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Últimos representantes de la crítica literaria

Francisco Blanco García





Críticos académicos: Cánovas, Valera y Menéndez Pelayo.- Críticos periodistas: Revilla, García Cadena, «Clarín», Palacio Valdés, Balart, Bofill, Fernández Flórez, Picón, Luis Alfonso, Sánchez Pérez, García Ramón, etc.- Dª. Emilla Pardo Bazán.- Monografías críticas de Rubió y Lluch, el Marqués de Figueroa, Dª. Blanca de los Ríos, etc.- Críticos barceloneses: Yxart, Sardá, Gener, etc.

A las rudas faenas de la erudición y las investigaciones bibliográficas, a la búsqueda de lo peregrino en el campo de nuestra antigua literatura, sucedió en la critica literaria, a partir del cataclismo de la revolución septembrina, un cambio radical que simultáneamente provocan el afán decidido por lo contemporáneo, el afrancesamiento con visos de epidemia, y el choque de doctrinas e ideales contrapuestos, en que no entran sólo los intereses del arte, sino también los de la religión y la política. Al estudio de los libros polvorientos sustituye el de los que todavía guardan fresco el olor de la tinta de imprenta, y a las discusiones sobre la autenticidad de un escrito, y el nombre de un autor incógnito, otras más vivas y ardientes, aunque con frecuencia no menos efímeras. Hasta el estilo y la manera de juzgar pierden aquel sello de hierático reposo o de reminiscencia clásica que caracterizó al período antecedente para adquirir el brío de la lucha y renovarse con audacias de expresión, reflejo de las audacias del pensamiento. Cuando estaba en su apogeo la gloria de Ayala y Tamayo, de Fernán Caballero, Selgas y Trueba, el público se reducía a admitirles y a agotar las ediciones de sus obras; pero la crítica apenas las analizaba sino superficialmente y por compromiso. En cambio, esos mismos autores han sido después estudiados y discutidos, y los más modernos, como Echegaray, Pereda y Galdós, excitan, al producir algo nuevo, tempestades periodísticas en las que tal vez sobrenada algún juicio que confirmará la posteridad. Con esto adelanta muy poco la difícil labor con que los buzos de lo pasado pueden preparar la hoy casi imposible empresa de escribir una historia cabal de la Literatura española.

Por la misma razón son tan dignos de aplauso los muy contados eruditos que imitan el ejemplo de los colectores de la Biblioteca de Rivadeneyra, y los que de entre éstos hacen gala de conservar sus antiguas aficiones, a pesar de la indiferencia del público.

Bien sé que no agradará a todos el ver estampado aquí el nombre de D. Antonio Cánovas, nombre que va convirtiéndose en bandera de combate para amigos y enemigos; pero es justo reconocer, pese a tales apasionamientos, que el célebre estadista conoce como pocos la literatura patria y las extranjeras, y que sus obras de crítica encierran gran copia de datos originales, y frutos de sabia observación encerrados en la amarga cáscara de un gusto nada refinado y un estilo caliginoso. Da lástima seguir la fusión y el desenvolvimiento simultáneo de lo excelente y lo vulgar en los discursos académicos del Sr. Cánovas, y lo mismo en el extenso prólogo a la colección de Autores dramáticos contemporáneos1. Trata éste del origen y vicisitudes del genuino Teatro español, y afírmase en él que el verdadero propósito de Lope de Vega y de sus imitadores no fue copiar las costumbres del siglo XVII, sino el ideal caballeresco que en parte había desertado de ellas para refugiarse en la opinión de las clases elevadas, y que continuó informando el espíritu y las ideas del pueblo español durante el siglo XVIII, sin desaparecer siquiera en el presente, antes bien dando vida y perdurable atractivo a las más hermosas producciones dramáticas de los poetas contemporáneos. Podrá discutirse en todo o en parte la tesis del autor; pero la novedad y los profundos conocimientos con que está indicada y desenvuelta, ni menos el mérito de algunos pormenores, como el de haber dado a conocer a un apologista de la libertad escénica, llamado D. Luis Morales y Polo, que en el Epítome de los hechos y dichos del Emperador Trajano (Valladolid, 1864) se adelantó a los corifeos del romanticismo.

Harto menos interesantes resultan los estudios del Sr. Cánovas sobre algunos literatos modernos, desde el poeta cubano Heredia hasta Moreno Nieto y Revilla, sin exceptuar los dos tomos titulados El solitario y su tiempo, en los que las consideraciones de color político, la disculpable exageración de los méritos del biografiado y la abundancia de lugares comunes, preponderan con mucho sobre los aciertos críticos, que son muy infrecuentes.

Si la elevada representación de D. Antonio Cánovas como jefe de partido da origen a las vulgares diatribas con que son continuamente asaeteadas sus obras, el escepticismo benévolo y la aparente candidez de D. Juan Valera van sirviendo de impenetrable escudo a su justísima reputación de crítico2, no menos que a la de novelista y escritor clásico. Verdadera enciclopedia viviente en asuntos literarios, es a la vez un modelo de fina educación social. Su pluma parece mojada en bandolina siempre que traza un nombre propio, y aun al discutir principios y sistemas huye con exquisito esmero de inferir la más ligera herida, a no ser cuando el adversario le saca del terreno neutral del optimismo con afirmaciones o negaciones rotundas, que en los oídos de Valera producen el efecto de la más intolerable disonancia. Sólo por esta causa ha dejada deslizar algunas gotas de hiel en sus críticas de Aparisi, el representante de la intransigencia católica, de Pi y Margall, el Proudhon español, y de Liniers, el autor de Todo el mundo, sátira amarguísima de las ideas liberales. Por lo demás, la laxitud de criterio que admiramos en las Cartas americanas, para citar un ejemplo bien reciente y de que todo el mundo se acuerda, no reconoce límites, y hasta hace poner en duda la sinceridad de algunos elogios. Los mismos ataques a la escuela naturalista que contienen los Apuntes sobre el nuevo arte de escribir novelas parecen envueltos en algodón en rama, según abundan las restricciones y las suavidades del estilo, y, sobre todo, dejan a salvo los procedimientos de los imitadores que Zola tiene en España.

Yo no sé si este afán de conciliar extremos procede de verdadera convicción, o sirve de velo al desdén irónico, como pretenden algunos zahoríes de intenciones ajenas; pero de fijo no entienden así las alabanzas de Valera aquellos a quienes las dirige.

Puede en este sentido fomentarse con ellas la injustificada vanidad de poetillas y literatos intonsos, pero ¡cuánto aprende, en cambio, la generalidad de los lectores y cuánto gana la Literatura! A propósito del libro más baladí y soporífero extrae Valera de su erudición copiosos y transparentes raudales de doctrina, hace que circulen condensados en fecunda y amena síntesis las últimas conclusiones, los descubrimientos novísimos de la investigación literaria o científica, y llega a naturalizar en España obras y autores que, de otro modo, quizá no traspasarían nuestras fronteras. Sólo es de lamentar en empresa tan meritoria la falta de escrúpulo con que procede el insigne académico, para el cual no hay distinción de moros y cristianos, ni de venenos y antídotos, cuando se atraviesan los intereses del arte.

Consiste además el mérito de Valera en prestar amenidad a todo lo que toca con la varilla mágica de su ingenio, en escoger las flores de la belleza y del arte, despojándolas de las espinas del tecnicismo y del análisis, en hermosear las verdades más abstrusas con el risueño manto de la ficción genial. Diserta sobre Literatura en el mismo tono que sobre Filosofía y Crematística, preocupándose menos de enseñar que de agradar, haciendo gala de opiniones peregrinas, y mezclando con la cuestión principal multitud de accesorios incidentales, siempre instructivos o de singular encanto. Es un autor de causeries pulcro y aristocrático, que encanta a las mujeres instruidas y a los hombres perezosos, que emplea en sus obras las cortesanías del trato social, y ha logrado por este camino lo que no se logra por otros más difíciles.

El arte de Valera como crítico no fluye con la misma facilidad que en la prosa narrativa y el discreteo filosófico, carece de aquella precisión gráfica y aquel relieve que le añadirían nuevos quilates de valor absoluto, pero a costa de la originalidad.

Con el de Valera se enlaza un nombre que está por encima de toda discusión, que escribirán con caracteres de oro las futuras generaciones y que es el orgullo de la presente; porque ya no hay pasiones políticas, ni odios miserables, ni reticencias interesadas que nieguen en alta voz el prodigioso mérito de D. Marcelino Menéndez y Pelayo3. Pasaron ya aquellos tiempos en que desde la Inclusa del periodismo le calificaban los gacetilleros de ratón de bibliotecas y rebuscador ocioso de papeles viejos. La serie de estupendas publicaciones con que ha ilustrado nuestra historia religiosa, política y literaria; el criterio personalísimo y eminentemente filosófico con que ha sabido dar vida a los materiales allegados por sus propios esfuerzos; los raudales de ciencia que brotan de su pluma; la amplitud y elevación de sus ideas; los laureles unidos de pensador original, polemista ardoroso e irresistible, crítico sin rival en España, bibliófilo y erudito omnisciente, historiador de clásica y elegante sobriedad, y estilista en quien la magia y el brillo de la expresión se hermanan con la naturalidad ingenua y encantadora; el número de volúmenes, en fin, con que ha demostrado que en él no se cumplen las leyes de relación entre la edad y la ciencia, entre el tiempo y el trabajo, le colocan en la esfera superior del genio, adonde no pueden ya llegar los dardos de la envidia impotente, hacen de él una representación viva de la España tradicional, cuyo espíritu parece haber resucitado en el suyo, dejando aún espacio libre donde caben desahogadamente el ideal clásico y el del mundo moderno; y le han inmortalizado en vida, dándole derecho, si alguna vez puede tenerlo un mortal, a la apoteosis que hoy se emplea y se prostituye en los aduladores del error triunfante.

Joven era, casi un niño, cuando apareció en público como brioso defensor de la ciencia española el que después había de ser uno de sus preclaros timbres. En el ataque y en la defensa acreditó Menéndez Pelayo, no sólo la prodigiosa suma de conocimientos que no osaban negarle sus propios adversarios, sino también una perspicacia y un tino admirables, y una mirada sintética que armoniza los múltiples elementos suministrados por su vastísima erudición, haciéndolos servir al plan de una filosofía de la historia de España totalmente opuesta a la que inventaron los legisladores de Cádiz, y que después perpetuaron la ignorancia y la populachería progresistas. Los lugares comunes de la barbarie inquisitorial opresora del pensamiento, de la tiranía religiosa y política de la Casa de Austria, del martirologio de sabios perseguidos por la alianza despótica del Altar y el Trono, se convirtieron en leyendas forjadas por el liberalismo iluso, y desmentidas por mil y mil nombres, más o menos ilustres, que la Península Ibérica puede oponer a los que otras naciones veneran y ensalzan con el entusiasmo de la piedad filial y la exageración del patriotismo. Hombres de tanta fama, entre las huestes liberales, como D. Gumersindo Azcárate, D. Manuel de la Revilla, D. Nicolás Salmerón y D. José del Perojo, hubieron de rendir sus armas ante el improvisado adalid de una tesis para ellos inaudita.

Los proyectos y las polémicas de la ciencia española constituyen el programa que Menéndez Pelayo ha ido cumpliendo en todas sus obras, y que les presta un sello de grandiosa unidad, un carácter de ciclópeo edificio consagrado al culto de la nacionalidad ibérica. El coleccionador que reúne los materiales dispersos en las bibliotecas y los archivos, es también artista que les da forma y atractivo; con la privilegiada memoria y la infatigable laboriosidad del arqueólogo, van juntos la intuición del crítico y el clásico gusto del helenista. El sentimiento de la belleza rige y domina con soberano imperio todas las facultades de Menéndez Pelayo, y corona de purísimos resplandores los eriales de la bibliografía y la exhumación de los restos fósiles arrancados de las capas geológicas que amontonó sobre ellos el transcurso de los siglos.

Ábrese la serie de las publicaciones del insigne académico con los Estudios críticos sobre escritores montañeses, y versa el primero de todos4, único publicado, sobre la vida y obras de D. Telesforo Trueba y Costo (1798.1335), novelista que consiguió con sus narraciones en inglés emular los triunfos de Walter Scott. Las noticias y apreciaciones que encierra este libro reúnen, a sus méritos de otra especie, el de la originalidad casi absoluta.

La monografía Horacio en España5 ofrece, bajo tan modesto título, multitud de datos peregrinos sobre los traductores e imitadores del cisne de Venusa en España, Portugal y la América española, y además suple en no pocas ocasiones las deficiencias de las historias generales de nuestra Literatura. Nada se ha escrito sobre Fr. Luis de León ni tan vigoroso ni tan profundo como las páginas de oro que aquí se le dedican, y no son de menos valor las consagradas al malogrado joven catalán Manuel Cabanyes, cuyo renombre póstumo se debe, en gran parte, a Menéndez Pelayo. Apenas hay un poeta notable entre los nuestros que no aparezca retratado con breves y magistrales pinceladas en esta copiosa galería que siempre se lee con placer y se consulta con fruto.

El exagerado clasicismo de la profesión de fe con que termina el Horacio en España, hizo creer a muchos que su autor menospreciaba el arte cristiano, y en general el de cuantos no han seguido fielmente la tradición griega y latina; pero no tardaron en desmentir estas preocupaciones erróneas las magníficas conferencias sobre Calderón y su teatro6, pronunciadas, con motivo del centenario del gran poeta, en el Círculo de la Unión Católica, conferencias en que domina un criterio elevado, libre de estrecheces doctrinales, y en las que si no se hace plena justicia al teatro calderoniano, es por razones ajenas a todo exclusivismo estético, y que demuestran una libertad de juicio en nada opuesta a la ortodoxia católica del autor.

Los prólogos con que ha encabezado muchas obras literarias, cediendo más de lo justo a las solicitaciones de sus amigos, los estudios insertos en la Biblioteca clásica de Navarro y en las principales revistas de Madrid, formarían reunidos gruesos volúmenes de sana doctrina y pasmosa erudición, de los que sólo uno ha querido incluir en la Colección de escritores castellanos7. Cierto que en él hay joyas de tan subido precio como el discurso de recepción en la Academia de la Lengua sobre los poetas místicos españoles, y los estudios sobre Rodrigo Caro, Martínez de la Rosa y Núñez de Arce, escritos los dos últimos para la antología de Autores dramáticos contemporáneos.

El temperamento, esencialmente artístico, de Menéndez Pelayo embelleció con las flores de la literatura la magistral Historia de los heterodoxos españoles (1880-81), en la que hay capítulos enteros apartados de la candente arena de las discusiones religiosas, y que son como frescos oasis para común deleite del narrador y de los lectores. Juan de Valdés, el abate Marchena el canónigo Blanco, y en opuesto sentido Balmes y Donoso, parecen resucitar de sus tumbas al conjuro de una crítica, ya benévola, ya entusiasta, y siempre fascinadora.

Pero no es posible detenerse a acompañarla en tales excursiones furtivas, ni siquiera seguir el vuelo de águila caudal con que ha recorrido la Historia de las ideas estéticas en España. Un libro aparte se necesitaría para analizar esta obra, cuya posibilidad y cuyo objeto hubieran negado en redondo muchos que al leerla cambian hoy de opinión, vencidos por la fuerza de los hechos. Ahí está como índice elocuente de una sola fase, obscura y olvidada, de la ciencia española, como un inventario parcial de sus tesoros, descubiertos entre las polvorientas páginas de San Isidoro y sus discípulos, de los filósofos árabes y judíos, de Ramón Llull, Raimundo de Sabunde y Ausías March, de los profundos teólogos escolásticos posteriores al renacimiento, de los grandes preceptistas, como el Pinciano, que se adelantan a Lessing, de los poetas y prosadores de los cuatro últimos siglos, de todos aquéllos que con más o menos fortuna estudiaron los misterios de la belleza natural y artística. No sería difícil señalar alguna sombra en este vastísimo cuadro, pero de esas que indican exceso de capacidad en la mente que concibe y en la mano que ejecuta. Así la Historia de las ideas estéticas se convierte a trechos en historia de la Literatura; así el orden riguroso de las agrupaciones parciales se quebranta en favor de una de ellas y en perjuicio de las demás; así figuran al lado de los autores nacionales muchos que no lo son y que, aun habiendo promovido revoluciones tan hondas en la Ciencia como Kant y Hegel, no debían ser conmemorados con la prolijidad con que lo hace Menéndez al consagrar dos volúmenes íntegros a tos modernos tratadistas de Estética en Alemania, Inglaterra y Francia. ¡Leves sombras, a la verdad, que se disipan cuando, en vez de apreciar el conjunto, nos deleitamos en la contemplación de cada una de sus partes!

No es la tenacidad del patriotismo, sino la voz severa de la justicia, la que hoy proclama en todas las regiones donde se conoce el idioma de Cervantes el valor excepcional de Menéndez Pelayo y de sus asombrosas producciones. Pese a la frívola indiferencia parisiense que no se ha dignado saludarlas, resuenan hoy en toda la Europa sabia muchos testimonios que deponen a favor del insigne santanderino, y aun en Francia hay quien le conoce y admira. Conocerle..., eso es también lo que necesitan cuantos compatriotas suyos le rebajan oponiéndose a la corriente de una opinión que acabar por ser la de todo el mundo civilizado. Cuando en él se forme la dinastía breve y gloriosa de los reyes de la crítica en la época actual, no podrá omitirse el nombre de Menéndez Pelayo, verdadero nombre de legión.

Comparado con el defensor de la ciencia española desmerece mucho su distinguido rival de otros tiempos D. Manuel de la Revilla8, muerto ya para desgracia de las letras, cuando aún cabía esperar mucho de su talento. Era la de Revilla una de esas naturalezas impresionables y apasionadas, que se asfixian por cruel fatalidad respirando el venenoso ambiente de la vida moderna, que sienten la sed de los grandes ideales y aplican los labios a todas las corrientes de la novedad, sin sustraerse nunca al suplicio de Tántalo, que se agitan entre las risueñas perspectivas forjadas por la ilusión, y los negros vapores con que las cubre él aliento del pesimismo. En la época de los trovadores románticos hubiera sido uno de ellos, imitador quizá de Byron y Espronceda, maldecidor teórico del mundo y de los hombres; criado en la atmósfera de la Universidad, el Ateneo y las Redacciones de periódico, sus orgías no fueron las del placer brutal y enloquecedor, sino las del papel impreso y de los sistemas científicos. La musa del análisis fue su constante inspiradora y su verdugo, la que le regaló una celebridad bien cara a precio del trabajo forzado y de las dudas y tristezas íntimas, la que puso en su mano aquel escalpelo con que descarnaba la obra de arte; y le dictó sus bocetos literarios y sus decisiones de juez sobre el mérito de los demás, pero también ¡ay! la que le hizo recorrer el calvario de los absurdos filosóficos, la que jugó con su cándida credulidad, imponiéndole la adoración de pasajeros ídolos que él mismo se apresuraba a quemar en aras de los consagrados por otra nueva moda, la que le hirió, en fin, por do más pecado había, reduciendo a la impotencia aquel cerebro en que vivían archivados y en pugna los pensamientos y las aspiraciones más contradictorios.

Las dotes de crítico fueron siempre las predominantes en Revilla, y en ello convienen los mismos que aparentan negarlo, puesto que las oratorias encomiadas por Clarín, y las de asimilación sincrética que González Serrano admira, por encima de todo, en la personalidad de su amigo, se resuelven al cabo en una tendencia sola: la del examen y la discusión, a cuyo servicio estuvieron la palabra fácil y la pluma del malogrado profesor. Sus rápidas transiciones del credo krausista al neo-kantiano, y de éste al positivismo; las metamorfosis a que le sometió su ductilidad, y que tan brillantemente exponía en artículos y discursos, obedecen al instinto de la crítica, que le condenó a ver las cosas por aspectos distintos, según las circunstancias y situaciones en que se colocaba.

Por lo que toca a la Literatura, las creencias de Revilla fueron más firmes en este terreno que en el de la Filosofía, aunque en la apreciación concreta de obras y autores manifestó también algunas veleidades, conforme se ve, por ejemplo, al comparar entre sí los antitéticos juicios que formuló sobre la dramaturgia de Echegaray. Y, sin embargo, era tan ingenuamente sincero al afirmar como al negar, puesto que no partía de la voluntad, sino de la inteligencia, aquel extraño juego de opiniones, con el que Revilla se engañaba a sí propio antes que a sus lectores. En elogio de él, y en confirmación de su sinceridad, ha de confesarse que rara vez, y acaso nunca, sacrificó sus convicciones a los intereses personales o de bandería, y que se apresuraba a reconocer el mérito allí donde creía encontrarlo, aunque fuese en un enemigo. No sé por qué se le atribuyó en vida, y se le sigue atribuyendo, una propensión a la censura violenta y al encono, puramente imaginaria, ya que de ordinario se distinguía por una benevolencia sin límites para con los autorcillos insignificantes y por una admiración idolátrica a los maestros.

No negaré que padeciese eclipses la estrella del optimismo que le guiaba; pero los procedimientos de su crítica no eran, como suponen los ofendidos por ella, e incapaces de olvidar agravios verdaderos o hipotéticos.

Más que por las campañas a diario mantenidas en la tribuna y en la prensa, subsistirá la fama de Revilla por los Principios de literatura general9, excelente libro de texto a pesar de sus lunares, plagiado en otros análogos y de fecha novísima; por la serie de semblanzas que consagró a los modernos literatos españoles, desde Ayala, Hartzenbusch, Mesonero Romanos y Valera, hasta Núñez de Arce, Galdós y Echegaray, y por estudios de estética o de historia literaria tan luminosos como El naturalismo en el arte, El concepto de lo cómico, ¿El condenado por desconfiado es de Tirso de Molina? (Revilla atribuye a Lope de Vega aquel sublime drama teológico), La interpretación simbólica del Quijote, De algunas opiniones nuevas sobre Cervantes y el Quijote (contra D. Nicolás Díaz de Benjumea), y El tipo legendario del Tenorio y sus manifestaciones en las modernas literaturas10. En las dos series de Críticas de D. Manuel de la Revilla, publicadas por el señor Capdepón11, hay también algunos artículos estimables sobre Alarcón, Blasco, Cano y Masas, Gustavo Hubbard, Sánchez de Castro, etc.

El Hermenegildo y el Theudis del último poeta mencionado, la mayor parte de los dramas de Echegaray y sus imitadores, y en general las obras representadas en los teatros de Madrid desde 1872 a 1832, dieron materia para una serie de crónicas en La Ilustración Española y Americana, al difunto literato valenciano D. Peregín García Cadena, crónicas de más apariencia que fondo, de estilo charolado, recompuesto, no siempre inteligible, y en cuya eufónica suavidad van envueltos ataques muy duros, así para los cultivadores del neorromanticismo, como para los representantes del género bajo cómico.

Mientras oficiaban de críticos serios Revilla y García Cadena, apareció en las columnas de El Solfeo la firma de Clarín, que resultó identificarse con la de Leopoldo Alas, colaborador entonces de la Revista Europea, joven recién salido de las aulas, que a la vez barajaba los problemas del derecho y la moralidad en jerga krausista, y los nombres propios de las personas de viso en virulentos ataques que acabaron por hacerle famoso. Desde aquella fecha no ha cesado un punto de verter raudales de tinta sobre el papel, de alzar la voz en las publicaciones de bajo vuelo con motivo de cualquier acontecimiento literario, convirtiéndose a sí propio en juez inapelable, señor feudal de horca y cuchillo, y dómine con encargo de enseñar a todos los habitantes de España y sus Indias.

No negaré yo -¿cómo negarlo?- que los paliques y los libros de Leopoldo Alas han disfrutado de gran autoridad entre la novísima generación de literatos incipientes. La difusión de los periódicos en que colabora le han hecho temible para cuantos, bien o mal, manejan la pluma. Pero las campañas de Clarín no han sido nunca de verdadera crítica, sino de difamación calumniosa, que a la larga resulta contraproducente. Para él no existen más reglas de arte, de moralidad y decoro social que los caprichos de su temperamento, y las sugestiones de su amor propio, halagado u ofendido. ¡Qué atrocidades diría contra Calderón y Cervantes si se hubieran escrito en nuestra época el Don Quijote y La vida es sueño, y cómo se habría cebado en las erratas de imprenta!

Hace bastante tiempo que está agotado hasta el ingenio de mala ley con que alucinaba a sus devotos, y cada vez se va desprestigiando más entre ellos, sobre todo desde la inolvidable polémica con Federico Balart. Sin duda se han recrudecido en Clarín habituales dolencias hepáticas, o bien comienza a ser víctima de un lamentable reblandecimiento cerebral.

Lo peor es que el autor de Su único hijo tiene formada una escuela de orates que cobran su tanto cuanto en las oficinas de ciertos periódicos por hablar mal de aquello que no está a la altura de su incivil caletre.

Con el mismo espíritu y menos acrimonia que Leopoldo Alas cultivó la crítica su paisano y compañero Armando Palacio Valdés, que abandonó sus primitivas tareas para dedicarse a la de novelista. Sin embargo, en los perfiles y semblanzas de Los oradores del Ateneo12, Los novelistas españoles13, Nuevo viaje al Parnaso14 y La Literatura en 1881 se descubren una finura de tacto, una delicadeza irónica y un gusto correcto, que valdrían más si estuviesen libres de preocupaciones sectarias. El prólogo que va al frente de La hermana de San Sulpicio contiene ideas originalísimas sobre la belleza y el arte, erróneas sin duda, pero hijas al fin de un ingenio observador que sabe pensar por cuenta propia.

Algunos artículos de periódico, publicados entre largas interrupciones, han sido lo bastante para poner de manifiesto las peregrinas dotes críticas de D. Federico Balart15, y distinguirle de la turbamulta de los que desempeñan el mismo oficio, pero con muy otros procedimientos. No cabe olvidar la rechifla en que trituraba la Historia de la literatura contemporánea en España, por Gustavo Hubbard, ni la soberbia elevación de criterio con que apreció el drama de Echegaray En el puño de la espada, aun siendo y todo discutibles las consecuencias particulares que infería de sus considerandos. Después de un largo período de inacción han reverdecido los laureles de Balart en las filigranas sobre La Exposición de Bellas Artes (La Ilustración Española y Americana 1890), sobre la Poética de Campoamor, y la novela Pequeñeces (en Los Lunes de El Imparcial), etc. Crítico eminente de artes plásticas y de Literatura, conocedor profundo de las particularidades técnicas, sabe reducir a su común principio de origen las distintas manifestaciones de lo bello, sin recurrir a las absurdas metáforas con que suelen hablar de Pintura los literatos, de Poesía los pintores, y muchos de lo que no entienden. Cuanto brota de la pluma de Balart ostenta el sello de madurez y cordura, de sincera convicción y sólido razonamiento, que se impone a las inteligencias más obtusas o rebeldes. Esos caprichos risibles, esas bruscas salidas de tono, esas intemperancias de lenguaje que suelen estilar los críticos impresionistas, ocultando su crasa ignorancia en materia de arte con perfidias o sandeces, no encajan en los moldes severos de los juicios de Balart. No ponderará él con la candidez enfática de Revilla las excelsas prerrogativas y los arduos deberes del sacerdocio y la misión del crítico; pero jamás ha sacrificado los que estima dictámenes de la verdad en aras del compadrazgo político, de la condescendencia amistosa, ni de otro móvil honesto o disculpable. Han existido escritores más sabios; ninguno más circunspecto, más escrupuloso y concienzudo, más digno de que se le crea bajo su palabra.

La honradez de Balart va acompañada de un ingenio profundo y sagacísimo, de una imaginación fértil y lozana, de un gusto refinado al que no se substraen átomos ni perfiles, y de una erudición discretamente aprovechada, sin el menor viso de pedantería. Firme en los principios fundamentales de la Estética y la sana razón, deduce sus consecuencias y los aplica al caso concreto con maravillosa lucidez, con amplia y comprensiva mirada, que se transparentan en el estilo fácil, galano y pintoresco.

En la misma categoría que Balart, pero ocupando un puesto inferior, entran los conocidos periodistas D. Pedro Bofill, D. Isidoro Fernández Flórez. D. Jacinto Octavio Picón y D. Luis Alfonso. Bofill redacta ahora las Veladas teatrales de La Época, después de haber sido en El Globo un como sustituto de Revilla, menos sabio y más ameno que su predecesor. Fernández Flórez no acierta a prescindir de su innata propensión al humorismo, y suele hacer frases a propósito de un cuadro, una escultura, un libro, o un acontecimiento teatral, lo mismo que si se tratara de otro cualquier asunto; pretende, en suma, lucir su ingenio antes que reflejar con fidelidad el espíritu y las condiciones de la obra que examina, y eso aun al dejar el terreno de la crítica ligera, como sucede en sus dos estudios de Zorrilla y Tamayo.

Picón escribe con soltura, vigor y rapidez nerviosa, y descubre puntos de vista nuevos y sorprendentes. No sólo entiende y trata de Literatura, sino también de las demás bellas artes. ¡Cosa extraña! Todo lo que tiene Picón de intransigente en las ideas, y de anarquista en Religión y en Moral, lo tiene de blando ante las obras de los autores más reñidos con su manera de pensar. Cuando ejerce de crítico se olvida de sus odios y predilecciones, y si alguna vez peca de parcial e injusto, es por exceso de benevolencia y sin distinguir de amigos y adversarios. Al exponer teorías presenta el mismo consorcio entre los funestos errores de fondo y la brillantez de estilo que ya señalé en sus novelas.

Luis Alfonso, el narrador de las Historias cortesanas, posee la misma variedad de aptitudes que Picón, y a ellas debemos un excelente libro sobre Murillo, innumerables estudios sueltos de Estética aplicada, notas de viajes artísticos, biografías literarias, crónicas teatrales, etc., todo ello impregnado de aristocrática pulcritud. Siempre ha preferido Luis Alfonso el aislamiento de la independencia al horizonte estrecho de las banderías que imponen la abdicación del criterio propio. Si coleccionase sus artículos de crítica desde 1871 hasta la fecha, tendríamos en ellos una historia fragmentaria del arte y de la literatura contemporáneos, y una muestra curiosa de los debates a que dio origen el naturalismo en su aparición.

Para apurar la materia que traigo entre manos me detendría a hablar de Antonio Sánchez Pérez, antiguo director de El Solfeo y en quien la levadura de las ideas disolventes no ha bastado a corromper la sencilla elegancia del estilo, algo semejante, en lo desenfadado y correcto, al de algunos prosadores castellanos de otros días, y que concuerda con su modo de criticar, benevolentísimo por sistema, nada profundo y vigoroso, pero sí perfectamente razonado e inteligible. Leopoldo García-Ramón respira el medio ambiente del naturalismo francés, ha estudiado a sus más notables representantes, y es autor de dos ligeras monografías sobre el poeta Juan de Richepin y el novelista Guy de Maupassant. Alardean de modernistas en el mismo sentido Rafael Altamira en el periódico salmeroniano La Justicia, y Luis Ruiz Amado (Palmerín de Oliva) en El Resumen y en la Revista Contemporánea. En ésta y otras publicaciones se extienden a la bibliografía literaria, lo mismo que a la científica, la actividad fecunda y el saber enciclopédico de Rafael Álvarez Sereix, talento privilegiado y de rara perspicacia, unido a un corazón excesivamente bondadoso. También se señala entre los periodistas jóvenes el salmantino Francisco F. Villegas (Zeda), que en la Revista de España y en La Época ha insertado artículos de mucho fuste y esmerada forma.

Uno de los temas que más privaron en nuestra crítica desde la aparición de L'Assonimoir, dio pie a doña Emilia Pardo Bazán para tejer la serie de deliciosos sofismas bautizados con el epígrafe de La cuestión palpitable16, sofismas que corren traducidos en la lengua de Zola y que, si dejan entrever un armazón de palmarias contradicciones recubierto con hilos de oro, constituyen el más elocuente alegato que cabía presentar en pro de tan mala causa. Es éste un libro que se deja leer con la misma delectación morosa que todos los de la esclarecida autora gallega, aun disintiendo de sus peregrinas opiniones, junto con las cuales aparecen a nuestra vista las semblanzas de los principales cultivadores de la novela en Francia y en España. La lectura de La cuestión palpitante, del trabajo sobre Las epopeyas cristianas, y de algunos rasgos de crítica diseminados en las obras Al pie de la torre Eiffell, Por Francia y por Alemania, y De mi tierra, hacía temer que la señora Pardo Bazán se equivocase al fijar su vocación literaria, prefiriendo el género de Jorge Sand al de Sainte-Beuve; de tal manera resplandecen en esas páginas, escritas al desgaire, la intuición analítica, y el vigor y la exactitud de los trozos con que describe las personas y las ideas. Con la aparición del Nuevo Teatro Crítico, alarde pasmoso de saber y de actividad, se han confirmado las inducciones a que se prestaban análogos estudios sueltos de la insigne escritora. Bastarían los consagrados en aquella revista mensual a Pereda, Alarcón y el P. Coloma para labrar la fama de un autor por el tino, la comprensión sintética y los primores de frase que en ellos resplandecen.

Coloca a la crítica entre las ramificaciones del arte literario la señora Pardo Bazán, y en este sentido la cultiva ella, renovando la concepción que trata de analizar, sintiendo lo que sintió el espíritu en que fue engendrada, y dándonos a gustar la belleza refleja con nuevos matices sobreañadidos a la del modelo en que se inspira. Sólo falta a los juicios de la ilustre dama, para ser inmejorables, mayor cantidad de independencia respecto de los errores afortunados y dominantes.

Entre las publicaciones de estos últimos años figuran las de algunos críticos nuevos que muestran en esperanza lo que podrían dar de sí llegados a la madurez. Recuerdo el erudito Estudio sobre Anacreonte y la colección anacreóntica, y su influencia en la literatura antigua y moderna17, por D. Antonio Rubió y Lluch, autor asimismo de una Memoria acerca de El sentimiento del honor en el teatro de Calderón18 y un nutrido discurso en que se estudia El renacimiento clásico en la literatura catalana19; las conferencias Fernán Caballero y la novela en su tiempo y De la poesía regional gallega, dadas en el Ateneo de Madrid por el Marqués de Figueroa, y dos trabajos de la señorita D.ª Blanca de los Ríos, uno inserto en La España Moderna (1889) sobre el tipo legendario de Don Juan, y otro, que la autora promete, consagrado a Tirso de Molina.

Aun citaré la memoria de D. Antonio Sánchez Moguel sobre el Fausto de Goethe y El mágico prodigioso de Calderón, premiada por la Academia de la Historia, y los dos libros de D. Ángel Lasso de la Vega referentes a la escuela poética sevillana desde el siglo XVI hasta el XIX. Más interesantes quizá son las investigaciones que ha hecho el mismo autor sobre nuestro Teatro clásico nacional.

Las influencias transpirenaicas, el rigorismo de la ciencia aplicado al arte y a la Literatura, el método experimental, ya a la manera de Taine, ya a la de Zola, el espíritu antirromántico y positivista, constituyen el alma de la crítica barcelonesa en la actualidad, e imperan sin rival en sus más genuinos representantes, don José Yxart y D. Juan Sardá.

Yxart viene publicando anualmente, desde 1835, sendos volúmenes con el título de El año pasado, Letras y artes en Barcelona20, en los que examina las producciones y vicisitudes del regionalismo y la reinaxensa en Cataluña, comprendiendo igualmente a Valencia y las Baleares. Verdaguer, Mélida, Soler, Llorente, Miguel Costa y otros muchos mantenedores de la bandera enarbolada por Aribau, ocupan su correspondiente lugar en estas reseñas periódicas, en donde lo hay también para los escritos en prosa, para las compañías teatrales madrileñas, para las Exposiciones, y para toda suerte de Casos y cosas que llaman la atención en la ciudad condal. La benevolencia con que son recibidos en Madrid los trabajos de Yxart no basta a arrancarle una muestra de gratitud y cariño, ni a suavizar el tono despectivo con que suele hablar de todo lo que pertenece a Castilla. Si algo le merece aprecio en nuestra moderna literatura nacional es lo que tiene de francesa, o más bien de realista, puesto que él se gloría de pertenecer a su época y abomina de todos los idealismos.

Los antiguos maestros en gay saber, como Rubió y Ors, Aguiló y otros adoradores de la tradición histórica, encuentran poca o ninguna simpatía en Yxart, que guarda la suya para los pintores del mundo contemporáneo y de sus costumbres, para los amantes de lo verdadero y lo natural, como se llaman a sí mismos los que anhelan por el definitivo reinado de la prosa. Aunque la erudición del celebrado crítico es especial de obras francesas y catalanas modernísimas, se extiende también a la Literatura española. En el estilo hay oro de ley entre una multitud de diamantes falsos, hay decaimientos lastimosos y ampulosidad lírica que contrarrestan el mérito de numerosas observaciones delicadas y profundas.

Con menos elevación que Yxart, le sigue de cerca, aunque no escribe con tanto desenfado y tanta brillantez, D. Juan Sardá, cuyos estudios se concentran también en el movimiento literario de las regiones levantinas, sin perjuicio de hacer furtivas excursiones por fuera de esos acotados dominios, en los que con gusto preferente explaya su actividad. Lo que él ha fallado sobre los maestros más conspicuos de la poesía catalana, lo que dijo de La Atlántida en los días de su aparición va convirtiéndose en juicio unánime de los inteligentes, y creo que resistirá al cambio de los tiempos y las ideas, aunque el autor no haya obtenido momentáneamente los triunfos que se logran con las bengalas de la ingeniosidad aparatosa y con el uso hábil de la caja de truenos. No ocultaré, sin embargo, que el patriotismo, la intransigencia doctrinal y las preocupaciones propias y del público para que escribe ciegan a Sardá, apasionándole en pro o en contra; que el análisis peca en él de prolijidad y vulgarismo, y que su prosa resulta algo innatural y dislocada.

Pero es un portento de clasicismo y de pureza si se la compara con la del filósofo bilingüe Pompeyo Gener, positivista rabioso, que ha querido remozar con lentejuelas arrancadas del manto de Comte y Littré el agujereado banderín progresista en una serie de declamaciones contra España21 dignas de cualquier mediano estudiante de colegio. El clima y el arte culinario son los dos grandes factores de la civilización o de la decadencia de un pueblo, según los descubrimientos de este petulante rapsodista, que si no da idea de lo que han sido La literatura castellana ni La literatura catalana en el siglo XIX (epígrafes de dos de sus Herejías) sabe tronar en cambio contra la religión y contra el idioma de Cervantes, pidiendo carta blanca para toda suerte de impiedades y neologismos (en interés propio ya se comprende).

Mucho más cuidadosamente que Gener siguen el moderno renacimiento catalán D. Melchor de Palau, que a la vez trata de obras castellanas en sus Acontecimientos literarios, y D. F. Miquel y Badía, crítico juicioso e inteligente del Diario de Barcelona, y cuyas aficiones decididas le llevan al estudio de las artes plásticas.






Resumen

No desapareció el romanticismo español de la escena sin cavar hondo surco en todas las manifestaciones del arte literario. Fuera de que las gloriosas figuras de Hartzenbusch, García Gutiérrez, Bretón de los Herreros, Zorrilla y otras proyectan su luz hasta en los umbrales de la edad rigurosamente contemporánea, hoy mismo se deja sentir el influjo de la pléyade romántica en los naturalistas más impenitentes.

A pesar de eso, enfriáronse al promediar el siglo XIX algunos entusiasmos del período anterior, se anticuó todo aquello que tenía visos de mascarada efímera, motín de escuela y fiebre demoledora para dar paso a una reacción de sensatez, orden y mesura que respetó las conquistas sólidas y duraderas de la generación del año 35.

La lírica, rechazando los vértigos y turbulencias, se viste de sencillez candorosa, hundiéndose tal vez en el prosaísmo, o rehabilita la desprestigiada forma neoclásica, o busca en Heine y en otros modelos germánicos la nota subjetiva, producto raro y exótico en climas meridionales, o crea con Campoamor un conceptismo filosófico derechamente opuesto a la entonación grandilocuente de Herrera y de Quintana. Entretanto se quedan sin cultivadores los géneros épicos, aun el de la leyenda, con excepción de tal cual rezagado imitador de Zorrilla.

En el teatro se entroniza la tendencia docente, ora en la forma de moralidad casera, ora desentrañando problemas sociales, y haciendo la anatomía de los vicios engendrados por los refinamientos de la cultura; ya resucitando las fórmulas de Alarcón y Moratín, ya imitando los procedimientos, no el espíritu, de los autores franceses, mientras daban alguna muestra de sí el drama histórico y caballeresco, y la tragedia al modo de Racine y Corneille, o bien al de Ponsard y Latour de Saint-Ibars.

A medida que las producciones esencialmente poéticas fueron invadidas por la severidad reflexiva, doctrinal y metódica, perdiendo en belleza espontánea lo que ganaron en trascendencia, y aproximándose a la realidad tanto como se apartaban de las cumbres del idealismo, comenzaron a desarrollarse los gérmenes de la novela, no la fantástica y delirante de Dumas, Sué y Víctor Hugo (a la cual tampoco le faltaban ni le faltan sus favorecedores), sino la de costumbres familiares, con aspecto idílico y propósitos de pedagogía cristiana.

Tal uniformidad en la esfera de la creación artística, tal predominio de la razón sobre los desbordamientos anárquicos y geniales, debían ir acompañados, y lo fueron, de una eflorescencia de investigaciones eruditas, archivadas en las obras monumentales que se llaman Biblioteca de Autores Españoles, Historia crítica de la literatura española, etc.

Con la revolución de 1868 todo cambia y vacila, todo se remueve y transforma: las instituciones políticas, los intereses religiosos, las especulaciones de la ciencia y las distintas fases del arte literario. De la densa y caldeada atmósfera de las tempestades parlamentarias y periodísticas se desprenden efluvios que inflaman el corazón y el cerebro de escritores y poetas.

Reaparece la épica estrofa de combate, no para conducir las muchedumbres a una muerte gloriosa en defensa de la patria, sino para execrar la licenciosa embriaguez de sangre y los brutales desenfrenos de la impiedad y el crimen, para entonar lúgubres endechas sobre montones de ruinas y rendirse ante los altares de la duda. Las almas felices en quienes arde la lámpara bendita de la fe se acercan a su luz y calor para substraerse a las sombras y al frío de las negaciones dominantes; no falta quien ensaye o repita los cantos de serenidad y calma, propios de otros días menos turbulentos que los actuales; pero el ardor lírico se extingue entre la bruma gris de la pasividad y el indiferentismo burgueses, y hasta el artificio métrico se va considerando como antigualla.

Por la escena española han soplado igualmente vientos de decadencia, avivando tal vez algún chispazo oculto entre las cenizas del romanticismo, levantando del polvo las flores de la moralidad instructiva y bienhechora, y los abortivos frutos del impudor sensual. En los mismos aciertos parciales de algunos autores dramáticos se echan de ver la ausencia de criterio y orientación seguros, y la desconfiada timidez con que se manejan los más opuestos resortes, por ignorar cuál de ellos corresponde a las exigencias del público.

Decididamente, hemos llegado al imperio del análisis y de la prosa, y la novela de costumbres y la crítica al minuto vienen a recoger los despojos de la poesía lírica y del drama. Novela y crítica produce con febril precipitación la pluma de nuestros autores más leídos y respetados; novela y crítica piden los grupos de doctos y de aficionados que pasan por inteligentes. Y si hay mucha suciedad y mucho fárrago entre los libros que sudan las prensas para satisfacer la demanda de los lectores, hay también oro acendrado y perlas de subido valor.

Entre nuestros novelistas vive el heredero legítimo, por línea recta, de Cervantes, cuyo pincel nunca había caído en manos tan dignas de usarlo como las de Pereda; vive un émulo de Dickens y Balzac, que valdría mucho más de lo que vale si estuviera libre de apasionamientos sectarios; viven finalmente, un originalísimo hombre de mundo que personifica el ideal griego a la manera de Goethe, y una mujer, honra de su sexo, estilista incomparable, a quien, sin adulación de ninguna clase, se puede llamar la Stäel española. Si añadimos a la cuenta los dii minores que cultivan el género novelesco, se deducirá que nunca ha florecido éste en nuestra patria con tan fecunda intensidad. Ya que no se escriba hoy un nuevo Don Quijote, se escriben libros como Sotileza que no repudiaría el inmortal manco de Lepanto.

No están representadas tan bien como la novela la crítica sabia y militante; pero son gloria de la edad contemporánea el erudito más portentoso de que entre nosotros hay memoria en lo que va de siglo (Menéndez Pelayo), y el juez más sensato e imparcial de artes y letras, que hemos tenido desde los tiempos de Larra (Balart).

Al dar por terminada mi obra, no me cumple hacer el oficio de agorero, pronosticando renacimientos ni decadencias; sólo advertiré que en un plazo, que por ahora no me es dable prefijar, aparecerá un estudio complemento del presente y consagrado a las literaturas regionales e hispano-americanas.



 
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