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Los últimos días de Thor Heyerdahl

Jorge Eduardo Benavides





Con su muerte, Thor Heyerdahl cierra una saga legendaria de grandes exploradores que extendieron los horizontes de nuestro conocimiento. Sus últimos días transcurrieron en la rutina intensa de siempre: trabajando en su casa de Güímar, Tenerife.

Tenía un rostro cincelado por el salitre y la fatiga de los tantos mares que recorrió; unas manos grandes y hermosas, de anciano vigoroso; la mente lúcida del explorador que siempre fue, y un castellano de inflexiones transalpinas, recuerdo de esos casi veinticinco años que vivió en Italia, antes de instalarse definitivamente en Güímar, Tenerife. Thor Heyerdahl, el académico explorador que se lanzó a la aventura de recorrer el Pacífico sur para demostrar sus teorías, partiendo desde el puerto del Callao, acaba de fallecer. Fue precisamente a Italia a morir: él, que nunca se concedía más respiro que los bucólicos paseos dominicales por la isla con su mujer, Jacqueline Beer, decidió pasar la Semana Santa en su villa italiana de Colla Micheri, cerca de Lazio, a donde convocó a sus hijos. «Ya estaba cansado», me confió Anne Nystrom, su secretaria personal, en una intempestiva llamada desde Oslo, estando yo en Lima. Las tenazas de un cáncer diagnosticado en agosto del año pasado -contra el que luchó con la misma fuerza y empeño que puso en su apuesta por la vida- lo habían acorralado definitivamente. «Nos hemos despedido con tanta normalidad», me explicaba atribuladamente Anne en aquella llamada, «que nunca pensé en este desenlace». Ella aprovechó aquellas sorpresivas vacaciones para ir Oslo, donde recibió las primeras noticias del súbito empeoramiento de Heyerdahl. Inmediatamente pensé partir a Italia, pero Heyerdahl se empeñó en no ver a nadie. Porque no deseaba dejar en quienes quería la imagen devastada de su cuerpo cercado por las sombras de la muerte.

Supongo que resulta ocioso relatar a estas alturas sus innumerables periplos de explorador entusiasta e investigador riguroso, pero probablemente sus últimos años en Tenerife resulten poco conocidos para muchos, debido al afable encierro al que se entregó en Finca Mora, la hermosa casa rural donde pasó sus últimos años, entregado a sus investigaciones, escuchando pausadamente los correos electrónicos, los faxes y las cartas que Anne Nystrom leía para él nada más empezar su jornada de trabajo. Recibía cientos de cartas provenientes de todo el mundo: desde universidades rumanas, suizas o italianas, pasando por solicitudes de entrevistas, hasta enfervorizadas misivas de una legión de admiradores que habían averiguado sus señas en la isla canaria donde pasó sus últimos años. Y es que Heyerdahl recaló en Tenerife convencido por un amigo -el naviero Fred Olsen, que posee en Canarias la más importante flota de ferrys que unen las islas- de que debía investigar unas pirámides desdeñadas por los investigadores locales. El caso es que Heyerdahl emprendió una nueva aventura en la isla y con el tiempo fundó allí, en aquel valle umbrío situado a escasos veinte minutos de Santa Cruz, el complejo museístico Pirámides de Güímar, convirtiéndose nuevamente en el centro de muchas polémicas al proponer que aquellas construcciones no eran, como hasta ese momento se había señalado, simples amontonamientos de piedras dejadas por los campesinos del lugar. La muerte lo sorprendió trabajando infatigablemente en su teoría, contratando prestigiosos arqueólogos para que le ayudaran en la tarea de desentrañar los enigmas de aquellos zigurats en los que Heyerdahl creyó ver un eslabón más en la cadena de enclaves que configuraron su teoría migracionista.

Al mismo tiempo trabajaba en la redacción de un último libro, recién editado en Noruega -A la caza de Odín, sería la traducción aproximada del texto- y en unas excavaciones que lo llevaron cerca del mar de Azov, en el delta del río Don (sur de Rusia), donde buscaba vestigios vikingos. La investigación fue costeada íntegramente por él, al declinar amablemente el ofrecimiento de una conocida marca de coches de lujo que pretendía fungir de sponsor para aquellas excavaciones. Y es que Heyerdahl no sólo desdeñó los oropeles de la fama, sino que además se empeñó en una resuelta independencia a la hora de decidir qué, dónde y cuándo era objeto de sus investigaciones. El próximo viaje lo llevaría a Samoa, isla amada donde quizá pensaba encontrar nuevamente el viejo rostro barbado del dios Kon Ti Ki.

En Finca Mora, el tiempo discurría apaciblemente, con un Heyerdahl incapaz de asimilar cualquier artilugio mecánico, como si en su alma de explorador a la vieja usanza no hubiera cabida para los fastidios de la tecnología, dictando a su secretaria pasajes de su libro y corrigiendo a mano los infinitos borradores de un guión que servirá para una película -ahora tristemente póstuma- sobre su vida. Apenas había una interrupción para esas jornadas de trabajo: una breve siesta que duraba lo que el llavero tardaba en caer de sus manos cuando se recostaba en la cama: ese tintineo metálico lo volvía otra vez la vida, a su trabajo, a su minuciosa corrección de manuscritos que ahora han quedado interrumpidos para siempre. Quizá este último viaje lo lleve hasta donde lo espera su silencioso Aku Aku, el espíritu polinésico que invocaba siempre con fervor y lucidez.





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