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ArribaAbajoCapítulo XXV

En que se exponen algunos testimonios de los sermones de San Juan Crisóstomo contra los judíos y al final se llega a la conclusión de con cuánta precaución y vigilancia debemos tratar con ellos


Pues como san Juan Crisóstomo escribe en el quinto sermón contra los judíos: porque quien se afana en amar a Jesús con todo su corazón nunca se sacia ni nunca llegará a cansarse de luchar contra sus enemigos; también por eso es muy conveniente por amor de nuestro señor Jesucristo el añadir a todo lo dicho de los judíos algunos textos entresacados de los sermones de san Juan Crisóstomo contra los judíos en que con admirable elocuencia los describió predicando y escribiendo.

Pues en su tiempo, como se ve por lo que dice en sus sermones, judaizaban muchos en Constantinopla y muchos seguían y observaban sus fiestas y ayunos y otras ceremonias atraídos y seducidos por los mismos judíos; y por ello este varón santo y admirable se enfrentó y luchó contra unos y otros predicando en público, tanto contra los judíos como contra los cristianos engañados: con ardiente celo y fogosa fortaleza persigue y confunde a los judíos y sus pérfidos cumplimientos; pero a los cristianos, aunque extraviados y seducidos, los llama y atrae a la fe sin embargo con especial amor y con maravillosa dulzura de caridad los mueve y con fervor los busca, y con gran amor los recibe y alienta. Por eso quedan para la segunda parte de esta obra muchos de sus dichos y hechos para dar a entender la admirable caridad y la suave y pacífica discreción que habremos de tener en la corrección evangélica de estos nuestros hermanos.

Ahora escribiré en este capítulo lo que ataca y arguye a los judíos y lo que a nosotros mismos nos induce y amonesta a que nos guardemos y separemos de ellos con fiel y diligente cuidado mientras permanezcan en el judaísmo, aunque en resumen y muy abreviado; para que nuestros hermanos sencillos no vayan a ser seducidos por desconocer estas cosas, ni nuestros mayores, que tienen obligación por su cargo de corregir y prohibir tales errores y sus causas, incurran desdichadamente en la indignación e ira de Dios todopoderoso por permanecer negligentes y tardos en la corrección y castigo de los tales, lo que Dios no quiera. Pues como dicen los sagrados cánones: «Muchas cosas reprobables e inauditas realizan los tales judíos contra la fe católica, por lo que los fieles deberán temer no incurrir en la indignación divina al permitir que ellos indebidamente hagan lo que lleva a la confusión de nuestra fe».

Dice, pues, muchas cosas este santo varón en sus sermones contra los judíos, de las que casi siempre concluye que su sinagoga no es solamente un lupanar y un teatro. sino también una cueva de ladrones y un antro de bestias; y todavía más, que podría llamarse más grave e impuro, de cuyas palabras, con ser muchas, se escribirán unas pocas. Casi al principio del primer sermón dice así en la introducción: «Otra gravísima enfermedad acude a nuestra lengua para que se cure: enfermedad más dañina por desarrollarse nacida en el mismo cuerpo de la Iglesia; por tanto primero tendremos por fuerza que extirparla a ella y luego extender nuestro cuidado a las que están por fuera: primero curar las propias, luego las ajenas. ¿Cuál es este mal? Se acercan las perpetuas fiestas de los infelices y dementes judíos y sus continuas trompetas y muchos de los nuestros que dicen que están con nosotros se van allá: a la fiesta de los tabernáculos, a los ayunos. Unos por curiosidad, otros para celebrar con ellos su fiesta y sus ayunos. Esta pésima costumbre quiero desterrar de la iglesia yo ahora». Y luego dice: «Pero dejemos a éstos -es decir, a ciertos herejes llamados 'anomios'- y volvámonos a los infelices y dementes judíos. Y no os admiréis de que así los llame: pues son verdaderamente los más infelices y los más insensatos de los mortales quienes se sacudieron de las manos tantos y tan grandes dones recibidos del cielo y con todo su afán los rechazaron». Y después: «Nadie más infeliz que ellos, que por todas partes corren contra su salvación; pues despreciaban la ley cuando era necesario cumplirla, y ahora que ha cesado se esfuerzan por observarla: ¿qué puede haber más miserable que ellos, que no sólo provocan el enojo de Dios por la desobediencia de la ley, sino también por su cumplimiento? Por eso con razón se les dijo:

«De dura cerviz y corazón incircunciso, vosotros siempre habéis resistido al Espíritu Santo, no sólo desobedeciendo lo que era de ley, sino también ansiando cumplirlo fuera de tiempo. Con razón, pues, dice que son de dura cerviz».

Y más adelante: «Entonces era cuando tenías que ayunar, oh pueblo infiel, cuando la ebriedad te arrastraba a esos precipicios, cuando tu voracidad engendraba la impiedad, y no ahora: ahora tu ayuno es injusto y reprobable». Y luego: «Entre la sinagoga y el teatro no hay diferencia; si quizás eso no le parece así a alguno y me acusa de atrevimiento por decir que no hay diferencia alguna entre el teatro y la sinagoga, más bien yo lo acusaré de insensatez y temeridad; pues, si hablase por mí mismo, que me acuse; pero si hablo por las palabras del profeta, que las acepte junto conmigo. Pues sé que muchos cristianos aprecian a los judíos y juzgan venerable su trato, y por eso pretendo arrancar de raíz esta perniciosa opinión». «Pues no sólo la sinagoga es un lupanar y un teatro, sino también una cueva de ladrones y un antro de bestias». «Al abandonarla Dios, ¿qué esperanza de salvación puede quedarle? ¿Acaso no se convierte en alojamiento de demonios el lugar que él abandona? Pero quizás haya quien diga: Pues también ellos adoran a Dios. Quiten de ahí, que nadie se atreva a pensarlo o decirlo: ningún judío da culto a Dios en absoluto. ¿Quién lo afirma? El Hijo de Dios, diciendo: 'Si, pues, hubierais conocido a mi Padre también a mí me conoceríais'. ¿Qué se puede aducir más cierto que este testimonio? Pues, si desconocieron al Padre, crucificaron al Hijo, rechazaron la gracia del Espíritu Santo, ¿quién no asegurará con firmeza que ese lugar es alojamiento de los demonios? ¿No se adora allí a Dios? Quiten de ahí: eso ya no es sino lugar de idolatría; y sin embargo algunos lo veneran cual si fuera religioso, y no lo digo por conjetura, sino que lo sé por experiencia». Y continúa después: «Pues así como los establos no son tan decentes como las habitaciones reales, así también el lugar de la sinagoga es más indecente que cualquier establo. Pues no es tan sólo alojamiento de ladrones o maleantes, sino alojamiento de los demonios; y no sólo lo diría de las sinagogas, sino más aún de las almas de los mismos infelices judíos: y eso intentaré mostrar al final de mi discurso; por tanto os exhorto y ruego que grabéis en la memoria las cosas que os he dicho». Y después: «Os ruego que consideréis con quiénes -los judíos- entran en comunión ellos -los cristianos-, que ayunan como los judíos: con los que gritaban: 'Crucifícalo, crucifícalo'; que decían: 'Su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos'». «Ya que hay algunos que creen que la sinagoga es un lugar honesto y religioso, también habrá que decirles a ellos algunas cosas: Pregunto ¿por qué motivo reverenciáis ese lugar absolutamente reprobable y execrable y del que hay que apartarse? Ahí están, dice, la Ley y los libros de los Profetas. ¿Y qué tiene que ver eso? ¿Acaso donde se encuentran esos libros ya se vuelve santo ese lugar? De ninguna manera. Y precisamente por eso más odio y detesto la sinagoga, porque, teniendo a los Profetas, no les creen en absoluto; leyéndolos cada día, no aceptan sus testimonios: y eso es lo más inicuo e injurioso». «Allí -en la sinagoga- pusieron a los Profetas y a Moisés, pero no precisamente para honrarlos, sino para hacerles deshonra e ignominia; pues al decir que ellos habían ignorado a Cristo y que no habían predicho nada de la venida suya, ¿qué mayor deshonra podrían hacer a tan santos varones que acusarlos de ignorar a su Señor y decir que están de acuerdo con ellos en su impiedad? Por eso sobre todo tenemos que odiarlos con razón a ellos y a su sinagoga, porque tratan a esos santos con tantísima deshonra». Y luego: «Lo que todavía los convierte en reos de mayor impiedad es el que con tan mala voluntad y decisión conservan tales libros; pues no serían reos de tan gran culpa si no hubieran tenido a los Profetas, ni serían tan inmundos y profanos si no leyeran las sagradas Escrituras; pero por eso ahora se encuentran privados de toda esperanza de perdón, porque teniendo a los que les anuncian la verdad se endurecen en la mentira y en la infidelidad contra esos mismos y contra la verdad. Y por eso mismo precisamente resultan más profanadores y malvados, porque al seguir leyendo a los profetas los utilizan con ánimo insidioso. Por todo lo cual os ruego y amonesto a que os apartéis de sus reuniones. Pues de ahí bastante daño reciben nuestros hermanos más débiles, y mayor ocasión de arrogancia se les da a los propios judíos al ver que nosotros, que damos culto a quien ellos crucificaron, buscamos sus ceremonias y las estimamos religiosas: ¿no juzgarán acaso que ellos habían hecho bien todo y que lo nuestro es vano y sin valor, si vosotros, que preferís y seguís lo suyo, vais hacia los adversarios y destructores de lo nuestro?». Y más adelante: «Apártense, pues, de sus reuniones y de sus locales, ni les guarden veneración por la sola razón de los libros sagrados, sino más bien precisamente por ellos merezcan el odio y la execración por deshonrar a tales santos al no tener fe en sus palabras y al afirmar que están de acuerdo con su impiedad, ya que ciertamente no se puede hacer mayor injuria a esos santos». «Y si alguno me acusa de atrevimiento, de nuevo yo probaré su increíble insensatez y locura. Pues digo: donde viven los demonios, aunque no haya estatuas, ¿acaso no es lugar de impiedad? ¿Y donde se reúnen los asesinos de Cristo, donde se afrenta la cruz, donde se blasfema de Dios, donde se ignora al Padre, donde se rechaza la gracia del Espíritu? Incluso de ahí se recibe más daño y mucho más nocivo que de los templos de los ídolos, pues la descarada y abierta impiedad no atraería ni engañaría a nadie que tuviese algo de buena voluntad y prudencia; pero aquí al afirmar que adoran a Dios y que rechazan a los ídolos, y que honran a los profetas, con tales palabras seducen a muchos hermanos sencillos y los envuelven en sus redes. Y así es equivalente la impiedad de éstos y la de los gentiles, pero la capacidad de engaño es mucho más peligrosa en ellos y han levantado en medio de ellos un altar invisible de engaño, en que sacrifican almas humanas en vez de ovejas y corderos. En resumen, pues, si tú veneras la religiosidad judía, ¿qué tienes en común con nosotros? Pues si lo judío es grande y bueno, entonces lo nuestro es falso y desechable. Pero si lo nuestro es la pura verdad, como realmente es, entonces lo de ellos está completamente lleno de falacia». Y más adelante:

«¿Os dais cuenta de que los demonios habitan en sus almas y que los atormentan mucho más que antes? Y nada raro; pues entonces habían sido impíos con los profetas y ahora con el mismo Señor de los profetas. ¿Os atrevéis a reuniros, pues, con gentes llenas del demonio y que tienen tantos espíritus inmundos, criados entre muertes y homicidios, y no os asustáis? ¿Acaso no han realizado toda suerte de maldades? ¿Acaso todos los profetas no les dedicaron esos largos discursos acusándolos? ¿Qué tragedia, qué tipo de maldad no sobrepasan éstos con sus torpezas?». Y luego: «¡Cuan necio es, pues, y cuan loco que, quienes están tachados de perpetua ignominia, quienes han sido abandonados por Dios, quienes enojaron al Señor, estimen que los acompaña en sus fiestas! Si alguien matase a tu hijo ¿acaso lo tolerarías? ¿acaso admitirías su trato? ¿o más bien lo rechazarías como a un demonio malvado o como al mismo diablo? Mataron al Hijo de tu Señor ¿y te atreves a andar con ellos?, pues a quien han matado tanto te ha honrado que te ha hecho tu hermano y coheredero; pero tú ¿tanto lo deshonras que ves bien a quienes lo mataron y clavaron en la cruz, los respetas en la fiesta y en la participación, cruzas sus puertas impuras yendo a sus profanos locales y comulgas con la mesa de los demonios? Pues así creo que hay que llamar al ayuno judío después de que mataron a Cristo; ¿acaso, pues, no siguen a los demonios los que actúan en contra de Dios...?».

En razón de abreviar me he saltado muchas cosas de este sermón del Crisóstomo, especialmente bellas metáforas, testimonios admirables y clarísimos ejemplos, que el santo varón aduce para hacer ver la perversa obstinación de los judíos y su execrable pecado. Pero paso ya al segundo sermón.

Continúan los testimonios del segundo sermón:

«Y no me digas que ayunan, sino más bien hazme ver que ayunan según el querer de Dios, pues de lo contrario tal ayuno sería peor y más torpe que cualquier borrachera; y no basta con ver qué es lo que hacen, sino que también hay que fijarse con atención en la razón por qué lo hacen; pues lo que se hace según la voluntad de Dios, aunque pudiera parecer malo, habría que tenerlo por lo mejor; pero lo que se hace al margen de la voluntad y prescripción de Dios, aunque pudiera parecer muy bueno, habrá que tenerlo como lo peor y más inútil de todo». Y después: «Examinemos ese ayuno según esta regla». «Pues si ves que ellos ayunan según el querer de Dios, acepta lo que hacen, pero si te das cuenta de que lo hacen al margen de su voluntad, detéstalos y exécralos como peores que todos los borrachos y los locos furiosos. Pero en este ayuno no sólo hay que buscar su causa, sino también el lugar y el tiempo». Y luego: «¿Por qué razón te crees tú que te guardas, si te pasas al otro lado hacia el trato ese inicuo y profano? ¿Acaso es poca la diferencia entre nosotros y los judíos? ¿Acaso la discrepancia está en cosas sin importancia para que pienses que todo es igual y mezcles lo que nunca se llega a mezclar? Ellos crucificaron a Cristo y tú lo adoras: ¿ves la diferencia? ¿Cómo puedes acudir a los que lo mataron diciendo que adoras al crucificado?». Y más adelante: «Hubo un tiempo en que había que observar esto, pero ahora ya se ha acabado, y por eso lo que un tiempo era según la ley ahora está fuera de ley». «Como deseo ya dirigirme contra ellos, os dais cuenta de que a muchos les hace falta que tratemos de hacerles ver que cuando los judíos ayunan violan la ley con ese cumplimiento inoportuno y se saltan los preceptos de Dios haciendo todo siempre contra su voluntad y mandato. Cuando últimamente les mandaba ayunar, entonces se oponían y se demoraban; cuando su ayuno desagrada, entonces se esfuerzan en ayunar. Cuando les mandaba ofrecer sacrificios, corrían tras los ídolos; cuando quería que celebrasen fiestas, entonces se negaban a celebrarlas; ahora insisten en celebrarlas contra su voluntad. Por lo que, con toda razón, les dijo san Esteban: 'Vosotros siempre habéis resistido al Espíritu Santo'. Sólo os habéis interesado en esto, dice, en hacer siempre lo contrario a los mandatos de Dios. Así también hacen hoy. ¿Y dónde consta? En la misma ley, a saber: pues en las tales fiestas judías la ley no solamente prescribe la fecha del cumplimiento, sino también el lugar». «Si tienes un sirviente y si tienes mujer, guárdalos en casa y oblígales severamente: pues si no permites que vayan al teatro, mucho menos deberán ir a la sinagoga. Pues aquí se encuentra mayor iniquidad; allí se comete pecado, pero aquí impiedad. Con esto no queremos decir que les dejéis ir al teatro, puesto que también es malo, sino que mucho más les prohibáis esto. ¿Por qué, pregunto, correr a ver gente que toca la flauta cuando mejor debieras quedarte tranquilo en casa y lamentarte y llorar por los que rechazan los mandamientos de Dios y que tienen al diablo como compañero y jefe de sus danzas? Pues como antes dije, lo que se hace contra la voluntad de Dios, aunque alguna vez hubiera estado permitido, después se convierte en iniquidad y motivo de mil tormentos...».

También me he saltado muchas cosas de este sermón en razón de brevedad, especialmente agradables comparaciones con las que empuja y amonesta a los pastores de la Iglesia a cuidar y guardar con diligencia y fervor al pueblo de Dios de este contagioso mal principalmente. También demostraciones directas contra los mismos judíos, bellas y apropiadas para demostrarles que todo lo que ahora hacen, todo lo hacen contra la voluntad de Dios y de su ley y mandamientos, por lo que no se pueden llamar sacrificios o ayunos, sino maldad y sacrilegio. También fervorosas exhortaciones apropiadas para mover a todo cristiano a que se vuelva solícito e interesado por la salvación de su prójimo y sepa que está obligado por la ley del evangelio. Pero dejando todas estas cosas ahora paso al tercer sermón.

Siguen los testimonios del tercer sermón:

«Así se ha dado fin a la controversia que habíamos iniciado contra los judíos y desbaratando a los enemigos nos hemos conseguido el laurel de la victoria y hemos hecho nuestro el trofeo en esa primera discusión. Hemos llegado a demostrar que todo lo que ahora hacen lo hacen en contra de la ley y no son más que fatal desobediencia y lucha y guerra de los hombres contra Dios, y lo hemos mostrado con todo cuidado con la ayuda divina». «Todavía tú, judío, ¿titubeas ante las palabras de Cristo y de los profetas y ante el sucederse de los hechos que contra ti dan testimonio y te sentencian? Pero no tiene nada de raro puesto que vuestro pueblo siempre fue desvergonzado, intrigante, acostumbrado a rechazar lo más evidente». Y luego: «Mientras tanto esto os solicito, os ruego, os pido que guardéis a nuestros hermanos y que libres del error los acojáis en la luz de la verdad. Ninguno sería el provecho del oyente si no procuraseis cumplir con obras lo que habéis oído. Pues todo lo que hemos dicho, no por vosotros, sino que lo hemos dicho por los hermanos enfermos, para que ellos, oyendo de vosotros todo esto, liberados de sus nocivas costumbres, con sinceridad y entereza mantengan el culto de la religión cristiana y se aparten de las malvadas sinagogas de los judíos que tanto en la ciudad como en las afueras son cuevas de ladrones y alojamiento de demonios. No busquéis, por tanto, estorbar su salvación, sino esforzaos atentamente y con todo interés en llevar a Cristo a estos enfermos para que en la vida presente y en la futura recibamos una recompensa mucho más importante por nuestros trabajos...».

He dejado muchas cosas de este sermón por razón de brevedad al ser muy largo, donde el santo varón explica por largo el admirable poder de Cristo y la grandeza de su santísima ley y su arraigamiento contra las potestades y príncipes de este siglo, la paciencia de los mártires y su gloriosa victoria celestial por medio de los tormentos, y cómo todo esto había sido predicho por Cristo, y algunas cosas más que, como dije, trata por entero, donde se demuestra y comprueba claramente su admirable poder y divinidad. Y cómo a todos los grandes hombres que iniciaron alguna escuela dejando tras sí discípulos y seguidores, de los que cita a muchos. Jesús bendito los supera de modo admirable y los sobrepasa sin comparación por el poder de la divinidad; y sin embargo el mismo glorioso Jesús predijo que se destruiría el templo de los judíos y su desolación y cautiverio total, y tal como lo dijo se cumplió. Y cómo ése es el peor mal de los judíos, que no creen a Cristo tras tantos y tan admirables signos y después de tan evidentes testimonios de los hechos, expuestos y mostrados en tan prolongada y continua miserable cautividad; y allí añade más sobre su dureza e infidelidad. Para eso recuerda tres antiguos cautiverios de los judíos, ya pasados: el egipcio, el babilónico y el que ocurrió en los tiempos de los Macabeos bajo el rey Antíoco; el primero de ellos duró cuatrocientos años; el segundo setenta; el tercero sólo tres años; y cómo en cada una de las citadas cautividades los judíos siempre tuvieron profetas y jefes, e incluso mientras permanecían en la cautividad sabían el tiempo en que había de acabarse cada uno de estos cautiverios y en que se verían libres de la opresión de sus enemigos, según lo que expone con amplitud entretejiendo de aquí y de allí los testimonios para probarlo. Acerca de esta prolongada y duradera cautividad a la que están reducidos por decisión de Cristo como pena por su sacratísima muerte, demuestra que es todo lo contrario por no tener ni tampoco haber de tener jefe ni profeta alguno ni cosa semejante que les pueda servir frente a su miserable y perpetuo abandono; incluso muchas veces quisieron liberarse de ella y recuperar y reedificar el templo, y de modo extraño y divino se vieron impedidos y estorbados, según lo que también en su tiempo, es decir, de san Juan Crisóstomo, explica que les sucedió. Y desde aquellos tiempos hasta ahora ya han pasado más de mil años en ese durísimo cautiverio suyo. Por lo que con razón concluye y argumenta contra ellos que este cautiverio tiene que durar hasta el fin y que ya nunca más han de recuperar el templo ni todo lo demás que corresponde de cualquier forma al rito y celebración del culto antiguo; y que su misma perfidia por la que creen que obtendrán lo contrario y que algunas veces también han intentado realizar de hecho, no es más que una gran presunción en contra de Dios y una obstinación ciega e infiel, al no poder haber decisión que se levante contra Dios y al no poder resistirle ningún mortal cuando hizo y dispuso algo; según lo que, como ya está dicho, ahí expone detalladamente; pero dejando todo eso por causa de abreviar ya vuelvo la pluma a su cuarto sermón.

Continúan los testimonios del cuarto sermón:

En primer lugar se disculpa de no hablar de los mártires que en ese día daba culto y veneraba la iglesia, diciendo que sería más agradable a los mártires que hablase contra los judíos a que hablase en alabanza de los mártires. Por lo que va diciendo entre otras cosas: «Por eso les es mucho más grato este tema, pues con nuestras alabanzas no se les añade nada de gloria, como dije, y por otra parte en estas controversias que entablamos con los judíos reciben gran agrado, y oyen con gran placer en primer lugar las palabras que se dicen para gloria de Dios, y los mártires detestan en gran manera a los judíos por amar ardientemente ellos al que éstos crucificaron; éstos gritaban: 'Su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos'; ellos derramaron por él su sangre; por eso escucharán con todo gusto estos sermones».

Luego argumenta en muchas formas contra ellos viendo de buscar por qué pecado se encuentran ahora en tanta y tan perpetua desolación y cautiverio y se encuentran así marcados con ignominia perpetua. Y enumera muchos y horribles crímenes y pecados suyos que cometieron antiguamente contra el Señor y los profetas y la ley, tanto en Egipto como en el desierto, como también en Jerusalén y fuera de ella, adorando ídolos, persiguiendo a los profetas y matándolos, murmurando contra Dios, alzándose contra Moisés y Aarón, sacrificando a los demonios sus hijos e hijas; y sin embargo a causa de todas estas cosas Dios nunca los abandonó del todo, sino que los corrigió y castigó y de nuevo les concedió muchos y grandes dones haciendo por ellos señales en Egipto, abriendo el mar para que pasasen, y dándoles a comer pan del cielo, concediéndoles la victoria sin armas frente a sus enemigos, y tantas otras cosas que sería largo contar; y sin embargo, no haciendo ahora nada de esto, ya que no adoran a los ídolos, no matan a sus hijos ni persiguen a los profetas ni blasfeman de Dios ni murmuran contra él, sino más bien con todo fervor le dan culto según lo que les parece, siguen todavía en cautiverio perpetuo y desolación totalmente abandonados por Dios. De donde concluye que esto les ocurre por el cruel pecado suyo de la crucifixión de Cristo, en relación al cual todos los otros pecados citados se estiman en poco.

Por donde dice entre otras cosas: «¿O quizás entonces Dios era uno y ahora es otro? ¿Acaso no es el mismo el que entonces disponía aquello y ahora hace esto? Pues ¿por qué razón cuando mayores eran vuestros crímenes y torpezas os tuvo en gran honor y cuando eran menores por los pecados os desechó del todo y os marcó con ignominia perpetua? Pues si ahora se opone a vosotros a causa de los pecados, mucho más tenía que haberlo hecho entonces; si entonces soportó a los que obraban impíamente mucho más ahora tendría que soportaros, cuando ya no hacéis nada de eso. ¿Por qué no lo soportó? Abiertamente diré yo la verdad si es que os avergüenza reconocerla; incluso no yo, sino la misma verdad de los hechos: porque matasteis a Cristo, porque alargasteis las malvadas manos contra el Señor, porque derramasteis una sangre preciosa; por eso ya no os queda enmienda, ni perdón ni excusa. Entonces os habíais ensañado despiadadamente contra los siervos, Isaías, Moisés y Jeremías; y si entonces había que reconocer bastante impiedad, todavía no habíais alcanzado aún el vértice más alto de la impiedad y de las maldades; pero ahora todos los crímenes antiguos casi desaparecen y se vuelven nada ante la magnitud de este crimen en que os ensañasteis indigna y cruelmente contra Cristo. Por eso también ahora así pagáis penas más severas; pues ésta es la causa real de vuestra perpetua infamia».

Después pone muchas cosas y que son de admirar con las que ataca a los judíos probando lo que acaba de decir contra ellos, o sea, que a causa de su cruel crimen de la crucifixión de Cristo con toda justicia se ganaron toda esta desolación y cautiverio perpetuo con que Dios los apartó de sí para siempre, y no tienen jefe ni príncipe ni sacerdote ni nada tal con que puedan aplacar a Dios y agradarle; más bien por el contrario con las cosas que ahora hacen les hace ver que molestan a Dios y se lo demuestra. Y después de hablar mucho de todo esto y de la ordenación del pontífice según la ley y de hacerles ver que ahora no hacen nada de todo eso los judíos, acaba su argumentación contra ellos tras muchas cosas. Pues cuando dice: «Por ella -la ley- se hace perfecto -el sacerdote-, por ella se purifica, por ella se santifica, por ella agrada a Dios; pero nada de esto se hace ahora, ni la ofrenda, ni el holocausto ni la aspersión de la sangre, ni la unción de aceite ni el tabernáculo del testimonio ni la inmolación continua durante el tiempo establecido dentro del tabernáculo; claramente consta que el que ahora es sacerdote entre ellos es imperfecto, impuro, impío, profano, y por eso más irrita a Dios». Y después de otras cosas concluye diciendo: «Con este rito se constituían antes los sacerdotes, pero todo lo que hacen ahora los judíos son objeto de burla, de confusión, de engaño, de maldad, de iniquidad. ¿Y tú sigues a éstos que se esfuerzan con afán en hacer y en decir todo contra las leyes de Dios, y concurres a sus sinagogas? ¿Y no tienes miedo ni temes que baje un rayo del cielo que te abrase? ¿O es que ignoras que el que fuere hallado en la cueva de los ladrones, por más que nunca hubiera robado, recibiría la infamia y el castigo de ladrón? ¿Y por qué hago mención de los ladrones? Todos os enterasteis bien y recordaréis que cuando algunos de aquí impuros y perdidos habían derribado las estatuas del emperador, no solo los que habían sido cómplices de la maldad, sino también todos los que transitando simplemente habían sido espectadores del hecho, llevados al juicio y conducidos con los autores de la maldad, recibieron la misma sentencia. ¿Y tú te apresuras a concurrir al lugar en que se deshonra al Padre, se blasfema del Hijo y se molesta al Espíritu? ¿Y no te asustas ni tienes miedo al dejarte caer a esos lugares impuros y profanos? ¿Qué perdón podrás encontrar? ¿Qué disculpa encontrarás cuando te impulsas al abismo y te dejas caer por los precipicios? Y no me vengas a decir que allí se encuentra guardada la ley y los libros de los Profetas: no es eso bastante para santificar el lugar; pues, ¿qué es más: que los libros estén en un lugar o hablar lo que está escrito en los libros y guardarlo en la memoria? Te pregunto pues: ¿porque el diablo habló de las Escrituras ya por eso se ha santificado su boca? ¿Quién diría eso? Más bien lo que era ha seguido siéndolo. ¿Y qué los demonios? Porque predicaban diciendo: 'Estos hombres son servidores del Dios altísimo que os anuncian el camino de la salvación': ¿acaso por eso los contaremos entre los apóstoles? Nada de eso. Igualmente los rechazamos y execramos. Así pues, las palabras pronunciadas no santifican, ¿y los libros guardados santifican? ¿Qué motivo habría? Y precisamente es por eso por lo que más me horroriza la sinagoga, porque tienen la ley y los profetas, y mucho más la rechazo ahora que si nunca hubieran tenido nada de eso. ¿Y por qué así? Porque con tal incentivo allí son seducidos muchos de nuestros hermanos sencillos; lo mismo que Pablo arrojó al demonio que hablaba más bien que si se callase: 'Pues cansado del espíritu le dijo: Sal de ella', dice. ¿Por qué? Porque gritaba: 'Estos hombres son servidores del Dios altísimo'. Pues callando no engañarían, pero hablando seducirían a muchos más sencillos y los convencerían para que tuvieran fe en ellos en todo lo demás; pues para que prestasen oído a sus mentiras, por eso mezclaban a veces lo verdadero con las mentiras; como los que preparan veneno en secreto untan con miel el borde de la copa para que la bebida se tome con más agrado. Por eso también Pablo se indignó todavía más y procuraba reprimirlos, porque se apropiaban de un honor que no les tocaba en absoluto. Por eso también yo detesto a los judíos porque tienen la ley, siendo ellos los mayores violadores de la ley, y de ahí toman pie para seducir a algunos más sencillos. No serían reos de tanta maldad si no creyesen en Cristo por no tener la fe en los profetas; pero ahora carecen de esperanza de perdón al deshonrar a aquél que ellos predijeron diciendo que creían en ellos». Y luego: «Os digo que tenéis que temer que en aquel día oigáis del juez de los siglos: 'Apartaos de mí, que no os conocí': pues participasteis con los que me crucificaron y restaurasteis las fiestas que yo abolí pugnando contra mí; acudisteis a las sinagogas de los que me hicieron violencia, los judíos; y yo destruí el templo e hice caer aquel sagrario religioso cuando todavía guardaba lo que había que honrar, pero vosotros venerasteis viviendas peores que de maleante y cuevas de ladrones. Pues, si cuando en el templo estaba el querubín, cuando estaba el arca, cuando todavía florecía la gracia del Espíritu, entonces ya decía: 'la hicisteis cueva de ladrones'. y entonces casa de negocios por aquello, es decir, las iniquidades, los crímenes y los homicidios: ahora que los ha abandonado la gracia del Espíritu y que se les han quitado todas estas cosas buenas, y que en pugna contra Dios realizan tan mal servicio y observancia de la ley, es decir, fuera de ley, ¿qué nombre digno podría encontrarse con que se designase justamente a la sinagoga? Pues si ya era cueva de ladrones cuando todavía se conservaba el ritual religioso, quien ahora diga que es lupanar, o lugar de iniquidad, o domicilio de los demonios, o refugio del diablo, o perdición de las almas, o precipicio y abismo de toda perdición, o cualquier otra cosa que se le llame, siempre se dice menos de lo que se merece. ¿Quieres ver el templo? No vayas a la sinagoga, sino sé tú el templo. Dios derruyó un templo en Jerusalén y levantó innumerables mucho más honrosos y dignos que aquél. 'Pues vosotros -dice el Apóstol- sois templos vivos de Dios': construye, adorna, dispón esta casa, aleja de ella todo mal pensamiento para que seas miembro de Cristo digno de honor, para que te hagas templo del Espíritu Santo; haz también así a los otros...».

Muchas cosas he tenido que dejar de este sermón, por abreviar, tanto contra los judíos como también contra los cristianos fieles que descuidan la salvación de sus prójimos y no los corrigen con caridad y mansedumbre al ver que caen en estos errores judíos. Pero la pluma se ha de encaminar al quinto sermón.

Siguen los testimonios del quinto sermón:

Donde dice entre otras cosas: «Pues todavía quedan reliquias de las fiestas judías; pero así como sus trompetas eran más dañinas que las de los teatros, y los ayunos más infames que cualquier borrachera o comilona, así también los tabernáculos que ellos ahora construyen no son más decentes que las cámaras de las meretrices, sino más bien más obscenos; y que nadie me acuse de atrevimiento por hablar así, porque es la mayor locura y la mayor necedad el no pensar y hablar así de ellos; pues al hacer todas las cosas pugnando contra Dios y resistiendo al Espíritu Santo, ¿quién pondrá en duda que merezcan estos calificativos? En otro tiempo había sido venerable esa fiesta, cuando se observaba por precepto de Dios y de acuerdo a la ley; pero ya no ahora, pues toda su dignidad la ha perdido al hacerse contra la voluntad de Dios. Y quienes más que nadie violan la ley y tales fiestas antiguas son en primer lugar los que ahora quieren hacer ver que se realizan. Por el contrario nosotros tenemos a la ley en el puesto más honroso y le concedemos el descanso a la que hace tiempo se envejeció, y así como mandamos al anciano que descanse y no le permitimos que pelee y luche en su vejez, ni que de nuevo fuera de tiempo comience a combatir...».

También he dejado muchas cosas de este sermón, por motivo de abreviar, en donde argumenta contra los judíos de diversas formas cómo tuvo que cesar y cesó del todo su antiguo sacrificio, y ello no sólo por su pecado, sino también por la imperfección de tal sacrificio antiguo, al que le sucedió como debía sucederle el sacrificio del nuevo y eterno testamento del cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, que es del todo perfecto; según lo que allí de diversas maneras ampliamente deduce. Y de ahí y con otras razones concluye que los judíos ahora ya no tienen sacerdote alguno ni las otras cosas del ritual y ministerio antiguo. Y con gran ardor de caridad al final mueve e invita a todos los fieles cristianos a que deseen la salvación y el bien de todos sus hermanos cristianos, y en especial de aquellos que hubieran sido seducidos por los judíos a judaizar; y con muchos argumentos y ejemplos les explica con cuánta benevolencia, amor, diligencia y celo deba hacer esto cada uno hasta que convierta y salve de tal error a su hermano que está por perecer. Pero dejando todo esto para abreviar ya paso al sexto sermón que es el último.

Siguen los testimonios del sexto y último sermón:

En él dice entre otras cosas que el ayuno de los judíos es una borrachera sin vino y de ahí concluye que los judíos se encuentran en condiciones y en un estado del todo igual al de los borrachos, aunque más torpes y peores; por donde exponiendo las condiciones y el estado de los ebrios y extendiéndolas a todos los viciosos, en concreto dice que les convienen a los obstinados judíos; con lo que concluye entre otras cosas: «Pues es propio de la ebriedad el privar del sentido y de la razón, y que no le permita darse cuenta de su fetidez, como también es indicio más terrible de enfermedad grave cuando los enfermos ni se dan cuenta de que les aqueja la enfermedad; pues así también los judíos, al encontrarse ebrios no se dan cuenta en absoluto, y se les pasa por alto que sus ayunos son más torpes y desagradables que cualquier borrachera. Pero nosotros no descuidemos la preocupación y atención por nuestros hermanos ni pensemos que está ya fuera de lugar la diligencia por ellos...».

Después continúa ampliamente con esta materia de la corrección de los hermanos aplicándola y adaptándola al tema presente y expone muchas cosas y admirables, haciendo ver a todos los fieles tanto con bellas comparaciones como también con notorios ejemplos cómo tienen que emplear todo su cuidado y preocupación en la corrección y cura de los hermanos que judaizan y se pierden; y que no intenten excusarse unos por los otros ni esperarse unos a otros en lo que cada uno pueda hacer por sí mismo para salvación y honor del prójimo; y declara que hay que hacerlo con toda caridad, mansedumbre y benignidad, en cuanto sea posible, conservando la verdad de la fe, de modo que la fama del prójimo, el honor de la Iglesia y la paz de los fieles se guarden siempre con todo cuidado; y por eso ataca con fuerza y reprende con energía a los que difunden y pregonan los errores de estos judaizantes y sus pecados difamándolos y menospreciándolos; y hace ver que ése es un pecado muy grande y muy dañino, porque así pierden su fama los hermanos y se deshonra grandemente la fe cristiana, y finalmente no se corrigen tales errores, sino que más bien crecen y se multiplican; de acuerdo a lo que varias veces he indicado de que todo esto con todo lo que a ello se refiere expondré ampliamente con la ayuda de Dios en la segunda parte de esta obra.

Añade también ahí este santo y admirable varón que, cuanto mayor es el número de los judaizantes y mayores y más graves sus delitos, con tanta mayor caridad y religioso cuidado, mansedumbre y benignidad deberán ser corregidos y atraídos hacia la salvación; y después, porque muchos acudían a los judíos para ser curados y acababan mezclándose con ellos con familiaridad y convivencia y también en sus cultos atraídos y seducidos por ellos, convencidos de que por sus ritos podrían sanar y curarse, por eso con bella elocuencia y con bastante amplitud explica ahí que los judíos de verdad con tales acciones no pueden hacer nada en favor de los enfermos que se lo piden, sino que todo lo que hacen son artimañas, encantamientos y sortilegios y vanas y sacrílegas hechicerías. Pero suponiendo que ellos pudieran curar y sanar a alguno de su enfermedad mediante estas malas y sacrílegas acciones, lo que es falso, acaba diciendo que más bien debiera envejecer con la enfermedad o también dejarse morir por ella antes que concurrir a lo de estos judíos enemigos de Dios y hacer tales cosas. Y para demostrarlo aporta bellos testimonios y muchos y maravillosos ejemplos tanto de la ley como de los sagrados evangelios, y aduce con elegancia razones convincentes y estupendas comparaciones; y termina así brevemente: «Y si te mostrase alguna de esas curaciones y te dijese que por eso se va a lo de los judíos, porque prometen curarle, descubre ya sus artimañas, encantamientos, sortilegios y hechicerías: ni parece que curen de otra forma ni curan de verdad. Quita de ahí. Yo por mi parte, aunque mientras tanto suponga que curen, ¿acaso no es mejor morir que acudir a los enemigos de Dios y curarse de esa forma? ¿pues qué utilidad puede haber en curar el cuerpo de tal forma que perezca el alma? ¿qué acabamos ganando si mientras gozamos de algún descanso nos entregamos luego a los tormentos eternos...?».

Esto que he tomado abreviadamente de las palabras de san Juan Crisóstomo contra el judaísmo y los judíos lo he puesto aquí así no para atacar e injuriar a nuestros hermanos que han llegado mediante el sagrado bautismo a la santa madre Iglesia desde la reprobable ceguera del judaísmo y de su infiel y obstinada maldad, aunque después erraren y aún ahora se desvíen; acerca de quienes pretendo mostrar con tanta amplitud que son unánimes con nosotros e iguales y nuestros compañeros y conciudadanos en todo; y después igualmente he prometido exponer en la segunda parte de esta obra que a estos que se desvían y judaizan se les debe corregir y castigar canónicamente y según lo ordenado en derecho, dejando de lado todo rencor y alboroto y difamación, tanto hacia el que deba de ser castigado como también hacia los demás fieles de su raza, en cuanto sea posible realizarlo según Dios y la conciencia, como mandan la santísima ley evangélica y los sagrados cánones; como se corregiría y castigaría a otro cualquiera de otra raza encontrado en el mismo y equivalente delito, es decir, jurídicamente y a su debido tiempo y con toda piadosa y religiosa discreción en la caridad de Cristo y en su admirable mansedumbre evangélica; pues quien tal es necesita medicinas y no heridas, enseñanzas saludables y disciplinas curativas pero no burlas amargas y odiosos ultrajes que irritan a la vez el cuerpo y el alma, llevan a la muerte y condenan, y perturban e infaman la Iglesia de Cristo, y finalmente con un cisma amargo la golpean y sacuden; como se explicará ampliamente en la segunda parte según se dijo.

Sino que he puesto y escrito todo lo anterior contra los judíos pérfidos y obstinados mientras permanecen en el judaísmo y siguen decididos a no venir en forma alguna a nuestra santísima fe ni entrar en la Iglesia católica; es decir, tales como la Iglesia los discrimina y considera, y cuales manda, muestra y predica que deben ser considerados y evitados por sus fieles, para demostrar que son lobos rapaces y crueles que vienen bajo vestiduras de ovejas, y perros rabiosos y feroces que buscan atacar de distintas maneras las almas cristianas y la Iglesia católica, de quien son enemigos obstinadísimos.

Pues sé, repitiendo ya unas palabras de san Crisóstomo, que muchos cristianos reverencian a los judíos y juzgan venerable su trato, lo que es erróneo, como queda claro de lo dicho antes, y es equivocado pensarlo; y lo que es peor de todo es que nuestros gobernantes y príncipes ponen a estos judíos pérfidos y sacrílegos y enemigos de Dios como abogados e intermediarios entre ellos mismos y Dios y para sus asuntos más peligrosos y difíciles, como emprender guerras contra otros reyes y príncipes; cual alguna vez se supo y ahora apareció públicamente en el parto de la Reina, para cuyo éxito y resultado feliz con gran jactancia se movieron todos los judíos orando en público y dando limosna, y rogando a Dios con gran aplauso y orgullo para esto mediante sus impías e impuras solemnidades; porque, según dicen, así se les había mandado y obligado a hacer por pregón, de lo que hay bastante que admirarse y también lamentarse; pues para esto somos cristianos, como dice san Crisóstomo en el sermón citado, para que nos sometamos a Cristo y vivamos bajo sus leyes, y no para que vayamos a lo de sus enemigos.

Pues es cierto y manifiesto que los judíos están en estado de condenación, como ya expuse en el capítulo XXII, y decir lo contrario sería abiertamente herético, puesto que la afirmación contraria se encuentra en la sagrada Escritura, expresado y declarado no por cualquiera, sino por nuestro glorioso Redentor mismo: «El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea se condenará» (Me 16, 16). Y si bien esto tiene su verdad respecto a todos los infieles, sin embargo de modo especial se verifica respecto a los judíos, por ser su incredulidad la peor y más grave especie de infidelidad, según lo que declara santo Tomás en la Suma Teológica; e igualmente resulta claro de las palabras de san Juan Crisóstomo en este capítulo; y esto a causa de su mayor incredulidad y absoluta repugnancia hacia Cristo y hacia nuestra fe, contra ]a que hacen y ejecutan todo luchando y pugnando, y en consecuencia también contra la ley y los profetas que por todas partes figuraban, predecían y prometían a Cristo Jesús. Y por lo tanto es muy cierto que pecan grave y mortalmente en todos sus ritos y ceremonias y en todas sus preces y peticiones, que creen ofrecer a Dios mediante esos ritos y ceremonias, como profesión y afirmación de su infiel error, según lo que explica y sostiene santo Tomás en la misma obra.

Y si ahora los sarracenos se equiparan a ellos según el derecho, esto se debe a que ya se circuncidan y judaizan, ya que el derecho antiguo distingue con gran diferencia a los paganos de los judíos; pero siempre los judíos son a los que tenemos que separar de nosotros con ley más estricta y con mayor rigor.

Pero el que la Iglesia los tolere en sus reprobables ritos se debe a que no puede matarlos ni destruirlos, ni convertirlos a la fe por la fuerza, según se explicará ampliamente en el próximo capítulo; pero resultaría que lo acabaría haciendo si no los tolerase en sus ritos como por mayor cautela, ya que sin ellos no puede haber judaísmo, y se convertiría su infidelidad en otra cosa diferente, pero no judaísmo. Y sin embargo el judaísmo tiene que durar hasta el fin del mundo, y la Iglesia tiene que tolerar a los judíos hasta el fin del mundo, cautivos y dispersos dentro de sí, como quedará claro pronto en el capítulo siguiente. Y por lo tanto, aunque la Iglesia los tolere en sus ritos, como se ha dicho, sin embargo no los aprueba sino que los condena severamente y manda con rigurosas leyes que los judíos estén apartados de sus fieles, es decir, que no vivan ni coman con ellos ni los reciban a ellos en sus comidas; que no los llamen en sus enfermedades ni reciban medicinas de ellos, ni se bañen con ellos en los mismos baños; asimismo que no les permitan entre los cristianos tener dignidades seculares ni ejercer oficios públicos; ni que tampoco nadie les deje nada en testamento, etc.

También restringe y coarta a los mismos judíos en sus ritos en todo lo que puede, pues no les permite que levanten nuevas sinagogas, sino conservar tan sólo las antiguas, y reedificarlas si amenazasen ruina, con tal que no las hagan más amplias o más ricas de lo que antes eran; también que en sus días de lamentación no actúen en público y ni siquiera abran las ventanas; asimismo que lleven vestido o señal por los que puedan ser conocidos por el resto de la gente, según mandan los sagrados cánones todas estas cosas y otras más con todo rigor.

Y así la santa madre Iglesia reprime y coarta a estos pérfidos y obstinados judíos con todo lo que se ha dicho y algunas cosas más, y con las penas que pone a los transgresores, hasta donde puede, cual a cautivos e infieles y no de cualquier clase, sino perversos, contrarios a Dios y a su santísima ley y del todo adversarios, y muy nocivos para el pueblo cristiano y directos enemigos suyos; y así por eso, en lo que puede, los ata y liga y junto con ello condena sus ritos y sacrificios; ya que no puede hacer otra cosa con ellos al no poder matarlos ni reducirlos por violencia a la fe, sino tenerlos dispersos dentro de sí por el cautiverio hasta el fin del mundo, tal como se verá claro en el capítulo siguiente, según se dijo.

Y por lo tanto nuestros príncipes y gobernantes habrán de temer, como dicen los sagrados cánones, el incurrir en la indignación divina al permitir que estos obstinados judíos ejecuten lo que causa confusión a nuestra fe; pero mucho más tienen que temer y tener miedo, si al ejecutar estos judíos sacrílegos lo que causa confusión a nuestra fe, son ellos los autores y la causa y ellos se lo piden o se lo mandan, como, según se dijo, se ha comprobado que lo hacen bastante abiertamente mediante estas obras tales como oraciones y sufragios, que les pidieron o mandaron también públicamente; cosa que ciertamente huele a herejía, y llegaría a serio si después del aviso o de la debida información y conocimiento del error, alguien intentase hacerlo consciente y pertinazmente.

¿O acaso no es herético y sacrílego llamar a los pérfidos y obstinadísimos enemigos de Cristo en contra de él, y llevarlos a su presencia para que lo aplaquen y le supliquen humildemente, cuyo sacrificio es sacrilegio en su presencia, su culto impiedad, cuyos ruegos son blasfemias y las oraciones abominaciones, y aún más por estar siempre contra el Señor y hacer todo en contra de Cristo, y realizar en pecado la ley y todas sus demás obras junto con su oración execrable, y por ser recordada la culpa de sus padres siempre en presencia del Señor y no borrarse el pecado de su madre, es decir, de la sinagoga en la que permanecen y a la que siguen como a madre?

Porque, como todo esto y mucho más había sido profetizado mucho antes de los pérfidos judíos, contra lo que no cabe duda que obran nuestros príncipes y gobernantes, por la petición que hacen de tales oraciones y lo demás, como se dijo, o el mandato de sufragios, habrán de temer con razón que el mismo Señor, ante quien ponen a estos obstinados e infieles judíos como intercesores e intermediarios, se vuelva a indignación e ira contra ellos mismos. Ya que, según san Gregorio, cuando se envía a interceder al que desagrada, se empuja al corazón resentido a cosas peores; lo que se comprueba que ya había ocurrido en un caso semejante por el testimonio de la divina Escritura, donde se dice: «Ocozías se cayó por la celosía de su habitación de arriba de Samaría; quedó maltrecho y envió mensajeros a los que dijo: 'Id a consultar a Baal-Zebub, dios de Ecrón, si sobreviviré a esta desgracia'. Pero el Angel de Yahvéh dijo a Elias tesbita: 'Levántate y sube al encuentro de los mensajeros del rey de Samaría y diles: ¿Acaso porque no hay Dios en Israel vais vosotros a consultar a Baal-Zebub, dios de Ecrón? Por eso, así habla Yahvéh: Del lecho al que has subido no bajarás, porque de cierto morirás'» (2 R 1, 2-4). Y así ocurrió como a continuación se cuenta en el mismo capítulo.

Así tienen que temer nuestros príncipes y gobernantes, que se valen para tales cosas de los judíos y se creen que por ellos Dios va a ayudarles, que les ocurra lo mismo por justo juicio de Dios y por su indignación, precisamente en las mismas cosas en las que creen que pueden ser ayudados por estos judíos enemigos de Cristo. Pero mucho más tienen que temer y asustarse de merecer oír de Cristo (lo que Dios no quiera) en aquel último y horroroso juicio lo que antes he escrito en este mismo capítulo con las palabras del Crisóstomo, a saber, lo que Cristo dirá a los partidarios de los judíos y a sus seguidores: «Apartaos de mí, que no os conocí: pues participasteis con los que me crucificaron y restaurasteis las fiestas que yo abolí pugnando contra mí; acudisteis a las sinagogas de los que me hicieron violencia, los judíos; y yo destruí el templo e hice caer aquel sagrario religioso cuando todavía guardaba lo que había que honrar, pero vosotros venerasteis viviendas peores que de maleante y cuevas de ladrones...», como ya he escrito antes.

Pues ellos acuden a las sinagogas de estos judíos que crucificaron a Cristo cuando les piden oraciones y sufragios; restauran las fiestas que Cristo abolió y prohibió cuando las piden y mandan que las hagan y las celebren y que en ellas hagan oraciones en su favor; por lo que justificadamente deberán temer oír de Cristo la sentencia aludida. Y bien justificada, pues quitan de los judíos el vestido de recato y maldición que, según el testimonio del profeta. Cristo les impuso: «Los que me acusan sean revestidos de ignominia, como en un manto en su vergüenza envueltos» (Sal 109, 29); y de nuevo predice de su judaísmo obstinado: «Amó la maldición: sobre él recaiga, no quiso bendición: de él se retire. Se ha vestido de maldición como de un manto: ¡que penetre en su seno como agua, igual que aceite dentro de sus huesos! ¡Séale cual vestido que le cubra, como cinto que le ciña siempre!» (Sal 109, 17-19).

He aquí con cuánta maldición persigue el profeta tal pérfido judaísmo, del que literalmente hay que entender lo que dice, según los doctores sacros; y parece que nuestros príncipes y gobernantes quitan todo esto de los judíos, o por lo menos lo reducen a nada al venerarlos y honrarlos para pedir tales sufragios y oraciones de ellos, como de amigos de Dios, y al concederles y encargarles otros trabajos de confianza que tan sólo pertenecen a los fieles; lo que no cabe duda que va en mengua y daño de la santa Iglesia y de la fe cristiana.

Así pues, concluyamos finalmente con los sagrados cánones de la Iglesia que, si somos hijos de Cristo y en verdad católicos y fieles, reconoceremos a los judíos tal como son pérfidos y los estimaremos como sus directos y obstinados enemigos, y que todo lo que hacen y realizan, como tal, creeremos que es sacrílego y lleno de toda maldición; y también creemos que todas y cada una de las verdades de nuestra fe son absolutamente verdaderas y llenas de religiosidad y santidad, como lo son de hecho, y perfectamente dignas de ser recibidas en la presencia de Dios.

Así pues, concluyamos y digamos que de tal forma debemos guardarnos y separarnos nosotros y lo nuestro de tales infieles judíos como guardaríamos la alforja de los ratones, el regazo de las serpientes y el pecho del fuego; ya que, como se ha dicho en los anteriores capítulos:

«Los judíos nos conceden la paga que, según el dicho vulgar, suelen conceder a quien aloja el ratón en la alforja, la serpiente en el regazo y el fuego en el pecho». Y por eso: mejor no hablarles, o al menos que se merezcan pocas palabras, como manda san Juan Crisóstomo; sino más bien detestarlos y execrarlos como peste y enfermedad contagiosa para el género humano, como he escrito en este mismo capítulo del primero de sus sermones.




ArribaAbajoCapítulo XXVI

En el que, tras advertir a los fieles que se abstengan de todo lo indicado, se expone en qué forma deben tratar con los judíos; donde se concluye que siempre habrá que tolerarlos en medio de nosotros, aunque con la debida separación y estricta vigilancia, y que habrá que invitarlos caritativamente a que se conviertan, y que siempre algunos de ellos se convertirán, y que a esos tenemos que recibirlos entre nosotros en la misma gracia y ley de comunión general, y que al fin de los tiempos todos en general volverán a la fe verdadera y la confesarán unánimes con todos los fieles


Así pues, que el celo de la casa de Dios se mueva y se alce frente a tantos y tales enemigos de la verdad y perros que ladran rabiosos contra Cristo, por parte de nuestros venerables señores rectores y prelados para que actúen virilmente haciendo las veces de Cristo en contra de sus enemigos, al administrar y ocupar su puesto en la tierra; para que así no permitan que él sea blasfemado ni toleren sus injurias, no ya con paciencia piadosa y laudable, sino impía y reprobable, recordando aquella sentencia para imitar: «Pues me devora el celo de tu casa y caen sobre mí los insultos de los que te insultan» (Sal 69, 10). Acudan juntos nuestros preclaros príncipes y conmuévanse ante los enemigos de la cruz de Cristo y córtenlos y échenlos de sí como a verdaderos enemigos de su altísimo Rey, por quien ellos reinan y esperan reinar para siempre; diciendo con el santo rey y profeta:

«¿No odio, oh Yahvéh, a quienes te odian? ¿No me asquean los que se alzan contra tí? -y respondan-: Con odio colmado los odio, son para mí enemigos» (Sal 139, 21-22). Alcen la voz y griten los honorables religiosos pregoneros de Cristo y cualesquiera predicadores acerca del tan hondo olvido de las palabras de Cristo y de la santa madre Iglesia, por la que sus enemigos ya no conocen ni respetan la Iglesia de Dios, y recómanse dentro de sí y apremien y enardézcanse en obsequio de su Señor, diciendo con el profeta: «El celo de tu Casa me consume, porque mis adversarios olvidan tus palabras» (Sal 119, 139). Y también todos los fieles cristianos, en lo posible, sepárense y huyan de estos satélites del anticristo para no ser envueltos con ellos y que perezcan, según lo del libro de los Números: «Apartaos de las tiendas de estos hombres malvados, y no toquéis nada de cuanto les pertenece, no sea que perezcáis por todos sus pecados» (Nm 16, 26); lo que todavía más claramente advierte el Apóstol a los fieles de Cristo hablándoles de esta separación de que tratamos, diciendo: «No os juntéis con los infieles. Pues ¿qué relación hay entre la justicia y la iniquidad? ¿qué unión entre la luz y las tinieblas? ¿Qué armonía entre Cristo y Beliar? ¿Qué participación entre el fiel y el infiel?» (2Co 6, 14-15); como para responder: ninguna; pues, según lo que dice la glosa: «Por eso no os juntéis con los infieles, porque vosotros sois justos y ellos inicuos, y por eso no debéis comulgar con ellos en nada. Vosotros sois luz por la ciencia, ellos son tinieblas por ignorancia. Vosotros sois miembros de Cristo, ellos miembros del diablo: Cristo y el diablo no concuerdan, porque él todo lo hace mal y Cristo todo bien. Vosotros sois fieles, ellos infieles; ¿qué participación hay entre el fiel y el infiel? Ninguna. Pues como Cristo y Beliar no concuerdan, así tampoco el fiel y cualquier infiel». Esto es lo que dice la glosa, saltando algunas frases intermedias.

Guardando esto con toda diligencia y cuidado, lo que, como con frecuencia san Crisóstomo nos exhorta y advierte, siempre cuidemos de nuestros hermanos, es decir, los que del judaísmo vinieron a la fe de Cristo; para que no los infamemos ni despreciemos ni molestemos en ningún aspecto, ni los insultemos en ninguna forma; y si por casualidad se desviasen y pecasen, volvamos a llamarlos con caridad y mansedumbre, poniendo todo nuestro cuidado y empeño fraternalmente a favor de su salvación; o si alguno se mantuviese obstinado en el error, castigúesele en paz y según lo ordenado en derecho sin infamia ni desdoro de los otros fieles que son de su misma raza.

Pero que nadie piense que los cristianos pueden arrebatarles por la fuerza a los judíos las cosas que poseen, o con cualquier engaño, o que se los puede obligar a la fe por la violencia, o que hay que bautizar a sus pequeños contra la voluntad de los padres, o que los fieles les tienen que impedir que celebren sus fiestas y sus reprobables ceremonias, o que los traten con asperezas injustas e inhumanas. No es eso lo que la santa madre Iglesia enseña y manda a sus fieles, sino más bien lo desaconseja y prohíbe, induciéndonos a que a nadie demos ocasión alguna de tropiezo, para que no se haga mofa del ministerio, antes bien, nos presentemos en todo como ministros de Dios; y a los corintios los exhorta el Apóstol diciéndoles: «No deis escándalo ni a judíos ni a griegos ni a la Iglesia de Dios; lo mismo que yo, que me esfuerzo por agradar a todos en todo, sin procurar mi propio interés, sino el de la mayoría, para que se salven» (1 Co 10, 32-33).

Pues tal ha de ser el trato o separación de los fieles con ellos cual los sagrados cánones mandan, que, aunque aparezca mezclada en muchas definiciones y capítulos que hay que observar con fiel atención, su intención en resumen va a que la fe católica siempre sea honrada y estimada por todos y los fieles cristianos prevalezcan libremente sobre ellos, y se cuiden hábilmente para que en su trato no sean despreciados o se tambaleen y se ensucien, sino que por el contrario siempre se guarden y preserven de ellos como de muy astutos y diabólicos enemigos mientras así permanezcan, como se comprueba que lo son de verdad; de tal forma que los judíos se reconozcan cautivos y sometidos y comprendan que la fe cristiana es su dueña y reina, y honren y teman a todos sus fieles para no mezclarse indebidamente con ellos y para que no se alcen y sobrepasen lo que está establecido.

Pues la santa madre Iglesia los tiene y conserva sin hacerles daño, siempre cautivos y sometidos, sin embargo; y esto como memorial perenne de su gloriosísimo Redentor y de su inefable misericordia, por la que no quiso aniquilarlos matándolos como justamente se merecían, sino que, como piadoso y misericordioso, quiso tenerlos dispersos entre nosotros de forma que nunca les faltasen sus misericordias, y fuesen testigos para nosotros de nuestra solidísima fe y de su firmísima verdad. Y esto tanto por sí mismos como por sus códices que siempre conservan, por los que podemos probar con clarísimos testimonios el misterio de Cristo y la perpetua firmeza de la santa madre Iglesia, como creemos y confesamos para nuestra salvación, no fuera a ser que se dijera que los habíamos inventado.

Y por eso no fue bastante el que no los matase, sino que también fue conveniente que los dispersase, y no sólo que los dispersase por cualquier parte, sino entre nosotros, sus fieles, y no sólo entre algunos, sino entre todos debía hacerlo para que, al menos, a todos llegase la noticia y así pudiéramos tener juntamente tanto el memorial del sacratísimo misterio de nuestro Redentor como el testimonio; según lo que san Agustín explica hablando del salmo 59, donde se dice: «Dios me hará desafiar a los que me asechan. ¡Oh Dios, no los mates, no se olvide mi pueblo! ¡Sacúdelos con tu poder, derríbalos, oh Señor, nuestro escudo!» (Sal 59, 11-12). Y en La Ciudad de Dios expone lo mismo, diciendo a este respecto: «Quizá diga alguno que los cristianos han fingido las profecías sobre Cristo que se publican con el nombre de sibilas o de otros, si es que en realidad hay alguna que no sea de origen judío. A mí me bastan las que me facilitan sus códices, y que conocemos por los testimonios que, aún contra su voluntad, contienen esos códices, de que ellos son depositarios. Sobre su dispersión por la redondez de la tierra doquiera está la Iglesia, puede leerse a diario la profecía expresada en uno de los salmos en estos términos: 'Mi Dios me prevendrá con su misericordia. Mi Dios me la mostrará en mis enemigos, diciéndome: No acabes con ellos, no sea que olviden tu ley. Dispérsalos con tu poder'. Dios, pues, ha dejado ver la gracia de su misericordia a la Iglesia en sus enemigos, los judíos, porque, como dice el Apóstol, su pecado brinda ocasión de salvarse a las naciones. Y no los ha matado, es decir, no ha destruido en ellos el judaísmo, aunque fueran vencidos y subyugados por los romanos, por miedo a que, olvidados de la ley de Dios, no pudieran brindarnos un testimonio de lo que tratamos. Per ende, no se contentó con decir: 'No acabes con ellos, no sea que olviden tu ley', sino que añadió : 'Dispérsalos'. Porque, si con este testimonio de las Escrituras permanecieran solamente en su país sin ser dispersados por doquiera, la Iglesia, extendida por el mundo entero, no podría tenerlos en todas partes por testigos de las profecías que precedieron a Cristo».

También los soporta y espera que se conviertan para que se salven, ya que Dios no rechazó y abandonó a este pueblo hasta el punto de no salvar y convertir siempre a algunos de ellos, como el Apóstol claramente lo hace ver y lo expone diciendo: «Y pregunto yo: ¿Es que ha rechazado Dios a su pueblo? ¡De ningún modo! ¡Que también yo soy israelita, del linaje de Abrahan, de la tribu de Benjamín! Dios no ha rechazado a su pueblo, en quien de antemano puso sus ojos» (Rm 11, 1-2).

En esto que dice aquí el Apóstol hay que entender que ese pueblo encerrado en su ceguera ha sido rechazado y reprobado por Dios, de acuerdo a lo expuesto en el capítulo XXIV, y ya no es su pueblo; pero no lo rechazó hasta el punto de que no se vayan convirtiendo siempre algunos de ellos a la fe, como lo hace: «Mirad, no es demasiado corta la mano de Yahvéh para salvar, ni es duro su oído para oír» (Is 59, 1), como dice Isaías. Y los que así se convierten, aunque antes no hubieran sido su pueblo, una vez venidos a la fe se vuelven pueblo suyo, y por lo demás contarán con el mismo derecho igual que los otros fieles, y así «Dios no ha rechazado a su pueblo, en quien de antemano puso sus ojos»; porque de entre los judíos que hay ahora y de los que habrá después Dios siempre convertirá a algunos a la fe, a los que de antemano quiso que se convirtieran; para que pasasen a pertenecer a su gente desde la conversión, es decir, a la comunión de los fieles en el seno de la santa madre Iglesia; al igual que hasta ahora se fueron convirtiendo siempre algunos judíos de los anteriores desde el comienzo de la Iglesia naciente hasta los tiempos actuales; a los que, juntamente con los demás fieles congregó en un cuerpo de la Iglesia para que vivan en ella con las mismas leyes que los demás y usen y gocen de los mismos beneficios y gracias que los otros, y finalmente alcancen los mismos premios o sean castigados con las mismas penas que los demás.

Por eso siempre hará falta que en la Iglesia haya buenos y malos de los que vinieron del judaísmo a la fe, cual son buenos y malos los otros fieles que recibieron la fe de Cristo de dondequiera y cuandoquiera que a ella hayan venido; y en consecuencia habrán de ser juzgados para premio o para pena como son y serán juzgados los demás, tanto ahora en la Iglesia militante como luego en la triunfante, como se expondrá ampliamente en la segunda parte de esta obra; y así como Dios toma a los buenos de entre los otros fieles para las dignidades, gobierno y honores de su Iglesia y del ordenamiento católico, y a veces permite que lleguen los malos, habiendo de juzgar, empero, a unos y a otros según sus méritos, así también los quiere y los permite de los que se han convertido de la raza de los judíos.

Por eso el Apóstol, en el capítulo citado, añade esto mismo para rechazar y refutar a los presumidos y arrogantes, que creen que se han perdido todas las personas de raza judía y que ninguna se ha convertido de verdad y que no pueden ellos edificar, dirigir y gobernar la Iglesia de Dios y el ordenamiento de la fe católica; por lo que cita el apropiado ejemplo de Elias, que estimaba que todo el pueblo de Israel había idolatrado afirmando que tan sólo él celaba y guardaba la ley divina y su honor con todo empeño; a quien Dios le respondió que se había reservado siete mil hombres fieles y buenos en Israel cuyas rodillas no se habían doblado ante Baal; y así concluye apropiadamente el Apóstol acerca de la raza judía que siempre se salvará un resto y que será aceptado por la elección de la gracia de Dios en su Iglesia. Y dice así:

«¿O es que ignoráis lo que dice la Escritura acerca de Elias, cómo se queja ante Dios contra Israel? ¡Señor!, han dado muerte a tus profetas; han derribado tus altares; y he quedado yo solo y acechan contra mi vida. Y ¿qué le responde el oráculo divino? Me he reservado siete mil hombres que no han doblado la rodilla ante Baal. Pues bien, del mismo modo, también en el tiempo presente subsiste un resto, elegido por gracia» (Rm 11,2-5).

Dice, pues, que se ha de salvar un resto de Israel, en cuanto que el pueblo de los judíos se ha cegado en su mayor parte desde el principio, cuando los apóstoles y otros pocos en comparación con todo el número de los judíos, sólo ellos creyeron en Cristo; y así ocurrió en adelante hasta el momento presente y ocurrirá hasta el fin del mundo, ya que creyeron, creen ahora y creerán pocos de entre ellos en comparación a la muchedumbre de los judíos y por eso se les llama propiamente el resto que por elección han de sumarse a la Iglesia de los fieles; de acuerdo a lo que abiertamente afirma en la carta a los Romanos, refiriéndose a este dicho de Isaías: «Isaías también clama en favor de Israel: Aunque los hijos de Israel fueran numerosos como las arenas del mar, sólo el resto será salvo» (Rm 9, 27); es decir, aunque fuesen muchísimos, se salvarían pocos en comparación con tal muchedumbre.

Así se concluye justamente que debemos caritativa y amablemente invitar a la fe a los que viéramos que podrían convertirse a ella, para ser colaboradores de Dios si queremos ser sus fieles hijos, al reunir y congregar según nuestras posibilidades al resto de su designio según la elección de su gracia; y con ello cooperamos devota y fielmente a su santísima Iglesia, cuyos miembros somos, y que ruega fervorosamente por ellos en el mismo día de la pasión del Señor para que Dios retire el velo de su ceguera y se conviertan a la fe verdadera.

Pero mientras permanecen en el judaísmo siempre hemos de convivir y tratar con ellos de modo que hayan de reconocerse judíos y sometidos y comprendan que nosotros somos los verdaderos fieles universales de Dios, a quienes se ha dignado llamarnos a la verdadera libertad. Ni se les ha de manifestar lo oculto de la fe ni se ha de relajar, como a rienda suelta, lo que está dispuesto acerca de ellos, por buenos que sean y por mucho que se espere su conversión, a no ser lo que se vea conveniente con mucha discreción al buscar su salvación: no sea que tornándose a su fetidez y rabia anteriores pisen nuestras perlas y nos desgarren con sus feroces dientes, según la frase de Cristo, y de ahí, hasta donde puedan, impugnen nuestra fe.

Una vez que hayan ingresado a nuestra fe y a la santa Iglesia de los fieles, tenemos que considerarlos con la misma gracia y amor que a los demás fieles, según lo que se expondrá con más amplitud en el capítulo siguiente y se explicará por largo en la respuesta a las objeciones. Pero a todos los demás judíos que buscan permanecer en su ceguera tendremos que evitarlos con cuidado y restringirlos con estrictas leyes, según lo que antes y en el anterior capítulo señalé, para que no retiremos de sobre ellos el yugo impuesto por el Señor contra su disposición y el mandato de la santa madre Iglesia, ni demos motivo para su reprobación y ceguera y para todos los males que de ahí se siguen. Sino más bien la vejación saludable que les infligimos será la que dé conocimiento a sus oídos, como antes se ha dicho, para que, al no creer en nuestras Escrituras, se cumplan en ellos las suyas que leen ciegos, ya que por este motivo se encuentran dispersos por el mundo, según lo que expone san Agustín en La Ciudad de Dios: «Los judíos, que le mataron y se negaron a creer en él -es decir, en nuestro señor Jesucristo-, porque convenía que muriera y resucitara, sufrieron el saqueo más desgraciado de los romanos y fueron arrojados de su país, del que eran ya señores los extranjeros, y dispersados por todas partes. (Y es verdad, porque no faltan en ninguna). Así sus propias Escrituras testifican que no hemos inventado nosotros las profecías sobre Cristo. Muchos de ellos, habiéndolas considerado antes de la pasión, y sobre todo después de la resurrección, han venido a él. A esos tales se dirigen estas palabras: 'Cuando el número de los hijos de Israel fuere como la arena del mar, serán salvados los restantes'. Los demás han sido cegados según esta profecía: 'En justo pago conviértaseles su mesa en lazo de perdición y ruina. Obscurézcanse sus ojos para que no vean y tráelos siempre agobiados'. En realidad, cuando no dan fe a nuestras Escrituras, se cumplen en ellos las suyas, aún ciegos para leerlas».

Así pues, a ellos deben abominar los cristianos y evitarlos en su trato, y abrazar y amar con todo afecto a sus hermanos en Cristo de dondequiera que hayan venido a su santa fe, mostrándoles amorosamente entrañas de caridad; y que no ocurra al revés, y Dios no lo quiera, que recibiendo a aquellos enemigos de Cristo más de lo debido y haciendo tropezar con el escándalo a estos sus pequeños, aquéllos beban de los pechos de la Iglesia y éstos tengan sed y mueran de hambre, según aquello de las Lamentaciones de Jeremías: «Hasta los chacales desnudan la teta, dan de mamar a sus cachorros; la hija de mi pueblo se ha vuelto tan cruel como las avestruces del desierto. La lengua del niño de pecho se pega de sed al paladar; los pequeñuelos piden pan: no hay quien se lo reparta» (Lm 4, 3-4). Y así según el decir del Apóstol: «Por nuestro medio difunde en todas partes el olor de su conocimiento. Pues nosotros somos para Dios el buen olor de Cristo entre los que se salvan y entre los que se pierden; para los unos, olor que de la muerte lleva a la muerte; para los otros, olor que de la vida lleva a la vida» (2 Co 2, 14-16), como allí se dice. En los últimos tiempos, una vez que se descubra la maldad del anticristo, entrará todo el pueblo judío y confesará y mantendrá la fe católica junto con nosotros hasta el derramamiento de la sangre, si fuera preciso; porque, según lo que dice nuestro glorioso padre Jerónimo comentando a san Mateo, los judíos serán iluminados al fin del mundo recibiendo la fe como a Cristo que vuelve del Egipto. Y eso es lo que escribe Oseas: «Porque durante muchos días se quedarán los hijos de Israel sin rey ni príncipe, sin sacrificio ni estela, sin efod ni terafim. Después volverán los hijos de Israel; buscarán a Yahvéh su Dios y a David su rey, y acudirán con temor a Yahvéh y a sus bienes en los días venideros» (Os 3, 4-5). He aquí con qué gran claridad predijo el profeta la ceguera y desolación y el cautiverio perpetuo y la dispersión de los judíos; y después añadió su postrera iluminación e íntegra conversión a Cristo, verdadero Mesías y a su santísima fe, y que será eso al fin del mundo; ya que «durante muchos días» quiere decir por mucho tiempo; «se quedarán sin rey ni príncipe», como vemos que no tienen suyos ni rey ni príncipe, sino que tienen que servir a reyes y príncipes ajenos; y «sin sacrificio ni estela», porque no pueden sacrificar fuera de Jerusalén, de donde han sido expulsados y destruido su templo, según lo que expuse ampliamente en el capítulo XXIII.

Por eso también decía Azarías junto con los que estaban con él en el cautiverio de Babilonia: «Ya no hay en esta hora príncipe, profeta ni caudillo, holocausto, sacrificio, oblación ni incienso ni lugar donde ofrecerte las primicias y hallar gracia a tus ojos» (Dn 3, 38); y esto lo decía, porque, como ya hemos dicho más veces, no les era permitido a los judíos ni ahora se les permite ofrecer todas estas cosas a no ser en Jerusalén y en el templo, que entonces estaba destruido y ellos desterrados y cautivos llevados a Babilonia, tal cual ahora se encuentran llevados a cautividad perpetua; por eso es por lo que añade el profeta que habrían de continuar en esta cautividad y desolación perpetua, como lo están ahora, «sin efod», es decir, sin vestiduras sacerdotales, puesto que, al cesar los sacrificios, también cesa el uso de las vestiduras; y sin los «terafim», vale decir, sin las imágenes en las que los espíritus suelen dar las respuestas, ya que entre los judíos ya no hay tales imágenes como muchas veces las tuvieron en los tiempos antiguos, cuando se lee que habían caído con tales imágenes en la idolatría; lo que, por otra parte, es gran motivo de su engaño y de su obstinada ceguera, en cuanto que se estiman fieles y agradables a Dios por no hacer estas cosas como hacían en otros tiempos, como se ha dicho; y, sin embargo, es todo lo contrario, ya que ahora son peores y más infieles de lo que nunca fueron, y también peores que los mismos gentiles idólatras que ahora hacen estas cosas o que las hicieron antes, según lo que se explicó extensamente antes, y en concreto en el capítulo XXV.

Sigue, pues, el texto del profeta: «después volverán los hijos de Israel», donde se indica la conversión final de los judíos; «después» hay que entenderlo después de su abandono y ceguera, «volverán» de sus errores y «buscarán a Yahvéh su Dios» fiel y devotamente y «a David su rey», es decir, a Jesucristo, el Hijo de Dios, nacido de la descendencia de David; y resulta claro que deberá entenderse así y se confirma por la traducción caldea, que los hebreos estiman auténtica y que dice: «Después volverán los hijos de Israel y buscarán el culto de Dios y obedecerán al Mesías hijo de David su rey».

Y continúa la profecía: «Y acudirán con temor al Señor» reverenciándolo y confesándolo «en los días venideros», lo que quiere decir que se cumplirá esto hacia el fin del mundo, porque así está escrito a los Romanos: «... hasta que entre la totalidad de los gentiles, y así, todo Israel será salvo» (Rm 11, 25-26), es decir, al fin del mundo cuando se descubra la falsedad del anticristo, porque entonces cesará del todo la ceguera de los judíos y confesarán la fe de Cristo unánimes con nosotros e incluso la sostendrán con constancia hasta la muerte, según lo que explican y exponen los doctores sacros de acuerdo a la autoridad de la sagrada Escritura; de quienes ahora ofrezco este único testimonio de san Gregorio comentando el Cantar: «Y como al que viene, se entiende a Cristo, la Iglesia lo recibe y la sinagoga lo rechaza; porque de nuevo lo recibirá y amará al fin del mundo, por eso continúa: te introduciré en la casa de mi madre, y tú me enseñarás; te daría a beber vino aromático, el mosto de mis granadas. Lo introducirá a la casa de su madre porque la sinagoga al fin del mundo predicará a Cristo, en quien habrá creído; y al ser recibido por la predicación de la Iglesia, allí enseñará a la Iglesia, porque se gozará de ser enseñada cuando vea que la sinagoga es adoctrinada junto consigo, hecha ya un mismo cuerpo consigo. La Iglesia le dará vino aromatizado porque predicará a la sinagoga el Nuevo Testamento con el Antiguo, y resultará como vino aromatizado porque unirá la dulzura del Evangelio con los testimonios de la Ley, que es agria, para que resulte con más fuerza. Le dará el mosto de sus granadas porque añadirá los ejemplos de los varones fuertes que mantuvieron la unidad de la Iglesia incluso con el martirio, para que a su semejanza se inflame la sinagoga y no caiga ante las persecuciones del anticristo embriagada por los ejemplos de los anteriores mártires. Pues al oír las victorias de los fuertes luchadores no dudará en emprender la lucha a su invitación, como indica claramente al añadir: su izquierda etc...».

Pues entonces no nos será necesario usar tales leyes porque la Iglesia militante se encontrará en su última perfección ni habrá quien la contradiga ni ponga asechanzas para que caiga, al tener entonces a todos en común dentro de sí como a ovejas propias, y entonces se cumplirá la palabra de Cristo en toda su perfección: «También tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a ésas tengo que llevarlas y escucharán mi voz; habrá un solo rebaño, un solo pastor» (Jn 10, 16). También entonces llegará a su fin el estado de la Iglesia militante, alcanzada su última perfección; ni durará más tiempo sino que le sucederá, después del juicio universal en la segunda venida de Cristo, un nuevo estado perfectísimo que no se cambiará nunca más y que no tendrá fin, del mismo modo que, una vez concluido el estado del Antiguo Testamento en la primera venida de Cristo, le sucedió el estado de la santa madre Iglesia, absolutamente perfecto en lo que puede darse en esta vida, y que no ha de cambiarse nunca en otro estado más perfecto mientras perdure en este su peregrinar, como expuse anteriormente en el capítulo XXI.




ArribaAbajoCapítulo XXVII

En que se indica la pequeña diferencia con que estas cuatro clases de personas son recibidas en la Iglesia cuando se convierten a ella, es decir, los herejes, cismáticos, judíos y paganos; porque los judíos y gentiles son recibidos sin penitencia alguna y se hacen hijos libres de la Iglesia sin que se establezca entre ellos ninguna preferencia; y se equivocan quienes quieren preferir en la Iglesia a los que se habían convertido del judaísmo, porque de esa forma resulta que los perjudican y rebajan


Pero hay que tener en cuenta, por lo que se dijo en el capítulo XXII sobre esas cuatro clases de personas, a saber, los herejes, los cismáticos, los judíos y los paganos, de quienes se expuso que estaban fuera de la religión verdadera y salvadora con argumentos de autoridad y de razón, que no son recibidos por la Iglesia de la misma forma y modo cuando quieren convertirse a ella, según lo que expone santo Tomás en la Suma teológica. Pues señalando rápidamente las diferencias diré: Los herejes y cismáticos, que por llamamiento divino habían sido criados y recibidos en la Iglesia y contados en el número de sus hijos, y que apartándose después de ella buscaban perseguirla y destruirla apegados a sus errores, no son recibidos por ella con facilidad, sino imponiéndoles una penitencia y con cierta solemnidad especial, que consiste en que primero abjuren de su error y después prometan por escrito y con su firma que mantendrán firme y verazmente la fe católica y la unidad de la santa madre Iglesia según su prescripción, sin desviarse de ella en forma alguna; y esto ya en público ya en privado de acuerdo a si su delito fue público o privado; y así la Iglesia los recibe a la penitencia y los conserva vivos y algunas veces los repone por dispensa en las dignidades eclesiásticas que anteriormente ocupaban, si los encuentra realmente convertidos; e incluso a veces los dispensa para que puedan ascender a dignidades superiores, si lo pide la utilidad común. Pero por lo común los recibe a penitencia y los conserva vivos inhabilitándolos para cualesquiera dignidades y oficios eclesiásticos por haberse alzado como hijos infieles contra su santísima madre: «Si todavía un enemigo me ultrajara, podría soportarlo; si el que me odia se alzara contra mí, me escondería de él. Pero tú, un hombre de mi rango, mi compañero, mi íntimo...» (Sal 55, 13-14).

Y por lo mismo que fueron ocasión de escándalo entre los fieles de la Iglesia, sólo por dispensa y gracia les concede otros beneficios tales como tener y administrar las dignidades que antes poseían o también ocupar otras superiores, lo que acostumbraba a hacer principalmente por mantener la paz, como dicen los doctores sacros. Pero, cuando una vez recibidos, de nuevo reinciden en la antigua herejía, tan sólo los recibe a la penitencia y a los sacramentos de la Iglesia, pero ya no los libra de la sentencia de muerte sino que los entrega al brazo secular sin más consideraciones, porque tal reincidencia resulta un claro signo de inconstancia y por ello es más útil para la comunidad y para ellos mismos el que se los elimine a que se los deje quedar sobre la tierra con tal peligro.

Pero a los judíos y a los paganos, que se los considera simplemente infieles, no les afecta nada de esto por más que durante mucho tiempo vivieran obstinados en su mayor ceguera, ya que, mientras no habían recibido la fe, se les consideraba como ciegos y ajenos a la fe, que no habían podido mancillar la sangre del Testamento de Jesucristo los que nunca habían querido participar de ella. Ni tampoco se da en ellos ningún signo de inconstancia acerca de la fe y de la comunión de la santa madre Iglesia ni razón concreta alguna de tropiezo o escándalo para sus fieles; por lo que, cuandoquiera que piden recibir la fe verdadera y solicitan ingresar a la comunión de los fieles y de los sacramentos de la Iglesia, se les admite libre y amistosamente sin penitencia alguna que les corresponda por su infidelidad anterior, y sin ninguna clase de impedimento o de falta de capacidad para cualquier oficio y beneficio eclesiástico, exceptuándose la falta de preparación en los que se han convertido recientemente por la inexperiencia y desconocimiento de la vida eclesial, de la que deben ser ejemplo y doctores los que se reciben a tales oficios eclesiásticos y a sus dignidades y honores; por lo que no se les puede llamar incapaces a los recién convertidos, sino tan sólo no idóneos o no preparados, y que no se les debe promover a tales órdenes y oficios eclesiásticos mientras perdure su falta de idoneidad.

Pero esta falta de idoneidad habrá de ser igual para todos los que recientemente han llegado a la fe, ya provengan de los judíos ya de los gentiles, y habrá de tener un término a partir del cual se hagan aptos e idóneos; y quizás tenga que ser mayor el tiempo para aquellos que de los gentiles se convirtieron a la fe que no para los que vinieron del judaísmo, en el supuesto de que igualmente aparezcan los signos de una verdadera conversión en unos y otros; de acuerdo a lo que expondré con la ayuda de Dios más adelante cuando vaya respondiendo a la objeción tomada de los escritos del Apóstol, donde dice: No neófito.

Ahora baste con decir que todos los infieles, ya judíos ya paganos, son recibidos libremente a la fe sin ninguna penitencia y también a la misma convivencia y trato con todos los demás fieles cuandoquiera deseen convertirse y hacerse cristianos; incluso también habrán de ser inducidos favorablemente por los fieles a ello y amistosamente ser empujados, y aún también ser ayudados por un cierto tiempo, como mandan los sagrados cánones; con tal que se arrepientan de su vida anterior y a no ser que quizás hayan cometido algunos otros delitos además de su infidelidad por los que, al igual que si fuesen cristianos, merecerían ser castigados durante su vida; porque entonces, en cuanto a esos delitos, quedarían sometidos íntegramente a las leyes civiles; o si hubieran contraído alguna irregularidad antes de su conversión, permanecerían con ella, como les ocurriría si al hacer tal cosa ya fuesen cristianos, a no ser que por alguna gracia especial se les tratase con misericordia o se les dispensase.

Pero en esto no se les rebaja en relación a los demás fieles de la santa Iglesia, ya que también a ellos se les castiga por los mismos delitos cuando los cometen, por más que sean fieles y católicos; ni los deja libres la fe, sino que se le retribuye a cada uno en razón de sus hechos según la proporción de la recta justicia común que mantiene, urge y predica la misma fe. Hay, sin embargo, una diferencia entre unos y otros en cuanto a esto, porque el malhechor recién bautizado queda totalmente libre por el bautismo de toda culpa y pena delante de Dios y delante de la Iglesia en el fuero de su conciencia; pero el bautizado que comete tal delito queda absuelto de la culpa en el sacramento de la penitencia, si se arrepiente de verdad, pero queda absuelto de la pena temporal delante de Dios en el fuero de su conciencia o se le perdona sólo hasta el punto a que se extiende la remisión que le concede la Iglesia y su propia contrición: y el resto tendrá que pagarlo él mismo aquí o en el futuro; pero tanto a uno como al otro los castiga el fuero judicial contencioso con la misma sentencia y pena, de ser iguales los delitos; y esto es a causa de la observancia de la justicia pública común para edificación de los que hubieran sido escandalizados, para ejemplo de todo el pueblo en la enseñanza del vivir correcto; y al castigarlos así o permitir que se les castigue, mejor cuida la Iglesia de sus hijos y los hace más fieles que si los defendiese o dejase impunes, ya que entonces los volvería miserables y reprobos al dejarles abierto el camino para que cometiesen semejantes crímenes; y en razón de evadirse del castigo en vida, inútilmente recibirían la fe católica haciéndose merecedores de mayores tormentos, con lo que quedaría siempre la comunidad de los fieles escandalizada y más inclinada hacia el mal; pero, como dice santo Tomás, podría benévolamente el príncipe atenuar tal pena o quitarla del todo al reo recién bautizado cuando se viera oportuno por no haber peligro de estos males; aunque esto ya no se podría aplicar al que lo cometiese después del bautismo.

De manera semejante, al estimar la Iglesia que estos que así recientemente se han convertido a la fe de dondequiera que viniesen no son idóneos para tales oficios y dignidades, no los rebaja ni disminuye en relación a sus demás fieles por alguna tacha de incapacidad que les imponga, sino que tan sólo señala que no están preparados y capacitados para ejercer tales dignidades y oficios, en razón de que no están suficientemente instruidos ni ejercitados lo bastante para desempeñar correcta y debidamente tales administraciones y oficios, mediante los cuales deberán servir y atender a los otros fieles de la Iglesia como jefes y maestros; y por eso les manda que permanezcan en un grado inferior mientras perdure su falta de idoneidad, hasta que alcancen por costumbre y ciencia lo que deben enseñar a los demás. Con lo cual mejor provee por ellos, no fuera a ser que, si subieran tales grados antes de estar bien preparados, crecieran en soberbia y se vinieran abajo y perecieran ellos lamentablemente e indujeran a otros a error y condenación, como más adelante se explicará por largo según se dijo.

En tal caso la Iglesia seguiría la misma regla con cualquier otro fiel en que se encontrase igual o semejante impedimento de falta de idoneidad, puesto que con la misma regla la Iglesia lo juzgaría no apto e idóneo para tal ministerio eclesiástico y le impediría que llegase a él, como hace en otros casos que el Apóstol toca en el mismo capítulo, de quienes se da en cada caso el mismo juicio que en éste; porque en cualquier fiel que se encuentre alguna de estas cosas, por antiguo que sea, hay que observar la misma regla y, sea quien fuere, deberá ser apartado como corresponda de tal ministerio eclesiástico, si pretendiese llegar a él, hasta que se encuentre libre de tal impedimento y suficientemente preparado para el cargo a que se le promueve. En lo que, sin embargo, la Iglesia no le hace injuria ni lo rebaja respecto a sus demás hijos, sino que tan sólo juzga y dispone lo que conviene a tal persona que todavía no está preparada y le manda y fuerza a cumplirlo. Pues a ninguno de sus fieles lo rebaja la Iglesia respecto a los demás ni a nadie impone leyes para que no progrese, sino que por un igual a todos recibe y a todos los une entre sí con igual favor y amor. Pero hace ver que algunos no son idóneos sino estorbos, y los frena y detiene por su bien para que no lleguen a lo que les queda alto, entre los que se cuentan los que recientemente se convirtieron a la fe y todavía no han sido instruidos ni educados ejemplarmente, sino que aún siguen sin pulir ni preparar o altaneros y vanidosos; y esto quienesquiera que sean ellos, venidos recién a la fe ya de los gentiles ya de los judíos; en todo lo cual se guarda una ley uniforme, con tal que se dé paridad de circunstancias.

Por lo que soy de la opinión que se equivocan los que pretenden anteponer a los que vinieron del judaísmo a la fe respecto a los demás fieles, afirmando que deben ocupar un lugar preponderante entre los fieles. Para entender bien esto hay que tener en cuenta que, según lo que antes expliqué en el capítulo XIII, aquel pueblo de los judíos fue tomado como pueblo preferido de Dios entre otros motivos para que de él naciera el Redentor del mundo según la carne, y así debía manifestarse y ser enviado a aquel pueblo nuestro Salvador, cual había sido prometido a los patriarcas, y de ahí debía ser proclamado universalmente y por un igual a todas las demás gentes, según lo que explica el Apóstol a los Romanos: «Pues afirmo que Cristo se puso al servicio de los circuncisos -es decir, apóstol o enviado al pueblo judío, que se llama pueblo de los circuncisos- a favor de la veracidad de Dios, para dar cumplimiento a las promesas hechas a los patriarcas, y para que los gentiles glorificasen a Dios por su misericordia -esto es porque no se les había prometido a Cristo como a los judíos, sino que se les ha concedido por mera misericordia, sin que hubiera habido ninguna promesa para ellos, como la hubo para los judíos-, como dice la Escritura: 'Por eso te bendeciré entre los gentiles y ensalzaré tu nombre'. Y en otro lugar: 'Gentiles, regocijaos juntamente con su pueblo'; y de nuevo: 'Alabad, gentiles todos, al Señor y cántenle himnos todos los pueblos'. Y a su vez Isaías dice: 'Aparecerá el retoño de Jesé, el que se levanta para imperar sobre los gentiles. En él pondrán los gentiles su esperanza'» (Rm 15, 8-12).

Pues por eso personalmente Cristo sólo quiso predicar a aquel pueblo y realizar en él el misterio de nuestra redención; pues nunca por sí mismo predicó en otra parte sino entre ellos, a no ser quizás ocasionalmente y de camino, cuando al ir a predicar por los pueblos de los judíos tenía necesidad de atrevesar por algún pueblo de los samaritanos, como cuentan los evangelios de Juan y de Lucas. Y si predicó o si hizo algún milagro fue porque aquellos hombres con todo interés fueron a lo de él saliendo de su pueblo movidos por aquella mujer samaritana que lo había visto y con quien había hablado junto al pozo, mientras los discípulos habían ido al pueblo a conseguir alimentos: con lo que se descubre claramente que él no quería entrar a sus pueblos; y llegando aquellos hombres, muchos creyeron en él reconociéndole como salvador del mundo y entonces le rogaron que permaneciese allí, con lo que se quedó sólo dos días y enseguida se fue a Galilea, como dice el evangelio de Juan; y en el de Lucas no se dice que él haya entrado en algún pueblo de samaritanos sino que «él se afirmó en su voluntad de ir a Jerusalén» (Lc 9, 51-56) y que «envió mensajeros delante de sí, que fueron y entraron en un pueblo de samaritanos para prepararle posada; pero no le recibieron...»; y también dice que «pasaba por los confines entre Samaría y Galilea», es decir de paso para seguir por Galilea: y esto era porque con su propia persona no quiso predicar ni hacer bienes sino tan sólo a los judíos. Y si alguna vez curó a otros fue como casualmente y sin pensarlo -si así puede decirse- y accidentalmente, como en el caso de aquel samaritano que fue curado entre diez leprosos; y otras veces lo hizo por la gran fe de los que le pedían que los curase y perseveraban insistentes en su petición, por quienes también los mismos judíos intercedían, como en el caso de la mujer cananea que perseveró constante tras Cristo y no cejó aún rechazada, por quien incluso los discípulos, como movidos por la molestia, le rogaron diciendo: «Concédeselo, que viene gritando detrás de nosotros». Por lo que él concluyó al final diciendo: «Mujer, grande es tu fe; que te suceda como deseas». «Y desde aquel momento quedó curada su hija» (Cf. Mt 15, 21-28). Lo mismo sucedió con aquel centurión cuyo sirviente enfermo iba a morir, que envió a los ancianos judíos a Cristo rogándole que fuese y salvase a su sirviente, quienes solícitos le suplicaban diciéndole: «Merece que se lo concedas, porque ama a nuestro pueblo, y él mismo nos ha edificado la sinagoga», y que después envió a unos amigos a que le dijeran: «Señor, no te molestes, porque no soy digno de que entres bajo mi techo, por eso ni siquiera me consideré digno de salir a tu encuentro. Mándalo de palabra, y mi criado quedará sano...». Con lo que el Señor dijo a los que iban con él: «Os digo: ni en Israel he encontrado una fe tan grande» (Cf. Lc 7, 1-10).

Y esto no sólo lo guardó personalmente, sino que también se lo mandó a sus discípulos al enviarlos a predicar, diciéndoles: «No toméis el camino de los gentiles ni entréis en ciudad de samaritanos; dirigios más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 10, 5-6).

Pero cuando realizó el misterio de nuestra redención y cuando hubo cumplido en aquel pueblo las promesas a los patriarcas, cuando resucitó para subir a los cielos, entonces universalmente y sin diferencias envió a sus discípulos a todo el mundo a predicar el evangelio a todas las gentes y les mandó que les comunicasen sus beneficios. Y entonces comenzaron los discípulos a predicar primero en Jerusalén y por toda la Judea y después de ahí pasaron a los gentiles, porque los judíos cegados no los recibieron en su gran mayoría, como se narra en los Hechos de los apóstoles con las palabras de los apóstoles Pablo y Bernabé hablando a los judíos rebeldes y endurecidos, a los que les dijeron con firmeza: «Era necesario anunciaros a vosotros en primer lugar la Palabra de Dios; pero ya que la rechazáis y vosotros mismos no os juzgáis dignos de la vida eterna, mirad que nos volvemos a los gentiles. Pues así nos lo ordenó el Señor...» (Hch 13, 46-47).

No hay que entender que, si los judíos hubiesen recibido a los apóstoles que les predicaban, ya no debieran por eso pasar a predicar a los gentiles, porque esto es falso del todo; sino que primero debían predicar a los judíos y, mientras fuesen necesarios para su completo adoctrinamiento, no deberían salir de entre ellos; después, empero, debían extenderse por todo el mundo para predicar, incluso si hubieran creído todos los judíos. Pero como ellos los despacharon en poco tiempo no queriendo recibirlos e incluso persiguiéndolos de ciudad en ciudad, por eso, por su maldad y ceguera provocaron la ocasión y dieron el estímulo para que antes y más fácilmente los apóstoles manifestasen a los gentiles la predicación de la salvación eterna puesto que se pasaron a los gentiles abandonando pronto a los judíos; y así dice el Apóstol a los Romanos que el delito de aquéllos, es decir de los judíos, es la salvación para los gentiles, o sea que es la ocasión, como se ha dicho; y entonces por igual se entregaban a los gentiles como a los judíos que quisiesen convertirse mediante ellos, e igualmente se entregaban a ilustrarlos, instruirlos y dirigirlos a todos los convertidos de uno y otro pueblo hacia la fe de Cristo, e igualmente se obligarían a todo ello para todos los gentiles aunque todos los judíos hubiesen creído, pero después que éstos hubieran sido ilustrados en la fe.

Dentro de la Iglesia se debía de recibir a todos por un igual al llegar a la fe y considerarlos en el mismo orden, ya que hacer lo contrario sería judaizar según la situación antigua, lo que no sería propio de la Iglesia de Cristo, como antes insinué en el capítulo XX y posteriormente se expondrá con toda amplitud en las respuestas a las objeciones.

Hagamos, pues, una cuádruple conclusión de todo este desarrollo. La primera es que Cristo, mientras vivía, tan sólo debió predicar a los judíos tanto por sí mismo como por sus apóstoles y tan sólo a ellos concederles sus beneficios hasta realizar el misterio sacratísimo de nuestra redención, y esto por tres razones: una, para cumplir fielmente sus promesas hechas a aquel pueblo; dos, para quitarles toda excusa, no sea que fueran a decir que él no era el Cristo que se les había prometido, ni estarían obligados a recibirle si se pasase a otras gentes extrañas que no tenían la ley de Dios; tres, porque en tan corto tiempo como Cristo predicó y en el más pequeño que predicaron los discípulos viviendo él, no alcanzarían a recorrer toda la tierra de los judíos y después pasar á los gentiles; así, pues, era suficiente que personalmente predicasen tan sólo a los judíos hasta la pasión de Cristo, como él mismo dijo a sus apóstoles cuando los envió a predicar: «La mies es mucha y los obreros pocos» (Mt 9, 37), y luego: «Yo os aseguro: no acabaréis de recorrer las ciudades de Israel antes que venga el Hijo del hombre» (Mt 10, 23), es decir, para realizar el misterio de su sacratísima pasión. Pues eso es lo que Jesús les dijo a sus discípulos que intercedían por la mujer cananea: «No he sido enviado más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 15, 24), es decir, no he venido a predicar ni a conceder mis beneficios ni yo ni mis discípulos, como ocupación propia mientras viva, a no ser a los judíos a quienes fui hace mucho tiempo prometido; y a la mujer cananea que ya en persona se había acercado a Cristo pidiendo insistentemente la salud de su hija, le respondió Cristo de la misma manera diciéndole: «No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos» (Mt 15, 26).

Segunda parte de la conclusión es que, una vez realizado el misterio de su sacratísima pasión, enseguida tuvo que predicarse y dar a conocer a todo el mundo a Cristo y a su santísimo evangelio; pero primero al pueblo judío, como ya se dijo, hasta que ellos estuviesen suficientemente instruidos o por el contrario se encegueciesen. La razón de esto está en que Dios honrase con este postrer beneficio a la antigua sinagoga, para que comenzase a partir de ella la manifestación de su salvación eterna, por quien había prometido que salvaría a todas las gentes. Y mientras perduraba la ignorancia de los judíos acerca de la realidad de la redención de los hombres consumada por Cristo y que tenía que extenderse por igual y sin diferencias a todos los hombres, podía seguirse observando el que los fieles de la sinagoga que se convertían a Cristo ocupasen dentro de la Iglesia un lugar preferente ante todas las demás gentes que a ella llegaban, del mismo modo que podían seguir observando en aquel tiempo inicial las ceremonias de la ley junto con el evangelio, con tal que no pusieran su esperanza principalmente en ellas cuando las realizaban, creyendo que sin ellas el evangelio no les bastaría para su salvación, como exponen los sacros doctores. Y entre estas prescripciones de la ley puede contarse ésta de la primacía y superioridad de los judíos en la Iglesia de la sinagoga, de acuerdo con lo que antes expliqué en el capítulo XVII al tratar de las imperfecciones de aquel antiguo estado. La razón de la permanencia de las observancias antiguas durante ese tiempo inicial, desde la resurrección de Cristo hasta la divulgación del evangelio, fue la ignorancia de los judíos sobre si aquellas antiguas prescripciones deberían o no observarse junto con el evangelio, sabiendo que habían sido dadas por Dios y siendo ellos todavía rudos y poco instruidos acerca de la altísima perfección del estado evangélico que tendría que abolir todas aquellas cosas; y por eso había que dar tiempo a su disculpable ignorancia hasta que alcanzase el perfecto conocimiento. En lo que también la madre sinagoga difería de la gentilidad, puesto que todos los gentiles que se convertían a la fe de Cristo tenían que abandonar al punto para poder salvarse todos los ritos de su anterior paganismo contrarios a la fe de Cristo y renunciar absolutamente a ellos; pero los ritos de la sinagoga y sus observancias de la ley también debían cesar, aunque despacio y a lo largo de un tiempo, para que así la madre sinagoga fuese llevada con honor a la sepultura, según dice Agustín.

También de esta ignorancia provino el que los fieles que procedían de la sinagoga quisieran que ellos y sus cosas se prefiriesen a las de los demás, siguiendo las citadas prescripciones carnales e imperfectas, al desatender a las viudas de los griegos en el servicio cotidiano, hasta el punto de que los griegos gentiles se quejasen contra ellos, como relatan los Hechos de los Apóstoles: «Hubo quejas de los helenistas contra los hebreos, porque sus viudas eran desatendidas en la asistencia cotidiana» (Hch 6, I).

También por esta ignorancia se sintieron obligados a reprochar a Pedro el que hubiese ido a la casa del gentil Cornelio y comiese con él, como narran los Hechos: «Así que cuando Pedro subió a Jerusalén los de la circuncisión se lo reprochaban, diciéndole: 'Has entrado en casa de incircuncisos y has comido con ellos'» (Hch 11, 2-3). Pero esta ignorancia tenía que irse benévolamente ilustrando y adoctrinando y tolerarse por algún tiempo parcialmente en orden a la salvación. Pues en esta forma habla Pablo a los Romanos recordando el evangelio de Cristo y diciendo «que es una fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree: del judío primeramente y también del griego» (Rm 1, 16). También hay que entender así el testimonio de Clemente en la Historia eclesiástica donde dice que los judíos que son buenos, etc., deben ocupar en la Iglesia el primer lugar: ello se entiende en cuanto a aquel período inicial, como he explicado. Y así también hay que interpretar cualesquiera otros testimonios que aludan a tal preferencia y superioridad.

La tercera parte de la conclusión es que una vez desaparecida esta ignorancia de los judíos, ya por su ilustración en los que se convirtieron a Cristo, ya por su voluntaria y afectada ceguera en los que se obstinaron culpablemente, tuvo que divulgarse y extenderse la predicación del evangelio y la comunicación de la ley de Cristo con todo lo que la acompaña de la misma manera, universalmente y sin distinción a todas las gentes del mundo, tanto a los judíos como a los romanos y a los griegos y a los bárbaros o a cualesquiera otros ya ignorantes ya obstinados, o de cualquier forma ajenos a la fe de Cristo, sin establecer entre ellos diferencia alguna a no ser la del distinto grado de fervor y devoción con que se han venido a nosotros dejando su error, y la diferencia de frutos y de obras por las que pueden aprovechar más o menos en la Iglesia en medio de nosotros mediante las gracias y dones que Dios les ha concedido: «Porque pensamos que el hombre es justificado por la fe, sin las obras de la ley. ¿Acaso Dios lo es únicamente de los judíos y no también de los gentiles? ¡Sí, por cierto!, también de los gentiles; porque no hay más que un solo Dios, que justificará a los circuncisos en virtud de la fe y a los incircuncisos por medio de la fe...» (Rm 3, 28-30).

Y de aquí sigue la cuarta parte de la conclusión, que es que los que quieren preferir a la gente judía que llega a la fe de Cristo y anteponerlos a los demás fieles y concederles, como dicen, el primer puesto, por eso mismo sin duda alguna que los rebajan y los ponen por debajo de los demás fieles. Es evidente, puesto que, o esta superioridad y primacía les corresponde sencillamente por la fe de Cristo, o por la ley de Moisés en relación a Cristo; si se dice que sencillamente por la fe de Cristo, entonces por la misma razón les corresponde a todos los que han recibido y conservan dicha fe, y así, según el Apóstol, «pensamos que el hombre es justificado por la fe, sin las obras de la ley», «porque no hay más que un solo Dios que justificará a los circuncisos -es decir, a los judíos- por la fe, y a los incircuncisos -es decir, a los gentiles- por medio de la fe». Si se dice que les corresponde esta superioridad por la ley de Moisés en relación a Cristo, entonces, como ellos habían destruido la ley y habían negado a Cristo permaneciendo en su endurecimiento y ceguera, no sólo merecerían perder tal privilegio si es que lo hubiera, sino también incurrieron justamente en su desolación y cautiverio, como antes he explicado sobre la ceguera y obstinación de los judíos; y así, por esa parte, queriendo demostrar su superioridad, se llega por el contrario a su inferioridad y sometimiento.

Pero no hay nada de esto, sino que todos somos justificados y estamos unidos por la fe de Cristo en un cuerpo de la Iglesia, y no por la diferencia de los delitos de donde hemos venido hasta él.

Correctamente, pues, hay que llegar a la conclusión final de que no hay ni puede haber desorden o tal postergación y sometimiento en todos los que creen en su corazón y con su boca confiesan a Cristo, ni debe ni puede establecerse en esto diferencia alguna entre judíos y gentiles: «pues uno mismo es el Señor de todos», capaz de justificar, levantar e igualar a todos los que lo invocan:

«Pues con el corazón se cree para conseguir la justicia, y con la boca se confiesa para conseguir la salvación. Porque dice la Escritura: 'Todo el que crea en él no será confundido'. Que no hay distinción entre judío y griego, pues uno mismo es el Señor de todos, rico para todos los que le invocan. Pues 'todo el que invoque el nombre del Señor se salvará'» (Rm 10, 10-13). Por lo que, acerca de lo que dice el Apóstol a los Gálatas: «ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Ga 3, 28), dice así la glosa: «Por ninguna de estas cosas es nadie más digno en la fe de Cristo, y así que nadie judaice como si por eso se hiciese más digno, ya que no es por ninguna de estas cosas por las que nadie llega a ser más digno en Cristo».

Según lo que ya he señalado en el capítulo XXI, y ningún testimonio puede ser más claro que ése para llegar a lo que nos proponemos, por eso desisto de traer otros testimonios, especialmente por exponerlo ampliamente el Apóstol en el capítulo 11 de la carta a los Romanos, reprendiendo allí y doblegando la arrogancia y soberbia de unos y otros, tanto de los judíos como de los gentiles respecto a esto, haciendo ver que cualquiera de los que en eso quisiera preferirse a los demás, por eso mismo se hace indigno de la gracia y del honor de Cristo a causa de tal soberbia y ostentación, y por eso no ha de jactarse, sino temer.




ArribaAbajoCapítulo XXVIII

Donde se muestra cómo el estado de la Santa Madre Iglesia por Cristo es perfecto en cuanto a la revelación de la fe y a la explícita creencia universal respecto a todos sus fieles; y que de ello claramente se sigue que todos los que vivimos en la fe evangélica tenemos que ser unánimes y concordes


Pero hay que llegar ya a aquellos cinco aspectos en los que se había dicho que aquel antiguo estado había sido imperfecto y de algún modo incoherente y heterogéneo, para que, según cada uno de ellos pueda quedar claro cómo el estado de la santa madre Iglesia por Cristo es perfecto y llevado a una verdadera y unánime y necesaria concordia de todos sus fieles, de tal forma que pasando por cada uno demos a conocer a todo hombre perfecto en Cristo, según el dicho del Apóstol a los Colosenses.

De esta forma lo primero en que el estado del antiguo testamento era imperfecto en sus fieles fue la creencia común e implícita de la fe del Dios verdadero, según traté en el capítulo XIV. Pues los que vivían según la ley natural, ya antes ya después de dada la ley escrita, sólo estaban necesitados de creer para poder salvarse que había un solo Dios verdadero y que él tenía providencia de todas las cosas y especial y seguro cuidado por la salvación de todos sus fieles, de acuerdo a lo que expuse con amplitud en el capítulo citado y también en casi todo el IX.

En la ley de Moisés se reveló con más claridad a sus fieles esta creencia de la fe, pero siguió siendo muy implícita e imperfecta, al no creer explícitamente la Trinidad de personas y todo lo demás correspondiente a la ley evangélica, como expliqué en el capítulo citado y con más claridad en el capítulo X; y así como aquel estado era imperfecto en ello, también era en sí mismo de algún modo incoherente y heterogéneo. Pues en el tiempo de la ley natural los fieles se encontraban dispersos en su rito y modo de vivir, ni en su creencia coincidían y se unían por alguna ley externa que les urgiera y obligara a mantener la misma fe, sino que tan sólo con la revelación e inspiración de Dios y el dictamen de la ley de su propia razón vivían en esa su creencia dondequiera que cada uno se encontrase.

En la ley de Moisés, aunque el pueblo judío estaba unido bajo ella en el modo de vivir y en la doctrina de creer, y en cierto modo obligado, sin embargo también era imperfecto en muchas cosas en tal unión, y entonces muchos otros fieles que pertenecían a la verdadera Iglesia de Dios estaban separados de él, al poder vivir según la ley natural en cualquier lugar de la tierra y salvarse por Cristo, y al no tener que recibir la ley mosaica si no quisieran, por bastarles vivir en la ley natural y profesar aquella fe simplicísima, como expliqué ampliamente ya en el capítulo XII.

Pero una vez que llegó Cristo, nuestro glorioso legislador, perfeccionó la misma creencia de la fe y la hizo explícita del todo y obligó a todos sus fieles a esa única fe uniforme y explícita para todos, y los reunió de un mismo modo en la única, santa y purísima madre Iglesia, para que en ella aprendieran una misma fe y permaneciesen viviendo en unanimidad. Que ha perfeccionado la fe evangélica queda bien claro para el que haya leído los santos evangelios, donde brilla ya claramente manifestada la inefable Trinidad del único Dios verdadero, antes oculta en una imperfección implícita y que debía revelársenos tan sólo por el unigénito Hijo de Dios. Por lo que san Agustín, comentando lo que dice el evangelio de san Juan: «He manifestado tu Nombre a los que me has dado sacándolos del mundo» (Jn 7, 6), acaba diciendo: «He manifestado, dice, tu nombre a los hombres que me has dado. Siendo ellos judíos, ¿no habían conocido el nombre de Dios? Entonces ¿dónde se queda aquello del Salmo: Dios es conocido en Judea y su nombre es grande en Israel? Luego he manifestado tu nombre a los hombres que del mundo me has dado, y que están escuchando lo que digo, no tu nombre. Dios, con que eres llamado, sino tu nombre de Padre mío, cuyo nombre no fuera conocido si el propio Hijo no lo hubiese manifestado. Porque el nombre con que es llamado Dios de todo lo creado, bien puede ser conocido de todas las gentes antes de creer en Cristo. Y éste es el poder de la divinidad verdadera, que no puede ocultarse enteramente a la criatura racional en el uso de la razón. Exceptuados algunos pocos de naturaleza demasiado depravada, todo el género humano confiesa a Dios por autor de este mundo. Y así, por el hecho de haber creado este mundo visible en el cielo y en la tierra. Dios es conocido en todos los pueblos antes de abrazar la fe de Cristo. Era Dios conocido en la Judea, en cuanto que allí era honrado sin injurias y sin dioses falsos. Pero, como Padre de Cristo, por quien borra los pecados del mundo, este nombre suyo, antes desconocido de todos, lo manifestó ahora a quienes el Padre le había dado del mundo».

Igualmente la fe de la Encarnación, de la que dependen los artículos de la humanidad, se la explicó a sus santos apóstoles al decirles: «Creéis en Dios; creed también en mí» (Jn 14, 1); en lo que santo Tomás explica: «Presupone algo de la fe, que es la fe de un solo Dios, cuando dice 'creéis en Dios'; y manda algo, que es la fe en la encarnación por la que uno es Dios y hombre; y esta explicación de la fe corresponde a la fe del nuevo Testamento. Y por eso añade: 'creed también en mí'». Y esta manifestación de la fe en la inefable Trinidad y la santa Encarnación, en las que se conjunta toda nuestra santa fe, aún no se había declarado y revelado en su totalidad hasta que Cristo padeció, resucitó y subió a los cielos, cuando ya del todo se dio a conocer a los santos apóstoles este entero sagrado misterio, como expone san Agustín en la homilía citada, diciendo: «¿Cómo, pues, manifestó lo que aún no dijo claramente? Por esto debe entenderse puesto el pretérito por el futuro, como en aquel otro pasaje: 'Os he hecho conocer todo cuanto oí a mi Padre'; lo cual aún no había hecho, mas hablaba como si ya hubiese ejecutado lo que sabía que indefectiblemente se había de realizar». Y esta misma patente explicación de la fe se extendía no sólo a los apóstoles, sino también a todos los fieles que iban a creer en él; como expone el mismo san Agustín un poco antes, al decir:

«Esta es la glorificación del Padre, realizada no solamente en aquellos apóstoles, sino en todos los hombres, de los cuales, como miembros suyos. Cristo es cabeza. Y tampoco de solos los apóstoles deben entenderse estas palabras: 'Le has dado poder sobre toda carne para que dé la vida eterna a todos los que le has dado'; sino de todos aquellos a quienes es concedida la vida eterna por haber creído en Él».

Con razón, pues, todos los misterios de nuestra fe se realizaron y revelaron por Cristo respecto a los apóstoles y se mandaron predicar y manifestar mediante ellos a todos los que iban a creer, cuando al estar para subir Cristo al cielo, les hizo ver que él había cumplido todo y les abrió el conocimiento para que pudieran comprenderlo y entenderlo por la Escritura, como se encuentra en el evangelio de Lucas, al acabar diciendo: «Después les dijo -a los apóstoles-: 'Estas son aquellas palabras mías que os hablé cuando todavía estaba con vosotros: Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mí'. Y, entonces, abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras, y les dijo: 'Así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día y se predicara en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas. Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto...'» (Lc 24, 44-49). Entonces les mandó que predicaran el evangelio a toda criatura y que los bautizaran en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y que les enseñasen a guardar todo lo que les había mandado.

No cumplieron esto, empero, hasta que recibieron al Espíritu Santo prometido, como se lo había mandado al decirles: «Por vuestra parte permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto»; cuya sagrada venida fue el complemento último y perfectísimo de todo este misterio revelado, como antes se lo había dicho.

Queda así claro cómo el estado de la santa madre Iglesia es absolutamente perfecto mediante Cristo, nuestro gloriosísimo redentor, en cuanto a la fe y a su íntegro desarrollo, quitándose la imperfección del estado del antiguo Testamento respecto a la creencia implícita y resumida. Por lo que santo Tomás acaba diciendo en el mismo lugar citado que no se les había impuesto al pueblo judío preceptos sobre la fe en el antiguo testamento porque a ellos no se les había expuesto los secretos de la fe, sino que, supuesta la fe de un solo Dios, no se les había dado ningún otro precepto acerca de la fe. Pero en la ley del evangelio, como allí mismo expone, se nos han mandado muchas cosas acerca de la fe, puesto que Cristo ya ha revelado claramente la fe mediante muchos artículos.

También queda claro cómo todos estamos aunados igual y unánimemente en la misma clarísima fe de Cristo, puesto que por un igual cada uno según su grado está obligado a creerla y mantenerla y a aprenderla explícitamente y observarla según la única y santísima Iglesia de los fieles. Ni hay otro modo de salvarse, como podían hacerlo los que vivían en ley natural aún en tiempos de la ley mosaica, como antes dije; y así ahora la Iglesia tiene a todos sus fieles unidos con la ceñida atadura de la fe, mientras que antes de algún modo los tenía dispersos, porque Cristo se ha dignado iluminar a todos con su claridad santísima y llevarlos y congregarlos en uno: «Era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo» (Jn 1, 9); a todo hombre, en cuanto a lo que es suficiente, pero a todo católico fiel en cuanto a lo que es eficaz; y es por eso por lo que el Apóstol llama común a esta santísima fe: «...a Tito, verdadero hijo según la fe común...» (Tt 1, 4); donde explica la glosa: «Común, es decir, fe universal y no particular de alguno; pues católico en griego se traduce al latín por común o universal».

Esta sagrada comunidad de la fe se entiende, en lo que ahora se trata, en dos aspectos respecto a todos sus fieles en quienes tiene que ser común de un mismo modo; ya que en la Iglesia algunos son simples e ignorantes, a los que hay que predicarles la fe como a niños que se están criado; pero otros son doctores instruidos que tienen que informar a los demás en la doctrina de la fe y en el modo de vivir y enseñarles cuidadosamente rigiendo la Iglesia de Dios, como ya insinué en el capítulo XXII; y estas dos clases de personas son tan necesarias a los fieles de la Iglesia, que, sin ellas, no podría proveerse ordenadamente a la salvación de los fieles; y a unos y otros abarca el Apóstol haciendo ver la necesidad tanto de los predicadores como de los fieles oyentes, diciendo:

«Pero ¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? Y ¿cómo predicarán si no son enviados? Como dice la Escritura: ¡Cuan hermosos los pies de los que anuncian el bien!» (Rm 10, 14-15). Y para que nadie crea que esto hay que entenderlo solamente de los que recientemente se van a convertir a la fe, como generalmente se referían a aquellos tiempos, hay que tener en cuenta que, así como es necesario para la salvación de todos los que quieran salvarse recibir de nuevo la fe de los predicadores de la Iglesia, a quienes corresponde divulgarla entre todas las gentes que podrán convertirse, así también es necesario que la misma fe se predique constantemente en ciertas ocasiones a los hijos de la Iglesia que ya creen, para que la conserven rectamente y sin error y se acomoden y vivan de acuerdo a ella en convivencia santa y fiel; no fuera a ser, y Dios no lo quiera, que de palabra confiesen que conocen a Dios y lo nieguen con los hechos, haciéndose así abominables e indignos de crédito y ajenos a toda obra buena, de acuerdo a lo que escribe el Apóstol a Tito; de donde también a los propios rectores de la Iglesia les corresponde por obligación predicar con celoso cuidado esta misma fe y la vida y convivencia católicas, como quienes con toda seguridad habrán de dar cuenta estricta a Dios de ello; de la que se hacía ver a salvo el Apóstol testificando ante los fieles de la Iglesia: «Por esto os testifico en el día de hoy que yo estoy limpio de la sangre de todos, pues no me acobardé de anunciaros todo el designio de Dios»; y después: «Y acordaos que durante tres años no he cesado de amonestaros día y noche con lágrimas a cada uno de vosotros» (Hch 20, 26-27.31).

Pues así se perfecciona el misterio de la salvación de los fieles en la Iglesia según la común fe que el Señor les ha distribuido en distintos grados, para que cada uno, según la medida del don de Cristo actúe y labore y nadie sobrepase y exceda las posibilidades que se le han concedido, tal como exhorta el Apóstol a los Romanos, diciéndoles: «En virtud de la gracia que me fue dada, os digo a todos y a cada uno de vosotros: No os estiméis en más de lo que conviene; tened más bien una sobria estima según la medida de la fe que otorgó Dios a cada cual. Pues, así como nuestro cuerpo en su unidad, posee muchos miembros, y no desempeñan todos los miembros la misma función, así también nosotros, siendo muchos, no formamos más que un solo cuerpo en Cristo, siendo cada uno por su parte los unos miembros de los otros. Pero teniendo dones diferentes, según la gracia que nos ha sido dada, si es el don de profecía, ejerzámoslo en la medida de nuestra fe; si es el ministerio, en el ministerio...» (Rm 12, 3-7).

De aquí resulta claramente que se opone y contradice a la perfección de la santa fe, perturba y estorba el ministerio de salvación de los fieles y corrompe y hace violencia a esta medida de la fe repartida por el Señor en diverso grado, el que se esfuerza por reivindicar para alguna gente la fe evangélica, como con injurioso dominio, o intenta excluir a alguna otra gente de ella, de tal forma que no la deje ser común para todos en su total integridad y con pertinacia asegure que no deberá de haber nadie de la raza de los judíos que puedan y deban predicar y enseñar la fe cristiana como los demás e ilustrar e instruir a la Iglesia de Dios con tal ministerio, según la medida de la fe que Cristo le ha concedido; de forma que amplíe a todos los otros la medida de la enseñanza y a estos solos los retraiga hacia una miserable condición de aprendices y de estar siempre sometidos a otros al modo de eternos discípulos. Pues sobre el citado testimonio del Apóstol dice la glosa: «Según la medida de la fe que otorgó Dios, es decir, por la razón por la que Dios dio a cada uno separadamente dones con la medida que merece la fe; lo que hizo así para que tampoco la Iglesia tenga necesidad de precisar la esclavitud, y haya así amor mutuo».

Pues es evidente que tiene que haber en la Iglesia predicadores de la fe de uno y otro pueblo, es decir, de los judíos y de los gentiles, y oyentes dependientes de ella, de la misma manera que hay de una y otra gente personas instruidas, más instruidas e instruidísimas, y otras ignorantes y más sencillas y sencillísimas, que en distinto grado tienen que saber y como por diferentes niveles estar ordenados en la Iglesia según la medida de la fe; porque ni pueden, ni Dios lo quiere, todos los de una gente que llegan a la Iglesia ser doctores de la fe, y todos los otros de la otra gente estar sometidos e ignorantes; sino que de una y otra gente debe proveerse a la Iglesia, procurando así mutua paz y concordia.

Tenga muy bien en cuenta el que intente introducir en la Iglesia esta división de la fe, que por encima del obstáculo en contra de la salvación, de ahí inminente para los fieles, y más allá de la injuria de la fe que él ciertamente infiere a Cristo, reduciendo con envidiosa usurpación la medida de su perfectísima fe, por encima de esto, repito, se sigue que contra el apóstol Pablo intenta dominar la fe ajena, lo que no está permitido sentir en la congregación de los fieles, en la que más bien tenemos que servirnos unos a los otros gozándonos mutuamente y ayudarnos con fidelidad mutua: «No es que pretendamos dominar sobre vuestra fe, sino que contribuimos a vuestro gozo» (2Co 1, 24).

Por todo lo cual, quienquiera que sea el que pertinazmente afirme y defienda esto, que brevemente se dé cuenta de la importancia de su desorden y maldad, respecto a este punto: que mancha y corrompe a la Iglesia de Dios como si quisiera cortar con dientes lacerantes uno de sus dos preciosos pechos. Pues la Iglesia tiene dos senos apreciables que son las dos clases de predicadores que subliman y exaltan su santísima fe: uno de la incircuncisión de los gentiles y otro de la circuncisión de los judíos, y que tienen que permanecer siempre en la Iglesia hasta el fin del mundo, aunque algunos de ellos alguna vez se echen a perder y se equivoquen. Y con sus dos senos la Iglesia se vuelve admirable por su encantadora belleza, por los que es ensalzada por el esposo con especial admiración: «Tus dos pechos, como dos crías mellizas de gacela, que pacen entre lirios, hasta que sople la brisa del día, y que huyan las sombras» (Ct 4, 5, Vulg.). Y san Gregorio, explicando estas palabras, muy a propósito dice así: «Por los dos pechos se significan las dos clases de predicadores: una en la circuncisión y otra en la incircuncisión, que con razón se comparan a dos crías de gacela, porque surgen hijos de la sinagoga y se apacientan en los montes de la contemplación. Y se las llama mellizas porque predican en concordia y en concordia comprenden. Pacen entre lirios hasta que sople la brisa del día y huyan las sombras, porque sin desmayo buscan la limpieza hasta recibir el día del juicio los premios que contemplan asiduamente en la labor de la noche».

Pero san Gregorio llama a estas dos clases de predicadores hijos de la sinagoga, como dos crías de gacela, porque salieron de ella como de gacela montaraz e indómita; pues en el antiguo Testamento, como en una fuente primordial, se anunció que estas dos clases llegarían a estar concordes en la santa madre Iglesia, según lo que antes ya indiqué y explicaré después por largo en el capítulo XXXIV. Y en esta santísima Iglesia se han vuelto mansos y domesticados los que antes parecían montaraces, y se han convertido en pechos rebosantes, como dos fuentes de riego, los que antes eran estériles e infructuosos, y en concordia riegan y fecundan la Iglesia porque predican en concordia y en concordia comprenden, como dice san Gregorio en el testimonio citado.

Así se llega correctamente a lo que se proponía al final del título: que estamos obligados por la misma elevada perfección de la fe de Cristo a ser iguales, unánimes y concordes, por quien así somos iluminados y justificados todos sus fieles; lo que confirma el Apóstol a los Romanos a partir de la misma fe de Cristo, al decir: «Habiendo, pues, recibido de la fe nuestra justificación, estamos en paz con Dios, por nuestro Señor Jesucristo, por quien hemos obtenido también, mediante la fe, el acceso a esta gracia en la cual nos hallamos y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios» (Rm 5, 1-2). Lo que comenta la glosa: «Muestra estar sobre la justicia por la gracia de la fe, sin la ley; muestra aquí que hay por ella muchos otros bienes, como si dijera que la justificación es por la fe: por lo tanto tened paz con Dios; como si dijera: esta disensión que hay entre vosotros, es contra Dios; pues los gentiles y los judíos debatían entre sí, y los judíos se gloriaban de las obras de la ley antigua, y los gentiles usurpadamente de la nueva vocación de Cristo y se jactaban de sus méritos. Por eso, reprimiendo la jactancia de unos y de otros, los amonesta a la paz, y, para que no se molesten, se cuenta entre ellos, como si dijera que la justicia es por la fe: por lo tanto nosotros, justificados por la fe, no por la ley, no por nosotros, es decir, por algún mérito nuestro que precediera a la fe, tengamos paz con Dios, que no la tenéis vosotros los Romanos al haceros arrogantes unos hacia los otros».



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