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Luisa Valenzuela: lectura descolonizadora del cuento de hadas tradicional

Z. Nelly Martínez





En este trabajo examino «Cuentos de Hades», breve colección de historias incluida en el volumen Simetrías de Luisa Valenzuela1. Ya desde el título, en el que resalta el juego de palabras hades/hadas, los textos se presentan como deconstructores del cuento de hadas tradicional. Más aún, la alusión a un infierno en el título sugiere que para la autora esas inocentes historias ocultan un lado tenebroso que es menester develar. Éste apunta, por un lado, al infierno de violencia que subyace el mundo ficcionalizado y que constantemente se manifiesta: simboliza, por el otro, la ceguera de la que adolecen los personajes -seres desposeídos de una visión penetrante del mundo y de sí mismos, e incapaces de confrontar la violencia y potentizarse. Al igual que Valenzuela, innúmeros autores y autoras han intentado deconstruir los cuentos de hadas en el siglo veinte y aun anteriormente2. En ese contexto, los exitosos esfuerzos de la escritora argentina merecen especial atención puesto que su práctica deconstructora deja entrever un fuerte afán descolonizador. Antes de examinar «Cuentos de Hades» es menester bucear en las implicaciones del término «descolonización», y hacerlo a partir de un examen de los dos procesos que, íntimamente relacionados, forjaron el mundo de Occidente y fundamentaron la modernidad: el colonizador y el civilizador. En esos procesos, la institucionalización del cuento de hadas jugó un rol fundamental. Más aun, los textos de Valenzuela parecieran sugerir que el mundo moderno, con su ideal de una organización racional de todo lo existente, se constituyó a sí mismo como un extendido cuento de hadas -un cuento que gradualmente se está deconstruyendo en la actualidad.

Descolonizar implica, por un lado, superar un ancestral sometimiento a poderes ajenos: sugiere, por el otro, reclamar poderes propios y afirmar derechos que son inalienables. A saber: el derecho de los seres y los pueblos a explorar y usufructuar sus propias tierras y recursos naturales: a nombrarse o a narrarse ellos mismos, es decir, a explorar sus posibilidades y configurar un destino a través de un discurso propio; a explorar y liberar el cuerpo de rígidas prescripciones, nacidas éstas del marco ético imperante y/o de intereses de estado. El proceso descolonizador también afirma el derecho de anclar la experiencia en el presente «vivo»3 de la historia devaluando, de ese modo, la tiranía de la Historia, y posibilitando la recuperación de la memoria de lo condenado al olvido por la cultura oficial. De manera semejante, el proyecto descolonizador valida la necesidad de asumir el inconsciente, vale decir, de abrirse a la potencialidad subversiva, simultáneamente creadora y destructora, allí latente. En suma, el afán descolonizador afirma el derecho entre los seres de reclamar la complejidad inherente tanto a ellos mismos como al mundo, y a superar los esquemáticos destinos en que los aprisionó la tradición.

En última instancia, sin embargo, la vehemencia descolonizadora se traduce en la necesidad de problematizar el ideal civilizador que fundamenta la tradición de Occidente y pareciera ser de rigor para la realización de todo proyecto colonizador. Fundado en la primacía de la razón instrumental, el proyecto civilizador se realizó primeramente en la propia Europa; previamente a extender su dominio por el mundo, aquella hubo de auto-civilizarse y, en un sentido, auto-colonizarse. Es bien sabido que Europa occidental llevó a cabo su misión civilizadora institucionalizando, primero, el ideal del hombre y la mujer por excelencia racionales; asegurando, luego, la racionalización de su funcionamiento como sociedad. Más aún, ese proceso civilizador del inundo, por el que quedan reprimidas dimensiones de la experiencia humana a las que forzadamente se renuncia o que mediamente se reclaman, se realizó en el nombre del padre y en consonancia con su ley.

Indicativo de una nueva manera de interpretar el mundo, por lo tanto, el concepto de «civilización» se insinúa en las postrimerías del Medioevo al instituirse el ideal de «civilidad» entre los miembros de la nobleza europea: se impone luego y evoluciona hasta su institucionalización durante el Siglo de las Luces, primordialmente en Francia, Inglaterra y Alemania. Es como estandarte de la civilización que Occidente adquiere conciencia de sí y de su presunta superioridad ante el resto del mundo; ésta oculta un sexismo y un racismo poderosos, sin embargo, y un enconado afín colonizador. De acuerdo al notable estudioso Norbert Elias, la idea de «civilización», en efecto, comienza a gestarse en el siglo quince al publicar Erasmo de Rotterdam un tratado sobre la civilidad en las costumbres, el que serviría de modelo para la educación de los niños en las cortes europeas4. Intitulado De civitate morum puerilium (On Civility in Children), el breve texto conforma la base para la creación, en siglos posteriores, de una sociedad cortés y refinada no sólo entre los miembros de la nobleza sino también entre los de la naciente burguesía, ansiosos todos por superar las bárbaras costumbres medievales. Al nivel individual, ese proyecto de refinamiento de los modales se lleva a cabo mediante un sistemático ejercicio de control sobre el cuerpo, los instintos y los impulsos elementales. Se instituye así un proceso de domesticación de lo «irracional» en la persona, el que se internaliza y auto-regula para acabar moldeando la subjetividad moderna.

En efecto, Elias nota que con el tiempo el término «civilización» transciende la acepción básica de «civilidad» para apuntar al proyecto de dominio que buscó racionalizar la vida en sociedad y gradualmente forjó el mundo moderno. Aparte de adecuarse a los mecanismos de control que moldearon su subjetividad subyugando su cuerpo y sus instintos, el individuo hubo también de someterse a aquéllos que buscaron ubicarlo en un marco racional de convivencia; es decir, en un espacio transparente, libre de antagonismos y ambigüedades, obediente de la ley del padre, y promotor de la paz. Es claro que la construcción de esa sociedad ideal era un factor imprescindible para asegurar la sobrevivencia de las naciones que emergían como tales en Europa; también lo era para impulsar el desarrollo del sistema capitalista y de la naciente burguesía, y proclamar los ideales de progreso y democracia que Occidente enarbolaría como suyos. No sorprende que ya en el siglo diecinueve el proceso civilizador se hubiera naturalizado, es decir, que hubiera reprimido su especificidad de proceso y quedado reducido al estado de naturaleza. Es digno de nota que en tanto declarado natural y por lo tanto incontestable, el proyecto civilizador ha generado autoritarismos de toda índole. Irónicamente, éstos han puesto de manifiesto una peligrosa irracionalidad.

Efectivamente, detrás de los ideales de orden y progreso, el prurito civilizador contenía una dimensión negativa que no ha dejado de manifestarse y que revela los peligros potenciados en los mecanismos de control en que se funda y que acaban naturalizados. Así lo asegura Elias y lo insinúa Émile Benveniste en un excelente trabajo sobre el tema5. Al citar en su texto a Adam Smith, quien en 1776 celebró la invención de las armas de fuego y la institucionalización de las fuerzas armadas como los medios por excelencia para defender el proyecto civilizador, el afamado lingüista francés pareciera aludir al peligro que esos acontecimientos potenciaban para el mundo moderno. Es bien sabido que el poder asumido por las fuerzas armadas para asegurar el mantenimiento del orden, muy a menudo desembocó en instancias del más devastador e irracional militarismo. También la hegemonía de la Iglesia desencadenó potencias irracionales al instituirse, durante los siglos dieciséis y diecisiete, la caza de infieles. La consigna era que tanto los improbables lobos humanos y las brujas, como los judíos, gitanos, y otros seres no absorbidos por la cristiandad, debían eliminarse de algún modo para asegurar el triunfo del proyecto civilizador.

Lo cierto es que la creencia en lobos humanos y brujas, a quienes desde fines del Medioevo se asoció con Satán, fue común durante los siglos dieciséis y diecisiete, en gran parte gracias al esfuerzo de la Iglesia por explotar las supersticiones del pueblo con el objeto de asegurarse su control; el propósito era demonizar un considerable número de indeseables que de ese modo quedaban excluidos y despotentizados. Es importante destacar aquí que el lobo humano, materializado en las sociedades arcaicas y en chamanes o brujos vestidos con piel de lobo y supuestamente poseídos por el animal, representaba la amalgama de lo salvaje y lo cultural en el ser humano y en ese sentido era celebrado6. De ahí surge la metáfora de «aullar con el lobo», equivalente a la de «danzar con las brujas», que es indicativa del acceder del ser a sus propios abismos con el propósito de reconocerse a sí mismo en todas sus dimensiones y de adquirir sabiduría y madurez7. Aclaremos que a medida que las tribus arcaicas evolucionaron y gradualmente se convirtieron en sociedades agrarias, la figura del lobo humano empezó a identificarse con potencias cabalmente negativas. Llegado el momento, el pueblo comenzó a imaginarlo merodeando por el bosque y victimizando a quienes lo atravesaban. De manera semejante se la imaginó a la bruja copulando con el diablo y, en general, manifestando fuerzas subversivas de toda índole.

En concreto, entonces: el afán europeo de racionalizar el funcionamiento de la sociedad ocultaba la necesidad de crear otredades para reprimir, y aun eliminar, todo aquello que se juzgaba potencialmente no civilizable, o incapaz, por su misma naturaleza, de someterse a la ley del padre. En ese inundo organizado en base a escisiones y rígidas jerarquías y privado, por lo lanío, del juego de la diferencia, se reprimen el cuerpo y los instintos e incluso el placer sexual; se ejerce dominio sobre el mundo natural; se controla y aun elimina a los excluidos sociales interiormente mencionados mientras se crean otros. Es de notar que entre los marginados figuraban prominentes las mujeres y los niños, grupos presuntamente depositarios de una peligrosa irracionalidad y necesitados de la férula de la ley del padre. Es precisamente en esa época que se comienza a identificar a la mujer con la naturaleza -asociadas ambas con fuerzas exorbitantes que era necesario contener. Naturalmente, entre los excluidos también figuraban las razas presuntamente inferiores que el europeo confrontó al poner marcha, bajo la égida de la ligara paterna, el proyecto colonizador.

La misión civilizadora debe entenderse, entonces, en términos de la domesticación generalizada de todo aquello que se consideraba excesivo y peligroso. Es así que Occidente forja un mundo empobrecido que sacrifica su complejidad inherente; un mundo tendiente al estatismo, según lo asegura el distinguido estadista y hombre de letras Václav Havel, en el que se obstaculiza el libre fluir de la vida y sacrifica su multidimensionalidad8. Es también de esa manera que Occidente crea un ser humano empobrecido en tanto alienado de facultades inherentes que, por desafiantes de la razón instrumental, quedan reprimidas bajo la presión civilizadora. En gran medida, el proyecto colonizador depende de esa alienación: esta se traduce en una ceguera metafórica que es castrante en demasía. Así, mientras la idea de «civilización» presupone la de un control generalizado sobre los seres y las cosas, la de «colonización» implica la de una múltiple alienación para el individuo -de sí mismo, de los otros, del mundo y, en última instancia, de una fuente innata de sabiduría que le permitiría reconocerse en todas sus dimensiones y adquirir madurez. Los cuentos de hadas, que comienzan a publicarse a fines del siglo diecisiete tal como lo atestigua la aparición en 1697 de Histoires ou contes du temps passé de Charles Perrault, capturan ese doble y complementario proyecto represor. De ahí que Jack Zipes haya afirmado que esas narraciones contienen una dimensión tenebrosa que es menester develar9. Reiteremos que Valenzuela exitosamente la desvela en los «Cuentos de Hades».

El cuento de hadas es el producto de la domesticación del cuento folclórico o popular pre-moderno o, en palabras de Zipes, de su «burguesificación» literaria (1983, 27). La creación de esas historias contribuyó al proyecto civilizador en tanto predicaban el control de la voluntad, imaginación y creatividad del ser, así como la «docilitación» de su cuerpo, según examinó ese fenómeno Michel Foucault10. Aquí se alude a un proyecto coercitivo de las operaciones del cuerpo, que tuvo como meta tomarlo «dócil», es decir, funcional y útil en el seno de una sociedad en que la disciplina como sistema de dominio invadió todos los espacios, incluso el del hogar. Efectivamente, en esa época se consolida el ideal de la familia nuclear y reafirma la autoridad de la figura paterna, mientras se asignan roles sexuales diferentes al hombre y a la mujer. Así se crea la imagen de la mujer-niña incapaz de madurez y autonomía que, al igual que la protagonista de los cuentos de hadas, sólo puede vivir su vida en función de la del varón y actualizando su papel de poseedora de un cuerpo «útil», destinado menos al placer que a la reproducción.

Portadores de una fuerte carga ideológica, por lo tanto, los cuentos de hadas no sólo preconizaban la obediencia a las reglas del juego sino que también daban cuenta de los posibles castigos que niños y mujeres sufrirían ante cualquier infracción. Entre los niños, la posibilidad de castigo engendró lo que Maria Tatar, estudiosa contemporánea, ha rotulado la «pedagogía del miedo»11. En un esclarecedor texto, la autora remite a escritos de John Bunyan y John Calvin que describen el fervor con que cl pequeño era amenazado y aun castigado ante el más mínimo desvío de conducta; Tatar también revela que en ciertos casos se llegó a hablar de la pena de muelle para el niño indócil (29). Es concebible que también entre las mujeres se generara una pedagogía del miedo ya que sus infracciones en los cuentos invariablemente culminan con el exilio e incluso la muerte. Es dable imaginar, por ejemplo, que el castigo por el quebrantamiento de las normas relativas a la «docilitación» del cuerpo, sería particularmente severo en el caso de una mujer.

Perpetuada a través del tiempo y extendida más allá del mareo familiar, esa pedagogía del miedo (del terror, en muchos casos) culmina con la marginación y el silenciamiento forzoso de un inmenso número de otros posibles réprobos. Éstos habitan no sólo los márgenes de la sociedad o la periferia del imperio, sino también, por ejemplo, los campos clandestinos de detención en países subyugados por los regímenes totalitarios del siglo veinte. Lo cierto es que nuestra civilización sistemáticamente se ha apoyado en el silenciamiento y muerte simbólica (y muy a menudo, real) de un gran número de seres relegados a metafóricas cámaras secretas que constituyen el revés de lo establecido. Sobre muertos y cámaras secretas se forja la civilización de Occidente. Sobre la cámara secreta de la mente, también habitada por muertos (moribundos, en realidad), se crea la subjetividad moderna y se gesta el discurso que la constituye. Allí yacen, alienadas, la imaginación, la creatividad, el derecho a la duda, la necesidad de cuestionar y subvertir lo establecido: allí se fomenta el miedo y el conformismo que acaban naturalizados; allí reverbera el cuerpo indócil y la sexualidad gozosa y múltiple de la mujer. Ello revela, en suma, una subjetividad y un discurso fuertemente colonizados entre seres que, luego de atravesar el espejo (lacaniano), se alienan de sus más íntimos abismos y se dejan absorber por un estado de «no desarrollo», o sea, por un metafórico infantilismo. En «Cuentos de Hades», Valenzuela repetidamente hace hincapié en que tal alienación desposee al ser humano de poderes propios cuyo reclamo lo llevaría más allá de un deficiente desarrollo hacia un estado de madurez. Materializado en experiencias de naturaleza iniciática, ese reclamo constituye la fuerza motriz del proceso descolonizador en esta colección de la autora -proceso que deconstruye y toma mutante la subjetividad mientras busca hacer aflorar, siquiera en el mundo ficcional, la vida que la tradición ha reprimido bajo el manto civilizador. Lo cierto es que ese simbólico manto ha hecho de la muerte un signo distintivo de la cultura de Occidente. Examinemos «Cuentos de Hades»12.



En la historia «Avatares», tanto al Señor del Norte como al del Sur los agobia la paz y el aburrimiento que aquélla engendra. Ambos añoran los heroicos tiempos de la guerra cuando impunentemente mutilaban y asesinaban a sus enemigos, o descaradamente cobraban su botín de guerra en el cuerpo de las mujeres violadas. A la violación y muerte física de las que han sido autores y que ahora recuerdan con nostalgia, los señores añaden la muerte metafórica que infligen en sus bijas, Blancanieves y Cenicienta. No sólo les niegan a las jóvenes el poder de la palabra y la libertad de expresión, sino que también simbólicamente las eliminan mediante el sadismo uno de ellos, y la pedofilia, el otro. La muerte también se señorea, real o simbólicamente, en tres de las cuatro secciones del cuento «4 Príncipes 4», las que remiten a conocidos textos para niños. En la primera, el beso de una mujer transforma un feo sapo en un príncipe radiante; en la segunda, el beso de un príncipe potencia el despertar de una bella durmiente; en la tercera, un príncipe reacio a contraer matrimonio se aprovecha de los caprichos y exigencia de una princesa frívola para postergar indefinidamente la boda a la que ella aspira y que el reino le reclama. Naturalmente, en ninguno de los casos sale favorecida la mujer; el príncipe besado debe asesinar a quien lo redimió de su destino de batracio con el fin de borrar ese vergonzoso pasado; el príncipe besador se ve obligado a privar de sus besos a la princesa elegida por temor de que un despertar físico constituya también un despertar «a la vida, al mundo, a sus propios deseos y apetencias» (136); el príncipe postergador, en su egoísmo, debe condenar a la princesa a una espera vana, sin posibilidad de resolución. Lo cierto es que en esos tres casos, así como en «Avatares», se le niega la vida a la mujer, ya real, ya metafóricamente.

Sorpresivamente, sin embargo, Blancanieves y Cenicienta, las protagonistas de «Avatares», desafían las historias tradicionales en un momento dado y despiertan a la vida por sus propios esfuerzos sin necesidad de un beso de príncipe. Involucradas en ritos iniciáticos por los que vomitan el simbólico «veneno» (161) de la colonización mental, ambas desafían el imperio de la razón instrumental, acceden a la luz del entendimiento y reclaman una fuente interior de sabiduría. Aquí ese reclamo debe entenderse en términos de una experiencia desalienante por la que se reconocen a sí mismas y cada una en la otra, y se entregan a la bullente vida al otro lado del espejo mientras acceden al juego de la diferencia. Valenzuela alude a este juego diferencial al aunar las experiencias de las dos protagonistas. En efecto, la entrega de Cenicienta a la luz del sol en las alturas, es decir, a la luz de su entendimiento, es comprensible sólo en función del acceso de Blancanieves a la tenebrosa región en lo hondo de la nena, es decir, a los abismos de su propio ser. Así las palabras de esta última: «Aquí en esta profundidad acepto todo y, lo que es más, lo asumo», reclaman las siguientes de Cenicienta: «Bailo [...] me elevo hasta el sol y ya soy otra [...] Ya no hay brazos, no hay palacio, sólo luz. Me entrego» (45). Esta incondicionada entrega, que deconstruye la subjetividad de Cenicienta y le revela su otredad, se hace eco de la de Blancanieves, quien también asume su otredad.

Valenzuela simboliza el juego diferencial puesto en marcha tanto en lo íntimo de cada protagonista como entre ellas, mediante la alteración de sus nombres: Blancacienta y Ceninieves. Aquí la autora alude a la subjetividad deconstruida y fluyente de cada muchacha; señala, al mismo tiempo, el afán de interacción y solidaridad entre seres que, como los protagonistas, han despertado a un nivel de lucidez que reclama a «el otro». Tanto Ceninieves como Blancacienta son dignas representantes de la mujer rebelde en lomo a la cual Valenzuela elabora su discurso decontructor/descolonizador: la mujer que metafóricamente «ha aullado con el lobo» o bien «danzado con las brujas», y ha desinternalizado el discurso represor y adquirido madurez. Ese estado de madurez debe entenderse entonces no solo en relación a un despertar de la conciencia que confiere sabiduría, sino también en términos de la necesidad de compartir con otros esa sabiduría y de actuar como agente de cambio; de fluir con la vida, en suma, y de hacerla fluir.

En «Cuentos de Hades», entonces, las mujeres son rebeldes o «malas» en cuanto abiertamente desafían la ley del padre mientras acceden a potencias a contrapelo de la razón instrumental. También lo son puesto que reclaman tanto su entendimiento para poder ver con claridad «a través de las trampas» (166) que les ha tendido la tradición, como su facultad imaginativa para comprender cómo superarlas («Avatares» y «La llave»). Son rebeldes en tanto despiertan a su sexualidad y descaradamente retozan con el lobo para acabar incorporándolo al propio ser en un metafórico acto de antropofagia («Si esto es la vida, yo soy Caperucita Roja»). También lo son porque, como la protagonista de «La llave», «exhiben curiosas y desobedientes y abren puertas cuyo franqueo les está vedado. Algunas son niñas malas puesto que se dedican al extraño oficio de escribir, y de sus bocas salen no las diademas y diamantes simbólicos del conformismo, sino los sapos y culebras representantes de la subversión» («La densidad de las palabras»). Lo son porque han desinternalizado las voces colonizadoras y responden con sus propias voces, y aun con las del inconsciente, es decir, son malas porque se narran a sí mismas, práctica que a menudo les permite «escribir con el cuerpo» dejando que el lenguaje las lleve de la nariz, por así decirlo, y les revele no sólo aquello «que no se sabe que se sabe» y que puede subvenir el orden consagrado, sino también aquello «que no se quiere saber» (referencia a la auto-censura, en el caso de una dictadura por ejemplo)13. Lo son, entonces, porque en gran medida han perdido el miedo o lo han hecho manejable como en los casos de Caperucita, de la hermana mayor en «La densidad de las palabras», y de la innominada esposa de Barbazul en «La llave». Lo son, en suma, porque al desinternalizar el discurso oficial lo des-naturalizan, es decir, se apropian del mismo para devolverlo al fluir de la historia, y porque apasionadamente se afanan por superar un castrante infantilismo y adquirir madurez.

Ante la pregunta si uno nace o se vuelve «mala», Valenzuela ofrece algunas respuestas. En general, la rebeldía revela una potencialidad subversiva que no ha dejado de expresarse a través de los siglos, pero que pareciera estar manifestándose con especial elocuencia en el momento actual: principio de siglo postmoderno, pictórico de posibilidades, y pródigo de claridades. A ello se refiere la protagonista de «La llave» al asegurar, no sin orgullo, que los siglos «perfeccionaron» su entendimiento (166). La rebeldía también puede nacer de una toma de conciencia radical producida por un estado de sujeción y/o victimización que se ha vuelto imposible de tolerar. Tanto en «La llave» como en «La densidad de las palabras» y «Si esto es la vida, yo soy Caperucita Roja», tal toma de conciencia lleva a las protagonistas a desafiar el orden establecido entregándose a un proceso iniciático o rito de pasaje que las transforma y polemiza. El exitoso impulso de Caperucita de acceder a su deseo y franquear la cámara secreta de su cuerpo y su sexualidad; el de la esposa de Barbazul de abrir la cámara prohibida para acceder a la verdad; y el de la escritora en «La densidad de las palabras» de incursionar en la potencialidad subversiva del lenguaje para acceder a la cámara secreta de la mente: todos esos actos iconoclastas se resuelven en una transgresión de los límites del mundo «civilizado» así como en una concientización de las posibilidades latentes más allá de los mismos. Lo cierto es que al Siglo de las Luces y al civilizador Occidente, las mujeres en los cuentos de Valenzuela oponen sus propias luces; al pasado, contraponen un presente deconstructivamente vivido; al infierno soterrado, contrarrestan un espacio metafórico en que se entremezclan ciclo e infierno, y se asegura el fluir del mundo así como el logro de una madurez redentora para el ser. Examinemos ahora «Si esto es la vida, yo soy Caperucita Roja», «La llave» y «La densidad de las palabras». Nos centraremos al final en «4 Príncipes 4».



«Si esto es la vida, yo soy Caperucita Roja», texto que abre la selección, da cuenta del recorrido que debe realizar la protagonista para cumplir las diferentes etapas de su trayectoria hacia la madurez: de la infancia curiosa e inocente, a la juventud llena de deseos y promesas, a la vejez plena de sabiduría14. El cuento ficcionaliza un recorrido metafórico, por lo tanto, un viaje al interior del ser que se resuelve en una gradual expansión de la conciencia. Presentado en términos de un rito iniciático desalienante, ese íntimo periplo se inicia al desprenderse la muchacha del discurso que la obliga a domesticar su otredad salvaje; se continúa cuando abraza su sexualidad y descubre su placer y su propia voz: culmina cuando reclama una sabiduría interior tradicionalmente acallada. El texto de Valenzuela sugiere que, una vez cumplido el rito de pasaje, Caperucita se re-integra al mundo «civilizado» bien que ahora convenida, por su sabiduría, en posible agente de cambio15.

El primer momento de la trayectoria muestra a la joven saliendo de la casa materna e internándose en el bosque. Todavía guiada por el discurso imperante que, encarnado en la voz de la madre, le advierte los peligros contenidos en el bosque y le pone miedo en el alma, la muchacha también se siente desgarrada por la dualidad que juega en ella: el «susto» ante la tentación del abismo y sus peligros, y el «gusto» todavía no experimentado pero sí presentido por un cuerpo «docilitado» como el suyo, bien que también anhelante de entregarse al placer. Dicho diferentemente, al transgreder los límites del mundo civilizado, aquí representado por la casita prolija y acogedora de la madre, la protagonista gradualmente transgrede sus propios límites y descubre un territorio salvaje poblado por lobos voraces y árboles amenazantes, símbolos de una sexualidad exuberante que deberá asumir. El segundo momento en su trayectoria consiste precisamente en su entrega incondicionada al lobo voraz: a la otredad de su cuerpo y su placer. Puede decirse aquí que la muchacha metafóricamente se abandona al rito de «aullar con el lobo» y/o al de «danzar con las brujas». Más aún, luego de superar el susto y de acceder al gusto, la joven debe asimismo convocar a la madre con el objeto de liberarse de ella y de simultáneamente liberarla. Es en ese momento de su trayectoria que la protagonista comienza a asumirse como agente de cambio.

No es casual que las figuras de la madre así como la de un espejo resalten en ese segundo momento del viaje interior de la protagonista. Para abrazar su otredad, Caperucita debe deconstruir tanto la falaz imagen de la niña buena que le devuelve el espejo, como la de la madre fálica también contenida en aquél. De ahí la superposición de ambas imágenes y la reconstitución de cada una de ellas en ese espejo que, ahora riente, pareciera celebrar un lazo entre madre e hija diferente del tradicional. Ambas mujeres se presentan ahora reunidas no sólo al nivel de sus cuerpos, carne de la misma carne, sino también al de su placer. «Lo miré fijo, al espejo, desafiándolo, y vi naturalmente el rostro de mi madre», cuenta la protagonista y luego añade: «Sólo le sobraba ese rasguño en la frente que yo me había hecho la noche anterior»; comenta por fin con alegría: «me reí, se rio, nos reímos, me reí este lado y del otro lado del espejo, todo pareció más libre; por ahí hasta rio el espejo» (120). Perdido el miedo al lobo, a quien ha comenzado a llamar Pirincho, Caperucita se adentra en los misterios de su cuerpo ahora convertido en una cámara abierta al placer. «Mi capa», afirma orgullosamente la heroína, «ha cobrado nuevo señorío», palabras que sugieren una descolonización tanto sexual como textual.

En efecto, a medida que asume su sexualidad y se libera de las prescripciones masculinistas, la muchacha desinternaliza las voces represoras, aquí representadas por la voz de la madre, y asume la suya. Aunque la historia se estructura en base a un juego de voces que brevemente incluye la de un narrador omnisciente. Caperucita se narra a sí misma en esta historia y, al así hacerlo, descoloniza su discurso mientras libera su sexualidad. Sólo narrándose a sí misma le ha sido posible invalidar la voz de la madre y prepararse para el tercer momento de su recorrido, aquél en que reclama la sabiduría de la abuela en lo hondo del ser. Identificada ahora con el lobo cuya animalidad ha asumido, la muchacha avanza hacia la casa de la abuela «con los colmillos al aire y la baba chorreándome de las fauces» (123), bien que también consciente de que habrá de realizar un «sacrificio» (124); éste involucrara a la anciana y a sí misma, y se brindará como un rito iniciático. Para poder reconocer a la abuela (a quien nunca había visto) y simultáneamente re-conocerse en el sentido de adquirir auto-conocimiento y por ende sabiduría, la niña deberá ingerir la carne de la abuela, y la anciana, la suya: «Y cuando abro la boca para mencionar su boca que a su vez se va abriendo», concluye la muchacha, «acabo por reconocerla. La reconozco, lo reconozco, me reconozco. Y la boca traga y por fin somos una. Calentita» (125). Aquí se alude al lazo que identifica a la niña no sólo con la madre sino también con la abuela en lo que se refiere a la celebración del cuerpo y la sexualidad. Al respecto, ha escrito Juanamaría Cordones-Cook: «Caperucita une vida y muerte y recupera sus raíces, con su madre y su abuela mancomunadas en un lazo común, la sexualidad». Liberada de la ley del padre y portadora de sabiduría, la muchacha puede ahora abrazar la vida en su perenne fluir, y comprometer a otros en esa actividad. Similarmente, la protagonista de «La llave», a quien también le toca vivir un peligroso rito de pasaje, se erige en mujer sabia que, por serlo, opone los ritos de la vida a los tradicionales rituales de la muerte, y se afana por involucrar a otros en esa celebración.

«La llave» alude a los innúmeros avalares de la historia de Barbazul y sus esposas, desde la versión original hasta la del cuento que leemos. De las versiones allí implícitas, la voz narrativa destaca la de Charles Perrault, que quizá haya sido la original, y que condena sin ambages la curiosidad en la mujer, su deseo de saber. Si bien no hay real consenso respecto al origen del cuento, lo hay en lo que concierne a la cámara prohibida, sangrienta, o secreta, motivo que continuamente re-aparece, previamente a Perrault, en historias populares rusas y nórdicas. En todas las versiones posteriores a la del autor francés, se le veda a la mujer el acceso a la cámara secreta. Es por eso que la protagonista de «La llave», portadora de un entendimiento que se ha perfeccionado a través de los siglos y le ha permitido desinternalizar el discurso opresor y hablar con su propia voz, se dedica a realizar trabajos de concientización entre otras mujeres. Con esos trabajos aspira a despenarles la conciencia de su propio potencial de rebeldía y curiosidad, y capacitarlas para el acceso a la cámara prohibida en sus propias vidas. Es digno de nota que el taller de concientización al que remite «La llave» tiene lugar en la Argentina contemporánea.

Es de rigor que en sus seminarios y talleres de trabajo, la protagonista primeramente conmine a las participantes a seguir su ejemplo, es decir, a tomar la palabra y a contar sus propias historias, a narrarse a sí mismas. «Ahora me narro sola», afirma no sin orgullo y lo hace, naturalmente, invirtiendo el punto de vista del «tal Perrault» (164). Al invertir el punto de vista ajeno y reclamar el propio, la joven hace hincapié en las admirables cualidades que han sido su patrimonio y le negó la tradición, y cuya concientización la ha polemizado. A saber: el coraje del que hizo gala al desobedecer al amo; su encomiable deseo de saber: la «capacidad deductiva» que posee y que, en tanto le permite «ver a través de las trampas» (165), ampliamente justificó su voluntad de desobedecer: finalmente, la claridad con que entiende que fue su desobediencia lo que en realidad le salvó la vida puesto que, como esposa del ogro, indudablemente estaba destinada a terminar ella misma en la sangrienta cámara. De modo que sólo narrándose a sí mismas, como lo ha hecho ella, les será posible a las participantes de los seminarios «invertir el punto de vista» (165), develar sus propios derechos y poderes, y descubrir en la historia de sus vidas lo que la tradición ha ocultado y silenciado: los muertos y la cámara secreta. No todas las mujeres en los talleres se muestran dispuestas a emprender tamaña confrontación. Más bien esquivan la puerta, se niegan a usar la llavecita metafórica que les entrega la protagonista en su afán de compartir su proceso de potentización y de salvarlas de algún modo. O bien rehúsan admitir que la han usado.

«Me casé muy joven», aclara la voz narrativa, «me tendieron lo que algunos podrían considerar la trampa, caí en la trampa si se la ve de ese punto de vista». Luego agrega: «Me salvé sí, quizá para salvarlas un poquitito a todas» (165). Es claro que la narradora pareciera sugerir aquí que el matrimonio como institución, en tanto instrumento de control de la mujer y de apropiación de su cuerpo, derechos, y posibilidades, ha sido quizá b más insidiosa trampa, entre las muchas que han marginado e inferiorizado a la mujer en Occidente. Metafóricamente, el matrimonio, en tanto culminación de un proceso educacional que remite al cuento de hadas y a la imagen de la mujer-niña en espera del príncipe soñado, ha sido una cámara de muerte para la mujer, el más acabado instrumento de colonización. En efecto, el sentimiento de interioridad ante los que detectan el poder, así como la mentirosa necesidad de guía y protección que define a los colonizados y explica su presunto «infantilismo», igualmente ha definido a la mujer.

Es por eso que muchas de las participantes a los seminarios se niegan a acceder al deseo de abrir la puerta. Más bien «optan por una vida sin curiosidad, callada, a cambio de tantas comodidades» (167). Con tantas habitaciones llenas de riquezas en el castillo del amo, se hace más fácil ignorar la habitación prohibida. Un día, sin embargo, la protagonista comprueba que sus esfuerzos no han sido en vano. Ello ocurre cuando nota, entre las participantes a uno de sus seminarios, la presencia de una mujer con un pañuelo blanco en la cabeza que serenamente enarbola la llave ensangrentada. «Levanta el brazo como un mástil y en su mano la sangre de su llave luce más reluciente que la propia llave», comenta la voz narrativa y luego añade: «la mujer la muestra con un orgullo no exento de tristeza y no puedo contener el aplauso y una lágrima». Dejando oír la voz de la mujer, achira finalmente el texto: «Acá hay muchas como yo, algunos todavía nos llaman locas» (169). Es ésta una evidente referencia a las Madres de Plaza de Mayo de Argentina a quienes Valenzuela dedica la escritura de «La llave».

Con la presencia ficcionalizada de ese formidable grupo de mujeres en su cuento, la autora no sólo inscribe la versión tradicional en un contexto histórico especifico sino que también le añade una dimensión semántica de capital importancia. A diferencia del personaje de Perrault, la Madre que esgrime la llave no pide perdón sino justicia; no busca apoyo en una figura masculina ni se deja apabullar por el miedo; la Madre además entiende que es imprescindible dar otro paso: reclamar a sus muertos. En el espacio de la «realidad», las Madres de la Plaza de Mayo aun ahora reclaman a sus muertos al esgrimir como una llave ensangrentada su consigna: «Aparición con vida y castigo a los culpables». Aparición simbólica, naturalmente, puesto que lo que exigen es un informe detallado de las circunstancias de la desaparición y muerte de mis hijos e hijas, y del lugar donde yacen sus restos. En el espacio del cuento, sin embargo, Valenzuela sugiere que las Madres también han reclamado otros muertos, los que yacen en la cámara secreta de la mente colonizada: la creatividad, la imaginación, el inconformismo, el derecho a la duda y al poder de la palabra, la potencialidad de subversión. Es evidente que pura la autora, las Madres en el mundo «real» han vivido un «rito» de iniciación desalienante que les confirió madurez y las convirtió en formidables agentes de cambio.

De ahí que en la protagonista/narradora de «La llave», Valenzuela haya simbolizado la asunción que las Madres hicieron de ese papel de «agentes». A través de los años, no sólo han buscado honrar y mantener vivos la memoria y los ideales de sus hijos e hijas, sino que también se han empeñado en hacer realidad esos ideales. Sus admirables trabajos se han revelado como una lucha por evolucionar políticamente ellas mismas, tanto al nivel individual como al colectivo, y por hacer concientizar al pueblo de su patria de la necesidad de evolucionar como país. Uno de los mensajes que estas mujeres buscan transmitir a mis compatriotas es que mientras el pueblo argentino no confronte el horror de su reciente pasado, no le será posible ni adquirir sabiduría ni madurar políticamente. Como la mujer del monstruoso Barbazul en «La llave», a quien le resultó imposible vivir en un castillo «donde había una pieza oculta [...] con mujeres degolladas», según lo reiteró Valenzuela en una reciente conferencia, las Madres dan testimonio de la imposibilidad de vivir indiferentes y pasivas en un país que, como en una cámara secreta, «oculta y trata de tapar su pasado de horror»16. De ahí su compromiso con una práctica política que reiteradamente las ha movido a enfrentar la muerte para poder así reclamar el derecho a la vida. No es accidente que «por la vida» sea la consigna adoptada por las Madres, la idea de esta celebración de la vida nos remite ahora a «La densidad de las palabras», texto también incluido en «Cuentos de Hades».

Aquí el rito liberador de la protagonista, la niña rebelde en una familia en que la hermana menor se distingue por su docilidad, se traduce en un extendido proceso escritural llevado a cabo desde los márgenes de la sociedad que la condenó al exilio. Si bien en «Las dos hadas», versión original de este cuento, la hermana indeseable mucre en el destierro, en la historia de Valenzuela pareciera más bien resucitar a la vida. En efecto, es durante el exilio que la joven decide apropiarse del lenguaje, instrumento por excelencia del poder patriarcal, para asumir el papel de escritora y desafiar ese poder. De modo que si la consigna de «narrarse ellas mismas» está implícita en dos de las otras historias examinadas, aquí constituye su meollo. Así, el desafío de la hermana mayor se expresa menos en tratar de producir un discurso escandaloso a contrapelo del oficial, que en indagar en su propio discurso con el fin de liberarlo del lastro de una sociedad que la escindió de sí misma y de su hermana, y le negó acceso a una fuente ulterior de sabiduría. De modo que su afán de sabiduría debe entenderse como un vehemente deseo de activar el juego de la diferencia a todo nivel. Es por eso que la trayectoria de la protagonista presupone un proceso de auto-conocimiento a través de la escritura; éste la lleva a reclamar su íntima otredad y culmina con el reclamo de su hermana, es decir, con su re-conocimiento de «el otro». A un nivel, entonces, la historia se centra en la busca que realiza la hermana rebelde de la hermana conformista. Es interesante el juego de Valenzuela en este texto puesto que, tradicionalmente, es la porción diurna o civilizada de la experiencia, aquí simbolizada en la hermana buena, la que anhela acceder u su revés, Al invertir el proceso, la autora no sólo asuma el juego de la diferencia sino que hace resultar el hecho de que los fragmentos de una totalidad escindida y jerarquizante se buscan afanosamente, de igual manera los unos y los otros.

El universo lingüístico al que se entrega la protagonista en «La densidad de las palabras» está representado por un bosque, espacio «denso» en tanto fuente inagotable de significados, donde la joven vive su exilio de una sociedad que infructuosamente intentó acallarla y «domar» (149) su vehemencia de auto-expresión. Aunque se siente hermanada con las palabras habitantes del bosque, ocasionalmente debe apropiarse de ellas ya para forzarla a hacer acto de presencia en una sociedad que, por considerarlas «malas», las ha exiliado de su seno; ya para obligarlas a nombrar la otredad que oculta el discurso oficial. «Ahora soy escritora», afirma la joven gozosamente, «las palabras son mías, soy su dueña, las digo sin tapujos, emito todas las que me entuban vedadas, las grito, las esparzo por el bosque porque se alejan de mí saltando o reptando como deben, todas con vida propia» (146; mi subrayado). Tanto las palabras con vida propia, como la escritora que reclama su propia vida a través de las palabras son entidades peligrosas; lo son en una sociedad que ha subyugado la vida en su afán de organizarla bajo un rígido control. No sorprende entonces que, por subversivas, las palabras de la protagonista se materialicen en los sapos y culebras que salen de su boca, en notable contraste con los diamantes y rubíes y con las hermosas flores que pasan por los labios de la otra hermana, ahora esposa de un poderoso príncipe y habitante de un maravilloso palacio azul.

La práctica escritural de la muchacha rebelde se exhibe aun más peligrosa cada vez que accede a los juegos prohibidos del lenguaje, o sea, a los potenciados en la cámara secreta del inconsciente (del inconsciente estructurado como un lenguaje, al decir de Jacques Lacan). En un lugar recóndito del bosque metafórico, allí donde los pies se le hunden «en la resaca de hojas podridas y los troncos de árboles caídos» (149) que ceden a su paso, la joven periódicamente se entrega a una auténtica jouissance que involucra el cuerpo de manera esencial. «Entonces bailo al compás de mis palabras», confiesa la protagonista, «y os voy escribiendo con los pies en una caligrafía alucinada» (149-50). Al igual que los sapos, culebras, escuerzos, y renacuajos, que entonces emergen de su boca y «se sienten felices [...] y retozan», la muchacha siente la felicidad de dejarse arrebatar por el frenesí textual y sexual que es propio de la escritura «con el cuerpo»: «también yo retozo con todas las palabras y las piernas abiertas» (150). Aparte de sugerir una liberación sexual que es simultánea a la textual, el cuento alude a la posibilidad de una escritura que revele «lo que no se quiere saber», referencia a la superación de la auto-censura que es fatal en un escritor o escritora; o bien a la posibilidad de una escritura que deje escuchar desde el abismo «lo que no se sabe que se sabe» y que quizá, por subversivo, cause espanto17. Bien puede la experiencia de la protagonista equipararse con la temible danza con las brujas que condenó la tradición, o con el aullar con el lobo.

No es casual entonces que la voz narrativa defina la fuerza motriz de su productividad textual en términos de su «necesidad de espanto», que es compatible con su «necesidad de amor» (150). Recordemos que una ambivalencia parecida permea la experiencia de Caperucita Roja mientras recorre el bosque dudando entre su presente «susto» y el anhelado «gusto». En «La densidad de las palabras», la protagonista se debate entre el espanto causado por las voces que le hablan desde la cámara secreta de la mente, y la necesidad de amor, es decir, de compartir con su hermana tanto el espanto como las otras facetas de su experiencia. Es por eso que la joven rebelde va en busca de su hermana, quien también la busca. Es también por eso que ambas se encuentran y abrazan en medio del puente; lo hacen no para fundirse la una en la otra, sin embargo, sino para interrelacionarse y crear un espacio múltiple y pródigo de posibilidades. En el puente, símbolo del juego de la diferencia en tanto sugiere un incansable vaivén, se mezclan las voces de ambas hermanas pero sin fusionarse, y se hermanan, sin perder su individualidad, los batracios y las joyas. «Y mientras con mi hermana nos decimos todo lo que no pudimos decirnos por los años de los años, nacen en la bromelia mil ranas enjoyadas que nos arrullan con su coro digamos polifónico» (151-52), confiesa gozosamente la muchacha. El encuentro de ambas hermanas, quienes se abrazan en el puente, promete la emergencia de una polifonía de voces que no se resolverá privilegiando a ninguna de ellas. El espacio vacío debajo del puente alude a la cámara secreta de la mente y a los estratos interiores de la lengua, es decir, a una dimensión eternamente destructora y recreadora desde la que habla el inconsciente y pulsa el cuerpo. El puente y la liberada cámara secreta sugieren una mente y un discurso descolonizados en un mundo que celebra la vida. También aluden a la subjetividad deconstruida y mutante que se celebra en los «Cuentos de Hades».



En concreto, entonces: la lectura descolonizadora que Valenzuela realiza del cuento de hadas tradicional descubre la violencia subyacente al represivo mundo allí representado; al mismo tiempo revela la posibilidad entre los seres de sacarse una metafórica venda de los ojos y de hacerse cargo de lo reprimido para contrarrestar la violencia, adquirir sabiduría, y madurar en lo personal y lo político. En «4 Príncipes 4», por otra parte, la autora también hace hincapié en el hecho de que el control ejercido por los varones sobre el resto del mundo inevitablemente los victimiza y metafóricamente los ciega a ellos mismos, y les resta poder. La sugerencia aquí es que el colonizador se auto-coloniza al institucionalizar un mundo estéril y desposeído de vida en el que prima un control autoritario y se impone una múltiple alienación. Significativamente, mientras las mujeres rebeldes en los «Cuentos de Hades» se potentizan luego de acceder a ritos iniciáticos por los que reclaman la vida, los personajes masculinos perviven en el mundo empobrecido que constituye su propia creación. La autora ilustra lo anterior en las tres primeras secciones del cuento «4 Príncipes 4».

Al dar muelle a la mujer que lo redimió de su condición de batracio, el primer príncipe se condena a una vida que niega la memoria del pasado y durante la cual, irónicamente, va a añorar la presencia de la única mujer que supo escuchar su desesperada súplica. Por su parte, el príncipe de la segunda sección del cuento, quien rehúsa otorgar «el beso que despierta» ya que «nunca ha logrado aprender cómo despertar lo suficiente sin despertar del todo» (137), se condena a la insensibilidad de una existencia simplificada en demasía y carente de vida. «Al príncipe», afirma la voz narrativa, «se le seca la boca, todo él se seca» (137). Similarmente, el protagonista de la tercera parte del cuento se condena a la esterilidad de una vida entregada a una postergación sin fin; una vida suspendida, por así decirlo, desposeída de su libre fluir. Según lo sugerimos previamente, esa suspensión ha marcado la tradición de Occidente en su totalidad, una tradición que en la actualidad, sin embargo, está cediendo a imperativos epocales que la deconstruyen. Valenzuela simboliza esos imperativos no sólo en las mujeres rebeldes que pueblan sus «Cuentos de Hades» sino también en el cuarto príncipe de «4 Príncipes 4». Nótese que ese personaje no tiene precedente en los cuentos de hadas tradicionales18.

Figura enigmática y contradictoria, el protagonista representa, a primera vista, el falogocentrismo tradicional. Depositario de autoridad absoluta y centro incontestable del mundo, el príncipe gobierna arbitrariamente, por decreto. Entre lo decretado figura prominente la invalidación de la memoria del pasado, tanto individual como colectiva: la consigna del soberano pareciera ser la de borrar el pasado puesto que su entendimiento podría generar sabiduría entre los súbditos o invalidar su autoridad. En su reino, efectivamente, «el mínimo nacimiento de un recuerdo [...] es motivo de ostracismo» (140). Símbolo por excelencia de la figura del padre, por lo tanto, el personaje es al mismo tiempo emblema de su deconstrucción: irónicamente, una avasallante ambigüedad moldea su realidad de príncipe. En tanto autoridad máxima, el protagonista es presencia indiscutida que, no obstante, niega serlo puesto que se ofrece al mundo como una entidad fluida y escurridiza «que no está nunca donde debería estar» (140). Es presencia y no lo es; más bien se brinda como pura diferencia. Afecto al juego y dueño absoluto de sus reglas, por otra parte, el personaje crea una situación ambigua ya que su control de las reglas del juego desposee al mismo de su especificidad lúdica y su libertad. Es juego y no lo es; más bien es contradicción pura. Por otra parte, el hecho de que juegos más sutiles como el Final de la Historia y el Posmodernismo hayan invadido el reino e involucrado al príncipe, no sólo contradice su condición de autoridad plena sino que lo sitúa en un espacio ambiguo que es pura posibilidad. En última instancia, su afición a esos juegos más sutiles, los que no deben «tómame en serio» (141) según nos lo advierte la voz narrativa, lo convierte en portavoz de la autora misma.

En efecto, luego de haber realizado una lectura deconstructora del cuento de hadas tradicional, Valenzuela nos incita a no tomar en serio su práctica lúdica, en el sentido de no clausurar su juego asignándole un significado definitivo y libre de ambigüedad. Tal asignación derrotaría el juego Posmoderno y el del Final de la Historia, a los que Valenzuela definitivamente se suscribe, y que exigen la inserción de la experiencia en un presente «vivo», siempre renovable y renovado, desde una subjetividad mutante y en continua evolución. No es accidente que la autora emblematice ese presente en el nombre del príncipe, un nombre «para ser leído de atrás para delante y de delante para atrás» (140). Indicativo de un perenne ir y venir, el nombre del príncipe es aquí símbolo de un constante incursionar tanto en el pasado como en el futuro, bien que desde un presente en movimiento y continuamente abierto a su transformación. De ahí la importancia de la práctica textual de Valenzuela; esta señala la necesidad de reclamar la memoria del pasado tal como ha quedado ocultada en los cuentos de hadas, y de re-inscribirla en un presente deconstructor. Más allá de su propia práctica textual, la autora apunta a la necesidad en todo Occidente de reclamar la memoria del pasado tal como quedó escamoteada por el discurso oficial. Se alude aquí a la memoria del proceso civilizador que constituyó nuestra subjetividad y moldeó nuestra visión del mundo y que, una vez naturalizado, nos enajenó en gran medida de poderes inmanentes. Dicho de otra manera, la autora señala la necesidad de problematizar el proceso civilizador devolviendo le su especificidad de proceso y propiciando, de ese modo, la superación de la radical alienación que instituyó la modernidad y que, de algún modo, auto-colonizó a la propia Europa mientras ésta colonizaba el resto del mundo.

En última instancia, Valenzuela pareciera sugerir la necesidad de deconstruir el más formidable cuento de hadas: el del mundo represivo que Occidente institucionalizó en el nombre del padre y en aras de un englobante ideal civilizador. Mundo de mujeres obedientes si bien a menudo trastornadas (y aun enloquecidas) por el castrante autoritarismo que determinó sus vidas; de varones excelsos y emprendedores bien que a menudo engrandecidos hasta el despotismo y la más abyecta crueldad; mundo de un Estado irreprochable y una Iglesia caritativa aunque a menudo convertidos en cómplices de la proclividad destructora de un Ejército supuestamente dedicado a proteger la vida y los derechos de los ciudadanos: mundo en cuya periferia los bárbaros presuntamente esperaron, como un destino privilegiado, la redención civilizadora llevada a cabo por el padre. Mundo en continuo progreso cuyo más notable progreso pareciera haber sido, sin embargo, la perfección alcanzada en el «arte» de la desposesión del individuo y la violación de su integridad.






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