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Luisa Valenzuela y su heraclitiana desmesura

Z. Nelly Martínez





En un reciente trabajo examiné «Cuentos de Hades» de Luisa Valenzuela, colección incluida en el volumen Simetrías, y lo hice en términos de lo que interpreté como una «lectura descolonizadora del cuento de hadas tradicional» (Letras femeninas 177-200). Para ello fue necesario analizar los dos procesos que, íntimamente relacionados, forjaron el mundo de Occidente y fundamentaron nuestra modernidad: el civilizador y el colonizador. En esos procesos la institucionalización del cuento de hadas jugó un rol esencial. No es casual que los textos que integran la colección de Valenzuela parecieron sugerir que el mundo moderno, con su ideal de una organización paternalista y racional de la existencia, se constituyó a sí mismo como un extendido cuento de hadas -un cuento que se está deconstruyendo en la actualidad y poniendo en evidencia su potencial descolonizador. No sorprende que un buen número de autores hispanoamericanos tiendan a problematizar el discurso oficial, y que sus obras nos inviten a una práctica descolonizadora tanto de los textos que leemos como de los que vivimos ya como individuos, ya como pueblo.

Se hace referencia aquí a una práctica que nos libere del opresor internalizado y amplíe los registros de la conciencia redimiéndonos del sentimiento de inferioridad e infantilismo que explica nuestro perenne estado de dependencia. Se sugiere, además, la necesidad de una toma de conciencia del poder del lenguaje en la constitución y reconstitución del mundo y de la subjetividad humana; del rol axial que ésta desempeña en la deconstrucción y/o el mantenimiento del orden establecido; del potencial subversivo de la risa irreverente, la duda problematizadora, y la iconoclasta recreadora. Se señala, en suma, la necesidad de desafiar la dogmática ley del Padre, la institucionalización de una historia oficial escrita en «su nombre», y la reacción de dualidades marcadas por la inferiorización de «el otro». Se apunta, finalmente, a la necesidad de subvertir la construcción cultural que por siglos mantuvo cautiva a la mujer mientras la privaba del derecho a una práctica discursiva propia y, por ende, del de elaborar su propia historia. Tal como están presentadas en «Cuentos de Hades», las protagonistas de esos textos se erigen como paradigmas de esa subversión entre otras, Caperucita Roja, la última esposa de Barbazul, Blancanieves, Cenicienta, y las dos hermanas de la conocida historia «Las dos hadas», conformista la una y rebelde la otra. Soslayando la represiva linealidad de la visión oficial del mundo y subvirtiendo las historias que canonizó la tradición, esas protagonistas vuelven su atención hacia dentro, por así decirlo, hacia los abismos de la experiencia donde, según lo sugiere Valenzuela, brilla la luz del entendimiento y el potencial de transformación. Esa potencialidad, también inscrita en el lenguaje en tanto sistema de relaciones y diferencias, me materializa luego en un discurso deconstructor por el que las jóvenes reclaman el derecho a «narrarse ellas mismas», es decir, a elaborar sus propias historias.

Efectivamente, en la mayoría de los «Cuentos de Hades» se alude al camino que esos personajes femeninos trazan en su afán de redimirse de la ley del Padre. Extrañamente, ese camino se hace eco del que Valenzuela ha trazado en la vida «real» con su práctica escritural. Desde la producción de textos tempranos como Hay que sonreír, El gato eficaz, y Aquí pasan cosas raras, hasta la de sus obras más recientes como Simetrías y La travesía, la autora se ha involucrado en un simbólico viaje por el que ha desafiado el falogocentrismo, puesto en marcha el juego de la diferencia, e intentado deconstruir el formidable cuento de hadas que el mundo de Occidente pareciera constituir para la autora. Más aún, al igual que las protagonistas de «Cuentos de Hades», la autora en el mundo «real» ha ido más allá del afán deconstructor puesto que su viaje tiene como objetivo reclamar las honduras de la experiencia para acceder a una fuente de sabiduría que es potencialmente transformadora. En esas recónditas regiones, donde también bullen los oscuros deseos y prima el terror, acecha la muerte, aquí entendida como una necesaria etapa en todo proceso de transformación. No en vano Valenzuela ha elegido a Orfeo como paradigma del descenso a Hades que, en su opinión, es de rigor para todo poeta. En ese contexto, toda escritora o escritor se hace eco del mítico personaje, quien está «siempre buscando [...] siempre descendiendo al Hades [...] siempre cantando» (Peligrosas palabras 145-46). Esta imagen crea la visión de un mundo en perpetuo cambio que continuamente excede sus fronteras; o, para hacerme eco de Valenzuela misma, un mundo radicalmente heraclitiano en el que juega la desmesura (Peligrosas 178).

En tanto transgresora de límites y exploradora de abismos, Valenzuela es digna hija del siglo XX y lúcida testigo de las riesgosas incursiones que lo moldearon. Ya se buceara en la otredad del mundo físico, o en la del síquico, del lingüístico, o de la cultura en general, esas incursiones revelaron potencialidades reprimidas y confirieron una fisonomía muy especial al pasado siglo. No es extraño que la autora se perciba instalada en un momento propicio de la historia de Occidente, en que se estaría gestando un nuevo mundo y constituyendo una nueva subjetividad. Al respecto, ha escrito recientemente: «A caballo del siglo XXI, de esta que puede ser un precipicio o una vuelta de página, cabe esperar que se dé el cambio, la apertura» (Peligrosas 12). Toda su literatura constituye una llamada a hacer realidad esa apertura, la que se manifestaría en términos de una raigal descolonización. No es casual que otros autores, que a su manera han desafiado la ley del Padre, reclamado interioridades, y despertado al poder del lenguaje en la constitución del mundo, parecieran hacerse eco de Valenzuela.

En efecto, trabajos que requerirían un estudio aparte como La campaña y El naranjo o los círculos del tiempo de Carlos Fuentes, La nave de los locos de Cristina Peri Rossi, Vigilia del Almirante de Augusto Roa Bastos, y Casa de campo de José Donoso, revelan, de manera similar pero no idéntica a la de Valenzuela, una actitud descolonizadora ante la historia oficial y el orden establecido. Todos dejan entrever, de una forma u otra, la conciencia de que el lenguaje mediatiza la experiencia del ser humano en el mundo, es decir, de que se percibe la realidad no de manera inmediata sino en función de los textos con que la humanidad ha tratado de desentrañar el sentido esencial de la existencia. Todos sugieren que esos textos han ido tejiendo un vasto tejido que acabó aprisionando a sus usuarios al imponerse como «la» última realidad, pero del que también es posible liberarse gracias a la naturaleza deconstructora del lenguaje mismo. Lo que distingue a Valenzuela de los otros autores, no obstante, es que su interés por el lenguaje y por el papel que éste juega en la construcción del mundo y la constitución de la subjetividad, se ha manifestado a lo largo de los años en términos de una magnífica obsesión.

Analicemos ahora la función del lenguaje en relación a la obra de la autora y a su propuesta descolonizadora. Si bien el prurito colonizador se ha apoyado primordialmente en la apropiación de la tierra y recursos naturales de aquéllos a quienes se coloniza, igualmente ha implicado la apropiación de su subjetividad al imponérsele al oprimido una ideología o discurso cultural diferente del propio. La tarea colonizadora también ha presupuesto la apropiación de la lengua del subyugado, ya para marginarla y aun invalidarla, aunque siempre para colorearla con la ideología del opresor. Aclaremos que si se trata de una lengua compartida por el oprimido y el opresor, el acto de apropiación se traduce en la imposición de una carga semántica privilegiada en la lengua comunitaria, y en la consecuente trabazón del juego de la diferencia y la productividad textual. En esa instancia, los signos de la lengua tienden a osificarse, por así decirlo, a tornarse transparentes en tanto univocales y liberados de ambigüedad, para poder así expresar, sin la sombra de una duda, la verdad del opresor. No es accidente que en «Transparencia», cuento incluido en la colección Simetrías, Valenzuela denuncie el ideal del discurso unívoco con que los regímenes tiránicos buscan asegurarse el consenso absoluto de los ciudadanos. Tampoco es casual que la autora repetidamente haya proclamado la necesidad de redimir a las palabras de toda sujeción, de «conservarlas vivas, un poco revoloteantes y cambiantes para que el texto tenga la iridiscencia necesaria -quizá llamada ambigüedad» (Peligrosas 32). Esa metafórica redención del signo pondría en marcha el proceso descolonizador. Llevado a sus últimas consecuencias, éste implicaría la entrega del sujeto a la rítmica interna del lenguaje para que éste «hable» a su través y le revele una fuente de conocimiento sistemáticamente reprimida por la tradición. Aquí sólo se trata de atisbos de conocimiento y no de un saber definitivo. En el universo de Valenzuela la realidad es ambigua, la verdad es relativa, y el ser humano es libre de ejercer el derecho a la duda y a la problematización.

En efecto: aparte de servirse del lenguaje para deconstruir el discurso oficial, Valenzuela permite que el lenguaje se sirva de ella, por así decirlo, para liberar aquellas voces que reclaman su derecho de expresión. «Yo no tengo nada que decir», ha escrito la autora, «con suerte, algo será dicho a través de mí, aun a mi pesar. Quizá ni me dé cuenta», y finalmente, «escribo para develarme algún mínimo misterio, porque quiero entender, un poquito, en lo posible» (Peligrosas 134). Repetidamente ha confesado que su entrega al lenguaje para que «hable» a través de su persona es incondicional puesto que no sólo le permite atisbos de conocimiento, sino que también la lleva a concientizar los oscuros deseos e inmovilizadores miedos que conforman la otredad del mundo y de su propio ser. Ese abandono a potencias síquicas y lingüísticas que desafían el poder de la razón y dan curso al deseo y al terror, distingue a Valenzuela de otros autores. También la diferencian sus constantes alusiones a la necesidad de acceder a lo abyecto, a todo lo excluido del orden simbólico y de la subjetividad social; es decir, a todo aquello «que perturba una identidad, un sistema, un orden» (Peligrosas 50) para, de ese modo, intentar ampliar los registros de ese orden, sistema, e identidad. Igualmente la apartan de otros escritores su insistencia en la necesidad de «regodearse» (Peligrosas 46) en la abyecta cuando éste se traduce en la putrefacta y pestilente y en fuente de un profundo «asco» (Peligrosas 46). Para Valenzuela, esa incursión en el asco tiene como principal objetivo percibir el poder generativo allí latente. Examinemos ahora «La densidad de las palabras», texto incluido entre los «Cuentos de Hades», el que alegoriza la presencia iconoclasta de Valenzuela en el mundo de la «realidad» a la par que simboliza su magnífica obsesión por el lenguaje; y la novela Cola de lagartija, poderosa alegoría de la dictadura militar que doblegó a Argentina por siete años (1976-1983) y que la autora investigó buceando en zonas oscuras de la historia y regodeándose en el asco. Lo hizo con la esperanza de lograr un mínimo de entendimiento y de quizá vislumbrar una apertura.

La hermana rebelde en «La densidad de las palabras», a quien la madre castiga exiliándola en el bosque, representa tanto a Valenzuela como al prurito descolonizador potenciado en el mundo de hoy en día. La rebelión de la protagonista alegoriza el acto supremo de la mujer contemporánea, que es invalidar el metafórico cuento de hadas en que la situó la tradición asumiendo el lenguaje y elaborando su propia historia. No sorprende entonces que la infracción conducente al castigo haya sido la capacidad de la joven de dejar deslizar peligrosas alimañas por la boca, emblema de las palabras prohibidas que abraza con devoción. Tampoco llama la atención que el bosque del exilio simbolice la casa del lenguaje, de la que la muchacha se apropia declarando con orgullo «ahora soy escritora» (146). Al asumir el poder escritural se le abren puertas a la joven. No sólo le es posible ahora invalidar el mito de que el «mejor adorno de la mujer» (149) es el silencio, sino también deconstruir aquél que le prohíbe emitir palabras indecentes, indignas de labios femeninos. Se le ha hecho viable, además, deconstruir el discurso oficial nombrando lo innombrable, vale decir, todo aquello «que los otros no quieren escuchar» (146) o que se les prohíbe escuchar por considerárselo peligroso. También se le ha posibilitado ahora el acceso a los abismos, a lo nocturno, y a la luz del entendimiento, así como a una fuente íntima de ilimitado placer.

Sus correrías por los sitios prohibidos del bosque, donde la resaca de hojas podridas y los árboles caídos que ceden a su paso amenazan engullirla, simboliza la entrega de la joven a los juegos del lenguaje y a los movimientos del inconsciente. Esa entrega le produce espanto así como un doble placer -el de liberar el lenguaje de la carga semántica establecida accediendo a la materialidad del signo y a la productividad textual, por un lado; por el otro, el de liberar sexualidad accediendo a la materialidad del cuerpo, el que invariablemente queda involucrado, según Valenzuela, en la práctica escritural. Para la autora, incansable propugnadora de lo que ha designado en términos de «escritura con el cuerpo», el placer del texto se identifica con el placer sexual. No es casual que en una oportunidad haya llamado atención al proceso por el que «el cuerpo que escribe y el cuerpo de la escritura se van consubstanciando» (Peligrosas 58). Tampoco es accidente que su alter ego en «La densidad de las palabras» se refiera al placer corporal que acompaña al acto escritural cuando afirma, «retozo con las palabras y con las piernas abiertas», y que luego confiese que «al compás de la palabra» (150) se abandona a una danza extremadamente placentera. Aclaremos que en el mundo de la autora esa danza no puede ser solitaria, sin embargo, sino que debe ser solidaria. Así como la protagonista del cuento termina yendo en busca de su hermana para invitarla a compartir su danza, de igual modo Valenzuela requiere la participación de la lectora/el lector en su práctica escritural liberadora. Es éste el caso de Cola de lagartija, novela cuya escritura constituye una invitación a los lectores a participar en una sostenida práctica co-escritural. En efecto, el hecho descolonizador se traduce en un proceso solidario y perenne para Valenzuela.

Alegoría de un orden dictatorial militarista, Cola de lagartija también ejemplifica un buceo en lo hondo de parte de la autora, el que aquí se convierte en un cabal regodeo en el asco. Es el asco nacido de la exploración de las zonas más tenebrosas de la historia argentina que Valenzuela emprende poseída de una doble esperanza: dilucidar el por qué del horror de la dictadura militar durante el período 1976-1983, y detectar el poder generativo de lo que estaba en estado de putrefacción en ese momento y aun anteriormente. A la voz del déspota en la novela, Valenzuela opone la suya propia y lo hace, sin embargo, entrando a formar parte del mundo ficcional. «Yo, Luisa Valenzuela», declara el inicio de la segunda sección del texto, «juro por la presente intentar hacer algo [...] manejar al menos un hilito y asumir la responsabilidad de la historia» (139). Se trataba entonces de indagar en los motivos inconscientes del tirano y de explorar la red de miedos que poseyó al pueblo; de encontrar un hilo que le permitiera desatar la opresiva trama que había creado tanto la crueldad del opresor como el miedo de los oprimidos. Un viaje al interior de un mundo de pantanos y aguas sucias, y de plantas de envolventes raíces, alude a la exploración de los abismos que lleva a cabo la autora. Agreguemos que su aproximación al hecho literario en Cola de lagartija es fundamental humorística. Aquí el humor es indispensable para vencer el miedo y combatir la autocensura, que son fatales en el caso de una escritora. Al respecto ha declarado recientemente: «Si tuviera que escribir mi credo, creo que comenzaría por el humor; creo en el sentido del humor a ultranza [...] en todo lo que nos permita movernos más allá [...] de las censuras propias y ajenas, que pueden set letales» (Peligrosas 33). Es un humor negro que muchas veces borda en lo grotesco y que la autora esgrime como una payasa riente aunque desgarrada por dentro.

En efecto, aun en los escritos más dolorosos que Valenzuela produjo para acceder al fondo de un mundo victimizado por el terrorismo de estado, el humor pantagruélico que deforma la realidad y hace reír aun detrás de las lágrimas la revela como una payasa cabal: una payasa sagrada por lo iconoclasta, según ella examina este concepto en «Payasos sagrados», ensayo seminal al que retornaremos. La idea de adjudicarle al protagonista de Cola de lagartija un tercer testículo y de investir a éste con atributos femeninos y con la facultad procreadora, constituye una patente metáfora de la apropiación de lo femenino en que se apoya el orden masculinista para imponerse y absolutizar su poder. Conforma, además, una bien orquestada ridiculización de ese poder. La risa es amarga pero benéfica en tanto le permite a la autora incursionar en lo abyecto, regodearse en el asco, y percibir una posibilidad de redención. Ésta se deja entrever en un grupo de iluminados en la novela, de entre los que no queda excluida la autora, poseedores de suficiente coraje y de una lúcida visión descolonizadora que algún día harán realidad.

Lo cierto es que la presencia de Valenzuela en el mundo literario hispanoamericano podría interpretarse como la de una payasa que, con heraclitiana desmesura, se ha involucrado desde muy joven en un ininterrumpido viaje que sólo en apariencia es lineal. Dos ensayos publicados en Peligrosas palabras son aquí pertinentes: «La escritora, el viaje y la Tierra del Mal», y el anteriormente mencionado «Payasos sagrados». Este último examina el papel que juegan algunos integrantes de una tribu indígena en Santo Domingo Pueblo, Nuevo México, Estados Unidos. Al igual que Valenzuela en su mundo, los payasos representan en el suyo, «la fuerza del humor, del grotesco [...] de todo aquello que nos permite ver más allá de lo que nos está permitido ver a simple vista. Aquello que nos permite enfrentar los aspectos más aterradores y/o secretos de la vida misma» (169-l70). Armados de «una mirada por siempre cuestionadora» (170), que se hace eco de la de Valenzuela, los payasos asumen las contradicciones que atraviesan el mundo para revelar la esencial ambigüedad del mismo y poner al descubierto su potencial transformador. En ese escenario no faltan los payasos, a quienes Valenzuela ubica en el otro extremo del mundo, en la minúscula isla de Rotuma. «Son también peligrosas y temidas», aclara la autora, «nunca tomando partido por extremo alguno, heraclitianamente desmedidas» (117-78). La desmesura apunta a las fuerzas que hacen temblar el edificio racional del mundo y amenazan liberar la vida bullente que lo subyace y alimenta -fuerzas cuyo reconocimiento es de rigor en el proceso descolonizador que la autora articula en toda su obra.

El otro ensayo, «La escritora, el viaje y la Tierra del Mal», se apoya en la leyenda de los indios tupí guaraníes de norte de Argentina, Paraguay, y parte del Brasil, quienes, in illo tempore, supuestamente se involucraron en un viaje al Oriente en busca de un paraíso anhelado que, por inalcanzable, los mantendría en perenne marcha. «Sólo debían permanecer en perpetuo movimiento», aclara la voz narrativa y luego agrega, «siempre andando, eternamente buscando. La Tierra sin Mal estaba siempre un poco más allá» (144). Valenzuela nota que, a diferencia de los aztecas, por ejemplo, quienes exitosamente buscaron el sitio anunciado por la profecía, donde encontraron un águila posada en un nopal con una serpiente en el pico, los tupí guaraníes deambularon siempre «tras un sueño imposible» (149), o sea, tras un «más allá» que se postergaba eternamente. Ese sueño se hace eco del de Valenzuela, quien deambula por el camino trazado por su escritura en busca de saberes que, una vez alcanzados, se abrirán a otros, y de allí a otras. La verdad es por siempre diferida o postergada en el mundo de la autora, es decir que, al igual que el paraíso de los tupí guaraníes, la verdad reside siempre «un poco más allá» (144). Si continuamente ha habido «un poco más allá» en el camino que ha trazado la autora con su práctica escritural, también ha existido siempre, según lo propusimos previamente, «un poco más adentro» donde acecha lo secreto y aun lo inesperado. En el mundo de la autora el «poco más allá» no sólo es por siempre diferido sino también perennemente transformado. Es una práctica altamente subversiva, por cierto, en tanto desafiante de la ley del Padre, del imperio de lo mismo, y de la tiranía de un objetivo establecido a priori. Tradicionalmente, la consecución de este último ha requerido la eliminación de todo aquello que conspirara contra su realización.

En resumen: los dos ensayos aquí examinados constituyen metáforas esenciales para incursionar en la obra de Valenzuela. Tanto el viaje hacia una meta postergable y cambiante que se nutre de una trayectoria interior, como la payasada recreadora del sagrado bufón, informan el mundo de Valenzuela. No es accidente que la autora haya puesto énfasis en el hecho de que, a diferencia del de Cristóbal Colón, el viaje de los tupí guaraníes los encaminaba hacia el Este, comarca de míticos comienzos y diaria renovación. Tal es la manera en que la autora concibe su metafórico viaje escritural, viaje que halla una cifra cabal en la deconstrucción del cuento de hadas, verdadero microcosmos del mundo que la autora enjuicia y acabado ejemplo del discurso de la modernidad. La problematización de este discurso está ya sugerida en una de las primeras obras de Valenzuela, El gato eficaz. Digna representante de la autora, la voz narrativa en este texto proclama el credo implícito en toda su obra, y aquí simbolizado por el perenne juego de un fuego renovador: «Salgo por el mundo a llevar el mensaje del juego, igual que Trometeo. Fuego, juego, así soy yo me ocupo de una letra hasta el mismo dibujo y lo corto a mitad de un camino ascendente» (67). Esta exaltación de una práctica lúdica alimentada por el fuego constituiría una tercera metáfora para examinar la obra de lo autora e indagar en su práctica descolonizadora. Transgresora de límites, exploradora de abismos, y portadora del fuego, Valenzuela es lúcida testigo de un mundo en gestación a cuya emergencia está contribuyendo apasionadamente con su obra.






Obras citadas

  • Martínez, Z. Nelly. «Luisa Valenzuela: lectura descolonizadora del cuento de hadas tradicional». Letras femeninas 1 (primavera 2001): 177-200.
  • Valenzuela, Luisa. Peligrosas palabras. Buenos Aires: Temas Grupo Editorial, 2001.
  • ——. Simetrías. Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1993.
  • ——. Cola de lagartija. Buenos Aires: Bruguera, 1983.
  • ——. El gato eficaz. México: Joaquín Mortiz, 1972.


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