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Capítulo XXXVIII

De cómo hay casualidades que parecen Providencias

     El lector recordará sin duda que, según dijeron los esclavos moros de la torre de Castiglione, Mendo se había alejado con Elvira en dirección a la aldea de Alconetar. Mendo (el criado que asistía a la triste doña Fidela y a Elvira en la granja, funesto teatro de acontecimientos que ya dejamos referidos) había sido sobornado por el opulento Castiglione. Éste, aconsejado por la vieja Plácida, había adoptado la resolución de que, por algún tiempo, Elvira permaneciese reclusa en el convento de Nuestra Señora de la Luz. Al principio se opuso el italiano a esta medida, como peligrosa a su amor y seguridad; pero todos sus temores se disiparon luego que Plácida le manifestó la ausencia de don Guillén Gómez de Lara, que había emprendido un largo viaje.

     Acababan las monjas de terminar sus oraciones en el coro por la mañana, cuando en la celda de Elvira tenía lugar el siguiente diálogo:

     -La niña parece que pasa toda la noche en vela, -decía la infernal Plácida.

     -Así está tan amarilla.

     -�Pobre enamorada! Es probable que emplee sus vigilias en escribir epístolas a su amante.

     -�Y no podremos conseguir nuestro objeto? Estoy impaciente...

     -Ya os he dicho que cachaza y mala fe.

     -Pero esta mañana...

     -No me ha sido posible en ninguna manera.

     -�No la has visto?

     -No, señora.

     -�Pues qué hacía?

     -Lo ignoro. La puerta estaba perfectamente cerrada. Es de creer que estuviese durmiendo.

     -�A estas horas!

     -De ahí deduzco yo que pasa las noches velando.

     -Es preciso no perder tiempo.

     -Descuidad, señora mía, que ya he tomado perfectamente mis medidas, y lo que es ahora no se nos escapará.

     -�Y cuándo?...

     -Hoy mismo.

     -Veamos tu proyecto.

     -Es tan sencillo como seguro será su éxito.

     -Explícate pronto.

     -Ya sabéis que la madre Sinforiana es muy entrometida y cachuchera y que tiene menos seso que una alondra, si bien en cambio posee algunas habilidades monjiles, como vestir niños de cera, hacer flores, y sobre todo tortas, bizcotelas y todo género de confites. Esta última habilidad es la que nos va a servir maravillosamente para nuestro propósito.

     -�Oh! ya comprendo. �Vas a regalar a Blanca algunos confites de la madre Sinforiana?

     -Eso sería muy aventurado. Pudiera no comerlos.

     -�Pues entonces?...

     -El golpe debe ser más seguro y más inevitable. Sor Sinforiana me ha dicho que algunas veces suele convidar a su celda a la hermosa Blanca para ofrecerle una merienda. Ahora bien; esta tarde me ha prometido convidarla, y entonces...

     La diabólica Plácida hizo un gesto muy expresivo, señalando a la sortija en que estaba contenido el tósigo.

     -Entiendo perfectamente, -dijo Elvira con los ojos radiantes de júbilo.

     Mientras que esto acaecía en aquella caverna de demonios, que más bien merece este nombre que el de celda, todas las monjas corrían desatentadas por los claustros y con muestras de grandísima alarma y desconsuelo. Después de la inquietud que en aquellos corazones tímidos y sencillos había producido naturalmente el milagroso y espontáneo tañido de la campana del claustro, las monjas se afligieron y espantaron más todavía cuando supieron que muy poco tiempo se había hecho esperar el cumplimiento del fatal anuncio de la noche precedente.

     -�Ay señora abadesa de mi alma! �Qué gran desgracia ha sucedido! �Quién había de pensarlo? �Ayer tan bueno y tan sano, y hoy ya está gozando de Dios el santo varón! �Ah! �La campana no podía menos de anunciar la más funesta desgracia para el convento!

     -Pero �qué ha sucedido, hermana tornera? -preguntaban algunas monjas que se hallaban al paso.

     -Ahora mismo me lo acaba de decir el mayordomo. �Quién lo había de creer? �Tan bueno y tan colorado como estaba el buen señor!... �Ha sido muerte repentina!

     -Pero �quién ha muerto?

     -El señor Gil Antúnez.

     -�El capellán!

     Figúrese el lector la batahola y alarma que esta noticia causó en el convento.

     Pero �ay! a nadie afligió más cruelmente que a la desdichada Blanca, la cual despertó para saber que su amado tío, el que le había servido de padre, acababa de morir. Todas las monjas se afligieron sobremanera, porque todas estimaban las nobles prendas de aquel virtuoso sacerdote.

     El mayordomo del convento, que hemos dicho estaba casado con una hermana de Blanca, se hallaba también muy afligido, tanto por la muerte de su tío, cuando por el triste estado en que se encontraba su esposa.

     Una seglar de la abadesa aviso a Blanca para que al punto fuese a la celda prioral.

     -�Qué mandáis, señora abadesa? -preguntó la joven con su acostumbrado acento de modestia y dulzura.

     La abadesa comenzó a usar de rodeos y medias palabras para comunicar a la doncella la desgracia acaecida.

     -No os canséis, señora abadesa, en buscar palabras que pinten suavemente mi desdicha. �Lo sé todo!

     Y la hermosa y afligida Blanca tenía los ojos inundados de lágrimas.

     La abadesa, que era una excelente señora, no pudo menos de admirar la noble entereza, mezclada de celestial resignación, que reinaba en el semblante y en los modales de la modesta virgen, que no perdió su compostura y púdica reserva en tan doloroso trance.

     -Otra en vuestro lugar, -dijo la abadesa tomando a la joven cariñosamente de la mano-, se hubiera deshecho en gritos alborotando el convento; pero vos, encantadora niña, os habéis guardado muy bien de tales demostraciones, que cuanto más ruidosas menos discreción prueban, además de ser indicio seguro de poca aflicción. �El dolor vocinglero nunca es profundo!

     La joven escuchaba estas palabras con los ojos bajos, las manos convulsivamente cruzadas sobre el pecho, de pie, inmóvil y pálida como la luna.

     -Basta sólo miraros para comprender cuán cruelmente padecéis en este instante.

     La abadesa guardó silencio por algunos minutos, al cabo de los cuales, exclamó:

     -�Es lo mejor que podéis hacer!

     La venerable monja había advertido el movimiento casi imperceptible de los labios de Blanca que estaba rezando.

     En seguida la abadesa cayó de rodillas delante de una imagen de Nuestra Señora. La joven imitó aquel ejemplo, y ambas, sinceramente afligidas, manifestaron su dolor de la manera más digna, orando por el buen Gil Antúnez.

     De repente fueron interrumpidas en su oración.

     La madre tornera y algunas otras religiosas penetraron en la celda a participar otra nueva no menos dolorosa para la sensible Blanca.

     -�Ay, señora abadesa!

     -�Qué ha sucedido?

     -Que otra vez ha vuelto el señor Garci Jurado diciendo que su esposa está muy malita...

     La madre tornera se detuvo pensando en la imprudencia que había cometido de manifestar allí aquella noticia que tanto debía afligir a Blanca. Garci Jurado era el nombre del mayordomo del convento.

     -Acabad, madre tornera, -dijo Blanca con su voz de ángel.

     -Vuestro cuñado trae la pretensión de que al punto os vayáis a su casa para asistir y consolar a vuestra hermana.

     -Y vos, �qué decís? -preguntó la abadesa dirigiéndose a Blanca.

     -Que estoy dispuesta a salir ahora mismo del convento, -repuso la joven procurando en vano reprimir sus lágrimas.

     -�Pobre niña! -murmuró la superiora.

     -�Me permitís, señora abadesa, que salga al instante?

     -De mil amores.

     Blanca se despidió de la abadesa, quien le dio las mayores muestras de estimación y cariño.

     En seguida la joven se marchó con Garci Jurado.

     La casualidad, o mejor dicho, la Providencia, salvó a la hermosa Blanca de una muerte que en ningún modo hubiera podido evitarse, a no haber sido por el funesto accidente anunciado por la milagrosa campana del claustro y realizado en la persona del buen Gil Antúnez.



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Capítulo XXXIX

Conciliábulo de los enemigos del temple

     Al oscurecer de un día de invierno caminaban dos jinetes por una extensa y pantanosa llanura no lejos de Tolosa de Francia. El toque de oraciones, como el lamento del día moribundo, salía de lo alto de los campanarios de algunos pueblecillos diseminados por la llanura. La noche se presentaba tempestuosa y fría, y aquel paraje era por demás sombrío y solitario a medida que los jinetes adelantaban en su camino. Ambos caballeros caminaban rebozados en sus capas y guardando el más profundo silencio. Sin embargo, el uno de ellos no dejaba de pasear en torno suyo miradas vagarosas y escrutadoras, como si pretendiese averiguar los designios de su compañero, o tal vez procuraba descubrir alguna otra persona que de antemano debiese aguardarles. La noche cada vez condensaba más sus sombras; un viento frío soplaba del Norte, e informes nubarrones, como inmensas pizarras lanzadas en el vacío, se arremolinaban en el espacio. Alguna que otra vez la pálida luna asomaba su frente detrás del nebuloso pabellón, con el mismo brillo incierto del fúnebre cirio que lanza su resplandor al trasluz de las negras bayetas de una capilla mortuoria.

     Cada vez más el terreno se iba elevando, de manera que alla a lo lejos se distinguía confusamente una montaña. Era a la verdad solemne y tétrico el espectáculo que presentaba la naturaleza en medio de todos los siniestros ruidos de la noche. Allá se escuchaban lejanos los ladridos de los perros, acá los chirridos del búho y del mochuelo, allí el canto del gallo que anunciaba la tempestad, y aquí el resonante murmurio de un caudaloso arroyo que se arrojaba a la llanura. Nuestros caballeros refrenaron algún tanto el brío de sus cabalgaduras, a causa de que comenzaban a penetrar por un bosque sombrío de añosas encinas y de espesos matorrales que apenas dejaban paso a una angosta vereda. Los jinetes conociendo la imposibilidad de caminar ambos de frente, se pusieron uno en pos de otro.

     -�Por San Bernardo que ha sido una calamidad no hallar a nuestro hombre en el monasterio de Leniz! �Quién había de pensar que era preciso salir de España para encontrarle?

     El que así hablaba exhaló un suspiro, y parecía asaz enojado porque tanto se prolongase su viaje.

     -�A qué sirve impacientarse? -dijo el otro jinete-. Cuando se hace lo más, es preciso hacer lo menos.

     -Y con mil demonios, �le encontraremos esta noche?

     -Sin duda alguna. Según nos han informado, nos aguarda en la abadía de San Ponce.

     -�Y está muy distante?

     -Dentro de dos horas llegaremos allá.

     Cambiadas estas palabras, los caminantes tornaron a guardar silencio, y picando a sus caballos comenzaron a trotar con grandísima diligencia. Poco más de una hora llevaban de camino sin que cosa notable les hubiese acaecido, cuando súbito, y por un movimiento simultáneo, ambos detuvieron sus cabalgaduras.

     -�Has oído?

     -Me pareció oír pisadas de caballos.

     -Y a mí también.

     -Pero ahora no se oye más que el susurro del viento entre los árboles.

     -�Sería el eco de las pisadas de nuestros mismos caballos el que nos engañó?

     -Eso no sería inverosímil si el terreno fuese calizo o pedregoso; pero cabalmente caminamos por un piso cubierto de césped.

     -En efecto, no nos habíamos engañado. �Oyes?

     -�Es verdad!

     Efectivamente resonaban pisadas de caballos, si bien el ruido llegaba a intervalos, según la violencia o dirección de las ráfagas del viento.

     -Se acercan cada vez más.

     -Debe ser una tropa muy numerosa.

     -Y al parecer se dirigen exactamente por nuestro mismo camino.

     -�Irán también a la abadía de San Ponce?

     -Muy útil nos sería saberlo.

     -�Nos vendrán siguiendo?

     -Me parece que no; pero si así fuese, ciertamente que sería la mayor calamidad que nos pudiera acaecer.

     -Todos nuestros planes abortarían.

     -�Ira de Dios! �Se acercan al galope!

     -Convendrá que no nos vean.

     -Apartémonos del camino.

     -Ocultos entre la maleza podremos ver quiénes son.

     Diciendo y haciendo, ambos caminantes saliéronse de la vereda, descendieron de sus caballos y procuraron ocultarlos en la espesura.

     Pocos momentos después un vivo resplandor inundó la selva y un escuadrón de blancos fantasmas apareció ante sus ojos atónitos. Dos armigueros precedían a la cabalgata, llevando antorchas encendidas. Los caballeros que les seguían eran Templarios. Iban unos en pos de otros por la angosta vereda; pero caminaban con extraordinaria velocidad. Aquella escena duró poco. Los Templarios se perdieron entre las sombras de la noche en los confines de la selva como una legión de espíritus. Es inútil encarecer la sorpresa de nuestros caminantes, que felizmente para ellos no habían sido descubiertos.

     -�Has visto?

     -Lo he conocido perfectamente.

     -�A quién?

     -Al maestre de Tolosa.

     -�Guillermo de Villeneuve!

     -El mismo.

     -�Y adónde irá tan deprisa a estas horas y de esa manera?

     -Algo bueno diera yo por saberlo.

     -�Y qué haremos?

     -Seguir adelante.

     -�Si nos encontraran en la abadía!

     -Me parece que no hay ese peligro.

     -Pues a lo menos el camino que llevan hace creer que pasarán por la abadía de San Ponce.

     -En todo caso nada tenemos que temer.

     -�Nada! �Estás en ti?

     -Claro está que no tenemos peligro alguno que temer, mientras que ellos no sepan nuestras intenciones.

     -Eso es verdad; pero se me antoja que todo el mundo conoce nuestros proyectos.

     -Pues es preciso tener muy en cuenta que nos va la cabeza en guardar secreto y precauciones.

     Esto diciendo, ambos caminantes habían vuelto a cabalgar y a emprender de nuevo su viaje.

     Como unas dos horas habrían caminado, cuando descubrieron una negra masa que se levantaba hasta perderse en el cielo.

    -�Ves esa montaña? Pues a la falda se encuentra la abadía de San Ponce.

     -�Y sabrá él que vamos allá esta noche?

     -Si a punto fijo no nos aguarda, comprenderá que no debemos tardar muchos días.

     Al llegar aquí, nuestros caminantes oyeron ladridos de perros y la voz de un hombre que inútilmente se esforzaba por hacer callar a los fieles animales.

     Los viajeros notaron que se hallaban muy cerca de la abadía.

     -�Alto, caballeros! -dijo una voz en las tinieblas, al mismo tiempo que un vigoroso brazo trabó por las riendas al caballo del que iba delante.

     Los dos jinetes hicieron un movimiento para poner mano a sus espadas; pero la voz dijo:

     -Dejaos de contiendas, caballeros, pues ahora no es ocasión de reñir; antes bien debéis saber que un amigo es quien os habla. �Vais a la abadía?

     -�Os importa saberlo?

     -Acaso os importa a vosotros más que a mí el que yo lo sepa.

     -�De veras! �Y cómo es eso? -dijo uno de los viajantes con acento entre burlón e iracundo.

     -Señor... �Os gustan las plaisanteries?

     -Así, así...

     Es de advertir que todo este diálogo pasó en francés, y que nosotros nos hemos tomado la molestia de traducirlo.

     -Pues vamos al caso, -dijo el joven que parecía venir de la abadía-. �Me permitiréis que os hable seriamente algunas palabras?

     -Tendré mucho gusto en oíros.

     El joven caballero se aproximó tanto al jinete, y en voz tan baja pronunció algunas palabras, que le fue imposible oírlas aun al mismo compañero, esto es, al otro jinete.

     -�Gracias! -exclamó el caminante-. �Ha sido una precaución tomada muy a tiempo!

     Y volviéndose a su compañero, añadió:

     -No podemos entrar en la abadía por la puerta principal.

     -�Seguidme! -dijo el joven caballero que se había aparecido.

     -Pero �adónde vamos? -preguntó el segundo caminante.

     -A la abadía de San Ponce.

     -�Pues no decís?...

     -Esto quiere decir, señor caballero, -repuso el joven-, que vamos a la abadía, pero que penetraremos en ella por un lugar oculto.

     -Vamos, pues.

     Los dos jinetes y su conductor, que iba a pie, saliéronse del camino, y dando un gran rodeo se dirigieron hacia la espalda del edificio gigantesco de la abadía. Por aquella parte divisábanse muchas puertas correspondientes a las altas ventanas de los monjes. Además veíase la puerta de lo que se llamaba casa de campo, o sea una parte considerable del edificio que los monjes tenían destinada para alfolíes, caballerizas y demás oficinas propias de una casa de labranza.

     Nuestros caballeros se detuvieron como a un tiro de ballesta de la abadía:

     El joven conductor, encaminándose a unas encinas cercanas, llamó en voz muy baja:

     -�Marivaux! �Marivaux!

     -�Que mandáis, señor? -dijo un hombre que salió de entre la maleza, y que sin duda alguna de antemano estaba allí oculto.

     -Quédate aquí con estos caballos.

     -Está bien, señor.

     -Si sucediese alguna cosa que me debas comunicar, ya sabes la seña.

     -Descuidad, señor.

     Nuestros caminantes advirtieron que el llamado Marivaux prodigó al joven caballero las muestras del más profundo respeto.

     En seguida los tres se encaminaron hacia la puerta, el joven sacó una llave, abrió un postigo, penetraron los dos caminantes, volvió a cerrar el conductor, y, precediendo a los dos caballeros, los guió por un inmenso laberinto de crujías, claustros y escaleras, hasta llegar a un aposento cuyos habitantes sin duda alguna velaban, a juzgar por la luz que se irradiaba por debajo de la puerta.

     -Aguardad un poco, -dijo el conductor dejando a los dos amigos en la oscuridad.

     Pocos momentos después salió el joven, diciendo:

     -Pasad, caballeros.

     -�Vos no entráis?

     -No, amigos, yo me quedo de guardia.

     -A fe que sois vigilante.

     -Es preciso hacerlo así, y gracias que aun así baste.

     -Pues hasta luego.

     -Hasta más ver.

     Apenas los caballeros penetraron en el aposento, no pudieron dejar de admirarse de tanta magnificencia como se notaba en los muebles, alfombras, y demás adornos. Seguramente que no aguardaban los recién llegados encontrar tan refinado lujo en la abadía. Sin embargo, muy pronto se convencieron de que aquella habitación estaba destinada para recibir y albergar a los más altos personajes que fuesen a visitar la antigua y opulenta abadía de San Ponce.

     Después de atravesar la antesala, en cuyo centro ardía una magnífica lámpara, se encontraron con otra puerta que se abrió al punto, apareciendo un caballero que vestía galas militares.

     Los dos viajeros quedáronse sorprendidos, creyendo que habían obrado con demasiada ligereza, e imaginando que habían sido víctimas de la más crasa equivocación.

     -Nosotros buscábamos...

     -Sí, sí; lo sé perfectamente, caballeros... Seguidme, y muy pronto encontraréis a la persona que buscáis...

     En efecto, el militar condujo a los atónitos caminantes a otra habitación. Inmediatamente salió a recibirlos un hombre de estatura mediana, de facciones muy pronunciadas, de ojos vivísimos y en extremo perspicaces, de labios pálidos y delgados, por los cuales vagaba casi de continuo una falsa sonrisa, y de frente espaciosa y muy abultada por las partes laterales, de manera que formaba una de esas cabezas amartilladas, como dirían hoy nuestros frenólogos.

     Estaba envuelto en un sayo negro de velarte; los calzones eran también negros del mejor paño treinteno (10), y las calzas eran igualmente negras. Todo su aspecto, en fin, era el de un avispado golilla. El personaje que acabamos de describir abrazó con muestras del más acendrado cariño a uno de los dos caminantes, mientras que el otro permanecía con cierto aire de reserva. Según todas las trazas, el habitante misterioso de la abadía y el primero de los dos jinetes eran muy íntimos amigos, en tanto que el segundo no parecía haber visto jamas a tal personaje.

     Nuestros viajeros repararon, después de los primeros cumplimientos, que en un ángulo de la estancia estaba un hombre de mediana edad, pero dotado de maravillosa hermosura. Aquel hombre parecía mirar con la mayor indiferencia a los recién llegados; pero realmente, como suele decirse, no les quitaba ojo.

     -Amigo mío, no me fue posible aguardaros en Leniz; pero ya supongo os informaron de que aquí debíais encontrarme.

     -Efectivamente, mi querido...

     -�Chist! Cuidado con nombrarme.

     -Pues os hago la misma advertencia.

     -No es necesaria, pues ya habréis tenido ocasión de observar que he comprendido perfectamente que en ninguna manera os convenía se supiese aquí vuestra presencia.

     -En otra ocasión no me daría cuidado; pero ahora sería para nosotros una calamidad.

     -Y esta noche más particularmente.

     -Sí, ya me ha indicado monsieur Brunet que esta noche hay huéspedes en la abadía.

     -Huéspedes que darían algo por saber de lo que nosotros tratamos. Debéis haberos encontrado en el camino. �No venís de Tolosa?

     -Sí, señor; pero cuando oímos el tropel, tuvimos la precaución de ocultarnos, y ellos pasaron como una exhalación.

     -�Cuánto me alegro! Me habéis tenido con grandísimo cuidado, y he aquí la causa por que ha ordenado a monsieur de Brunet que se apostase en las inmediaciones de la abadía, para evitar que los Templarios os viesen, si, ignorando que se hallaban aquí esta noche, entrabais por la portería.

     -�Oh! gracias por vuestra previsión. �Y ellos saben que vos habitáis bajo el mismo techo que ellos?

     -Lo ignoran de todo punto. El abad es el único que sabe quiénes somos, y el abad es de los nuestros.

     -�Y adónde irá monsieur de Villeneuve con cincuenta caballeros armados de punta en blanco?

     -Muy buenas ganas tengo yo de averiguarlo; pero, en fin, tarde o temprano, ya tendremos ocasión de saberlo; pero... �Sentaos, mis queridos señores, sentaos!

     Los caminantes tomaron asiento, y el uno de ellos se hallaba visiblemente contrariado con la presencia del hermoso caballero, que, reclinado negligentemente sobre un riquísimo escaño, permanecía del todo ajeno a la conversación.

     -Conque vamos, �este caballero es el amigo de quien me hablasteis?

     -Sí, señor, -repuso el caminante señalando a su compañero-. Aquí tenéis al único que puede secundar de una manera maravillosa nuestros proyectos.

     El aludido se inclinó haciendo una profunda reverencia y diciendo:

     -Mi compañero sabe que puedo prestar grandes servicios en España; pero me ha indicado que es preciso además emprender un largo viaje, y he aquí sobre lo que yo desearía ver más claro y recibir algunas explicaciones.

     El habitante de la abadía fijó sus ojos atentamente en el que así le hablaba, y después de examinarlo muy a su sabor dijo:

     -Paréceme que en vos hemos encontrado lo que necesitábamos.

     El desconocido, a quien iban dirigidas estas palabras, hizo un movimiento que parecía decir:

     -En efecto, tenéis razón.

     El hombre del vestido negro dijo:

     -Pues, si os parece, esta noche podemos departir acerca de nuestro propósito, y dejar combinadas las bases de nuestro plan de ataque y defensa...

     Nuestros caminantes echaron una mirada recelosa hacia el ángulo en que continuaba con ademán indolente el hermoso caballero.

     -No os dé cuidado por la presencia de este galán; es hombre de toda mi confianza.

     -�Quién es? -preguntó por lo bajo uno de los viajeros.

     -Un excelente sujeto. Su padre era amigo mío y poseía inmensas riquezas; pero después la fortuna se cansó de favorecerle, y de uno en otro suceso vino a parar al fin a la más extremada pobreza. Como el hijo ha recibido una educación la más distinguida y está dotado de las más brillantes cualidades de ingenio, puede serme muy útil en el oficio de secretario, y de esta manera también me he proporcionado un medio decoroso para ofrecerle un sueldo considerable, que pueda aceptar sin que se crea humillado. He aquí todo.

     -�A fe que es linda figura!

     -Y puede servirnos de mucho con sus consejos. Cuando le conozcáis a fondo, os convenceréis de la verdad de mis palabras. Por lo demás, podemos hablar en su presencia sin que deba inspirarnos el más mínimo recelo.

     Esto diciendo, el hombre vestido de negro sacó una cartera y añadió:

     -Aquí tengo algunos apuntes relativos a nuestros proyectos, y en mi opinión, no carecen de importancia.

     -Veamos.

     El de la cartera leyó:

     -�Los Templarios es indudable que aspiran a la monarquía universal. También es cosa averiguada que son idólatras, herejes y blasfemos, y en prueba de ello puede alegarse la opinión común, que refiere cosas horrendas de sus extrañas y ocultas ceremonias. Son cristianos dudosos y en demasía apegados a los intereses del mando, y en corroboración de este aserto puede alegarse que se negarán a contribuir al rescate de San Luis, y que en sus rivalidades en Palestina contra los Hospitalarios llegaron hasta el extremo de contraer alianza con el Viejo de la Montaña y a dar asilo al sultán fugitivo; guerrearon contra los reinos cristianos de Chipre y de Antioquía; talaron la Francia y la Grecia, y hasta dispararon flechas contra el santo sepulcro de Cristo. Todo esto es tan notorio, que pertenece a la historia. También en toda Europa tienen infinidad de agentes que no tratan de otra cosa que de conquistar o seducir a los personajes más ricos, a fin de que caigan en la tentación de hacerse lo que ellos llaman hermanos casados, prevaliéndose del artículo 55 de su regla, que les permite recibir en su orden esta clase de hermanos; pero con la condición expresa de que la porción de hacienda que tuvieren ambos cónyuges, y la demás que adquirieren, la concedan a la unidad común del capítulo, después de la muerte...

     El hombre vestido de negro interrumpió su lectura, diciendo con aire picaresco:

     -�Qué tal? �Qué os parece de la bendita orden? Creo que ya basta con lo que os he leído para daros una idea del ruidoso proceso que puede entablarse, fundado en estas y en otras más razones que no serán difíciles de hallar, con tal de que se busquen. �No es esto?

     -Verdaderamente que todos esos cargos parecen o pueden parecer tan fundados, que nadie en Europa se atreverá a negar su evidencia.

     -Sin contar con los auxilios que en este negocio pudieran prestarnos el Sumo Pontífice y el rey de Francia, -dijo el caballero que hasta entonces había estado retraído y sin desplegar los labios.

     -Puede interesarse también a los demás soberanos de Europa en que secunden nuestras miras. Para ellos será un poderoso cebo el despojo de los Templarios, -dijo uno de los dos caminantes.

     -No creáis que son de gran importancia los demás reyes de Europa en esta cuestión, -dijo con su falsa sonrisa el hombre vestido de negro.

     -Sin embargo... Castilla, Aragón, Portugal, Nápoles y Lombardía pudieran ayudar mucho.

     -Estáis muy equivocado, -dijo el hermoso caballero, volviendo a terciar en la conversación.

     Todos esos reinos que habéis enumerado protegerán a los Templarios más bien que hacerles la guerra.

     -Me parece que, cuantos más aliados haya, será mejor, -repuso el segundo caminante.

     -Es preferible que haya pocos y buenos. El Sumo Pontífice y la Francia son los que pueden abatir el orgullo de esa orden ambiciosa. Roma es la única que debe entender en la supresión de los Templarios, pues, como orden religiosa, está sujeta a la Santa Sede... En fin, se verificará un Concilio, habrá distintos pareceres, etcétera, etcétera... Pero he aquí, mis queridos señores, la llave principal y maestra de este peliagudo negocio... La Francia es la potencia más poderosa entre todas las que tomen parte en esta cuestión. Es Francia la más poderosa por muchas razones; porque en su suelo es en donde los Templarios poseen más bienes, villas y castillos, y además (y esto es lo más importante) porque Felipe el Hermoso es hoy en Europa el monarca dotado de más energía y de más talento gubernativo. Hay todavía más copia de razones... El gran maestre de la Orden del Templo es y ha sido siempre francés, privilegio debido a que los fundadores, Hugo de Paganis y sus ocho compañeros, eran todos franceses. Ahora bien; los maestres generales de la Orden están sujetos (en cuanto a la autoridad temporal) al rey de Francia. A mayor abundamiento, en París tienen los Templarios la Casa principal de Europa, y allí han residido siempre los maestres cuando por varias causas han venido a nuestras regiones desde su silla primitiva y natural, que es la Palestina. Pues bien; la Francia puede darles el golpe mortal, tomando la iniciativa en la formación del proceso, etcétera, etcétera.

     Calló el golilla, y el caballero taciturno hizo una inclinación de cabeza, como si quisiese dar a entender la más completa aprobación.

     -Y aun, si es preciso, -añadió el caballero de las etcéteras-, sin contar con nadie se les prende, se les acusa y se les hace sufrir el peso de la justicia...

     -Sí, sí; pero para eso es preciso ante todas cosas que el gran maestre esté en Francia, -interrumpió vivamente el silencioso.

     -Cabalmente, -dijeron los recién llegados-, el objeto de nuestra reunión es para tratar del modo y forma que hemos de guardar para atraer al maestre a Europa.

     -En efecto, ahí está el punto de la dificultad, -dijo el hombre del vestido negro.

     -Yo por mi parte, no tengo inconveniente alguno en hacer un viaje con ese designio a Tierra Santa, sin embargo de que, como ya os ha dicho mi compañero, podré prestar algunos servicios de importancia en Castilla.

     -�De veras! �Estáis dispuesto a partir para Jerusalén?

     -Al instante.

     -Y yo me ofrezco a acompañarlo, -añadió el otro viajero.

     El hombre de las etcéteras cambió una mirada de inteligencia con el hermoso caballero, que le servía de secretario. Sin duda alguna debieron de entenderse, pues que en aquel mismo momento llamaron al militar que guardaba las puertas, y le intimaron con la mayor severidad la consigna de que a nadie absolutamente dejase penetrar en aquel recinto, excepto el infante.

     En seguida los cuatro caballeros entraron en diálogos de la más íntima a la vez que terrible confianza.

     El caballero del negro sayo dijo:

     -En Palestina se puede también sacar mucho partido contra los caballeros del Templo, con tal que haya discreción y travesura para explotar las rencillas y enemistades que ahora más que nunca están exacerbadas entre los Templarios y Hospitalarios... Además, los turcos les tienen siempre ojeriza; ya en varias ocasiones han atacado algunas plazas que poseen los Templarios, como sucede con Jafa, que al fin vendrá a caer en manos de los infieles, si es que ya en este instante no pertenece a ellos, lo cual no deja de ser probable, atendidas las últimas noticias... En fin, puede hacerse tanto... tanto, que, yo os lo digo, mis queridos señores, trabajando bien en Palestina, pudiera cambiarse la faz de Europa...

     -La idea general, el propósito, el blanco de todas nuestras miras debe ser el que los Templarios, arrojados de sus posesiones de Oriente, vengan a refugiarse en Europa; porque, lo repito, mientras tengan allí su gran maestre y sus posesiones, es inútil todo cuanto intentemos. Allí está su cuna, su fuerza, su vida; la salvación de los Templarios sólo se halla en Oriente. �Que salgan de allí, y son perdidos!

     Estas frases fueron pronunciadas con extraordinaria vehemencia por el hermoso caballero, que hasta entonces se había manifestado en extremo avaro de palabras.

     El golilla respondió:

     -Esa es la idea, y es imposible que no estemos todos conformes en ella; pero la cuestión principal ahora son los medios.

     -�Esa es la cuestión!

     -Pues buscadlos.

     -Pues manos a la obra.

     Los cuatro caballeros formaron entonces un grupo en que se tocaban los rostros. Tan unidos estaban y en voz tan baja departían, que al aire mismo le hubiera sido difícil sorprender una palabra de aquel conciliábulo.

     Pocos momentos después de hablar con tanta intimidad, hubiera podido notarse en los dos caballeros recién llegados la expresión del más profundo respeto hacia el caballero taciturno.

     De aquella conferencia resultó, como más adelante veremos, un gran trastorno para toda la cristiandad. También entre otras cosas acordose allí que al punto partiesen los dos amigos para Jerusalén.

     Súbito abriose la puerta y apareció el militar que guardaba la entrada, diciendo:

     -Señor, perdonadme si os interrumpo; pero es indispensable que os comunique la venida del infante.

     -�Oh! -exclamó gozoso el golilla-. Ahora sabremos adónde van los Templarios con Villeneuve.

     -Decidle que entre al punto, -dijo el caballero silencioso.

     Entretanto en el resto de la abadía sonaba grande tumulto.

     Ahora bien; estamos seguros de que el lector habrá adivinado sin duda que los caminantes no eran otros que el antiguo prior de Tolosa Sechín de Flexián y el actual procurador de Alconetar Matías Rafael Castiglione.

     Pero lo que acaso no se adivine fácilmente es que el hombre vestido de negro era el gran canciller de Francia, monsieur de Nogaret.

     Y e1 caballero a quien aquel daba título de secretario era el rey Felipe el Hermoso de Francia.



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Capítulo XI

Conjeturas sobre la muerte del rey don Sancho

     Apenas penetró en el aposento el que había sido anunciado con el título de infante, se oyeron algunas exclamaciones que denotaban la más viva sorpresa.

     -�Mi querido Castiglione!

     -�Amado señor don Juan!

     -�Cuánto me alegro encontraros en este sitio!

     -�Y Ayub?

     -Tan bueno y tan sano.

     Fácilmente habrá reconocido el lector al hermano del rey don Sancho. Aquellos dos hombres, el infante y Castiglione, se comprendían maravillosamente, y hasta se profesaban cierto cariño infernal. Entre aquellos dos genios mediaba la horrible simpatía del crimen, la fraternidad de los espíritus del averno.

     El rey de Francia manifestó al infante de Castilla las mayores muestras de aprecio y consideración, no porque interiormente le estimase, sino porque pensaba utilizar sus servicios para la grande empresa que meditaba, la abolición de la temida y poderosa Orden de los Templarios.

     -�Y qué noticias tenemos? -preguntó Nogaret.

     -�Oh! Monsieur de Villeneuve no es hombre que se duerme en esto de ayudar a los intereses de su Orden, -dijo el infante.

     -Pues �qué sucede?

     -El conde de Fanatan es uno de los hombres más poderosos de Alemania, aun cuando actualmente reside en Francia, en donde también posee muchas tierras y castillos...

     -Sí, sí, en la Provenza, y ahora parece que habita cerca de Tours, en el castillo de Belle-Vue.

     -Justamente; pero he aquí la principal cuestión del prior de Tolosa. Ya sabéis que los Templarios admiten en sus Casas hermanos casados, con la condición de que éstos al morir dejen toda su hacienda en beneficio de la Orden. Pues bien; el conde de Fanatan había manifestado deseos de entrar en la Encomienda de Tolosa; pero lo había ido dilatando a causa de la enfermedad de su esposa, la cual acaba de fallecer.

     -No digáis más, -interrumpió Castiglione, que era muy ducho en los procedimientos que en tales casos usaban los Templarios-. Aquí se trata de aprovechar ahora la tristeza del conde de Fanatan por la pérdida de su esposa, a fin de que, entrando como hermano del Templo, la Orden pueda abrigar la esperanza de poseer algún día los inmensos señoríos del conde.

     -�Por San Felipe, mi patrón! -exclamó el rey-. A fe que alambican de lo lindo los buenos de los Templarios para esto de acrecentar su hacienda. �Oh buen Hugo de Paganis, de feliz memoria! �Cuán bien aleccionaste a tus discípulos!

     -Pues ya sabéis con toda exactitud la causa del viaje de Villeneuve con sus caballeros, -dijo el infante don Juan dirigiéndose a Nogaret.

     -�Son los Templarios inmensamente ricos! -murmuraba el rey Felipe con los ojos chispeantes de avaricia.

     El conciliábulo se prolongó largo rato, y allí estuvieron conferenciando acerca de los medios de que habían de valerse para contrariar a la Orden en Francia, en España, en Palestina, en todas partes.

     -En Castilla tenemos que luchar con un enemigo temible, -dijo el infante.

     -�Con quién?

     -El rey don Sancho profesa grande estimación a los Templarios, y es seguro que nada podrá obligarle a perseguirlos en su reino.

     -Todo podrá arreglarse, -dijo Nogaret fijando en el infante una significativa mirada.

     -Si mis amigos me ayudasen...

     -Debéis contar con su más sincera alianza, -dijo el rey.

     -Vos tenéis un gran medio para perseguir a los Templarios, y después... �Quién sabe?... Una corona...

     Nogaret murmuró estas palabras en el oído del infante, cuyos ojos se animaron con un brillo siniestro.

     El canciller continuó articulando lentamente y una a una sus palabras, que caían sobre el corazón del infante como un filtro del infierno.

     -Vuestro hermano os ha desterrado... don Sancho se rebeló contra vuestro padre... Vos debéis ser el genio de la venganza. Si tenéis valor, acaso suceda que dentro de poco tiempo el rey de Castilla se llame don Juan...

     -�Oh! �Sí! �sí! -exclamó súbitamente el infante, cuyo rostro se inflamó como si una llamarada infernal hubiese iluminado su pensamiento. Efectivamente, yo poseo grandes medios para llevar a cabo semejante empresa... Mi esclavo Ayub... Lope García... �Oh, querido Nogaret! �me habéis hecho rey con vuestras palabras!... Es preciso, es preciso que yo parta al punto para Castilla.

     -Soy de la misma opinión; pero os aconsejo que guardéis el más riguroso incógnito.

     -�Quién lo duda? De otro modo me expondría a una muerte inevitable.

     -Ahora podéis aprovechar la ocasión de marcharos en compañía de estos dos caballeros.

     -Justamente estaba pensando en eso mismo.

     Mientras que así departían Nogaret y el infante, Sechín de Flexián y Castiglione recibían las últimas instrucciones del rey Felipe acerca de la conducta que debían seguir en Palestina para contrariar en todo y en todas partes los proyectos de la Orden del Templo.

     Ya muy entrada la noche se recogieron nuestros interlocutores, y al día siguiente dieron la última mano a sus combinaciones, que, andando el tiempo, habían de conmover la Europa entera.

     También aquel mismo día Enguerrando de Marigny partió para Roma con una importante misión del rey de Francia, relativa a los Templarios.

     Sechín de Flexián y Castiglione, acompañados de Ayub y de don Juan, se volvieron a España.

     Pocos días después entraban por las calles de Alcalá de Henares dos peregrinos que al parecer venían de Santiago de Compostela. Ambos se detuvieron en una humilde posada, y después de pedir un cuarto y haber comido, cerraron la puerta y entregáronse al sueño, habiendo encargado que los llamasen al anochecer.

     No fue preciso que el posadero se molestase, pues apenas había comenzado a oscurecer, cuando uno de los peregrinos, muy rebozado en su capa, salió de su alojamiento y encaminose hacia el alcázar, en que a la sazón habitaba el rey don Sancho.

     El peregrino, pues, preguntó a los palafreneros, a los escuderos y pajes que encontraba al paso, demandando que le dijesen en dónde estaba el aposento de Lope García, criado del rey.

     Después de una larga entrevista que tuvieron Lope García y el peregrino, éste volviose a la posada a dar cuenta a su compañero del éxito de su comisión.

     Cuando más engolfados estaban ambos en su coloquio, y precisamente en el momento mismo en que cambiaban algunas palabras de un sentido terrible, oyeron llamar a la puerta con extraordinario brío. Aun cuando de malísima voluntad, no dejaron de franquear la entrada al importuno que había interrumpido aquella conversación, a la cual los peregrinos daban grande importancia.

     Presentose en el aposento un caballero ricamente vestido, de noble continente, de facciones enérgicamente pronunciadas y de semblante severo, ceñudo, sombrío y que revelaba una agitación profunda.

     Los peregrinos intentaron revestir sus facciones de una extremada frialdad; pero, por más esfuerzos que hacían para aparecer indiferentes, sólo consiguieron asomar a sus labios una falsa sonrisa, palideciendo espantosamente.

     -A fe que no aguardaba encontraros en este pueblo ni en tan humilde posada.

     -�Silencio, mi caro amigo! -exclamó uno de los peregrinos cerrando la puerta del aposento.

     Y volviéndose al recién llegado, añadió:

     -Pues en verdad os digo que no ha dejado de sorprenderme encontraros aquí sin ningún género de precaución, sin disfraz y a rostro descubierto... Verdaderamente que no acierto a explicarme cómo vivís en Alcalá, en donde...

     -En donde nada tengo que temer, -interrumpió el caballero con altivo continente.

     -Me parece que el rey...

     -El rey es incapaz de ensañarse contra quien está vencido y desarmado.

     -Pero �no le habéis visto?

     -Muchas veces.

     -�Y os ha recibido bien!

     -Con un cariño paternal. Desde que os marchasteis, después que os libertó del tumulto el mismo don Alonso de Guzmán a quien tan villanamente ofendisteis...

     -�Don Nuño!

     -Perdonad, señor, si mis palabras os ofenden; pero no es culpa mía el que hayáis seguido una conducta, no sólo desacertada para realizar vuestros planes, sino también indigna de un caballero.

     -�Pues vos mismo no me habéis acompañado en todas mis empresas?

     -Señor, yo no trataré de disculparme diciendo que no tengo defectos ni que jamás he cometido una acción vituperable; pero lo que sí puedo decir es que un hombre puede muy bien promover revueltas y dirigir intrigas cortesanas para el logro de sus fines políticos, sin que por esto se extinga de su corazón la voz del honor y de la humanidad.

     -Eso es decir...

     -Que en vos se ha extinguido... Mal que os pese, señor, os digo que yo no puedo aprobar lo que hicisteis con el niño Guzmán, y que ahora apruebo mucho menos lo que pensáis hacer.

     El infante clavó sus ojos de víbora en don Nuño.

     -�Pues qué pienso yo hacer? -preguntó el infante sonriéndose.

     -�Lo sé todo!

     -�Oh! �De veras! �Sois profeta?

     -No; pero he sido testigo de toda la inicua trama que acaban de concertar Ayub y Lope García.

     -�Cómo es eso? -preguntó don Juan, que de pálido que estaba se puso lívido, pero, esforzándose, sin embargo, por aparecer tranquilo y risueño-. Ya veis, -continuó-, que yo ignoro qué trama es esa; pues que, como vos mismo decís, la cosa ha sido entre Ayub y Lope. Veamos. �De qué habéis sido testigo?

     Don Nuño miró de arriba a abajo al infante con una expresión de soberano desdén.

     Después de algunos momentos en que don Nuño estaba contemplando al infante, rompió su silencio, diciendo con voz solemne:

     -Señor, cuando esta tarde entrabais por Alcalá, un hombre fijó su atención en dos peregrinos, y al punto los reconoció. Yo era, señor don Juan, la persona que tan atentamente os observaba; y figurándome que algunos negocios de grande importancia debían traeros por aquí, al punto imaginé que debíais de estar en inteligencia con Lope García. No me engañé en esto. Sin embargo, se me ocurrieron algunas dudas, y comencé a recelar si acaso me habría equivocado... Resolví salir de la incertidumbre, y ya me dirigía a esta posada, cuando divisé a un peregrino que salía; emboceme cumplidamente y púseme a acechar. Era Ayub, que pasó rozando conmigo...

     Don Nuño al llegar aquí se detuvo.

     El infante escuchaba impasible.

     -Perdonad, señor, lo que voy a deciros.

     -Hablad, don Nuño, hablad, -repuso el Infante con cortesana sonrisa-. No puedo menos de admirar vuestra buena vista, escucharos con gusto y aguardar con impaciencia el resto de vuestra narración. �Quién había de pensar que habíamos de ser reconocidos en este traje? �A fe que sois un excelente fisonomista!

     -Experimenté, -continuó don Nuño-, un vehementísimo deseo de seguir a Ayub, lo cual verifiqué paso a paso, hasta que, oculto en la galería del alcázar en que tiene su aposento Lope, vi a vuestro fámulo llamar a la puerta, reunirse con el traidor García, a quien del polvo de la tierra el rey lo ha hecho señor de vasallos y colmádole de mercedes y beneficios... En resolución, señor, debo deciros que, aproximándome a la puerta, escuché gran parte de la conversación, y os aseguro, señor, que fueron tales y tan espantosas las revelaciones que allí tuve, que me horrorizo sólo de pensarlo.

     -Pero �qué oísteis? Veamos.

     -Siento, señor, que guardéis tanta reserva con un antiguo amigo, con un hombre que siempre se ha portado para con vos con la mayor lealtad, por más que en algunas ocasiones hayamos disentido... �Oh! Creedme, que hoy he padecido mucho, porque, a la verdad, nunca creí, nunca podía creer que os arrojaseis a tales excesos; pero, amigo mío, en saltando una vez la valla... �Qué horror!

     -�Válgame el cielo! �Qué misterioso y timorato os habéis tornado! �Acabaréis de una vez?

     -Señor, estoy resuelto a impedir que se envenene a un hombre, a vuestro hermano, a nuestro rey.

     -�Y quién trata de semejante cosa?

     -Vos.

     -�Mentís! -exclamó el infante dando un salto.

     -�Sois un miserable!

     -�Llamabais, señor? -dijo en esto Ayub, que se había ido a poner de acecho en la escalera para evitar que nadie pudiese oír.

     -No, Ayub, -repuso el infante, que, volviéndose a don Nuño, dijo:

     -Dispensad; pero voy a dar a Ayub algunas órdenes.

     Don Nuño se encogió de hombros.

     El infante y su esclavo saliéronse a la galería, en donde rapidísimamente cambiaron estas palabras:

     -�Estamos perdidos!

     -Ya he oído que lo sabe todo.

     -Está dispuesto a hacernos la guerra.

     -Pues entonces...

     -Cuando oigas una fuerte pisada en el pavimento.

     Lo demás fue explicado por un signo muy expresivo, pero casi imperceptible de puro rápido.

     El infante volviose a su aposento sin haber tardado arriba de cinco segundos.

     Al entrar dijo:

     -Os suplico, don Nuño, que no alcéis mucho la voz... El tratar de ciertas cosas no es para que nadie se entere...

     -Lo comprendo, señor; Ayub puede estar de centinela.

     -Justamente acabo de darle esa orden, -dijo gozoso don Juan.

     -Pues volviendo a nuestro propósito, señor, no puedo menos de suplicaros que desistáis de vuestro proyecto; y para obrar con rectitud, lo primero que debéis hacer es entregarme a Ayub, para que junto con el villano Lope sufra la pena que merece. En cuanto a vos, señor, yo mismo os proporcionaré caballos y servidores fieles que os acompañen hasta donde sea vuestra voluntad. Ya veis que este es el único medio que hay de que yo cumpla con mi conciencia y con la buena amistad que en otro tiempo nos ha ligado.

     El infante quedose profundamente pensativo.

     Don Nuño Gómez de Lara, ya lo hemos dicho, era un hombre de carácter enérgico y revoltoso; pero en medio de sus defectos se encontraban ciertas buenas cualidades, y, sobre todo, era incapaz de una bajeza. Por otra parte, se había verificado una mudanza radical en su carácter desde el trágico suceso del niño Guzmán, y no había podido menos de mirar con asombro y respeto al ilustre alcaide, espejo de bravura y de caballería.

     -De lo contrario, -dijo don Nuño después de algunos momentos-, me veré obligado a revelárselo todo al rey; pero esto, señor, por respeto a vos, no lo haré sino cuando todas mis razones hayan sido desatendidas... �Oh! -exclamó el buen don Nuño, �algún ángel me llevó por allá!

     -Y sin duda un ángel os ha traído por aquí, -dijo el infante con una expresión siniestra, que don Nuño estaba muy lejos de comprender.

     -�Qué queréis decir?

     -Que vos habéis sido en esta ocasión el salvador de mi hermano, a quien estimo sobremanera, por más que entre nosotros hayan existido algunas diferencias y agravios. Yo, a la verdad, sabía que se trataba, como siempre, de intrigas o planes más o menos atrevidos; pero os juro por mi nombre que jamás pensé que las miras de Lope y Ayub fuesen tan adelante, lo cual sólo puede atribuirse en ellos, o a un celo indiscreto por servirme, o a alguna otra combinación hecha por su cuenta y riesgo, y que yo absolutamente ignoro. �Esto es ya demasiado! �Ira de Dios!

     Y así diciendo, el infante dio una fuerte patada en el pavimento, al mismo tiempo que, como el tigre sobre su presa, se precipitó sobre don Nuño, dándole de puñaladas con su daga, que ya tenía prevenida.

     -�Traidores! -barbotó don Nuño helado por la sorpresa, y conociendo, aunque tarde, que había sido víctima de su generoso celo.

     Entretanto Ayub, con la rapidez del rayo, tapó la boca a don Nuño impidiéndole que gritase, y acometiéndole por la espalda, le dio cuatro puñaladas mortales, sin que el malaventurado caballero demandase socorro, y sin que siquiera hubiese podido desenvainar su espada.

     Así es que don Nuño había caído sin vida en la estancia, sin rumor, sin riña, sin gritos, sin que nadie en la posada se apercibiese de aquel horrible atentado.

     La noche estaba oscura y lluviosa. Ni luna, ni estrellas aparecían en el cielo encapotado de negros nubarrones. Todos los caminantes que aquella noche habían acertado a parar allí estaban reunidos en comunidad agradable en torno del hogar, departiendo acerca de duendes, batallas con los moros y fechorías de famosos ladrones, reinando entre aquella buena compañía esa complacencia inexplicable y propia del viajero que ve formarse una tempestad y que se halla a cubierto de ella con buena lumbre, gustosa conversación y un buen jarro de vino al lado, espada poderosa con que, sabiamente manejada, vence y ahuyenta la melancolía.

     En tal estado se encontraba la gente que había ido aquella noche a parar en la posada, de manera que nadie se curó de lo que en el aposento de los peregrinos pasase o pudiese pasar.

     El moro, ayudado por su señor, arrastró el cuerpo de don Nuño hasta un rincón de la estancia, y una vez allí colocado, ambos peregrinos salieron, cerrando la puerta con llave y bajando la escalera. Precisamente tenían que pasar por delante de la puerta de la cocina, de manera que los viandantes invitaron a los peregrinos a que compartiesen con ellos su lumbre, su conversación y su vino.

     Excusáronse nuestros personajes como mejor supieron, y llamando Ayub al posadero le entregó una moneda de oro, diciendo:

     -Acaso nos detendremos hasta muy tarde, o tal vez suceda que no volvamos.

     Quiso el posadero dar la vuelta al esclavo; mas éste le respondió:

     -Guardadla para vos.

     En seguida los dos peregrinos, muy rebozados en sus capas, acaso para impedir que se les viesen algunas manchas de sangre, salieron de la posada y se alejaron precipitadamente.

     Cuando el posadero volvió al corro, dijo:

     -�Sabéis que me han dejado confuso los peregrinos?

     -�Por qué?

     -Porque paréceme que bajo los atavíos de la peregrinación se han alojado aquí esta noche dos altos personajes.

     -�Y qué razón tenéis para decir tal cosa?

     -�Oh! -exclamó el posadero enseñando la moneda-; ved aquí una prueba innegable de lo que digo.

     -�Es verdad?

     Mientras que así discurrían las gentes de la posada, muy ajenas de lo que allí había acaecido, una niña del posadero dijo:

     -Papá, el hombre que entró no ha salido.

     -�Quién?

     -El que venía preguntando por los peregrinos.

     -Como entran y salen tantos, no le habrás visto salir, muchacha, -dijo uno de los caminantes.

     -No, no, -repuso la niña-, no ha salido, y yo le estaba aguardando para verle su capa con franja de oro, que relumbraba mucho, mucho...

     -Señores, los niños y los locos son los que dicen las verdades, -observó uno de los pasajeros, que estaba junto al hogar en el sitio de preferencia. Era un ordenando que iba para Toledo a recibir la primera de las tres órdenes mayores.

     -�Cáspita! Quizás tenga la muchacha razón, -exclamó un trajinante-. �Sabe Dios el misterio que tendrá la moneda de oro!

     -Pues pronto podemos salir de dudas, -repuso el posadero pidiendo una luz a su mujer y disponiéndose a subir al cuarto de los peregrinos.

     Varios de los caminantes, llevados de su curiosidad, acompañaron también al posadero.

     Figúrese el lector la baraúnda y el guirigay que se armaría en la posada después que descubrieron el horrible asesinato.

     La posadera se lamentaba, su marido maldecía la hora en que allí arribaron los peregrinos, la niña lloraba, y los pasajeros comentaban de mil maneras aquella extraña y trágica aventura.

     Por último, el ordenando tomó la mano en aquel suceso, y se ofreció a dar parte a la justicia y a declarar con todos los presentes las circunstancias del hecho, aseverando la inocencia del posadero, que, como era natural, temía las consecuencias de la justicia, palabra que, en ciertos casos, infundía y aún suele infundir en España un terror pánico.

     Entretanto los peregrinos fueron a casa de una hermana de Lope García, la cual en otro tiempo había sido manceba de don Juan, y cuyas ilícitas relaciones sólo se habían interrumpido a causa de las vicisitudes y ausencia del infante.

     La dama hizo llamar a su casa al hermano, y allí los tres se comunicaron sus espantosos secretos, poniéndose de acuerdo para llevar a cabo sus planes. En aquella casa permanecieron ocultos todo aquel día hasta que vino la noche, y mudando de trajes y provistos de poderosos caballos, don Juan y su fámulo salieron de Alcalá.

     Entre los negros sueños que revolaban en torno de su frente, el infante vislumbraba una corona, pero para esto era preciso sacrificar también a un inocente niño, al heredero de don Sancho. El asesino de don Pedro de Guzmán no era hombre que se detuviese en obstáculos de tan poca monta. Así es que el príncipe don Fernando fue también sentenciado a muerte en el horrible conciliábulo. A la sazón decíase que el rey don Sancho el Bravo se encontraba enfermo; pero lo cierto es que se hallaba en lo mejor de su edad, y que su dolencia nada presentaba de grave ni de temible, pues lo que verdaderamente daba motivo para que se hablase de la enfermedad del rey era su melancolía y retraimiento.

     Algunos días después de haber salido el infante y Ayub de Alcalá de Henares, cundió por toda España la funesta noticia de la muerte del rey don Sancho.



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Capítulo XLI

La esfinge

     Hallábanse en el magnífico aposento de la gruta de Casib siete hombres en torno de una mesa. El banquete se había terminado, y el más profundo silencio reinaba en aquel recinto. Sobre unos escaños veíanse además cinco hombres reclinados de manera que parecían dormir profundamente, o que acaso habían dejado de existir. Al lado de su señor estaba el halconero, como dando a entender que la muerte convoca a todos sin distinción para celebrar su fatídico convite. El mago estaba de pie escanciando el vino a los siete convidados, que hacían frecuentes y abundantes libaciones. Poco a poco el mago fue cediendo una fuerza sobrenatural, hasta que por último cayó de rodillas, cruzadas las manos sobre el pecho y elevados los ojos, como si la bóveda de la gruta y los cielos se rasgasen para manifestarle los misterios de la inmortalidad, Casib se hallaba en una actitud que revelaba que su espíritu, arrebatado en éxtasis sublime, se había remontado a las mansiones celestes.

     Entretanto los convidados, ya de sobremesa, bebían y callaban. Al fin el más anciano rompió aquel prolongado silencio, diciendo:

     -�Este es el último de nuestra raza!

     -�El último! -repitieron.

     -No ha querido el hado que se prolongue nuestra tarea. �El gran descubrimiento volverá a perderse durante muchos siglos!

     -�Se perderá!

     -Dios no ha querido que nuestra tarea vaya más lejos, porque, prolongando en muchos siglos nuestras investigaciones, �oh! habríamos aprendido los misterios de la vida y de la muerte, y comiendo del árbol de la vida, ya nuestra resurrección no sería por un plazo mezquino; habríamos vencido a la muerte.

     -�Habríamos vencido a la muerte!

     -Es verdad que también habríamos tenido el monopolio, digámoslo así, del destino de la humanidad. Llegará día en que lo que pensaba hacer nuestra familia lo realice universalmente la gran familia del género humano.

     -�Llegará el gran día!

     Siguió a estas fatídicas palabras un prolongado silencio. Entretanto nuestros aventureros se encontraban en un estado verdaderamente singular. Todos escuchaban como entre sueños, si bien la comprendían perfectamente, aquella extraordinaria conversación que pudiera llamarse de ultratumba.

     Pero no podían sacudir su letargo.

     -�Hijos míos! -volvió a decir el más anciano de los descendientes de Zoroastro-. Según la tradición que se conservaba en nuestra familia, cuando se interrumpiese la cadena de nuestra sucesión, tanto en Granada como en Jerusalén, sería la señal de que los tiempos se hallaban cerca... �Vosotros lo sabréis!

     -�Lo sabemos!

     -Pues bien... �Oíd un gran misterio!... Cuando llegue el día en que la carne permanezca estéril...

     -�No hay tiempo! �Oíd! �Oíd!

     En aquel momento se oyó un rumor a lo lejos, y la lámpara que iluminaba el aposento comenzó a chisporrotear con grande estrépito.

     -�La lámpara de la vida está próxima a extinguirse! -exclamó el más anciano inclinando la cabeza sobre el pecho con ademán profundamente dolorido.

     -�Tomad, bebed! -exclamó el más joven de los siete, echando un licor negro y hediondo en uña calavera-. A mí me toca ofreceros la copa de la mortalidad.

     Todos fueron gustando el licor de la muerte.

     Cuando llegó su turno al último, resonó un trueno terrible que recorrió el firmamento del uno al otro polo. Era esa hora misteriosa y solemne en que por el Occidente huyen despavoridas las tinieblas al mismo tiempo que asoma por el Oriente el fúlgido carro del sol. Diríase que aquel formidable trueno era la diana magnífica de la creación al despertarse.

     -�Al ataúd! �Al ataúd! -gritó una voz metálica y vibrante, que parecía salir del nicho en donde estaba la esfinge.

     Los siete misteriosos convidados saltaron de sus sillas, y como empujados por una mano poderosa, se precipitaron en sus respectivos ataúdes.

     Apenas el día tendió su manto de oro sobre la tierra, cuando Casib tornó en sí de su éxtasis, exclamando:

     -�Las tinieblas huyen! �Los cielos se cierran! �Los ángeles se dispersan por el Universo!...

     Ya hemos dicho que nuestros aventureros, a pesar de su letargo, habían oído perfectamente toda la extraña conversación que hemos relatado.

     -�Vencer a la muerte con hierbas, pastas y pociones! -exclamaba Álvaro del Olmo con indignación-. �Insensatos! �La virtud es la única que puede triunfar de la muerte!

     -Ellos han dicho que Casib es el último de su raza, y Casib ha permanecido célibe... Naturalmente todos los otros habrán sido casados... Desearla saber si han hecho el experimento en sus mujeres para inmortalizarlas. �Me atrevo a apostar que todos han usado del elíxir negro para quedarse más pronto viudos!

     Esto diciendo, Momo prorrumpió en una estrepitosa carcajada.

     Por lo que hace al señor de Alconetar y a sus amigos, debemos decir que no acababan de admirarse en vista de los portentos que habían presenciado en la gruta del mágico. Informado éste, o por mejor decir, adivinando el objeto que traía a Jimeno por aquellos apartados lugares, aproximose a él, y examinándole atentamente, le dijo:

     -Vuestra fisonomía no me es desconocida.

     -Acaso nos hayamos visto alguna vez. Yo por mi parte no recuerdo haberos visto nunca.

     -�Es prodigiosa la semejanza! -exclamaba Casib contemplando al joven trovador-. Cualquiera creería estar viendo a don Gonzalo Pérez Sarmiento cuando era mozo... Es verdad que éste es más alto; pero el metal de la voz es idéntico... �Me atrevería a jurar que es su hijo!

     Y volviéndose a Jimeno, Casib le dijo directamente:

     -�Vuestro apellido es Pérez Sarmiento?

     -�Quién os ha dicho?...

     -�Ah! Vuestro padre era mi mejor amigo.

     -�Mi padre!

     -Don Gonzalo Pérez Sarmiento, uno de los caballeros más distinguidos y sabios de la corte del rey Alfonso, el cual también con mucha razón merecía el sobrenombre de Sabio.

     -�Es posible! �Vos erais el amigo de mi padre! �Vos fuisteis quien al partir para Jerusalén entregasteis a don Gonzalo Pérez Sarmiento ciertos manuscritos?...

     -En los cuales se contenía la noticia del inmenso tesoro que habéis venido a buscar y Jimeno y sus compañeros quedáronse absortos al escuchar semejante revelación.

     -Oídme, -dijo Casib después de algunos momentos-. Vuestro padre y yo trabamos íntima amistad, tanto porque yo en don Gonzalo admiraba las virtudes de un cumplido caballero, cuanto porque además reunía los profundos conocimientos de un sabio.

     -En efecto, he oído decir que el rey don Alfonso consultaba con mi padre sus más ilustres trabajos astronómicos, -dijo el trovador con una complacencia inefable y santa al oír hablar de su anciano padre en los términos tan honoríficos que acababa de hacerlo Casib.

     -�Es mucha verdad! Vuestro padre era muy consumado en la ciencia de los astros, y debéis creerlo así; pues no soy yo de los hombres que a cualquiera le concedo el título de sabio y de virtuoso... En cierta ocasión, hallándome en Toledo, en donde a la sazón estaba la corte, me vi en inminente peligro de perder la vida, a causa de que algunos enemigos míos, astrónomos hebreos, habían logrado malquistarme con el rey don Alfonso, diciéndole que yo hacía poco aprecio de su ciencia y que le había llamado ignorante. Ya comprenderéis que esta era la injuria que más podía ofender a aquel monarca, y a no ser por vuestro padre, que deshizo la calumnia, porque realmente yo nada había dicho, de seguro que el rey habría descargado sobre mí el peso de su venganza. Trastornos nuevos y aventuras continuas en que fueron muy fecundos los primeros años de mi vida, y además la palabra que había empeñado a mi padre, y la promesa que yo mismo también me había hecho, me obligaron por entonces a salir de España para Palestina. Pero en aquella época el rey de Granada estaba en guerra con Alfonso de Castilla, por lo cual era muy arriesgado venir a este sitio. Así, pues, no queriendo dilatar más mi viaje, entregué ciertos manuscritos a don Gonzalo Pérez Sarmiento, quien no quería aceptarlos, porque se imaginaba que con ellos pretendía pagarla en algún modo el favor que me había dispensado. Dile algunas explicaciones, asegurándole que, guiándose por la descripción contenida en mis papeles, le sería fácil encontrar una suma portentosa de oro; pero también le exigí que aguardase veinte años, pues si durante este plazo yo no volvía, era señal infalible de que la muerte o un calabozo me impedían regresar. El cielo quiso que volviese bueno y salvo mucho tiempo antes de cumplirse el plazo prefijado; pero ya el rey don Alfonso había muerto en Sevilla, su hijo don Sancho disfrutaba pacíficamente el reino poco antes tan disputado, todas las cosas, en fin, estaban mudadas, y en vano inquirí, averigüé y pregunté por don Gonzalo Pérez Sarmiento. Nadie supo darme razón, hasta que, desesperado de hallarle, y no dudando que había muerto, volví después de largos años a este mi humilde y sabio retiro... �Cuánto amaba yo a vuestro padre!

     -Mi padre vive todavía, -repuso Jimeno.

     -�Vive! -exclamó gozoso Casib-. �Cuánto me alegro de saber que aún está bueno y sano mi antiguo e ilustre amigo! Pero �cómo es que nadie supo darme razón de él, ni menos de su amable esposa doña Beatriz de Vargas?

     -�Conocisteis a mi madre?

     -Sin duda alguna. Habladme, habladme de don Gonzalo y referidme su historia y el estado en que se encuentre, próspero o adverso... Desde luego yo le felicitaría por haberle dado Dios un hijo de tanto mérito... Os he oído hablar con mucho gusto, por más que en algunos puntos no estemos del todo conformes. Los hombres verdaderamente sabios son también los que saben ser tolerantes.

     Jimeno agradeció con una cortesía aquel elogio.

     -�Oh! mi padre ha sido muy desgraciado; �su historia a la verdad es muy lamentable!

     -Decid, decid.

     Conociendo el trovador que el interés del anciano era sincero y generoso, no vaciló en referirlo la lastimosa historia de don Gonzalo Pérez Sarmiento.

     Grande admiración y pena causó este relato a Casib, el cual después dijo a Jimeno con el más tierno cariño:

     -Ahora bien; supuesto que una feliz casualidad nos ha reunido, oíd el proyecto que se me ocurre.

     -Ante todas cosas,-repuso Jimeno-, tomad vuestros manuscritos.

     -Justamente iba a hablaros de eso.

     -En ese caso decid.

     -Para mí, ya lo he manifestado, las verdaderas riquezas son la ciencia. El estudio hace además toda mi dicha. Yo, pues, os cedo el tesoro que venís buscando y que está enterrado muy cerca de aquí...

     -Pero yo no puedo aceptar...

     -�Qué inconveniente tenéis?

     -Una cosa que no me pertenece...

     -Os pertenecerá desde el momento en que yo os la doy solemnemente.

     -Antes, en el supuesto de que vos no vivíais, miraba esta cuestión con otros ojos; pero ahora...

     -Ahora, si queréis, no va a ser un don, sera la recompensa del inmenso servicio que me prestó vuestro padre salvándome la vida, y de un servicio que os voy a exigir personalmente.

     -�Cuál?

     -Que dentro de veinte años, contados desde un mes después de nuestra separación, hayáis de volver aquí.

     Jimeno y sus compañeros no sabían qué pensar de aquel hombre extraordinario. Unas veces lo tenían por loco rematado, y otras veces lo juzgaban como al más sabio de todos los mortales. En esta ocasión se imaginaban que aquella exigencia de volver, trascurrido tan largo plazo, sería porque el mago intentaba también suspender el curso de su existencia.

     Casib leyó este pensamiento de sus huéspedes.

     -�Y no tengo que hacer otra cosa si no es venir a esta gruta dentro de veinte años? -preguntó Jimeno.

     -Nada más.

     -Os advierto que yo no entiendo nada de vuestro arte, y que si os fiáis de mí para la especie de resurrección que os he visto practicar artificialmente...

     Sonriose Casib.

     -Aun cuando ese fuera el objeto que yo me propusiese, todas las dificultades se os desvanecerían al llegar aquí.

     -�Al llegar aquí!

     -No tendríais más que hacer sino iros en derechura a la esfinge...

     Todos fijaron sus ojos atónitos en el monstruo.

     -La esfinge, -continuó el mago-, os diría todo cuanto habíais de hacer.

     Jimeno fijó en el viejo una mirada que significaba:

     -�Habéis perdido el juicio?

     Casib se encogió de hombros.

     -Pero no se trata de lo que pensáis, -dijo-, y todo se reduce a que volváis al tiempo señalado. �Lo prometéis?

     -Por mi parte, lo prometo y lo juro; pero el caso es que en ese tiempo pudieran sucederme mil cosas que me impidieran volver... Además, �quién puede asegurarme de que yo viviré dentro de veinte años?... Os lo repito, tened en cuenta que si os fiáis solamente en mi vuelta para hacer vuestros experimentos...

     -Nada debe inquietaros.

     -Después de la extraña coincidencia que hoy me ha hecho reconocer en vos al antiguo amigo de mi padre... es natural que me interese por vos.

     -Os agradezco tales sentimientos hacia mí; pero os diré, para tranquilizaros, que aun en el caso de que en vuestra vuelta librase yo alguna esperanza respecto a lo que pensáis, no porque dejaseis de venir se perdería todo, pues exigiría la misma solemne promesa de volver a otras varias personas, por ejemplo, a mis discípulos, que vienen a oír mis lecciones desde Granada.

     -�Ah!

     -Pero otra vez vuelvo a decir que no se trata de esto. Ahora bien; yo no tengo hijos ni personas a quienes estime más que a vos, por el solo hecho de ser hijo de don Gonzalo Pérez Sarmiento, al cual quiero como a un amigo y a un hermano. Ya veis que no me faltan razones para darle en vuestra persona una muestra de mi afecto. Es preciso, pues, que seáis muy orgulloso, y a más de esto muy insensato, para que no aceptéis el oro cuya donación quiero haceros. Además, yo os exijo en cambio que volváis dentro de veinte años, y este servicio merece alguna recompensa.

     Sin duda el mago quería imponerle a Jimeno aquella condición para que no tuviese reparo en aceptar, aunque tal vez no abrigase el deseo de que volviese.

     Luego añadió:

     -Por otra parte, si vos no lo aceptáis, �no conocéis que es un dolor dejar sepultado ese tesoro inútil para todo el mundo?

     Jimeno ya vacilaba.

     De repente Álvaro del Olmo tomó la palabra y dijo:

     -Amigo Jimeno, tú debes aceptar el ofrecimiento que te hace este buen anciano.

     -�Renunciaréis así a los goces, a las comodidades, a los placeres que os proporcionarán de consuno la juventud, la hermosura, el talento y, sobre todo, las riquezas?

     Esto dijo el médico frotándose las manos y con los ojos chispeantes de avaricia.

     Casib frunció el ceño.

     Evidentemente entre el anciano y Momo se había declarado la más enérgica antipatía.

     -Es un deber tuyo el aceptar, -dijo Álvaro.

     -�Un deber!

     -Sí.

     -�Por qué?

     -Porque, como ha dicho muy bien este anciano, es una lástima dejar sepultado e inútil ese tesoro. Tu o cualquiera otro que lo posea, con tal que sea un hombre honrado, podrá hacer mucho bien con esas riquezas que, de otro modo, permanecerán estériles. Te repito que es un deber tuyo el aceptar.

     El anciano se sonrió. La verdad en el orden práctico (que es la moral) es un vínculo que enlaza y reúne todos los entendimientos, por más que en la parte especulativa haya diversidad de opiniones. Una prueba insigne de este aserto nos la suministran Casib y Álvaro, quienes, bajo otros puntos de vista, y respecto a teorías, pensaban de muy diferente manera. Añadíase a esta circunstancia la complacencia que siempre experimentamos cuando otra persona aboga por nuestra misma causa, por lo mismo que deseamos o exigimos.

     -Debéis seguir el consejo de vuestro amigo, -dijo el viejo.

     Durante algunos momentos detúvose Jimeno, hasta que por ultimo aceptó el don y las condiciones que Casib le imponía. Largo rato estuvieron departiendo acerca de las vicisitudes de don Gonzalo a quien tan tiernamente amaba Casib. Entretanto, Momo y don Guillén no dejaban de examinar, con mucha atención y curiosidad, la maravillosa escultura que, incrustada en el marmóreo muro de la gruta, representaba a una esfinge.

     -Habéis dicho que este monstruo podría dar instrucciones al que venga dentro de veinte años...

     -Y es la verdad.

     -Desearía yo verlo, -añadió Momo con incrédula sonrisa.

     -Es indispensable aproximarse a la esfinge.

     -Veamos, -dijeron todos.

     -Marchad, pues, a colocaros delante del nicho, -dijo Casib dirigiéndose al médico.

     -�Anda! -exclamó don Guillén devorado de curiosidad.

     Momo obedeció.

     Cuando se halló al pie de la esfinge, se oyó el seco crujido de algunos muelles, la esfinge abrió la boca y arrojó un pergamino en el cual se veían trazados varios caracteres zendos, caldeos, hebreos, árabes, latinos y españoles.

     -Y ahora, �qué decís?

     -�Quién había de pensar que sois tan hábil maquinista?.

     -En este pergamino, por ejemplo, pudieran estar las instrucciones de que he hablado.

     -Verdaderamente que tenéis razón, -dijeron todos admirados del suceso.

     Sobre el nicho veíase una tabla y en ella una pintura, con tal lujo de colorido, de tan correcto dibujo, de tan esmerado desempeño y de tan elocuente expresión, que verdaderamente era aquella una maravilla en el arte de Apeles. Era una figura de mujer hermosísima, de mirada penetrante, coronada de verdes ramos de oloroso romero y vestida con un espléndido ropaje de color de esmeralda y salpicado de estrellas de oro. Representaba la pintura un cielo en medio del cual veíase el rutilante disco del sol guiado por dos ángeles. Los bellos ojos de la graciosa figura estaban fijos en el cielo y en el sol. En la tierra veíase en perspectiva un majestuoso bosque de gigantes palmeras, que parecían representar el campo de las victorias. La hermosa virgen cabalgaba sobre un águila de prodigioso tamaño; en una mano llevaba una palma en flor, y en la otra un cordón de oro y seda verde, con el cual guiaba a la altiva reina de las aves.

     -�Qué significa esta figura? -preguntaron nuestros caballeros.

     -Puede decirse que es el emblema de la vida humana.

     -�Cómo es eso?

     -La vida del hombre es un viaje, una rápida sucesión de paisajes cada vez más extensos y majestuosos, una serie inagotable de perspectivas, un vuelo, en fin, hacia lo infinito. Y el estímulo, el aliento, el hipogrifo incansable que nos conduce al través del valle de la vida, es cabalmente lo que representa esta pintura. Es la ESPERANZA que ve entre sueños la victoria, la palma en flor que promete próximo fruto.

     Todos permanecieron silenciosos largo rato, reflexionando sobre las palabras del sabio Casib, palabras que contenían la explicación del gran misterio de la vida humana.

     Los jóvenes repararon luego en una inscripción, en lengua hebrea, que estaba colocada entre la pintura y la esfinge.

     -�Queréis decirnos lo que significa esa inscripción? -preguntó Jimeno.

     El médico hebreo la había leído; pero había callado.

     Don Guillén, que conocía perfectamente el idioma hebraico, se anticipó a decir:

     -�La vida no es otra cosa que la esperanza continua de hallar siempre un tesoro. No vale el oro tenido, sino el que se espera. Tal es el sentido de la inscripción, traducida literalmente.

     -Así es la verdad, -dijo el viejo.

     Y en seguida Casib añadió:

     -�Veis este círculo de metal que se encuentra incrustado en el pavimento?

     -Sí.

     -Pues bien, a no ser por la circunstancia de haber reconocido a Jimeno, al hijo de mi antiguo amigo, ahora seríais mis prisioneros.

     -�Nosotros! -exclamó con altivez el señor de Alconetar.

     -Como lo estáis oyendo. En poniendo el pie en este recinto, quedaríais completamente aprisionados hasta que no respondieseis a la pregunta que entonces os dirigiría la esfinge.

     Durante algún tiempo todos permanecieron indecisos, hasta que, por último, el osado Lara, lleno de curiosidad, dijo:

     -Pues si en eso consiste el que la esfinge nos proponga un enigma, pronto lo hemos de oír.

     Y esto diciendo, el impetuoso caballero dio un paso para colocarse en el centro del misterioso círculo.

     Casib exclamó vivamente:

     -�Deteneos!

     -�Por qué?

     -Caeríais amarrado en el fondo de un profundísimo sótano.

     -�Y qué importa, con tal que yo sepa ese enigma?

     -Podéis saberlo sin necesidad de molestaros.

     -Eso es otra cosa.

     -Veamos, veamos.

     Casib volvió a poner el pie debajo de la esfinge, y otra vez resonó el crujiente resorte, y otra vez el monstruo volvió a abrir la boca, lanzando una hoja de papiro en que se veía trazada esta pregunta:

     -��Cuáles son las cosas que nos sirven menos?�

     -�Descifrad este enigma! -exclamó Casib con aire de misterio y de importancia.

     Estigio Momo prorrumpió en una estrepitosa carcajada.

     -�Por qué os burláis de las cosas más sublimes que el hombre puede saber? -dijo el viejo amostazado.

     Pero con la ira del mago se aumentaba la risa de Momo.

     -Ya que os manifestáis tan arrogante como insustancial, decid: �cuáles son las cosas que nos sirven menos?

     -Claro está: las desazones y las enfermedades-, repuso Momo riéndose siempre en las barbas del viejo.

     Por más que nuestros jóvenes se esforzaron en permanecer indiferentes, no pudieron contener su hilaridad en vista de la donosa salida del médico, el cual insistió:

     -�Creéis que la esfinge pueda contrariar esta solución?

     -�Tenéis un nivel muy bajo! Todas las cuestiones, todos los sentimientos generosos, todas las nobles aspiraciones del corazón humano son rebajadas por vos hasta arrastrarlas por el fango. �Sois la serpiente astuta e inmunda que causó con sus sofismas la caída del género humano!

     Momo tenía trazas de continuar en sus pullas; pero se contuvo a una seña de don Guillén, que había tomado por lo serio la cuestión propuesta por la esfinge.

     Nuestros caballeros no se atrevían a responder definitivamente, pues se encontraban confusos o indecisos entre mil contrarias opiniones.

     Al fin dijo el mago:

     -�Queréis que os proponga el mismo enigma bajo otra fórmula?

     -Veamos.

     -��Cuál es la cosa que mas apetecemos?�

     -Por mi parte, reírme, -dijo Momo.

     Los tres jóvenes dijeron sucesivamente:

     -La virtud.

     -La belleza.

     -Hacer nuestra voluntad.

     Casib se encogió de hombros.

     -�No es nada de esto? -preguntó don Guillén.

     -Esos no son más que puntos de vista individuales, -respondió Casib.

     -�La virtud es una cosa individual! -exclamó Álvaro del Olmo escandalizado.

     -Es lo más general y absoluto que existe...

     -�Pues entonces?...

     -Pero aquí no se trata de eso, sino de saber qué es lo que más apetecemos, o en términos antinómicos, qué es lo que nos sirve menos. En respondiendo a una de estas preguntas, se responde implícitamente a la otra. Por lo demás, la respuesta debe estar concebida, como la pregunta, en los términos más generales.

     Casib dejó largo rato a los caballeros discurrir la solución del problema propuesto.

     La fiebre de la impaciencia mortificaba ya al impetuoso don Guillén, el cual, después de varias opiniones y discursos, preguntó:

     -�Nos vais a sacar de la duda, o no?

     -Ahora veréis lo que responde la esfinge.

     Casib volvió a tocar el resorte, y abriendo la boca el monstruo, lanzó otra hoja de papiro en la cual, había escritos dos breves párrafos divididos por una raya.

     Casib leyó:

     -�Las cosas que sirven menos para saciar nuestro anhelo de saber y de gozar son aquellas en cuya posesión estamos�.

     -Eso es un equívoco, -observó el médico.

     -Profundizad bien el sentido de estas palabras, -replicó el mago.

     -Ahora que profundizo, la tal respuesta me parece un absurdo, -volvió a decir el risueño Momo-. Traduciendo esa enrevesada jerigonza en términos más claros, equivaldría a decir: �Solamente estamos en posesión de las cosas que nos sirven menos para saciar nuestro anhelo de ciencia y goces�.

     -Profundizad, profundizad.

     -�Eso es! -exclamó súbitamente Lara-. Las cosas sabidas y gozadas son las que tienen menos encanto para nuestro corazón. �Ay! �Es una dolorosa verdad!

     -Esa es la solución, -dijo Casib.

     -�Verdad; pero verdad muy dolorosa! -repetía don Guillén con voz doliente.

     -Es un dolor necesario, -replicó fríamente Casib.

     -�Necesario!

     -Sin duda alguna.

     -Veamos la cuestión por el segundo aspecto, -dijeron a la vez el trovador y Álvaro.

     Casib leyó la segunda respuesta:

     -�Las cosas que no tenemos y que ignoramos son las que más necesitamos�.

     Después de algunos momentos de silencio, el mago volvió a decir, dirigiéndose a don Guillén:

     -�Comprendéis ahora cómo eso, que os parece una verdad dolorosa, es, sin embargo, el principal estímulo de la vida, al mismo tiempo que es también la causa de que las naturalezas superiores anhelen la muerte como los cautivos la hora de su libertad?

     Momo se reía con todas sus fuerzas escuchando estas palabras y juzgándolas muy ajenas del mago, que tanto se esforzaba por suspender su vida, lo cual hasta cierto punto equivalía a prolongarla.

     Casib continuó:

     -Si la vida es un vuelo hacia lo infinito, la ansiedad de la mente humana es una cosa necesaria y la muerte un beneficio.

     -�Ah! -exclamó don Guillén-, �sois un hombre, verdaderamente sabio! �Cuánta verdad es lo que decís!... En efecto, las cosas no poseídas e ignoradas son el celaje del porvenir, el más allá de nuestro anhelo, el mágico pensil, aún no recorrido, de la esperanza.

     Nuestros caballeros no cesaban de admirarse de oír al anciano Casib y de examinar la portentosa mansión.

     Luego repararon en una estatua maravillosamente ejecutada, de tal manera, que parecía tener vida y movimiento. Era un mancebo que se hallaba en la actitud de examinar con mucha atención una cabeza que tenía dos caras, una de hermosísima mujer coronada de estrellas, y otra de disforme y verdinegro dragón vibrando sus tres lenguas. En el pecho, al lado del corazón, la figura tenía esculpidos varios caracteres.

     -�He aquí el principal enigma! -exclamó Casib.

     -Descifradle.

     -No haré sino exponerle: �Soy el estímulo de la actividad humana hacia el bien, el origen del mérito y la causa de la grandeza del hombre�.

     -Vamos, explicaos.

     -Oídme bien. Los caracteres que están escritos sobre el pecho de la estatua, y su actitud de examinar esas dos figuras, pueden revelaros mucho. Ahí está simbolizado el bien y el mal y el libre albedrío. La razón y la ciencia son las fuerzas supremas del hombre.

     -�Ay! después de la caída, -interrumpió Álvaro.

     -�Qué queréis decir?

     -Que el hombre, para haber permanecido inmortal y feliz, no necesitaba más que el ejercicio de su actividad dentro del círculo trazado por el Criador. El hombre desobedeció, y desde entonces la culpa, las enfermedades y la muerte se apoderaron del hombre, y el vicio y la degradación penetraron en el fondo de la naturaleza entera. Los animales comenzaron a perseguirse unos a otros, el cielo comenzó a enviar sus inclemencias, y los ángeles, por orden de Dios, inclinaron el eje del mundo. Con la culpa nació la necesidad de que este planeta que habitamos sea aniquilado algún día. Con la culpa nació la muerte de la naturaleza, y del hombre que la resumía y simbolizaba magníficamente.

     -Pero también con la culpa nació un bien inmenso. El espíritu del mal quiso oponerse a la obra de Dios, y éste entonces le dio el mayor castigo, que consiste en que al fin la voluntad, la intención divina tendrá que cumplirse, pero con proporciones más gigantescas...

     Jimeno quedose algunos momentos pensativo.

     Luego continuó:

     -Quiero decir que, llegado el día de la rehabilitación, la humanidad volverá a aparecer más grande todavía que en el momento en que salió de las manos del Criador, grandeza que habrá debido a su propio trabajo, a su merecimiento propio. Recién criado el hombre, era inmortal, era feliz, es cierto; pero entonces no tenía la ciencia, mientras que luego, al fin de los siglos, en la nueva tierra y bajo el nuevo cielo, los hombres serán, como Dios, scientes bonum et malum. Y entonces el espíritu de las tinieblas será vencido y humillado, pues que, pensando rebajar al hombre, sólo habrá conseguido sublimarle hasta las regiones etéreas. He aquí como el autor de la naturaleza se ostentará más que nunca sublime, sacando un bien inmenso de un inmenso mal.

     Todos parecieron reflexionar sobre las palabras del trovador, menos Casib, para quien aquellas ideas eran familiares.

     El viejo, pues, estrechó la mano de Jimeno, y dijo:

     -He aquí que habéis explicado con maravillosa exactitud el sentido del enigma. El estímulo de la actividad humana hacia el bien, el origen del mérito y la causa de la grandeza del hombre es el mal.

     Trascurridos algunos momentos, Casib añadió:

     -�Venid!

     El anciano salió fuera de la gruta, después de ordenar a las gentes de don Guillén que le siguieran a un repecho poco distante, y en el cual veíase una enorme peña circuida de lentiscos. Aquel era el sitio en que se ocultaba el inmenso tesoro, e inmediatamente procedieron a sacarlo.



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Capítulo XLII

Singularidades y contradicciones

     En la cima de un alto monte y en una humilde y ruinosa vivienda se hallaban dos caballeros en conversación muy tirada. Fácilmente podrán reconocer nuestros lectores a los dos personajes, desde el momento en que hagamos notar el sitio en que se encontraban. La humilde vivienda de que hemos hablado se hallaba situada en la cima del monte en donde estaban las ruinas de la ermita, cerca de las cuales habitaba ordinariamente el misterioso Templario. Este se hallaba a la sazón en compañía de un hombre de elevada estatura y de semblante sombrío. Aquel era el caballero de la Muerte. Ambos estaban sentados en el estrecho cubículo en torno de una buena lumbrada. En la parte exterior, en un cobertizo, veíanse dos caballos y un enorme sabueso que ya iba a la caballeriza, como para vigilar a las cabalgaduras, ya volvía al hogar y se echaba a los pies del Templario que lo acariciaba.

     -Verdaderamente me es muy sensible no haber averiguado hasta ahora el paradero de Elvira, -decía el caballero de la Muerte.

     -Castiglione ha vuelto por fin a la torre, de la cual ha estado ausente muchos días.

     -�Y no sabéis adónde ha ido?

     -Lo ignoro absolutamente.

     -�Qué existencia tan misteriosa!

     -Es muy probable que haya ido a acompañar a Elvira a alguna parte en donde la habrá ocultado.

     -�Y es posible que no haya medio de descubrir lo que tanto os interesa?

     -�Quién sabe? Yo jamás pierdo la esperanza.

     -�Vais allá esta noche?

     -Sin duda alguna. Hoy confío en que he de hacer grandes descubrimientos.

     -�Y en qué fundáis esa confianza?

     -El corazón me lo dice.

     -�El corazón! -exclamó el caballero de la Muerte con desdeñosa sonrisa.

     -�Os burláis de lo que digo?

     -No; pero...

     -�No tenéis fe en los presentimientos?

     -Si anuncian desdichas...

     -�Qué?

     -Siempre les doy crédito.

     -No se trata de lo que anuncien, sino si dais crédito a ciertos pensamientos que, sin que nada ni nadie los provoque, cruzan por la mente espontáneos, vehementes, rápidos como aves luminosas, y que esclarecen por un momento y como a la luz de un relámpago todos los negros abismos del porvenir.

     -Alguna vez...

     -�No os ha sucedido nunca haber visto entre sueños, o por una actividad involuntaria estando despierto, acontecimientos que después se han verificado exactamente del mismo modo que los habíais previsto?

     -�Muchas veces me han agitado presentimientos; pero nunca me ha sucedido adivinar de esa manera los sucesos.

     -�Qué diferencia de organización! A mí me ha sucedido en varias ocasiones, en las más solemnes de mi vida, sobre todo siempre que algún grave peligro me ha amenazado, el ver de antemano hasta las circunstancias del hecho que estaba pendiente, sobre mi cabeza. Y estas cosas se me han ocurrido al pensamiento involuntariamente. Al principio yo no daba importancia alguna a estas llamaradas de mi mente, que yo juzgaba meteoros pasajeros e insignificantes; pero a fuerza de repetirse, tales fenómenos me inspiraron una veneración religiosa. Para mí los presentimientos son una cosa sagrada, una voz de los cielos. �Es preciso convenir en que hay ángeles custodios que velan por nuestra existencia!

     El Templario pronunció estas palabras con una fe profunda.

     -Por lo menos, es grato, bello y consolador el creerlo así, -respondió el caballero de la Muerte suspirando.

     Ambos interlocutores guardaron silencio durante largo rato. El blanco fantasma pensaba con placer en la bella y generosa misión que se había impuesto, en la vida errante y misteriosa que había adoptado para servir de protector, de egida, de ángel custodio u varias personas, desvalidas unas y criminales otras. Es verdad que alguna vez el grito de la venganza se hacía oír en su alma generosa; pero aun así y todo, su tendencia era sublime hasta en el momento mismo en que imaginaba derramar gota a gota la hiel del infortunio sobre la cerviz rebelde de Castiglione. Tal vez pensaba que la mejor venganza que podía tomar de su enemigo era hacerle que, por medio del arrepentimiento, se mirase en el espejo de sus propias culpas; venganza acaso la más cruel, pero también la que podía ser más fecunda.

     Al fin el Templario rompió el silencio diciendo:

     -Esta noche pasada soñé que Castiglione estaba con otros caballeros y con Elvira en un puerto, aguardando la hora de embarcarse en un bajel de alto bordo.

     -�De veras! �Y qué os indica eso?

     -Este sueño me ha hecho comprender el sentido de ciertas palabras que anoche oí en el aposento de Castiglione.

     -�En su aposento!

     -�Olvidáis acaso que yo conozco perfectamente una entrada oculta que hay en la torre en que habita nuestro enemigo? Anoche, pues, logré introducirme, no sin algún peligro, hasta la misma puerta de la estancia en que Castiglione y otro caballero estaban engolfados en una conversación muy animada. Ambos se paseaban por el aposento, y yo a cada instante temía que se dirigiesen a la puerta. Felizmente pude permanecer allí un buen rato oculto en la oscuridad y escuchando. Por desgracia mía, no pude oír de seguido lo que hablaban, como que, paseándose, ya se encontraban en un extremo, ya en el otro de la estancia. Sin embargo, llegaron a mis oídos algunas palabras a intervalos, en las que pude sorprender que proyectaban un viaje.

     -�Adónde?

     -Eso es lo que pretendo averiguar. Sin duda alguna es un viaje muy largo, supuesto que imagino deben embarcarse.

     -Lo mejor en ese caso es estar de acecho en los alrededores de la torre, pues de otro modo pudieran escapársenos.

     -Como hace pocos días sucedió.

     -En efecto, nos quedamos desorientados.

     -�No convenís conmigo en que lo más prudente sería apoderarnos de Castiglione?.

     -�Y Elvira?

     -Ya le obligaríamos a que nos descubriese su paradero.

     -�Cómo?

     -Dándole tormento.

     El Templario fijó sus ojos agudos como puñales en el caballero de la Muerte. �Deseaba el Templario apoderarse de su enemigo? �Serían excusas para velar su verdadero objeto las rencorosas palabras de una venganza sin fin que le hemos oído manifestar ya a Jimeno, ya al caballero de la Muerte? �Por qué aquel empeño tan singular en conservar la vida de Castiglione a todo trance? �Era realmente por un refinamiento de venganza? �Tal vez contemporizaba con los demás apareciendo también rencoroso para llevar a cabo sus ulteriores planes? �Acaso se ocultaba bajo aquellas apariencias de odio irreconciliable un afecto profundo? Todas estas suposiciones y otras muchas, igualmente verosímiles, pudiera sugerir la equívoca conducta del misterioso Templario.

     -�Habéis tenido una idea excelente! -exclamó con desdeñosa sonrisa-. Por mi parte, yo no tendría el menor inconveniente en llevar a cabo vuestro propósito; pero ya os he manifestado en otras ocasiones que mi plan de venganza es de otra especie, y por lo tanto, me será muy sensible que nos separemos en la obra que había yo imaginado terminaríamos de consuno.

     -Ya sabéis que mis deseos de venganza estaban aletargados, y que vos fuisteis quien los hizo revivir...

     -Eso no prueba otra cosa sino que yo por todas partes busco aliados.

     -Entonces, �por qué rehusáis mis servicios?

     El Templario miró fijamente al caballero y le dijo:

     -Hay en vos cierta cosa que os conduce a ejecutar actos de cruel venganza; pero actos de fuerza brutal. Dadle una puñalada a un hombre en mitad del corazón... �Qué más os queda que hacer? �Oh! si vos pensaseis como yo, comprenderíais hasta qué punto deja de ser venganza la que produce la muerte... A veces puede ser hasta un favor...

     -�Matar a un hombre es hacerle un favor!

     -Figuraos que vuestro enemigo desea suicidarse y que sólo le falta la resolución bastante para darse el golpe mortal. Venís vos luego, creéis vengaros, le dais una puñalada en el corazón, y he aquí que sólo le habéis hecho un favor, y que al morir os regala una sonrisa de desprecio... �Oh!... Para estas cosas, yo no puedo remediarlo, soy extremadamente caviloso.

     -Verdaderamente que es así. �A quién demonios se le ocurriría otro tanto?

     -De cualquier manera, amigo mío, la venganza que quiero tomar de Castiglione es, por decirlo así, moral. Quiero contrariarle en sus ideas, en sus sentimientos, en sus crímenes, en sus proyectos... Cada uno tiene en este mundo su manera de ver la vida, el amor, el odio... �Y este es mi punto de vista!

     -Sois muy dueño, y aun cuando no sea más que por curiosidad, consiento en seguir vuestro mismo rumbo.

     -�Oh! yo necesitaría muchos y muy expertos aliados para llevar a feliz cima mis bien combinados planes... No hace mucho contrarié a Castiglione de la manera más cruel para su corazón, impidiéndole por mil modos, que jamás estarán a su alcance, el que llegase a ser maestre provincial de Castilla... Ahora el despecho le mortifica por no haber conseguido realizar el sueño dorado de sus ambiciones, a la vez que, por otra parte, su pasión a Elvira le trae inquieto, turbado, casi demente... De seguro que después de tantas vicisitudes en su ambición y en su amor, habrá concebido nuevos planes, y es preciso contraminárselos, aunque para ello tuviese que ir hasta el cabo del mundo... Ahora medita hacer un largo viaje; pero �adónde irá?

     -He ahí lo que yo deseo saber.

     -Que se marcha es cosa cierta, porque lo he oído, pero la dirección de su viaje la deduzco de algunas palabras, casi la adivino.

     -�Y adónde?...

     -Anoche les oí pronunciar varias veces esta palabra: �Jerusalén�... �No os llama esto la atención? �Qué significa esta palabra en boca de un hombre como Castiglione? Recuerdos bíblicos, geografía, antigüedades, historia, todos los mil sentidos en que el nombre de esta ciudad pueda pronunciarse, son vanos para él... �Las pasiones! He aquí la clave de este carácter violento o impetuoso como el huracán, aun cuando alguna vez se manifieste tranquilo como un lago, hipócrita como un volcán cubierto de nieve, astuto como una zorra... Castiglione es sinónimo de amor sensual, de ambición, de odio, de venganza... En todo esto debe buscarse la explicación de su proyectada partida... Y además, el sueño que he tenido... �El puerto... el bajel... Elvira!...

     -Me parece que dais mucha importancia a vuestras suposiciones...

     -Os engañáis miserablemente. Todo lo que os digo es el fruto de larga meditación, de experiencia, de apreciaciones hechas con el más maduro examen, y por último, aun cuando os burléis, por mis presentimientos...

     En esto oyose el ladrido del sabueso que indicaba la llegada de alguna persona. Pocos momentos después presentose en la humilde vivienda un hombre que, en su tostado rostro y vestimenta, daba a entender que de continuo habitaba en los campos. Aquel hombre era Garcés, el capitán de bandoleros, el esposo de Aldonza, la hija de doña Fidela. Ni el Templario ni el caballero de la Muerte manifestaron sorprenderse de aquella aparición, por lo que se puede afirmar, sin duda alguna, que aguardaban al bandido.

     -�Loado sea Dios!

     -Por siempre. Siéntate Garcés.

     -Señor...

     -Vamos, siéntate y déjate de ceremonias.

     Sentose el bandido en torno del hogar.

     -�Cáspita, y qué buena lumbre! En verdad que no hay gusto como comer cuando hay apetito, beber cuando hay sed y tener lumbre cuando hace frío.

     -�Y qué tenemos?

     -Que en todo el día nada hemos visto.

     -�Castiglione ha permanecido en la torre?

     -Así parece.

     -�Cuánto me alegro! Esta noche saldremos de dudas, -dijo el Templario dirigiéndose al caballero de la Muerte.

     -�Por qué no queréis que nos apoderemos de él a viva fuerza? -preguntó el bandido.

     -Porque no conviene así a mis planes.

     -�No es vuestro enemigo?

     -Sí.

     -�Por qué, pues, guardáis tantas consideraciones al asesino de doña Fidela?

     -Porque estas consideraciones servirán para vengarme mejor.

     El bandolero hizo un gesto que quería decir:

     -�No lo entiendo!

     Verdaderamente que en el carácter y conducta del misterioso Templario no dejaban de advertirse singularidades y contradicciones. La noche estaba fría y lluviosa; pero esto no sirvió de obstáculo para que el Templario y sus compañeros se pusiesen en camino hacia la torre en que habitaba el italiano. Cuando ya estuvieron cerca del vetusto edificio, el Templario dijo a sus satélites:

     -Aguardadme aquí.

     En seguida se dirigió hacia la oculta entrada, sólo de él conocida, que comunicaba con la torre. Entretanto, no lejos de aquel sitio, en la aldea de Alconetar, junto al camino de la bailía, en torno de la cruz de piedra veíase vagar una figura blanca que de vez en cuando exhalaba melancólicos suspiros. Luego, con una entonación fresca y brillante como la de un ruiseñor en la primavera, se la oyó entonar una triste canción llena de melodía:

                                  La flor del amaranto (11)
Que antes pisaba la gentil doncella,
Ora me ofrece con su tinta bella
Símbolo triste de mi eterno llanto.
�Y busco, y busco flores
Del invierno glacial en los rigores!


     Después de algunos momentos de pausa, durante los cuales la joven vagaba a la ventura mirando al suelo con la actitud de buscar flores, volvió a cantar otra vez con la misma voz dulce y vibrante, sólo que entonces el aire era más rápido, más popular, pero no menos expresivo:

                                  La que encuentra helecho (12) en flor
La mañana de San Juan,
Verá cumplirse el afán
De su apasionado amor.
 
   Vanas son mis tristes quejas
Para ablandar su desdén.
�Por qué te vas y me dejas?
�Oh mi hermoso don Guillén!
 
   Otro tiempo amor solía
Enviarme hermosos sueños,
Y entre paisajes risueños
Felicidad me fingía.
 
   No más el cielo mostró
Celajes de azul y plata...
El mal de ausencia me mata.
�Para mí todo acabó!
�Porque en vano busco flores
Del invierno en los rigores!

     Calló la triste cantora y comenzó a exhalar hondos suspiros.

     En esto se oyó rumor de voces y de algunas caballerías que salían de la aldea. Eran dos hombres y dos mujeres, y todos parecían dispuestos a emprender un largo viaje. Uno de los hombres llevaba del diestro tres palafrenes, y llegado que hubieron al pedestal de la cruz, el que llevaba los bagajes se detuvo diciendo:

     -Aquí, señoras, podéis cabalgar.

     El que tal decía era Mendo, el criado traidor que había vendido a doña Fidela en la alquería, y que desde entonces continuaba a la devoción y órdenes de Castiglione. Desde luego se comprende que las damas no eran otras que doña Elvira y Plácida.

     El otro que las acompañaba se había reunido a ellas por casualidad. Era Garci Jurado, el mayordomo de las monjas y cuñado de Blanca.

     -�Quién será este hombre? -preguntó doña Elvira en voz baja.

     -�No le habéis conocido?

     -No. Dice que va en busca de su cuñada, que tiene algunos accesos de demencia.

     -�Y no habéis adivinado quién es ella?

     -�Quién?

     -Blanca.

     -�Es ella!... Pues entonces, ahora pudiéramos...

     -Descuidad, que ya veremos de aprovechar esta ocasión.

     Este diálogo pasó rapidísimamente, mientras que el buen Garci Jurado se acercó a la triste Blanca, a la cual reconvenía porque se había escapado de su casa.

     -�No te da miedo de venir sola a estas horas por estos sitios?

     -�Era yo tan feliz! -murmuraba la joven.

     Como ya hemos indicado, la triste Blanca, después de haber salido del convento, había caído en una languidez profunda. Durante algunos días asistió a su hermana con la asiduidad y dulzura que le eran propias; pero después que la enferma hubo convalecido, Blanca fue víctima a su vez de la más horrible desgracia.

     Afectada viva y dolorosamente por la muerte repentina del buen Antúnez, por la enfermedad de su hermana, que al principio estuvo en grave peligro, y por último, no pudiendo olvidar ni un solo instante a don Guillén, la enamorada y afligida doncella fue atacada de algunos raptos de locura.

     Pero esta demencia era suave, benigna, melancólica y, sobre todo, no era constante. Blanca gozaba de algunos intervalos lúcidos, o por mejor decir, sólo por intervalos se extraviaba su razón. Es verdad que cada día sus accesos se iban haciendo más frecuentes, después de los cuales prorrumpía en amarguísimo llanto. Las lágrimas parecían servir en alguna manera, de desahogo a aquel corazón tan tierno y tan cruelmente herido por las flechas del amor y por los golpes del adverso destino.

     Garci Jurado había advertido que aquellos accidentes funestos se repetían con más frecuencia cuando había mudanza de tiempo. Aquella noche la atmósfera estaba pesada, negras nubes limitaban el horizonte, pálidos relámpagos hendían el espacio como dardos de la ira del cielo, y de vez en cuando, formidables truenos hacían retemblar el firmamento. Todo anunciaba una próxima tempestad y una copiosa lluvia.

     -Querida Blanca, �por qué has salido de casa? �No te he dicho ya que esta conducta me aflige sobremanera?... Tu hermana esta aún delicada... Considera cuánta no será nuestra angustia si algún día llegase a sucederte alguna desgracia...

     -�Está ausente!

     -�No me escuchas?

     -�Si él me amara!... �Cuán feliz sería yo!

     -Déjate de esas cosas, hija mía; vente conmigo.

     -Yo debo partir... �Es necesario que yo lo vea!.. �Qué hermosa noche hace para amar!...

     Garci Jurado asió del brazo a la doncella, llamándola a grandes voces:

     -�Blanca! �Blanca!

     Al mismo tiempo se oyó un espantoso trueno.

     -�Ah! -exclamó la doncella con estremecimiento nervioso-. �Eres tú?

     -�No me conoces?

     -�Oh!... Sí... sí... �Jurado!

     -�Qué vienes a buscar aquí?

     -�No lo sabes?

     La hermosa cuanto desdichada joven puso su mano sobre el hombro de Garci, y señalando a la tierra, dijo con ademán extraviado:

     -�Mira!... Busco flores, busco la flor del amor (13) y... �no la encuentro!

     La joven comenzó a sollozar.

     Luego dijo:

     -En otro tiempo, en todas partes encontraba flores, y ahora... �El mundo está desierto para mí!

     Entretanto doña Elvira había cabalgado en su palafrén y contemplaba con extraordinaria impaciencia lo que hacía Plácida. Esta había sacado unos cuantos bizcochos de uno de los cestos en que llevaban algunas provisiones, y con gran disimulo había vertido en dos de aquellos confites el mortal veneno que llevaba de continuo en la sortija que en el convento le había dado Elvira.

     Plácida se aproximó adonde estaban Garci Jurado y Blanca.

     -�Pobre niña! -exclamó la infame y redomada vieja-. �Quién había de decir que esta joven, antes tan graciosa y tan discreta, se había de ver en tan lastimoso estado?

     -�Qué cruz tan pesada ha querido Dios enviarme! -exclamaba el buen Garci Jurado lleno de aflicción.

     -�Que pálida y qué demudada está!

     -Come muy poco.

     -�Pobrecita!

     -Vamos, Blanca, �no quieres seguirme?

     La joven permaneció silenciosa algunos momentos.

     -Vamos, encantadora niña, -terció la vieja-, �no hacéis caso de lo que os dicen? Seguid al señor Garci Jurado. �A que no me conocéis ya? �Habéis olvidado lo mucho que os quiero y las agradables reuniones que teníamos en el convento? �No os acordáis de las meriendas que teníais en la celda de la buena sor Sinforiana? Yo también la estimo mucho; y verdaderamente que es una maravilla aquella buena señora para hacer confites y bizcotelas. A propósito, voy a haceros un regalito...

     Blanca había prestado alguna atención a estas palabras, como si confusamente hubiera recordado la voz o la fisonomía de la inicua vieja. Esta, al terminar su retahíla, había ido a su palafrén para traer el prometido regalo, fingiendo que en aquel momento lo sacaba.

     Cuando Plácida volvió adonde estaba la joven, dijo con tono agasajador y jovial:

     -Hermosa amiguita mía, supongo que me habéis conocido, y os exijo que aceptéis mi regalito, ciertamente muy pobre por su valor, pero muy rico por la voluntad con que os lo ofrezco. �Ah! Yo quisiera regalaros una diadema, porque vos merecíais ser una emperatriz... Estos bizcochos son muy ricos, como que están hechos por mano de sor Sinforiana... Es verdad que estáis un poco más pálida y más delgada; pero siempre hermosa. La belleza es una prenda que nada ni nadie podrá arrebataros... Dejadme que os bese... �Oh! Si yo hubiese tenido una hija tan linda como vos, sería la más feliz de todas las mujeres, y no cambiaría mi vejez y mi orgullo de madre por todos los tesoros del mundo.

     Esto diciendo, Plácida velis nolis estampó el beso de Judas con su hedionda boca en aquel rostro de serafín.

     -Tomad, -añadió luego-, tomad mi humilde presente.

     -Muchas gracias, -respondió Blanca con su dulce voz y tomando con aire distraído los dos bizcochos que Plácida puso en sus manos.

     -Esos para que los comáis ahora, si queréis, y estos guardádselos vos para cuando más le plazca.

     Y la vieja entregó los bizcochos a Garci Jurado, murmurando en su oído estas palabras con aspecto hipócrita:

     -�El Señor quiera tener piedad de vos y de ella! �Pobre niña!

     Doña Elvira no perdía ni una sola palabra ni un solo movimiento de la vieja infernal. La terrible amada de Castiglione tenía el rostro radiante de alegría, y en su interior se gozaba felicitándose de que al fin la casualidad, por una parte, y la destreza de Plácida por otra, le hubiesen proporcionado la feliz coyuntura que habían perdido en el convento, a consecuencia de la muerte inesperada del señor Gil Antúnez.

     Blanca comenzó a entonar una canción, como poco antes había hecho. En seguida, con ademán de una completa enajenación mental, murmuró:

     -Venid, avecillas del cielo, venid... Yo junto a la cruz del camino busco flores y no las hallo; pero vosotros encontraréis alimento. �Venid, avecillas del cielo, venid!

     Y así diciendo, la pobre loca empezó a desmenuzar los bizcochos, y esparciendo las migajas en torno suyo, repetía sin cesar:

     -�Venid, avecillas del cielo, venid!

     -�Que hacéis? -gritó Plácida sin poder contenerse.

     -�Que las aves encuentren alimento, ya que yo no encuentro flores!

     Doña Elvira ahogó un grito de rabia y se mordió los labios hasta hacerse sangre.

     Plácida se sintió tan arrebatada de cólera, que estuvo próxima a abalanzarse a la joven y ahogarla con sus huesosas manos.

     -�No quieres seguirme? -preguntó Garci Jurado.

     Blanca permaneció algunos minutos silenciosa.

     Al fin elevó sus ojos al cielo y súbito prorrumpió en llanto. Aquellas lágrimas bienhechoras desahogaban su corazón; aquella era la señal de que el accidente pasaba, de que la hermosa joven volvía otra vez a recobrar su razón.

     -Perdóname, -dijo Blanca-, perdóname, querido Garci... �Yo no tengo la culpa!

     Jurado se enterneció profundamente, y después de despedirse de las damas, invitó a Blanca a que le siguiese, y ella le siguió sin resistencia.

     Doña Elvira y Plácida blasfemaban en su interior contra el ángel custodio de aquel ser débil, hermoso e inocente.

     La vieja fue colocada en su palafrén por Mendo, y éste después cabalgó en su caballo sirviendo de gula a aquellas dos mujeres aborto del infierno.

     -�Al fin se nos ha escapado! -dijo Elvira en voz baja y reconcentrada por la cólera.

     -�Maldita locura! �Quién había de prever tal desenlace? -replicó Plácida.

     Y los tres desaparecieron por una vereda que se apartaba en ángulo recto del camino de la Encomienda.

     Castiglione había encargado a Mendo que no pasasen cerca del Temple.

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