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Los sermones gerundianos

Teófanes Egido





El eco clamoroso, de entusiasmos y de rechazos, que desató en 1758 la novela (o la propuesta pedagógica, o el programa singular de reforma, o lo que fuera Historia del famoso predicador fray Gerundio de Campazas1), no puede explicarse solamente si se la analiza desde la crítica literaria o desde la preceptiva de la retórica sacra. Hay que dar por descontado que el libro del Padre Isla, el que le confirió tanto prestigio y tanto aborrecimiento, debe ser encuadrado en esos campos. Pero no solo en ellos. Su Fray Gerundio se propone la reforma del sermón, de los predicadores, de los oyentes, dentro de un proyecto más genérico de reforma de la cultura y de la religiosidad popular, preferentemente de la rural, incomprendida por las minorías ilustradas. De hecho, todas las intervenciones de fray Gerundio, los escasos sermones que predicó, salvo el pronunciado (mejor dicho, el iniciado e interrumpido apenas acabó con la salutación) en el refectorio de los frailes, tuvieron lugar en ambientes rurales.

El eco y el escándalo, las delaciones y las críticas tan tempranas, y las prisas inquisitoriales por recoger la primera parte e impedir la aparición de la segunda a los escasos días de haber comenzado a circular y a agotarse la anterior, no podrán comprenderse si no se tiene en cuenta lo que en aquellas sociedades y sacralizadas suponían los sermones y los predicadores.




Sociedades sermonarias

El sermón, en efecto, puede verse como artículo de primera necesidad e inevitable en la percepción festiva del tiempo en sus ritmos anuales. De ahí la demanda de un producto como éste, necesario en ciclos litúrgicos como la cuaresma, el adviento, la navidad, más intenso en la semana santa, en el Corpus con su octava, en cualquier celebración, inconcebible sin el ingrediente sustantivo del sermón. No agotan, ni mucho menos, la realidad las ocasiones y encargos sermonarios que aparecen en el Fray Gerundio, que habla de sermones de refectorio, sabatinos, de votos de villa, de octava, de canonización, de rogativas, de disciplinantes, de honras y de cabos de año, del Confalón. O cuando fray Blas intenta, y logra, reanimar a su discípulo tras la crisis que le provocó la reprimenda de su tío el magistral: «Mientras tanto, le dice, es indudable que ya no hay cofradía que no te desee, no hay mayordomo que no te solicite, no hay sermón de ánimas que no te aguarde, no hay retablo nuevo que no clame por ti, no hay semana santa que no te tienda los brazos» (IV, ix, 29).

Había más, muchas más ocasiones para los predicadores, como eran fiestas de santos, patronatos, encargos de instituciones, de iglesias, de conventos, de aniversarios, de ermitas, de rogativas, de acciones de gracias, de nacimientos y muertes de reyes, príncipes e infantes, de recuerdo de fundadores, de funerales, etc., etc., puesto que es imposible enumerar la cantidad y la variedad de esta demanda y de una oferta por lo general bien pagada y que tiene que entrar, y se suele olvidar, a la hora de medir los mecanismos de la economía clerical. En Fray Gerundio es constante la alusión, y más que alusión, al precio de los sermones como el de la «oncita de oro» de Cevico de la Torre o el de honras de los doscientos reales por el difunto escribano «en atención, decía en su manda generosa, al trabajo que ha de tener cualquiera pobre predicador en hallar de qué alabarme; porque, si no quiere mentir, se ha de ver bien apurado» (V, i, 5).

Eso, al margen del pago en especie o de los gajes tan esgrimidos por el pícaro de fray Blas o del propio fray Gerundio, con evidentes elementos de la picaresca tardía. Como en tantas cosas, la crítica constante de Isla coincide con la de su émulo, para él tan antipático, el «generosus valentinus» Mayans y Sisear, que no vivía de los sermones. No es de lo más exagerada la apreciación de fray Blas en su intento, bien logrado, de reanimar al decaído fray Gerundio para que no abandonase el estilo a la veterana (el gerundiano) de predicar ni se dejase embaucar por el partido de los modernos: «pues no hay mejores cien doblones que los que se hallan de repuesto en sus religiosas navetas, ni chocolate más rico, ni botes de tabaco más exquisito, ni pañuelos de tela y de color más finos, ni ropa blanca más delgada que la que encontrarás en sus pobres alacenas, cajones y baúles» (IV, ix, 27).

De ahí la existencia de sermonarios, de modelos, para los necesitados de ayudas y de ahí el prestigio del tipo humano del predicador, el más admirado, sobre todo en ambientes rurales, y que el sermón y su predicador fueran lo más comentado por quienes, y eran casi todos, lo habían convertido en tema de sus conversaciones. Los tratadistas numerosos aluden constantemente a tales comentarios puesto que se proponían la reforma de la predicación, de los predicadores, pero y también las de los oyentes, mejor, espectadores. Se quejaba Felipe Bertrán, en tiempos posteriores al Padre Isla, de que «no vienen movidos del deseo de recibir el pan de la celestial doctrina que el señor les envía o por medio de un cuervo o por medio de un ángel. Vienen atraídos por la fama de los predicadores celebrados con el designio de oír un hermoso discurso y de ver la destreza con que se trata un asunto difícil y delicado. Los atrae lo que halaga y complace a los sentidos, la voz del predicador, la acción, la pureza del lenguaje. Muchos de los fieles vienen a los sermones no para alimentarse del pan de la divina palabra y buscar los remedios proporcionados a sus males; vienen para hallar de qué reprender a los predicadores y en qué poder ejercitar sus vanas censuras, para examinar y contar los defectos del sermón, decidir del mérito y preferencias de los predicadores y hacer paralelos insensatos para juzgar entre día y día, entre una instrucción y otra instrucción. Ellos, con sus disgustos y murmuraciones, obligan a los ministros del Evangelio a que recurran a los vanos artificios de una elocuencia humana y a que procuren lucir más que instruir, agradar y complacer más que mover y convertir, para tenerlos de esta manera contentos y precaverse de sus injustas reprensiones»2.

Es lo mismo que dice el Padre Isla con su lenguaje rebosante de ironía, revelador de su crítica a los oyentes, casi siempre los más ignorantes, que con su entusiasmo por las formas barrocas alentaban la vanidad de los predicadores y que tanto contribuían a que se perpetuaran aquellas exhibiciones de mal gusto. Eran Bastián Borrego, algún cura viejo, la gazapina del convento, los disciplinantes, los que tenían voto en sermones y que van desfilando por el Fray Gerundio como contrapunto de los críticos clásicos o ilustrados o sensatos y personificados, aquéllos, en Martín, el zapatero del lugar, «truhán de profesión y eterno decidor, a quien llamaban en el pueblo el azote de los predicadores porque en materia de sermones su voto era decisivo. En diciendo del predicador "gran pájaro", "pájaro de cuenta", bien podía el padre desbarrar a tiros largos, porque tendría seguros los sermones de la villa, incluso el de la fiesta de los pastores y el de san Roque, en que había novillos y un toro de muerte. Pero si el zapatero torcía el hocico y, al acabar el sermón, decía "polluelo, cachorrillo, iráse haciendo", mas que el predicador fuese el mismísimo Vieyra en su mesma mesmedad, no tenía que esperar volver a predicar en el lugar ni aún el sermón de san Sebastián, que solo valía una rosca, una azumbre de hipocrás y dos cuartillas de cerilla» (II, ii, 10).

Todo ello prueba lo que entonces no necesitaba de comprobaciones: el concurso y el atractivo del sermón: «no había estrado ni visita donde no se hablase del último sermón que había predicado» (II, ii, 7), se dice a propósito de las extravagancias de fray Blas, quien tocaba la fibra de la vanidad de su imitador recordándole que «nuestras son todas cuantas cofradías levantan varas o enarbolan estandartes en el continente español desde los Pirineos hasta la embocadura del Tajo y desde Finisterre hasta las Algeciras. Nuestros son todos los mayordomos de estos ilustres cuerpos, que se exhalan por buscarnos y se empobrecen por enriquecernos. Nuestros son los formidables gremios de zapateros, curtidores, sastres, barraganeros, mercaderes, escribanos, procuradores, y hasta en el respetable gremio de abogados no nos faltan innumerables parciales. Nuestra es la muchedumbre de las ciudades, el concejo de las villas, el total de las aldeas, las mosqueterías de las universidades, la juventud de los claustros, y aun en la misma ancianidad podemos contar amigos, auxiliares y defensores» (IV, ix, 20).

Dados los atractivos del sermón, dado que el predicador se había convertido en protagonista indefectible y con dimensiones no solo religiosas, y aunque el Padre Isla caricaturice y aglutine todos los defectos de sermones y predicadores a la moderna en su criatura, no resulta disparatado su libro quijotesco no por sus valores literarios sino por la empresa gigantesca de acabar con los sermones conceptistas degradados hasta extremos mejor conocidos gracias a su creación. Y de esta suerte su criatura, desde que apenas sabía balbucear alguna palabra, fue objeto de la profecía del lego mendicante, que «dijo que aquel niño había de ser fraile, gran letrado y estupendo predicador», cumplido todo ello, incluso hasta en eso de ser letrado no por tener muchas letras sino por ser gordas y abultadas las que tenía» (II, iv, 3). Su vocación, pero la vocación de predicador gerundiano, fue asomando desde su más tierna infancia, puesto que en la casa de Antón Zotes su padre paraban todos los predicadores de la comarca y en sobremesa regalaban con la lectura sonora y concionatoria, como si estuvieran en el púlpito, de los sermones que llevaban preparados, que oía el niño, que los remedaba y tomaba de memoria los mayores disparates, «que no parece sino que éstos se le quedaban mejor, y si, por milagro, los oía alguna cosa buena, no había forma de aprenderla». Y de esta suerte, «aún no sabía leer ni escribir y ya sabía predicar» (Ibid., 4). Su vocación se afianzó cuando en su tierna lengua despertó repitiendo con donaire y sin sentido lo que otro predicador había pronunciado por la noche, y ante tal prodigio, «contando la buena de la Catanla (su madre) la profecía del bendito lego, todos convinieron en que aquel niño había de ser gran predicador y que, sin perder tiempo, era menester ponerle a la escuela de Villaornate, donde había un maestro muy famoso» (I, iv, 10). Se fue formando (es decir, deformando) para predicador de gusto extravagante con las lecciones del maestro de Villaornate, del dómine Zancas Largas que conoció su mucho talento para predicar y que se haría famoso por el camino del sermón lleno de cuentecitos, gracias y chistes para hacer reír al auditorio «por lo menos media docena de veces a carcajada tendida» (I, ix, 12). Y su vocación se decidió cuando, en vez de estudiar artes optó por ser fraile ante la viveza con que otro lego le presentó la buena vida de los frailes (objeto colectivo de la sátira de Isla), y, entre sus posibilidades, «la del púlpito era más descansada y más lucrosa, pues conocía él predicadores generales que en su vida habían sacado un sermón de su cabeza y con todo eso eran unos predicadores que se perdían de vista y habían ganado muchísimo dinero» (I, x, 4).




La preparación del Padre Isla

Cuando el Padre Isla escribió su Fray Gerundio estaba en la madurez y cumplía un programa que, según sus cartas abundantes, no le había surgido de repente ni fue una isla solitaria.

Precisamente por la importancia, en tiempos en que todo tenía la referencia de lo religioso, del sermón y de los predicadores, mucho antes que el suyo se habían registrado empeños reformadores de la predicación conceptista y de los abusos de los predicadores. Puede decirse que había sido una constante en todos los tratadistas de retórica sacra de uno u otro signo, sobre todo desde el siglo XVII. En el XVIII, como estudió hace mucho tiempo Ferrer del Río, hace bastante tiempo Gaudeau3, y han estudiado más recientemente Herrero Salgado4, Martínez Albiach, Saugnieux, Mestre, López Cordón5, Aguilar Piñal6, León Navarro7 y tantos otros, la de la predicación fue una reforma que llegó casi hasta la obsesión. Operaban exigencias ilustradas de clasicismo, de dignidad, de buen gusto, no cabe duda, pero sobre todo actuaban razones religiosas, pastorales y morales, en aquella campaña desatada contra los predicadores conceptistas y en una empresa que desanimó al propio Feijoo. En otros lugares hemos estudiado las expresiones literarias de este reformismo que encuentran su mejor modelo en El orador cristiano, ideado en tres diálogos de Gregorio Mayans y Siscar (1733).

El Padre Isla tuvo en cuenta la mayor parte de esta producción y, por supuesto, tuvo muy en cuenta a Mayans, al que, como hemos dicho, menospreciaba quizá no tanto por su libro como por su talante y, sobre todo, por su antijesuitismo, ya que el Padre Isla fue muy jesuita. Pero tuvo en cuenta también a otros preceptistas que le introdujeron en el tratamiento del sermón y a otros modelos que le ayudaron a esgrimir el resorte decisivo de la sátira y el lenguaje, que resultó tan eficaz, de la ironía para el que estaba bien dotado y que pudo utilizar gracias al magisterio salmantino del P. Losada. Y, cómo no, también entró en juego su experiencia, su trayectoria personal, en la que la de la predicación fue una dedicación nada excepcional y resulta una fuente indispensable en los seis volúmenes de «Sermones panegíricos y morales»que él no pensaba publicar pero que otros, como su hermana predilecta, se encargarían de dar a luz. Por ellos, por las críticas que enmascara o expresa paladinamente, podemos seguir su pensar y su evolución.

Porque el Padre Isla evolucionó, en lo que se refiere a los sermones, desde entusiasmos noveles por el conceptismo a la retórica reformada. Fue una evolución rápida, debida a su información, que se percibe tempranamente y que abocaría en su madurez en la crítica y en las propuestas de su obra maestra.

El punto de partida hay que situarlo en su primer sermón, pronunciado en 1726 (a los veintitrés años), cuando le faltaba uno para la ordenación sacerdotal y era estudiante de teología en Salamanca. La verdad es que cabe dudar si se trata de un sermón o de un discurso o de un elogio. En teoría es un panegírico fúnebre, unas honras, una parentación (expresión de la que se reiría más tarde), en honor de la fundadora del Colegio de la Compañía, la Clerecía, que no había sido otra que la reina Margarita de Austria, la esposa de Felipe III. Los jesuitas tenían la obligación anual de este ejercicio, que se encargaba al escolar más aventajado, y que aquel año, el 30 de julio, tuvo que desempeñar el Hermano José Francisco de Isla. Por la destinataria del elogio se conocía como «la Margarita».

El elogio nos es conocido gracias a la publicación hecha por J. I. Tellechea Idígoras, quien, naturalmente, observa cómo el Hermano Isla caía en todo lo que criticaría mucho más tarde. Abundan los retruécanos, las metáforas, las hipérboles, que se suceden y se encadenan en un latín alambicado y altisonante, porque el discurso se pronunciaba en latín, lo más barroco que se pueda imaginar, sin rastro de sentido pastoral, sin que aparezca para nada la Biblia y mucho la fábula, y todo él es como una salutación prolongada desde el principio hasta el final. Fuego y ceniza, Ignacio y Margarita, sombra y águila, se contraponen, sin que falte el «Qousque tandem abutar patientia vestra?», para terminar (¿irónicamente?) diciendo que «nec dixi nec aprentavi» la oración que comenzara: «Quid ignis cum cinere, ornatissimi auditores, qui me hic inde vestra frequentia honestatis? Quid Phoenix exaestuans cum aquila morte frigida? Quid Ignatii fasti sum Margaritae fato? An Germanae Aquilae si Loyolaeum focum concipiant, abibunt in avem illam, quam fabulantur, mortis insciam? Vel forsam extinguetur Ignatianus ignis ne supponatur regio Margaritae cineri? Dicite, indefessa lumina, quae aras, Ignatio sacras, facitis vero fulgore ridere, inclinatisne ad Loyolaeam flammam vel ad Austriacam umbram?», etc. Puesto que esta breve entrada basta para convencer de que se trata de un acumulado de circunstancias que criticaría tan agriamente más tarde8.

El año siguiente será el de su ordenación sacerdotal. Isla ya es conocido, mantiene una correspondencia intensa, ha traducido a su manera, es decir, con toda libertad creativa, un libro que consideraba como modelo de estilo, la Historia de Teodosio de E. Fléchier, ha actuado como secretario efectivo en la organización compleja de los actos para la canonización de los jóvenes jesuitas Luis Gonzaga y Estanislao de Kostka y ha escrito la crónica de todo ello en el libro La juventud triunfante, rebosante todo él de ironía, de gracia, puesto que ha tenido como colaborador al que siempre miró como maestro, el P. Luis de Losada, que abrigaba proyectos de reforma de la predicación parecidos al «Fray Gerundio» que llevaría a cabo el P. Isla (Citar monografía). El instrumento fundamental de su quehacer, la sátira y la ironía, presentes en la producción anterior a 1758, aparecerá ya colmado y en su esplendor en la crónica de las celebraciones Día grande de Navarra.

Es el precedente más claro de Fray Gerundio, incluso en la intención de satirizar uno de los géneros más frecuentes y demandados, el de las relaciones de fiestas (como lo había sido el de las fiestas de Salamanca) encargadas por parte de las autoridades o de los interesados, en este caso por la Diputación de Navarra para esgrimir su fidelidad monárquica con ocasión de la proclamación en el verano de 1746 de Fernando VI (de Castilla, porque Isla se encarga muy bien de decir que es II de Navarra). Ahí están las mismas técnicas llevadas a su extremo doce años más tarde en su obra principal, tan crítica contra los predicadores como contra los sermonarios como género. Es perfectamente explicable que los diputados se molestaran en un segundo momento; lo que no resulta tan explicable es que reaccionaran con tanta complacencia ante la primera impresión. Porque, en efecto, Triunfo del amor y de la lealtad. Día grande Navarra9 ya desde el mismo título entero es una burla de los títulos habituales del género (al igual que criticará los títulos ampulosos de los sermones impresos). Pero donde explaya su capacidad satírica es en la descripción de aquellas fiestas, en el reírse de los pamplonicas todos que convirtieron la noche en día: «Llegó la noche, pero eso quisiera ella; iba a entrarse muy de rebozo en Pamplona para tener parte en la fiesta, mas fue conocida, y sin permitirla que descubriese la cara se quedó a buenas noches, porque la hicieron ir más que de paso a otra parte... Y es que al gritar viva Fernando ardían todos en vivas llamas. En conclusión a ninguno le pasó por la imaginación que era noche, ni tampoco lo podía conocer sino que lo adivinase; y así, cuando se hizo tiempo para tomar un bocado, nadie dijo, ni por descuido, que iba a cenar sino que iba a comer la sopa... En una palabra, cuando el sueño hizo su oficio, y tocó a dormir a los más despiertos, todos se fueron a la cama en la buena fe de que iban a dormir la siesta, y es tradición que solamente se desnudaron los poltrones y los que saben por experiencia que el acostarse a mediodía como a media noche es el mejor remedio contra pulgas».

Contra quienes desfoga todo su humor es contra las instituciones y sus miembros, sin que se libre ninguna ni ninguno. Por ejemplo, cuando describe a la Diputación y a sus brazos. Dice de este ilustrísimo gremio, «a quien unos llaman areópago en cifra, otros quieren decir que ésta no es buena comparación, porque los areopagitas eran hombres de escuela, y los diputados del reino de Navarra no siempre son hombres de escuela, pero siempre son escuela de hombres». Sigue hablando de aquellos conservadores de fueros, leyes, franquicias, privilegios, «y se los mantenían tan conservados y tan almibarados, que es fama que nunca perdían el punto, jamás se revenían, se enmohecían ni se acedaban». No calla nombres de los representantes de cada brazo de la Diputación. Del eclesiástico lo era el abad de Leire, fray Malaquías Martínez, abad del monasterio real de Leire, más que real, empireal y angelical, como se prueba por aquel monje que enseñó «cómo se pasaba el tiempo en el cielo sin sentir; y que esto se lo enseñó un pajarito a quien estuvo oyendo cantar el santo religioso con la boca abierta no más que trescientos años que no se le hicieron tres minutos. Y esto, aunque es historia, no es cuento, que allí se está enterito y verdadero el mismo monje para defender cuerpo a cuerpo esta verdad. Hora bien: si los pajaritos que revolotean alrededor del monasterio son tan celestiales, los que andan dentro de sus claustros ¿qué pájaros serán?» (10b). Por el brazo militar estaban Don Manuel de Ezpeleta (que parecía por tantas veces diputado «la diputación hereditaria», y Don Agustín de Sarasa, «y es tan compañero suyo en todas las prendas que le adornan, que más parecen gemelos que compañeros. Cuando salen juntos en las funciones de diputación se equivocan tanto, que algunos dicen: "allí van dos Sarasas"; otros exclaman: "Jesús, y qué par de Ezpeletas"».

Y para qué seguir puesto que resulta, a estas alturas de la investigación, una obviedad la convicción de que, cuando escribió el Fray Gerundio, estaba el P. Isla bien pertrechado, por talante y por arte, de su arma más destructiva: la ironía. El otro acierto, como hemos visto, fue aplicar la ironía como resorte fundamental y conductor a un problema acuciante y palpitante: el de la predicación.

La crítica inteligente y destemplada de los malos predicadores y de sermones a la antigua, tal como se plasma en su novela, tampoco nació por generación espontánea sino que fue la culminación de un camino que venía de lejos y de mucho antes, exactamente desde 1729, a los dos años de su ordenación sacerdotal, cuando se encontraba en Valladolid en el año de retiro preceptuado por las Constituciones. Fue entonces cuando escribió, para ayudar a un amigo sacerdote, lo que puede verse como un ensayo del flagelo inclemente de treinta años más tarde, la Crisis de los predicadores y de los sermones, libro breve que permaneció inédito, desconocido hasta no hace mucho y publicado hoy por José Martínez de la Escalera, que lo presenta con abundante documentación aclaratoria10. Es una de las aportaciones que más y mejor han contribuido a la comprensión de la novela del Padre Isla.

En primer lugar porque revela que el problema de la predicación fue una preocupación constante del jesuita desde el comienzo de su sacerdocio, que él pensaba dedicar a las misiones y empleado en buena parte de su dedicación a los sermones. En segundo lugar porque se descubren mejor las fuentes de su preceptiva, incluso de muchos de los recursos esgrimidos en el Fray Gerundio.

La Crisis, en realidad, es una de las partes, la primera, de un proyecto más general de todo tratado de oratoria sacra11. Se encontró, y lo cita él en el Prólogo de su obra mayor, con un librito en latín del jesuita francés Rudimentos del predicador cristiano, y lo que hizo en sus Crisis fue traducir, es decir, adaptarlo a su propósito. Y basado en ello escribió estas páginas que no pasaron del primer discurso que Isla intitula «El predicador prudente». En realidad es el predicador imprudente el que está en su retina porque -dice- «las cosas se explican regularmente mejor por lo negativo que por lo positivo». Y de esta suerte, tras escasos números dedicados al orador evangélico en general y al fin de los sermones, en los que no hay que despreciar el agrado, «pero se ha de atender principalmente al provecho, y de tal manera se ha de captar la benevolencia del auditorio que ésta solo sirva como de medio para lograr la utilidad», en quien se detiene es en el otro predicador, el imprudente, «que finge, no sé por qué motivo, que hará fruto en las almas como deleite a los oídos», que «suben al púlpito como quien sube a un tablado haciendo alarde del garbo y del despejo, como si salieran a recitar una relación en un sarao y no a predicar la palabra de Dios en una iglesia». «Pónense el bonete con aquel mismo ademán airoso con que se planta el sombrero jun comediante. Vuelven los ojos con afectada gravedad o con un ceño soberbio a una y otra parte de los oyentes, más a manera de quien los desprecia que a modo de quien los mira. Esto se llama hacerse cargo del auditorio y yo lo llamo no hacerse cargo de la urbanidad ni de la atención pues se atreven a ejecutar con todo un pueblo o con una comunidad respetuosa y venerable lo que no osarían hacer con un particular si le visitaran en su casa». Y sigue con los gestos desmedidos y provocadores en la acción y la voz, con texto tomados de Janin y que luego incorporará en Fray Gerundio.

A los defectos de la persona, del predicador imprudente se unen los errores del sermón: el pedir silencio a un auditorio por lo general ya callado, las entradas ex abrupto, la proposición del asunto pidiendo auxilio a los dioses de la gentilidad o apoyándose en fábulas, en vez de hacerlo en el evangelio o en los Santos Padres, porque «los Santos Padres que revuelven estos predicadores son los mitológicos; su Biblia es el Teatro de los dioses, y para ellos Virgilio y Claudiano tienen lugar de Crisóstomo y Ambrosio», alegatos que reitera en Fray Gerundio, fuentes a las que poco después de la Crisis aludiría Mayans. Se detiene en las proposiciones del asunto entrando en ellas con un borbotón de clausulones, con paradojas que parecen difíciles de explicar, con formulaciones aparentemente heréticas que se quedan luego «en verdades de Perogrullo, ridículas, insulsas y pueriles».

Y de 1729, de la Crisis de los predicadores, datan tantos elementos presentes en fray Gerundio. Sin salir del arranque del sermón, de la proposición del asunto, en la Crisis se encuentran los modelos de despropósito situados después en contextos más amplios. Estaba estudiando en Salamanca y allí se imprimió un sermón, muy aprobado por los del gremio de la Universidad, de un fraile portugués en honor del glorioso patriarca san José. Su título proponía el asunto a manera de título de comedia y «fue decir que san José había sido más hijo del Padre que el mismo Verbo divino, más padre del Verbo divino que el mismo Padre eterno y más esposo de su esposa María que el mismo Espíritu Santo. Ve aquí una fantasía portuguesa que en un instante sabe revolver a toda la Santísima Trinidad, que amenazaba granizo de herejías y que resuelve en comunes frialdades», pero con daño a los oyentes. Sobre todo para aquellos que solían abandonar el sermón después de la salutación: «entran en sus casas, y sobre mesa se ofrece hablar de san José; aquellos teólogos de corbata que, sostenidos también de algunos imprudentes teólogos de capilla, hacen consistir la devoción con este glorioso patriarca en decir cien herejías, defienden con grande satisfacción y desenfado que san José es Padre, es Hijo y es Espíritu Santo, y si se apura mucho, quizá más propiamente que las Personas de la Santísima Trinidad. Contradígaseles semejante desatino; clamarán y gritarán que es el evangelio, que así lo oyeron en el pulpito a un predicador muy hábil y que cuando él lo dijo, lo tendría bien estudiado y digerido. Este es el fruto que comúnmente se saca de semejantes asuntos».

Se plantea la cuestión de si el sermón es arte, con la respuesta positiva, convencido de la necesidad del artificio, conveniente para la eficacia del sermón que «solamente la perderán cuando lo que se dispuso y estudió con artificio se dice con ficción y sin naturalidad». Pero insiste mucho más en la entrada, en la salutación, con mayor motivo cuando acababa de ser publicado un Breve del Papa Benedicto XIII (el año pasado de 1728) aconsejando que en la salutación de los sermones de España se introdujera siempre la explicación de algún punto de la doctrina cristiana. Isla defiende la postura del Pontífice y aprovecha la circunstancia para introducir su crítica a los exordios y salutaciones desmedidos y para combatir el error más pernicioso de todos, «tanto más pernicioso, dice, cuanto es más universalmente conocido y con todo eso casi de todos ciegamente practicado: éste es el de acomodarse los predicadores a todas las circunstancias que los previenen los que los encargan los sermones». La prevaricación se debe a que los predicadores «predican al grano, aunque no del evangelio; quiero decir, ponen la mira en el doblón o en el regalo; esfuérzanse en dar gusto al mayordomo de este año para ganar la voluntad del que ha serlo el que viene». Y así salen los sermones tan circunstanciados, comenzando por los títulos de que se adorna el predicador vanidoso, siguiendo por «dar en el chiste» tan celebrado por el pueblo, por los pueblos, tan encandilados por las circunstancias como aquel que tenía catorce calles sacadas todas y cada una a colación, y pobre del que se olvidase de alguna de ellas en el porvenir, porque «armó tanto a los vecinos esta bobería, que imprimieron solamente la salutación, y ésta la ponen en manos de aquel a quien se encarga el sermón de ánimas para que le sirva de ejemplar que ha de seguir y de modelo con que se ha de conformar».

Estos esfuerzos para acomodar el sermón a las circunstancias, tan característico de los sermones españoles de aquellos años, son vapuleados sistemáticamente por la claudicación que significan y por lo esperpéntico de las ocurrencias, sobre todo cuando había necesidad de circunstanciar al mayordomo a base de locuras, puerilidades y desatinos para lograr este empeño. Al mayordomo o a la mayordoma, porque, dice Isla en la Crisis y repetirá en Fray Gerundio repitiendo lo que se había grabado en la memoria colectiva, «viví cerca de una villa donde se predicó un sermón en cierta fiesta, cuya mayordoma se llamaba N. Revenga (hoy sabemos que el nombre era el de María). Digo el predicador en la salutación que Dios había de coronar la piedad de la mayordoma y que a este fin ya la estaba llamando claramente por su nombre en la Sagrada Escritura. Porque allá, dijo, en los Cantares grita y da voces al alma santa para que venga a coronarse: Veni de Libano, veni, coronaberis. ¿Y qué alma santa es ésta? Nótese bien que ya lo dice el esposo: veni, veni, venga, venga. Dos veces dice que venga, que es lo mismo que Revenga».




Los sermones gerundianos

Todo ello pasará al Fray Gerundio, campeará en el Fray Gerundio, sin barreras de contención para la ironía y para la sátira. Pasará el tratadillo de la Crisis, el libro que le sirvió de base del P. Janin, otros tratados que irá conociendo el Padre Isla y que han sido identificados por sus estudiosos y editores, e ideas que él mismo ha ido manifestando incluso en algunos de sus sermones, como en uno predicado en Santiago (1735), en el de santa Teresa en San Sebastián (1749), o el predicado más tarde en los doctrinos de Valladolid, en los que se enfrenta con todo el estilo, el lenguaje, los contenidos y, en mayor medida, con las salutaciones y circunstancias al uso, de lo que disiente aunque a veces tenga que acomodarse no sin protestas.

Es, por tanto, un término de llegada el Fray Gerundio, redactado cuando, gracias a los oficios de amigos poderosos de la Corte que le consiguieron de los superiores el retiro fecundo de Villagarcía, pudo dedicarse por entero, con ratos para la traducción del Año Cristiano de Croisset, a su nuevo Quijote y en un proceso de elaboración bien conocido.

No luchaba contra molinos de viento sino contra realidades bien contrastadas y por el sermón ilustrado, que atendía tanto a los modelos franceses cuanto a los clásicos de la España del siglo XVI, puesto que, como han dejado sobradamente probado Mestre y León Navarro, esta Ilustración tenía mucho de neoerasmismo. Apoyado en ellos, es decir, en los tratadistas clásicos de retórica, de oratoria, y coincidiendo con Mayans en más de lo que quisiera, el Padre Isla traza su preceptiva sermón y del predicador que ocupa buena parte de las páginas de esta obra, que tiene tanto de normativa como de novela, o en la que la estructura novelesca deliberadamente buscada por el autor se subordina a la pedagogía. Lo positivo, la normativa, es parte de un ritmo torpe en las crisis del contrahéroe, de fray Gerundio, que no evolucionó a pesar de las lecciones del provincial, del beneficiado, de fray Prudencio, de las más contundentes de su tío el magistral, de don Casimiro el colegial, opositor a retórica, del abad benedictino que personifican a los tratadistas, al propio Isla, al Padre Feijoo. Le hablaban de que el sermón no podía ser una representación, un cúmulo de excentricidades, y sí más evangélico, más moral y pastoral, más eficaz y más útil, por exigencias de la retórica sacra (que no tenía que identificarse con la profana), del sentido común, de la seriedad y del buen gusto, elemento éste del buen gusto que no tiene que olvidarse. Y le hablaban de los modelos, de «los sermonarios de los mejores predicadores que han florecido en España, como el santo Tomás de Villanueva, fray Luis de Granada e incluso el Padre Vieyra». Y le hablaban, sobre todo, de la necesidad de la formación filosófica y teológica que despreció fray Gerundio en aras de su obsesión por ser predicador (no pasó de serlo pero sólo sabatino, o sea, nada).

Prevalecieron, no obstante, los estímulos de fray Blas, su ídolo y mentor, personificador de todos los predicadores a la moda y caja de pandora de todos los sermones criticados, barrocos y conceptistas, descritos así por Mayans (y aducimos esta descripción para que se vean las coincidencias con el Padre Isla): «La idea que tienen éstos (los conceptistas) de la predicación consiste en elegir un tema extraño, tanto mejor para ellos cuanto menos imaginado; lo avivan con reparos nunca oídos, lo realzan con nuevas dificultades, lo empeñan de manera que apenas puede haber salida, procuran dar muy ingeniosa solución, engrandécenlo con ponderaciones, pruébanlo con la lección de los Sesenta, con la hebraica, griega, caldaica y siríaca; reálzanlo con paridades, fecúndanlo con semejanzas, llénanlo con alusiones misteriosas, danle agudeza con las sofisterías, donaire con las paronomasias, sainetes con las sales, satirizan algo contra los vicios. Y, en fin, para conseguir esto, que juzgan ser grande perfección, revuelven las polianteas, pervierten el uso de las concordancias bíblicas; se cansan, se fatigan, y después de haberse devanado los sesos, vienen a formar una delicadísima tela que ni aún puede servir para cazar una mosca»12.

Mayans escribía todo esto, y muchas cosas más, un cuarto de siglo antes que Isla. Entre 1733 y 1750 los sermones conceptistas se habían multiplicado y habían llegado al paroxismo. Pues bien, son estos sermones y estos predicadores los que prestan la materia prima a la crítica satírica del Padre Isla que no tiene que inventarse nada o casi nada puesto que encuentra pábulo más que suficiente en los sermones impresos de que disponía. Insistimos en el recurso a fuentes circulantes, impresas, copiadas o transmitidas de viva voz, de memoria, puesto que no acaba de desarraigarse la idea de que el Padre Isla tejió en su novela una caricatura del sermón y de los predicadores13.

Desde que Gaudeau descubrió algunos de estos modelos del Fray Gerundio la investigación no ha hecho sino avanzar en la identificación de los autores utilizados por Isla. La edición puntillosa de José Jurado ha logrado dar con la mayor parte de las referencias ocultas, y Rodríguez de la Escalera últimamente ha completado la nómina de presencias. Jurado incluso ha llegado a tejer una estadística, incompleta y todo (habla de un 85%), de estas víctimas. Salvo un jesuita, el resto de los predicadores y sermonarios satirizados son todos de frailes y sus productos datados casi todos entre 1730 y 1750. Se llevan la palma el famosísimo predicador real, el capuchino fray Pablo Fidel de Burgos (cuya muerte, dice, pudo acontecer por el disgusto de verse tan ridiculizado). Herrero Salgado, benemérito, y en este caso no bien informado investigador de la historia de los sermones, cuando recopila los del siglo XVIII y se encuentra con los de Fidel de Burgos, dice de él y de algún similar «furioso gerundiano», «que hubieran hecho las delicias del P. Isla, a quien habrían ahorrado la composición de los discursos de su Fray Zotes»14. Pues no solamente no se la ahorraron sino que fueron los que la provocaron y le facilitaron la mayor parte de sus materiales. Y en mayor medida aún, emergiendo sobre todos ellos, omnipresente en el Fray Gerundio, el franciscano «elocuentísimo y modestísimo Maestro Soto y Marne», como le llama Isla en la primera de tantas alusiones.

Ya el propio título de Florilogio Sacro (publicado en Salamanca, 1638) se prestaba al ridículo y a la crítica de los ilustrados, y más si se leía en su integridad: Florilogio sacro, que en el celestial amenos frondoso Parnaso de la Iglesia riega (mysticas flores) la Aganipe Sagrada Fuente de Gracia y Gloria, Cristo, con cuya afluencia divina incrementada la Excelsa Palma Mariana (triunphante a privilegios de gracia, se corona de victoriosa gloria. Dividido en discursos panegíricos, anagógicos, tropológicos y alegóricos fundamentados en la Sagrada Escriptura, reborados con la autoridad de Santos Padres y exegéticos particularíssimos discursos de los principales expositores y exornados con copiosa erudición sacra y prophana en ideas, problemas, hieroglíficos, philosóphicas sentencias, selectísimas Humanidades15.

El título es engañoso puesto que las autoridades aparecen en orden inverso y predomina la erudición profana sobre la Sagrada Escritura. Pues bien, el Florilogio es la panacea de Isla, que recurre a él para burlarse de los retruécanos de los títulos, para reírse de las asimilaciones del Santísimo Sacramento con el capítulo provincial de franciscanos reunido en Béjar para elegir cargos («panis electorum»), para llevar al absurdo las posibilidades de esta mina incluso aprovechando su sermón Ciudad Rodrigo para el epicedio, el Sermón de honras de Pero, etc. O para ridiculizar salutaciones y entradillas absurdas que no dicen nada, como la del Sermón de la Inmaculada tan expresiva para justificar la crítica a este estilo, a este lenguaje latino-español, dominante en la producción de sermones, que aduce y desmenuza Isla y que completamos: «De la rizada espuma del celebrado Egeo, fingió la etnicidad fabulosa fue su idólatra Venus concebida: Nuda cithareis edita edita fertur aquis, dice Ovidio; concibióse de las tres celestiales gracias sociada: Et veneris turba ministra fuit, dice Giraldo; porque no se verificase instante en que faltase alguna gracia a su hermosura. Y en memoria de esta concepción graciosa celebraban las Cíclades el día 8 de diciembre con solemne alborozado culto: Hoc tandem die octava decembris festum conceptionis pulcherrimae Veneris ingenti jubilo celebratur, dice Essendio Romano».

Es éste el sermón del que extrae los del «salsuginoso elemento» por mar; el «fomes peccati»; «la Aaronítica vara» por vara de Aarón; la «cecuciente naturaleza». Soto y Marne, vapuleado acá y acullá, quizá no pudiera leer al Padre Isla, alejado como estaba por órdenes superiores en las Indias (se conserva otro sermón suyo de la Inmaculada en Lima) seguramente por su disposición de seguir combatiendo a Feijoo sin hacer caso de severas órdenes del rey. Quizá había muerto ya. Por allí, de todas formas, andaba cuando en 1554 predicó otro sermón de la Inmaculada, que sería impreso un año más tarde, y donde se añadía a su nombre en la portada la retahíla de títulos acumulados de su vanidad, que era la de los predicadores conceptistas16.

Eran la inmensa mayoría, de suerte que los otros predicadores, los que seguían a los modelos antiguos, eran una escueta minoría que apenas se dejaba oír. Casi todos saltan en el Fray Gerundio en una u otra ocasión como ideales. Para hacerse idea de los otros basta con repasar los repertorios bibliográficos del siglo XVIII, como los de Herrero Salgado o Aguilar Piñal, para percibir su abundancia y su estilo, visible ya en los propios títulos de los sermones. De todas formas, hasta 1758 los gerundianos predominan de forma hegemónica en el número. Incluso se recibe la impresión, con su lectura, de sentimiento de anacronismo en quienes no pueden adaptarse del todo a la moda tan difundida y tan persistente.

Es lo que acontece con otro sermonario, por citar alguno en concreto, que no utilizó Isla pero que sigue derroteros parecidos a los de Soto Marne y tantos otros. En 1741 publicaba (en Madrid, y en la activa Imprenta de la Causa de la Madre Agreda) el también franciscano fray Lorenzo Bona su Teatro evangélico de oraciones panegíricas y sagradas con los sermones que había predicado y ofrecía a los demás. No puede faltar el de la Inmaculada, con su entrada: «Dos golfos de luz son gloriosa confusión de la vista en esas aras, el Máximo Eucarístico Misterio (porque el sermón se pronunciaba ante el Santísimo manifiesto) y María Santísima en su primer instante inmaculado. Sobraría cada uno de por si por tan vehemente en lo luminoso para rendir la actividad del más perspicaz sentido: Vehemens sensibile laedit sensum, dixo Aristóteles» (p. 50). Pero, y vamos a las circunstancias, como era un sermón en la fiesta de los escotistas, al desplegar el concepto el Padre Bona se remonta al monte Tabor, a la transfiguración, y jugando con el asombro de los tres apóstoles de la transfiguración, viene a decir que los asombró más que la maternidad de María, su inmaculada concepción, y más aún el hecho de que sería defendida por un solo Escoto. Sigue con la agudeza de que a dos Juanes se confió el sustentar los misterios de María: el de madre a Juan Evangelista (Ecce mater tua), a Juan Escotista en el inclinarle María su sagrada cabeza cuando iba a sustentar públicamente su primera gracia en la conclusión de et macula originalis non est in te. Como el género y el estilo exigían apurar las sutilezas, prosigue el predicador con aparentes paradojas, como aquella en que deja ver la superioridad teológica de Escoto sobre Juan Evangelista para deshacer luego la aparente herejía: «Más teólogo es aquel que como maestro discurre y produce su conclusión que aquel a quien se la dan ya formada e impresa para que la sustente. Al Juan Evangelista se le da la conclusión de la maternidad ya hecha, ya asentada y como a discípulo: Ecce mater tua, et accepit discipulos in sua; al Juan Escoto al contrario, él se compuso la conclusión Et macula originalis non est in te, él se la formó, y la defendió con tanta profundidad y elegancia, que le venera la universal Iglesia por primer maestro de la concepción de María. ¿Luego es sustentante más teólogo que Juan el primero? No por cierto, aunque lo infiera el discurso» (pp. 50-53).




Los sermones reformados

La originalidad del Padre Isla no consistió, por tanto, en inventarse los materiales que vertebran su novela sino en haberlos estructurado y utilizado con lenguaje nuevo, el irónico y el de la sátira, y con un recurso que él consideró el más eficaz: el de ridiculizar a los predicadores que, para él y para los reformadores, con sus extravagancias y mal gusto no hacían sino embaucar a ignorantes, a zotes, y atentar contra la dignidad de los sermones y su sentido pastoral y moral. Todo lo dice él mismo mucho mejor en el «Prólogo con morrión» y en la formulación de su programa sobradamente conocida: «Hasta que Miguel de Cervantes salió con su incomparable Historia de Don Quijote de la Mancha no se desterró de España el extravagante gusto a historias y aventuras romanescas, que embaucaban inutilísimamente a innumerables lectores, quitándoles el tiempo y el gusto para leer otros libros que los instruyesen, por más que las mejores plumas habían gritado contra esta rústica y grosera inclinación hasta enronquecerse. Pues ¿por qué no podré esperar yo que sea tan dichosa la Historia de Fray Gerundio de Campazas como lo fue la de Don Quijote de la Mancha, y más siendo la materia de orden tan superior y los inconvenientes que se pretenden desterrar de tanto mayor bulto, gravedad y peso?».

No hay duda de que sus previsiones se cumplieron. A reformadores graves, como Mayans, con el mismo propósito que Isla, los leyeron muy pocos aunque selectos. El Fray Gerundio, apenas apareció la primera parte, fue devorado con voracidad agotadora en aquellas mismas horas del 22 de febrero de 1758, con éxito editorial parangonable con muy pocos libros del siglo XVIII17, si es que lo es con alguno. El éxito se explica porque, al margen de que se ventilaba un problema tan candente, la novela llevaba en su entraña todos los alicientes de publicidad: se vapuleaba a personajes muy conocidos entonces y perfectamente identificables como víctimas de la sátira y de la invectiva. Eran, además, frailes las víctimas de la sátira y de la invectiva, lo cual quiere decir que movilizó a los cuerpos más poderosos con sus clientelas y su mentalidad familiar, como lo demostrarían las primeras delaciones a la Inquisición, la polémica desatada, y eso a pesar de que Isla trate en el Prólogo de defenderse de la ofensiva que se veía venir: el Fray Gerundio era la personificación de las órdenes mendicantes aunque resulte identificar a una en concreto, a pesar de pistas de hábitos como la del escapulario y la capilla que aparecen de vez en cuando.

Pero me refiero al éxito de su programa reformador de los sermones y de los predicadores, éxito más que evidente y perceptible en la producción de sermones a partir de la aparición de la primera parte de Fray Gerundio (que circuló impreso, manuscrito o de boca en boca, a pesar de prohibiciones inquisitoriales). Es posible que exagere Gaudeau al afirmar que «desde la publicación de Don Quijote (1605) los libros de caballerías, si no desaparecieron completamente, quedaron heridos de muerte; al día siguiente al de la aparición de Fray Gerundio España asistía a la renovación de la predicación sagrada»18, pero no puede discutirse el impacto producido por el miedo al ridículo que provocó. Luis Fernández Martín19 aduce numerosas y expresivas reacciones inmediatas transmitidas por la correspondencia de Isla en aquellos días: «En Ciguñuela un predicador mayor le presentó en el púlpito, y, mostrándole al auditorio, le besó y dijo: Bien haya la madre que te parió. Tú infundirás juicio a locos, madurez a verdes y a ligeros peso». La sola advertencia de que en lugar se conocía el Fray Gerundio «ha sido bastante a contener a muchos haciéndolos mudar de idea»; «Muchos hemos reído con la especie del que llamó Gerundia a su mujer».

No es preciso acumular testigos del éxito de lectura y en el cambio. Sempere y Guarinos, que valora la predicación aunque, salvo rara vez, no introduzca sermones en su Biblioteca que se fija más en los libros útiles, al tratar de la novela extracta el juicio del Diario Extranjero francés (1760), y de su cosecha dice que «esta obra fue recibida con el mayor aplauso, como lo manifiesta el haberse vendido todos los ejemplares de ella en veinte y cuatro horas. Pero habiendo sido delatada al Santo Tribunal de la Inquisición, se prohibió de allí a poco tiempo. No obstante, se cree que ha producido mucho efecto en la reforma de la oratoria sagrada, sirviendo de gran freno a los malos predicadores el temor de incurrir en la nota y apodo de Gerundios»20, convicción que repite cuando habla del para él modelo de predicadores ilustrados, el obispo Tavira21. La risa, las risadas, pudieron más que la gravedad de otros reformadores, y, en palabras del Padre Luis Fernández otra vez, «una inmensa carcajada resonó de un extremo a otro de España aturdiendo a los interesados»22.




Conclusión

Los denuedos reformadores, por parte del Padre Isla y tantos otros anteriores a él, incluso el éxito de Fray Gerundio, no deben crear espejismos ni llevar a la ingenuidad de creer que se asiste a los funerales del sermón conceptista y de aparato barroco. Ya que hablamos de funerales: ciertamente hay un abismo entre los sermones predicados en las honras fúnebres de Luis I (presentados por Lourdes Amigo), de Felipe V, y en las de Fernando VI y Carlos III. Pero todavía a finales del siglo XVIII se registran resistencias persistentes al «buen gusto». Eso sí, lo que en la primera parte del siglo era habitual, durante la Ilustración y a partir de 1758 se convirtió en excepcional y arcaico, en pasado de moda.

Y segunda conclusión: pasó de moda la predicación conceptista y con ella feneció el sermón como representación, que es como se vivía:

«Predicadores he vido yo -decía el pariente sensato, familiar de la Inquisición, después del sermón de Campazas- que no parecen sino mesmamente a unos farsantes que vi en Valladolí una vez que jui allá a cosas del Santo Oficio y había comedias. Ni más ni menos traquinan las manos cuando predican como las traquinaba el primer galán, que decían era un prodigio. Si habrán de cruz, espurren los brazos; si de una bandera, hacen como quedos tirimolan; si de una batalla, dan cuchilladas; si de un ave, parece que huelan.

-En eso hacen lo que deben -respondió magistralmente el padre vicario-; porque las acciones han de acompañar a las palabras, en lo cual no debe diferenciarse el predicador del representante.

-A otro perro con ese hueso -dijo el familiar-, que yo no lo roeré. ¿Con que quiere su ausencia encajarnos que un comediante y un predicador han de representar de la mesma manera?

-Ambos han de pintar, en cuanto sea posible, con las acciones aquello que expresan con las palabras -replicó el padre Vicario.

-Sí, señor, d'ambos tienen esa obrigación, pero el comediante como comediante y el perdicador como perdicador».


(II, IV, vi, 9-10)                


Fue, la de diferenciar al predicador del comediante, la eterna batalla en todos los tratadistas de retórica desde el siglo XVI23 como lo es en fray Gerundio, identificado con la tesis que establece ante el desasosiego del provincial por los desvaríos del predicador mayor fray Blas: «¿Con que, según eso -arguyó el exprovincial-, para ser buen predicador no es menester más que ser buen representante? -Concedo consequentiam -dijo fray Blas muy satisfecho» (I, II, ii, 15).

El programa reformador se empeñó en alejar lo espectacular del sermón, ya no sólo en la acción, en la voz, en los gestos, sino también en la palabra, puesto que el lenguaje era sustantivo, naturalmente, en la predicación conceptista. Pero el lenguaje peculiar que a la postre resultaba tan ininteligible como, por lo mismo, aplaudido por el vulgo: era el lenguaje mixto, castellano y latín a la vez, «cultilatinorrumbático» dice Isla (I, II, ix, 18). Ante el reproche del provincial por la lectura de un párrafo imposible de comprender, tomado del Florilogio sacro: «¿Qué diantres quiere decir aquí?», respondió fray Gerundio: «No lo sé, padre nuestro, pero ahí está el primor de ese inimitable estilo, hablar al parecer en castellano y no haber ningún castellano que lo entienda» (Ibid., 17). No se entendía, pero sonaba bien, como reponía el zapatero Martín al exprovincial: «Padre nuestro, yo no he estudiado lógica ni garambainas. Lo que digo es que lo que me suena, me suena» (I, II, ii, 14).

En el estilo nuevo querido por los ilustrados el sermón podía entenderse pero dejó de sonar, porque dejó de ser espectáculo y diversión, y porque a la moda anterior siguió la francesa conforme a los modelos propugnados que prevalecieron sobre los clásicos castellanos incluso. Era la valoración, en positivo, que hacía Sempere y Guarinos, muy interesado, por otra parte, en resaltar los logros del reinado de Carlos III en contraste con la decadencia anterior: «En el actual reinado ha tenido la oratoria sagrada mayores estímulos. Además de la impresión de nuestras mejores obras de estilo en prosa y verso, y de los esmeros de la Academia Española para perfeccionar la lengua castellana, se ha traducido la Retórica eclesiástica de fray Luis de Granada, se han fundado academias y conferencias de la misma en los seminarios y en los claustros, se han vertido a nuestro idioma las mejores colecciones de sermones. Bossuet, Fléchier, Bourdaloue, Massillon y otros muchos están en castellano. Con estos medios se han mejorado las ideas, se ha disminuido la manía de las metáforas, las alegorías, los conceptos, el abuso del sentido acomodaticio, el del estilo hinchado, oscuro y cadencioso. Es verdad que en esta mutación se han contraído algunos otros, cual es el de cierta languidez que se achaca generalmente a los oradores franceses y que acaso es más efecto de las malas traducciones que de los originales. También se ha llenado el castellano de galicismos que le afean. Pero estos vicios, que nunca dejarán de serlo, son incomparablemente menores y más sufribles que los otros»24.





 
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