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Los tesoros de Villena

José María Soler García


Director del Museo Arqueológico José María Soler

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Botellas

Las tres botellas de plata del tesoro de Villena



A 59 kilómetros de Alicante, por la carretera N-330, se levanta Villena, centro histórico-artístico por su casco viejo. Unas joyas antiguas que circularon por la ciudad en 1963, despertaron rumores sobre fabulosos tesoros. El arqueólogo José María Soler se puso a investigar.

En la primavera de 1963, Soler encontraba el Tesorillo. Meses más tarde volvían a correr joyas y habladurías. Anochecía el domingo primero de diciembre de ese mismo año cuando el reducido núcleo de aficionados dirigido por Soler daba por terminados los trabajos de búsqueda de un nuevo tesoro.

En ese momento, hacia las cinco de la tarde, un último golpe de azada a escasos metros de donde habían estado excavando descubría una vasija repleta de objetos de oro. Se trataba del tesoro que tomaría el nombre de la ciudad donde se obtuvo. El autor de la excavación reconstruye los hechos para HISTORIA 16.





Durante bastante tiempo se ha venido repitiendo que una de las principales características de la Edad del Bronce era el emplazamiento de sus poblados en la cima y laderas de los cabezos o en lo alto de espolones montañosos flanqueados por hondos barrancos con evidentes preocupaciones defensivas.

Esto, que es cierto en líneas generales, tiene un precedente en la etapa final del Eneolítico, según pudo observarse en los poblados villeneses del Puntal de los Carniceros y del Peñón de la Zorra.

En ese momento, los antiguos habitantes del llano -mesolíticos, neolíticos y eneolíticos- se enriscan, como ya lo hicieran durante el Paleolítico, para defender sus cosechas de tribus indígenas peor dotadas económicamente o de los prospectores del metal, ya que en esos poblados se desarrolla una importante industria metalúrgica.

En los 300 kilómetros cuadrados que abarca el territorio del término villenense, llevamos localizados cerca de una veintena de yacimientos de este período. Algunos son simples aldeas o atalayas defensivas: Barranco Tuerto, Los Pedruscales, Altos de la Zafra, Cabezo de la Hiedra, La Creueta, El Cantalar, La Lagunilla, Cabezo del Padre, El Polovar o Peñón del Rey.

Pero otros son verdaderas ciudades, como Salvatierra, Las Peñiscas, Cabezo de la Escoba, Terlinques o Cabezo Redondo, que es, sin duda, uno de los más interesantes yacimientos de la Edad del Bronce en todo el Mediterráneo.

Supone esto gran densidad de población, aunque habrá que determinar si todos estos yacimientos son coetáneos o pertenecen a momentos distintos dentro de un mismo período cultural1.

De todos los poblados villenenses, únicamente Terlinques y Cabezo Redondo han sido explorados   —122→   sistemáticamente. Las excavaciones de este último se hallan todavía prácticamente inéditas.


Urbanismo

Estas excavaciones nos han hecho ver una urbanización planificada, con manzanas de casas rectangulares cuyos muros alcanzan en algunos casos más de dos metros de altura, a los que se adosan los postes de madera sustentadores de las techumbres de cañizo.

Las viviendas se presentan escalonadas, con calles longitudinales ajustadas a las curvas de nivel y esquinas redondeadas en las calles transversales. Alguna vivienda midió 9 metros de longitud por 3 de anchura, con poyos de tierra adosados a las paredes en los que a veces se inscrustan molinos barquiformes de piedra.

Lingote

Lingote, cuenta globular y fragmento con púas del Tesorillo

Los habitantes del Cabezo Redondo cultivaban cereales como el trigo o la cebada, probablemente en las llanuras de los alrededores del cerro. Recolectaban bellotas y piñones y conocían hierbas medicinales como el gamón (Asphodelos fistulosus) y la hierba viborera (Echium pustulatum). Eran también ganaderos y pastores que guardaban sus rebaños en albacaras o corralizas, al pie de la vertiente oriental2.

Entre las aves, las más abundantes eran las perdices, las grullas, las avutardas y las palomas. No faltaban los flamencos que, todavía en el siglo XIV abundaban en la Laguna de Villena, según nos dice Don Juan Manuel, señor de Villena por aquel tiempo, en su Libro de la Caza.

Se identificaron asimismo catorce huesos de tortuga y dos ejemplares de barbo que hasta no hace muchos años se pescaban en las fuentes y embalses del término.

Hay que añadir a estos datos los obtenidos en otro importante yacimiento, el Cabezo de la Escoba, que en una cata practicada en la meseta de la cima nos suministró una olla con bellotas, un gran cuenco con trigo y una vasija globular con toda la superficie perforada para la fabricación del queso.

Había también otro gran cuenco carenado que contenía un puñado de pequeñas habas y una cabeza de ajo, probablemente silvestre. Se trata, que sepamos, del primer bulbo conocido en la Prehistoria hispánica y aparece en los alrededores de una ciudad famosa precisamente por sus ajos.




Los metales

Con el desarrollo de la metalurgia, la industria lítica pierde la importancia que tuvo en épocas anteriores. El fósil director es ahora el diente de hoz, abundantísimo en todos los poblados de la Edad del Bronce, aunque presente ya en algún yacimiento eneolítico como el de la Casa de Lara, donde se dan, como elemento de transición, las medias lunas dentadas.

Otro utensilio característico, de piedra, es el que viene denominándose brazal de arquero, que, en nuestra opinión, no es sino un colgante o una piedra de afilar, elemento complementario de la industria metalúrgica.

Es aquí, en la artesanía de los metales, donde la nueva edad se manifiesta con toda su pujanza. El Cabezo Redondo ha suministrado hornos, crisoles, moldes y muchos objetos de bronce de gran calidad con el 10 por 100 de estaño en su aleación.

Hay hachas planas, punzones, puntas de flecha lanceoladas o con pedúnculo y aletas, cinceles de distintos tipos, cuchillos con roblones para la empuñadura, espirales, anillos, colgantes y pequeños clavos. Han suministrado puntas de flecha lanceoladas otros yacimientos como el Peñón del Rey, El Cantalar, La Lagunilla o Terlinques.

La plata, elemento bastante común en las sepulturas eneolíticas -Puntal de los Carniceros, Cuevas Oriental y Occidental del Peñón de la Zorra-, sigue apareciendo en forma de espirales en Terlinques y en el Cabezo de la Escoba, asociada aquí a un colgante de oro. Aparece igualmente como colgante en el Cabezo Redondo.

Pero lo que prueba la existencia de un riquísimo foco cultural en la comarca es los objetos de oro que ya venían anunciándose en hallazgos aislados en diversos yacimientos:

Un pendiente de plata y oro en el Cabezo de la Escoba; una plaquita arrollada en el Cabezo del Padre o del Molinico; un colgante acorazonado,   —[123]→     —124→   formado por otra fina placa arrollada en forma de barquillo, en Terlinques; dos esperales de hilo de oro y un colgante en forma de trompetilla, del Cabezo Redondo, así como un brazalete aparecido hace años en el poblado de las Peñicas, que, desgraciadamente, se fundió.

Tesorillo

Tesorillo del Cabezo Redondo (arriba). El Cabezo Redondo visto desde el sur. El Tesorillo apareció en la cantera derecha
sobre la zona clara (abajo)

[Página 123]

Cabezo




Tesorillo del Cabezo Redondo

Tal profusión de oro no se había dado ni en el foco originario de la cultura argárica en el sudeste y prenunciaba el extraordinario conjunto surgido en 1963: el Tesorillo del Cabezo Redondo.

Muchos años antes, el Cabezo venía siendo explotado para la extracción del yeso, lo que originó la destrucción de muchas viviendas prehistóricas. Por este motivo, a iniciativa y con la colaboración personal del profesor Tarradell, comisario de zona por aquellas fechas, realizamos las excavaciones de urgencia de 1959 y 1960, donde obtuvimos algunos de los objetos mencionados.

El Tesorillo se apareció a los canteros en la primavera de 1963. Lo supimos cuando uno de aquellos obreros vendió un par de brazaletes a un joyero de la localidad.

Surgieron las primeras piezas al vaciar en la cantera la costra terrosa de la superficie. Esta operación se practica para dejar al descubierto la roca de yesos antes de desgajarla mediante barrenos. Algunas joyas se encontraron colgadas en las irregularidades de la roca por donde resbalaban las tierras hacia el fondo y muchas otras en el piso de la cantera.

La rebusca en la costra de tierras que aún no había sido removida en lo alto de la cantera fue totalmente infructuosa, pero el tamizado de las tierras del fondo proporcionó algunas piezas.

La costra de esta zona de la ladera es de poca potencia: sólo de 20 a 30 centímetros en los puntos explorados. No deja de causar extrañeza la situación de joyas en estrato tan superficial y sin protección, a no ser que estuviesen en alguna oquedad que hoy no se advierte. Los canteros aseguraron que las joyas no se hallaban en el interior de ningún recipiente.

Consta el Tesorillo de 35 piezas de oro, con un peso total de más de 147 gramos, que se distribuyen así: una diadema formada por cinta lisa con un orificio en cada extremo; tres brazaletes de media caña, uno de ellos con incisiones paralelas en los extremos; trece anillos, algunos lisos y estrechos y otros anchos y con molduras lisas o picadas; diez colgantes en forma de trompetilla, con uno o dos orificios en el vástago y un círculo de puntos alrededor de la boca; dos fragmentos de cintillas, pulidas por una sola cara; una cuenta de collar globular; un fragmento doblado y martillado, ornado con púas agudas y un trozo de lingote, de forma aproximadamente cilíndrica, en pleno proceso de utilización.

En los escarpes orientales de la cima del Cabezo se abren varias cuevas, algunas utilizadas para enterramientos. Una, que cae precisamente sobre el lugar de aparición del Tesorillo, contenía un cadáver infantil en una pequeña cista de piedra y, como única ofrenda funeraria, un pequeño cono o trompetilla similar a las del Tesorillo, sin círculo de puntos y con dos orificios en posición vertical a cada lado del vástago.




El tesoro

Todo lo hasta ahora mencionado era el anticipo del gran tesoro de Villena, aparecido el 1 de diciembre de 1963. Es conocida ya la historia que aquí vamos a resumir.

El 22 de octubre de 1963, una llamada telefónica de un joyero de la localidad, el mismo que adquirió los dos brazaletes del Tesorillo, nos daba cuenta de la joya extraordinaria que le había mostrado una mujer pariente suya.

Según esta mujer, su esposo, albañil de profesión, había encontrado esta joya entre las arenas utilizadas para mezclar con el cemento de un edificio en construcción. El albañil confirmó la declaración de su esposa y nos hizo entrega del brazalete mediante el correspondiente resguardo.

Indagaciones posteriores pusieron de manifiesto que no había encontrado la joya aquel albañil, sino un compañero suyo de trabajo que la entregó al capataz creyendo que se trataba de un cojinete o pieza del motor del camión que transportaba las arenas.

Así lo creyó también el capataz, que dejó la pieza suspendida de un alambre en lugar visible para que la recuperara el dueño del camión. Pero quien se la llevó no fue el transportista, sino el albañil, y la mujer de éste se la enseñó al joyero. Pesaba el brazalete cerca de 500 gramos.

Cuando ya desesperábamos de hallar circunstancias aclaratorias del extraordinario suceso, de nuevo el joyero nos llamó por teléfono para decirnos que se había personado en su establecimiento otra mujer con un brazalete similar al anterior, aunque menos rico.

Tanto ella como su marido, transportista de arenas, aseguraron que la joya pertenecía a la difunta abuela de la poseedora y que estuvo guardada mucho tiempo en un arcón de la casa.

Pero antes de comparecer en el juzgado, se presentó el transportista en nuestro domicilio para desmentir esta versión. Confesó que había hallado el brazalete en una de las ramblas donde sacaba la arena que luego conducía a la población. Aseguró además que, aunque sin saberlo, él transportó también el primer brazalete al edificio donde apareció.

Con todo, siguieron su curso las diligencias judiciales, entre ellas una inspección ocular en una de las ramblas de la sierra del Morrón, llamada   —125→   del Panadero y señalada por el transportista como lugar de procedencia de los brazaletes.

Valle de Benejama

VasijaTesoro

Valle de Benejama. En primer término, la Rambla del Panadero, con un grupo de personas sobre el lugar donde apareció el «tesoro» (arriba). Vasija en que se escondió el «tesoro» (izquierda). El «tesoro» tal como se encontró (derecha)

Se efectuó esta diligencia el 30 de noviembre de 1963 y al día siguiente, domingo, 1 de diciembre, iniciábamos la excavación, que concluiría con el espectacular hallazgo. Nos acompañaban Pedro y Enrique Domenech Albero, con sus hijos respectivos, Pedro y Enrique.




El lugar

La sierra de Morrón es el extremo occidental de la gran cadena montañosa arrumbada en dirección oeste-suroeste a este-noreste que, bajo diferentes denominaciones recorre el norte de la provincia de Alicante y el sur de la de Valencia.

Su cota más alta, en lo que a la porción villenense se refiere, alcanza los 912 metros en la cumbre que da nombre a la sierra. Cerca de ella, en la ladera sur, se forma el llamado, en el Mapa Topográfico Nacional, Barranco Roch, como si con esta denominación bilingüe se quisiera resaltar que estamos en la misma raya de la frontera lingüística.

Dirigido primeramente al sudeste, el barranco tuerce luego su curso hacia el sur en las inmediaciones de la Casa del Panadero, tristemente célebre a causa del asesinato que se perpetró en ella hace años.

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En su primer tramo, el Barranco Roch se ciñe a las faldas occidentales de un espolón montañoso que fue asiento del yacimiento prehistórico de Los Pedruscales. Con el cambio de dirección, el barranco cambia también de nombre y pasa a denominarse Rambla del Panadero3.

Los informes del transportista habían señalado una zona del cauce, al pie de las ruinas de unos corralones medievales situados a media ladera del monte inmediato, como posible lugar de aparición del brazalete que le recogimos. Allí empezamos la exploración después de un tanteo infructuoso realizado unos diez metros aguas abajo.

En el talud derecho de la rambla, casi a la altura de las arcillas rojas del fondo, había una mancha de tierras cenicientas que decidimos excavar desde la superficie desmontando por capas los distintos estratos de aluvión en el espacio de un metro cuadrado.

La mancha de cenizas se internaba unos 90 centímetros hacia el monte, y su excavación, que nos había llevado gran parte de la jornada vespertina, resultó tan estéril como las anteriores. Se trataba, sin duda, de los vestigios de una antigua hoguera encendida sobre una delgada capa de gravas superpuesta a las arcillas rojas. Llegamos a pensar si esta hoguera no sería encendida en el tiempo de ocultar el tesoro.




El hallazgo

Eran aproximadamente las cinco de la tarde y comenzábamos a disponer el regreso cuando un movimiento de azada de Pedro Domenech, que se había desplazado un tanto hacia el recodo que formaba el cauce en aquel lugar, puso al descubierto los cantos de dos brazaletes. Ambos descansaban sobre el borde de una gran vasija que, por las trazas, se hallaba repleta de objetos similares.

Vano sería negar la profunda impresión que el hallazgo produjo en todos nosotros. Teníamos ante nuestros ojos un tesoro, fabuloso, al parecer, y de incalculable trascendencia para el futuro de los estudios prehistóricos.

La noche estaba encima y no disponíamos de los medios adecuados para levantar con las suficientes garantías de seguridad aquel extraordinario botín arqueológico. Pensar en cubrirlo de nuevo para volver al día siguiente mejor pertrechados era francamente temerario, y no debíamos tampoco levantarlo sin haberlo fotografiado previamente in situ.

Decidimos entonces, como solución de emergencia, enviar a los dos muchachos al encuentro del coche que ya estaría de camino a recogernos, con una nota al abogado y buen amigo Alfonso Arenas, teniente de alcalde del ayuntamiento, en la que solicitábamos un fotógrafo con medios de iluminación.

Mientras, nos dedicamos a aislar la vasija para su posterior exhumación. Pudimos comprobar entonces que había a su alrededor muchas piezas, desbordadas por el tiempo y los elementos.

Jamás olvidaremos -y tampoco la olvidaron Enrique y Pedro Domenech, recientemente fallecidos- aquella emocionada espera en el anochecer del 1 de diciembre, ocultos en el fondo de una rambla perdida en hosco paraje del término villenense y a la luz de unas hogueras que hacían brillar, con destellos intermitentes, el oro de unos objetos que habían permanecido ocultos a las miradas humanas durante miles de años.

Serían las siete de la tarde cuando alcanzaron la rambla el automóvil de Alfonso Arenas y el conducido por Martín Martínez Pastor. Llegaron con ellos los dos chicos y nuestro buen amigo y colaborador Miguel Flor Amat, autor de los únicos documentos fotográficos del hallazgo in situ.




Las joyas

La vasija era de forma ovoide y boca entrante. Medía 32 centímetros de altura, 42 de diámetro máximo y 29 de boca. Su pasta era rojiza y gris, con la superficie alisada y espatulada de color siena con manchas parduzcas, rojizas y negras, debidas a deficiencias en la cocción.

No se hallaba en el centro de la rambla, sino en un pequeño meandro de su margen izquierda. De haberse enterrado un palmo más hacia el centro, quizá hubiera sido aplastada por las ruedas de los camiones que acarreaban las gravas.

Se encontraba en posición normal y en el interior de un hoyo excavado en el estrato de arcillas rojas que apenas rebasaba en 15 o 20 cm. la altura del recipiente. No tenía cubierta alguna, lo que contribuyó a que se colmase con las aguas calcáreas procedentes de los montes inmediatos.

La lenta evaporación de estas aguas fue depositando en las paredes interiores un sedimento de carbonato cálcico que llegó a alcanzar más de dos milímetros de espesor. El peso de las joyas, ayudado por la fuerza de la corriente, debió contribuir a la fragmentación de la parte delantera de la boca, perdida casi en dos tercios, y al desbordamiento de las piezas que aparecieron al pie. Algunas otras habían rodado aguas abajo de la rambla, como demuestran los cinco brazaletes que recogimos en una exploración complementaria realizada el 22 de diciembre y los que se llevaron a la joyería4.

Componen el tesoro 66 piezas aisladas, de las que 56 se agrupan en 49 objetos claramente diferenciados; las 10 restantes formarían probablemente parte de otras joyas complejas de difícil determinación, por lo que hay que considerarlas provisionalmente como objetos individuales.

Por materias, las piezas se distribuyen así: 60 de oro, tres de plata, una de hierro, una de hierro y oro y una de ámbar. En el siguiente   —[127]→     —128→   cuadro se recoge la distribución por clase de objetos y el peso conjunto de los de cada clase:

Gramos
Brazaletes de oro285.170,35
Brazaletes de hierro131,85
Cuencos de oro113.508,141
Frascos de oro2380,97
Frascos de plata3556,83
Remate o broche de hierro y oro150,49
Botón de oro y ámbar15,84
Diversos51249,81
Totales599.754,31

BrazaleteCetro
Botellas

Brazalete que dio lugar al descubrimiento (arriba, izquierda). Las dos botellas de oro (centro, izquierda). Piezas que probablemente formaron parte de un cetro real (derecha). El «tesoro» (abajo)

Tesoro

[Página 127]

Hallazgos de este tipo suscitan siempre controversia sobre su origen, significación cultural y cronología. Se ha dicho que estos tesoros son de origen centroeuropeo o incluso nórdico, porque en Alemania o en Dinamarca hay algunos cuencos decorados con bultos en relieve, técnica elemental para los que pretenden adornar una superficie metálica. Esta afirmación está muy lejos de haber sido demostrada.




Significación cultural

En cuanto a su significación cultural, estos tesoros han venido a señalar la existencia de un riquísimo foco en estas comarcas capaz de irradiar su influencia a regiones tan alejadas como Suiza (cuenco de Zurich) o Portugal (brazaletes de Portalegre y Estremoz).

También han puesto de relieve la existencia en la Edad del Bronce de unos reyezuelos ricos, detectados por los pueblos cultos del Mediterráneo oriental, fenicios sobre todo, que llegaban a nuestras costas mediterráneas no para traernos oro y plata, sino para llevarse las riquezas de estos reyezuelos.

Aquí parece comprobarse igualmente la existencia de ese substrato indígena que ya se había intuido en la orfebrería tartésica del sur de la Península.

Respecto a cronología, se ha dicho que estos tesoros no pueden ser anteriores a los siglos VII y VIII a. C., basándose para ello en las dos piezas de hierro del tesoro grande. La realidad es que no ha podido fijarse todavía la fecha exacta en que el hierro se introdujo en la Península y hay fundamentos sobrados para suponer que llegó por las costas mediterráneas y no por los Pirineos.

Las dos piezas villenenses significarían que mucho antes de su utilización en gran escala para armas y utensilios, se consideró al hierro metal precioso y atesorable junto al oro y la plata. No hay que olvidar que la fecha tradicional de la fundación de Cádiz por los fenicios se ha venido fijando en el año 1000 a. C., fecha que habíamos propuesto para la datación de ambos conjuntos villenenses, sin descartar la posibilidad de que pudieran ser anteriores6.







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