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Los rescoldos de una vieja polémica en Cádiz hacia mediados del siglo XIX: Clasicismo frente a Romanticismo en la teoría y en la crítica literaria

María del Carmen García Tejera


Universidad de Cádiz




Introducción

Resumen: A comienzos del siglo XIX, Cádiz se convirtió en uno de los focos de la «querella calderoniana» (polémica entre Clasicismo y Romanticismo), que los estudiosos dan por finalizada hacia 1830. En este articulo, intentamos poner de manifiesto que los ecos de esta polémica perduran hasta finales del siglo XIX en la teoría y en la critica literaria: para ello, analizamos declaraciones de autores como Antonio Alcalá Galiana, José Joaquín de Mora; artículos periodísticos de Alberto Lista y manuales de preceptiva literaria (como el de Romualdo Álvarez Espino y Antonio de Góngora Fernández). Palabras clave: Romanticismo, teoría y crítica literaria, Cádiz.

Abstract: About the first years of the nineteenth century, Cádiz became one of the centers of the «Calderonian complaint» (a controversy between Classicism and Romanticism), that finishes about 1830. In this paper, anyway, we want to demonstrate that the remains of his controversy extends until the end of this century in Criticism and Literary Theory: for that reason we analyse some author's declarations (Antonio Alcalá Galiano, José Joaquín de Mora), a few Alberto Lista's journalistic texts, and some literary handbooks (Romualdo Álvarez Espino and Antonio de Góngora Fernández). Key words: Romanticism, literary theory and criticism, Cádiz.


Como es sabido, Cádiz está íntimamente ligada a los inicios del movimiento romántico en España: la «querella calderoniana» protagonizada entre Böhl de Faber y Mora convierte a esta ciudad, a comienzos del siglo XIX, en uno de los principales focos de atención, tanto para los literatos de la época como para estudiosos posteriores (vid. apartado bibliográfico). A su intensa vida cultural, en la que cobran singular relieve los periódicos y las revistas, las representaciones teatrales y las tertulias literarias, hay que unir el hecho de que en esta capital andaluza se centrara la tumultuosa y controvertida actividad política española de los albores del siglo.

Sin embargo, a partir de la década de 1830, puede decirse que el nombre de Cádiz queda desgajado tanto de la política como de la literatura. Allison Peers habla del «fracaso romántico» en toda España desde 1835 y, refiriéndose al caso concreto de Cádiz, señala que «ya había perdido mucho antes de 1837 la mayor parte de la importancia que su relieve político le prestara años atrás» (1973, II: 27). Además, a juicio del crítico inglés, el interés de Cádiz se centró más en la reivindicación de nuestro teatro del Siglo de Oro (en noviembre de 1928 el Diario Mercantil de Cádiz había rendido un homenaje a Böhl por este motivo) que en la rebelión romántica, de la que -dice Allison Peers- apenas se hicieron eco algunos periódicos (1973, I: 263).

Es cierto que tanto la actividad política como la cultural han decaído considerablemente en Cádiz cuando nos aproximamos al medio siglo. Sin embargo, creemos que habría que revisar algunos juicios y matizar ciertas declaraciones en lo que se refiere al eco del Romanticismo en Cádiz por estos años. De un lado, conviene recordar que algunos escritores gaditanos que participaron inicialmente en la polémica (a favor o en contra del Romanticismo), continuaron años después manifestándose sobre esta cuestión: recordemos a Mora y, especialmente, Alcalá Galiano. De otro, podemos hablar de poetas como Salvador Bermúdez de Castro o el mismo José Joaquín de Mora, que paulatinamente se irían incorporando, además de con sus obras, con declaraciones y manifiestos a esta polémica: paradójicamente unos y otros se hallan, por entonces, fuera de Cádiz. En algunos manuales de preceptiva literaria publicados en Cádiz a finales de siglo, todavía se discuten propuestas románticas. Y muy especialmente, hay que destacar las controvertidas manifestaciones del poeta y pedagogo Alberto Lista que, desde las páginas del periódico gaditano El Tiempo -entre 1838 y 1840- nos indican que la ya vieja polémica clasicismo / romanticismo, al menos en el ámbito de la teoría y la crítica literarias, se mantenía aún viva.




Alcalá Galiano y su revisión del movimiento romántico entre 1834 y 1835

El gaditano Alcalá Galiano había tomado parte, desde Madrid, en la «querella calderoniana» del lado de su amigo José Joaquín de Mora, con quien, en 1818, había escrito un folleto, Los mismos contra los propios, cuya publicación fue prohibida por la censura. Pero en 1834, tras muchos avatares políticos y literarios ya conocidos, en la Introducción a su conocida Literatura Española del siglo XIX, confesaba haber cambiado de actitud y «...abjurado los principios que entonces profesaba, no para ponerse totalmente en favor de la causa de los románticos, sino adoptando las ideas más liberales y justas de los poetas y críticos ingleses» (ed. 1969: 114).

Este cambio de orientación se hará aún más patente al año siguiente, en el «Prólogo» que escribe para El moro expósito, donde nuevamente vuelve a ocuparse de la polémica entre clásicos y románticos, aunque asignando dichos calificativos a determinados países y épocas (clásicos, por ejemplo, considera a los pueblos mediterráneos y a la Etapa Renacentista; serían románticos, en cambio, los pueblos germánicos y la Edad Media). Y, tras establecer los orígenes del Romanticismo y los rasgos que adquiere en los diversos países europeos, termina señalando sus características más notables:

[El Romanticismo] Ha roto la cadena de tradiciones respetables y dado un golpe mortal a ciertas autoridades tenidas hasta el presente por infalibles... Han abandonado los poetas los argumentos de la fábula e historia de las naciones griega y romana como poco propios para nuestra sociedad. [...] En una palabra, vuelve por estos medios la poesía a ser lo que fue en Grecia en sus primeros tiempos, una expresión de recuerdos de lo pasado y de emociones presentes, expresión vehemente y sincera, y no remedo de lo encontrado en los autores que le han precedido ni tarea hecha en obediencia a lo dictado por críticos dogmatizadores.


(cit. por Navas Ruiz, 1990: 195)                


Pero -como tendremos ocasión de ver más adelante-, Alcalá Galiano todavía no había dicho su última palabra sobre esta cuestión.




Algunas declaraciones sobre el Romanticismo en torno a 1840

Allison Peers había calificado a 1840 como «annus mirabilis» para el Romanticismo, a tenor de las numerosas publicaciones poéticas que aparecen por esta fecha: Zorrilla, Espronceda... Nos referiremos aquí a las de dos poetas gaditanos: José Joaquín de Mora con sus Leyendas Españolas (Londres, 1840), y Salvador Bermúdez de Castro con sus Ensayos Poéticos (Madrid, 1840). Pero, más que sus creaciones poéticas, nos interesa examinar las declaraciones que, en forma de prólogo o introducción, realizan sobre el movimiento romántico.

Allison Peers sitúa a Mora en el grupo de los «eclécticos» (1973, II: 86-87). A estas alturas, bien es cierto que unas reflexiones como las que siguen (extraídas del Prólogo a sus Leyendas Españolas) pueden, incluso, llevarnos a pensar que se ha producido en él cierta «conversión ideológica»: «Tan incomprensible es para mí el clásico que desdeña, desprecia o ridiculiza los nuevos elementos artísticos introducidos en la literatura... como el romántico que con tal falta de respeto y hostilidad trata los dechados de perfección que abundan en el bando opuesto» (1840: XII). Y poco después, formula una petición que -en la misma línea que habían propugnado otros teóricos conciliadores- intenta neutralizar la consabida oposición clásico / romántico: «...No desea [el autor] que las leyendas sean juzgadas como clásicas, ni como románticas, sino como suyas» (1840: XIV).

Estas afirmaciones tan ponderadas suscitaron la adhesión de Lista (vid. más abajo la crítica que le hace en El Tiempo). Pero en ningún momento pueden encubrir su verdadera actitud hacia el Romanticismo. Unos años antes, en su poema «El melancólico» (Poesías. Cádiz, 1836), José Joaquín de Mora caricaturizaba así la imagen de un romántico:


   Pálido, desgreñado, macilento,
mejilla hundida y húmedos los ojos,
en muelle canapé medio sumido
y en los profundos piélagos absorto.



Incluso en el Prólogo que comentamos, juzga agriamente algunas formas de versificación incorporadas por los románticos: este desprecio que muestra Mora hacia las estrofas populares sí seria censurado por Lista. Su poesía, por otra parte, apenas tiene nada de romántica. Si hubo en él algún intento de conciliación teórica con el Romanticismo, su obra poética lo echa por tierra. Según Allison Peers, «Mora tiene poca imaginación, menos sentido aún de lo pintoresco y ningún acierto en la elección de asunto. Además, su estilo, siempre florido y a menudo prosaico, tiene más cosas en común con el siglo XVIII que con el XIX» (1973, II: 295).

Todas las cualidades «románticas» de las que carecía Mora, las poseía, sin embargo, Salvador Bermúdez de Castro1. En una Introducción a sus poemas, confiesa que «si algo contienen [estas composiciones] es la revelación de las sensaciones internas de mi alma, los pensamientos que me han inspirado el aspecto de la naturaleza, la contemplación de la humanidad. Escritos en mis horas de alegría y de tristeza [...], mis versos son el reflejo fiel de mis impresiones apasionadas o frías...» (1840: 5).

Pese a estas declaraciones tan típicamente románticas, Bermúdez de Castro se niega a admitir la existencia de los dos «bandos», clásico o romántico. Poco después de la publicación de sus Ensayos poéticos afirma en la revista El Iris (1841, I: 112): «Ya es ridículo distinguir en dos sectas a los clásicos y a los románticos: ha habido entre todos los hombres sensatos un concilio literario aconsejado por el buen sentido en que se han transigido los opuestos intereses [...]. El tiempo y el juicio público han verificado paulatinamente esta fusión».




El Romanticismo en la prensa periódica gaditana alrededor de 1840

Ya hemos recordado el importante papel que desempeñó la prensa gaditana de comienzos de siglo para la difusión de las ideas románticas (Allison Peers, 1973; Solís, 1958 y 1971; Zavala, 1972; Navas Ruiz, 1973 y 1990...). Sin embargo, se hace patente un notable declive en años posteriores (Allison Peers, 1973, I: 264).

Es cierto que la ebullición romántica que vivió Cádiz a comienzos del siglo XIX poco tiene que ver con el decaimiento cultural que se estaba adueñando de la ciudad casi veinte años después, pero también lo es que la prensa de la época siguió recogiendo, tanto creaciones románticas (en verso y en prosa) como opiniones a favor o en contra (más de esto último) sobre el movimiento: se da, incluso, la paradójica circunstancia de encontrar en las páginas de un mismo periódico un poema marcadamente romántico y una feroz diatriba contra el Romanticismo (Solís, 1971: 314-316).

Además de El Tiempo -donde publicó Lista numerosos artículos entre 1838 y 1840, y al que nos referiremos más detenidamente-, hay que hacer mención de otros periódicos gaditanos que, pese a su corta vida en la mayor parte de los casos, sirvieron como cauce de expresión para diversas inquietudes artísticas y culturales: así La Aureola (entre 1839 y 1840), la Revista Gaditana (1839-40; a partir de este año pasa a denominarse Revista Andaluza), y otros posteriores como La Moda (1842-59) o La Tertulia (1848-51) (vid. Solís, 1958 y 1971; Zavala, 1972). De todos ellos, quizás el que mayor importancia alcance en el ámbito del Romanticismo sea la Revista Gaditana (Atero, 1980 y 1984), que dio cabida tanto a poemas de Zorrilla y de Salvador Bermúdez de Castro (e incluso a una novela por entregas de su hermano José) como a un artículo de Tomás García Luna (enero de 1840), titulado «Poesía de las costumbres de la Edad Media. Romanticismo», en el que, tras poner de manifiesto que el movimiento romántico redescubre la poesía encerrada en aquellos siglos, realiza un feroz ataque contra los románticos, no sólo porque adolecen de una falta total de ingenio en sus creaciones sino -lo que, a su juicio, es aún peor- por la inmoralidad que demuestran:

En sus imitadores [los románticos] -dice- se echa de ver lo vano y hueco de sus cerebros, quieren henchir una vejiga agujereada y el aire sale con la misma facilidad que entra, son micos que remedan los ademanes humanos, sin acertar nunca a dar a sus acciones el vigor y la energía que les comunican los efectos del corazón.

Con ser tan pernicioso este error de algunos escritores de escaso ingenio, aun no lo es tanto como la falta de moralidad que se advierte en muchas de sus obras...






Alberto Lista en Cádiz

El 20 de octubre de 1838, el periódico gaditano El Tiempo insertaba entre sus páginas la siguiente noticia:

Ayer llegó a esta ciudad el Sr. D. Alberto Lista.- La reputación de saber y de talento de que goza este distinguido literato, a quien ha sido confiada la dirección del nuevo colegio de humanidades por sus fundadores, hace inútil todo elogio, y justifica las grandes esperanzas que han concebido un crecido número de padres de familia y la juventud gaditana.



Efectivamente, Lista había venido a Cádiz en esa fecha para regentar, en calidad de jefe de estudios, el recién fundado Colegio de Humanidades de San Felipe Neri: en un prospecto (publicado en esta ciudad el 21 de octubre) declaraba las pautas que constituían el ideario del centro, y el 29 de ese mismo mes, pronunciaba un Discurso en el solemne acto inaugural del Curso. Hay que recordar que este Colegio había sido creado por iniciativa de un grupo de gaditanos, comerciantes acomodados casi todos, entre los que se encontraba José Vicente Durana, fundador del periódico El Tiempo, nacido en 1837 con marcado carácter conservador (Vid. Solís, 1971: 291)2.




Los artículos literarios de Alberto Lista en El Tiempo

Casi inmediatamente después de su llegada, Lista comenzó a colaborar en este periódico y dirigió su sección literaria hasta que dejó de editarse en 18403. Sus artículos versaban sobre temas muy variados. Los literarios pueden dividirse en dos grandes bloques: a) los que surgían de sus propias reflexiones sobre diversas cuestiones relacionadas con la Literatura -lo que él calificaba de «estudio filosófico de las Humanidades» (Mora, 1844, I: 1-3)- y hoy podríamos considerar de teoría literaria: la creación, períodos literarios, estética, lenguaje literario, consideraciones sobre el romanticismo y el clasicismo...; b) aquellos en que actuaba como crítico literario, tanto sobre escritores coetáneos (Zorrilla, Mora, su discípulo Espronceda...) como sobre autores y obras anteriores. Destacan, entre éstos, los que se refieren al teatro: es ésta una importante aportación de Lista -ya iniciada en Madrid dos años antes de venir a Cádiz- a las polémicas originadas en torno a este género.




Unas reflexiones sobre el «antirromanticismo» de Alberto Lista

La actitud que el poeta y pedagogo sevillano deja patente en el periódico El Tiempo con respecto a la polémica clasicismo / romanticismo no era nueva en él: ya en algunos de sus artículos literarios de El Censor (entre 1820 y 1822) aparecen algunas de sus opiniones sobre esta controversia (vid. Juretschke, 1951: 114). Dos años antes de llegar a Cádiz, Lista había impartido, por segunda vez, unas Lecciones de Literatura Española en el Ateneo de Madrid (vid. García Tejera, 1989: 2931), recogidas ese mismo año -1836- en la Revista Española. En esta ocasión había tratado, casi exclusivamente, del teatro español y, particularmente, del de los Siglos de Oro: en la «Introducción» a esas lecciones se había referido a «la gran cuestión que divide en el día la literatura europea» (op. cit.: 52), estableciendo lo que, a su juicio, podía denominarse clásico o romántico. En los artículos de El Tiempo, Lista se ocupó de esta polémica de forma más extensa y detallada; por ello, sus ataques al romanticismo (o a lo que, a su juicio, entendían muchos por romanticismo) fueron más violentos. De todas formas, pensamos que habría mucho que matizar sobre el «antirromanticismo» de Lista. Es cierto que sus manifestaciones no dejan mucho resquicio a la duda: estudiosos como Metford (1939), Cossío (1942), Allison Peers (1949) o Navas Ruiz (1990), entre otros, lo han puesto de relieve. Pero no podemos perder de vista que estas declaraciones de Lista forman parte de un programa docente (en el caso de las lecciones del Ateneo), y de difusión cultural (artículos de El Tiempo) y que, más que analizar en profundidad el movimiento romántico, Lista pretendió enseñar Literatura y para ello, se vio obligado a señalar los pros y los contras de una corriente literaria, entonces en pleno apogeo creativo en España, que se había fraguado en unos peculiares condicionamientos sociopolíticos. De ahí ese tono reflexivo que utiliza Lista en sus exposiciones (nacido de lo que él consideró una necesidad ineludible: el «estudio filosófico de las Humanidades»); de ahí también que la lectura de esos artículos no deba ser parcial ni quedar descontextualizada: por eso, junto a sus declaraciones más radicales contra el romanticismo convendría situar aquellas en las que denuncia el abuso de la preceptiva o en las que insiste en la primacía del genio sobre las reglas. En clara alusión a la «querella calderoniana» mantenida años atrás en Cádiz entre Mora y Böhl de Faber, se lamenta de la actitud pueril que adoptan ambos bandos: «Algunos lo disculpan [el desprecio que los románticos sintieron hacia los clásicos], observando que ésta es una reacción propia de la época, en venganza de la injusticia con que sus contrarios los clásicos desconocieron en el último tercio del siglo pasado el mérito de nuestros escritores dramáticos del siglo XVII. Nosotros somos los primeros en censurar esa injusticia, pero ¿cuándo se ha visto que la iniquidad de un partido santifique la reacción del opuesto? Tú has despreciado a Calderón y Lope, pues yo desprecio a Corneille y a Racine. Esta es la lógica de las verduleras ¿Conviene a los hombres que tratan de literatura y de crítica literaria? ¿No sería mucho mejor que celebráramos en cada uno sus aciertos y censuráramos sus faltas?» («Estado actual de la literatura europea», El Tiempo, 18-4-1840; Mora, 1844, I: 36-37).




Acerca del «genio» y de las «reglas»

La polémica suscitada en torno a esta cuestión (preeminencia de la inspiración frente a la actitud preceptista mantenida por los partidarios del clasicismo) alcanzó uno de sus momentos culminantes durante el período romántico. También en esto intentó Lista conciliar posturas: en la Introducción a las Lecciones de Literatura Española que había impartido en el Ateneo de Madrid el año 1823 (reproducida por Juretschke, 1951: 419-428) trata de demostrar la necesaria interacción entre el genio y las reglas. Y en 1836, cuando por segunda vez dictó un curso de literatura en dicha Institución, advierte: «Nosotros no podemos creer como algunos, que el género clásico sea aquel en que se observan las reglas y romántico en el que se desprecian entregándose el poeta a todos los desvaríos de la imaginación. La poesía es un arte, y no hay arte sin reglas, deducidas de la observación de la naturaleza y de los modelos» (Vid. Lista, 1836. Reproducido en García Tejera, 1989: 53). Pero no podemos olvidar que en numerosas ocasiones defendió la tesis de que la inspiración es el único punto de partida de la creación artística: «Esta fuerza creadora, hija del entusiasmo propio, que impele el alma a la representación ideal de la belleza, para excitar el entusiasmo ajeno, es lo que se llama inspiración poética, y fue la madre de las bellas artes» («Del sentimiento de la Belleza», El Tiempo, 10-6-1840, vid. Mora, 1844, I: 16-17). Y en otro momento, apostilla: «Nosotros sabemos que el genio, auxiliado por la instrucción, enardece la fantasía, la [sic] presenta cuadros originales y animados, la enseña a vencer los obstáculos y a expresar dignamente lo que ha concebido» («De la supuesta misión de los poetas», Mora, 1844, I: 167).

Pero su defensa de la primacía del genio no le impide reconocer la necesidad de unas reglas que orienten la creación literaria: «En cuanto a las reglas, nuestra opinión es que las hay [en la literatura], como en la pintura y en la música. Sin reglas no hay arte» («Estado actual de la Literatura europea», El Tiempo. 18-4-1840; Mora, 1844, I: 36-37). Piensa que, incluso, sirven de acicate al genio: «Las reglas dan cierto estímulo para vencer los obstáculos que ellas mismas presentan; el talento se repliega sobre sí mismo, adquiere nuevas fuerzas, medita, combina el plan, y porque trabaja más y estudia mejor la materia, siente más vehementes inspiraciones, y así llega a la perfección» (ibidem). Con todo, llega a mostrarse comprensivo con aquellos que -tanto en el ámbito de la creación literaria como en el de la enseñanza- se manifiestan contrarios a las reglas: él mismo considera negativo su abuso por parte de escritores que intentan, mediante una excesiva sujeción a la preceptiva, ocultar su mediocridad: «...tal vez los escritores adocenados, que se han dedicado a colectarlas sin talento ni principios tan supersticiosos adoradores de Aristóteles y Horacio» (ibidem), y culpa a ciertos preceptistas de la excesiva rigidez del teatro francés: «Parécenos, pues, que Boileau, y en general todos los que se empeñaron en conservar como dogmas fundamentales de la dramática las formas del teatro griego, hicieron un verdadero daño a la literatura; porque dieron motivo a una contradicción manifiesta entre el interés y la construcción de la escena moderna [...] ¿Qué resultó? Una multitud de inconvenientes, que notamos aún en los mejores poetas del teatro francés» («Del teatro clásico francés», Mora, 1844, I: 72). Por ello, admite, en determinados casos, la transgresión de las reglas: «Jamás alabaremos al que las quebrante sin necesidad; pero sí al que se tome la amplitud que le baste para desplegar convenientemente los caracteres y la acción; porque creemos que la tragedia moderna necesita muchas veces de esta amplitud» (art. cit.: 73).

Su experiencia como profesor lo hizo particularmente sensible a los problemas que afectaban a la enseñanza de las Humanidades; problemas que, a veces, derivaban de unos criterios pedagógicos inadecuados, como los empleados por algunos autores de tratados de preceptiva literaria, en su afán de «reducir a reglas arquitectónicas los adornos de la dicción, creyendo, según las apariencias, que dichas reglas bastaban para escribir bien» («De las figuras del estilo», El Tiempo, 2-5-1839; Mora, 1844, I: 57). Igualmente considera nefastas para los alumnos la práctica de los progymnasmata (que recomendaba Quintiliano en sus Instituciones Oratorias), consistentes en un «discurso que se obligaba a los alumnos a componer, variando la idea principal según las diferentes figuras que se les habían asignado». Como indica Lista, este ejercicio sólo puede producir pedantes y «es muy a propósito para ahogar en los jóvenes el germen precioso del genio, si por ventura lo tienen». Como pedagogo -y quizás también, como poeta- advierte del peligro que supone imponer este tipo de trabajos a los alumnos en las clases de Literatura: «No hay cosa más indócil e inobediente que las musas. Conviene dejar a su arbitrio los asuntos sobre que han de escribir, y corregir después sus producciones» (ibidem).




Los artículos sobre el Romanticismo de El Tiempo

En marzo de 1839 publicó Lista dos extensos artículos en El Tiempo: «Del Romanticismo» y «De lo que hoy se llama Romanticismo». Días después, sintetizaba su postura en otro titulado «Resumen de los artículos anteriores sobre el Romanticismo» (vid. Mora, 1844, II: 34-43). Son los que se citan comúnmente para dar a conocer el pensamiento de Lista y, sobre todo, su animadversión hacia este movimiento literario. Al parecer, constituyen la última contribución de Lista a la nueva polémica que, generada en el Ateneo de Madrid durante el curso 1838-39 y protagonizada, entre otros, por Antonio María Segovia, Antonio Alcalá Galiano y Juan E. Hartzenbusch, se centraba una vez más en el género teatral: en la conveniencia o no de mantener las reglas dramáticas, en la influencia del teatro sobre las costumbres, en la necesidad de guardar las normas morales... (Navas Ruiz, 1990: 109-111). Ciertamente Lista no se quedó corto en sus invectivas antirrománticas, en estos y en otros artículos anteriores y posteriores. Considera al Romanticismo como una moda pasajera: «...y entonces será muy fácil conocer que el romanticismo actual, antimonárquico, antirreligioso y antimoral, no puede ser la literatura propia de los pueblos ilustrados por la luz del cristianismo, inteligentes, civilizados, y que están acostumbrados a colocar sus intereses y sus libertades bajo la salvaguardia de los tronos. El romanticismo del día, considerado en sus efectos morales, en nada se parece ni al espíritu ni a los sentimientos comunes de la época» («De lo que hoy se llama romanticismo», Mora, 1844, II: 39).

Sin embargo, creemos que en estas líneas podemos hallar las claves que orientan su concepto de Literatura; los requisitos que -a su juicio- debe cumplir toda manifestación artística. Examinemos los más interesantes.




«De la importancia del estudio filosófico de las humanidades»

Aunque este artículo de Lista apareció en El Tiempo el 3 de mayo de 1840, Mora lo coloca al frente de su recopilación (1844, I: 2 y ss.). Esta convicción que expresa Lista es la piedra angular sobre la que construye su teoría literaria, y el punto de apoyo para el ejercicio de su actividad crítica y docente. Fernández y González afirma que, desde sus lecciones y artículos sobre Literatura, fue Alberto Lista el primero en España que reivindicó la «necesidad de cimentar los estudios de humanidades en principios verdaderamente filosóficos» (1867: 68). Este estudio (o «ciencia de la poesía», como también lo denomina), al estar sustentado en la razón, elimina las conocidas discusiones sobre el predominio del genio o el de las reglas: «El genio no se plega fácilmente a la autoridad; sólo reconoce y recibe el yugo de la razón. Si éste no le es conocido, ni Aristóteles ni Horacio le impedirán abrirse sendas inusitadas, aunque terminen en horrendos precipicios. Quiere ser original, quiere halagar con novedades; quiere manifestar su independencia y su atrevimiento, y nada respeta, sino a la razón cuando la puede conocer» (art. cit.: 2)4. Y, en clara alusión a las polémicas partidistas (tanto en política como, sobre todo, en literatura), concluye afirmando que «la belleza es independiente de los caprichos de la moda y de la animosidad de los partidos políticos» (ibidem).




Supuestos morales, religiosos y políticos en la teoría literaria de Alberto Lista

Ya hemos expuesto más arriba cómo Lista rechaza el movimiento romántico por «antimonárquico, antirreligioso y antimoral», de lo que se deduce fácilmente en qué clase de principios se sustentan sus juicios estéticos y literarios: como veremos más adelante, éstas son las auténticas pautas que condicionan la crítica literaria de Lista, hasta el punto de que llegan a anular la famosa dicotomía clásico / romántico. En este sentido hay que interpretar una clasificación tan rotunda como la que sigue: «Nosotros designaremos las composiciones con los títulos de buenas o malas, sin curarnos mucho de si son clásicas o románticas, y éste es en nuestro entender el mejor partido que pueden tomar los hombres de juicio, naturalmente poco aficionados a dejarse alucinar por palabras ni frases» («Resumen de los artículos anteriores sobre el Romanticismo», Mora, 1844, II: 43). Por eso no dudó en elogiar al romántico francés Chateaubriand: «En nuestros días ha aparecido Chateaubriand, que ha hecho un gran bien a la literatura y un gran servicio a la religión, escribiendo su inmortal obra del Genio del Cristianismo, consagrada a demostrar los tesoros de poesía, encerrados en los misterios, en las ceremonias, en las virtudes de nuestra creencia. ¿Y habremos de renunciar a estos tesoros?» («De la influencia del Cristianismo en la Literatura»; Mora, 1844, I: 24).

Estos supuestos morales, religiosos y monárquicos constituyen, en realidad, un bloque compacto: los tres aparecen íntimamente ligados a la «sociedad moderna» de la que habla Lista con frecuencia.

El examen al que somete al Romanticismo comienza por el significado etimológico de los vocablos «romanticismo» y «romántico». Pero, dado que las diversas acepciones que halla no se corresponden, a su juicio, con el movimiento al que designa, se dedica a analizar los caracteres que se le suelen atribuir.

Comienza planteándose la oposición del Romanticismo al Clasicismo sobre la base de una «completa infracción de todas las reglas poéticas dictadas por Aristóteles y Horacio» («Del Romanticismo», en Mora, 1844, II: 35). Pero Lista se niega a admitir tal supuesto: «No creemos, pues, que el romanticismo, si es algo, sea una cosa [...] tan anárquica y disparatada, como una declaración de guerra a las leyes del buen gusto, dictadas por la naturaleza, deducidas de la observación y consagrada por grandes maestros y grandes modelos» (ibidem), aunque reconoce que la pobreza creativa que mostraba el siglo XVIII -«la escasez de genio»- es un terreno abonado para que fructifiquen la anarquía y la inmoralidad («Estado actual de la Literatura europea»; Mora, 1844, I: 37). Más adelante se hace eco de la afirmación según la cual «el Romanticismo actual es la literatura propia de la edad media» («Del Romanticismo», Mora, 1844, II: 36). Esta opinión le parece insostenible, basándose en que las condiciones de vida son radicalmente diferentes en ambas épocas: «¿Cómo en una época de filosofía pueden agradar las mismas cosas que entusiasmaban a nuestros crédulos e ignorantes antepasados? ¿Cómo una sociedad culta ha de complacerse en las consejas que inventó el carácter guerrero y supersticioso de aquellos tiempos» (ibidem). Su consideración negativa del mundo medieval no es obstáculo, sin embargo, para que Lista reconociera la decisiva transformación social, religiosa y política que se opera en Occidente durante aquella etapa: «A la religión de la imaginación sucedió la de la inteligencia [...] Al gobierno republicano sucedió el monárquico bajo diferentes formas; pero todas templadas por el principio del cristianismo, enemigo de la tiranía al mismo tiempo que del desorden» (art. cit.: 37). A este cambio social -deduce Lista- corresponde también un cambio literario: de ahí las profundas transformaciones que se han operado, no sólo entre la literatura clásica y la medieval: «Esta es la diferencia que encontramos entre la literatura antigua y la que conviene a los pueblos monárquicos y cristianos que habitan la Europa de nuestros días. Si el romanticismo ha de ser algo contrapuesto al clasicismo, no puede ser otra cosa sino la que acabamos de describir» (ibidem).

Pero Lista encuentra, sorprendentemente, un punto de conexión entre la literatura clásica y la romántica y, más concretamente, en el género teatral: «Nada es más opuesto al espíritu, a los sentimientos y a las costumbres de una sociedad monárquica y cristiana que lo que ahora se llama romanticismo, a lo menos en la parte dramática. El drama moderno es digno de los siglos de la Grecia primitiva y bárbara: sólo describe el hombre fisiológico; esto es, el hombre entregado a la energía de sus pasiones, sin freno alguno de razón, de justicia, de religión» («De lo que hoy se llama romanticismo», en Mora, 1844; II: 38). Por esa razón no se explica el desprecio que inspira a los dramaturgos románticos el teatro griego, y clama contra ese cúmulo de aberraciones con las que, a su juicio, se nutre el teatro de la época: «Ese empeño en deslustrar y envilecer en el teatro el esplendor del trono: esa manía sobre todo de presentar a los ojos de los espectadores los vicios y los delitos, verdaderos o fingidos, de que se han hecho reos algunos ministros de la religión: ese cuidado en fin de destruir todas las ideas de orden social y de moralidad anuncia un plan harto conocido ya por fortuna, y es de resucitar en la Europa actual el odio contra los reyes, los sacerdotes y las virtudes; y aquella demencia que produjo todos los desastres de la revolución francesa. El siglo no puede sufrir ya la anarquía ni en los escritos ni en las conversaciones: la anarquía vencida se ha refugiado en la escena» (art. cit.: 39).

Aunque -a tenor de las afirmaciones anteriores- pueda parecer que Lista asigna una finalidad moralizante a la obra literaria (especialmente al drama), lo cierto es que en varias ocasiones lo niega rotundamente: «El teatro, pues, considerado en su esencia y su objeto, no se dirige a enseñar la moral ni a rectificar las costumbres, sino a proporcionar a los ánimos un placer semejante, aunque más vivo, al que producen las demás bellas artes». En todo caso -apostilla- «en el teatro la moral es un corolario» («De la moral dramática»; Mora, 1844, II: 59-60).

Como recuerda Navas Ruiz (1990:13), «Política y socialmente, el romanticismo se identifica con el liberalismo, réplica de la sociedad burguesa a los excesos del absolutismo monárquico y de la revolución popular». Lista, de entrada, considera perniciosa toda intervención de signo político en la literatura, pero además está convencido de que el movimiento romántico es sinónimo de «destrucción» porque lo liga indisolublemente al espíritu de la Revolución francesa: «Si los románticos de nuestros días, ambiciosos de ser originales, no lo son sino como los revolucionarios de 1789 destruyendo todo lo existente, y alterando las formas sin producir nada, adquirirán una triste celebridad que no les envidiaremos» («Del uso de las fábulas mitológicas en la poesía actual»; Mora, 1844, I: 169)5.

Como él mismo declara más adelante, no le interesa tanto el Romanticismo desde una perspectiva formal, sino sobre todo por sus contenidos, por el mensaje que transmite: «Nuestra crítica del romanticismo actual no versa sobre las formas, y cuando hablemos de ellas, quizá no serán tan severos nuestros juicios como lo han sido y lo han debido ser hablando de los efectos morales. No puede haber belleza sin virtud. Toda obra que produce resultados perniciosos a la moral, es mala en literatura: y no la salvarán de esta justa sentencia ni la elegancia del estilo, ni la verdad de las descripciones, ni aun la misma perfección de las combinaciones dramáticas» (art. cit.: 40).

Si bien es cierto que esta percepción del movimiento romántico resulta hoy en día totalmente inadmisible, no hay que perder de vista que es, sin embargo, totalmente coherente -y explicable- si consideramos, no sólo la ideología de Alberto Lista sino, sobre todo, la difícil etapa de la historia española que le tocó vivir (vid. Juretschke, 1951 y 1977; Martínez Torrón, 1993 b): su formación neoclásica lo lleva a mantener la primacía de la razón como guía y punto de partida cuando emite sus juicios; los horrores y desengaños que padeció durante gran parte de su existencia lo impulsan a proclamar, también en las manifestaciones artísticas, la necesidad de respetar la religión, la moral y la monarquía, como únicas garantías del «orden social».




Aceptación del «Romanticismo histórico». Su defensa de Shakespeare y Lope de Vega

Se afirma comúnmente que Lista admitió el llamado «Romanticismo histórico» y rechazó el «Romanticismo liberal» (vid. nota 5): de ahí la defensa que lleva a cabo de dramaturgos como Shakespeare, Lope de Vega y Calderón. Conforme a su división entre escritores «buenos» y «malos» (y no entre «clásicos» y «románticos»), no duda en justificar plenamente a Shakespeare por haber rechazado la preceptiva clasicista: «Se vio obligado a renunciar a las formas estrechas del teatro de Atenas, y a adoptar otras más amplias. Su auditorio se las concedió; ¿por qué? porque no quería sacrificar un espectáculo que le agradaba a las unidades de convención, cuando Shakespeare no faltaba a la principal, a la sola que exige la naturaleza del drama, que es la unidad de interés» («De las formas del teatro inglés y del español»; Mora, 1844, II: 63).

¿Cómo denominar la revolución teatral que llevan a cabo, en sus respectivos países, Shakespeare y Lope de Vega, si ambos transgreden la preceptiva clasicista? «No tenemos ninguna dificultad -asegura Lista- en que se les llame formas románticas, tomada esta palabra no en el sentido ridículo que se le da en el día, sino en el único soportable que puede tener [...], esto es, entendiendo por romántico lo perteneciente a la literatura cristiana y monárquica, propia de nuestra civilización actual» (art. cit.: 65). Y, para que no quede ninguna duda acerca de su clasificación y de los criterios que la orientan, hace la siguiente observación: «El romanticismo de Shakespeare y de Calderón nada tiene de común con el de Dumas y el de Victor Hugo» (ibidem). La cita de estos dos autores franceses no es gratuita: en otro artículo («Del uso de las fábulas mitológicas...», vid. supra) había pronosticado que Nôtre Dame de Paris sería un libro desconocido antes de veinte años. Pero, por encima de alusiones particulares -más o menos afortunadas-, hay que recordar que Lista fue muy crítico con el teatro francés, más por cuestiones de fondo que de forma: «El odio a todo lo que sea o parezca religión, a las distinciones concedidas al mérito y a la virtud y perpetuadas a las familias, a los tronos, y en general, a toda especie de gobierno legal, ha sido por muchos años un sentimiento bastante común en Francia y en otros países a imitación de la Francia. Su terrible violencia produjo la revolución y ensangrentó la Europa» («Estado actual de la literatura europea», 15-4-1840; Mora, 1844, I: 34-35). Pero Lista añade una razón más, ésta de carácter formal: la literatura francesa resulta rígida por haberse sometido excesivamente a los preceptos. El genio francés estaba «aletargado en el lecho que le habían mullido las formas clásicas de Aristóteles» («De las formas del teatro inglés y del español»; Mora, 1844, II: 67).




La crítica de Lista en El Tiempo a algunos poetas románticos

Como ya hemos advertido y se ha señalado en repetidas ocasiones (Allison Peers, 1973, II: 85-86), Alberto Lista participó de un momento crucial en la historia y en la literatura españolas: tuvo una formación clásica y fue, a su vez, maestro de algunos de los románticos más destacados quienes, en justa correspondencia, le profesaron siempre profundo respeto y admiración. Ya hemos visto que Lista, pese a sus esfuerzos por comprender las claves del movimiento romántico, actuó en ocasiones como uno de sus más furiosos detractores: sin embargo, sus críticas a las publicaciones de muchos poetas románticos fueron mesuradas e incluso en el caso de Espronceda, su predilecto, francamente elogiosas. Alaba la colección de poemas publicada por Zorrilla en 1839, aunque le afea el que cometa frecuentes errores en la expresión. Y no quiere achacar ese defecto a la escuela romántica «...porque existen entre nosotros muchos poetas, pertenecientes a la misma escuela, y que no obstante la libertad que se toman en sus raptos de imaginación, no se atreven sin embargo a traspasar los límites que el lenguaje poético ya formado, ha impuesto a las licencias del genio» (El Tiempo, 6-7-1839; Mora, 1844, II: 85).

Los elogios más encendidos fueron, como ya indicábamos, para el libro Poesías que publicó Espronceda en 1840. En su crítica, Lista se debate entre el afecto que le inspiraba su antiguo discípulo y la animadversión que siente hacia ciertos aspectos del romanticismo. Finalmente, sucumbe a la belleza de las composiciones del poeta extremeño: «Mucho tiempo hace que no se presentan al público en las colecciones de poesías ideas más osadas, elocución más esmerada, armonía más robusta, ni intenciones más poéticas. A pesar de las muchas razones que personalmente nos asisten para no dar elogios a estas poesías [...] ha sido preciso ceder a la impresión que nos causa su lectura; impresión que no dudamos será la misma en todos los lectores instruidos, aun en aquellos que no juzguen dignos del pincel poético algunos de los argumentos» (El Tiempo, 20-6-1840; Mora, 1844, II: 85). Más severo se mostró, sin embargo, con el gaditano José Joaquín de Mora (pese a que no era precisamente nada sospechoso de connivencia con el romanticismo; vid. más arriba algunas de sus manifestaciones sobre este movimiento). También comienza elogiando sus Leyendas Españolas (publicadas en Londres, 1840) y, en parte, se adhiere a su postura en la famosa querella entre clásicos y románticos apoyándose en las ideas que había expuesto acerca de la necedad de unos y otros «...porque sus juicios están igualmente dictados por el espíritu de partido», pero muestra su desacuerdo con él por la inexactitud histórica de algunos pasajes de sus Leyendas... y también por diversas cuestiones métricas. Frente a la actitud de Mora, reivindica (rasgo muy romántico, por cierto) el empleo del romance y de otros metros populares: «No despreciemos los metros -concluye- porque los maneja el vulgo. También los copleros hacen décimas y cuartetas, y nosotros los hemos visto elevarse a la dignidad de la octava» (El Tiempo, 2, 6 y 7-9-1840; Mora, 1844, II: 80).




Últimos años de Alberto Lista en Cádiz

Entre julio y septiembre de 1840, las colaboraciones de Alberto Lista en El Tiempo se centraron, casi en su totalidad, en la crítica literaria de autores y obras aparecidas por aquellas fechas: además de las que acabamos de consignar, Lista se dedicó a comentar publicaciones y reediciones de teatro español: de Lope de Vega, Calderón, Ruiz de Alarcón, Tirso de Molina, Vélez de Guevara, Rojas, Moreto, Cañizares, Moratín... No olvidaba reseñar cuantas actos se desarrollaban en San Felipe Neri (de comienzo y fin de curso, entrega de premios...).

A partir del 16 de octubre de 1840 desaparece El Tiempo (que pasaría a denominarse El Globo). Según informa una nota que aparece insertada en este periódico, la propiedad de El Tiempo había sido enajenada, y la dirección queda a cargo de D. Joaquín Riquelme. Los nuevos redactores no aceptan la responsabilidad legal ni moral de los escritos publicados hasta el momento. Desde ese instante, este periódico declara estar abierto a todas las opiniones liberales.

Con la desaparición de El Tiempo, finalizaron los artículos de Alberto Lista.

Poco más sabemos de su estancia en Cádiz durante los últimos años que permaneció en la ciudad, siempre al frente del Centro en cuya fundación había participado tan activamente. De hecho, nunca había perdido el contacto con Sevilla, su ciudad natal, de la que añoraba sus jardines y donde pasaba todo el tiempo libre que le dejaban sus ocupaciones en Cádiz. En 1841 fue nombrado Director de la Academia de Buenas Letras sevillana, con cuyos miembros -antiguos amigos suyos- llevaba colaborando algún tiempo. Sin embargo, no están del todo claras las razones por las que regresó definitivamente a Sevilla. Supone Juretschke que la caída de Espartero -en el verano de 1843- propició la vuelta: al parecer, Lista y el otro director del Colegio de San Felipe, Jorge Díez, decidieron fundar un colegio en Sevilla, el de San Diego. León y Domínguez alude, sin embargo, a ciertas disidencias con la Junta Rectora del Colegio y con su Rector (1897: 19). Lo cierto es que en 1844 Lista residía de nuevo en la ciudad del Betis (Juretschke, 1951: 206).

Pero una carta remitida por Lista a González Bravo, fechada el 24 de enero de 1844 (reproducida por Martínez Torrón, 1993 a: 238-239) nos confirma la hipótesis que sostiene León y Domínguez como más verosímil: Alberto Lista, cansado y enfermo, decidió, al precio que fuese, cumplir su sueño más anhelado: volver a Sevilla, para lo que suplica que se le proporcionara cualquier ocupación que le permitiera vivir dignamente el resto de sus días: «Mi salud va mejor: pero, amigo mío, estoy resuelto, si me es posible, a no pasar otro invierno en Cádiz, cuya atmósfera húmeda y salina sin una pizca de aire vegetal, me hace muchísimo daño. Caiga donde cayere, trasladaré mi residencia a Sevilla».

Efectivamente, Lista volvió a Sevilla colmado de honores: se le creó la cátedra de matemáticas en la Universidad, donde desempeñó importantes cargos: bajo su mandato se iniciaron los planes para reformar los estudios de humanidades. Además, siguió impartiendo clases en el Colegio de San Diego.




Alcalá Galiano y Mora, sucesores de Lista en Cádiz

El cargo de Regente de estudios que había dejado vacante Lista en San Felipe Neri fue ocupado, sucesivamente, por estos dos notables políticos y literatos. La estancia de ambos en el Centro fue muy breve: Alcalá Galiano se mantuvo tan sólo unos meses, en 1844, mientras que Mora permaneció en él desde 1844 hasta 1846 (León y Domínguez, 1897: 21-22).

Pero si recordamos nuevamente a Alcalá Galiano no es, precisamente, por haber sucedido a Lista en su cometido docente, sino porque, inmediatamente después de abandonar Cádiz, vuelve -en 1845- a dictar unas lecciones de Literatura al Ateneo de Madrid, donde retoma una vez más el hilo de la ya vieja polémica clasicismo / romanticismo: «Durante muchos años había reinado en Europa el gusto llamado clásico, gusto que yo no impugnaría si fuera clásico verdadero, que respeto en lo que tiene de clásico, que prefiero a las extravagancias monstruosas de que he sido tal vez involuntario apóstol, pero al cual niego completamente que sea el verdadero gusto clásico». En 1847, en un artículo titulado «Del estado de las doctrinas literarias en España en lo relativo a la composición poética» declara que el romanticismo es ya una moda pasada, sobre todo, «gracias a haberse hecho voz del vulgo, entendiéndose por ella mil cosas diversas e incoherentes y gracias más que a lo antes dicho, a su carácter equívoco» (citado por Alborg, 1980, IV: 159-163).

Por su parte, José Joaquín de Mora seguía manifestando la misma acritud hacia el Romanticismo. En un artículo titulado «Mis opiniones», publicado en 1847 en la Revista de España y del Extranjero afirma que las doctrinas románticas son aquellas según las que «toda regla es traba ignominiosa, / que la pedantería al genio impuso». Y además, que «El romancero es por esencia triste; / el horror es el mote de su secta, / horror es a sus ojos cuanto existe» (citado por Allison Peers, 1973, II: 46-47).




El Romanticismo como tema de estudio en las aulas gaditanas

Como es sabido, la enseñanza de la Literatura constaba de una parte «filosófica» o general (que examinaba nociones como belleza, literatura, etc.) y otra «preceptiva» (que integraba a su vez las disciplinas de Retórica y Poética). Huelga decir que era obligado el estudio de los clásicos, sobre todo de Aristóteles, Cicerón, Quintiliano y Horacio: el Arte Poética de este último figuraba en los planes de estudios de mitad del siglo como texto cuya memorización era obligatoria (vid. García Tejera, 1994 a, 1994 b). Todavía en 1860, D. Vicente Fontán y Mera publica en Cádiz (en el Círculo Científico y Literario) una versión anotada de la epístola horaciana.

Uno de los logros de la enseñanza decimonónica es la incorporación del estudio de la historia de la literatura: en opinión de Llorens, es precisamente Alcalá Galiano quien, con su Literatura española del siglo XIX, ya citada, inaugura esta corriente.

Pues bien: la historia de la literatura española se va incorporando paulatinamente a los manuales de estudio de la enseñanza secundaria. Entre los muy numerosos que fueron apareciendo desde mediados de siglo, destaquemos uno que se publica en Cádiz el año 1870 -en la Imprenta de la Revista Médica- con el título Elementos de Literatura filosófica, preceptiva e histórico-crítica con aplicación a la española (vid. García Tejera, 1987). Sus autores eran Romualdo Álvarez Espino y Antonio de Góngora Fernández, ambos Catedráticos por oposición del Instituto de Cádiz6. Una de las novedades que presenta este manual es que dedica un amplio capítulo -«Clasicismo y Romanticismo»- a historiar y a valorar el movimiento romántico (al que ya se considera superado), y a su polémica con el clasicismo.

Hay que constatar que la valoración que ambos autores hacen del Romanticismo es, en líneas generales, negativa: sus juicios se apoyan, casi siempre, en razones morales y en el ya consabido ataque a las «reglas eternas de la verdad artística». Así, el Romanticismo es «aquella escuela llena de extravagancias y exageraciones, que, pervertido el gusto, se propuso a principios de nuestro siglo cambiar la faz de la literatura, declarando la guerra a las reglas de composición y estilos del arte antiguo. El clasicismo, por el contrario, viéndose atacado por el ardor de los revolucionarios, se ha compuesto de aquellos que se proponían defenderse contra la invasión, erigiéndose en campeones de la antigüedad, y oponiendo, con su desdén y su desprecio, una resistencia absoluta y pertinaz a la corriente innovadora» (1870: 126).

No dejan de reconocer que, en su defensa del romanticismo, el clasicismo incurrió también en exageraciones: «apegose con tal rigidez a lo antiguo [...] que [...] cifró en la servil imitación de cualquiera de ellas [obras antiguas] toda la belleza y todo el mérito de las modernas creaciones, y opuso un criterio severísimo hasta la injusticia, a todo lo que aparecía con visos de originalidad» (op. cit.: 127). Resulta llamativa, de todas formas, la etimología que asignan al término «romántico»: «Es lo cierto, que el arte moderno presentose frente a frente del arte antiguo en Alemania; que por una parte lucharon, no las artes ni la literatura, sino el espíritu griego y las formas paganas, y por otra las exigencias morales del cristianismo, y las ideas nuevas que comunicó éste a las nacionalidades europeas que se desenvolvieron bajo el influjo de Roma: por esto se llamó románticos a éstos últimos, mientras se continuaba designando a los primeros con el nombre de clásicos» (ibidem).

También estos dos autores resolvían la famosa polémica entre clásicos y románticos apelando a un necesario equilibrio: «La verdad -concluyen- se halla en la conciliación de la realidad y la idealidad: en la relación del espíritu y la materia, en la armonía, en fin, entre las dos esferas positivas de lo bello, la naturaleza y la vida humana, y las dos potencias capaces de conocerlas y producirlas; Dios y el hombre» (op. cit.: 128).




A modo de resumen

De la polémica encendida en Cádiz a comienzos del siglo XIX entre clásicos y románticos todavía quedaban, unos cincuenta años después, estos rescoldos, en los que, en casi todos los casos, subsistía una fuerte oposición al Romanticismo -o, al menos, a cierta acepción de este movimiento.

Pero, como ha ocurrido casi siempre, la teoría y la práctica literarias recorrían caminos divergentes. Mientras que Cádiz vivía nuevamente la polémica en la prensa, en los libros de texto e incluso en los manifiestos de algunos poetas, la creación literaria seguía otros derroteros: no olvidemos que, por las mismas fechas de las que nos ocupamos, el dramaturgo García Gutiérrez -natural de Chiclana- triunfaba en Madrid con el estreno de El Trovador (1836); recordemos también a dos poetas, románticos tardíos: Ángel María Dacarrete, nacido en El Puerto de Santa María, alumno de Alberto Lista en Sevilla y compañero y amigo de Gustavo Adolfo Bécquer, y a Arístides Pongilioni, cuyas Ráfagas Poéticas (Cádiz, 1865) prologaba Narciso Campillo, a la sazón Catedrático de Retórica, Poética y Preceptiva del recién creado Instituto de Segunda Enseñanza... Esta dualidad se manifiesta, incluso en la actitud de una misma persona: el rechazo teórico al movimiento romántico no impidió a Alberto Lista prodigar sinceros elogios a algunos de sus representantes más característicos. Por su parte, ciertos periódicos (véase lo que hemos comentado más arriba de la Revista Gaditana) recogieron entre sus páginas manifestaciones en contra del romanticismo junto con creaciones plenamente románticas... Y para terminar el repaso a los epígonos de la polémica clasicismo / romanticismo, recordemos un curioso dato: en 1849 se publicaba en España La Gaviota, novela que marca el comienzo de un nuevo período literario, el Costumbrismo. Su autora, «Fernán Caballero», era hija de Juan Nicolás Böhl de Faber. Y la traducción al español la realizó, paradójicamente, el contrincante literario de su padre: José Joaquín de Mora.






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