirección de los ejes planetarios, llamada nutación, y un giro mucho más vasto, que, en la tierra, causa la precesión de los equinoccios. Esos ritmos, ya compuestos, se componen además entre sí, siendo uno de los ejemplos más sencillos de esa composición, el retardo y la aceleración seculares de la Luna a consecuencia de las variaciones de excentricidad de la órbita terrestre. Otro hecho que tiene consecuencias más importantes, es el cambio de dirección de los ejes de rotación de los planetas cuyas órbitas son decididamente excéntricas. Todo planeta presenta al Sol, durante un largo período, una parte mayor de su hemisferio boreal que de su hemisferio austral, cuando está más próximo a él, y después, en otro período análogo, presenta más del hemisferio Sud que del hemisferio Norte; la repetición periódica de esos hechos que, en algunos planetas, no causa alteración sensible en el clima, comprende en la Tierra un ciclo de 21.000 años, durante los cuales cada hemisferio tiene sucesivamente estaciones templadas, y estaciones muy frías y muy cálidas. Y no es eso todo; hay todavía variación en esa variación. En efecto, los veranos y los inviernos de toda la Tierra ofrecen un contraste más o menos fuerte, según las variaciones de la excentricidad de la órbita, resultando: que mientras esa excentricidad aumenta, las épocas de estaciones poco distintas y las épocas de estaciones muy distintas que cada hemisferio atraviesa alternativamente, deben hacerse cada vez más diferentes por el grado de su contraste, sucediendo lo contrario mientras la excentricidad disminuye. De modo, que la cantidad de luz y de calor que recibe del Sol cada parte de la Tierra, está sujeta a un ritmo cuádruple: el de día y noche, el de verano o invierno, el del cambio de posición del eje en el perihelio y en el afelio, que tarda 21.000 años en completarse, y el del cambio de excentricidad de la órbita, que tarda a su vez millones de años.

84. Las series de fenómenos terrestres que dependen directamente del calor solar, presentan naturalmente un ritmo que corresponde a la cantidad periódicamente variable de calor que recibe del Sol cada parte de la Tierra. El caso más sencillo, aunque de los menos aparentes, es el de las variaciones magnéticas. En ellas hay incrementos y decrementos diurnos, anuales y decenales; estos últimos corresponderán a un período durante el cual las manchas del Sol se muestran alternativamente abundantes y raras. Además hay probablemente otras variaciones que corresponden a los ciclos astronómicos antes citados. Los movimientos del mar y de la atmósfera son ejemplos más visibles. Las corrientes marinas, desde el Ecuador hacia los polos en la superficie, y desde los polos hacia el Ecuador en el fondo, o a ciertas profundidades, nos muestran un movimiento incesante de vaivén en toda esa gran masa de agua; ese movimiento varía de intensidad, según las estaciones, y se combina con movimientos análogos, pero más débiles, de origen local. Las corrientes aéreas, debidas como son a la misma causa, tienen también variaciones anuales análogas y modificadas del mismo modo. Por irregulares que parezcan los vientos considerados en detalle, se ve, con todo, una periodicidad bastante marcada, en los monzones, en los alisios y en algunas otras corrientes aéreas, como los vientos del Este en primavera.

Hay también alternativas de períodos en que predomina, ya la evaporación, ya la condensación; tal se ve entre los trópicos, donde se suceden estaciones lluviosas y secas bien marcadamente, y en las zonas templadas, donde, aunque menos claramente, aún se reconoce el ritmo o la periodicidad de los cambios en cuestión. Estos, es decir, la evaporación y la precipitación del agua sobre la tierra, presentan, además de esos largos períodos correspondientes a las estaciones, otro ritmo más rápido. Así, cuando un tiempo húmedo dura ya algunas semanas, aunque la tendencia a la condensación sea mayor que la tendencia a la evaporación, no llueve, por lo general, continuamente, sino que tal período se compone casi siempre de días lluviosos y de días total o parcialmente secos; y aun los días lluviosos se reconoce comúnmente un ritmo más débil, sobre todo cuando las dos tendencias a la evaporación y a la condensación se equilibran próximamente. En las montañas se puede observar mejor ese ritmo débil: los vientos húmedos, que no precipitan toda el agua que contienen cuando pasan sobre las tierras bajas relativamente cálidas, pierden tanto calor al llegar a los picos helados de las altas montañas, que en seguida se condensa todo el vapor que aún llevaban; pero esa condensación desarrolla una gran cantidad de calor, por consiguiente, las nubes que allí se forman están más calientes que el aire que las precipita y mucho más que las rocas que tocan. Por eso en el curso de una tempestad las cimas de los montes toman una temperatura más elevada, parte por la radiación de las nubes que las rodean, parte por el contacto con la lluvia; en consecuencia no enfrían tanto el aire que pasa tocándolas, cesa la condensación del agua que aquél contiene en estado de vapor, rásganse las nubes y un rayo de sol parece prometer un buen día. Mas, perdida bien pronto la pequeña suma de calor que las pendientes frías de la montaña han recibido, sobre todo cuando la ausencia de nubes permite la libre radiación al espacio, esas superficies altas vuelven a enfriarse, vuelven a condensar el vapor y así sucesivamente. En las regiones bajas, el contraste entre las dos temperaturas del aire y de la tierra es menor, y por tanto esas acciones y reacciones son también menos aparentes. Con todo, aún puede descubrírselas, pues hasta en los días de lluvia continua hay intervalos de lluvia densa o fuerte y de lluvia menuda, lo cual es muy probablemente debido a las causas mencionadas.

Naturalmente, esos ritmos meteorológicos implican otros correspondientes, en los cambios operados por el viento y por el agua en la superficie terrestre. Las variaciones en lal cantidades de légamo y demás materias dejadas por los ríos, crecen y disminuyen según las estaciones, y. producen, por tanto, variaciones de color y de calidad en las capas sucesivas que resultan. Los lechos formados por materiales de las orillas arrastrados por las aguas, deben presentar también diferencias periódicas, correspondientes a los vientos periódicos de la localidad. Doquier contribuyan las heladas a la destrucción serán también, por su repetición periódica, un factor del ritmo de la sedimentación. Los cambios geológicos producidos por los depósitos y montañas de hielo deben igualmente tener sus períodos alternativos de mayor o menor intensidad.

Hay también pruebas de que las modificaciones ígneas de la costra terrestre tienen cierta periodicidad. Las erupciones volcánicas no son continuas sino intermitentes; y, según podemos juzgar por los datos de la observación, se repiten a intervalos más cortos en las épocas de grande actividad, más largos en las de reposo relativo. Lo mismo sucede a los terremotos y a las elevaciones y depresiones que son su consecuencia. En la embocadura del Mississipi, las capas alternantes son una prueba de los desgastes sucesivos de la superficie producidos a intervalos próximamente iguales. Doquier, en los grupos extensos de estratos regulares que suponen pequeños hundimientos repetidos con una frecuencia regular, se ve un ritmo, en la acción y la reacción que se verifican entre la costra sólida del globo y su contenido aún en fusión, ritmo que se combina con otros más lentos manifiestos en las terminaciones de unos grupos de estratos y comienzo de otros de distinta estructura, constituyendo lo que en Geología se llama terrenos.

Hay también razones para sospechar una periodicidad geológica inmensamente mayor en sus períodos, y más extensa en sus efectos, a saber: las vastas y alternativas elevaciones y depresiones que convierten los continentes en mares, y éstos, es decir sus cuencas en continentes. En efecto, supongamos, como es lógico, que la costra sólida terrestre tenga próximamente en todas partes el mismo espesor. Es claro que las porciones más deprimidas, como las que forman el fondo de los mares, deben ser las más expuestas, por su cara inferior, a las corrientes de materia fundida que circulan por el interior, y por consiguiente dichas porciones sufren un efecto mayor de la que se puede llamar destrucción ígnea. Inversamente, en las crestas más elevadas de la costra terrestre, la superficie interior estará más sustraída a la acción de las corrientes ígneas, compensándose así las pérdidas que producen en el exterior las corrientes acuosas. De consiguiente, las superficies deprimidas que sirven de fondo a los mares se adelgazan por el desgaste interior, no compensado por sedimentos exteriores, y presentando menos resistencia a la presión interior se elevan gradualmente durante largos períodos, hasta que se invierten los términos. Sean o no enteramente exactas esas conclusiones, no invalidan la ley general, bastando los ejemplos anteriores para poder afirmar el ritmo de los fenómenos geológicos.

85. No hay, quizá, clase alguna de fenómenos en que tan numerosos y evidentes sean los ejemplos del ritmo, como los fenómenos de la vida. Las plantas, verdaderamente, no ofrecen otra periodicidad bien manifiesta que la que les producen el día y la noche y las estaciones del año. Pero, en los animales, hay una gran variedad de movimientos, en que alternan los extremos opuestos con todos los grados de rapidez. Los fenómenos mecánicos de la digestión son todos esencialmente rítmicos, desde los movimientos voluntarios de la masticación y primer tiempo de la deglución, hasta los movimientos peristálticos del esófago, estómago o intestinos. La sangre es puesta en movimiento, no de un modo continuo, sino por impulsiones sucesivas; es oxigenada en el aparato respiratorio, por contracciones y dilataciones alternativas del mismo, y siendo sólo la sangre recién oxigenada y alimentada la que sirve para las demás funciones, estas son también y necesariamente alternativas, rítmicas, puesto que lo son las que la hacen pasar por cada órgano con esas condiciones. Toda locomoción resulta de movimientos ondulatorios; aun en los pequeños seres, en que parece continuo, si se les observa con microscopio, se ve que el suavísimo movimiento que esos seres verifican, es debido a las vibraciones de las pequeñas pestañas que poseen.

Los ritmos primarios de las acciones orgánicas se combinan con otros secundarios de mayor duración, produciendo en todas las formas de la actividad incrementos y disminuciones periódicas. Ejemplos bien patentes son las necesidades de comer y de dormir. Además, cada comida acelera la acción rítmica de los órganos digestivos, primero, y después las pulsaciones del corazón y los movimientos del aparato respiratorio. Por el contrario, durante el sueño, todos esos movimientos se retardan; de suerte que en el curso de las veinticuatro horas, las pequeñas ondulaciones de que se componen las diferentes especies de acciones orgánicas, toman la forma de una onda prolongada de incremento y disminución, compuesta a su vez de ondas más pequeñas. La experimentación ha demostrado que hay incrementos y disminuciones más lentos todavía, de la actividad funcional orgánica. Así, no se establece siempre después de cada comida, el equilibrio de la asimilación y la desasimilación, sino que una u otra conserva, durante algun tiempo, la supremacía; de modo que toda persona sana aumenta y disminuye de peso alternativamente, a intervalos próximamente iguales. Además de esos períodos regulares, los hay más largos, y relativamente irregulares, a saber: las alternativas de vigor y debilidad que aun las personas bien sanas sienten generalmente. Esas oscilaciones son tan inevitables, que aun los hombres que ejercitan bastante sus fuerzas, no pueden permanecer mucho tiempo estacionados en el grado máximo de tensión muscular, de que son susceptibles, y comienzan a disminuirle cuando a él han llegado. Los movimientos vitales patológicos, son también rítmicos, casi todos; así, muchas enfermedades reciben el nombre de intermitentes por serlo sus síntomas, y muchos de éstos lo son aun cuando la enfermedad no lleve ese nombre, y aun cuando la periodicidad no sea manifiesta. En general, es raro que las enfermedades se agraven ni mejoren continuamente, sino que hay sus recargos y sus alivios, y también sus recaídas y progresos en la mejoría.

Los grupos de seres vivos presentan, aunque en otro orden, un ejemplo del mismo principio general. En efecto, si se considera cada especie de aquéllos como un todo, se ve que manifiesta dos especies de ritmo. Desde luego la vida en todos los individuos de una especie es un movimiento complicado, más o menos distinto de los movimientos que constituyen la vida en las demás especies. En cada individuo ese movimiento comienza, aumenta, llega a su máximum, disminuye, y cesa al fin con la muerte. Así, cada generación forma una onda de la actividad que caracteriza la especie considerada como un todo. La otra forma de ritmo se muestra en la variación del número de individuos que cada especie de animales y de plantas sufre sin cesar; en el conflicto incesante entre la tendencia de la especie a crecer y las tendencias antagonistas, nunca hay equilibrio perfecto, una u otra predominan. Aun tratándose de plantas y de animales domésticos, para los que se emplean, medios artificiales a fin de sostener el número a un nivel próximamente igual, no es posible evitar las alternativas de abundancia y escasez. En los animales no cuidados por el hombre, esos cambios se verifican, por lo común, mucho más rápidamente. Cuando una especie ha sido muy disminuida por sus enemigos o por la falta de alimentos, los individuos que sobreviven se encuentran en mejor situación que antes; pues, por una parte, la cantidad de alimento se hace relativamente más abundante, y por otra sus enemigos disminuyen también por falta de presa; de modo, que las condiciones de esa especie quedan, por algún tiempo, favorables a su incremento, y se multiplica rápidamente. Entonces el alimento vuelve a estar escaso y los enemigos abundantes, con lo cual la especie comienza de nuevo a declinar, y así sucesivamente. Si consideramos la vida en su concepto más general, podemos todavía descubrir en sus fenómenos otro ritmo, aunque muy lento. Los estudios de los paleontologistas han hecho saber que las formas orgánicas han experimentado grandes cambios durante largos períodos, atestiguados por las rocas y los terrenos sedimentarios. Muchas especies han aparecido, se han hecho numerosas, y han desaparecido. Los géneros, familias y demás grupos han constado primero de un corto número de los grupos inferiores, éstos se han hecho después más numerosos, y por último, disminuido, y a veces desaparecido. Así, por ejemplo, la crinoidea pediculada, abundantísima durante la época carbonífera, ha desaparecido casi. Una familia de moluscos, numerosísima en otros tiempos, la de los braquiópodos, está hoy reducida a un corto número de especies. Los cefalópodos testáceos, que dominaban el Océano en otras épocas, por el número de especies y por el de individuos, se han extinguido casi, en la época presente. Después de una edad de reptiles, vino otra edad en que esa clase de animales fue suplantada por la de los mamíferos. Si, pues, esos incrementos y decadencias colosales de las diversas especies de seres orgánicos han tenido y tienen un carácter periódico, -próximamente en correlación con los grandes cielos de elevaciones y depresiones que producen los mares y continentes, -basta eso para probar que la vida no ha progresado en la Tierra uniformemente sino por grandes ondulaciones.

86. Los fenómenos psicológicos no parecen rítmicos a primera vista. Sin embargo, el análisis demuestra que el estado psíquico correspondiente a un momento dado no es uniforme, sino que puede ser descompuesto en rápidas oscilaciones; y también que los estados sucesivos atraviesan largos períodos de intensidad creciente y decreciente.

Cuando dirigimos nuestra atención, ya sobre una sensación, ya sobre un sistema de sensaciones que constituyen la percepción de un objeto, parece que permanecemos durante algún tiempo en un estado psíquico homogéneo y persistente; con todo, un atento examen demuestra que ese estado, aparentemente continuo, está en realidad interrumpido por otros estados secundarios, formados por otras sensaciones y percepciones que se presentan y desaparecen rápidamente. Si, como hemos admitido, pensar es relacionar, resulta necesariamente que, si la conciencia permaneciese en un mismo estado, con exclusión total de otros estados, no habría pensamiento. De modo que una sensación, aparentemente continua, por ejemplo, la de presión, se compone, en realidad, de elementos que se renuevan rápidamente, interpolados por otros relativos al sitio del cuerpo en que se percibe la sensación, al objeto que la produce, a las consecuencias que pueden resultar, y a otra multitud de cosas que sugiere la asociación de ideas. Hay también oscilaciones sumamente rápidas que alejan del estado psíquico que miramos como persistente, y que vuelven a conducir a él. Además de la prueba directa, que el análisis nos suministra, del ritmo de los fenómenos psíquicos, hay otras, fundadas en la correlación entre las sensaciones y los movimientos. En efecto, las sensaciones y las emociones producen contracciones musculares. Pues bien, si una emoción o una sensación fuese rigorosamente continua, habría una descarga continua a lo largo de los nervios motores puestos en juego; pero la experimentación nos revela, en lo que permite juzgar el uso de estimulantes artificiales, que una descarga continua a lo largo del nervio motor de un músculo, no produce la contracción de éste; para la cual se necesita una descarga interrumpida, una sucesión rápida de descargas.

La contracción muscular presupone, pues, ese mismo estado rítmico de la conciencia que demuestra la observación directa. Un ritmo más evidente, de ondulaciones más lentas, se

manifiesta en las emociones producidas por el baile, la poesía, la música. La corriente de actividad psíquica que se revela por esos modos de acción corporal, no es continua, sino que se descompone en una serie de pulsaciones o vibraciones. El compás del baile es el resultado de la alternativa de contracciones musculares fuertes, con otras débiles, a excepción del compas de las danzas más sencillas, tales como las de los pueblos bárbaros y las de los niños, en las cuales dicha alternativa se compone de elevaciones y depresiones más largas en el grado de la contracción muscular. La poesía es una forma literaria, en la cual la energía reaparece periódica y regularmente; es decir, que el esfuerzo muscular de la pronunciación presenta períodos de intensidad mayor y de intensidad menor, que se complican con otros de la misma naturaleza, correspondientes a la sucesión de los versos. La música nos ofrece una gran variedad de efectos de la ley; ya son compases que se repiten y consta cada uno de una vibración primitiva y otra secundaria; ya esfuerzos musculares alternativamente crecientes y decrecientes, para llegar a las notas altas o agudas, y bajar a las graves; doble movimiento compuesto de ondas más pequeñas, que rompen los movimientos de elevación y descenso de las más grandes, de una manera particular en cada melodía; ya la alternativa de trozos piano y de trozos forte.

Esas diversas especies de ritmos que caracterizan la expresión estética, no son, rigorosamente hablando, artificiales; son formas más intensas de un movimiento ondulatorio, engendrado habitualmente por el sentimiento, cuando se descarga en el cuerpo; y una prueba de ello es que se los halla también en el lenguaje usual. En efecto, éste presenta en cada frase puntos de insistencia, primarios y secundarios, y una cadencia que consta de una subida y una bajada principales, complicadas de otras secundarias o subordinadas, y acompañadas, cuando la emoción es fuerte, de un movimiento oscilatorio, mayor o menor, en los miembros. Todo el mundo puede observar ondulaciones aún más amplias, en sí y en los demás, con ocasión de un placer o de un dolor muy vivo. Desde luego, cuando el dolor tiene su causa en un desorden corporal, manifiesta, casi siempre, un ritmo muy fácil de apreciar; durante su existencia, tiene sus variaciones de intensidad, sus accesos o paroxismos, y sus descansos o períodos de bienestar relativo. El dolor moral consta también de ondas análogas, unas mayores y otras menores; pues por vivo que aquél sea, la persona que le tiene no solloza ni llora continuamente con igual intensidad, sino que esos signos de dolor se reproducen a intervalos, sucediendo a los períodos de emoción, más o menos fuertes, otros de calma, como si la emoción estuviese adormecida, y a éstos, otros quizá, en que el dolor llega hasta el paroxismo. Lo mismo sucede en cuanto a los grandes placeres, sobre todo en los niños, menos dueños de sus emociones; se ve en ellos variaciones manifiestas en la intensidad del sentimiento, accesos de risa, de baile, separados por períodos de descanso, o de sonrisas, y otros débiles signos de placer, que bastan entonces para desahogar una excitación ya debilitada.

Hay también ondulaciones psíquicas más lentas y que necesitan semanas, y aun meses y años, para completarse. Tales son los períodos de buen o mal humor, de vivacidad y de abatimiento, de ardor y de pereza para el trabajo, de gusto y de disgusto por ciertos asuntos. Hay que notar, sin embargo, respecto a esas oscilaciones lentas que, como sometidas a la influencia de numerosas causas, son generalmente bastante irregulares.

87. En las sociedades nómadas, los cambios de lugar, determinados generalmente por el agotamiento o la insuficiencia de los alimentos, son periódicos; y en muchos casos, la periodicidad corresponde a la de las estaciones. Las tribus que se han fijado en el lugar de su elección, crecen hasta que la presión de los deseos no satisfechos produce una emigración de una parte de la tribu hacia una región nueva, lo cual se reproduce a intervalos. Ese exceso de población, esas ondas sucesivas de emigración, producen conflictos con las otras tribus, que crecen también y tienden a repartirse. Este antagonismo, como todos, se verifica, no con un movimiento continuo, sino alternativo. Guerra, abatimiento, derrota, paz, prosperidad, agresión nueva, tales son las alternativas más o menos apreciables que nos presentan los hechos, militares de los pueblos civilizados o salvajes. Por irregular que sea ese ritmo, no lo es más que el de la variación de grandeza y poderío de las naciones; y las causas, muy complicadas, que en uno y otro influyen, no permiten preverlos. Si pasamos de los fenómenos externos o internacionales, A los internos de cada nación, encontramos bajo diversas formas esos movimientos alternativos de progreso y retroceso. Nótase, sobre todo, en el comercio: durante el primer período, el cambio se reduce, casi en su totalidad, al que tiene lugar en las ferias verificadas a largos intervalos en los principales centros de población. El flujo y reflujo de personas y de mercancías, en cada feria, se hace más frecuente a medida que el desarrollo nacional produce una actividad social mayor. El ritmo más rápido, de los mercados semanales, reemplaza luego al ritmo más lento de las ferias; y sucede, a veces, que las operaciones comerciales llegan a ser tan activas, que necesitan reuniones diarias de compradores y vendedores, especie de onda cotidiana de acumulación y distribución de mercancías y capitales. Dejemos el comercio, y consideremos la producción y el consumo; hallaremos en ellos, también, ondulaciones más largas, sin duda, en sus períodos, pero no menos evidentes. La oferta y la demanda nunca son iguales, sino alternativamente mayor cada una. Los agricultores, disgustados, después de una abundante recolección, del bajo precio resultante, siembran menos al año siguiente, resultando entonces escasez y carestía, y así sucesivamente. El consumo presenta oscilaciones análogas, quo creemos innecesario indicar. La balanza de los pedidos entre los diversos países determina también oscilaciones análogas. Así, un país donde ciertos objetos necesarios a la vida son escasos, se convierte en el punto de confluencia, donde vienen a descargar las corrientes de esos objetos, desde los lugares donde están relativamente en abundancia; estas corrientes forman, en su confluencia, una onda de acumulación, un obstáculo; resultando, en seguida, un movimiento de reflujo en dichas corrientes. En los precios se hace también notar, quizá mejor que en las demás, la oscilación de todas las acciones sociales. Si se reducen los precios a medidas numéricas y se dispone a éstas en cuadros, o se las representa por líneas, se ve clarísimamente cómo los movimientos comerciales se componen de oscilaciones de magnitudes variables; se ve, por ejemplo, que el precio del trigo sube y baja, y que las máximas elevaciones y depresiones sólo tienen lugar al cabo de cierto número de años; esas grandes ondas son cortadas por otras que se extienden a períodos de algunos meses, y éstas, a su vez, por otras que sólo duran una o dos semanas. Si se observase aún con más minuciosidad los cambios, se notaria las oscilaciones de uno a otro día, y las aún más delicadas de hora en hora, que transmiten telegráficamente los corredores. La representación gráfica sería entonces un dibujo muy complicado, semejante a la grande ola del Océano, compuesta de otras medianas, y éstas de otras pequeñas, y éstas, por último, de menudas arrugas. Análogos dibujos resultarían para los nacimientos, matrimonios, defunciones, enfermedades, crímenes, pauperismo, mostrando los diversos movimientos rítmicos que se operan en la sociedad, bajo sus varias formas. Los fenómenos sociales más complejos presentan análogas representaciones. En Inglaterra, como en casi todas las naciones continentales, la acción y la reacción del progreso político son evidentes. La religión, a más de sus variaciones accidentales de poca extensión, tiene largos períodos de exaltación y de indiferencia, generaciones de creyentes, de puritanos, y luego, otras de indiferentes y libertinos. Hay épocas poéticas y épocas en que parece adormecido el sentimiento de lo bello. La Filosofía, después de haber dominado algún tiempo -en la antigua Grecia,- cae en el olvido durante un largo período, después del cual vuelve a tomar incremento, aunque lentamente. Toda ciencia tiene épocas consagradas al razonamiento deductivo, y épocas consagradas a reunir y relacionar los hechos. Aun en fenómenos de mínima importancia, como los de la moda, se nota el movimiento rítmico.

Como se podía prever, los ritmos sociales nos ofrecen bonitos ejemplos de la irregularidad que resulta por la combinación de muchas causas. Cuando las variaciones no se refieren sino a un elemento de la vida nacional, suelo volverse con bastante exactitud al estado primitivo, después de oscilaciones más o menos complicadas. Pero en las acciones que son producto de muchos factores, nunca se vuelve exactamente al estado primitivo. Una reacción política no hace volver todo al estado precedente. El racionalismo actual difiere notablemente del siglo anterior. En fin, aunque la moda haga revivir las mismas formas de vestidos, siempre es con modificaciones bien marcadas.

88. La universalidad de ese principio sugiere una cuestión análoga a las de los capítulos precedentes. Manifestándose el ritmo en todas las formas del movimiento, hay razón para pensar que está determinado por una condición original, es decir, desde el origen de todo movimiento. Se supone tácitamente que se puede deducir del principio de la persistencia de la fuerza, y vamos a ver que así es en realidad.

Cuando se apartan de su posición de equilibrio las ramas de un diapasón, prodúcese, entre sus partículas coherentes, un exceso de tensión igual a la fuerza empleada para separar las ramas; en virtud de esa tensión, cada rama vuelve a su posición primitiva; mas, al llegar a ella, se encuentra con esa cantidad de movimiento próximamente igual a la que equivale a la fuerza de separación (próximamente nada más, porque parte se ha gastado comunicando movimiento al aire y transformándose en calor); esa cantidad de movimiento lleva a cada rama más allá de su posición de equilibrio, a una distancia un poco menor que la recorrida antes, en sentido inverso por las pérdidas de fuerza ya mencionadas), y así sucesivamente, hasta que, disminuyendo un poco cada vez la amplitud de la oscilación, vuelven las ramas a quedar en reposo. No hay más que fijarse en esta acción y reacción repetidas para ver que, como todas, es un corolario de la persistencia de la fuerza. En efecto, la fuerza gastada en separar las ramas del diapasón tiende a no anularse y se transforma en la tensión molecular de aquéllas; esta tensión no puede cesar de existir sin transformarse en algo equivalente; ese algo es el momento de inercia engendrado al llegar las ramas a su posición primitiva de equilibrio; este momento no puede hacer más que, o continuar como tal, o engendrar otra fuerza correlativa de igual intensidad; lo primero es imposible, puesto que el cambio de lugar está impedido por la cohesión de las partes; luego es necesario se verifique lo segundo y así sucesivamente. Si en vez del movimiento impedido directamente por la cohesión de las partes, consideramos el movimiento a través del espacio, hallaremos la misma verdad bajo otra forma. En efecto, aunque no parezca, en ese caso, que haya otra fuerza en juego, ni por tanto causa eficaz de ritmo, con todo, su propio momento acumulado debe, en definitiva, llevar el cuerpo móvil más allá de su centro de atracción y convertirse así en una fuerza distinta de la inicial; resultando, como en todos los casos, la combinación de fuerzas necesaria para que haya ritmo. La fuerza representada por el momento de un móvil en cada dirección, no puede ser destruida; si desaparece, por cesar el movimiento, reaparece inevitablemente en forma de reacción sobre el cuerpo que le hace cesar, reacción que vuelve a comenzar el movimiento en sentido contrario o próximamente, del móvil que fue detenido. La única circunstancia en que podría no haber ritmo, es decir, verificarse un movimiento continuo o indefinido en línea recta, sería no habiendo más que un móvil en un vacío infinito; nada de lo cual existe ni aun es siquiera concebible, pues no lo es el infinito ni lo es el movimiento sin ser originado por otro o por una fuerza preexistente.

Por tanto, el ritmo es una propiedad necesaria de todo movimiento, pues dada la coexistencia universal de fuerzas antagonistas, el ritmo es un corolario forzoso de la persistencia de la fuerza.




ArribaAbajoCapítulo XI.

Recapitulación, problema final.


89. Detengámonos un momento, para ver cómo los principios establecidos en los capítulos precedentes tienden a formar un cuerpo de doctrina, conforme a la definición que hemos dado de la Filosofía.

Desde luego, bajo el punto de vista de su generalidad, la proposición que hemos enunciado y acompañado de ejemplos, en cada uno de esos capítulos, cumple con la condición (37) para ser considerada como superando la categoría de científica y mereciendo el nombre de filosófica. La indestructibilidad de la materia es un principio que no pertenece a la Mecánica, por ejemplo, más bien que a la Química, etc., sino que le admiten de común acuerdo la Física molecular y la Mecánica física, la Astronomía, la Química y la Biología. La continuidad del movimiento, aunque supuesta primeramente en el orden cronológico, por la Mecánica general y la Mecánica celeste, ha sido al fin reconocida por la Física, la Química y la Biología; pues sin ella no podrían dichas ciencias explicar muchas de sus verdades. La persistencia de la fuerza, implicada en cada una de las dos proposiciones precedentes, como ya sabemos, tiene la misma generalidad, y otra tanta tiene también la persistencia de las relaciones entre las fuerzas, corolario a su vez de la proposición anterior. Estos dos últimos principios no sólo tienen una gran generalidad, sino que son universales. Si consideramos ahora las deducciones que de dichos principios se sacan, hallamos la misma o análoga generalidad. La transformación y equivalencia cuantitativa de las fuerzas transformadas son leyes primarias que se verifican, como hemos visto, en todos los fenómenos de todos los órdenes, inclusos los psíquicos y sociales. También son verdaderamente universales, aunque no sea tan fácil de ser probada su universalidad, los principios de la dirección y del ritmo del movimiento; pues aquél ya puede ser reconocido en los movimientos de los planetas en sus órbitas, en los de los cuerpos sólidos, líquidos y gaseosos de cada planeta, y en casi todos los movimientos orgánicos que conocemos; y el ritmo, hemos visto también en el último capítulo que se impone, lo mismo al lento movimiento giratorio de las estrellas dobles, que al rapidísimo de las moléculas, que luego nos produce las sensaciones de sonido, calor y luz; tanto a los cambios geológicos y astronómicos, también lentos, que experimenta la Tierra, como a los vientos, mareas y demás cambios, de períodos relativamente cortos; y por último, a los movimientos funcionales de los seres vivos, desde los latidos del corazón hasta los paroxismos de las pasiones.

Tales principios son, pues, verdaderamente filosóficos; deben formar parte de la Filosofía, puesto que unen los fenómenos concretos pertenecientes a todas las secciones de la naturaleza; y por tanto, son elementos constituyentes del conocimiento completo y unificado de las cosas, que la Filosofía tiene por fin formar.

90. Pero ¿qué papel desempeñan esos principios en la formación de ese concepto? ¿Hay entre ellos alguno que pueda por sí solo dar una idea del Cosmos, es decir, de la totalidad de manifestaciones de lo Incognoscible? ¿Puede, a lo menos, darnos esa idea el conjunto de todos ellos? No; tales principios, lo mismo que otros cualesquiera, considerados ya aisladamente, ya en conjunto, no constituyen ese conocimiento integral, objeto y fin de la Filosofía. Algún pensador ha creído, que si la Ciencia llegare a reducir todas las leyes, más o menos complejas, a una más sencilla, la de la acción molecular, por ejemplo, el conocimiento humano habría alcanzado sus límites. Algún otro ha osado afirmar que el principio de la persistencia de la fuerza expresa la constitución del Universo; puesto que en él están comprendidos todos los demás principios, y por tanto todos los fenómenos del Universo. Pero ambas afirmaciones son falsas, por serlo, sin duda, la idea que sus enunciadores tienen del problema.

En efecto, esos principios son verdades analíticas, y ninguna verdad analítica, ningún conjunto de verdades analíticas puede ser la síntesis mental, interpretación fiel de la síntesis universal de las cosas. La descomposición de los fenómenos en sus elementos no es sino una preparación para comprender los fenómenos en la admirable y armónica composición en que se nos manifiestan realmente. Saber las leyes de los factores, no es saber la ley de su combinación. El problema no es saber cómo tal o cual factor, materia, movimiento, fuerza, obra en las condiciones relativamente simples que se puede imaginar, ni tampoco en las condiciones complicadas de la existencia actual, sino saber expresar el producto combinado de todos los factores bajo todos sus aspectos. Sólo sabiendo formular la operación total habremos realizado el fin de la Filosofía. Este punto es de bastante importancia, para que merezca insistamos en él.

91. Supongamos que un químico, un geólogo, un astrónomo, nos den las explicaciones más profundas, que permitan sus ciencias respectivas, de la combustión de una vela, de un terremoto, del movimiento de un planeta. Si les decimos que sus explicaciones dejan mucho que desear, nos dirán probablemente: ¿Qué queréis más? ¿Qué hay más que decir de la combustión, cuando se ha seguido la luz, el calor y la dispersión de la materia comburente y combustible, hasta evidenciar el movimiento molecular, causa común de todos esos fenómenos? ¿Cómo ir más allá en la explicación de un terremoto, una vez explicadas todas las acciones que le acompañan y siguen, como efectos del enfriamiento interior de la tierra? ¿Qué falta explicar de un movimiento planetario, tenidas ya en cuenta todas las fuerzas que le producen, y pudiéndose predecir la situación del astro, en un momento dado, con la anticipación que se quiera? ¿Queréis una síntesis? Decís que el conocimiento no debe contentarse con resolver los problemas parciales, o sea los fenómenos resultantes de las acciones de tales o cuales factores cuyas leyes de acción sean sabidas, sino que debe resolver el problema general, es decir, mostrar, cómo de la acción combinada de los factores, resultan los fenómenos en toda su complejidad. ¿Por ventura, partiendo de los movimientos moleculares, no se forma una explicación sintética de la luz, del calor y de los gases producidos durante la combustión; así como, partiendo de la radiación continua del calor terrestre, se construye también la síntesis explicativa, bastante clara y satisfactoria, de la contracción del núcleo terrestre, del hundimiento de su costra, de la causa y efectos de la ardiente lava que rasga dicha costra? A todo eso responderemos: que el problema general de la Filosofía es construir una síntesis universal que abrace y consolide todas esas síntesis parciales.

Las explicaciones sintéticas que da la ciencia, aun las más generales, son más o menos independientes unas de otras; puede, sí, haber entro ellas elementos semejantes, mas nunca llegará la semejanza hasta su estructura esencial. ¿Debe, por eso, suponerse que entre la combustión, el terremoto y el movimiento de un astro no hay coordinación ni relaciones de ningún género? Si cada uno de los factores de los fenómenos obra conforme a una ley, ¿puede acaso pensarse que todos combinados no obedezcan a ley alguna en su cooperación? Esos variadísimos cambios naturales y artificiales, orgánicos o inorgánicos, que distinguimos con esos nombres diversos, para nuestra comodidad en estudiarlos y descubrir sus leyes, considerados desde un punto de vista superior, desde el punto de vista de la Filosofía, no deben ser distinguidos, sino unificados, pues todos son cambios que suceden en el mismo Cosmos y que forman parte de una vastísima transformación. El juego de las fuerzas obedece esencialmente al mismo principio, en toda la región explorada por la inteligencia; y aunque por la variedad infinita de sus proporciones y de sus combinaciones, aquéllas producen cada vez resultados más o menos diferentes, y aun, a veces, totalmente distintos, al parecer, no es posible dejar de admitir entro esos resultados una comunidad fundamental. La cuestión que debemos proponemos resolver es, pues, ésta: ¿cuál es el elemento común de todas las operaciones o de todos los fenómenos concretos?

92. En resumen, vamos a buscar una ley de composición de los fenómenos, que comprenda las leyes de sus componentes, dadas a conocer en los capítulos anteriores. Hemos visto que la materia es indestructible, que el movimiento es continuo, que la fuerza es persistente, que las varias formas de fuerza están continuamente transformándose unas en otras, y por último, que el movimiento es siempre rítmico y sigue la dirección de la mínima resistencia. Réstanos ahora hallar la fórmula que, siendo también invariable, expresa las consecuencias o resultados de las acciones combinadas que las fórmulas antedichas expresan separadamente.

¿Cuál debe ser el carácter general de esa fórmula? Es preciso que exprese la serie de cambios experimentados a la vez por la materia y por el movimiento. Toda transformación supone la reordenación de los elementos que la sufren, y para definirla no basta decir lo que ha sucedido a las partes apreciables o inapreciables de la sustancia transformada; es necesario, también, decir lo que sucede a los momentos de fuerza, que la nueva ordenación o colocación de dichos elementos supone, y además, cuáles son las condiciones en que dicha transformación comienza, cesa o se invierte, a menos que no se verifique siempre en el mismo sentido.

La ley que buscamos debe llamarse, pues, de la redistribución continua de la materia y del movimiento. El reposo absoluto no existe; cada ser (y el conjunto universal de todos los seres cognoscibles) cambia de un momento a otro, recibe o pierde movimiento rápida o lentamente. La cuestión es, pues, la siguiente: ¿qué principio dinámico, verdadero en el conjunto y en los detalles de todas las metamorfosis que se verifican en el Cosmos, expresa esas relaciones siempre variantes, entre los seres que cambian?

Este capítulo habrá cumplido su objeto si ha indicado claramente la naturaleza del problema final. La discusión que de él vamos a hacer nos le presentará bajo otra faz, y entonces veremos con evidencia que una Filosofía que merezca tal nombre no puede constituirse sino resolviéndole.




ArribaAbajoCapítulo XII.

Evolución y disolución.


93. La historia completa de una cosa debe considerársela, desde su salida de lo imperceptible, hasta su regreso a lo imperceptible. Ya se trate de un solo objeto, ya del Universo entero, toda explicación que le empiece a considerar bajo una forma concreta y termine considerándole de igual manera, es incompleta, puesto que una parte de la existencia cognoscible del objeto queda sin historia, sin explicación. Al admitir o afirmar que el conocimiento está limitado a los fenómenos, hemos afirmado implícitamente que la esfera del conocer comprende todos los fenómenos, todos los modos de lo incognoscible, que pueden impresionarnos.

Supongamos, pues, un objeto cualquiera en las condiciones a propósito para ser percibido; dos cuestiones se suscitan inmediatamente: ¿cómo ese objeto está, o más bien, ha llegado a estar en esas condiciones, y cómo cesará de estar en ellas? A no admitir que ha tomado una forma sensible en el momento de la percepción para perderla un momento después, forzoso es creer que ha tenido una existencia anterior, bajo esa forma sensible, y que la tendrá posterior; tales existencias anterior y posterior, bajo formas apreciables, son, pues, objetos posibles de ser conocidos, y el conocimiento de todo objeto no es, evidentemente, completo, si no se le conoce en su pasado, en su presente y en su porvenir.

Las palabras y las acciones de la vida suponen más o menos, ese conocimiento, actual o posible, de estados que han sido y de estados que serán, y la mayoría de nuestros conocimientos implica esos elementos. Conocer a una persona supone haberla visto antes, bajo una forma muy parecida a su forma actual; y conocerla bien, implica haberla conocido en sus primeros años, en su juventud, en su vida toda. Sin duda, no se conoce en todos sus detalles el futuro del hombre, pero se le conoce en general; se sabe que morirá, que su cuerpo se descompondrá, y esos hechos completan el plan de los cambios que ha de experimentar. Lo mismo sucede respecto a los objetos que nos rodean: así, podemos retroceder un poco en la historia de los tejidos de seda, algodón, etc., que conocemos; estamos ciertos de que nuestros muebles se componen de maderas que ciertos árboles se han formado no hace mucho tiempo, como también de que las piedras que han servido para construir nuestras habitaciones, formaban antes parte de una de las capas estratificadas de la costra terrestre. Además, podemos también predecir el porvenir de nuestras ropas, de nuestros muebles, de nuestras habitaciones; pues sabemos que entrarán en descomposición, y tras un período de tiempo, más o menos largo, perderán su cohesión y su forma actuales. Ese conocimiento, que casi todos los hombres tienen, relativamente al porvenir y al pasado de los objetos que nos rodean, la Ciencia lo ha extendido, y lo extiende cada vez más: a la historia del hombre, desde que nace, añade la historia intrauterina, pudiéndose decir que hoy se sigue a cada individuo, desde el estado de germen microscópico hasta su descomposición, o reducción a los gases y demás cuerpos resultantes de aquélla. Al historiar un tejido de lana o seda, la Ciencia no se para en la piel del carnero, ni en el capullo del gusano de seda, sino que descubre en esas primeras materias el nitrógeno y demás elementos que el carnero y el gusano han tomado de las plantas, y éstas del aire y tierra en que viven, y así sucesivamente.

Si, pues, el pasado y el futuro de cada objeto constituye una esfera de conocimiento posible, y si el progreso intelectual consiste, parcial si no principalmente, en extender nuestras posesiones por esos dominios de lo pasado y de lo futuro, es evidente que no habremos adquirido todo el conocimiento de que es susceptible nuestra inteligencia, mientras que no sepamos todo el pasado y todo el porvenir de cada objeto y agregado de objetos. Puesto que conocemos cómo un objeto visible y tangible ha llegado a poseer su forma y consistencia actuales, estamos plenamente convencidos de que, partiendo bruscamente, como lo hacemos, de una sustancia que tiene ya una forma concreta, no hacemos más que una historia incompleta, una vez que el objeto tenía ya una historia cuando tomó esa forma.

¿No puede, desde luego, concluirse, que incumbe a la Filosofía formular ese paso de lo imperceptible a lo perceptible, y viceversa? ¿No es evidente que la ley general de la redistribución de la materia y el movimiento, necesaria, según acabamos de ver, para unificar las diversas especies de cambios, debe ser la ley que unifique los cambios sucesivos que experimentan separada y conjuntamente las existencias sensibles? Solamente una fórmula que combine todos esos caracteres dará al conocimiento humano toda su coherencia y unidad posibles.

94. Esa fórmula ya la hemos visto bosquejada en los párrafos precedentes; en ellos hemos reconocido: que la Ciencia, siguiendo en el pasado la genealogía de diversos objetos, halla que sus componentes han existido Antes en estado de difusión, y que a ese estado volverán también, con el tiempo; lo cual quiere decir que la fórmula en cuestión debe comprender esos dos actos de concentración y disolución o difusión. Aún nos hemos aproximado más a la expresión de dicha fórmula, al trazar o indicar sus caracteres generales. El paso de un estado difuso imperceptible, a un estado concreto perceptible es una integración de materia y una disipación concomitante de movimiento; por el contrario, el paso de un estado concreto perceptible, a un estado difuso imperceptible es una desintegración de materia acompañada de una producción de movimiento. Tales proposiciones son evidentes por sí mismas, pues claro está que las partes integrantes no pueden agregarse a constituir el todo, sin perder algo de su movimiento relativo, y no pueden desintegrarse o separarse, sin recibir más movimiento relativo. No se trata aquí de movimientos de una masa, respecto a otras masas, sino del movimiento relativo, o de unos respecto a otros, de los elementos de una misma masa. Limitándonos a considerar ese movimiento interno y la materia que lo posee, es un axioma: que toda consolidación progresiva de aquélla implica disminución del movimiento interno, y que todo incremento de ese movimiento implica desintegración o difusión de la materia.

El conjunto de las dos operaciones opuestas que acabamos de formular, constituye la historia completa de toda existencia sensible, bajo su forma más sencilla. Pérdida de movimiento e integración consecutiva o simultánea, seguidas de adquisición de movimiento y desintegración concomitante; he aquí enunciada la serie entera de cambios de un ser, o de un conjunto cualquiera de seres, entre sí relacionados. Tal vez parecerá demasiado atrevida la anterior afirmación, mas ya la justificaremos en los párrafos sucesivos.

95. En efecto, hemos de notar, desde luego, un nuevo hecho de una importancia capital, a saber: que todo cambio que experimenta una sustancia apreciable, se verifica en una u otra de esas dos direcciones opuestas. Aparentemente, muchos seres que han pasado de un estado difuso a un estado concreto, permanecen en él indefinidamente, sin proseguir su integración, y sin comenzar a desintegrarse. Sin embargo, no es verdad esa apariencia; todos los seres ganan o pierden movimiento y sustancia, se integran o se desintegran; todas las cosas varían en su temperatura, se contraen o se dilatan, se integran o se desintegran. Las cantidades de materia y de movimiento interno de una masa cualquiera, crecen o decrecen continuamente; y esos incrementos y decrementos son pasos hacia la difusión o hacia una concentración mayor. Las pérdidas y ganancias de sustancia, por lentas que sean, implican o una disolución o un incremento definitivo; y las pérdidas o ganancias del movimiento invisible, que llamamos calor, producirán, continuadas, una integración o una desintegración completa. Al caer los rayos solares sobre una masa fría, aumentan los movimientos moleculares, que en ella se verifican, y haciéndola así ocupar mayor espacio, inician una operación que, suficientemente continuada, desintegrará la masa haciéndola pasar al estado líquido; y continuada aun más, la desintegrará más, haciéndola pasar al estado gaseoso. Inversamente, el volumen de una masa de gas disminuye, cuando éste se enfría, o pierde movimiento molecular, y si la pérdida continúa suficientemente, la disminución de volumen terminará en la licuefacción, y aun en la solidificación. Y puesto que no hay, en masa alguna, temperatura absolutamente constante, forzoso es concluir que toda masa tiende continuamente a una mayor concentración, o a una mayor difusión.

No solamente todo cambio que consista en adición o sustracción de materia, en adición o sustracción del movimiento molecular térmico entra en esa categoría o clase general, sino también todos los cambios llamados transformaciones y transposiciones. En efecto, toda redistribución interna que deje las moléculas, o, en general, las partes constituyentes de una masa, en posiciones relativas diferentes, no puede menos de ser una etapa hacia la integración o hacia la desintegración, y de haber cambiado más o menos el volumen ocupado por la masa. Pues cuando las partes han sido puestas en movimiento, unas respecto a otras, hay infinitas probabilidades de que las distancias medias que las separan del centro de gravedad de toda la masa, no permanezcan las mismas; de lo que resulta que, sea cual fuere el carácter especial de la redistribución, siempre será un paso hacia la integración o la desintegración.

96. Ahora que tenemos una idea general de esas operaciones universales, bajo sus más sencillas relaciones, podemos examinarlas bajo otras más complejas. Los cambios que tienden hacia una concentración, o hacia una difusión mayor, son generalmente más complicados, que lo que acabamos de indicar. Hasta ahora, hemos supuesto que sólo se verificaba una u otra de las dos operaciones opuestas; que una masa perdía movimiento y se integraba, o bien ganaba movimiento y se desintegraba. Pero, si es verdad que todo cambio favorece a una o a otra de esas dos operaciones, no lo es que sean siempre independientes una de otra. En efecto, toda masa, todo conjunto de materia, pierde y gana movimiento, continua y simultáneamente.

Todas las masas, desde el grano de arena hasta el astro, radian calor hacia las otras masas, y absorben calor del que las otras radian; al radiar se contraen, se integran; al absorber se dilatan, se desintegran. Generalmente, esa doble acción no produce efectos apreciables en los cuerpos inorgánicos; sólo en algunos casos, como por ejemplo, en las nubes, produce rápidas y notables transformaciones, pues se dilatan y disipan si la cantidad de movimiento molecular, que reciben del Sol y de la Tierra, excede a la que pierden por radiación hacia las superficies próximas y hacia el espacio; y al contrario, se liquidan y caen en forma de lluvia si, arrastradas hacia las altas y frías cumbres de las montañas, radian sobre ellas mucho más calor que el que reciben, sufriendo así una pérdida de movimiento molecular y una integración creciente del vapor de agua hasta que se liquida y aun se solidifica, si es suficientemente intenso el enfriamiento. La integración y desintegración son, pues, siempre resultados de una diferencia de movimientos.

En los seres vivos, y más especialmente en los animales, esas operaciones opuestas se verifican con la mayor actividad, bajo diversas formas. No sólo hay en ellos lo que podemos llamar integración pasiva de la materia, que resulta, en los seres inorgánicos, de simples atracciones moleculares; hay además una integración activa de la materia, bajo la forma de alimentos. Análogamente, a la desintegración superficial pasiva que sufren les seres inanimados, añádese, en los animales, una desintegración activa, que ellos mismos producen, absorbiendo en su sustancia ciertos agentes exteriores. Como los seres inorgánicos, los organizados comunican y reciben movimiento pasivamente; pero, además, absorben y gastan activamente el movimiento latente de los alimentos. Mas, a pesar de esa complicación en las dos operaciones, y de la inmensa actividad de su lucha, hay constantemente en los seres vivos un progreso-diferencia, ya hacia la integración, ya hacia la desintegración. Durante un primer período de la vida de cada individuo, la integración predomina, hay lo que llamamos crecimiento. Sigue luego una época media caracterizada, no por el equilibrio de las dos operaciones, sino por el predominio alternativo de la una o de la otra. El cielo se cierra por un período, en que empieza a predominar la desintegración, hasta que pone término a la integración y deshace lo que ésta había hecho. No hay período en que la asimilación y las pérdidas se equilibren y no haya crecimiento ni decrecimiento. Aun en los casos en que unos órganos crecen mientras otros decrecen, y en que diversas partes están expuestas diferentemente a los orígenes externos de movimiento, de modo que unas se dilatan, mientras otras se contraen, la ley últimamente enunciada se verifica también, pues hay infinitas probabilidades para que esos cambios opuestos no se equilibren, y no equilibrándose, el ser en cuestión, como todos, se integra o se desintegra.

En todos los seres, y siempre, los cambios operados en un momento cualquiera pertenecen a una u otra de esas dos operaciones. Si, pues, la historia general de todo ser puede sintetizarse diciendo: consiste en el paso de un estado imperceptible difuso, a un estado perceptible concreto; también puede expresarse como una parte de uno u otro de esos cambios, cada parte de la historia de todo ser. Ese principio debe ser, pues, la ley universal de la redistribución de la materia y del movimiento, que unifica, a la vez, los grupos de cambios distintos en apariencia y la marcha de cada grupo.

97. Esas operaciones, doquier antagonistas, que obtienen alternativamente, ya triunfos pasajeros, ya triunfos permanentes, las llamaremos evolución y disolución. La evolución es, pues, en su forma más general y sencilla: integración de la materia, acompañada de disipación de movimiento; la disolución, por el contrario, es: absorción de movimiento y desintegración a la vez de la materia. Tales nombres no llenan completamente todas las condiciones deseables, o mejor dicho, si el último satisface bastante, el primero está expuesto a graves objeciones. En efecto, la palabra evolución tiene otras significaciones, algunas incompatibles, y aun directamente opuestas a la que aquí la damos, en sentido vulgar significa desarrollo, expansión, manifestación externa, etc.; aquí, aun cuando siempre implicará incremento de un todo y por consiguiente expansión, desarrollo del mismo, implicará también que las partes de ese todo han pasado de un estado más a otro menos difuso, más concentrado. La palabra antitética involución, expresaría mejor la naturaleza de la operación y los caracteres secundarios de que vamos a ocuparnos; pero nos vemos obligados a usar la evolución, a pesar de lo dicho, para oponerla a la palabra disolución. Aquélla se usa, en verdad, muy comúnmente, para designar, si no a la operación general que así llamamos, a muchas de sus variedades y de las circunstancias secundarias, pero notables, que la acompañan: no debemos, pues, usar otra palabra; basta que demos una definición rigorosa del sentido o significado que la atribuimos.

Por disolución entenderemos, pues, como vulgarmente se entiende, la absorción de movimiento y la desintegración de materia; y por evolución la operación inversa, o sea la integración de materia y disipación de movimiento por lo menos; siendo, como ahora veremos, en la mayoría de los casos, algo más.