Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Los riesgos de la ficción. El «Facundo» y los parámetros de la escritura histórica

Diana Sorensen





Al sopesar las variadas y complejas formas de comunicación que ha establecido el Facundo con su público lector, se hace necesario observar las estrategias textuales que despliega para invitar a la recepción activa. Surge una contradicción interesante: a la vez que el lector mantiene vivo su interés, se enfrenta con una considerable inestabilidad semántica.

Este capítulo se concentra en dos aspectos de esta problemática e intenta examinar cómo han contribuido a su desarrollo. El primero está relacionado con la afiliación genérica del libro; el segundo enfoca lo que está implicado en la posible activación de una clave de lectura ficticia, de acuerdo a la cual el Facundo debería ser leído como novela o épica, con lazos referenciales debilitados. Ambos procesos están íntimamente relacionados por su naturaleza misma, pero también porque los lectores se han centrado repetidamente en ellos. Además, ilustran el grado en que, a través de las convenciones genéricas, un texto se inscribe en la praxis social. Cuando un lector realiza una clasificación genérica recurriendo a su competencia literaria, está participando también en una actividad social: trabajar (o, como lo diría John Austin, hacer cosas) con el lenguaje, con un texto, y con todo lo implicado en pertenecer a lo que Stanley Fish ha llamado una «comunidad interpretativa»1. El Facundo y sus intérpretes han colocado la discusión con frecuencia en el campo de la ética; de ahí que se presten a sí mismos a consideración del sitio donde interactúan lo textual y lo social. La siguiente exposición intenta mostrar cómo opera esta dimensión ética en la interacción entre la obra y sus lectores.

La cuestión genérica es tratada primero, pues en muchos sentidos está en la raíz de la segunda. Es un lugar común de la crítica del Facundo detenerse en sus peculiaridades genéricas; como el género refuerza la comprensión textual desde el punto de vista del contenido y la composición, un caso inestable de afiliación genérica problematiza el encuentro entre texto y lector. Las claves genéricas ayudan al lector a seleccionar, de entre una multitud de posibilidades, una clase organizadora que opera como un programa para la decodificación y crea la clase de inteligibilidad que surge de asignar un texto a un grupo preestablecido2. El Facundo no permite al lector mantener un programa genérico constante; ésta no es una estrategia particularmente infrecuente, ya que desafiar las convenciones genéricas es un procedimiento que estimula el interés. Esta clase de heterogeneidad es parte de los códigos literarios que estaban en vigencia en el momento en que la obra fue escrita3. Pero en el Facundo el lector está obligado a cambiar de programas entre una parte del texto y otra, de lo que resultan clasificaciones en conflicto.

No es difícil verificar todo esto cuando nos volvemos a la historia de la recepción de la obra. Ha sido leída como historia, como un panfleto (el mismo Sarmiento lo consideró tal en ciertas ocasiones)4, como un estudio sociogeográfico, como una biografía, como una novela (y aquí bastaría citar a Unamuno: «Nunca tomé a Facundo, de Sarmiento, por una obra histórica, ni creo que pueda salir bien librada juzgándola en tal respecto. Siempre me pareció una obra literaria, una novela a base histórica»)5, o inclusive como épica («vemos en él la epopeya del pueblo latinoamericano», proclamaba Carlos García Prada cuando se celebró el centenario de su publicación)6. Es problemático activar posibilidades interpretativas tan diferentes en tanto implica hacer que el texto opere en registros que no siempre son compatibles, pues establecen relaciones conflictivas con el mundo. Estas relaciones varían significativamente de la historia a la novela, al punto que el mensaje que construye el lector es alterado.

Uno de los principales aspectos de este capítulo es la correlación entre estrategias textuales y las claves de lectura que ellas activan. Un punto de partida es la naturaleza compleja del componente histórico. De un modo casi provocador, el Facundo se presenta como una historia de las guerras que siguieron a la independencia argentina, con su meticuloso recuento de batallas (baste recordar los Capítulos 9, 10, 11 y 12, que comparten el título «Guerra Social» y están identificados individualmente por medio de las batallas de la Tablada, Oncativo, Chacón y Ciudadela), y de las cambiantes fortunas de los principales personajes en la escena política que tuvo lugar después de 1810. Hay numerosos pasajes que procuran acentuar y clarificar la presentación de hechos históricos. Por ejemplo, en una estrategia encaminada a reforzar la pertinencia, en la que el autor «fuerza» la relevancia de ciertos pasajes, una táctica común en el texto es la que ejemplifica la siguiente designación genérica, con la que concluye el análisis de La Rioja y San Juan: «Ésta es la historia de las ciudades argentinas»7. No faltan alusiones a hechos históricos que proporcionan el centro focal del texto, como el siguiente comentario: «Éste es un hecho fecundo en la historia argentina», como si a través de ellos la discusión ganara mayor importancia. Y sin embargo, algunos de los primeros lectores del Facundo lo atacaron llamando la atención a su desvío de los parámetros de la escritura histórica. Un comentario hecho por Alberdi en sus Escritos póstumos expresa sus objeciones de un modo elocuente: «Es el primer libro de historia que no tiene ni fecha ni data para los acontecimientos que refiere. Es verdad que esa omisión procura al autor una libertad de movimientos muy confortable, por la cual avanza, retrocede, se detiene, va para un lado, vuelve al lado opuesto, todo con el movimiento ilógico con que un pescado rompe la onda del mar»8. Valentín Alsina, en su muy citada corrección, formula la objeción corriente al status histórico del libro: «Ud. no se propone escribir un romance, ni una epopeya, sino una verdadera historia social, política y hasta militar a veces, de un período interesantísimo de la época contemporánea. Siendo así, forzoso es no separarse un ápice [...] de la exactitud y rigidez histórica»9. Pero, por supuesto, la corrección tiene el doble filo tan característico de sus propios reclamos de autoridad: señala la distancia del Facundo del discurso histórico, a la vez que lo inserta en los parámetros de ese mismo discurso.

Aquí podemos estar enfrentando uno de los nudos claves que han determinado los reclamos de validez de nuestro libro. En él, las cuestiones de verdad y escritura histórica parecen estar poniéndose en juego. Debemos considerar aquí los modos en que tal escritura fue enmarcada antes de la segunda mitad del siglo XIX, aunque más no sea para ubicar el campo discursivo dentro del cual opera este texto fluido. En su notable presciencia, el Facundo parece estar en el medio mismo de los cambios que estaban ocurriendo en la escritura de la historia en los años centrales del siglo, y su recepción da prueba de lo cambiante de la definición de la disciplina en la época. Alsina repite la fórmula ciceroniana de que «el historiador no puede decir nada falso, debe atreverse a decir todo lo cierto, debe evitar la parcialidad»10. La asociación de historia con épica (a pesar de los reclamos de Alsina) no es nueva; data al menos de Quintiliano. La historia pertenecía al campo de las letras: era una de las formas de escritura que podían practicarse. Hasta la idea de copiar imparcialmente la realidad fue cuestionada, y aún en el siglo XVIII la historia mantenía su sitio en los manuales de retórica. En 1752, para citar unos pocos ejemplos, el alemán Chladenius reflexionaba sobre la cuestión del punto de vista y su peso en la narrativa histórica. Para Voltaire, la diferencia entre historiador y poeta épico está sólo en la naturaleza de la materia con la cual se da forma a la obra; la conferencia de Schiller en Jena en 1789, «¿Qué es la historia universal y por qué la estudiamos?» relacionaba la percepción del historiador con su propia situación, y lo veía aplicando «un modelo armonioso a todo fenómeno presentado por el gran teatro del mundo». De hecho, a fines del siglo XVIII el foco de la escritura histórica era el narrador más que la sucesión de hechos en sí misma. Mientras que los días finales del neoclasicismo vieron el desvanecimiento del lazo entre historia y literatura, a medida que la última se alineaba con el campo privilegiado de la poesía romántica y la primera con un relato de lo «real», la gran escuela romántica de historiadores franceses hacía actuar en sus escritos su compromiso con la política contemporánea. Thiers, Mignet, Guizot, Barante y Michelet eran todos escritores y activistas políticos, por lo que su punto de vista del pasado estaba conformado por su ideología. No es accidente que Pierre Lepape, introduciendo la edición de L'Herne del Facundo en un artículo de Le Monde en 1990, haya llamado a Sarmiento «le Michelet argentin», pues hay un notable paralelo entre los dos grandes hombres en la pasión que pusieron en su trabajo y en el peso de sus presencias.

Como ha demostrado convincentemente Tulio Halperín Donghi, la relación entre Sarmiento y la historiografía romántica es fuerte, y en alguna medida ayuda a explicar el status problemático del Facundo11. Pues no sólo los miembros de esa escuela desdeñaron lo que asociamos con la historia positivista, puramente factual, sino que también recurrieron a elaboraciones metafóricas y a las polarizaciones que tan marcadamente determinan al libro de Sarmiento. La escritura de Thierry, como la de Sarmiento, está estructurada por series de antítesis (ley y violencia, orden y caos, razón y pasión brutal); en cuanto a Michelet, concibe al historiador como el hombre que podía descifrar el misterio del pasado y de la nación, del mismo modo que Sarmiento apelaba a la «sombra terrible de Facundo» para que lo condujera a las profundidades del caos argentino. Sólo después de los amargos desencantos de 1848 Michelet se apartó de su postura profética y de su visión filosófica. La escritura histórica en la segunda mitad del siglo XIX está dominada por un sentimiento científico de disciplina producida bajo la égida del pensamiento positivista, y una concomitante preocupación por asuntos técnicos y documentación. La profesionalización de la disciplina ayudó a marcar sus límites y expulsó los intereses más vastos que apuntalaban los escritos de Michelet, de los hermanos Thierry o de Quinet.

Pese a las afinidades del Facundo con la historiografía romántica, su naturaleza discursiva va más allá de los parámetros de la disciplina maestra en su abierta falta de objetividad, su privilegiar la opinión por sobre los hechos, y su reunión de elementos de otras fuentes genéricas. Esta riqueza discursiva es asiento de algunas de las controversias que lo rodearon desde su publicación, pero también lo es el vasto alcance de la dicotomía interpretativa civilización-barbarie, que tan vigorosamente atraviesa el texto sarmientino. Basta considerar algunos comentarios de Hayden White en Metahistory para tomar conciencia de las limitaciones que el Facundo ignora: «Los cuatro maestros historiadores del siglo XIX (Michelet, Ranke, Tocqueville, Burckhardt)... estaban de acuerdo en que la historia debía escribirse sin preconceptos, objetivamente, por interés en los hechos del pasado y por nada más, y sin inclinación apriorística a conformar los hechos en un sistema formal»12. Y aunque el punto de vista puede ser aceptado como parte del papel del historiador, no era la fuerza discursiva impulsora: «Nadie negó que el pasado pudiera contemplarse desde diferentes "puntos de vista", pero éstos eran considerados más como prejuicios a suprimir que como perspectivas poéticas que podían iluminar tanto como oscurecían»13. Los lectores han recurrido a las intenciones del autor para dar cuenta de las peculiaridades de las afiliaciones históricas del Facundo. Un caso es la explicación de Palcos, que echa raíces en la dimensión perlocutiva:

¿Se propuso de verdad Sarmiento escribir [...] un libro de historia, pura y simplemente? Nada autoriza a suponerlo, a pesar de los variados elementos históricos que contiene. Facundo fue inicialmente un libro de combate contra la tiranía. [...] En cuanto a su fondo, no puede decirse que contiene en la historia entendida como crónica de una época, sino en su explicación o interpretación14.



Las estrategias narrativas llaman la atención sobre la presencia del narrador como quien se ha apropiado del habla y, con ella, de la posibilidad de lograr el orden dentro del caos. Ese omnipresente «yo» viaja de un punto al otro del mundo referencial con el «tranco ariostesco» que tan claramente puede verse en Don Quijote, por ejemplo. Sarmiento recurre a esta vieja tradición literaria para organizar su desplazamiento temático y geográfico; «Me es preciso dejar a Buenos Aires, para volver al fondo de las demás provincias, a ver lo que en ellas se prepara»15, o «Pero vamos a Atiles, donde se está preparando un ejército...»16. En términos estilísticos, la abundancia de exclamaciones y preguntas retóricas es función de las dimensiones perlocutivas del discurso, como ha sido enérgicamente argumentado por Roberto González Echevarría, quien señala el tropo como el instrumento que permitía la distorsión ideológica dondequiera que el autor burgués «lograba poder imaginario sobre el mundo»17.

Si, entonces, cuando consideramos el status histórico del texto, verificamos que el lector no sólo tiene que realizar ajustes genéricos, sino que puede empezar a desestabilizar los lazos entre texto y mundo, nos acercamos al límite que marca problemas correspondientes a lo que Gotz Wienold ha llamado «uso de texto»18. Se trata de la división entre ficción y no ficción, y cuando es evocada respecto del Facundo suele surgir de dos posiciones ideológicas posibles, ya sea para evitar la discusión del mensaje polémico del libro o para poner en movimiento una operación cuyas consecuencias son a la vez textuales y sociales. Me estoy refiriendo aquí a la lectura que ubica el texto de Sarmiento dentro del discurso de la mentira, y que puede caracterizarse por un comentario hecho por un amigo de Sarmiento, Dalmacio Vélez Sarsfield: «El Facundo mentira será siempre mejor que el Facundo verdadera historia»19. En nuestro siglo Jorge Abelardo Ramos hace una afirmación igualmente radical: «El Facundo es una hermosa mentira, cuyo esplendor artístico perdurará en la historia de nuestra literatura. Pero el personaje demoníaco que nos presenta Sarmiento no existió nunca. [...] Facundo es un relato novelesco. [...] Las anécdotas del libro son inventadas a designio, confiesa Sarmiento en carta al General Paz»20. Esa contaminación entre ficción y mentira es uno de los asientos de la interacción entre texto y sociedad: ciertos miembros de la comunidad de lectores aceptan o niegan la validez factual de sus afirmaciones. De ahí que el poder del texto de establecer relaciones con la imagen de lo real sea socavada dentro de esa comunidad, que se hiende a lo largo de la divisoria textual entre ficción y mentira.

Aquí corresponde echar una mirada a la recepción del texto. Los comentarios de Alberdi y de Alsina que fueron citados antes no están demasiado alejados de los de Vélez Sarsfield o Ramos. Aparte del problema de la exageración, que con tanta frecuencia se le reprochó a Sarmiento, las palabras «romance» y «épica» son de especial interés no sólo porque implican un desvío cuestionable del discurso histórico, sino también porque integran un paradigma que ubica al Facundo dentro del espacio ficticio. Esta operación puede verificarse repetidamente en la historia de la recepción del Facundo, y no es infrecuente hallarla en lecturas que pretenden socavar la credibilidad de las aseveraciones de Sarmiento. En efecto, es posible considerar al Facundo como una obra de ficción, cortando con ello su relación con el mundo de los hechos, sin denegar su status de texto poderoso y sugestivo. Así, por ejemplo, Leopoldo Lugones lo elogiará como «nuestra gran novela política», y, con característica exageración, como «nuestra Ilíada»21, aun cuando niega el argumento central de Sarmiento: «[...] no había tales bárbaros ni tales civilizados. Sus diferencias son meras situaciones accidentales que, al variar, los cambian también de partido. Los dos tipos [...] no han existido nunca»22. El ala peronista del revisionismo histórico procederá sobre líneas similares, como puede verificarse en el siguiente comentario hecho por Luis A. Murray: «El Facundo es primordialmente novela, género que puede prescindir de la corroboración de los datos y sólo en segunda o tercera instancia se vincula con la historia propiamente dicha»23. No es difícil detectar el hilo que une las declaraciones de Alberdi con las de Murray: en ambas se trata de disminuir la autoridad del texto sin discutir su valor literario; devalúan su tesis explicatoria poniéndola en una esfera que la debilita. No sería correcto sugerir que esta clase de lectura es patrimonio exclusivo de los oponentes de Sarmiento, pero es una estrategia de oposición muy efectiva24. Ezequiel Martínez Estrada la desenmascara con su habitual perspicacia: «Son los que se benefician con la mentira y con la confabulación del silencio, quienes entienden que Facundo no es historia, ni sociología, sino novela de costumbres, ignorando además que justamente la novela de costumbres es la historia y la sociología verdaderas»25.

Si esta oposición ha florecido como lo ha hecho, es interesante ver de qué maniobras textuales deriva, es decir, en qué medida el Facundo mismo les da origen. Algunos de los casos en que esta problemática es inscripta textualmente elucidan algunos de los modos en que el texto mismo contribuye al conflicto. Movido por la preocupación de producir un texto que opere una decodificación activa, Sarmiento suele recurrir a estrategias discursivas que le piden al lector que suspenda la referencia factual y deje de apoyarse en la categoría de verdad referencial, negándose a adecuarse al requerimiento de producir enunciaciones verificables26. Esto sucede, por ejemplo, en la construcción del personaje de Facundo Quiroga, que está, como lo han puesto muy en claro los críticos de Sarmiento, subordinado al propósito de hacerlo atractivo desde un punto de vista literario. En el capítulo 5, cuando aparece Facundo en el texto, hay varias estrategias de presentación y elaboración literarias que, aunque no exclusivas de la ficción, prevalecen en ella. En el incidente con el tigre en el desierto, el personaje no es identificado hasta que la secuencia narrativa ha terminado, para asegurarle un halo misterioso que subraya la introducción textual real de Facundo. Es evidente a veces que la elaboración narrativa no se limita a la información que Sarmiento pudo obtener de sus informantes, sino que apela a un proceso de ficcionalización que puede acomodar signos de omnisciencia como el siguiente: «Cuando nuestro prófugo había caminado cosa de seis leguas, creyó oír bramar el tigre a lo lejos, y sus fibras se estremecieron»27. Hay también un uso del detalle que va más allá de la transmisión de información relevante a los hechos clave, como puede verse en el acecho aterrorizante del tigre alrededor de su presa: «Intentó la fiera dar un salto imponente; dio vuelta en torno del árbol, midiendo su altura con los ojos enrojecidos por la sed de sangre, y, al fin, bramando de cólera, se acostó en el suelo, batiendo sin cesar la cola, los ojos fijos en su presa, la boca entreabierta y reseca»28. La lectura invocada activa criterios literarios, no sólo porque la voz narrativa toma un carácter omnisciente, sino también porque se concentra en ciertos rasgos estilísticos a expensas de los lazos referenciales que legitimarían la narración de hechos29. Tales criterios son activados en otras ocasiones (una de ellas está localizada en las antípodas textuales del incidente con el tigre: los hechos dramáticos que llevan al crimen en Barranca Yaco), pero hay otras estrategias que también debilitan la relación referencial, debilitando con ello la autoridad general del texto. Entre ellas debemos considerar el uso de la anécdota, particularmente en lo que atañe a la presentación de Quiroga. No sorprende que se hayan escrito varias biografías con el fin de corregir la versión de Sarmiento de la vida de Quiroga, y demostrar sus impropiedades30 Sin considerar la espinosa cuestión de «quién está diciendo la verdad», esta discusión se limitará a observar qué nudos textuales promueve esta clase de lectura. Siempre esforzándose por comprometer el interés del lector, al tiempo que se ajusta a las convenciones que guían la construcción del héroe romántico, Sarmiento incorpora material cuya veracidad él mismo reconoce cuestionable. Comenta algunas de las unidades narrativas como «fábulas inventadas por la adulación»31; como coda de otra escribe: «Acaso es ésta una de esas idealizaciones con que la imaginación poética del pueblo embellece los tipos de la fuerza brutal»32. En otro caso, introduce dos anécdotas con un comentario que sugiere un protocolo de lectura poética y ficticia: «Es inagotable el repertorio de anécdotas de que está llena la memoria de los pueblos, con respecto a Quiroga; sus dichos, sus expedientes, tienen... ciertos visos orientales»33. Si, por una parte, el personaje que dirige la lectura está dotado de un poderoso impulso romántico y heroico, por otro es apartado del dominio de lo factual y lo histórico, y la lectura planteada carece del anclaje que tal dominio aseguraría. Lo mismo vale para ciertas referencias metatextuales que comparten la motivación y el efecto de los comentarios que acabo de hacer. No es infrecuente que el texto se designe a sí mismo en una vena metatextual mediante formas que también apartan su lectura del referente no verbal y que, en lugar de ello, actúan como invitaciones a apartarlo de las categorías de verdad, cancelando con ello sus cualidades denotativas. Por ejemplo: el Capítulo 4 se abre con una fórmula común en el Facundo, cuyo propósito es conectar los diferentes movimientos del texto y subrayar la importancia de sus componentes: «He necesitado andar todo el camino que dejo recorrido para llegar al punto en que nuestro drama comienza»34. Aunque el texto mismo excluye la afiliación con el género teatral, la palabra «drama» produce cierta inestabilidad elocutoria. Leer el texto en clave dramática implica privilegiar los aspectos teatrales de los hechos, ponerlos en escena, podría decirse, y distanciarlos de lo factual. Los dos casos siguientes podrían servir como ejemplos: el primero, en el Capítulo 12, concluye una descripción de la provincia de Tucumán, cargada de cualidades poéticas y centrada en la belleza exótica de la naturaleza y la atracción de los elementos costumbristas, con la siguiente pregunta: «¿Creéis por ventura, que esta descripción es plagiada de Las mil y una noches u otros cuentos de hada a la oriental? Daos prisa, más bien, a imaginaros lo que no digo»35. La lectura sugerida aquí le da a la imaginación el papel clave. Una situación similar tiene lugar en el capítulo 10, cuando aparece la historia de la obsesión amorosa de Facundo con Severa Villafañe: «La historia de la Severa Villafañe es un romance lastimero, es un cuento de hadas, en que la más hermosa princesa de sus tiempos anda errante y fugitiva, [...]»36. El efecto es conjurar un mundo de dimensiones literarias y estéticas. Este proceso puede comprenderse mejor a la luz de la siguiente observación hecha por Jens Ihwe: «En textos literarios de ficción [...] la referencia inmediata a contextos particularizados es bloqueada en favor de una especie de referencia mediatizada a estados, procesos y relaciones posibles, no necesariamente compatibles con los aceptados para un "mundo físico". [...] Lo que se construye es más bien un sistema interno de referencias cruzadas»37. En el caso del Facundo hay una relación interesante entre lo que llamaré contaminación ficticia y las controversias que rodean su recepción. La frontera entre ficción y mentiras corre el riesgo de desvanecerse cuando un texto muy polémico, con una motivación fuertemente pragmática, incorpora instrucciones para leer que debilitan sus raíces referenciales. La exposición precedente se ha centrado en la inestabilidad genérica y en las «invitaciones a la ficción» (para citar la sugerente frase de Sylvia Molloy), pero hay otro factor determinante que se manifiesta en ciertas fisuras del texto en las que el lector percibe un reconocimiento de la relación problemática con lo real. Hay dos casos particularmente interesantes en la segunda edición de 1851, cuando, después de su descripción de Córdoba y Buenos Aires en el Capítulo 7. Sarmiento cuestiona la veracidad de su propio texto al admitir en una nota al pie su falta de objetividad, su exageración, y las incorrecciones, motivadas por «el calor de los primeros años de exilio». A continuación, en la misma nota, incluye el ya mencionado reproche hecho por Alsina respecto de la exageración y la hibridez genérica. Si esta nota no llega a ser la confesión de un error, debilita de todos modos la autoridad textual, como lo hace la inclusión de una cantidad de notas de Alsina en esta edición.

Los riesgos implicados en estas prácticas discursivas se comprenden mejor a la luz del hecho de que las definiciones lógicas de ficción, error y mentira están interrelacionadas:

  1. Si un hablante H dice una proposición p a un interlocutor/ lector I describiendo un estado de cosas EM en tx y si p es de hecho no cierto en el mundo compartido EM en tx y si H cree que p es cierto en EM entonces H comete un error.
  2. Si H dice p sabiendo que p es falso en EM en tx, pero H pretende hacer creer en la verdad de p en EM en tx, entonces H miente.
  3. Si una proposición p es en realidad ni verdadera ni falsa en EM a un cierto tx pero puede imaginarse un Mj en ty en el que p es Mj-cierto, p es una proposición ficticia38.

Si bien la notable vitalidad del Facundo en las formaciones culturales argentinas tiene que ver con su trascendencia del dominio textual y su penetración en la praxis social, también ha arrastrado la posibilidad de producir interpretaciones que intentan subvertir los reclamos de validez del libro borroneando los límites entre ficción, mentira y error. Dentro de esta muy riesgosa contaminación tenemos que localizar la formación problemática de la identidad nacional, constantemente tironeada por reclamos de validez en conflicto. No es infrecuente que la misma naturaleza cuestionadora de las lecturas «en contra» del Facundo sea el punto de partida para interpretaciones alternativas de los problemas en cuestión, como veremos en la sección siguiente al examinar el intento de Valentín Alsina de demoler el relato de los hechos que hace Sarmiento.


Estar ahí: la reescritura de la historia

Rumbo a Europa a comienzos de 1846, ostensiblemente embarcado en un viaje para estudiar sistemas educacionales, pero también buscando respiro de las muy acaloradas controversias de que era centro en Chile, Sarmiento se detuvo en Montevideo y conoció a los exilados argentinos en esa ciudad. Sarmiento había pasado su vida adulta alejado de los centros metropolitanos de la actividad política argentina, Buenos Aires y Montevideo; ahora tuvo su presentación personal con los líderes de la resistencia en Montevideo. Ejemplares del Facundo habían precedido la llegada de su autor en varios meses, pues Sarmiento había dispuesto hábilmente la distribución de su libro de modo que llegara a los miembros más prominentes del partido anti rosista. Bartolomé Mitre publicó fragmentos en El Nacional (Florencio Várela se había negado a hacerlo en El Comercio del Plata)39 y Sarmiento habló del libro con Esteban Echeverría, el decano de la Generación de 1837. Después de su lectura del Facundo, Valentín Alsina, prominente exilado unitario en Montevideo, le hizo llegar a Sarmiento una lista de correcciones preliminares «amistosas». La meticulosa preocupación de Alsina por la corrección (tal como él la entendía) lo llevó a escribir cincuenta y una notas, que implicaron un gran esfuerzo de su parte, durante los siguientes cuatro años. Y por mucho que se hubiera extendido, Alsina no creyó haber cubierto todos los errores que necesitaban rectificación. De hecho, en una carta fechada el 9 de julio de 1851 le anuncia a Sarmiento que tiene una continuación para sus Notas, pero que no ha encontrado un modo seguro de enviárselas. En consecuencia, le pide que no saque la segunda edición: «no debe pensar en la segunda edición que dice, hasta no recibir todas mis Notas; de lo contrario, saldría con muchos errores y falsedades»40. La autoritaria advertencia de Alsina tuvo poco efecto sobre Sarmiento, que publicó la segunda edición en 1851 y encontró una excusa para haber prestado una atención relativamente escasa a estas proliferantes enmiendas. Pues realmente las Notas socavan la autoridad del libro de un modo poderoso: incorporarlas habría significado escribir un Facundo diferente. En un gesto que revela una sugerente mezcla de independencia y gratitud, Sarmiento le dedicó la segunda edición a Alsina, agradeciéndole ostensiblemente su colaboración, y a la vez confesando que había hecho poco uso de las notas: «He usado con parsimonia de sus preciosas notas, guardando las más sustanciales para tiempos mejores y más meditados trabajos, temeroso de que por retocar obra tan informe, desapareciese la fisonomía primitiva y la lozana y voluntariosa audacia de la mal disciplinada concepción»41. Sarmiento hizo una cantidad de alteraciones en la tercera y cuarta ediciones, algunas de las cuales surgen de observaciones de Alsina. No obstante, cuando se emprendió la publicación de las Obras Completas en 1889, Luis Montt siguió la primera edición, sin advertir los cambios que habían sufrido las subsiguientes. Quizás para remediar esta omisión las Notas fueron publicadas en 1901, en la Revista de derecho, historia y letras dirigida por Estanislao Zeballos. La espléndida edición de Alberto Palcos de 1938 (basada en la cuarta, publicada en París por Hachette) incluye las Notas de Alsina como uno de los documentos correspondientes a los primeros años de la vida del libro.

Sorprende la posición inusual de este texto. A diferencia de los artículos periodísticos en los que se llevaban a cabo los debates sobre el Facundo, las notas de Alsina no estaban destinadas a la publicación, por lo que nosotros como lectores somos una especie de intrusos, participando en un circuito de comunicación que sólo debía contener a Alsina y Sarmiento: «Sólo me resta advertir que lo dicho en ella (la presente nota) no es, como ya Ud. lo alcanzará, para publicarse por ahora: es sólo aquí, para entre los dos, y para guía de Ud.»42. Esta lectura del Facundo es como una conversación por escrito, con breves citas de la primera edición, precedidas por números de página y línea para que Sarmiento identificara el pasaje en cuestión. Para quienes no tienen a mano la primera edición, el comentario de Alsina debe ser reubicado en el texto del Facundo para hacer coincidir lectura y texto.

Aun a pesar de la peculiaridad del status de las notas, pronto se hace evidente que son una serie, particularmente enérgica, de cincuenta y una correcciones: la lectura de Alsina es un ejercicio de autoridad. Se pone en el lugar del que sabe y del que, a partir del conocimiento, tiene el poder con el que reacomodar el relato de los hechos que hace Sarmiento. Hay muchas afirmaciones que revelan su abrumador sentimiento de dominio sobre el material, desautorizando claramente al autor aun mientras afirma ser un lector amistoso:

Borre Ud. eso amigo mío: porque a más de ser una mentira, es una ingratitud y una injusticia.


(398)                


Ha largos años que acerca de esto, como de ciertas doctrinas filosóficas, enseñadas en Buenos Aires, he oído muchas absolutas, muchas pedanterías, muchas exageraciones y muchas tonterías, proferidas con aire de magisterio.


(375)                


Lo de Napoleón que Ud. añade, es tan cuento tártaro, como tantas otras cosas...


(366)                


En su tono a menudo arrogante y burlón, Alsina produce un discurso de autoridad que, si es tomado como tal, niega los reclamos de Sarmiento de conocimiento sobre una variedad de temas, que van desde cómo se escribe la historia a cuestiones de información local, tales como el número de estancias que puede haber en una provincia (no diez mil como sugiere Sarmiento, pues una pampa con cien estancias ya no sería una pampa)43 qué hazañas ecuestres son creíbles, cuántas iglesias había realmente en Buenos Aires, o la ropa que usaba la gente que, como Alsina, asistían a la Universidad. En las Notas Sarmiento es presentado como el ausente, cuya escritura se basa en lo que ha oído y no en la presencia, proveedora de verdad.

Evidentemente, Alsina se tomó muy a pecho la tarea de leer y corregir el Facundo, pero uno se pregunta cuál es la fuente de su autoridad, y, de un modo más general, cuáles son los factores que entran en juego para permitir que la interpretación se ponga en un sitial desde el cual pueda imponerse. En el caso de Alsina, el poder está construido como emanación del papel jugado en algunos de los hechos a los que se alude en el Facundo, y de su concepción del apuntalamiento legitimador de la escritura histórica. En la raíz de su reclamo hay una cuestión de lugar: Alsina era un porteño, que había experimentado los hechos en Buenos Aires de primera mano. Sarmiento en cambio era un provinciano de la distante San Juan. Nacido en 1802, Alsina le llevaba sólo nueve años a Sarmiento, pero muy joven tuvo participación importante en el gobierno de Rivadavia y en las negociaciones que resultaron en la subida al poder de Dorrego. Como prominente abogado, jugó un papel clave en los primeros años de la nación que formulaba su sistema legal, y se le llegó a confiar la redacción del Código Civil. Cuando enseñaba Derecho en la Universidad de Buenos Aires fue encarcelado por hombres de Rosas. Logró huir a Montevideo con su familia, y allí continuó la lucha contra Rosas como miembro de la Comisión Argentina y como prestigioso periodista cuyos artículos aparecían en El Comercio del Plata de Florencio Varela y en El Nacional de Bartolomé Mitre. En Montevideo, Alsina era visto como el «líder legítimo» de los exilados argentinos44 Su camino político estaba íntimamente ligado al partido unitario, y lo seguiría estando en los años posteriores a Caseros. No obstante, como su suegro fue figura importante en el gobierno de Rosas, Alsina estaba en una posición única de estar a la vez oficialmente en la oposición y tener un contacto familiar con el enemigo45 A diferencia de Sarmiento, Alsina representaba los intereses de la provincia de Buenos Aires (de la que sería Gobernador dos veces, en 1852 y 1857, cuando Buenos Aires se separó de la Confederación), y en sus Notas se presenta con frecuencia como una autoridad en los hechos que tienen que ver con esta parte del país. De hecho, Alsina fue dirigente de los «septembristas», quienes el 11 de septiembre de 1852 se alzaron contra el gobernador de Buenos Aires designado por Urquiza, Vicente López y Planes, con el fin de mantener la provincia y su puerto aparte de la Confederación dominada por Urquiza. En 1846, entonces, cuando Alsina leyó el Facundo por primera vez, se consideró no sólo un actor clave en la lucha contra Rosas, sino alguien con conocimiento de primera mano de los complicados acontecimientos que el libro de Sarmiento afirmaba discutir a fondo46.

Este conocimiento desde adentro está en la base del concepto de la historia que sostenía Alsina. Podría decirse que veía a la historiografía a partir de un prerrequisito seminal: estar ahí. El conocimiento histórico para Alsina se basa en oír, ver, ser testigo: todas las otras formas mediadoras son sospechosas. Parece considerarse como el «Cronista Ideal» de Arthur Danto: «Sabe lo que pasa en el momento en que pasa, [...] todo lo que sucede en el entero círculo del Pasado es descripto por él»47. Cuando Alsina rebate afirmaciones de Sarmiento, por lo general recurre a la legitimación provista por su propia experiencia, por lo que puede sobrevolar el Facundo, con un lápiz rojo en la mano, escribiendo sobre el texto. «Ver para creer» podría haber sido su pronunciamiento fundacional: «Así será: pero yo jamás he oído de Rosas, ni de nadie esa gran prueba, y deseara verlo para creerlo» (366). En otro punto, para asegurar a Sarmiento de la credibilidad de su propia interpretación del levantamiento de Lavalle contra Dorrego, usa la siguiente fórmula característica: «No dude Ud. de esto: le hablo por lo que mis ojos vieron muy adentro» (405), con la metáfora visual proclamando la penetración, la veracidad, y el acceso a la «realidad factual». O al corregir el relato de un incidente en el que participó Facundo Quiroga durante su estada en Buenos Aires, afirma: «No fue exactamente así ese pasaje, acaecido muy cerca de donde yo me hallaba, y el cual no me parece que se publicó en los diarios» (422).

Como sostén de la confianza de Alsina en su poder interpretativo está el hecho de que en varios casos presenció y tomó parte en los hechos de los que se trata. Al corregir la aseveración de Sarmiento de que cierta orden se había originado en la presidencia, apoya su versión diferente del siguiente modo: «[...] y yo, que desde 1821 estaba en el Ministerio de Hacienda, pasé al nuevo y nacional del Interior; y en ese carácter, redacté la Circular mencionada» (381). En otros casos la fuerza de validación descansa sobre el conocimiento personal de quienes tenían poder político. Bajo esta luz, Sarmiento queda como alguien por completo al margen: en tanto provinciano que había pasado una parte importante de su vida adulta exilado en Chile, sospechamos que a los ojos de Alsina el autor del Facundo había tenido una relación muy indirecta con los actores y sus acciones. Por su parte, Alsina ocupa un sitio interpretativo reforzado por su centralidad en el escenario de Buenos Aires. Si, al tratar el gobierno de Rivadavia, Sarmiento hace una mención de «su lenguaje pomposo», el comentario de Alsina al respecto es ilustrativo de la medida en que siente que puede ponerse discursivamente por encima del texto que está leyendo: «Desearía mucho una explicación de Ud. sobre esto, [...] por más que Ud. oiga, (Rivadavia) era en su trato privado, franco, festivo, atractivo» (367-368). Aquí marca una oposición tácita entre hablar de oídas (la fuente del conocimiento de Sarmiento) y el acceso al círculo privado de amigos de un funcionario (el status privilegiado de Alsina). Ni siquiera Rosas está excluido de esta esfera personal, en la que se apoya la autoridad de Alsina: para reafirmar ante Sarmiento la veracidad de su relato de circunstancias que implicaron a Rosas, declara: «él mismo, estregándose las manos de gusto, me lo dijo en marzo de 1828» (389). Este modo de privilegiar la experiencia como factor base de la escritura histórica recuerda la astuta observación de Joan Scott: «La prueba de la experiencia funciona como fundamento al dar a la vez un punto de partida y una especie conclusiva de explicación, más allá de la cual pocas preguntas pueden o deben ser hechas. Y sin embargo, son precisamente las preguntas censuradas (preguntas sobre discurso, diferencia y subjetividad, así como sobre lo que cuenta como experiencia y quién hace esa determinación) las que nos permitirían historizar la experiencia, y reflexionar críticamente sobre la historia que escribimos sobre ella, en lugar de apoyar nuestra historia sobre ella»48. Aun cuando Alsina fundamenta su autoridad en su propia «prueba de experiencia», está desnudando la medida en que su producción de sentido deriva del sitial político y subjetivo que ocupa al leer el Facundo. Mi lectura de las Notas está informada por el deseo de considerar los factores que condicionan su experiencia y las estrategias a través de las cuales reclama autoridad.

La autopresentación de Alsina como un actor «desde adentro» está marcada por referencias emblemáticas al tema de los secretos a los que tiene acceso: su escritura oscila entre lo que puede decir porque sabe y lo que no puede decir o no dirá aun cuando lo sabe muy bien. Juega con el ritmo marcado entre revelación y ocultamiento; lo que revela está en el texto de las Notas; lo que oculta es la prefiguración de una escena futura de escritura. Pues, aun cuando dice que está ocultando, Alsina anuncia su intención de producir otro relato, mucho más completo, de los hechos discutidos. En otras palabras, parecería estar planeando un texto que reemplazaría y desplazaría al Facundo mismo, un texto validado por la mayor autoridad discursiva de Alsina: «Ahora no puedo sino hacer estas indicaciones: la prueba de todas ellas necesitaría muchos pliegos de papel. Si llego a escribir mis Apuntes Biográficos, que he prometido a Ud., entraré probablemente en menudencias y explicaciones, sobre cosas y puntos ignorados de Ud. y de casi todos, y los cuales no le dejarán duda de la verdad de lo que aquí siento» (404). La posición de Alsina parece ser una versión radical de la interpretación misma: se caracteriza por un grado de desplazamiento de su objeto. En este caso, se prepara un sitio para los Apuntes que pondrán las cosas en su lugar, gracias al conocimiento superior del autor y su acceso a información secreta. Está reclamando un poder enunciativo total con una energía que aparece muy claramente en la siguiente afirmación, estratégicamente ubicada en la conclusión de sus Notas: «No conozco a nadie que quiera o pudiera escribir estas Notas; es decir, que esté tan al cabo de tantos pormenores (y aun los expuestos, y que expondré, son pocos, respecto de los que entrarán en mis Apuntes Biográficos) o al menos, que los tengan tan presentes» (426).

Pese a su participación muy personal en los hechos en cuestión, que podrían llevarnos a inferir que concibe su rol como el de alguien que se limita a informar de lo que ha presenciado (o al menos ha oído de primera mano), Alsina deja en claro que su misión es salvaguardar las normas de la producción histórica. En contra de lo que algunos otros críticos de la época vieron en las afiliaciones genéricas mezcladas del Facundo (postura tan claramente manifestada por quien escribió la primera reseña, en El Mercurio, el 27 de julio de 1845: «Tenemos una idea que puede parecer contradictoria cuando acabamos de elogiar una de sus obras por su mérito histórico. Creemos que el señor Sarmiento está señalado como el escritor de la novela nuestra»49), Alsina juzga al libro sobre las líneas de un paradigma discursivo exclusivo: la historia, tal como él la concibe. Éste es, sin duda, el requisito de validez que impone desde el comienzo, adjudicándole a Sarmiento la intencionalidad de un historiador.

Es interesante notar la postura muy crítica de Alsina frente a la afiliación histórica del Facundo, como lo es contemplar la completa certeza con la que asume que él puede satisfacer todos los requisitos del discurso histórico. De hecho deja en claro las operaciones ideológicas que permiten un modo de comprensión (en el caso de Alsina, podría caracterizárselo en forma resumida como «enfoque de primera mano»), a ser articulado como un discurso de «hechos». Nunca se presenta en la postura de quien interpreta, sino como alguien que dice la verdad y disipa errores. A sus ojos, la suya es la «historia oficial», como lo dice al término de una extensa nota en la que le prueba a Sarmiento que Dorrego nunca trató de acercarse a los unitarios: «Tal es, mi amigo, la historia oficial del gobierno de Dorrego, en su relación con los unitarios, desde el instante de su instalación en 1827, hasta la aurora de diciembre en 1828» (329). Oponiéndose al relato de Sarmiento de la relación entre Lavalle y Rosas, en la que el primero le entrega el poder al segundo (una capitulación que un unitario jamás aceptaría) Alsina exclama con impaciencia: «¡Así se propagan y arraigan los falsos testimonios históricos!» (410). Al final de la misma nota, que se ocupa en gran detalle de las motivaciones detrás de las acciones de Lavalle en el poder, y después de quejarse ácidamente sobre la falsedad de los relatos de este período, exclama en un francés imperfecto: «Et voilá justement comme on écrit l'histoire!» (415). El on impersonal es una velada invocación a una norma muy distinta de la escritura histórica que él parecería estar reclamando. Por supuesto, no es accidental que elija expresar su desaprobación en francés, como si apelara a la autoridad de los maestros franceses. Y de hecho Alsina pudo tener en mente los escritos de los historiadores de la escuela romántica, quienes, como él, estaban muy comprometidos políticamente y abiertamente activos en la política contemporánea. Un caso ejemplar podía ser el Augustin Thierry de los años que precedieron a la monarquía de julio de 1830, pues podría haber sido modelo de la imagen del historiador como activista político. Como señala Lionel Gossman, Thierry creía «que era imposible escribir historia salvo por la experiencia contemporánea, ya que eran sus preocupaciones presentes las que le indicaban qué preguntas hacerle al pasado»50. Como es bien sabido, sólo en 1848 los historiadores dejaron de pensar en sí mismos como lo habían hecho Michelet, Thierry, Quinet, y, haciendo pasar a segundo plano los aspectos visionarios y públicos de su trabajo, empezaron a verse como científicos y profesionales. No obstante, mientras que Alsina puede haber encontrado el modelo de compromiso político en los ejemplos franceses que convoca su impaciencia, por cierto que no encontró en ellos una justificación para reclamar ser el narrador autorizado de los hechos en que había participado. Pues Thierry y Michelet establecieron sus reputaciones con sus escritos sobre la Edad Media, mientras que el texto de Alsina no retrocedía en el tiempo más que una década o dos. El intento de reclamar una tradición legitimadora, de hecho desnuda la excentricidad de Alsina respecto de esa misma tradición. Aun cuando invoca la autoridad de la «Historia», produce un escrito que se revela como algo distinto de la historia. Quizás no hay indicación más clara de esto que el instrumento con el que espera justificar la fuerza de sus reclamos: el insistente «yo» que se erige a la vez como testigo y actor. Alsina se está postulando como el estadista escritor, como una figura ejemplar que sabe lo que pasó y a la vez sirvió el interés público participando activamente en los hechos bajo discusión. Hay numerosos ejemplos de esta omnipresente primera persona: si se trata de la elección de Díaz Vélez como Ministro General, dice directamente: «Esta elección se me debió a mí» (411); cuando se refiere a sus sospechas de mala fe de parte de Rosas después de Puente de Márquez, describe su papel central en el proceso de desenmascarar la deshonestidad de Rosas: «No sé si yo fui el primero en verlo, pero si sé que fui el primero que tuvo el coraje de decirlo por la prensa. [...] Escribí pues, un largo comunicado (que publicó El Tiempo y que conservo). [...] Esta publicación fue de grande efecto. Los hombres empezaron a reflexionar y a sacudir su letargo y apatía. [...] Hice más. En mi estudio convoqué, y se empezaron a hacer las reuniones. [...] Allí se discutió, organizó y dispuso todo» (412). Su mano (por momentos confesadamente desfigurada cuando las circunstancias requerían el máximo secreto) aparece en las firmas de decretos, de notas privadas, como si fuera la huella persistente de su presencia en los hechos cruciales que precedieron su exilio. Es tentador sugerir que las Notas están haciendo en realidad una corrección central velada por otras muchas. Están llenando un vacío en el libro de Sarmiento: la centralidad del mismo Alsina. Para el lector del siglo XX, las Notas prefiguran de un modo textual el poder que Alsina alcanzaría después de Caseros. Podría verse a las Notas a la luz de estos hechos por venir, y, como en «Kafka y sus precursores» de Borges, ver estos hechos anticipados en la escritura de las cincuenta y una correcciones, leyendo así el futuro en el pasado. Algunas de las actitudes recalcitrantes de los porteños que, como Alsina y Mitre, se negaron a rendirse a la unificación nacional, pueden anticiparse en la energía expresada en este texto temprano.

La mirada de Alsina está totalmente regulada por los prejuicios de la visión unitaria. De hecho, su selección misma de pasajes a corregir en el Facundo está determinada por la necesidad de ajustar la presentación de hechos a los dictados de esta visión. Su práctica histórica confirma la observación de Michel de Certeau de que «los historiadores parten de determinaciones presentes»: su escritura está controlada por su sitio de producción: el de un exilado que lucha no sólo por recuperar el acceso al poder sino también, y con este mismo propósito en mente, presentar un relato muy limpio de la política pasada de los unitarios51. Es la misma ceguera de Alsina a este proceso la que nos permite obtener la visión de lo que hizo posible las Notas, vale decir el efecto de las estructuras ideológicas en la codificación de la historia. Su visión unitaria actúa como el paradigma interpretativo que pone a actuar sobre el Facundo y que constituye el significado de sus Notas: las mismas condiciones en las que elabora lo que puede pensarse sobre los hechos en cuestión. Alsina no ocupa el lugar usual que se acuerda al historiador tradicional como escritor (en la periferia del poder, alrededor de él, reflejando el poder del que carece)52, sino que escribe dentro del círculo hegemónico de los que ejercieron el poder político y que esperaban recuperarlo cuando Rosas fuera derrocado. Desde este círculo de privilegio reescribe el texto de Sarmiento, que actúa como un palimpsesto donde Alsina borra, corrige e inscribe su propia escritura. No es infrecuente encontrar pasajes en los que una nota contiene mucho más de lo que habría sido necesario para rectificar una afirmación de Sarmiento, pues con frecuencia son tratadas como un texto abierto, con suficiente flexibilidad temática para incorporar cualquier cosa que Alsina considerara apropiada. Es por eso que las Notas terminan siendo mucho más que correcciones, y acercándose más a un verdadero ejercicio de reescritura. Un ejemplo ilustrativo es la nota número 9, destinada a corregir errores de Sarmiento sobre los programas educativos en la Universidad y el Colegio de Monserrat. Después de hacer su corrección, agrega: «Y ya que nombro al doctor Bedoya, permítame Ud. que consagre aquí un renglón en justo honor de él» (371). Por momentos reconoce: «esto basta cuanto al punto de esta nota: pero seguiré» (373) o «concluiré esta nota con un recuerdo, aunque extraño al asunto de ella, justísimo» (378), y se embarca en un homenaje a un amigo, el doctor Jil. Si se limita a corregir el Facundo, Alsina lo hace generalmente yendo mas allá de la mera rectificación: vuelve a contar toda la historia con tantos detalles contextuales como puede recordar. En la nota 33, por ejemplo, se detiene en un pasaje muy breve en el que Sarmiento refiere el rechazo que sufrió el General Paz de parte de los unitarios («Rechazado aquí, desairado allá»), narrando de modo muy detallado no sólo cómo Lavalle había invitado a Paz a volverse «jefe de Estado Mayor» en Uruguay, sino también cómo el mismo Alsina había jugado un papel crucial haciendo de intermediario y mensajero entre Lavalle y Paz en esa época, esforzándose por comunicarle a Paz con cuánta ansiedad lo esperaban y le daban la bienvenida los hombres de Lavalle. Si la nota articula un relato elocuente de la medida en que Paz no sufrió rechazos, también sirve para forjar el perfil de Alsina el patriota, cediendo a las demandas de la Comisión Argentina aun cuando su salud estaba en peligro, viajando entre distintos puertos de la costa de Uruguay (Colonia, Montevideo, Punta Gorda) en su papel de emisario de confianza de Lavalle, e intercediendo ante su primo Ferré (una vez más, Alsina nos recuerda su centralidad en una red de relaciones muy íntimas), el gobernador de Corrientes, en las tensas negociaciones con Lavalle. La misma minuciosa atención al detalle, a los hechos menores y a la participación personal apuntalan la nota 39, con su extenso relato de las negociaciones entre Lavalle y Rosas en Puente Márquez, destinadas a probar que Lavalle no fue derrotado allí. Alsina no sólo rectifica (de acuerdo con su versión de los hechos) sino que también amplifica, agrega digresiones que nacen de su sentimiento de lo que importa, y, en general, reescribe el relato de los pasajes que objeta. En su modo peculiarmente autoritario de leer, las Notas ilustran de modo radical lo que Samuel Weber afirma que es la relación entre la crítica y su objeto: «La autoidentidad de una interpretación dependerá de los que ataca, excluye e incorpora: en una palabra, de su relación con y dependencia de lo que no es...»53. Si, entonces, toda interpretación se propone como un proceso agonístico caracterizado por el desalojo de su objeto, las Notas de Alsina ilustrarían meramente una versión más extrema de esta operación.

Leyendo entre líneas el texto de Alsina, no es difícil detectar el perfil de la historia unitaria social, cultural y política, que data de los años que siguieron a la revolución de 1810, cubre el período marcado por el ascenso de Rivadavia al poder, su caída, la naturaleza y problemas de la gobernación de Dorrego, las complicaciones de la personalidad de Lavalle, y los detalles de la ejecución de Dorrego, las negociaciones entre Lavalle y el General Paz, y entre Lavalle y Rosas, todo registrado por el ojo privilegiado de un actor. Este texto en sombras prefigura algunas obras claves en la historiografía argentina del siglo XIX en su situación: está escrito en Buenos Aires, no importa dónde estuviera Alsina durante la era de Rosas. La provincia es vista como un centro político autosuficiente, interesado sólo en sí mismo, cuyo trato con otras provincias y con Montevideo son resultado de su lucha por la hegemonía. La escritura de Alsina está informada por una perspectiva provincial, no nacional. Esta posición llevaría a las batallas de Cepeda y Pavón, que resultarían de la negativa de Buenos Aires a ceder algunos de sus privilegios y unirse a la nación que emergía después de Caseros. Da la espalda de modo tan consistente a las otras provincias que en su discusión de las épocas de Rivadavia y Dorrego, cuestiona la división estructural entre unitarios y federales, que es el paradigma explicativo de Sarmiento:

En esos años, ni aun las voces «unidad», «federación», «federales», «unitarios», se oían en Buenos Aires: no las hallará Ud. en ningún diario de entonces. Todas las cuestiones rodaban sobre asuntos de la provincia: ninguna se refería al resto de la república, ni a organización nacional. Los dos partidos se designaban únicamente por «ministerial» y de «oposición»; [...] Cuando después el congreso empezó a tratar la cuestión de unidad o federación, aquella denominación desapareció para sustituirla la que ha prevalecido hasta hoy la de «unitarios» y «federales».


(386-387)                


Alsina no sólo cuestiona la elección de nombres partidarios y la organización conceptual que denotan; también está vaciando al término «federales» de su contenido semántico, salvo por la marca negativa. Esto sugiere que los federales carecían de un programa político válido propio, y que el único rasgo que los definía era su deseo de obstruir la aparición de todo lo que fuera bueno y nuevo.

Las Notas constituyen una versión preliminar de la clase de discurso histórico hegemónico que produciría Bartolomé Mitre en décadas futuras. La lectura del Facundo que ponen en acción parece radicalizar la postura pro-Buenos Aires del libro y ahondar el antagonismo con las aspiraciones políticas del interior, y hasta aniquilarlas discursivamente. Desde su posición de provinciano, en cambio, Sarmiento comprendía el término «unitario» en sentido diferente, implicando una preocupación por la organización nacional54. Al no poder articular una conciencia nacional, los hombres con las mismas ideas que Alsina postergaron la construcción de la nación en la era posterior a Rosas, y las Notas revelan las limitaciones de su visión.

Hay otro modo notable en que las Notas prefiguran los textos principales de la historiografía argentina del siglo XIX, y es su elección de mitos heroicos. Como Mitre y Sarmiento cuando editaron la Galería de Celebridades Argentinas de 1857, Alsina se toma gran trabajo por vindicar los logros de Rivadavia y retratar a Lavalle bajo una luz atractiva. Rivadavia representa los ideales unitarios de la década de 1820, y como tal es el héroe porteño del momento. Si Sarmiento describe el fin de su presidencia como una caída («la presidencia ha caído en medio de los silvos y rechiflas de sus adversarios»), la corrección de Alsina la vuelve un acto voluntario muy lamentado por sus seguidores y que inspiró a la vez sorpresa y respeto en sus opositores. La única crítica que Alsina dirige a Rivadavia es que bajó del poder, lo que no es casi una crítica.

El retrato de Lavalle es más complejo y ambivalente, pero tiene el poder discursivo para contribuir a la construcción del mito. Entre los argentinos prominentes de este período, Lavalle ocupa un lugar significativo en el imaginario colectivo: se han escrito canciones sobre el viaje heroico emprendido por sus hombres para enterrarlo en Bolivia de modo de impedir que los enemigos rosistas vejaran el cadáver, y un celebrado novelista como Ernesto Sábato toma elementos de la saga popular de Lavalle en su novela Sobre héroes y tumbas. Las Notas de Alsina representan una contribución al discurso mitificante sobre Lavalle en la medida en que crean una figura falible pero muy atractiva: «Este hombre, cuya memoria es para mí muy querida, tan valiente, tan desinteresado, tan buen padre de familia, de tan buenos servicios, de deseos tan puros y patrióticos, de sentimientos tan caballerosos, de buen talento, de buena dicción, no tenía, sin embargo, otras varias dotes, indispensables para constituir un hombre público...» (404). Como sigue explicando Alsina, los defectos de Lavalle residían en cierta cualidad obstinada, una incapacidad para aceptar críticas, y cierta propensión a aburrirse frente a las dificultades. No obstante, Alsina se apresura a señalar la naturaleza heroica de su participación en la lucha contra Rosas, emprendida con la marca de un héroe romántico: «[La lucha contra Rosas en 1829] la acometió en una volcánica erupción de los más notables y generosos sentimientos excitados con la noticia del asesinato de los Mazas...» (405). Algunas de las acciones de Lavalle son adornadas con las cualidades de valor casi temerario que Sarmiento le atribuye a Facundo Quiroga. Un ejemplo es un hecho que tuvo lugar la víspera de la firma del pacto del 24 de junio entre Lavalle y Rosas. Al llegar a los cuarteles de Rosas en la estancia de Miller, donde los dos rivales habían acordado reunirse, y al no encontrar a Rosas esperándolo, Lavalle, a diferencia de Rosas (quien por miedo y suspicacia se había retirado momentáneamente) exhibió su poco temor acostándose a dormir en la que podía haber sido la cama de Rosas. Alsina da el siguiente epílogo a la narración: «Vino Rosas; y cuentan que se paró y estuvo contemplando en su sueño a aquel hombre singular. ¡No lo haría yo! (estaría tal vez diciendo entre sí). Hay en ese rasgo de Lavalle, en esa confianza, algo de característico, de noble e imponente» (410). Aun si carecía de la decisión firme que necesita un estadista, Lavalle emerge como digno de interés y admiración: temperamental, pero con un toque de grandeza. Y sus defectos no se traducen en derrota: si Sarmiento considera el pacto firmado entre Rosas y Lavalle como una rendición, Alsina le asegura que fue un acuerdo para llamar a elecciones generales a la Sala de Representantes, roto por Rosas y sus maquinaciones. Está reescribiendo el registro histórico de los hechos de Puente de Márquez para borrar toda huella de debilidad en Lavalle a la vez que subrayar la naturaleza engañosa de Rosas. Alsina inclusive redistribuye la importancia relativa atribuida a los actores políticos en el Facundo: al General Paz, por ejemplo, se le da un lugar secundario, considerablemente alejado de la centralidad casi mesiánica que él ocupaba allí.

Como hemos visto, la lectura de Alsina es presa de la ceguera cuando llega a las restricciones ideológicas que colorean sus maniobras interpretativas. No obstante, hay unas pocas ocasiones en que es iluminada por penetrantes reflexiones que ponen a prueba la lógica misma de la empresa conceptual de Sarmiento.

Como Alberdi y muchos otros futuros lectores del Facundo, Alsina discute la validez de la polaridad entre civilización y barbarie que apuntala la exposición de Sarmiento; pero, a diferencia de otros, va un paso más lejos sin invertir los términos sino cuestionando la lógica del sistema oposicional, polar, que está construyendo. Para rastrear la línea de razonamiento de Alsina, será necesario ver el modo en que responde a las cuestiones epistemológicas propuestas por sus objeciones. Desde el comienzo, en la nota 2, Alsina articula su crítica sobre el error básico detrás del trabajo de Sarmiento, lo que llama su «propensión a los sistemas», responsable de las frecuentes exageraciones y un descuido general por la exactitud: «De aquí nace naturalmente que, cuando halle un hecho que apoye sus ideas, lo exagere y amplifique; y cuando halle otro que no se cuadre bien en su sistema, o que lo contradice, lo hace a un lado, o lo desfigura o lo interpreta» (365). Cuando retoma este problema en la nota 39, el razonamiento de Alsina se vuelve interesante y sugestivo, porque trasciende la lógica de las oposiciones binarias (civilización/barbarie, ciudad/campo, cultura/naturaleza, y todas las polaridades subsiguientes engendradas sobre esta base) afirmando que las oposiciones mismas no pueden adherir a un canon fijo. Examinando los modos en que el sistema ciudad/campo pueden desplazarse, de modo que la lógica que los separa y distingue uno del otro cesa de funcionar, Alsina está probando realmente que el axioma no necesariamente se aplica a todos los casos, y que en consecuencia no se puede fijar un campo que no esté atrapado en una red potencial de otras relaciones55:

[...] para poder sentarse la teoría de Ud. como doctrina general y segura, sería preciso que en esa lucha obrasen, de un lado, exclusivamente las campañas, y de otro exclusivamente las ciudades: y esto ni ha sucedido ni sucederá jamás. Siempre hubo a favor de las ciudades, hombres de las campañas o gauchos; y a favor de las montoneras, hombres y elementos de las ciudades: la tercerola, la lanza del montonero, son un producto de las ciudades, un producto de las artes, de la civilización. Mas si los grandes poderes de ésta no son aprovechados, y si, por el contrario, se obra de un modo que parece dirigido a inutilizarlos, entonces se rompe el equilibrio de las pasiones: entonces la ciudad ya no obra como ciudad...


(403)                


La limpieza semántica de la estructura polar de Sarmiento se confunde y en consecuencia se debilita; es desplazada, ya que las demarcaciones de espacio dejan de existir y las cualidades del campo pueden trasladarse a la ciudad y viceversa. El disgusto de Alsina por los sistemas le da la perspicacia para trascender la dualidad que atraviesa el pensamiento de Sarmiento en el Facundo.

Las Notas de Alsina han recibido poca atención crítica salvo uno o dos pasajes citados con frecuencia. Pero son prueba elocuente de por qué la lectura del Facundo ha llevado a la producción de un discurso rebosante de las tensiones y luchas que caracterizaron el proceso de formación de la identidad de la nación.







 
Indice