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Los verdaderos sabios de la poesía


Rusell P. Sebold


Universidad de Pennsylvania



En Los eruditos a la violeta, a cuya segunda lección sobre «Poética y retórica» dedico estas líneas, Cadalso menciona a «Nicolás de Moratín, a quien -dice- estimo tanto como a poeta (y no a la violeta) como cuanto a amigo (tampoco a la violeta)»1. El alcance de tal observación es mucho mayor de lo que podría parecer a primera vista: no se trata en modo alguno de una excepción hecha a la regla por la amistad. Ello es que en toda la segunda lección de Los eruditos a la violeta no aparece un solo poeta a la violeta. Por cierto que en las otras lecciones, sobre la filosofía, sobre el derecho, sobre las ciencias matemáticas, etc., se amontonan anécdotas extravagantes, pormenores pedantescos y terminología exótica con que el violeto o falso erudito puede impresionar a los afectados que frecuentan los salones, del mismo modo que las erudicioncillas ultrabarrocas del famoso predicador fray Gerundio de Campazas servían para pasmar a los patanes reunidos en las pobres iglesias de las aldeas. Mas es menester subrayar que no rige el mismo patrón satírico en la segunda lección.

Todo lo que Cadalso escribe en ésta es, al contrario, serio, o bien ofrece una vertiente por la que puede tomarse en serio. Pues la lección sobre la poética y la retórica resulta ser un fiel compendio del pensamiento esencial de Cadalso en tomo a esas cuestiones. La primera mitad del Suplemento a Los eruditos a la violeta versa sobre traducciones y otros asuntos relacionados con la lección de la poesía; y así incluso cuando Cadalso alude al conjunto de la obra en los preliminares de esa continuación, queda claro que está pensando en el tema que sigue otra vez a esas páginas. Se expresa por la pluma de una corresponsal ficticia que ha leído el curso completo de todas las ciencias y ve en esas lecciones un papel «escrito contra los falsos eruditos y en favor de los verdaderos sabios» (EV, 401; la cursiva es mía). Ahora bien: en ninguna lección se toma más en cuenta la verdadera sabiduría que en la segunda sobre la poética, y el referente concreto de la lectora ficticia se confirma cuando ella sigue dirigiéndose al autor; pues no aventura sus opiniones hasta «después de haber leído la lección de la poesía que vuestra merced puso en el curso completo y tomado su verdadero sentido» (EV, 403; la cursiva es mía). En fin: este «verdadero sentido», detectado por la corresponsal fingida de Cadalso -así como el carácter de los verdaderos sabios de la poesía-, es lo que más atrae en la segunda lección de Los eruditos a la violeta.

He dicho que no se presenta ningún poeta a la violeta en la lección que nos ocupa; y en efecto, todos los poetas nombrados allí -sean antiguos o modernos, franceses, ingleses, italianos o españoles- son altamente reputados. Pero sí se nota en seguida que para el autor predominan dos Parnasos o grupos de poetas, que son los de la antigüedad, por un lado, y los españoles, por otro. Los antiguos mencionados en las páginas sobre la poesía son Homero, Píndaro, Anacreonte, Virgilio, Ovidio, Horacio, Lucano, Marcial, Juvenal, Persio, Propercio, Tíbulo y Catulo. El propio maestro de los violetos nos proporciona la lista de los principales poetas españoles al aconsejar a sus discípulos sobre los nombres con que deberían exornar sus conversaciones: «Nombraréis a Juan de Mena, Boscán, Garcilaso, León, Herrera, Ercilla, Mendoza, Villegas, Lope, Quevedo, etc.» (EV, 332). Gracias a menciones posteriores los hermanos Argensola se incorporan a tan distinguida banda. Pero ¿cuál es el sentido de estas dos agrupaciones máximas de poetas antiguos y poetas modernos españoles, a cada una de las cuales Cadalso aplica el término Parnaso?

Llamar Parnaso a un grupo de poetas es, evidentemente, lo mismo que llamarlos clásicos; y al hacerlo, Cadalso se anticipa a un concepto que formulará de modo más directo en las Cartas marruecas, donde habla de «los clásicos de cada nación» y distingue a «los más clásicos autores ajenos»2. Esto es, que frente a los poetas antiguos, a quienes siempre se estilaba llamar clásicos, también han de llamarse así los mejores poetas de cada nación moderna. En lengua española existió la posibilidad de llamar clásico a un poeta moderno como Garcilaso desde el anónimo Panegírico por la poesía, de 1627, según hice ver hace diez años3; y al trazar el paralelo entre los clásicos del mundo antiguo y los clásicos del mundo moderno español, Cadalso está haciendo eco a una idea indispensable que afirmaban todos los críticos de su época -Feijoo, Luzán, Sarmiento, el marqués de Valdeflores, Antonio Burriel, José Nicolás de Azara, etc.- quiero decir, la noción de que el poeta moderno disponía de dos grupos de modelos dignos de la imitación, por cada uno de los cuales podía tomar contacto con los valores clásicos: el Parnaso grecolatino y el Parnaso español. No se acuñó el término neo-clásico, con el prefijo, hasta el siglo XIX, pero si se llegó ya en el XVIII a la conclusión de que se podía ser neoclásico - un nuevo clásico- imitando ya a los poetas del Parnaso antiguo, ya a los del Parnaso nacional, o ya conjuntamente a poetas de los dos Parnasos.

Los poetas españoles cuya importancia es señalada por el maestro de los violetos son los mismos en quienes se concentran importantes críticos neoclásicos como Luzán, en su Poética (1737), y Luis José Velázquez, marqués de Valdeflores, en sus Orígenes de la poesía castellana (1754); son los mismos en quienes no sólo Dalmiro, sino amigos y colegas suyos como Moratín el Viejo, Iriarte, Diego Tadeo González, Meléndez Valdés, Forner, Jovellanos y otros más jóvenes como Cienfuegos, Quintana y Lista buscarán modelos cuya inspiración los lleve a la emulación; y son, por fin, los mismos a quienes las grandes editoriales de la segunda mitad de la centuria decimoctava reeditan en pulcras y cuidadas ediciones. (Cadalso vio aparecer las ediciones neoclásicas de fray Luis de león en 1761, Garcilaso de la Vega en 1765 y Esteban Manuel de Villegas en 1774, así como el Parnaso español de López Sedano entre 1768 y 1778). Tanta solidaridad en críticos, poetas y editores descubre un común juicio de valor ante todos los clásicos concernidos y apunta a un común concepto de aquello que es neoclásico. Veamos cómo Cadalso expresa tal juicio y concepto, y ello nos permitirá apreciar a la vez hasta dónde se remonta la renovada tradición clásica dentro de la que se sitúa el autor de Los eruditos a la violeta.

El término con el que los neoclásicos caracterizan lo clásico es el más sencillo del mundo y, sin embargo, por el valor retórico de su gran sobriedad viene a ser el más elocuente que cabe: es el nada pretencioso calificativo bueno, en el cual precisamente por su absoluta falta de afectación se sintetizan admirablemente todos los rasgos estilísticos que unen a los grandes poetas de la antigüedad y los grandes poetas de las naciones modernas. En el capítulo III, «'Aquel buen tiempo de Garcilaso' y el neoclasicismo», de mi ya citado libro Descubrimiento y fronteras del neoclasicismo español (págs. 65-89), estudio la referida acepción del adjetivo bueno en numerosos textos de signo clásico, desde El arte poética en romance castellano (1580), de Miguel Sánchez de Lima, donde aparece por vez primera, hasta más allá de la época del neoclasicismo dieciochesco. Y claro que en esas páginas aproveché uno de los dos ejemplos contenidos en Los eruditos a la violeta, en el cual Cadalso establece la ilación entre la poesía clásica italiana y la poesía clásica española, afirmando que de aquélla «Garcilaso, Herrera y otros introdujeron en la nuestra muchos metros y frases poéticas que la hermosearon en tanto grado, que nuestra buena poesía se puede llamar hija de aquélla» (EV, 431; la cursiva es mía). Para la acepción de bueno de la que se trata aquí, tiene interés tomar nota de que es aplicable asimismo a los poetas clásicos de otras naciones, según se aclara por el otro ejemplo presente en la obra que comentamos. Cadalso alude a Corneille y Racine, en este orden, al escribir: «Dije que éste y el que sigue cultivaron la buena poesía» (EV, 433; la cursiva es mía).

Aplicado a la poesía clásica española, bueno encierra a la vez una tácita demarcación histórica -se trata de valores clásicos en la forma en que se dan sobre todo en el siglo XVI-, según se verá mirando otra vez los nombres de los poetas recomendados por el maestro de los eruditos. Estos cotos cronológicos quedan claramente definidos en un libro entonces célebre, que Cadalso seguramente había leído: quiero decir, los Orígenes de la poesía castellana, del marqués de Valdeflores, donde asimismo se utiliza por primera vez como concepto historiográfico literario el término Siglo de Oro4. Aludiendo al siglo XVI con su propio término cronológico, Velázquez insiste: «Esta tercera edad fue el Siglo de Oro de la poesía castellana; siglo en que no podía dejar de florecer la buena poesía»; y en otro lugar, sobre la égloga dice: «Esta especie de poesía nació entre nosotros en el buen siglo, la debemos a Boscán, Garcilaso y D. Diego de Mendoza, que fueron los primeros que empezaron a usarla con arte»5. De los pasajes cadalsianos que hemos considerado, así como de toda la crítica neoclásica, se desprende a la par que los lectores del setecientos no ven el Siglo de Oro como un conjunto de dos siglos áureos, como nosotros, sino como un solo siglo áureo: el quinientos.

La segunda lección de Los eruditos a la violeta contiene no solamente los rudimentos de la historiografía de la poesía clásica al modo dieciochesco6, sino también los de la teoría poética, clásica y neoclásica. Verbigracia, se recoge un famoso precepto del Arte poética de Horacio aplicándolo, irónicamente, a la crítica de las odas de ese mismo poeta: «Haréis -dice el maestro de los violetos- que todos observen que los principios de sus odas anuncian más de lo que son en realidad de verdad» (EV, 329). Donde el precepto horaciano llevado a la práctica es desde luego: Nec sic incipies, ut scriptor cyclicus olim: / «Fortunam Priami cantabo, et nobile bellum». / Quid dignum tanto feret hic promissor hiatu? / Parturient montes; nascetur ridiculus mus (vv. 136-140), que Tomás de Iriarte traduce así en 1777: «Ni has de empezar diciendo / como el otro poeta adocenado: / «Cantar del celebrado / Príamo la fortuna y guerra emprendo». / ¿Qué saldrá, al fin, de esta arrogante oferta / pregonada con tanta boca abierta? / De parto estaba todo un monte; y luego / ¿qué vino a dar a luz? Un ratoncillo»7. Otro conocido precepto de la Poética horaciana: Multa renascentur, quae jam cecidere, cadentque / quae nunc sunt in honore, vocabula, si volet usus, / quem penes arbitrium est, et jus et norma loquendi, además de citarse en latín y darse en traducción del autor, se glosa y castellaniza así: «Y tenemos pruebas de ello suficientes para fundar esta máxima, pues una infinidad de voces que en otros tiempos se usaban, como reprochar, ca, magüer, acatamiento, fazañas, etc., se han perdido. Bien es verdad (y como se dice lo uno se ha de decir lo otro), bien es verdad que en cambio nos ha hecho recibir la señora moda otras voces, que no las entendieran Cervantes, Argensola, Saavedra, León, Mariana, ni Solís, como coqueta, tur (tour), detallar y otras asaz particulares que no ignorará el benévolo y curioso [lector], mi venerado dueño y muy señor mío» (EV, 423-424).

Una faceta satírica en la que anda disfrazado un precepto serio -técnica a la que aludimos más arriba- es el siguiente consejo del maestro relativo al famoso epigramatista romano: «De Marcial celebraréis la ingenuidad, que otros llaman indecencia, con que llama cada cosa por su nombre» (EV, 331). Pues en estas palabras se recuerda a la vez esa entrañable forma estilística que Quintiliano resume así: ... illa callidissmima simplicitatis imitatio [...] verbis vulgaribus et cotidianis et arte occulta (Institutionis oratoriae libri duodecim, IV, 2, 57-57). Otra regla clásica indirectamente comunicada por el maestro de los seudo-eruditos es la que Horacio expresa al afirmar que cada verso ha de ser limado diez veces, y Boileau al insistir en la necesidad de devolver la tela poética veinte veces al telar: es decir, ese repetido esfuerzo por lograr un estilo perfectamente pulido que Bécquer llamará la lucha por domar el rebelde, mezquino idioma. Me refiero a las siguientes palabras del maestro, en el momento en que pasa del tema de los poetas antiguos al de los españoles: «De los nuestros, ya os oigo preguntarme lo que habéis de decir. Allá voy; pero tomemos un poco de descanso, que el Parnaso es largo y dificultoso de andar» (EV, 332). He escrito la frase clave en cursiva, y es clave porque, además de entenderse por ella la dificultad del tema que el maestro va a desarrollar, se sugieren las incesantes caídas y retrocesos que acosan al poeta antes que arribe a la perfección estilística. El precepto es clásico, pero esta vez, curiosamente, Cadalso está endeudado por su forma expresiva con un gran barroco de su siglo, el Piscator de Salamanca, doctor don Diego de Torres Villarroel, quien, en la visión XI, «Corral de comedias, poetas líricos, cómicos y representantes», de la primera parte de sus Visiones, escribe: «Ya no hay quien suba a la cumbre del Parnaso, que es monte de musas y dificultades, y se les hace muy cuesta arriba»8. (El archiquevedesco Torres sorprende a veces por sus preferencias teóricas clásicas, y en el trozo citado incluso alude al diálogo entre la inspiración [«musas»] y la disciplina [«dificultades»] sobre el que se monta el proceso creativo.)

La regla sobre la repetida corrección del estilo que Torres y Cadalso alegorizan por la imagen de quien sube tropezando por el camino del Parnaso, reaparece medio oculto en otro trozo satírico donde no tiene a primera vista nada que ver con el contenido del pasaje. El maestro les advierte a los violetos que no arriesguen su fama de grandes conocedores de la poética mostrando composiciones originales en los concursos a los que acuden: «El tiempo que habéis de gastar en componer, no digo una tragedia, ni un poema épico, ni siquiera un sainete, sino solamente un dístico latino o una seguidilla española, gastadlo en llenaros esas bien peinadas cabezas de párrafos de aquí y de allí, pedazos de éstos y de aquéllos, y de mucha vanidad sobre todo» (EV, 339). Aun la humilde seguidilla requiere una esmerada elaboración si ha de ser digna de la estimación de quienes entienden de la poesía. He aquí la moraleja que se desprende del pasaje citado, y en esta ocasión la forma expresiva se aproxima a la de la fábula II de las Fábulas literarias, que Tomás de Iriarte publicará diez años más tarde. Iriarte prosifica así la enseñanza contenida en dicho poema: «Se ha de considerar la calidad de la obra, y no el tiempo que se ha tardado en hacerla», por lo cual en la fábula II se da más valor al capullo en el que labora largos días el gusano de seda, que a la tela de la araña que se teje en una sola mañana9.

Hay varios puntos de historia y poética a los que no podremos sino aludir, al concluir; mas queda un precepto -sin duda el predilecto de los mejores poetas líricos a partir del Renacimiento- al que habría que dedicar mayor atención. El instructor de los falsos eruditos lo expresa primero en forma aparentemente seria: «Alabad la dulzura de Garcilaso»; pero después lo somete a una dramatización burlesca: «Y luego, en caliente, sin dejar al auditorio dos minutos de tiempo para descansar de la fatiga con que os habrá estado viendo liquidaros, dulcificaros, almibararos y derretiros, como azúcar cande en la boca de una niña golosa, encajad de cabo a rabo toda la égloga: «El dulce lamentar de dos pastores, / Salicio juntamente y Nemeroso, etc.» (EV, 334). Ahora bien: dulzura es el término técnico de la poética clásica y neoclásica con que se designa ese talento de los mejores líricos para suscitar una delicada reacción emocional, y en este sentido el término existe desde tiempos romanos. Encierra a la par la nostálgica connotación de que esa cualidad emotiva suele hallarse en grado máximo en grandes poetas desaparecidos, según se desprende del siguiente pasaje de Quintiliano: ... tanto est sermo Graecus Latino iucundior ut nostri poetae, quotiens dulce carmen esse voluerunt, illorum id nominibus exornent (Institutionis oratoriae libri duodecim, XII, 10, 33). A tan importante rasgo de la lírica Luzán le dedica tres capítulos de su Poética de 173710; mas para comprender la relación de Dalmiro con esta tierna tradición estilística en la práctica, se precisa recordar que dulzura tiene un sinónimo exacto en el uso de los poetas y los críticos: blandura. En «La flor de Gnido», hablando de sí en tercera persona, Garcilaso se refiere así a su inspiración: «su blanda musa»11; y calcando esta expresión, Cadalso llama a su estro «mi blando numen»12. Entre las observaciones del preceptor de los violetos sobre Ovidio, se lee: «Notad lo dulce de la tristeza en sus elegías y cartas del Ponto» (EV, 327); y ante la coincidencia del clásico romano y el clásico español Garcilaso en tal tonalidad, es inevitable no recordar que el neoclásico se inspira tanto en el Parnaso antiguo como en el nacional. (En el segundo poema de los Ocios de mi juventud, Cadalso, muy emocionado, recuerda que «... por remedio en mi tristeza, / de Ovidio y Garcilaso la terneza, / leí mil veces, y otros tantos gozos / templaron mi dolor y mis sollozos»)13. En fin: confrontando la poesía de Cadalso con Los eruditos a la violeta, no sólo se ilustra la unidad entre la prosa y el verso cadalsianos, sino que se demuestra con ejemplos convincentes lo dicho al comienzo de este trabajo, esto es, que va en serio la mayor parte de lo que se lee en la segunda lección del curso completo de todas las ciencias.

Una frecuente manifestación de la postura neoclásica es el antibarroquismo. En Los literatos en Cuaresma de Iriarte y en La derrota de los pedantes de Moratín hay graciosísimas parodias de lo barroco en el teatro, pero no hay nada más delicioso desde el punto de vista costumbrista que lo sucedido durante la representación de una comedia famosa que Cadalso fue a ver: «... allí había ángeles y diablos, cristianos y moros, mar y corte, África y Europa, etc., etc., y bajaba Santiago en su caballo blanco, y daba cuchilladas al aire matando tanto perro moro, que era un consuelo para mí y para todo buen soldado cristiano; por señas que se descolgó un angelón de madera de los de la comitiva del campeón celeste y por poco mata medio patio lleno de cristianos viejos que estábamos con la boca abierta» (EV, 432). Por los estudios realizados en los últimos años se ha ido viendo cada vez más claramente que la literatura española del setecientos no es en absoluto «afrancesada», sino de carácter cosmopolita, y esto también se refleja en la sátira cadalsiana. Los violetos han de hablar del teatro en tal forma -les advierte su maestro-, que «os tendrán por pozos de ciencia poético-trágico-cómico-grecolatino-ánglico-itálico-gálico-hispánico-antiguo-moderna (¡fuego, y qué tirada)» (EV, 338). Jovellanos todavía no había escrito El delincuente honrado, pero el maestro de los falsos eruditos está al tanto de la comedia lacrimosa: «Hablad de las novedades introducidas en la escena francesa por [...] monsieur Diderot en lo cómico» (EV, 336). En dos pasajes (EV, 409, 429), Cadalso expone los criterios de esa nueva forma de traducción literaria que Iriarte llama connaturalización y que consta de una adaptación tan completa de la obra extranjera al nuevo medio cultural, que por poco se convierte en obra original14.

En los últimos treinta años, en numerosos trabajos de índole general, he hablado de las grandes cuestiones de historia y teoría poéticas que se han vuelto a plantear aquí. En esas otras ocasiones tomé textos y datos de numerosas obras del siglo XVIII, así como anteriores y posteriores, para construir el panorama crítico. El hecho de que ese ancho panorama pueda a la vez abarcarse desde dentro de obras individuales como Los eruditos a la violeta me parece la más significativa sanción posible de la validez de la nueva historiografía de la Ilustración y el neoclasicismo que se viene proponiendo a partir de los años cincuenta de nuestro siglo.





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