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ArribaAbajo- V -

La taberna



    Hubo mientes como el puño,
hubo puños como el mientes,
diluvio de sombrerazos.
granizada de cachetes.


QUEVEDO.                




   Mientras esto sucedía
en el salón susodicho,
donde opiniones diversas
mis lectores han oído,

   en un sitio retirado,
parte de aquel laberinto,
que aun visitan los viajeros,
como el París primitivo,

   un sótano oscuro había
muy miserable y mezquino,
de que la puerta era puerta
y ventana a un tiempo mismo.

   De la calle estrecha y sucia
una rampa o precipicio
al tal sótano bajaba,
por tener más hondo el piso.

   Sus abolladas paredes
de verdín húmedo y frío,
de manchas, de enormes grietas
y de hollín nuevo y antiguo,

   estaban entapizados,
aumentando lo sombrío,
lo triste y lo cavernoso
de tan repugnante sitio.

   Amueblaban aquel antro
cuatro o seis mesas de pino,
dos toneles en el fondo
y un mostrador de ladrillo.

   Y jarros de cobre, y tazas
de peltre, y vasos de vidrio
colgaban de gruesos clavos
por los postes y macizos.

   Alumbraban todo aquello,
que el sol jamás había visto,
de una resinosa tea
los resplandores rojizos,

   que ora envueltos en el humo,
ora espléndidos y vivos,
ora azulados y muertos,
siempre en unduloso giro,

   luz mudable, incierta, daban,
raros fantásticos visos,
y aparente movimiento
a paredes y utensilios.

   Un hombre de faz siniestra
y de muy pobre atavío,
pero atlético, robusto,
callado, astuto y ladino,

   de la taberna era el dueño,
y hombre de pocos amigos;
bandolero cuando mozo,
y ratero cuando niño.

   y que se pasó diez años
hacia atrás entretenido
en ser suplente del viento
y en hacerle a la mar chirlos.

   De pechos echado estaba
soñoliento o discursivo
en el mostrador, cuidando
su palacio y sus dominios.

*  *  *

    En derredor de una mesa,
con un gran jarro de vino,
y con tres tazas de peltre,
tres hombres tomaron sitio.

   Era el uno un carnicero,
el otro un matón de oficio,
y el tercero era un lacayo
de un barón o de un obispo.

   En otra mesa inmediata
a poco hicieron lo mismo
un hombre de armas machucho
y un lego de San Francisco;

    y en la mesa más distante,
como huyendo del bullicio,
dos mujeres del mercado,
un muchacho y un esbirro.

   Y entre estas nueve personas
se entabló, no sin ruïdo,
entre un trago y otro trago
el coloquio que transcribo:

CARNICERO
    Carne larga, ¡vive Dios!,
   en San Dionís ha de haber.
LACAYO
   Fuera curioso de ver
   el que murieran los dos.
CARNICERO
¡Ojalá!
MATÓN
Gran tonto es
   el duque de Normandía,
   pues de su empeño saldría
fácilmente.
LACAYO
¿Cómo, pues?
MATÓN
   Encargándomelo a mí,
   que he sacado a otros señores
   de empeños harto mayores,
como es notorio.
HOMBRE DE ARMAS
¿Tú?
MATÓN
Sí.
HOMBRE DE ARMAS
   ¿Qué has de haber sacado tú?
MATÓN
   Como al duque lo sacara,
   si el duque me lo pagara.
LACAYO
   Lléveselo Belcebú.
   No importara a nadie un pito,
   pues no hay en el mundo entero
   un señor más altanero,
   más tacaño y más maldito.
   Dos meses que lo serví
   pasé muy amargos días,
   y sólo bellaquerías
   en aquel palacio vi.
MUJER 1ª
   Mientes, pícaro ladrón.
LACAYO
Gracias .
MUJER 1ª
Borracho, alevoso;
   el duque es bueno y rumboso.
LACAYO
   ¿Contigo acaso, pendón?
MATÓN
   ¿Si querrá hacernos creer
   que el duque es su enamorado?
MUJER 1ª
    ¿Y por qué no, desalmado,
   si él es hombre y yo mujer?
LACAYO
    Esta una hermanilla tiene
   guapita y de buen despacho...
MUJER 1ª
   Calla, pícaro borracho.
LACAYO
   Callo, porque te conviene.
MATÓN
   Eso no es del caso; yo
   sólo repito que el duque
   prevenir debiera el truque
   buscando un hombre de pro.
HOMBRE DE ARMAS
    El duque no necesita
   que ningún bravo le ayude,
   pues como nadie sacude
   al cuitado que lo irrita.
   Y ese español arrogante...
CARNICERO
No es español.
ESBIRRO
Sí lo es.
HOMBRE DE ARMAS
   Lo veremos a sus pies
   destrozado y palpitante.
MUJER 2ª
   Se ve que no lo habéis visto,
   como yo. Es un hombretón
   más fornido que un Sansón,
   y buen mozo, ¡vive Cristo!
MUJER 1ª
    ¿Buen mozo, y español? ¡Bah!
   un judío..., un sarraceno...,
   muy velludo, muy moreno...
   Buen mamarracho será.
MUJER 2ª
   ¿Mamarracho?... Ya te dieras
   en el pecho con un canto
si te mirara.
MUJER 1ª
¡Qué espanto!
MUJER 2ª
   En esa que tú te vieras.
   Y muchísimo dinero
   y joyas que trae consigo.
MATÓN
    ¡Joyas! ¡Dinero!... Amigo
   me haré de su posadero.
ESBIRRO
¿Para qué?
MATÓN
Para guipar
   con alguna sutil treta
   dónde pone la maleta...
ESBIRRO

 (Poniéndose en pie). 

    No lo puedo tolerar.
   Soy ministro de Justicia,
   y al punto debo prender
   a quien osa cometer
   robo con tanta malicia.
HOMBRE DE ARMAS
Déjalo.
MATÓN
¿Y quién ha robado?
LAS DOS MUJERES
Dejadlo, que esto es hablar.
ESBIRRO
   Me va un cuartillo a pagar,
   o va a la cárcel atado.
LEGO
   Mi hábito lo ampare; basta.
ESBIRRO
¿Y la multa?
LEGO
Basta, amigo.
ESBIRRO

 (Sentándose). 

Siempre quedan sin castigo
   los pájaros de esa casta.
CARNICERO
   Basta, y unidos bebamos,
   y renazca la alegría,
   que por una niñería
   no es bien que nos desunamos.
MUJER 1ª

 (Brindante a todos). 

¡Viva el duque!
LEGO
¡Viva!
HOMBRE DE ARMAS
¡Viva!
MUJER 2ª
   Quien vivirá es el guerrero
   que viene gallardo y fiero
   a domar su furia altiva.
LEGO
   Será lo que quiera Dios.
CARNICERO
   Por mí, que haya sangre, y mucha;
   que sea terrible la lucha,
   y que allí queden los dos.
LEGO
   Del duque es gran protector
   mi buen padre San Antonio.
HOMBRE DE ARMAS
    Y puede lo sea el demonio
   del osado retador.
ESBIRRO
Puede ser.
MUJER 1ª
Lo es de seguro.

   ¿No habéis visto aquel lacayo
   que trae con un negro sayo
   y el semblante tan oscuro?


Pues es..., es...

LEGO
¿Un familiar?
MUJER 2ª

   Eso. Y dicen que allá un moro
   le vendió a peso de oro
   el peto y el espaldar.


   Y que un sabio encantador
   la lanza le ha regalado.

LEGO
   Y cuentan que endemoniado,
estuvo el año anterior.
CARNICERO
   ¡Jesús!... ¿Y no le sacaron
los espíritus?
LEGO

Sí, allá
   en su tierra; mas quizá
   dentro alguno le dejaron.


   Por eso tiene tal brío,
   y es así tan quimerista.

MUJER 2ª
   Y no habrá quien le resista
CARNICERO
   Mas ¿por qué es el desafío?
MUJER 1ª
   Por una princesa mora.
MUJER 2ª
   ¿Qué mora...? Si era judía.
LACAYO

   Mi amo dijo el otro día
   que era por una señora,


   de allá..., de allá... muy distante,
   que encantada, o cosa tal,
   en una urna de cristal
    la tiene un gran nigromante.

MATÓN
    Fue una disputa de juego;
   al español cogió el duque
   haciéndole un falso truque,
   y se puso de ira ciego.
HOMBRE DE ARMAS
   ¿Piensas que el duque, cual tú,
   va a meterse en los garitos?
MATÓN
   Disfrazado en infinitos
   lo he visto, por mi salú.
HOMBRE DE ARMAS
¡Lo que ve el vino!
MATÓN
Capaz
   con vino y sin vino soy.
HOMBRE DE ARMAS
    Que ya amoscándome voy
TODOS
   Caballeros, haya paz.
MUJER 1ª
   Pues yo al tramposo bribón,
   sin andarme en desafíos,
   cortado hubiera los bríos
   plantándole un bofetón.
CARNICERO

   Los retos son tonterías,
   invención de cortesanos,
   por no venir a las manos
   y arreglarlo en cortesías.


   No así la gente villana:
   tras el insulto el castigo,
   sin dejar al enemigo
   que lo piense hasta mañana.

MUJER 1ª
    A ver el combate iremos.
MUJER 2ª
De seguro.
LACAYO
Y aunque arda
   cada golpe de alabarda,
   aguantarlo, y entraremos.
LEGO
   Guardas y arqueros burlar
   sé yo con destreza mucha.
   Llego, calo la capucha,
   digo: «Deo gratia», y a entrar.
MATÓN
   ¿A que impido yo la fiesta,
   y todo el gran aparato
   aniquilo y desbarato?
   ¿Quién formaliza una apuesta...?
MUJER 1ª
No lo hagas, no.
HOMBRE DE ARMAS
No lo hará.
MUJER 2ª
   No nos agües la función.
MATÓN
   Vaya, me dais compasión;
   la fiesta no faltará.
ESBIRRO
   ¿Y qué pensabas hacer
   para la fiesta impedir?
MATÓN

   Os lo voy a descubrir,
    pues que apuesta no ha de haber.


   Cuando marchara a la liza
   ese retador ufano,
   le metiera yo la mano
   y le diera una paliza.

LACAYO
   ¿Y sus pajes y escuderos?
MATÓN
   Esgrimiendo yo el montante,
   no me quedaba un tunante
   de esos viles extranjeros.
MUJER 2ª
    Mira que diz son salvajes,
   y unos moros muy feroces,
   que dan bocados y coces,
   y que hacen muchos visajes,
LEGO
   Y allá en las tierras de España
   ha visto mi guardián
   gigantes bárbaros tan
   altos como una montaña.
MATÓN
   Pues quisiera verlos yo.
ESBIRRO
   Pues yo no quisiera verlos.
CARNICERO
Ni yo, amigos, mantenerlos.

 (Al Hombre de armas). 

¿Los habéis vos visto?
HOMBRE DE ARMAS
No.
   Y eso que he corrido tierras
   y regiones muy distantes;
   mas nunca he visto gigantes,
   ni en las paces ni en las guerras.
MUCHACHO
   Pues aquí están ya. Y no deja
   a mi hermana la abuelita
   salir, porque, ¡pobrecita!,
no se la coman.
HOMBRE DE ARMAS
¿La vieja
los ha visto?
MUCHACHO
Los ha visto.
   La otra noche, ya muy tarde.
MUJER 1ª
   De ellos el Cielo nos guarde.
LEGO
   Ampárenos Jesucristo.
MUCHACHO
    Dice mi abuela que son
   como torres, y que un niño
   se manducan sin aliño,
   cual si fuera un chicharrón.
MUJER 2ª
¡Jesús! ¡Jesús!
MATÓN
Yo una vez
   uno maté en Berbería
   que unas cien varas tendría
    y negro como la pez.
HOMBRE DE ARMAS
    ¿Y era de veras gigante,
   o era un tonel de buen vino?
MATÓN

   Poniéndome voy mohíno
   al veros tan insultante.


   Y con el bigote cano
   y esa reserva, también
   se achispa el hombre de bien
   como otro cualquier cristiano.


   Y si él gigantes no vio,
   no le fue posible verlos,
    porque tan sólo de olerlos,
   de puro miedo cegó.

HOMBRE DE ARMAS

 (En pie). 

   Infame, ¿qué es lo que dices?
TODOS

 (Levantándose). 

Haya paz.
HOMBRE DE ARMAS
No me alborotes.
MATÓN

 (En pie). 

Ya me queman los bigotes
   y me pican las narices,
   Y a cuatro pasos de aquí
no me dijera...
HOMBRE DE ARMAS
Gran tuno,
¿te atreves...?
MATÓN
Es que ninguno
   me moja la oreja a mí.
HOMBRE DE ARMAS
   Pues a mojártela va
   este jarro en nombre mío.
MATÓN
   Y ese tu caduco brío
   esta mesa aplastará.

*  *  *



   Y diciendo de este modo
y casi al instante mismo,
el jarro y la mesa andaban
por el aire dando brincos,

   Tras el mostrador metióse
el muchacho, más que asilo,
buscando alguna cosuela
que meterse en el bolsillo.

   El carnicero, furioso,
le dio al fanfarrón auxilio
con una enorme cuchilla
que llevaba atada al cinto.

Al lado del hombre de armas
entró en la lucha el esbirro,
formándose una trinchera
con las mesas y banquillos.

   El buen lego y el lacayo
se fueron más advertidos
a retozar con las mozas,
que en un rincón daban gritos.

   Mas hallaron con sorpresa
que en lugar de recibirlos
como a guardas de sus honras,
y de sus prendas padrinos,

   con las uñas afiladas
y con feroces mordiscos
los recibieron, pues eran,
no mujeres. sino grifos.

   El tabernero, furioso
de ver armado tal cisco,
a pescozones en vano
calmar la contienda quiso.

   Vuelan las mesas y tazas,
suenan voces, danse aullidos,
maldiciones y blasfemias
ensordecen el recinto.

   Se hieren y se magullan,
se desgarran los vestidos
se contunden, se martillan,
con sangre riegan el piso.

   Y era aquel antro asqueroso
un cueva del cocito,
un horrendo pandemónium,
un retrato del abismo.

   Cuando apareció la ronda,
se bebió de balde el vino,
sacó una multa en dinero
al dueño del domicilio,

   y repartiendo moquetes
se llevó a aquellos mosquitos
a que durmiesen la mona
al arrullo de los grillos.



ArribaAbajo- VI -

La lid



Ya los caballos relinchan,
ya rompen por todo el campo.
ya las lanzas son astillas,
ya los arneses bollados.


Romancero general.                




   Era una hermosa y plácida mañana
de fresco otoño, que ubertoso y grato
del Sena los contornos engalana
con parda pompa y con vistoso ornato;
y el sol desde celajes de oro y grana,
de su imperial dosel rico aparato,
torrentes derramó de lumbre pura
de San Dionís por la feraz llanura.

   Y esclareció con ricos resplandores
el cerrado palenque y ancha liza,
donde van a probar los justadores
el temple que sus nombres eterniza.
Repartando cambiantes y colores
sobre el trono potente, que autoriza
el campo, circundado de banderas,
gradas, trofeos, palcos y barreras.

   Se agita en torno la apiñada gente,
burlando del arquero la amenaza,
pues que la turba indómita y creciente
inunda pronto la extendida plaza,
Y vase acomodando inobediente
do puesto encuentra o de adquirirlo traza,
y llega sin cesar nuevo gentío
anhelando encontrar puesto vacío.

   Mas ya lo encuentra apisonado todo,
y del retardo con despecho brama.
Ni oro ni fuerza logran acomodo,
ni aun miramiento seductora dama.
Por fuerza tiene que avenirse a todo,
si alguno en los pilares se encarama,
los más en grupos apretados quedan
do el rumor escuchar al menos puedan.

   Ya en los palcos señoras y señores,
con ropajes espléndidos de gala,
forman como un jardín de varias flores,
que el amoroso céfiro regala;
y relámpagos dan y resplandores
las ricas joyas donde el sol revela,
en pechos, puños, talles y cabezas,
ostentando a la par gusto y riquezas.

   Las barreras, las gradas, los tablados,
una masa uniforme presentaban
de cabezas y cuerpos apiñados,
donde algunas bellezas resaltaban.
De trecho en trecho, arqueros apostados,
el más leve desorden atajaban,
y confuso rumor y gritería
por el espacio cóncavo cundía.

   Cuando de trompa bélica el aliento
la atmósfera purísima asordando,
dándole voz al sosegado viento
y en los vecinos montes retumbando,
que llega el rey para ocupar su asiento
al gran concurso anuncia, que anhelando
de su lealtad manifestar la llama
con mil «¡vivas!» y mil su nombre aclama.

Entra el rey con el manto y la corona,
el cetro augusto en su derecha brilla,
y apoyado en el conde de Narbona,
grave se asienta en la elevada silla.
En derredor acatan su persona,
doblando al acercarse la rodilla,
los príncipes, los condes y los pares,
con ricas vestes, cotas y collares.

   Treinta armígeros fórmanse delante
del real balcón para decoro y guarda.
El sol refleja puro y rutilante
en una y otra fúlgida alabarda.
Y un heraldo publica en voz tonante
que el bullicio y confusa zalagarda
vence, las contratadas condiciones
y de entrambos guerreros los blasones.

Mas cuando queda mudo el gran gentío
fue al ver bajar, pausados, a la arena
a los jueces del campo y desafío,
por ver si está de oculto engaño ajena.
Es el de más edad y menos brío
el respetable conde de Turena;
el otro, el duque de Nemur, sesudo,
que aún puede manejar lanza y escudo.

   Y después que el terreno aseguraron
con público solemne juramento,
reverenciando al rey, se retiraron
para ocupar su distinguido asiento.
Y trompas y timbales anunciaron,
y pónese el concurso en movimiento,
que a esperar, cual retado, ya venía
el duque y poseedor de Normandía.

   El pecho palpitó del soberano,
era padre también, y dio al semblante
ligera palidez, que quiso en vano
tiranizar la majestad radiante;
el portillo que estaba a diestra mano
ábrese, y el concurso palpitante
clava la vista en él, y espera ansioso
la llegada del duque valeroso.

   Entran en la estacada dos maceros
de la Casa real, y en pos venían
doce antiguos y nobles caballeros
con arneses que al sol resplandecían;
con caballos altísimos y fieros
que gualdrapa y penacho embellecían,
siguen los ecos de un clarín sonoro
y arbolan un pendón con lises de oro.

   De dos en dos y en orden ocho pajes
en seguida pasaron la barrera,
todos de nobles casas y linajes,
brillando en todos juventud primera,
en sus pintadas plumas y en sus trajes
pudiera hallar la varia primavera
nuevos matices, tintas y colores
con que esmaltar sus predilectas flores.

   En dos negros corceles de pelea,
de cuerpo esbelto, sí, pero membrudo,
dos escuderos con azul librea
llevan uno la lanza, otro el escudo.
Aquella en cuyo hierro el sol chispea,
prenda es de brazo guerreador forzudo,
y cinco lises de relieve en oro
son del escudo azul noble tesoro.

   Y llevando a su diestra en un overo
al gran Montmorency (que se titula
de barones cristianos el primero,
y con tal mote su blasón rotula)
en un normando pisador ligero,
cuya tendida crin al viento ondula
y a cuya planta el suelo se estremece,
el duque, altivo, armado resplandece,

   Lleva en oro listada la armadura
y encima ostenta, de color celeste,
con armiños y rica bordadura,
una elegante y suelta sobreveste.
Péndele del arzón o la cintura
para que ayuda en la ocasión le preste,
al lado opuesto de la espada noble,
ferrada maza ponderosa y doble.

   Un soberbio penacho, que se mece
orgulloso en la altísima cimera,
azul y jalde, matorral parece,
que es de un gigante risco cabellera.
Abierta la celada comparece
la faz adusta, desdeñosa y fiera,
boca anhelante, los bigotes rojos
y con brillo satánico en los ojos.

   Porque del rey es hijo lo saludan
mezquinos lisonjeros cortesanos,
y algunos demostrando que no dudan
de su triunfo lo aplauden con las manos,
Las mejillas de nuevo se demudan
del rey, y aun tiemblan sus cabellos canos,
la caterva silencio guarda esquivo,
que no era popular el duque altivo.

   Este, después que reverente acata
a su padre y señor, manda despeje
la pomposa y lucida cabalgata,
y que la liza desocupe y deje,
Tranquilo la visera cierra y ata,
pide a Montmorency que no se aleje.
La lanza empuña y címbrala forzudo.
Toma y embraza el rutilante escudo.

   A la parte siniestra se oye en esto
bullicio popular, que da el alerta
a cuantos tienen en el circo puesto,
y tornan sus miradas a la puerta.
Sonoras trompas anunciaron presto
que el retador a la estacada abierta
llega; el concurso en inquietud lo aguarda
e impaciente imagínase que tarda.

   Entran «¡Viva Aragón!» roncos gritando,
sin que entenderlos sepa el gran gentío,
catorce almogávares, ostentando
continente feroz y extraño brío,
y el estandarte de Aragón alzando,
de quien el orbe acata el poderío.
Pasman a todos su apostura y gesto,
su raro traje y su marcial apresto.

   Cubren sus cuerpos recios y membrudos,
en vez de floja malla o armadura,
pieles hirsutas de animales rudos,
que ciñe tosco hierro a la cintura.
A mengua tienen el usar de escudos,
Liso casco sin cresta ni moldura
llevan en la cabeza relevada;
sus armas son tres dardos y una espada.

   Después, en seis corceles andaluces,
entran seis nobles jaques agarenos,
con plumas de africanos avestruces
en los turbantes de joyeles llenos.
Terciados los gallardos albornuces,
rigen con gracia tal los blandos frenos,
que arrebataron a la turba inmensa,
pues aplauso sonoro les dispensa.

   Del almirante Aldana eran vasallos,
pagándole tributo como a dueño.
Y él por hacer alarde o por honrallos,
los trae de escolta al peligroso empeño.
En dos fuertes bellísimos caballos:
el uno, flor de lino; otro, peceño,
la lanza un paje trae, de hierro agudo,
y el otro, sin blasón un liso escudo.

   De un paje es escarlata la librea;
del otro, es toda negra, y es el mismo
que ha dado margen a la extraña idea
de ser un mensajero del abismo.
Y no falta en la turba alguien que crea
que fuera conveniente un exorcismo.
Y cunden conjeturas y temores
no sólo entre la plebe, entre señores:

   Llega por fin, y a su derecha mano,
como padrino, el duque de Brabante,
que el freno rige de un corcel germano,
el noble retador, el almirante.
Un tordo cordobés, fino, lozano,
fogoso, ligerísimo, arrogante,
y. cuya crin al casco descendía,
rige y gobierna con marcial maestría.

   Sobre un sayo de cuero un coselete,
lleva, y todo el arnés empavonado.
Con un bilbilitano capacete,
de rojas plumas el crestón ornado.
Demuéstrase destrísimo jinete,
y con banda de púrpura va honrado,
que indica entre los cargos militares
la dignidad suprema de los mares.

   También sacaba en alto la visera,
y tostado del sol muestra el semblante,
pardos los ojos, negra cabellera;
la mirada segura y centellante,
negros bigotes, la expresión severa;
mas no descomedida ni arrogante;
toma el escudo y la fornida lanza
y a saludar al rey piafando avanza.

   Cálase la visera, y se retira
su séquito, quedándose el padrino.
A su contrario sin desprecio mira.
Todo lo espera del favor divino.
Respeto su presencia noble inspira,
y a su pesar la multitud convino
en que era el español fuerte guerrero
y gallardo y cumplido caballero.

De nuevo a la estacada descendieron
los respetables jueces, las corazas
y las lanzas y espadas recorrieron
frenos, escudos y temibles mazas.
Diligentes después el sol partieron,
y ambos contrarios sus distintas plazas
ocupan, donde esperan que la trompa
tocando a arremeter los aires rompa.

   En helado silencio el circo queda.
Ni respirar en rededor se escucha,
no hay quien disimular el pasmo pueda:
la duda es grande, la ansiedad es mucha.
El rey, sin que al temor de padre ceda,
al cabo manda comenzar la lucha;
mas al tender el cetro soberano,
temblor ligero se advirtió en su mano.

   Al grito del clarín los combatientes
vuelan al centro de la extensa plaza,
pues de entrambos caballos los latientes
ijares, ruda espuela despedaza.
Embístense feroces los valientes,
y en una y otra fúlgida coraza
los fulminantes hierros resbalaron,
y de nuevo veloces se alejaron.

   Revuélvense los dos ardiendo en ira;
el cordobés tordillo es más ligero,
con más presteza el almirante gira,
y encuentra de soslayo al duque fiero,
y crudo bote con su lanza tira
tan firme, tan seguro, tan certero,
que un lirio de oro le arrancó sañudo
de los cinco que ostenta en el escudo.

   Debió quedar del golpe satisfecho,
pues aunque el duque en el gorjal le hiere,
otra vez a su escudo va derecho,
y otra lis, de su lanza al golpe, muere.
Brama el francés de cólera y despecho,
y por más que vengar la afrenta quiere,
dos lises más dio a Aldana la fortuna,
y en el broquel no queda más que una.

   Del rey de Francia abochornado el hijo
al mirar su blasón tan malparado,
la suerte adversa con furor maldijo
y venganza juró desconcertado.
Ronco, «Probemos las espadas», dijo;
y tirando la pica con enfado
dio fulgentes relámpagos desnuda
en su diestra la espada puntiaguda.

   El duro aragonés tiró su lanza
también a largo trecho, empuña y blande
el acero con garbo y con pujanza,
sin impedirlo que el caballo mande.
En la espada gran nombre el duque alcanza,
pues su destreza en esgrimirla es grande.
Sobre Aldana se arroja de repente,
amenazando aterrador fendiente.

   Pararlo el español apenas pudo,
por más que amenazando una estocada,
cubrirse quiso con el ancho escudo
y soslayar un tanto la celada.
Del príncipe francés el golpe rudo
partió la altiva cresta empenachada,
y en el aire esparció las plumas rojas
como el otoño las marchitas hojas.

   El corazón francés bañóse en gozo
con orgullo y francesa vanagloria.
Cundió por el palenque el alborozo,
juzgándolo presagio de victoria.
Y mientras contemplaba aquel destrozo
el duque, ufano de su esfuerzo y gloria,
repuesto Aldana, airado le acomete
de punta entre la gola y el almete.

   Del príncipe acudió la ligereza,
y la espada destrísima interpola.
Entonces amenaza a la cabeza
el almirante, que apuntó a la gola,
y cambiando la acción con gran destreza,
aquella flor de lis, que aislada y sola
quedaba en el escudo, a tierra vino,
fuese casualidad o fuese tino.

   No brama tan feroz el jarameño
que siente en la cerviz alta el estoque,
como el duque francés, viendo el empeño
de ultrajar su blasón en cada choque.
Del furor que lo abrasa no es ya dueño.
y antes que infernal fuego le sofoque,
anhela furibundo dar remate,
vencido o vencedor, a aquel combate.

   Y tirando la espada cortadora,
que serpiente de acero, rueda un rato
en el polvo, la maza aterradora
alza en un vehementísimo arrebato.
Y acomete con rabia vengadora
al que a su escudo le robó el ornato.
Mas como anima al brazo ciego brío,
el furibundo golpe dio en vacío.

   El normando corcel, blanco de espuma,
rendido a la durísima fatiga,
ya el grave peso del arnés le abruma
y el acicate en vano lo castiga.
Mientras el cordobés, leve cual pluma,
obediente a la mano que lo obliga,
girando burla el golpe, y luego torna
y al inamovible guerreador trastorna.

   Pero el bizarro aragonés, queriendo
no deber al caballo la ventaja,
también la maza bárbara esgrimiendo,
por derribar a su ofensor trabaja.
Y petral con petral se arma tremendo
golpear, que las piezas desencaja
de ambos arneses, retumbante suena
y de mortal pavor el circo llena.

   De la maza del duque un resonante
golpe de lleno el alto capacete
abolló del hispánico almirante,
que cayera a no ser tan buen jinete;
aturdido vacila un corto instante.
Pero volviendo en sí, fiero arremete,
y la maza esgrimió con tal acierto,
que herido cayó el duque como muerto.

   Resonó la armadura quebrantada
al dar en tierra el guerreador robusto.
La muchedumbre del asombro helada
lanza un gemido de dolor y susto.
Al ver la arena en sangre salpicada,
temblando en pie se pone el rey augusto.
No hay rostro que el espanto no marchite,
ni un solo corazón que no palpite.

   Y crece aquel terror y desosiego
cuando descabalgar al almirante
ven, y arrojarse, vengativo y ciego
a su contrario, en tierra palpitante;
y que el almete le desata luego,
y que con un cuchillo relumbrante,
que el paje negro le alargó, se apresta
a hacer la escena horrible aun más funesta.

   Pero afligido, pálido, afanoso,
veloz arroja el cetro soberano
en la mitad del circo polvoroso,
y así trémulo, grita el rey anciano:
«Basta, basta. Mi cetro poderoso
a nadie escuda ni defiende en vano.
Yo ofrezco hasta mi vida por rescate
del infeliz rendido en el combate.

   »Afortunado triunfador, yo empeño
mi palabra real, mi nombre augusto,
ya que del hijo, que idolatro, dueño
os hizo en esta lid el Cielo justo,
de daros de su vida en desempeño
cuanto anhelar pudiere vuestro gusto.
Pedid, pedid, satisfaceros fío,
y guardad como prenda el cetro mío».

   Oyéndolo, suspende la venganza
el almirante noble, y el cuchillo
tirando, el cetro con respeto alcanza
del polvo, que ofuscaba su alto brillo.
Saluda al rey con plena confianza,
monta gallardo y grave en el tordillo,
y deja del estadio los confines
saludándole trompas y clarines.




Arriba- VII -

El rescate



Rey que palabra non cumple
   Non debía de reinare
   Ni cabalgar en caballo
   Ni espuela de oro calzare.


Cancionero.                




El rey de Francia en su trono
servido está y circundado
de príncipes, duques, pares,
de su reino dignatarios.

   Y con ellos gravemente
trata sobre el grave caso
de la vida y del rescate
del príncipe desdichado.

   Del duque de Normardía,
que aun convaleciente y flaco
de la herida peligrosa
y del golpe del caballo,

   del dolor del vencimiento
y de haber visto rodando
por el polvo sus blasones
y su noble escudo en blanco,

   melancólico silencio
guardó en el debate largo
en que opiniones distintas
con calor se ventilaron,

   perdiendo un tiempo precioso
en discursos muy peinados
y en digresiones pomposas,
que nada determinaron.

   Y en el instante en que ardía
más tenaz el altercado,
al aragonés Aldana
los maceros anunciaron.

   Con el duque de Brabante
entra el español bizarro,
a los nobles consejeros
justo respeto inspirando,

   y al duque de Normandía
tal horror y sobresalto,
que de azufre se dijera
su rostro desencajado.

   Serio, grave y comedido,
entra en el salón despacio,
y con dignidad saluda
al augusto soberano.

   Lleva la espada en la cinta
y el cetro puesto a su lado,
prenda de la real palabra
que el rey empeñó en el campo.

   Ruégale el rey que se cubra,
y en un taburete alto
con su cojín y tapete
que tome asiento y descanso.

   Hízolo por cortesía,
y por no ceder ni un paso
en las altas preeminencias
de su sangre y de su cargo.

   Y tras de corto silencio,
muestra de mutuo embarazo,
de este modo el almirante
y el monarca egregio hablaron:

REY

   Almirante de Aragón,
de vos no estoy olvidado,
y habéis a verme llegado
en oportuna ocasión.


   Tratábamos justamente
yo y mis fieles consejeros
la manera de ofreceros
un rescate competente.

ALMIRANTE
   Nunca lo dudé, señor.
Cuando se da una palabra,
hasta que se cumple, labra
el pecho donde hay honor.
REY
    Pues voy a cumplir la mía.
¿Admitís un noble estado
fecundo, rico y poblado
con castillo en Normandía?
ALMIRANTE

   Señor, cuando deseamos
los españoles tener
estado que poseer,
al moro lo conquistamos.


   Cuanta tierra el cielo abarca
no admitimos, ¡vive Dios!
sin ganarla, ni de vos
ni de otro extraño monarca.

REY
   ¿Queréis, pues, que os pague en oro
el peso de mi hijo armado,
aunque empobrezca mi estado
y consuma mi tesoro?
ALMIRANTE
   Guardad, rey, tanta riqueza
para algún aventurero;
no se gana con dinero
a la española nobleza.
REY
   ¿Alto nombre, dignidad,
mando, gloria, honra queréis?...
ALMIRANTE
Cuanto vos me proponéis
lo tengo con saciedad.
REY
   Si pudiera mi corona
daros, con ella os brindara.
ALMIRANTE
Puede que no la aceptara,
aunque el ser vuestra la abona.
REY

   Con que cuanto digo es vano.
y me confundo y me aflijo
al ver que esté de mi hijo
la existencia en vuestra mano.


   Pedid, ¿por qué os detenéis?...
Pedid sin tino y medida,
y pedidme hasta mi vida,
Pues mi palabra tenéis.

ALMIRANTE

    Pido que su escudo quede
blanco y liso cual está,
y recuerdo le será
de que a nadie pisar puede.


   Y yo en el escudo mío
las cinco flores de lis
que le arranqué en San Dionís
y gané en el desafío,


   por blasón he de llevar;
para perpetua memoria
en que asegure la Historia
que no me dejé pisar.

REY
   Almirante de Aragón,
mi poder no alcanza a tal.
¿sabéis que escudo real
esas flores de lis son?
ALMIRANTE

   Eso ¿quién lo duda?... ¿Quién?
Y debéis agradecido
estarme de que no os pido
vuestras tres lises también.


   Las cinco que arranqué, vos,
rey de Francia, me daréis,
o al vencido entregaréis
sin remedio, ¡voto a Dios!

*  *  *


   Herido el francés orgullo,
en altos gritos tornando,
impidió al rey dar respuesta
en un momento tan arduo.


   El duque de Normandía
brama ronco y despechado.
y con el pie duro rompe
las tersas losas de mármol.


   Y no falta en el consejo
quien corneta el desacato
de llevar hacia la espada
con ciego furor la mano.


   Aldana de pie se puso,
cruzó en el pecho los brazos,
y con semblante tranquilo
desprecia aquel arrebato,


   como desprecia el escollo
el furor del Océano
del huracán el empuje
y el embate de los años.


   Confusión horrible reina
en el consejo de Estado;
todos hablan, nadie escucha;
perplejo está el soberano;


   hasta que con gran reposo,
pero en acento tan alto,
que impuso a todos silencio,
y que retumbó en palacio,


   por el duque de Brabante
sostenido y apoyado,
dijo decidido y firme
el aragonés gallardo:

ALMIRANTE

   Pues la palabra, señor,
que me disteis, no cumplís,
guardad las flores de lis,
pero perded el honor.


   Este cetro es prenda mía,
y me lo llevo, y con él,
aunque lo escude el dosel,
al duque de Normandía.


   Dijo, y tornó las espaldas,
a marchar determinado,
pero el duque de Brabante
le detuvo por el brazo.


   Nuevo rencor se levanta
contra el almirante bravo,
y restablecer el orden
no consigue el rey anciano.


   Mas como eran caballeros
los que allí estaban, al cabo
a los gritos de la honra
en despertar no tardaron.


   Y la voz del condestable,
cuya ciencia y pelo cano
y gloriosas cicatrices
daba gran fuerza a sus labios,


   manifiesta brevemente
que habiendo el rey empeñado
una palabra, cumplirla
era justo y necesario.


   Que estaba el potente cetro
al cumplimiento empeñado,
y que no había de perderse
en las extranjeras manos,


   que la honra no eran las lises,
fuesen veinte o fuesen cuatro,
sino cumplir las palabras
y atenerse a los contratos.


   Estas razones sesudas
del esclarecido anciano
el tumulto y alboroto
mudo silencio tornaron.


   Silencio que al pun to rompe
el rey, el rostro bañado
de lágrimas de despecho
que sus mejillas quemaron.


   Y prorrumpe de este modo.
hecho el corazón pedazos,
y con voz trémula y honda,
que era doloroso el paso:

REY

   Almirante de Aragón.
las cinco flores de lis
ganadas en San Dionís,
os concedo por blasón.


   Y liso quede el escudo
del duque de Normandía,
ya que por su estrella impía.
guardarlo de vos no pudo.

*  *  *


   De dolor mal comprimido
resonó murmurio infausto.
y de púrpura y de azufre
los semblantes se bañaron.


   El almirante, impertérrito,
subió, con desembarazo
las cuatro gradas del trono,
y le dijo al soberano:

ALMIRANTE

   Os vuelvo el cetro, Señor,
y sabed que no ha perdido,
el tiempo que lo he tenido,
su gloria ni su esplendor.


   El duque, irritado y fiero,
dijo entre los cortesanos
que su padre no podía
inferirle tal agravio.


   Y «C'est mal donné», gritaba
«C'est mal donné», despechado,
y oyéndolo el almirante
contestóle sin mirarlo:

ALMIRANTE

   Para que más satisfecho
mi honor hoy pueda quedar,
también quiero perpetuar
ese imprudente despecho.


   Y aunque el de «Aldana» acatado
en toda la Tierra ha sido
desde hoy será el apellido
de mi estirpe «Maldonado».

Madrid, 1852.


 
 
FIN DE «MALDONADO»