Los rescoldos de una vieja polémica en Cádiz hacia mediados del siglo XIX: Clasicismo frente a Romanticismo en la teoría y en la crítica literaria
María del Carmen García Tejera
Universidad de Cádiz
Resumen: A comienzos del siglo XIX, Cádiz se convirtió en uno de los focos de la «querella calderoniana» (polémica entre Clasicismo y Romanticismo), que los estudiosos dan por finalizada hacia 1830. En este articulo, intentamos poner de manifiesto que los ecos de esta polémica perduran hasta finales del siglo XIX en la teoría y en la critica literaria: para ello, analizamos declaraciones de autores como Antonio Alcalá Galiana, José Joaquín de Mora; artículos periodísticos de Alberto Lista y manuales de preceptiva literaria (como el de Romualdo Álvarez Espino y Antonio de Góngora Fernández). Palabras clave: Romanticismo, teoría y crítica literaria, Cádiz.
Abstract: About the first years of the nineteenth century, Cádiz became one of the centers of the «Calderonian complaint» (a controversy between Classicism and Romanticism), that finishes about 1830. In this paper, anyway, we want to demonstrate that the remains of his controversy extends until the end of this century in Criticism and Literary Theory: for that reason we analyse some author's declarations (Antonio Alcalá Galiano, José Joaquín de Mora), a few Alberto Lista's journalistic texts, and some literary handbooks (Romualdo Álvarez Espino and Antonio de Góngora Fernández). Key words: Romanticism, literary theory and criticism, Cádiz.
Como es sabido, Cádiz está íntimamente ligada a los inicios del movimiento romántico en España: la «querella calderoniana» protagonizada entre Böhl de Faber y Mora convierte a esta ciudad, a comienzos del siglo XIX, en uno de los principales focos de atención, tanto para los literatos de la época como para estudiosos posteriores (vid. apartado bibliográfico). A su intensa vida cultural, en la que cobran singular relieve los periódicos y las revistas, las representaciones teatrales y las tertulias literarias, hay que unir el hecho de que en esta capital andaluza se centrara la tumultuosa y controvertida actividad política española de los albores del siglo.
Sin embargo, a
partir de la década de 1830, puede decirse que el nombre de
Cádiz queda desgajado tanto de la política como de la
literatura. Allison Peers habla del «fracaso
romántico» en toda España desde 1835 y,
refiriéndose al caso concreto de Cádiz, señala
que «ya había perdido mucho antes
de 1837 la mayor parte de la importancia que su relieve
político le prestara años atrás»
(1973, II: 27). Además, a juicio del crítico
inglés, el interés de Cádiz se centró
más en la reivindicación de nuestro teatro del Siglo
de Oro (en noviembre de 1928 el Diario Mercantil de
Cádiz había rendido un homenaje a Böhl por
este motivo) que en la rebelión romántica, de la que
-dice Allison Peers- apenas se hicieron eco algunos
periódicos (1973, I: 263).
Es cierto que tanto la actividad política como la cultural han decaído considerablemente en Cádiz cuando nos aproximamos al medio siglo. Sin embargo, creemos que habría que revisar algunos juicios y matizar ciertas declaraciones en lo que se refiere al eco del Romanticismo en Cádiz por estos años. De un lado, conviene recordar que algunos escritores gaditanos que participaron inicialmente en la polémica (a favor o en contra del Romanticismo), continuaron años después manifestándose sobre esta cuestión: recordemos a Mora y, especialmente, Alcalá Galiano. De otro, podemos hablar de poetas como Salvador Bermúdez de Castro o el mismo José Joaquín de Mora, que paulatinamente se irían incorporando, además de con sus obras, con declaraciones y manifiestos a esta polémica: paradójicamente unos y otros se hallan, por entonces, fuera de Cádiz. En algunos manuales de preceptiva literaria publicados en Cádiz a finales de siglo, todavía se discuten propuestas románticas. Y muy especialmente, hay que destacar las controvertidas manifestaciones del poeta y pedagogo Alberto Lista que, desde las páginas del periódico gaditano El Tiempo -entre 1838 y 1840- nos indican que la ya vieja polémica clasicismo / romanticismo, al menos en el ámbito de la teoría y la crítica literarias, se mantenía aún viva.
El gaditano
Alcalá Galiano había tomado parte, desde Madrid, en
la «querella calderoniana» del lado de su amigo
José Joaquín de Mora, con quien, en 1818,
había escrito un folleto, Los mismos contra los
propios, cuya publicación fue prohibida por la censura.
Pero en 1834, tras muchos avatares políticos y literarios ya
conocidos, en la Introducción a su conocida Literatura
Española del siglo XIX, confesaba haber cambiado de
actitud y «...abjurado los principios que
entonces profesaba, no para ponerse totalmente en favor de la causa
de los románticos, sino adoptando las ideas más
liberales y justas de los poetas y críticos
ingleses»
(ed. 1969:
114).
Este cambio de orientación se hará aún más patente al año siguiente, en el «Prólogo» que escribe para El moro expósito, donde nuevamente vuelve a ocuparse de la polémica entre clásicos y románticos, aunque asignando dichos calificativos a determinados países y épocas (clásicos, por ejemplo, considera a los pueblos mediterráneos y a la Etapa Renacentista; serían románticos, en cambio, los pueblos germánicos y la Edad Media). Y, tras establecer los orígenes del Romanticismo y los rasgos que adquiere en los diversos países europeos, termina señalando sus características más notables:
(cit. por Navas Ruiz, 1990: 195) |
Pero -como tendremos ocasión de ver más adelante-, Alcalá Galiano todavía no había dicho su última palabra sobre esta cuestión.
Allison Peers había calificado a 1840 como «annus mirabilis» para el Romanticismo, a tenor de las numerosas publicaciones poéticas que aparecen por esta fecha: Zorrilla, Espronceda... Nos referiremos aquí a las de dos poetas gaditanos: José Joaquín de Mora con sus Leyendas Españolas (Londres, 1840), y Salvador Bermúdez de Castro con sus Ensayos Poéticos (Madrid, 1840). Pero, más que sus creaciones poéticas, nos interesa examinar las declaraciones que, en forma de prólogo o introducción, realizan sobre el movimiento romántico.
Allison Peers
sitúa a Mora en el grupo de los
«eclécticos» (1973, II: 86-87). A estas alturas,
bien es cierto que unas reflexiones como las que siguen
(extraídas del Prólogo a sus Leyendas
Españolas) pueden, incluso, llevarnos a pensar que se
ha producido en él cierta «conversión ideológica»:
«Tan incomprensible es para mí el clásico que
desdeña, desprecia o ridiculiza los nuevos elementos
artísticos introducidos en la literatura... como el
romántico que con tal falta de respeto y hostilidad trata
los dechados de perfección que abundan en el bando
opuesto»
(1840: XII). Y poco después, formula una
petición que -en la misma línea que habían
propugnado otros teóricos conciliadores- intenta neutralizar
la consabida oposición clásico /
romántico: «...No desea [el
autor] que las leyendas sean juzgadas como clásicas, ni como
románticas, sino como suyas»
(1840:
XIV).
Estas afirmaciones tan ponderadas suscitaron la adhesión de Lista (vid. más abajo la crítica que le hace en El Tiempo). Pero en ningún momento pueden encubrir su verdadera actitud hacia el Romanticismo. Unos años antes, en su poema «El melancólico» (Poesías. Cádiz, 1836), José Joaquín de Mora caricaturizaba así la imagen de un romántico:
|
Incluso en el
Prólogo que comentamos, juzga agriamente algunas formas de
versificación incorporadas por los románticos: este
desprecio que muestra Mora hacia las estrofas populares sí
seria censurado por Lista. Su poesía, por otra parte, apenas
tiene nada de romántica. Si hubo en él algún
intento de conciliación teórica con el Romanticismo,
su obra poética lo echa por tierra. Según Allison
Peers, «Mora tiene poca
imaginación, menos sentido aún de lo pintoresco y
ningún acierto en la elección de asunto.
Además, su estilo, siempre florido y a menudo prosaico,
tiene más cosas en común con el siglo XVIII que con
el XIX»
(1973, II: 295).
Todas las
cualidades «románticas» de las que
carecía Mora, las poseía, sin embargo, Salvador
Bermúdez de Castro1.
En una Introducción a sus poemas, confiesa que «si algo contienen [estas composiciones] es la
revelación de las sensaciones internas de mi alma, los
pensamientos que me han inspirado el aspecto de la naturaleza, la
contemplación de la humanidad. Escritos en mis horas de
alegría y de tristeza [...], mis versos son el reflejo fiel
de mis impresiones apasionadas o frías...»
(1840:
5).
Pese a estas
declaraciones tan típicamente románticas,
Bermúdez de Castro se niega a admitir la existencia de los
dos «bandos», clásico o romántico. Poco
después de la publicación de sus Ensayos
poéticos afirma en la revista El Iris (1841,
I: 112): «Ya es ridículo
distinguir en dos sectas a los clásicos y a los
románticos: ha habido entre todos los hombres sensatos un
concilio literario aconsejado por el buen sentido en que se han
transigido los opuestos intereses [...]. El tiempo y el juicio
público han verificado paulatinamente esta
fusión».
Ya hemos recordado el importante papel que desempeñó la prensa gaditana de comienzos de siglo para la difusión de las ideas románticas (Allison Peers, 1973; Solís, 1958 y 1971; Zavala, 1972; Navas Ruiz, 1973 y 1990...). Sin embargo, se hace patente un notable declive en años posteriores (Allison Peers, 1973, I: 264).
Es cierto que la ebullición romántica que vivió Cádiz a comienzos del siglo XIX poco tiene que ver con el decaimiento cultural que se estaba adueñando de la ciudad casi veinte años después, pero también lo es que la prensa de la época siguió recogiendo, tanto creaciones románticas (en verso y en prosa) como opiniones a favor o en contra (más de esto último) sobre el movimiento: se da, incluso, la paradójica circunstancia de encontrar en las páginas de un mismo periódico un poema marcadamente romántico y una feroz diatriba contra el Romanticismo (Solís, 1971: 314-316).
Además de El Tiempo -donde publicó Lista numerosos artículos entre 1838 y 1840, y al que nos referiremos más detenidamente-, hay que hacer mención de otros periódicos gaditanos que, pese a su corta vida en la mayor parte de los casos, sirvieron como cauce de expresión para diversas inquietudes artísticas y culturales: así La Aureola (entre 1839 y 1840), la Revista Gaditana (1839-40; a partir de este año pasa a denominarse Revista Andaluza), y otros posteriores como La Moda (1842-59) o La Tertulia (1848-51) (vid. Solís, 1958 y 1971; Zavala, 1972). De todos ellos, quizás el que mayor importancia alcance en el ámbito del Romanticismo sea la Revista Gaditana (Atero, 1980 y 1984), que dio cabida tanto a poemas de Zorrilla y de Salvador Bermúdez de Castro (e incluso a una novela por entregas de su hermano José) como a un artículo de Tomás García Luna (enero de 1840), titulado «Poesía de las costumbres de la Edad Media. Romanticismo», en el que, tras poner de manifiesto que el movimiento romántico redescubre la poesía encerrada en aquellos siglos, realiza un feroz ataque contra los románticos, no sólo porque adolecen de una falta total de ingenio en sus creaciones sino -lo que, a su juicio, es aún peor- por la inmoralidad que demuestran:
El 20 de octubre de 1838, el periódico gaditano El Tiempo insertaba entre sus páginas la siguiente noticia:
Efectivamente, Lista había venido a Cádiz en esa fecha para regentar, en calidad de jefe de estudios, el recién fundado Colegio de Humanidades de San Felipe Neri: en un prospecto (publicado en esta ciudad el 21 de octubre) declaraba las pautas que constituían el ideario del centro, y el 29 de ese mismo mes, pronunciaba un Discurso en el solemne acto inaugural del Curso. Hay que recordar que este Colegio había sido creado por iniciativa de un grupo de gaditanos, comerciantes acomodados casi todos, entre los que se encontraba José Vicente Durana, fundador del periódico El Tiempo, nacido en 1837 con marcado carácter conservador (Vid. Solís, 1971: 291)2.
Casi
inmediatamente después de su llegada, Lista comenzó a
colaborar en este periódico y dirigió su
sección literaria hasta que dejó de editarse en
18403.
Sus artículos versaban sobre temas muy variados. Los
literarios pueden dividirse en dos grandes bloques: a) los que
surgían de sus propias reflexiones sobre diversas cuestiones
relacionadas con la Literatura -lo que él calificaba de
«estudio filosófico de las
Humanidades»
(Mora, 1844, I: 1-3)- y hoy podríamos
considerar de teoría literaria: la creación,
períodos literarios, estética, lenguaje literario,
consideraciones sobre el romanticismo y el clasicismo...; b)
aquellos en que actuaba como crítico literario, tanto sobre
escritores coetáneos (Zorrilla, Mora, su discípulo
Espronceda...) como sobre autores y obras anteriores. Destacan,
entre éstos, los que se refieren al teatro: es ésta
una importante aportación de Lista -ya iniciada en Madrid
dos años antes de venir a Cádiz- a las
polémicas originadas en torno a este género.
La actitud que el
poeta y pedagogo sevillano deja patente en el periódico
El Tiempo con respecto a la polémica clasicismo /
romanticismo no era nueva en él: ya en algunos de sus
artículos literarios de El Censor (entre 1820 y
1822) aparecen algunas de sus opiniones sobre esta controversia
(vid. Juretschke, 1951: 114). Dos años antes de llegar a
Cádiz, Lista había impartido, por segunda vez, unas
Lecciones de Literatura Española en el Ateneo de
Madrid (vid. García Tejera, 1989: 2931), recogidas ese mismo
año -1836- en la Revista Española. En esta
ocasión había tratado, casi exclusivamente, del
teatro español y, particularmente, del de los Siglos de Oro:
en la «Introducción» a esas lecciones se
había referido a «la gran
cuestión que divide en el día la literatura
europea»
(op. cit.: 52),
estableciendo lo que, a su juicio, podía denominarse
clásico o romántico. En los
artículos de El Tiempo, Lista se ocupó de
esta polémica de forma más extensa y detallada; por
ello, sus ataques al romanticismo (o a lo que, a su juicio,
entendían muchos por romanticismo) fueron más
violentos. De todas formas, pensamos que habría mucho que
matizar sobre el «antirromanticismo» de Lista. Es
cierto que sus manifestaciones no dejan mucho resquicio a la duda:
estudiosos como Metford (1939), Cossío (1942), Allison Peers
(1949) o Navas Ruiz (1990), entre otros, lo han puesto de relieve.
Pero no podemos perder de vista que estas declaraciones de Lista
forman parte de un programa docente (en el caso de las lecciones
del Ateneo), y de difusión cultural (artículos de
El Tiempo) y que, más que analizar en profundidad
el movimiento romántico, Lista pretendió
enseñar Literatura y para ello, se vio obligado a
señalar los pros y los contras de una corriente literaria,
entonces en pleno apogeo creativo en España, que se
había fraguado en unos peculiares condicionamientos
sociopolíticos. De ahí ese tono reflexivo que utiliza
Lista en sus exposiciones (nacido de lo que él
consideró una necesidad ineludible: el «estudio
filosófico de las Humanidades»); de ahí
también que la lectura de esos artículos no deba ser
parcial ni quedar descontextualizada: por eso, junto a sus
declaraciones más radicales contra el romanticismo
convendría situar aquellas en las que denuncia el abuso de
la preceptiva o en las que insiste en la primacía del genio
sobre las reglas. En clara alusión a la «querella
calderoniana» mantenida años atrás en
Cádiz entre Mora y Böhl de Faber, se lamenta de la
actitud pueril que adoptan ambos bandos: «Algunos lo disculpan [el desprecio que los
románticos sintieron hacia los clásicos], observando
que ésta es una reacción propia de la época,
en venganza de la injusticia con que sus contrarios los
clásicos desconocieron en el último tercio del siglo
pasado el mérito de nuestros escritores dramáticos
del siglo XVII. Nosotros somos los primeros en censurar esa
injusticia, pero ¿cuándo se ha visto que la iniquidad
de un partido santifique la reacción del opuesto?
Tú has despreciado a Calderón y Lope, pues yo
desprecio a Corneille y a Racine. Esta es la lógica de
las verduleras ¿Conviene a los hombres que tratan de
literatura y de crítica literaria? ¿No sería
mucho mejor que celebráramos en cada uno sus aciertos y
censuráramos sus faltas?»
(«Estado actual de
la literatura europea», El Tiempo, 18-4-1840; Mora,
1844, I: 36-37).
La polémica
suscitada en torno a esta cuestión (preeminencia de la
inspiración frente a la actitud preceptista mantenida por
los partidarios del clasicismo) alcanzó uno de sus momentos
culminantes durante el período romántico.
También en esto intentó Lista conciliar posturas: en
la Introducción a las Lecciones de Literatura
Española que había impartido en el Ateneo de Madrid
el año 1823 (reproducida por Juretschke, 1951: 419-428)
trata de demostrar la necesaria interacción entre el genio y
las reglas. Y en 1836, cuando por segunda vez dictó un curso
de literatura en dicha Institución, advierte: «Nosotros no podemos creer como algunos, que el
género clásico sea aquel en que se observan las
reglas y romántico en el que se desprecian
entregándose el poeta a todos los desvaríos de la
imaginación. La poesía es un arte, y no hay arte sin
reglas, deducidas de la observación de la naturaleza y de
los modelos»
(Vid. Lista, 1836. Reproducido en
García Tejera, 1989: 53). Pero no podemos olvidar que en
numerosas ocasiones defendió la tesis de que la
inspiración es el único punto de partida de la
creación artística: «Esta
fuerza creadora, hija del entusiasmo propio, que impele el alma a
la representación ideal de la belleza, para excitar el
entusiasmo ajeno, es lo que se llama inspiración
poética, y fue la madre de las bellas artes»
(«Del sentimiento de la Belleza», El Tiempo,
10-6-1840, vid. Mora, 1844, I: 16-17). Y en otro momento,
apostilla: «Nosotros sabemos que el
genio, auxiliado por la instrucción, enardece la
fantasía, la [sic] presenta cuadros originales y animados,
la enseña a vencer los obstáculos y a expresar
dignamente lo que ha concebido»
(«De la supuesta
misión de los poetas», Mora, 1844, I: 167).
Pero su defensa de
la primacía del genio no le impide reconocer la necesidad de
unas reglas que orienten la creación literaria: «En cuanto a las reglas, nuestra opinión
es que las hay [en la literatura], como en la pintura y en la
música. Sin reglas no hay arte»
(«Estado
actual de la Literatura europea», El Tiempo.
18-4-1840; Mora, 1844, I: 36-37). Piensa que, incluso, sirven de
acicate al genio: «Las reglas dan cierto
estímulo para vencer los obstáculos que ellas mismas
presentan; el talento se repliega sobre sí mismo, adquiere
nuevas fuerzas, medita, combina el plan, y porque trabaja
más y estudia mejor la materia, siente más vehementes
inspiraciones, y así llega a la perfección»
(ibidem). Con
todo, llega a mostrarse comprensivo con aquellos que -tanto en el
ámbito de la creación literaria como en el de la
enseñanza- se manifiestan contrarios a las reglas: él
mismo considera negativo su abuso por parte de escritores que
intentan, mediante una excesiva sujeción a la preceptiva,
ocultar su mediocridad: «...tal vez los
escritores adocenados, que se han dedicado a colectarlas sin
talento ni principios tan supersticiosos adoradores de
Aristóteles y Horacio»
(ibidem), y culpa a ciertos preceptistas
de la excesiva rigidez del teatro francés: «Parécenos, pues, que Boileau, y en
general todos los que se empeñaron en conservar como dogmas
fundamentales de la dramática las formas del teatro griego,
hicieron un verdadero daño a la literatura; porque dieron
motivo a una contradicción manifiesta entre el
interés y la construcción de la escena moderna [...]
¿Qué resultó? Una multitud de inconvenientes,
que notamos aún en los mejores poetas del teatro
francés»
(«Del teatro clásico
francés», Mora, 1844, I: 72). Por ello, admite, en
determinados casos, la transgresión de las reglas: «Jamás alabaremos al que las quebrante sin
necesidad; pero sí al que se tome la amplitud que le baste
para desplegar convenientemente los caracteres y la acción;
porque creemos que la tragedia moderna necesita muchas veces de
esta amplitud»
(art. cit.: 73).
Su experiencia
como profesor lo hizo particularmente sensible a los problemas que
afectaban a la enseñanza de las Humanidades; problemas que,
a veces, derivaban de unos criterios pedagógicos
inadecuados, como los empleados por algunos autores de tratados de
preceptiva literaria, en su afán de «reducir a reglas arquitectónicas los
adornos de la dicción, creyendo, según las
apariencias, que dichas reglas bastaban para escribir
bien»
(«De las figuras del estilo», El
Tiempo, 2-5-1839; Mora, 1844, I: 57). Igualmente considera
nefastas para los alumnos la práctica de los
progymnasmata (que recomendaba Quintiliano en sus
Instituciones Oratorias), consistentes en un
«discurso que se obligaba a los alumnos a componer, variando
la idea principal según las diferentes figuras que se les
habían asignado». Como indica Lista, este ejercicio
sólo puede producir pedantes y «es muy a
propósito para ahogar en los jóvenes el germen
precioso del genio, si por ventura lo tienen». Como pedagogo
-y quizás también, como poeta- advierte del peligro
que supone imponer este tipo de trabajos a los alumnos en las
clases de Literatura: «No hay cosa
más indócil e inobediente que las musas. Conviene
dejar a su arbitrio los asuntos sobre que han de escribir, y
corregir después sus producciones»
(ibidem).
En marzo de 1839
publicó Lista dos extensos artículos en El
Tiempo: «Del Romanticismo» y «De lo que hoy
se llama Romanticismo». Días después,
sintetizaba su postura en otro titulado «Resumen de los artículos anteriores sobre
el Romanticismo»
(vid. Mora, 1844, II: 34-43). Son los
que se citan comúnmente para dar a conocer el pensamiento de
Lista y, sobre todo, su animadversión hacia este movimiento
literario. Al parecer, constituyen la última
contribución de Lista a la nueva polémica que,
generada en el Ateneo de Madrid durante el curso 1838-39 y
protagonizada, entre otros, por Antonio María Segovia,
Antonio Alcalá Galiano y Juan E. Hartzenbusch, se centraba
una vez más en el género teatral: en la conveniencia
o no de mantener las reglas dramáticas, en la influencia del
teatro sobre las costumbres, en la necesidad de guardar las normas
morales... (Navas Ruiz, 1990: 109-111). Ciertamente Lista no se
quedó corto en sus invectivas antirrománticas, en
estos y en otros artículos anteriores y posteriores.
Considera al Romanticismo como una moda pasajera: «...y entonces será muy fácil
conocer que el romanticismo actual, antimonárquico,
antirreligioso y antimoral, no puede ser la literatura propia de
los pueblos ilustrados por la luz del cristianismo, inteligentes,
civilizados, y que están acostumbrados a colocar sus
intereses y sus libertades bajo la salvaguardia de los tronos. El
romanticismo del día, considerado en sus efectos morales, en
nada se parece ni al espíritu ni a los sentimientos comunes
de la época»
(«De lo que hoy se llama
romanticismo», Mora, 1844, II: 39).
Sin embargo, creemos que en estas líneas podemos hallar las claves que orientan su concepto de Literatura; los requisitos que -a su juicio- debe cumplir toda manifestación artística. Examinemos los más interesantes.
Aunque este
artículo de Lista apareció en El Tiempo el 3
de mayo de 1840, Mora lo coloca al frente de su recopilación
(1844, I: 2 y ss.). Esta
convicción que expresa Lista es la piedra angular sobre la
que construye su teoría literaria, y el punto de apoyo para
el ejercicio de su actividad crítica y docente.
Fernández y González afirma que, desde sus lecciones
y artículos sobre Literatura, fue Alberto Lista el primero
en España que reivindicó la «necesidad de cimentar los estudios de
humanidades en principios verdaderamente
filosóficos»
(1867: 68). Este estudio (o
«ciencia de la poesía», como también lo
denomina), al estar sustentado en la razón, elimina
las conocidas discusiones sobre el predominio del genio o el de las
reglas: «El genio no se plega
fácilmente a la autoridad; sólo reconoce y recibe el
yugo de la razón. Si éste no le es conocido, ni
Aristóteles ni Horacio le impedirán abrirse sendas
inusitadas, aunque terminen en horrendos precipicios. Quiere ser
original, quiere halagar con novedades; quiere manifestar su
independencia y su atrevimiento, y nada respeta, sino a la
razón cuando la puede conocer»
(art.
cit.: 2)4.
Y, en clara alusión a las polémicas partidistas
(tanto en política como, sobre todo, en literatura),
concluye afirmando que «la belleza es
independiente de los caprichos de la moda y de la animosidad de los
partidos políticos»
(ibidem).
Ya hemos expuesto
más arriba cómo Lista rechaza el movimiento
romántico por «antimonárquico, antirreligioso y
antimoral», de lo que se deduce fácilmente en
qué clase de principios se sustentan sus juicios
estéticos y literarios: como veremos más adelante,
éstas son las auténticas pautas que condicionan la
crítica literaria de Lista, hasta el punto de que llegan a
anular la famosa dicotomía clásico /
romántico. En este sentido hay que interpretar una
clasificación tan rotunda como la que sigue: «Nosotros
designaremos las composiciones con los títulos de buenas
o malas, sin curarnos mucho de si son clásicas
o románticas, y éste es en nuestro entender
el mejor partido que pueden tomar los hombres de juicio,
naturalmente poco aficionados a dejarse alucinar por palabras ni
frases»
(«Resumen de los artículos
anteriores sobre el Romanticismo», Mora, 1844, II: 43). Por
eso no dudó en elogiar al romántico francés
Chateaubriand: «En nuestros días
ha aparecido Chateaubriand, que ha hecho un gran bien a la
literatura y un gran servicio a la religión, escribiendo su
inmortal obra del Genio del Cristianismo, consagrada a
demostrar los tesoros de poesía, encerrados en los
misterios, en las ceremonias, en las virtudes de nuestra creencia.
¿Y habremos de renunciar a estos tesoros?»
(«De la influencia del Cristianismo en la Literatura»;
Mora, 1844, I: 24).
Estos supuestos morales, religiosos y monárquicos constituyen, en realidad, un bloque compacto: los tres aparecen íntimamente ligados a la «sociedad moderna» de la que habla Lista con frecuencia.
El examen al que somete al Romanticismo comienza por el significado etimológico de los vocablos «romanticismo» y «romántico». Pero, dado que las diversas acepciones que halla no se corresponden, a su juicio, con el movimiento al que designa, se dedica a analizar los caracteres que se le suelen atribuir.
Comienza
planteándose la oposición del Romanticismo al
Clasicismo sobre la base de una «completa
infracción de todas las reglas poéticas dictadas por
Aristóteles y Horacio»
(«Del
Romanticismo», en Mora, 1844, II: 35). Pero Lista se niega a
admitir tal supuesto: «No creemos, pues,
que el romanticismo, si es algo, sea una cosa [...] tan
anárquica y disparatada, como una declaración de
guerra a las leyes del buen gusto, dictadas por la naturaleza,
deducidas de la observación y consagrada por grandes
maestros y grandes modelos»
(ibidem), aunque reconoce que la pobreza
creativa que mostraba el siglo XVIII -«la escasez de
genio»- es un terreno abonado para que fructifiquen la
anarquía y la inmoralidad («Estado actual de la
Literatura europea»; Mora, 1844, I: 37). Más adelante
se hace eco de la afirmación según la cual «el Romanticismo actual es la literatura propia
de la edad media»
(«Del Romanticismo», Mora,
1844, II: 36). Esta opinión le parece insostenible,
basándose en que las condiciones de vida son radicalmente
diferentes en ambas épocas: «¿Cómo en una época de
filosofía pueden agradar las mismas cosas que entusiasmaban
a nuestros crédulos e ignorantes antepasados?
¿Cómo una sociedad culta ha de complacerse en las
consejas que inventó el carácter guerrero y
supersticioso de aquellos tiempos»
(ibidem). Su
consideración negativa del mundo medieval no es
obstáculo, sin embargo, para que Lista reconociera la
decisiva transformación social, religiosa y política
que se opera en Occidente durante aquella etapa: «A la religión de la imaginación
sucedió la de la inteligencia [...] Al gobierno republicano
sucedió el monárquico bajo diferentes formas; pero
todas templadas por el principio del cristianismo, enemigo de la
tiranía al mismo tiempo que del desorden»
(art. cit.: 37). A este cambio social -deduce Lista-
corresponde también un cambio literario: de ahí las
profundas transformaciones que se han operado, no sólo entre
la literatura clásica y la medieval: «Esta es la diferencia que encontramos entre la
literatura antigua y la que conviene a los pueblos
monárquicos y cristianos que habitan la Europa de nuestros
días. Si el romanticismo ha de ser algo contrapuesto al
clasicismo, no puede ser otra cosa sino la que acabamos de
describir»
(ibidem).
Pero Lista
encuentra, sorprendentemente, un punto de conexión entre la
literatura clásica y la romántica y, más
concretamente, en el género teatral: «Nada es más opuesto al espíritu, a
los sentimientos y a las costumbres de una sociedad
monárquica y cristiana que lo que ahora se llama
romanticismo, a lo menos en la parte dramática. El drama
moderno es digno de los siglos de la Grecia primitiva y
bárbara: sólo describe el hombre
fisiológico; esto es, el hombre entregado a la
energía de sus pasiones, sin freno alguno de razón,
de justicia, de religión»
(«De lo que hoy se
llama romanticismo», en Mora, 1844; II: 38). Por esa
razón no se explica el desprecio que inspira a los
dramaturgos románticos el teatro griego, y clama contra ese
cúmulo de aberraciones con las que, a su juicio, se nutre el
teatro de la época: «Ese
empeño en deslustrar y envilecer en el teatro el esplendor
del trono: esa manía sobre todo de presentar a los ojos de
los espectadores los vicios y los delitos, verdaderos o fingidos,
de que se han hecho reos algunos ministros de la religión:
ese cuidado en fin de destruir todas las ideas de orden social y de
moralidad anuncia un plan harto conocido ya por fortuna, y es de
resucitar en la Europa actual el odio contra los reyes, los
sacerdotes y las virtudes; y aquella demencia que produjo todos los
desastres de la revolución francesa. El siglo no puede
sufrir ya la anarquía ni en los escritos ni en las
conversaciones: la anarquía vencida se ha refugiado en la
escena»
(art. cit.: 39).
Aunque -a tenor de
las afirmaciones anteriores- pueda parecer que Lista asigna una
finalidad moralizante a la obra literaria (especialmente al drama),
lo cierto es que en varias ocasiones lo niega rotundamente:
«El teatro, pues, considerado en su esencia y su objeto, no
se dirige a enseñar la moral ni a rectificar las costumbres,
sino a proporcionar a los ánimos un placer semejante, aunque
más vivo, al que producen las demás bellas
artes». En todo caso -apostilla- «en el teatro la moral es un corolario»
(«De la moral dramática»; Mora, 1844, II:
59-60).
Como recuerda
Navas Ruiz (1990:13), «Política y
socialmente, el romanticismo se identifica con el liberalismo,
réplica de la sociedad burguesa a los excesos del
absolutismo monárquico y de la revolución
popular»
. Lista, de entrada, considera perniciosa toda
intervención de signo político en la literatura, pero
además está convencido de que el movimiento
romántico es sinónimo de
«destrucción» porque lo liga indisolublemente al
espíritu de la Revolución francesa: «Si los románticos de nuestros
días, ambiciosos de ser originales, no lo son sino como los
revolucionarios de 1789 destruyendo todo lo existente, y alterando
las formas sin producir nada, adquirirán una triste
celebridad que no les envidiaremos»
(«Del uso de
las fábulas mitológicas en la poesía
actual»; Mora, 1844, I: 169)5.
Como él
mismo declara más adelante, no le interesa tanto el
Romanticismo desde una perspectiva formal, sino sobre todo
por sus contenidos, por el mensaje que transmite: «Nuestra crítica del romanticismo actual
no versa sobre las formas, y cuando hablemos de ellas, quizá
no serán tan severos nuestros juicios como lo han sido y lo
han debido ser hablando de los efectos morales. No puede haber
belleza sin virtud. Toda obra que produce
resultados perniciosos a la moral, es mala en literatura: y no la
salvarán de esta justa sentencia ni la elegancia del estilo,
ni la verdad de las descripciones, ni aun la misma
perfección de las combinaciones dramáticas»
(art. cit.: 40).
Si bien es cierto que esta percepción del movimiento romántico resulta hoy en día totalmente inadmisible, no hay que perder de vista que es, sin embargo, totalmente coherente -y explicable- si consideramos, no sólo la ideología de Alberto Lista sino, sobre todo, la difícil etapa de la historia española que le tocó vivir (vid. Juretschke, 1951 y 1977; Martínez Torrón, 1993 b): su formación neoclásica lo lleva a mantener la primacía de la razón como guía y punto de partida cuando emite sus juicios; los horrores y desengaños que padeció durante gran parte de su existencia lo impulsan a proclamar, también en las manifestaciones artísticas, la necesidad de respetar la religión, la moral y la monarquía, como únicas garantías del «orden social».
Se afirma
comúnmente que Lista admitió el llamado
«Romanticismo histórico» y rechazó el
«Romanticismo liberal» (vid. nota 5): de ahí la
defensa que lleva a cabo de dramaturgos como Shakespeare, Lope de
Vega y Calderón. Conforme a su división entre
escritores «buenos» y «malos» (y no entre
«clásicos» y «románticos»),
no duda en justificar plenamente a Shakespeare por haber rechazado
la preceptiva clasicista: «Se vio
obligado a renunciar a las formas estrechas del teatro de Atenas, y
a adoptar otras más amplias. Su auditorio se las
concedió; ¿por qué? porque no quería
sacrificar un espectáculo que le agradaba a las unidades de
convención, cuando Shakespeare no faltaba a la principal, a
la sola que exige la naturaleza del drama, que es la unidad de
interés»
(«De las formas del teatro
inglés y del español»; Mora, 1844, II: 63).
¿Cómo denominar la revolución teatral que
llevan a cabo, en sus respectivos países, Shakespeare y Lope
de Vega, si ambos transgreden la preceptiva clasicista? «No tenemos ninguna dificultad -asegura Lista- en
que se les llame formas románticas, tomada esta
palabra no en el sentido ridículo que se le da en el
día, sino en el único soportable que puede tener
[...], esto es, entendiendo por romántico lo
perteneciente a la literatura cristiana y monárquica, propia
de nuestra civilización actual»
(art.
cit.: 65). Y, para que no quede ninguna duda acerca de su
clasificación y de los criterios que la orientan, hace la
siguiente observación: «El
romanticismo de Shakespeare y de Calderón nada tiene de
común con el de Dumas y el de Victor Hugo»
(ibidem). La
cita de estos dos autores franceses no es gratuita: en otro
artículo («Del uso de las fábulas
mitológicas...», vid. supra) había pronosticado
que Nôtre Dame
de Paris sería un libro desconocido antes de veinte
años. Pero, por encima de alusiones particulares -más
o menos afortunadas-, hay que recordar que Lista fue muy
crítico con el teatro francés, más por
cuestiones de fondo que de forma: «El
odio a todo lo que sea o parezca religión, a las
distinciones concedidas al mérito y a la virtud y
perpetuadas a las familias, a los tronos, y en general, a toda
especie de gobierno legal, ha sido por muchos años un
sentimiento bastante común en Francia y en otros
países a imitación de la Francia. Su terrible
violencia produjo la revolución y ensangrentó la
Europa»
(«Estado actual de la literatura
europea», 15-4-1840; Mora, 1844, I: 34-35). Pero Lista
añade una razón más, ésta de
carácter formal: la literatura francesa resulta
rígida por haberse sometido excesivamente a los preceptos.
El genio francés estaba «aletargado en el lecho que le habían
mullido las formas clásicas de Aristóteles»
(«De las formas del teatro inglés y del
español»; Mora, 1844, II: 67).
Como ya hemos
advertido y se ha señalado en repetidas ocasiones (Allison
Peers, 1973, II: 85-86), Alberto Lista participó de un
momento crucial en la historia y en la literatura españolas:
tuvo una formación clásica y fue, a su vez, maestro
de algunos de los románticos más destacados quienes,
en justa correspondencia, le profesaron siempre profundo respeto y
admiración. Ya hemos visto que Lista, pese a sus esfuerzos
por comprender las claves del movimiento romántico,
actuó en ocasiones como uno de sus más furiosos
detractores: sin embargo, sus críticas a las publicaciones
de muchos poetas románticos fueron mesuradas e incluso en el
caso de Espronceda, su predilecto, francamente elogiosas. Alaba la
colección de poemas publicada por Zorrilla en 1839, aunque
le afea el que cometa frecuentes errores en la expresión. Y
no quiere achacar ese defecto a la escuela romántica
«...porque existen entre nosotros muchos
poetas, pertenecientes a la misma escuela, y que no obstante la
libertad que se toman en sus raptos de imaginación, no se
atreven sin embargo a traspasar los límites que el lenguaje
poético ya formado, ha impuesto a las licencias del
genio»
(El Tiempo, 6-7-1839; Mora, 1844, II:
85).
Los elogios
más encendidos fueron, como ya indicábamos, para el
libro Poesías que publicó Espronceda en
1840. En su crítica, Lista se debate entre el afecto que le
inspiraba su antiguo discípulo y la animadversión que
siente hacia ciertos aspectos del romanticismo. Finalmente, sucumbe
a la belleza de las composiciones del poeta extremeño:
«Mucho tiempo hace que no se presentan al
público en las colecciones de poesías ideas
más osadas, elocución más esmerada,
armonía más robusta, ni intenciones más
poéticas. A pesar de las muchas razones que personalmente
nos asisten para no dar elogios a estas poesías [...] ha
sido preciso ceder a la impresión que nos causa su lectura;
impresión que no dudamos será la misma en todos los
lectores instruidos, aun en aquellos que no juzguen dignos del
pincel poético algunos de los argumentos»
(El
Tiempo, 20-6-1840; Mora, 1844, II: 85). Más severo se
mostró, sin embargo, con el gaditano José
Joaquín de Mora (pese a que no era precisamente nada
sospechoso de connivencia con el romanticismo; vid. más
arriba algunas de sus manifestaciones sobre este movimiento).
También comienza elogiando sus Leyendas
Españolas (publicadas en Londres, 1840) y, en parte, se
adhiere a su postura en la famosa querella entre clásicos y
románticos apoyándose en las ideas que había
expuesto acerca de la necedad de unos y otros «...porque sus
juicios están igualmente dictados por el espíritu de
partido», pero muestra su desacuerdo con él por la
inexactitud histórica de algunos pasajes de sus
Leyendas... y también por diversas cuestiones
métricas. Frente a la actitud de Mora, reivindica (rasgo muy
romántico, por cierto) el empleo del romance y de otros
metros populares: «No despreciemos los
metros -concluye- porque los maneja el vulgo. También los
copleros hacen décimas y cuartetas, y nosotros los hemos
visto elevarse a la dignidad de la octava»
(El
Tiempo, 2, 6 y 7-9-1840; Mora, 1844, II: 80).
Entre julio y septiembre de 1840, las colaboraciones de Alberto Lista en El Tiempo se centraron, casi en su totalidad, en la crítica literaria de autores y obras aparecidas por aquellas fechas: además de las que acabamos de consignar, Lista se dedicó a comentar publicaciones y reediciones de teatro español: de Lope de Vega, Calderón, Ruiz de Alarcón, Tirso de Molina, Vélez de Guevara, Rojas, Moreto, Cañizares, Moratín... No olvidaba reseñar cuantas actos se desarrollaban en San Felipe Neri (de comienzo y fin de curso, entrega de premios...).
A partir del 16 de octubre de 1840 desaparece El Tiempo (que pasaría a denominarse El Globo). Según informa una nota que aparece insertada en este periódico, la propiedad de El Tiempo había sido enajenada, y la dirección queda a cargo de D. Joaquín Riquelme. Los nuevos redactores no aceptan la responsabilidad legal ni moral de los escritos publicados hasta el momento. Desde ese instante, este periódico declara estar abierto a todas las opiniones liberales.
Con la desaparición de El Tiempo, finalizaron los artículos de Alberto Lista.
Poco más sabemos de su estancia en Cádiz durante los últimos años que permaneció en la ciudad, siempre al frente del Centro en cuya fundación había participado tan activamente. De hecho, nunca había perdido el contacto con Sevilla, su ciudad natal, de la que añoraba sus jardines y donde pasaba todo el tiempo libre que le dejaban sus ocupaciones en Cádiz. En 1841 fue nombrado Director de la Academia de Buenas Letras sevillana, con cuyos miembros -antiguos amigos suyos- llevaba colaborando algún tiempo. Sin embargo, no están del todo claras las razones por las que regresó definitivamente a Sevilla. Supone Juretschke que la caída de Espartero -en el verano de 1843- propició la vuelta: al parecer, Lista y el otro director del Colegio de San Felipe, Jorge Díez, decidieron fundar un colegio en Sevilla, el de San Diego. León y Domínguez alude, sin embargo, a ciertas disidencias con la Junta Rectora del Colegio y con su Rector (1897: 19). Lo cierto es que en 1844 Lista residía de nuevo en la ciudad del Betis (Juretschke, 1951: 206).
Pero una carta remitida por Lista a González Bravo, fechada el 24 de enero de 1844 (reproducida por Martínez Torrón, 1993 a: 238-239) nos confirma la hipótesis que sostiene León y Domínguez como más verosímil: Alberto Lista, cansado y enfermo, decidió, al precio que fuese, cumplir su sueño más anhelado: volver a Sevilla, para lo que suplica que se le proporcionara cualquier ocupación que le permitiera vivir dignamente el resto de sus días: «Mi salud va mejor: pero, amigo mío, estoy resuelto, si me es posible, a no pasar otro invierno en Cádiz, cuya atmósfera húmeda y salina sin una pizca de aire vegetal, me hace muchísimo daño. Caiga donde cayere, trasladaré mi residencia a Sevilla».
Efectivamente, Lista volvió a Sevilla colmado de honores: se le creó la cátedra de matemáticas en la Universidad, donde desempeñó importantes cargos: bajo su mandato se iniciaron los planes para reformar los estudios de humanidades. Además, siguió impartiendo clases en el Colegio de San Diego.
El cargo de Regente de estudios que había dejado vacante Lista en San Felipe Neri fue ocupado, sucesivamente, por estos dos notables políticos y literatos. La estancia de ambos en el Centro fue muy breve: Alcalá Galiano se mantuvo tan sólo unos meses, en 1844, mientras que Mora permaneció en él desde 1844 hasta 1846 (León y Domínguez, 1897: 21-22).
Pero si recordamos
nuevamente a Alcalá Galiano no es, precisamente, por haber
sucedido a Lista en su cometido docente, sino porque,
inmediatamente después de abandonar Cádiz, vuelve -en
1845- a dictar unas lecciones de Literatura al Ateneo de Madrid,
donde retoma una vez más el hilo de la ya vieja
polémica clasicismo / romanticismo: «Durante muchos
años había reinado en Europa el gusto llamado
clásico, gusto que yo no impugnaría si fuera
clásico verdadero, que respeto en lo que tiene de
clásico, que prefiero a las extravagancias monstruosas de
que he sido tal vez involuntario apóstol, pero al cual niego
completamente que sea el verdadero gusto clásico». En
1847, en un artículo titulado «Del estado de las doctrinas literarias en
España en lo relativo a la composición
poética» declara que el romanticismo es ya una moda
pasada, sobre todo, «gracias a haberse hecho voz del vulgo,
entendiéndose por ella mil cosas diversas e incoherentes y
gracias más que a lo antes dicho, a su carácter
equívoco»
(citado por Alborg, 1980, IV:
159-163).
Por su parte,
José Joaquín de Mora seguía manifestando la
misma acritud hacia el Romanticismo. En un artículo titulado
«Mis opiniones», publicado en 1847 en la Revista de
España y del Extranjero afirma que las doctrinas
románticas son aquellas según las que «toda
regla es traba ignominiosa, / que la pedantería al genio
impuso». Y además, que «El
romancero es por esencia triste; / el horror es el mote de su
secta, / horror es a sus ojos cuanto existe»
(citado por
Allison Peers, 1973, II: 46-47).
Como es sabido, la enseñanza de la Literatura constaba de una parte «filosófica» o general (que examinaba nociones como belleza, literatura, etc.) y otra «preceptiva» (que integraba a su vez las disciplinas de Retórica y Poética). Huelga decir que era obligado el estudio de los clásicos, sobre todo de Aristóteles, Cicerón, Quintiliano y Horacio: el Arte Poética de este último figuraba en los planes de estudios de mitad del siglo como texto cuya memorización era obligatoria (vid. García Tejera, 1994 a, 1994 b). Todavía en 1860, D. Vicente Fontán y Mera publica en Cádiz (en el Círculo Científico y Literario) una versión anotada de la epístola horaciana.
Uno de los logros de la enseñanza decimonónica es la incorporación del estudio de la historia de la literatura: en opinión de Llorens, es precisamente Alcalá Galiano quien, con su Literatura española del siglo XIX, ya citada, inaugura esta corriente.
Pues bien: la historia de la literatura española se va incorporando paulatinamente a los manuales de estudio de la enseñanza secundaria. Entre los muy numerosos que fueron apareciendo desde mediados de siglo, destaquemos uno que se publica en Cádiz el año 1870 -en la Imprenta de la Revista Médica- con el título Elementos de Literatura filosófica, preceptiva e histórico-crítica con aplicación a la española (vid. García Tejera, 1987). Sus autores eran Romualdo Álvarez Espino y Antonio de Góngora Fernández, ambos Catedráticos por oposición del Instituto de Cádiz6. Una de las novedades que presenta este manual es que dedica un amplio capítulo -«Clasicismo y Romanticismo»- a historiar y a valorar el movimiento romántico (al que ya se considera superado), y a su polémica con el clasicismo.
Hay que constatar
que la valoración que ambos autores hacen del Romanticismo
es, en líneas generales, negativa: sus juicios se apoyan,
casi siempre, en razones morales y en el ya consabido ataque a las
«reglas eternas de la verdad artística».
Así, el Romanticismo es «aquella
escuela llena de extravagancias y exageraciones, que, pervertido el
gusto, se propuso a principios de nuestro siglo cambiar la faz de
la literatura, declarando la guerra a las reglas de
composición y estilos del arte antiguo. El clasicismo, por
el contrario, viéndose atacado por el ardor de los
revolucionarios, se ha compuesto de aquellos que se
proponían defenderse contra la invasión,
erigiéndose en campeones de la antigüedad, y oponiendo,
con su desdén y su desprecio, una resistencia absoluta y
pertinaz a la corriente innovadora»
(1870: 126).
No dejan de
reconocer que, en su defensa del romanticismo, el clasicismo
incurrió también en exageraciones: «apegose con tal rigidez a lo antiguo [...] que
[...] cifró en la servil imitación de cualquiera de
ellas [obras antiguas] toda la belleza y todo el mérito de
las modernas creaciones, y opuso un criterio severísimo
hasta la injusticia, a todo lo que aparecía con visos de
originalidad»
(op. cit.: 127). Resulta llamativa, de todas
formas, la etimología que asignan al término
«romántico»: «Es lo
cierto, que el arte moderno presentose frente a frente del arte
antiguo en Alemania; que por una parte lucharon, no las artes ni la
literatura, sino el espíritu griego y las formas paganas, y
por otra las exigencias morales del cristianismo, y las ideas
nuevas que comunicó éste a las nacionalidades
europeas que se desenvolvieron bajo el influjo de Roma: por esto se
llamó románticos a éstos
últimos, mientras se continuaba designando a los primeros
con el nombre de clásicos»
(ibidem).
También
estos dos autores resolvían la famosa polémica entre
clásicos y románticos apelando a un necesario
equilibrio: «La verdad -concluyen- se
halla en la conciliación de la realidad y la idealidad: en
la relación del espíritu y la materia, en la
armonía, en fin, entre las dos esferas positivas de lo
bello, la naturaleza y la vida humana, y las dos potencias capaces
de conocerlas y producirlas; Dios y el hombre»
(op. cit.:
128).
De la polémica encendida en Cádiz a comienzos del siglo XIX entre clásicos y románticos todavía quedaban, unos cincuenta años después, estos rescoldos, en los que, en casi todos los casos, subsistía una fuerte oposición al Romanticismo -o, al menos, a cierta acepción de este movimiento.
Pero, como ha ocurrido casi siempre, la teoría y la práctica literarias recorrían caminos divergentes. Mientras que Cádiz vivía nuevamente la polémica en la prensa, en los libros de texto e incluso en los manifiestos de algunos poetas, la creación literaria seguía otros derroteros: no olvidemos que, por las mismas fechas de las que nos ocupamos, el dramaturgo García Gutiérrez -natural de Chiclana- triunfaba en Madrid con el estreno de El Trovador (1836); recordemos también a dos poetas, románticos tardíos: Ángel María Dacarrete, nacido en El Puerto de Santa María, alumno de Alberto Lista en Sevilla y compañero y amigo de Gustavo Adolfo Bécquer, y a Arístides Pongilioni, cuyas Ráfagas Poéticas (Cádiz, 1865) prologaba Narciso Campillo, a la sazón Catedrático de Retórica, Poética y Preceptiva del recién creado Instituto de Segunda Enseñanza... Esta dualidad se manifiesta, incluso en la actitud de una misma persona: el rechazo teórico al movimiento romántico no impidió a Alberto Lista prodigar sinceros elogios a algunos de sus representantes más característicos. Por su parte, ciertos periódicos (véase lo que hemos comentado más arriba de la Revista Gaditana) recogieron entre sus páginas manifestaciones en contra del romanticismo junto con creaciones plenamente románticas... Y para terminar el repaso a los epígonos de la polémica clasicismo / romanticismo, recordemos un curioso dato: en 1849 se publicaba en España La Gaviota, novela que marca el comienzo de un nuevo período literario, el Costumbrismo. Su autora, «Fernán Caballero», era hija de Juan Nicolás Böhl de Faber. Y la traducción al español la realizó, paradójicamente, el contrincante literario de su padre: José Joaquín de Mora.
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