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ArribaAbajoCapítulo XIV

Lo que puede el amor


Don Demóstenes se acostó en su cama sin desnudarse y a obscuras, porque Pachita, que funcionaba en lugar de Manuela, no se había acordado de ponerle vela, a causa del tumulto que toda la casa estaba experimentando   —184→   por la revolución. Seguramente estaba acordándose de la víctima del zarzo, cuando oyó una voz delicada que lo llamaba por su nombre.

-¡Don Demóstenes, don Demóstenes!

-¿Quién es? contestó, aplicando el oído.

-Soy yo, dijo la voz. Don Demóstenes se levantó, y dirigiéndose a la puerta volvió a preguntar:

-¿Quién?

-Soy Manuela.

-¿Manuela?

-Soy Manuela, ¿no le digo?

-¿Pero en dónde hablas, que no lo entiendo? ¿o es que sueño seguramente?

-Estoy aquí, aquí, don Demóstenes.

-¿En dónde, Manuela?

-Aquí en la puertecita del zarzo, pero no hable recio porque nos sienten. Bájeme de aquí, porque los policías van a rondar el entechado.

Don Demóstenes cogió a tientas los fósforos, que estaban sobre la única silla que había en su cuarto, y encendió la vela. ¡Qué imagen tan bella, pero tan lastimosa se presentó a su vista! Manuela triste y abatida y cubierta toda de polvo, asomándose por la puertecita disimulada del zarzo.

-Y bien, le dijo don Demóstenes lleno de temor, ¿qué es lo que quieres?

-Que me ayude a bajar, porque los policías me vienen siguiendo los pasos; pero pronto porque me cogen.

Arrimó don Demóstenes la mesa al rincón que es l aba debajo del agujero y trepando sobre ella, extendidos brazos para recibir a su amada casera.

-Con mucho cuidado, dijo ella, porque ya sabe que soy cosquillosa. Y se fue dejando resbalar para que la cogiese don Demóstenes. La puso el caballero sobre la   —185→   mesa con mucho cuidado, y bajándose de un salto, la volvió a recibir para dejarla en el suelo.

A este tiempo se sintió ruido de armas en la sala, y prendiendo un pañuelo de seda en la baqueta de su escopeta lo puso en la puerta de su cuarto a guisa de bandera, y tomando el revólver en la mano, se paró afuera y gritó:

-¡Señores! Yo soy el cónsul de Hesse-Cassel, y si alguno se atreve a insultar la bandera de esta nación, yo daré cuanta legalizada, y pronto vendrá una escuadra que echará por tierra toda la parroquia a cañonazos y cobrará tres o cuatro millones de pesos fuertes por los gastos de la guerra. Ahora digo más: esta pistola tiene cinco tiros, de manera que es más que probable que caigan muertos los cinco primeros patanes que se me presenten.

La gente se salió en un profundo silencio, y cuando don Tadeo fue informado, se rindió a la ley de la necesidad, aunque les dijo a todos que él nunca había oído nombrar esa nación.

Don Demóstenes brindó la cama por asiento a Manuela, después que trancó la puerta; se sentó en la silla, y contemplando a la víctima con una mirada profunda, le dijo:

-No me figuraba yo hasta qué punto alcanzaría la maldad de don Tadeo.

-Y lo que falta por ver, contestó la proscrita del zarzo. Ya verá usted las desgracias que vamos a ver en esta parroquia: prisiones, multas, destierro, incendios y muerte; y todo porque no he tenido la condescendencia de querer a don Tadeo. Usted me verá perseguida a fuego y sangre, y acuérdese de todo lo que le digo.

-¿Qué sería de la justicia, de la libertad, de la seguridad, si tal sucediese? ¡Oh Manuela!, no desconfíes de la Constitución y de las leyes, no desconfíes de   —186→   los principios. Acuérdate del juramento que te hice de defender tu causa. Una feliz casualidad me hizo conocerle. Al principio me sedujeron tus encantos: llegue a pensar que dominaría tu débil voluntad porque te vi tolerante y cariñosa; pero al desengaño de mi orgullo se ha seguido la más alta estimación hacia ti. Hoy te respeto como a una señora y vivo agradecido de tus beneficios y de tus consejos y avisos. Yo haré todo lo posible por librarte de los males que te afligen.

-Yo le agradezco todas sus bondades, contestó Manuela; y es la verdad que de usted es de quien espero algún alivio para mi suerte. Yo sufro mucho y temo mucho un fin desgraciado, porque conozco lo depravado de don Tadeo, y lo inmoral de tola la gente de su pandilla. Corro mucho riesgo de ir a la reclusión de Guaduas, si logran cogerme los policías. Yo sé todo lo que me odian Cecilia y la madre, que son las mujeres más perversas de todo el mundo.

-No temas que te saquen de aquí salvo que me descuarticen primero. Estos miserables no se burlarán nunca de mí.

-No lo crea, don Demóstenes. Es que usted no sabe lo que es esta gente. Al verlos cree usted que son unos infelices, y les admite, y tal vez les agradece sus adulaciones; pero a sus espaldas se ríen de usted, porque son cavilosos y astutos para llevar adelante sus venganzas por debajo de cuerda. Yo lo que pienso es irme a esconder a la montaña, a la casa de mi comadre Pía, mientras que usted hace llevar a la cárcel a mi perseguidor.

-¡Imposible, estando la parroquia alborotada como está!

-Me voy disfrazada, dijo Manuela, y esto tiene que ser en el momento porque si me ponen la mano, ya sabe...

Al decir esto, se sintió un ligero ruido de pasos en el   —187→   zarzo; Manuela dijo que eran los policías y corrió a esconderse detrás del ropero.

No tardó don Demóstenes en ver unos pies calzados con alpargatas asomando por la puertecilla del zarzo y en seguida todo el cuerpo de un hombre desconocido, que se deslizó hasta dar con el suelo y luego se vino acercando a la cama.

-¿Qué busca usted en este cuarto que es inviolable?, preguntó don Demóstenes al aparecido, cogiendo la pistola en la mano.

-Busco a Manuela, contestó el desconocido.

-¡Esbirro miserable! ¿Cómo te atreves a perseguir a esta pobre criatura, estando asilada bajo un pabellón extranjero?

-Envuelta en el pabellón cargaré con ella.

-¿Y la escuadra que vendrá a vengar el agravio?

-Esa llegará demasiado tarde.

-¿Y la fuerza de mi brazo?

-La probaremos.

-¡Malvado!, tendrás el castigo que mereces. No saldrá Manuela de esta casa, sin que los tiranos me dejen hecho trizas. ¡Ella no quiere salir, sobre todo!

-¿Es decir que le pertenece a usted?

-Que está amparada y favorecida por mí.

-Entonces es la mujer más vil.

-Es la más digna de respeto, y márchate de mi presencia, esbirro miserable, antes de que te levante la tapa de los sesos.

-Me la llevaré por encima de usted, dijo el aparecido desenvainando su cuchillo.

-Pues lo verás, dijo don Demóstenes montando la pistola.

-¡No, por Dios, que es mi novio!, gritó Manuela, botándose sobre don Demóstenes y cogiéndole la mano para que no disparase.

  —188→  

-¿Él?, dijo don Demóstenes, y botó la pistola sobre la mesa.

-Sí, dijo Manuela; no lo veía hacía mucho tiempo, y me alegro de verlo en estas circunstancias. Y lo abrazó con un cariño indecible.

-Yo lo tuve a usted por uno de los policías de la parroquia, dijo don Demóstenes, porque no lo había visto sino una vez, y de noche, y ahora me alegro infinito de conocerlo y de ponerme a sus órdenes. Dispénseme usted la equivocación, y vea en qué puedo servirle... Lo que no me ha parecido muy en el orden ha sido el modo de entrar a mi alcoba, así, por sorpresa.

-Dispénseme, señor don Demóstenes, porque yo ¿qué iba a hacer? Figúrese usted que llegué hoy de Ambalema, en oculto, por supuesto, temiendo que me echase garra el gamonal, y luego que se hizo noche, traté de acercarme a esta casa, informado por las relaciones de ñor Tiburcio, de que Manuela estaba escondida en el zarzo, y como yo tengo conocimiento práctico de todo el zarzo, desde que estuve trabajando en los entechados, que fue cuando nos tratamos con esta niña, me vine por el arrabal y me entré por el portillo del corral, que conozco como la puerta de mi casa; subí al entechado, y como no la hallé en el primer cuerpo, la busqué más adelante, y oyendo el murmullo de las palabras, me adelanté hasta llegar a la puertecita; y luego que oí conversar abajo, conocí la voz de Manuelita, me acerqué al uraco y lleno de contento, me bajé sin reparar en nada. Es muy cierto que yo lo he tratado a usted con un poco de mala crianza, porque me pareció que usted defendía a Manuela como cosa propia, negándome a mí el derecho. Tuve celos, señor don Demóstenes, porque el pensamiento es muy ligero, y usted debe juzgarlo por lo que le haya pasado en iguales casos. Y esto de hallarse esta niña aquí   —189→   metida en su cuarto de usted y conversando tan a solas...

-Entre Manuela y yo no existen relaciones amorosas. Yo reconozco todo su mérito; la admiro, la aprecio como es debido, pero cosa de amores, ni pensarlo siquiera.

-Sería una crueldad quererla apartar de mi cariño, cuando estoy desterrado y pasando trabajos que sólo Dios sabe, por quererme casar con ella. ¡Y que la quiero como a las niñas de mis ojos, señor de mi alma!

-Yo me alegro de que usted haya venido tan a tiempo, dijo Manuela a su novio, pero temo que lo sepulten en una cárcel.

-Yo la saco a usted del pueblo esta noche, le contestó.

-¿Y los policías?, preguntó Manuela con dolor.

-¿Y mi puñal?, contestó Dámaso, llevando la mano a la cintura.

-Nada se adelantaría, observó muy a tiempo don Demóstenes, porque esto no haría más que agravar los padecimientos.

-Estoy resuelto a sacar a Manuela de aquí por encima de cuanto hay. ¡Pícaros!, que por lo menos les cueste mucha sangre.

-Mire, Dámaso, estoy pensando en una cosa: salgamos disfrazados y aparte, ¿no le parece? Es muy seguro que ande gente por el pueblo a causa de los alborotos en que está la parroquia.

-¡Siempre acierta la mujer en los casos más apurados!, exclamó don Demóstenes. Me parece magnífica la idea.

-Convengo, dijo Dámaso, en que salga esta niña disfrazada de aquí, y que se vaya a la montaña a la casa de la comadre, que de allí me la llevaré a otra parte de mayor seguridad.

-Sálgase, pues, adelante, y me espera en el chorro   —190→   de agua, junto de los cucharos, dijo Manuela a su novio.

Puso don Demóstenes un sombrero de José y una ruana de su propio uso al novio perseguido, variándole los colores de la cara con tinturas que tenía sobre la mesa, de modo que quedó enteramente desconocido.

-La espero pronto, dijo Dámaso a Manuela, y salió de la casa con paso firme y denodado.

-Y yo, ¿que hago para disfrazame?, preguntó Manuela a su protector.

-Vístete de hombre: es la manera más segura.

-¡Qué hago yo!, que no me he vestido de hombre sino una sola vez en unos disfraces de Inocentes, y eso fue porque Marta me ayudó ¿Y con qué me visto? ¡Ave María!

-Aquí tienes calzones, le dijo don Demóstenes, acercándose a su ropero; ahí está esa camisa, esa chaqueta y las botas.

-Botas no, don Demóstenes, porque ésas me vienen grandes, antes esos calzones tendré que arremangarlos de los pies para arriba. Pero quítese de aquí usted.

Don Demóstenes salió por un instante, y avisó a doña Patrocinio la determinación de su hija, pero le ocultó que se iba con el novio; miró luego para los extremos de la calle, y vio que había gente apostada en varias partes, de lo cual informó a su casera con oportunidad.

-¡Qué hermosa te hallas!, le dijo don Demóstenes. ¡Qué compañía tan agradable va a tener mi cliente en estos días! ¡Que viaje tan dichoso por entre las selvas inhabitadas de los Andes! ¡Oh, Manuela! ¡Que los bosques y las fieras te sean propicios, ya que la sociedad te persigue con sus rigores!

Doña Patrocinio entró a este tiempo, y ella y su alojado se despidieron tristemente de la fugitiva, la que no llevó sino un pequeño lío debajo de la ruana, en el cual echó su ropa y una petaca. Su traje era pantalón negro, chaqueta gris, ruana parda pequeña y sombrero   —191→   de paja fino. Llevaba en la cara un pañuelo como si tuviera dolor de muelas. Las lágrimas le habían rodado por sus mejillas al recibir el abrazo de su tierna madre. Una vez que salió Manuela, don Demóstenes encendió tabaco y se acostó en su hamaca, meciéndose con su bastón como lo tenía de costumbre.

Manuela no tuvo novedad ninguna al pasar por frente de las casas principales. El corazón le palpitaba de gusto por la partida, de pena por la despedida, de amor y de esperanza por ir a reunirse con el objeto idolatrado de su corazón.

Miraba con cuidado el camino, que era el que conducía a la montaña. Antes de llegar al punto de la cita, divisó unos bultos, y haciéndose al lado de los arbustos, se acercó y oyó que hablaban, porque estaban en la vía que llevaba, y conoció a Dámaso por la voz. Con él hablaba una mujer y le tenía puesta la mano en el hombro. Manuela se acercó por el lado de los cucharos, y alcanzó a oír estas palabras distintas, fuera de algunas que no comprendió:

-Lo conocí en el caminado. ¿Cómo no, cuando yo no he dejado de quererlo?

-¿Luego todas las muestras que usted daba de querer a don Tadeo?

-Ésas eran invenciones de don Tadeo para que usted me aborreciera; ¿no sabe usted que don Tadeo lo hace todo a fuerza de mónitas? Y usted fue tan inocente que se dejó coger... En fin, nosotros hablaremos después: lo que importa es que usted se salve. Váyase, por Dios, mire que si lo cogen lo sepultan en el presidio. ¡Váyase, váyase!

-Pero dígame, Cecilia, ¿cree usted que don Demóstenes hará desterrar a don Tadeo, o llevarlo a la cárcel de Bogotá?

-Yo lo dudo, porque sé lo pícaro que es el viejo. ¡Ojalá! porque entonces yo dejaría de ser esclava. Si yo sé   —192→   algo... y como él me suele confiar... Mucho secreto, eso sí... con Liboria mi hermana menor... ¡Oh! ¡yo no pierdo la esperanza!... Pero Manuela... y de ese modo saldremos con bien... Pero, cuidado conque no lo vayan a saber...

-Me voy, Cecilia; así es que usted me mandará a avisar.

-¿Pero dejarme?... Acuérdese, Dámaso, de todo lo que yo he hecho por usted.

-Ya le digo lo que hay.

Manuela no pudo oír sino las palabras que quedan marcadas, porque la distancia y lo bajo de la voz no dejaban oír completamente. Los interlocutores se separaron, y ella siguió su camino trémula de susto, de rabia y de desesperación. Quisiera volverse a reconvenir a Dámaso y a Cecilia, porque las palabras que oyó le parecieron sospechosas, y a las que no oyó les dio interpretaciones muy arbitrarias. Creyó haber descubierto amores nuevos entre Dámaso y Cecilia, y fue tal su dolor y turbación, que no podía seguir su camino, a pesar de conocer todo el riesgo que corría si sus enemigos la alcanzaban. Al fin se decidió por esperar a Dámaso en el bosque de la loma, como a doce cuadras del arrabal de la parroquia, y sentada sobre una piedra alcanzaba a ver con la claridad de la luna el querido lugar de su residencia. A sus oídos no alcanzaban otras voces que las de los perros de la parroquia, entre las cuales conocía un latido sonoro y simpático, que le llegaba al alma, y era el ronco latido de Ayacucho, que se levantaba por encima de los aullidos de Tintero y de todos los gozques, como el cañón sobre todos los estallidos de fusilería en las horas de una batalla. ¡Qué recuerdos los que asaltarían a la pobre Manuela en aquellos instantes! ¡Madre, amigas y hermanos; el suelo natal, que dejaba para irse a consumir en una montaña, a una choza salvaje, la última de todas las del   —193→   distrito, perseguida por ser fiel a su novio, y con el torcedor de los celos que la despedazaban! Dejémosla esperando un compañero cuya aproximación teme y desea, y busquemos al perseguido para dar cuenta de sus pasos, desde que se despidió de Cecilia.

A distancia de media cuadra lo sorprendió un piquete de cinco hombres que saltó de entre las matas de la orilla del camino, y sin tener tiempo de sacar su puñal, fue atado, conducido a la cárcel, y asegurado él solo, porque se hicieron salir los presos de conspiración, tanto los hombres como las mujeres. Esto fue debido al denuncio de la madre de Cecilia, la terrible tadeísta, la cual lo conoció por la tos cuando pasaba por la calle, y condujo la escolta, la situó, y tuvo el gusto de ver llevar a Dámaso como un malhechor a la prisión de la parroquia. Ella lo aborrecía, porque don Tadeo lo odiaba, porque no había querido casarse con su hija Cecilia, lo cual era un contrasentido.

-¿Quién es capaz de figurarse la pena del perseguido Dámaso, luego que se vio prisionero de don Tadeo? La obscuridad parecía que le era propicia para la contemplación de los horrores, las miserias y las fatigas que había de sufrir con la barra o con la escoba en la mano, las miradas de los hombres de bien, y también las de los pícaros que se ríen de los infelices que sufren una condena por algún delito leve; veía con horror toda la distancia que se iba a interponer entre su amada y él. Iba a perder las cinco mil matas de tabaco que tenía en Ambalema. Allá en las tinieblas de la cárcel veía la imagen llorosa de Manuela, y exhalaba en vez de gemidos un rugido semejante al del león que se ve cogido en una trampa.

Más de dos horas se le pasaron a Dámaso sin oír voces de los esbirros ni crujido de las armas, ni tropel de bestias o de gente, y únicamente le asaltaba la idea pavorosa de su desdicha, sin entrever la más pequeña   —194→   esperanza, cuando sintió unos golpes en la pared, que lo sacaron de sus lúgubres pensamientos. De repente lo pareció que temblaba el doble bahareque de la cárcel, y que caían terrones or motivo de algunos golpes. Vio un rayo de luz por una grieta que se aumentaba por grados. Oyó palabras humanas, palabras de mujer, muy suaves, deliciosas y, gratas; oyó su nombre pronunciado a media voz, diciéndole:

-¡Sálgase, Dámaso! ¡Sálgase! ¡Sálgase!

-Sería muy bueno; pero no me es posible.

-No se detenga usted por consideraciones de ninguna clase. Mire que se lo llevan hoy para la cabecera del cantón. Acérquese acá y encontrará la salida.

-No puedo, porque estoy en el cepo.

Calló la voz y el hueco se obscureció de repente, lo que hizo entender a Dámaso que su ángel protector estaba pasando. Pronto vio cerca de él una mujer, a la cual dirigió estas palabras:

-Usted me ha querido salvar; pero estoy en el cepo, y es imposible levantar este palo que pesa tanto. Yo se lo agradezco. Sólo usted pudiera hacerme un servicio tan importante, usted que me quiere tanto; pero viva usted segura de mi correspondencia. La he querido, la quiero y la querré hasta que me muera, y todos los trabajos que estoy pasando los sufro con gusto por amor de usted.

-¿De veras, Dámaso? ¿Me quiere usted?, prorrumpió diciendo la aparecida, buscando en la obscuridad las manos del prisionero para acariciarlas con sus delicados labios.

-¡No, Cecilia!, estaba engañado, opuso con ligereza el protegido; yo creía que era Manuela.

-Soy, Cecilia, Dámaso, y vengo a libertarlo, porque sé que hoy se lo llevan a usted amarrado a la cabecera del cantón, para echarlo después a presidio. Lo supe por una casualidad, y saqué de mi casa una barra y   —195→   vine a romper la pared para que se salga y huya cuanto antes; y todo esto exponiendo mi vida, porque si don Tadeo lo sabe me mata. ¡Es bueno que me señala el puñal y me ofrece matar' citando me chanceo con alguno! De modo que si usted no me lleva para Ambalema, soy perdida.

-Yo no puedo llevarla; pero hablaremos de eso... Ni podré escapar de la cárcel si no hay quien me quite el cepo de encima.

-Yo, yo levantaré ese palo.

-¿Con qué fuerzas, cuando un hombre apenas es capaz de hacerlo?

-Con mi voluntad y la barra que tengo aquí.

Dijo esto la libertadora, y encendió la vela con un fósforo. La escena, lúgubre por la soledad y los objetos terribles de una prisión, era tierna además por los dos únicos interlocutores que fueron iluminados de repente. Dámaso estaba tendido en el suelo y Cecilia apareció sentada encima del cepo. Inmediatamente levantó el poderoso leño la protectora, con la pequeña barra, el preso le puso una piedra en la cavidad y sacó los pies.

-¡Está usted libre!, exclamó Cecilia, salga lo más pronto, salga, ¡salga!

-¡Mil gracias, Cecilia! Adiós, hasta que nos volvamos a ver.

-¿Adiós me dice usted? ¿Luego me deja usted en manos del gamonal, que me tiene de esclava por unos reales que me dio, y por mi condescendencia y mi desgracia?

-¿Para qué la voy a engañar? Tengo dada mi palabra de casamiento a Manuela, y debo irme con ella.

-Yo me iría de criada de usted; ¡pero ay! el odio que me tiene Manuela... ¿Qué hago en este caso?

-Yo no la puedo llevar, es imposible; pero usted puede hablar con don Demóstenes sobre este asunto.

  —196→  

-¿Conque debo quedarme en manos del verdugo para toda mi vida? ¿En qué le ofendí a usted?

-¿No es una prueba de que usted le correspondía a don Tadeo todo lo que veía el público?¿lo que yo mismo veía?

-Esa fue una treta de que él se valió para que usted me aborreciera. Usted me abandonó, y sin embargo yo no lo he olvidado ni lo olvidaré, hasta que me muera. Don Tadeo me ha obligado a vivir con él, primero por la astucia, después por la fuerza, y hay otro motivo para estar sujeta a él, que es muy horroroso y que no descubriré jamás porque es una mancha... que viene a caer... sobre mí misma.

-¡Pues adiós, Cecilia! Nunca olvidaré que le debo mi libertad.

-¡Ya los he oído!, dijo una voz espantosa, haciendo sonar al mismo tiempo el cerrojo de la cárcel.

Dámaso dio un brinco, y se salió por el hueco trabajado por Cecilia, y ésta queriéndolo seguir, cayó pasmada de susto.

Cuando la puerta se abrió, entró don Tadeo y dijo a Cecilia:

-¡Infame! ¡todo lo he oído! ¡todo! ¡todo!

Entonces ya sabe que nunca he dejado de querer a Dámaso, aunque usted me hizo aborrecer de él; entonces...

-Sé que usted se quería ir con él, interrumpió don Tadeo, bramando de rabia.

-Por librarme de usted.

-¡Infame! ¡Cuando yo he gastado mi dinero por sostener su casa y por regalarle buenas fincas, y cuando las he libertado a usted y a su madre de las uñas de los guardas unas cuantas veces, y cuando su familia ha hecho de la justicia el uso que ha querido!

-En cuanto a las fincas, estoy pronta a devolvérselas todas; en cuanto a sus intrigas, yo siempre las   —197→   repugnaba y las resistía; en cuanto a su protección, mil veces la he desechado; mil veces le he declarado que yo no lo quería a usted, que su decantada protección no era sino una esclavitud verdadera; y pues ha llegado este día, le declaro que mi voluntad es la de separarme de usted.

-¿Sí?... ¿para seguir al vagamundo de Dámaso?... ¡No faltaba más!

-Para libertarme de usted.

-¡Yo le daré su libertad a la muy infame! Vea este cuchillo, ¿lo ve bien? ¿lo ve?... Pues lo cargo con el destino de clavárselo todo en el corazón a la hora que yo la encuentre, si usted tiene la osadía de dejarme. Y no dude que yo la encontraré, porque la buscaré hasta debajo de la tierra. ¿No se acuerda cuando se me fue a la cabecera del cantón cómo la traje a los tres días cabales?

-¡Máteme!, le contestó Cecilia con resolución. Es mejor morir que estar bajo del poder de un tirano tan detestable como usted.

-No hay para qué afanarse, dijo entonces don Tadeo con la tranquilidad de un asesino consuetudinario. Si usted no me da su palabra de seguir en la misma amistad que nos ha unido hasta hoy, la mato con este cuchillo, y dejo su cadáver aquí extendido entre su misma sangre, de modo que cuando venga el alcaide por la mañana a ver a Dámaso, la encuentre a usted con el corazón hecho picadillo y nadando en una laguna de sangre, y al publicarse la nueva, toda la gente de la parroquia vendrá por montones, y entre los lamentos, y la compasión, y la rabia, todos a una pedirán venganza contra Dámaso única persona que se hallaba en la cárcel, y única que tenía enemistad con la difunta Cecilia, por causa de celos antiguos conmigo, según es la fama. Se mandarán las requisitorias para todas partes, el enojo contra el asesino será universal; y más cuando yo haga palpable por el reconocimiento y por algunas   —198→   dos o tres declaraciones, la culpabilidad del infame y vil asesino... ¿Conque persiste usted todavía en morir, para que yo no la quiera?

Cecilia no contestó. Se quedó sentada sobre el cepo con la cara, metida entre las manos. No se movió por algunos instantes, como aterrada por una amenaza mayor que la de la muerte. Seguramente el riesgo que corría Dámaso le parecía más horroroso que el riesgo de su propia vida.

-¿Qué resuelve usted?, preguntó el tirano a la desgraciada Cecilia. ¿Me promete usted seguir conmigo, sin darme qué hacer, sin molestarme, sin querer a ningún otro? ¿O se resuelve a sufrir la justa venganza que usted merece por haberle dado la libertad a ese criminal de Dámaso, y por amenazarme con que me va a dejar?

-Haga usted de mí lo que quiera, dijo Cecilia poniéndose de rodillas a sus pies, impóngame la ley; tráteme como a esclava, o como a bestia, o como usted quiera.

-Como a una querida, le contestó don Tadeo, levantándola del suelo. ¿No sabe usted lo que la quiero? ¿No sabe que es únicamente el amor hacia usted lo que me hace cometer algunos disparates? Dígame usted que me quiere, cambie usted la seriedad y el enojo por cariño; y entonces sabrá usted hasta donde llega mi amor. Camine usted para su casa, y le encargo que no sepa nadie lo que ha pasado. Tengo que exigir de usted algunas cosas; entre otras, que no vaya usted por miel a los trapiches de los hacendados, mis enemigos; usted puede ir a la Hondura cuando lo tenga a bien; tampoco admitirá usted las visitas del cachaco Demóstenes, ni se juntará con ninguna de las amigas de Manuela.

Don Tadeo acompañó a Cecilia hasta su casa, sin que ésta le dijese ni una sola palabra. Al día siguiente supo la fuga de Manuela, y sospechando que se había ido   —199→   acompañada de Dámaso, fue inaudita su rabia. No obstante, hizo que el juez 1º extendiese un indulto para todos los cómplices de menor cuantía en el cual quedaron comprendidas Marta, Paula y las otras parroquianas. Hizo que el juez declarase que Ayacucho no estaba loco, y que le mandase poner la horqueta de la ley a la marrana de Manuela, que fue el motivo aparente de la revolución.

A las nueve del día marchó el cazador Elías, llevando una carta para don Pascual Acuña en que le encargaba que se interesara con el juez del circuito para que no admitiese empeños a favor de los acusados. En cuanto a Manuela y Dámaso, se despacharon requisitorias a todas partes.

Nunca se había visto la seguridad personal más amenazada en aquel distrito: la constitución del 2l de mayo estaba vigente; pero ¿qué eran las garantías de los ciudadanos teniendo los jueces un director tan depravado como don Tadeo? ¿Qué era la libertad, habiendo un tirano solapado que impunemente hacía gemir las víctimas que se proponía sacrificar a su codicia o a sus pasiones? La revolución o motín del día había puesto a don Tadeo y también a su partido en el auge del absolutismo. Sinforiana peroraba en las tiendas contra los dueños de tierras y contra los opresores del pueblo. El sostenimiento del acuerdo municipal del 18 de mayo era un triunfo para el partido tadeísta, y el partido tadeísta era el partido del pueblo. Don Tadeo era el defensor de los derechos del pueblo; sin embargo, había un hecho fatal para el supremo director de los jueces y era la desaparición de Manuela. Aunque le habían dicho que se había salido de la parroquia, muchas veces dudaba y entonces hacía rondar las casas sospechosas.

Don Tadeo admitía los denuncios de los viles que saben aprovechar las ocasiones de la venganza, y ¡desgraciado del que era denunciado, porque ése sufría como   —200→   verdadero criminal, sin saber quien era el acusador y sin contestar a los cargos! Tuvo don Tadeo el denuncio de que Marta lo remedaba a él y a Cecilia, haciendo reír a sus contertulios, y que había criticado la ley del 18 de mayo, y esto bastó para que le hiciese rondar la casa sin miramiento alguno.

La señora Sinforiana, que nunca supo los acontecimientos de la cárcel relativos a su hija, divulgaba con su locuacidad acostumbrada que la Manuela había libertado a Dámaso de la cárcel, y que se habían ido juntos para Ambalema. Celebró el triunfo de la asonada con la embriaguez, la vocería y risotadas. A las once del día convidó varias gentes de su partido a un paseo al charco del Guadal, llevando mucho anisado y algunos cohetes, y allí fue donde se conoció el espíritu de partido que la dominaba a ella y a sus copartidarias, por los excesos a que dieron rienda suelta por vía de diversión.

Ascensión, la peona o criada de doña Patrocinio, estaba lavando ese día la ropa de don Demóstenes en el lavadero de Manuela, que era una laja de guijarro de propiedad de la familia desde tiempo inmemorial, y Sinforiana le intimó que se quitase de ahí, diciéndola:

-Cecilia y yo lavaremos en adelante en esa piedra.

-¿Por qué gracia?, contestó la criada con un aspecto poco humilde.

-Por la gracia de que Manuela y la vieja Patrocinio y todos los de su partido están por debajo.

-¡Eso se quisieran ellas!

-¿Y no?¿No están encausados, y, huyendo los principales, y la marrana no está con horqueta, Pacha, y la vieja, y Marta y todas no están notificadas de ir a la cárcel si hablan una sola palabra contra las autoridades?... ¡Están por debajo y no lo creen!

-¿Y por eso no he de tener yo libertad para lavar en el lavadero de la niña Manuela?

-¡Por eso!¡Porque están embromadas todas!...

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-¡Miren qué libertades ahora!... El que está por debajo no tiene libertad, ni siquiera de hablar; y si me hablas otro poquito, te hago poner en la cárcel, porque yo también te vi alegando en los momentos de la revolución. ¡Perra india, ladrona!

-Mire, ñuá Sinforiana, que no sea pendenciera.

-¿Conque me amenazas?¡Perra atrevida! ¿Quieres ver como te compongo el bulto?

Diciendo esto, se acercó la vencedora de la calle del Caucho a donde estaba Ascensión, y tomando la ropa de don Demóstenes en las manos, rasgó y dispersó varias piezas, y empujando el lavadero con una pequeña palanca, lo botó al fondo del charco, siendo justamente aquel punto el más profundo de todo él.

Ascensión recogió la ropa y se fue para la casa llorando por el lavadero y por las injurias, pero a solas se le escaparon estas palabras al retirarse:

-¡No le hace al frío, que el sol saldrá! Que aprieten la clavija hasta donde quieran, que a cada puerco le llega su San Martín. La tortilla se volteará dentro de muy pocos días, porque manejándose así, ¿quién es el que las aguanta?... ¡Sólo que todos seamos bestias para que don Tadeo y los suyos nos pongan su hierro de herrar!

Por la noche hubo baile en la parroquia, y gritos, y algazara, y se bebió mucho aguardiente, en honor del triunfo de la calle del Caucho; no obstante, Cecilia estuvo menos contenta que todas sus copartidarias.



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ArribaAbajoCapítulo XV

Junta de notables


Los extraordinarios sucesos que habían tenido lugar en la parroquia, y el peligro en que se veían los encausados por don Tadeo, hicieron necesaria una junta de notables que fue convocada, por don Blas, dando por lugar de la cita la casa de su hacienda. Esta junta tenía por objeto deliberar sobre la situación y adoptar el remedio conveniente. A la hora señalada fueron llegando los diputados, e introducidos en la sala de la casa, empezó la sesión bajo la presidencia de don Blas. Era aquel congreso verdaderamente notable, porque en él estaban representados no sólo los dos partidos de la parroquia, sino todos los matices políticos que existían en la Nueva Granada. Don Blas y el cura eran conservadores netos, y don Manuel conservador mixto. Don Cosme y don Eloy liberales y, don Demóstenes, radical. Asistió también convidado por el dueño de la casa, el maestro Francisco Novoa, herrero, que se había ido de Bogotá a la parroquia a consecuencia de sus compromisos políticos en la revolución del general Melo. En la parroquia era tadeísta; pero hombre de bien a carta cabal. Como los otros señores eran manuelistas, o sea del partido de las haciendas, se ve comprobado lo que dijimos al principio, que no faltaba un solo matiz político en aquel memorable congreso del Retiro. Don Blas abrió la sesión pronunciando un mensaje, o mejor dicho, un discurso de la corona, puesto que la mayoría era de señores feudales. En el   —203→   discurso pintó la situación aflictiva en que se encontraban, encausados casi todos por el tinterillo, quien tenía probado por declaraciones falsas pero contestes, que habían cometido delitos que ni siquiera habían imaginado, como hurto, asesinato y resistencia a mano armada a la autoridad.

Concluido el discurso inaugural del presidente, tomó la palabra don Demóstenes. El fogoso orador recordó a los pueblos y a la humanidad entera la liberal constitución del 21 de mayo de 1853, santificada ya con la sangre de muchos mártires y consagrada por la victoria del 4 de diciembre. De allí dedujo lógicamente que los crímenes de gamonalismo y falsificación cometidos por don Tadeo eran contra aquella santa constitución, y que en ella misma se debía buscar el remedio de tantos males. Hizo una viva pintura de los sufrimientos de los encausados y de los crímenes de don Tadeo. A pesar de que todo el auditorio apreciaba las cosas de diferente manera que el noble orador, es tal la magia de la juventud y del entusiasmo, que todos gritaron vivas al orador.

Enseguida habló el señor cura. Terminó su discurso proponiendo que se enviara una misión de paz a los tadeístas para celebrar con ellos una esponsión. Esta misión debía estar compuesta de él, como párroco, interesado en la moral de sus feligreses, y del maestro Novoa, como adicto a la bandera que había enarbolado don Tadeo.

El maestro Novoa tomó la palabra para apoyar la proposición del señor cura, ampliándola. Propuso que se ofreciera al gamonal que se le arrendaría una estancia barata y se le daría prestada una suma en dinero a corto interés y con regular plazo, con tal que se retirara de la dirección de los negocios de la parroquia. En apoyo de esta proposición hizo notar que la revolución del general Melo, cuyos principios seguían   —204→   don Tadeo y el orador, había tenido por causa, que ni el gobierno ni los ricos protegían la industria.

-El remedio que indica el preopinante, dijo don Eloy, equivaldría a echar carne a un perro dañino. Sería premiar el crimen: sería fomentar los instintos viciosos de otros malvados en ciernes, haciéndoles notar que una vez que sean temibles en su oficio no habrá otro remedio que darles premios. Voto porque sigamos una causa al gamonal y lo echemos a presidio.

El gólgota, especialmente ofendido por la revolución de Melo, evocada por el maestro Novoa, no pudo llevar en paciencia su proposición; y Novoa, que como miembro de aquella revolución, no podía tolerar el triunfo de los gólgotas el 4 de diciembre, no pudo soportar su discurso. La discusión se iba agriando; pero, por fortuna, fue cortada por el discurso que pronunció don Manuel proponiendo una capitulación con el partido gamonalicio. Resultó con la intervención de este último diputado que los tres partidos representados en el cura (partido católico) en el herrero (liberal draconiano) y en don Manuel (conservador nacional) estaban de acuerdo en la esponsión. Si don Blas se les agregaba, triunfaba indudablemente la esponsión. Por fortuna de la minoría compuesta de don Eloy, don Cosme y don Demóstenes, don Blas, se mantuvo firme en no transigir. Don Cosme propuso un contra-fómeque, y don Demóstenes pidió explicaciones sobre esta palabra para poder votar en conciencia de lo que hacía. Don Cosme le hizo la siguiente explicación:

-Había un tramposo, vago de profesión, que convidó a unos estudiantes de buenas costumbres a jugar, porque les vio algún dinerillo. Ellos no sabían ningún juego de azar; y el tramposo les dijo que podrían jugar al fómeque, que era un juego muy sencillo. Aceptaron ellos, casaron sus apuestas y el tramposo barajó y   —205→   dio cartas. Una vez que estuvieron las cartas en mano, jugó el primer estudiante cualquiera carta, y otro tanto hicieron los otros tres; cuando llegó su turno al tramposo, botó un cuatro de oros, y pronunciando la palabra fómeque con mucha seriedad, recogió cartas y dinero. En la segunda mano se iba repitiendo la misma escena: el tramposo botando un siete de espadas, dijo: fómeque, e iba a recoger cartas y apuestas, cuando el estudiante que le seguía a la derecha, que era mozo despabilado y había notado ya que para el fullero cualquiera carta era fómeque, contestó botando el cinco de copas: ¡contra-fómeque! y recogió el dinero de las dos apuestas. El tramposo no pudo negar que hubiera contra-fómeque, porque hubiera sido tanto como confesar que estaba inventando un juego para robarles. Tuvo que convenir en que efectivamente esa carta era el contra-fómeque y se retiró perdiendo el valor de dos apuestas. Desde entonces se llama contrafómeque oponer a una picardía otra mayor. Don Tadeo nos tiene encausados con picardía, pues encausémosle a él aunque sea haciendo picardías.

Don Demóstenes protestó contra el sistema de discutir contando cachos. Un miembro del partido draconiano, dijo, tenía esa costumbre en el Congreso, costumbre que desde entonces me quema la sangre. No podíamos los gólgotas proponer ninguna de nuestras regeneradoras y humanitarias ideas, sin que el ciudadano draconiano contestara refiriendo un chascarrillo con pretensiones de apólogo. Además, en este caso no sólo rechazo el cuentecillo, sino el medio de moralidad que él encierra. Voto contra el fómeque.

Don Blas habló en seguida y dijo: «Ya sea para defendernos hoy de las asechanzas del tirano de la parroquia, ya para evitar que en lo sucesivo nos gobierne él u otro embozado por él, propongo que pongamos desde ahora el verdadero remedio a los males públicos.

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Hagámosnos cargo del gobierno los interesados en que sea bueno. Atendamos las elecciones, y aceptemos los empleos de alcalde, jueces y cabildantes, si no queremos que tales funciones sean desempeñada por pícaros de la misma escuela de los que hoy nos persignen.»

Don Elo protestó contra tal medio. «El trapichero, dijo, no puede muchos días comer a sus horas a causa de lo urgente del trabajo que tiene entre manos, porque la esclavitud del trapiche es mutua: el trapiche es esclavo de su dueño, quien lo hace moler de día y de noche, pero en cambio, el dueño es esclavo de su trapiche. Y siendo así, ¿de dónde sacaremos tiempo para atender a los negocios del gobierno de la parroquia? Por otra parte ¿cómo podríamos servir tantos destinos como tiene una parroquia, aunque quitáramos el tiempo para nuestros propios negocios? Los funcionarios son: un alcalde, dos jueces, cinco cabildantes, un tesorero y un inspector de caminos. Se necesitan diez personas; y los que estamos aquí somos cinco, deduciendo al señor cura que no puede tener empleo concejil, y al señor don Demóstenes, que es transeúnte; y fuera de nosotros, no hay con quien contar. No hay otro medio, pues, que dejar a nuestros arrendatarios el cuidado de gobernarnos. Si ha de ser de otro modo, es con la condición de que alguno de ustedes me compre mi trapiche del Purgatorio.

Don Manuel, diputado por el trapiche de la Minerva, hizo presente que siendo los empleados de la parroquia arrendatarios de los diputados presentes, y siendo el código del dueño de tierras muy holgado, proponía que se hiciera uso de las facultades dictatoriales de que están investidos los dueños de tierras, para obligar a los jueces y alcaldes a que gobernaran de acuerdo con ellos, so pena de quitarles las estancias.»

Don Demóstenes tomó la palabra y empezó así su discurso:

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«Me parece, señores, que todo lo que acabo de oír es un ataque a la constitución de 21 de mayo, y por consiguiente a la libertad individual...»

En este punto del discurso entró Sildana, aquella joven a quien don Demóstenes saludó con el dictado de «mi señora» en su primera visita al Retiro. Sildana llevaba en un platillo tabacos para los concurrentes, y esta circunstancia cortó un discurso que acaso hubiera sido notable.

El tabaco es un calmante para las afecciones morales lo mismo que para algunas de las físicas. El tabaco quita, narcotizando dulce y suavemente el cerebro, el ardor de la lucha. Se oyen grandes disputas entre jugadores y bebedores; pero entre los que fuman se ve que a pocas vuelta, se convienen en principios o que todos los principios se vuelven humo. Tal vez Clotilde, que estaba oyendo la discusión desde la alcoba inmediata, sin que nadie la viera, conocía la fisiología de las pasiones en su relación con el tabaco, y fue por esta razón que les mandó aquel calmante saludable en lo más encarnizado del combate.

Votadas las proposiciones que se habían discutido, se adoptaron combinándolas. Se determinó usar a medias del contra-fómeque y de la autoridad de dueños de tierras para corregir la política de la parroquia.

Una vez convenidos los próceres, se levantaron y se fueron a pasear a las huertas. Eran éstas dos fanegadas que quedaban a un lado y otro de la casa, y estaban cercadas con guadua picada. Había alamedas formadas por árboles de café, limoneros y naranjos, en cuyas copas cantaba alegremente un congreso de toches y cardenales. En una esquina había un bosquecillo de guayabos, y en otra unas matas de plátano. Una acequia cortaba las huertas por mitad regocijando con su ruido infantil los viejos árboles que se inclinaban cariñosos sobre ella.

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Llamaron a comer: la señorita Clotilde se lució aquel día; pero no quiso sentarse a la mesa, tal vez por el recuerdo de lo que sucedió en la primera visita de don Demóstenes.

Después que se dispersaron los señores de la junta, perdiéndose en las obscuras selvas de los caminos, el patrón del Retiro empezó a poner en planta lo determinado en aquel congreso memorable. Mandó un recado al señor Juez 1º que era su arrendatario, rogándole que viniera al día siguiente muy temprano, trayéndole las causas que se estaban siguiendo en su juzgado.

Muy temprano llegó el señor Juez 1º trayendo a la espalda una mochila, que descargó en el suelo a la vista de su patrón que estaba en la hamaca, y que desde allí recibió al primer magistrado de la parroquia. El señor Juez dijo, descargando la mochila:

-¿Es que me menesta sumercé?

-Para echarte de la estancia, nada menos.

-¿Por qué, mi amo?

-Por pícaro.

-Serán cuentos, mi amo; alguno que le tendrá codicia a la estancita en que vivo.

-¿No me tienes encausado como ladrón y asesino?

-Es un nulo, mi amo; porque la gente que se mandó llamar al juzgado antier, fue para que firmara a ruego una solicitación para que nos rebajen a los probes del pago de la subvención provincial; pero con tal que sumercé no me despoje de las maticas, haré cuanto sumercé me mande.

-Bien. ¿Trajiste las causas?

-Sí, mi amo. Todo lo creminal que estaba en una caja lo traje entre esta mochila.

-Desocúpala allí en un rincón y llévate tu mochila. Puedes quedarte en la estancia, con las siguientes condiciones: 1º Me darás cuenta de toda causa que se inicie en tu juzgado; 2º Cuando no convenga que vayas a despachar, no irás. Yo te pagaré las multas que te echen. ¿Estás?

-Sí, mi amo.

-Pues vete, ¡y cuidado!




ArribaAbajoCapítulo XVI

El asilo en la montaña


La estancia de ñor Dimas estaba hundida en la obscuridad de la noche, que una nube aumentaba terriblemente, cuando pasaba Pía del fogón al aposento con un tizón encendido, y vio un bulto que atravesaba el pequeño patio, sin que el perro que dormía debajo del alar hiciese otra cosa que dar unos gruñidos.

-¿Quién viene por ahí?, dijo Pía.

-Soy yo, que vengo a buscar al amigo Dimas para ver sí me compra un buen perro de cacería.

-¿Y por qué camina usted tan tarde?

-Fue que me entretuve un poco allí abajo en la casa de ñor Juan Bautista.

-Pues él no está aquí esta noche, pero entre, y si quiere lo espera hasta mañana.

-¡Dios se lo pague!

-¿Y quién es usted?

-¿Conque ya no me conoce?¿No se acuerda de que bailamos juntos en las fiestas, y de que le regalé una sortijita?

-No hago memoria, porque la sortija que tengo fue mi comadre Manuela la que me la regaló. ¡Pobre mi   —210→   comadrita, que como eso no hay nada en el mundo! Yo la quiero más que si fuera mi hermana.

-¡Y a mí qué tanto me quiere!

-¡Quién sabe!

Una pequeña llamarada de los tizones alumbró la cara del supuesto comerciante de perros, y apretándolo Pía con sus brazos dio un grito, diciendo:

-¡Mi comadre Manuela!

-¡Comadre Pía!, contestó Manuela, porque ella era, y se quedaron abrazadas por un instante.

-¡Qué es esto, comadre?

-Huyendo vestida de hombre para no ser conocida.

-¡Y que me engañó completamente! ¿Qué ha sido? Cuénteme, comadre; pero entre y siéntese; múdese con mi ropa si quiere.

-Yo traje ropita en este lío. Déjeme así, comadre.

Entró Manuela, saludó a ñuá Melchora, que estaba en la cama, preguntó por todos, bebió guarapo, y se fue a sentar debajo del papayo grande; y después de encender tabaco ambas comadres, comenzó Manuela su relación.

-Usted sabe, dijo a Pía, lo que el tirano me persigue.

-¿Todavía no se deja de eso?

-Ni se dejará nunca, porque después de los agasajos y ofertas, se ha seguido el terror, figurándose que por el miedo yo lo he de querer.

-¡Viejo pícaro!

-Manuela hizo a su comadre una relación de los sucesos que ya conoce el lector, y acabó diciendo a Pía:

-Ahora me he venido a ver si mi comadre me da asilo aquí en su montaña.

-De mil amores, comadrita de mi corazón. En esta montaña no la coge nadie, y por lo que es la manutención no nos faltará carne, mazorcas, plátanos, guarapo y ají. Lo que me admira es que una persona de buena   —211→   vida como usted tenga que estar escondida y que dejar la casa y la familia.

-¿Pero qué quiere, comadre, cuando toda la parroquia está al arbitrio de un gamonal, por falta de leyes y de gobierno? ¡Y a esto lo llaman libertad, y progreso y civilización! Si usted oyera a don Demóstenes... da gusto oírle hablar de las garantías y los derechos.

-¿Y él no hará por usted alguna cosa?

-Me ha ofrecido que él acusará al Rodín de la parroquia, como llama al viejo Tadeo.

-¡Es tan bueno el cachaco! Aquí suele venir de paso para la montaña, y me divierte con sus conversas. Y dígame, comadre Manuela, ¿usted ha sabido de Dámaso?

-Esta noche lo vi.

-¡Qué fortuna, comadre!

-Y ojalá que nunca lo hubiera visto, porque después de separarse de mí, lo sorprendí, por mi desgracia, conversando con la Cecilia, y nadie me quita de la cabeza que se quieren, por lo poco que yo oí.

-No lo crea, comadre; es que lo blanco nos parece negro cuando tenemos celos. Ya verá como no dilata en venir a verla.

-No necesito, dijo Manuela, llorando; y varió la conversación.

Hasta pasada la media noche se estuvieron conversando las dos comadres a la sombra del papayo, y de allí pasaron a procurarse el alivio del sueño que es el mejor remedio contra las penas. Pía le sacó a la enramada una estera de calceta de plátano y le tendió cama junto a la piedra de moler. Manuela no había podido dormir en el zarzo en la noche anterior por el ruido de los ratones y el miedo de que la cogiesen los policías, y en esta noche se desquitó durmiendo tres horas seguidas, aunque al descubierto en una enramada.

Al amanecer convidó a su comadre la guardiana Pía para que pasase con ella las horas en que había que   —212→   cuidar la labranza, y dándole a llevar una mochila con un calabazo de guarapo y otros enseres sumamente necesarios, y montando ella en el cuadril a su niño de cuatro meses, y llevando en su mano un tizón encendido, emprendieron la travesía de la choza a la labranza por una senda enteramente obstruida por las ramas y los bejucos.

Así que llegaron a la roza prendió Pía una gran hoguera, cuyo humo al lado de la garita o plataforma de palos daba una vista triste pero solemne; acomodó luego a su hijito en una cuna que colgaba de las ramas de un guamo florido, como los nidos de las guapas que se mecen al arbitrio de los vientos de la montaña, y se subió con una cantada de piedras a la garita. Manuela también subió, y juntas esperaban el ataque de los animales que debía comenzar con los primeros rayos del sol, calladas y con los ojos fijos en las orillas de la labranza. Era triste el cuadro si no imponente. Los botundos y nogales más estupendos y los bejucos y ramazones rodeaban el teatro; las dos jóvenes permanecieron en silencio sobre una plataforma de cuatro varas de altura, mientras que se mecía blandamente la cuna de la inocente criatura; más allá se levantaba una columna de humo sutil que salía de una hoguera. Nada más parecido al estado primitivo de la naturaleza que este agreste cuadro; mas las dos personas que figuraban en él tenían el corazón deshecho en lágrimas, derramadas por los sufrimientos que en otras partes son resultado del gran refinamiento del lujo y de la civilización. Nuestras dos heroínas estaban sufriendo los resultados de los grandes crímenes, sin haber disfrutado los goces de los pueblos cultos, que es lo que sucede cuando se desmoraliza a los pueblos antes de civilizarlos.

Pía llevaba un pequeño sombrero de trenza de palma, hecho por su madre; y lo estimaba tanto, que lo usaba a pesar de faltarle un retazo del ala, que se le había   —213→   quemado por soplar la candela con él; sus enaguas de fula le quedaban muy cortas por lo viejas y maltratadas; su camisa de bogotona no se hallaba en mejor estado; pero la cubría el gran pañuelo que le bajaba desde los hombros. Las lindas facciones de la guardiana habían perdido su brillo por estar criando y por la pobreza; pero su habla era siempre dulce y sonora, y hasta sus gritos eran sumamente apacibles. Todos los adornos de Pía consistían en un cintillo de cuentas azules de vidrio, una sortija de cobre y unos zarcillos de estaño que ni aun eran iguales. Manuela había tomado en la choza un sombrero nuevo de palma y estaba de enaguas de pancho fino y de camisa bordada; pero su semblante a pesar de sus últimos desvelos y sus últimas lágrimas no estaba marchito, porque no presentaba las señales de las enfermedades ni de los vicios.

De repente se levantó Pía, y haciendo girar la honda, prorrumpió en estas palabras con unos gritos que se oían hasta media legua de distancia:

-¡Ah condenados de los infiernos! ¡A tragar a otra parte, que aquí no se siembra para los ladrones! ¡Ah cochinos de los diablos!

Eran los micos que habían asomado a la orilla de la roza en número de veinte o treinta, y Pía les tiró varios hondazos, con lo cual les hizo volver caras. Vinieron en seguida algunos cuarenta o cincuenta pericos, que son de la familia de los papagayos, y se sentaron en la mitad de la roza, pero con la primera pedrada tuvieron para volver a volar levantando una vocería de lo más espantoso, muy propia para confirmar la aserción de Humboldt cuando dice, que el ruido de los torrentes es ahogado en algunas partes de la América del Sur, por el ruido que hacen los papagayos con sus chillidos. A todos estos gritos agregaba los suyos la guardiana, diciendo:

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Urria, condenados! ¡Largo para otra parte! ¡Urria, demonios!

Las ardillas habían logrado invadir las cañas de maíz y asustadas con las pedradas, saltaban de mata en mata con el rabo extendido sobre la cabeza, y con los rayos del sol parecían adornadas de hermosos plumeros. Pronto estuvieron sobre ellas las piedras y las maldiciones, entrando Manuela en la lid tirando piedra, con la mano y diciendo palabras feas por imitar a su comadre; porque Manuela, que no había vivido en los trapiches ni había sido guardiana, no estaba. enseñada a decir insolencias, sino cuando más a oírlas en la tienda por precisión, y a hacerse la desentendida, como les sucede a todas las venteras y a todas las señoras de los trapiches.

Las guapas también acudieron a mortificar a Pía descendiendo de un botundo muy elevado en donde tenían una docena de nidos colgados como lámparas, de lo cuales ninguno bajaba de vara y media de largo, pero pronto desplegaron sus plumajes de oro replegándose a su colonia, aterradas por los gritos y las pedradas de la inexorable Pía. Los pericos y las guacamayas revoloteaban y cambiaban de puestos con un ruido formidable, y las voces de las dos guardianas y el llanto del chiquillo de la cuna, formaban en la roza un estruendo que es imposible comprender sin haberlo oído. Pía representaba en su garita el papel de un presidente de la Nueva Granada, y los animales hambrientos de todas pintas y clases representaban lo que se llama el partido de la oposición, sólo con la diferencia que aun cuando le comían a Pía algunas mazorcas, no la podían derribar.

Ya había calmado un poco el combate cuando dirigió Pía la vista a un ocobo seco por los ardores de la última quema, el cual estaba cubierto, en vez de las hojas que había perdido, por la bandada de guacamayas, que reverberaban con sus colores vistosos, a tiempo que se   —215→   ocupaban del aseo de sus plumajes, usando para ello de sus encorvados picos. Pía puso la piedra en la honda, se paró muy derecha poniendo el pie izquierdo en la última vara de la orilla de la garita, disparó la honda con el brazo derecho, y partió la piedra zombando por los aires como una bala de rifle, y dando contra un cascarón casi despegado del ocobo, sonó de una manera espantosa. En el acto se levantaron todas las guacamayas muy asustadas llenando el aire de colores vistosos: Pía las seguía con sus maldiciones.

Las guacamayas se levantaron en orden, de dos en dos, como lo tienen de costumbre. Dieron unas vueltas sobre la roza, y, aterradas por los gritos de las guardianas, se dirigieron sin perder la formación a la roza de Juan Bautista, que estaba a media legua de distancia; pero encontrando sobre las armas al guardián, que era un esforzado mocetón, se encumbraron un poco más, y emprendieron la marcha directa por el valle abajo gritando sin cesar ¡guaaa! ¡guaaa! ¡guaaa! en busca de otros bosques y de otras sementeras menos defendidas que la roza de ñor Juan Bautista, o de bosques despoblados, así como parten de los puertos del Viejo Mundo los buques de los emigrados o de los conquistadores, en busca de tierras mal cultivadas y peor defendidas por sus aborígenes más o menos desidiosos.

Ya se habían perdido de vista las guacamayas, cuando reparó Pía en unos tres micos que se habían quedado emboscados entre las ramas de un cedro de los más encumbrados de la orilla de la labranza. Uno de ellos se entretenía en dar golpes a una mazorca contra el gajo del palo, en el cual estaba muellemente sentado; otro en descascarar su presa, y otro en atisbar todos los movimientos de la guardiana. Pía los asustó con un hondazo y con sus gritos acostumbrados, y entonces se fueron caminando por los gajos de los suscas y nogales encumbrándose cada vez más,   —216→   pero sin aflojar de sus manos las mazorcas que habían adquirido a pesar de las malas razones de Pía y de sus balas perdidas.

Luego que la roza estuvo tranquila, se encargó Manuela de asar unas mazorcas y unos plátanos para el almuerzo, mientras su compañera cogía hoja de maíz para un caballito que tenía su padrastro, tal vez asilado por causa de las persecuciones de la justicia, y sacaba al sol un poco de quina tuna que había bajado de la montaña fría; mas no hizo esto sino después que le dio de mamar al niño, y le llevó agua y leña a su madre, que no podía salir de la choza.

El almuerzo de las guardianas, fue una guacharaca que había cogido Pía en una de sus jaulas, plátanos, mazorcas y guarapo, sin omitir el ají, que es la mostaza de los pobres.

Después del almuerzo fue convidada Manuela por su comadre a dar un paseo por todas las trampas, y a pocos pasos encontraron un mico que habiendo metido la mano en un calabazo para sacar el maíz que contenía, se quedó preso por no querer soltar los granos. Es de advertirse que el calabazo estaba bien asegurado con unas estacas. Pía cogió un palo grueso en el momento que lo vio y se le dirigió pronunciando esta sentencia:

-¡Ahora mismo te mato, demonio de ladrón!

-¿Qué es lo que va a hacer, comadre?, le dijo Manuela al verla llena de rabia.

-A matar este demonio.

-¿Y no le da lástima? Vea que don Demóstenes me ha dicho que es malo matar a estos animales que se parecen a nosotros.

-A él será que se parecen. ¿Y todo lo que me hacen rabiar a mí y todo lo que se roban?

-Pero no lo mate, por el amor de Dios, que una golondrina no hace verano.

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-¿Y qué quiere que haga con él? ¿Qué hace usted con una pulga que coge en los dedos o un ratón que coge en la trampa? Y que si yo mato a este condenado, y lo pongo colgado de una pata en el lugar por donde entra toda la manada, usted verá como se destierran.

-Amárrelo en la casa hasta que se amanse.

-Entonces come más de lo que come ahora, y como es viejo, dificulto que se amanse. Mírelo cómo no afloja la mano, aunque le pego en el codo.

-¡Se querrá volver rico! ¡pobre! no lo mate...

Pía cedió a los ruegos de su comadre, le cortó las orejas y lo soltó, diciéndole la defensora:

-Verá cómo viene mañana con todos los otros ladrones; pero, en fin, mi comadre merece ser atendida.

Más adelante hallaron dos corcovados en una jaula. Éstos son unas aves que parecen pollos finos de gallina, cantan en los veranos a dúo, articulando al parecer la palabra corcovado; en otra encontraron un paujil, de manera que se vieron con un acopio de más de ocho libras de carne para la casa.

Vueltas a la garita las dos comadres, se metieron debajo del grano; Manuela desplegó su costura que había llevado en una petaca, y sacudiendo un pañuelo que estaba dobladillando, lo aseguró por un costado debajo de la pierna, por falta de un alfiler. Pía descolgó unos cadejos de fique, y se puso a torcer hilo de lazos en la planta del pie izquierdo, que levantó sobre la rodilla, dejándole puesto en la forma de un lavadero. Estos hilos que torcía Pía se doblan y se retuercen, formando una cuerda gruesa que se llama lazo, siendo un género de mucho en la Nueva Granada. Las libras del fique se sacan de unas hojas largas de cierta planta del género cactus.

-¡Ay! Exclamó Manuela, después de un rato de silencio: ¡no hay en toda la parroquia una mujer más desdichada que yo!

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-¿Y yo, comadre?, repuso Pía.

-Usted habrá padecido por boba, o quien sabe por qué; pero yo...

-Pues, en eso de boba hay su más y su menos, respondió Pía; así es como se condena a la gente, sin estar en autos. Yo pongo a la mujer más sostenida y más juiciosa en un trapiche, a la edad en que me pusieron a mí; y si sale con bien, mire, comadre, me dejo cortar el pescuezo. Era menester que usted supiera las tentaciones, las necesidades y persecuciones de un trapiche; sin arrimo de padres, sin parientes, sin respeto de patrones, ni señoras, ni de nadie y sin oír hablar más que insolencias a cada minuto.

-Comadre, perdóneme si la he ofendido; pero cuénteme su historia, porque yo nada sé de lo que pasó en el trapiche.

-Es verdad que usted me sacó mi chinito de pila, pero no supo cómo fue que vino al mundo esa criaturita de mi Dios. Pues fue de este modo: el mayordomo había dado en venir a este rancho a llamarme para que fuera al trabajo del trapiche, y a mi mamá la amenazaba con que iba a echarla de la estancia porque no le mandaba peón. ¿Yo que iba a hacer? Por no ver afligida a mi señora madre, me anime un lunes y, echando unos plátanos en la mochila, me puse en camino. Entonces tenía catorce años y medio, estaba robusta y contenta, sin pensar más que en dormir, comer y chancearme con las amigas; con usted pasaba yo ratos muy buenos cuando mi mamá me mandaba a la parroquia, a oír misa o a los mandados.

Así que llegué a la ramada, me pusieron de bagacera: el día no lo pasé tan mal: pero la noche, ¡ave María! que todo fue sustos, hambre y tristezas, de tal manera que estuve al huírme, porque caí como privada de sueño y de cansancio a las diez, que serían cuando paró la molienda, y gracias a que había mucho bagazo   —219→   regado, que esa fue mi cama en la mitad de la ramada. Cuando me desperté tuve miedo, oyendo los ronquidos de los peones, los aleteos de las lechuzas y el ruido que hacían los ratones en el enmaderado; me acordé de mi madre y eché a llorar; pero volví a quedarme dormida.

El martes me despertó el capitán con el cabo de la zurriaga para que fuera a coger caña, y me entregó una mula rucia que se llamaba la Perla. Era mordelona, zonza y deslomadora como ninguna otra, y más astuta que el viejo Tadeo para abrir las puertas y esconderse en los barzales, o tirar de largo y meterse en los potreros ajenos; era tuerta, le faltaba media oreja y las costillas las tenía llenas do turupes y mataduras. Le emparejé las desigualdades lo mejor que pude, echándole, montones de calceta de plátano en las costillas, le puse los lomillos y sus atravesaños, y le eché el sudadero, la garra con las cuatro angarillas, la cincha y el arretranco de rejo tieso; y me fui para el corte con todos los cargueros antes de amanecer. Eché la caña sobre las angarillas y apreté con el garrote lo que me pareció que era justo; pero a pocos pasos se deslomó la Perla, y me echó la carga al suelo, tuve que volverla a cargar, y la buena alhaja tuvo la malicia de volver a tumbar de nuevo la carga; para esto que había llovido y, el camino estaba embarrado, yo sudaba y ya no podía de fatiga.

El día se me pasó en cargar y lidiar y pasar afanes; a todo esto el capitán no me quería porque no le decía mi amo, y no cesaba de amenazarme con la zurriaga; por fin se llegó la noche, caí, después de soltar la mula, como cuerpo muerto entre una pila de bagazo.

Yo no había comido ese día, porque la comida no era sino el pedazo de tasajo, el agua, el plátano y nada más; vi que no lavaban los platos aunque comieran en ellos los perros; a media noche, me desperté muerta   —220→   de hambre, me fui al cárcamo de la hornilla a asar un plátano para cenar, y encontré más gente asando plátanos y bebiendo guarapo. Así que puse mi plátano en la puerta de la hornilla, me senté a un lado; llegó uno de los peones de la carguería y tocándome la cara, me dijo:

-Negra, ¿te amañas en el trapiche?

-Como en el purgatorio, le contesté, volviendo la cara hacia el otro lado para no mirarlo.

-No seas tan brava y verás cómo no falta quien te ayude a cargar la Perla.

-No necesito, dije yo encogiéndome de hombros.

-Ninguno puede decir: de este agua no beberé.

-A palabras necias oídos sordos, dije yo entonces; y no volví a mirar ni a chistar palabra.

Después de comer el plátano, me volví a mi nido; al amanecer me hizo levantar el capitán rebulléndome con el palo de la zurriaga, para que enjalmara la Perla. Quería llover y la noche se había puesto tan obscura como boca de lobo. Busqué por todo el corral la maldita Perla, pero fue como si la tierra se la hubiera comido; se lo avisé al capitán, que era un negro de lo más riguroso, que parecía muy amigo de la esclavitud, porque a todos los quería tratar como esclavos, y me dijo mostrándome el rejo de la zurriaga:

-Hoy es cuando se los chupa esta filimisca, si la Perla no parece.

-¡Pero qué hago si se salió por entre las talanqueras, cómo está noche de obscura para irla a buscar, y como hay de culebras y de espantos en todos esos rastrojos!

-Lo dicho, dicho, me contestó el negro capitán y yo me senté a llorar en el caminito que iba para el barzal, con el cabezal en la mano.

Uno de los cargueros me dijo, acercándose a mi con mucho cariño:

  —221→  

-No se aflija, niña Pía. Entre los peones hay uno que le conoce las marrullas y las guaridas a esa mula de Satanás.

-¿Quién será?, le dije yo llena de gusto.

-Yo, me dijo él.

-Estoy pronta a pagar el real del día y la ración de carne porque me saquen de apuros.

-Yo no le intereso a usted plata ni carne, sino que no sea tan brava conmigo.

Éste era el mismo carguero que me había hablado en el cárcamo de la hornilla, era Pablo Ramírez, a quien usted conoce, el cual se fue al barzal y no dilató ni siete credos en volver con la Perla de cabestro. Ya estaba aclarando el día. Los otros cargueros se habían ido al corte, y yo me moría de afán porque el capitán me había prometido que si me atrasaba en un viaje, me descontaba el real; pero el que me libró de los azotes me sacó del segundo apuro ayudándome a empajar y enjalmar la Perla, tan pronto como me limpio un ojo.

Pablo me enseñó todas las industrias para manejar la Perla de modo que no mordiera, que no se deslomara y que no se atracara en el camino. El remedio para que no se deslomara era apretarle el cinchón con el garrote hasta dejarla casi trozada, como cintura de avispa. Así fue que le tapé los ojos con mi pañuelo, le eché caña encima hasta que ya no se veía, y le torcí el cinchón con el garrote con que se acostumbra apretar las cargas en los trapiches; y para que el remedio quedara bien hecho, puse una rodilla en la tierra, eché la cara para atrás, cerré los ojos, apreté los dientes y torcí el garrote, y lo torcí hasta que la mula estaba ya delgadita, y hasta que berreaba como un marrano, con la lengua sacada como perro que acaba de correr. Dicho y hecho, la Perla fue la primera que llegó a la ramada sin deslomarse, ni morder, ni quedarse atrás. Esto fue el martes.

  —222→  

El miércoles fue un día espantoso, del que yo me acordaré toda mi vida. Había vendido mi amo Blas más miel de la que había en las canoas; las mulas de los compradores sabaneros no tenían qué comer sino chilinchile y malva en la plazuela, y el caporal metía prisa para que lo despacharan. Había que apurar la molienda, y andaban tres zurriagas detrás de los cargueros de caña, la del capitán, la del lino y la del mayordomo; y lo peor era que la caña que se estaba moliendo era viche y no rendía la miel en los fondos. ¡Qué día tan espantoso! Yo tenía las enaguas por cerca de la rodilla porque los caminos eran charcos de barro, los sabañones me tenían los dedos casi trozados, y el sol picaba como candela. Era pasado el medio día y no habíamos almorzado; yo estaba en ayunas, y no vagábamos de correr con las mulas por delante. Yo me moría de hambre, cuando me llamó el carguero Pablo; me convidó a comer unas cucharadas de ajiaco que le habían llevado de su casa; y a escondidas comimos él, yo y otra carguera más chica que yo. Creo que me hubiera muerto si no me hubiera desayunado, porque los pobres somos más delicados que los ricos para eso del hambre. Mi amo Lucinio tampoco se había desayunado ese día, y no se le echaba de ver como a mí. Le confieso la verdad a mi comadre: comencé a dejarme tratar con cariño del carguero Pablo.

Otro trabajo más grande me sucedió ese día. Se me rodó la Perla por hacerla correr con la carga por una loma abajo, y quedó encajonada entre unos barrancos. Yo le di mucho palo a ver si se levantaba, y Pablo que no me desamparaba, la hurgó con el tilo de su caña con que arreaba su milla; pero todo era perdido, porque la Perla no se daba por entendida. Yo le avisé al mayordomo y él me dijo que no fuera a dejar resabiada la mula; y me mandó que llevara caldo hirviendo del que se cocinaba en los fondos y le echara por el   —223→   anca. Como no me quiso parar la mula, me dijo que recogiera una buena brazada de hoja seca, se la pusiera, debajo y le pegara candela. Este último remedio estuvo de patente, porque la mula salió corriendo con la carga y no paró hasta llegar al trapiche.

El jueves a la madrugada no me dilaté en encontrar a la Perla, que estaba echada, le puse el cabezal y creyendo que estaba dormida, le di mucho palo para que se levantara. Yo no sé en qué consiste que en un trapiche todo el mundo se vuelve verdugo. Yo que había sido tan compasiva, en el trapiche veía las mataduras, las llagas y todas las miserias juntas sin que se me diera nada, y aprendí a dar palo a los animales, como los caporales y mayordomos. Le di muchos palos en el hocico para ver si se paraba o se movía; pero ya la Perla era alma de la otra vida. Le avisé al amo Lucinio, que ya estaba levantado, y me mandó coger el Diamante.

-Será algún diablo que no sirve, dije yo entre los dientes.

-Si fueras de buen genio lo pasarías mejor; pero así brusca, y malmodada es imposible.

-Conque me dejen estar en mi rancho yo no necesito de más.

-Sin embargo, una muchacha preciosa como tú, no ha nacido para los montes, sino para el trato con las gentes. Yo puedo concederte beneficios que te hagan dichosa, porque te quiero y te tengo lástima.

Ese día, por más cierto, no me fue tan mal con el Diamante, aunque dos veces hizo la gracia de descaminar lo andado con el rabo vuelto para adelante. Pensé mucho en los cariños que me hizo mi amo Lucinio en la puerta del corral y en la oferta de hacerme dichosa; pero le hablo a usted la verdad, Pablo me estaba gustando.

Yo no sabía lo que era uno de estos trapiches de por aquí; todo lo que veía era terrible. Les oía referir muchos casos que habían sucedido durante la esclavitud,   —224→   de esclavas muertas por venganza de sus señoras; de cadenas arrastradas por los esclavos; de peones despedazados por los caballos de los mayordomos; de esclavitas perseguidas por sus amos; de grillos, rejo, palizas; y aunque a todas las historias les rebajaba yo alguna parte, pero sí creía que algo habría de todo esto. Y de los últimos tiempos de ahora, contaban tiranías de algunos amos con sus arrendatarios, que no han sido creíbles en los tiempos de la libertad en que vivimos: por supuesto que yo no le daba crédito a todo.

La historia quedó truncada por un ruido que se oyó del lado del maizal. Salió Pía corriendo con una piedra en la mano, sin tener tiempo de comunicar sus planes a su comadre, la cual siguió cosiendo como antes, hasta que llegó aquella con las enaguas llenas de amor seco, pegapega y otras hojitas que se prenden en la ropa cuando se anda por entre las sementeras.

-¿No ve, comadre?, vino diciendo; los ponchos se llevaban ya las mazorcas, y no es tanto lo que valen, cuanto lo que me dice el abuelo; porque ese es otro tormento que yo tengo, el padrastro soltero; un demonio de viejo más tonto que una gallina. Pero eso sí, su pedrada le metí al más chiquito y mañana les pongo la trampa de barbacoa, con la cebadera de un plátano maduro. ¡Qué vida ésta, comadre de mi alma!

-Cierto, comadre; pero no deje la historia.

-¿En qué ibamos, comadre?

-Me parece que ibamos en los cariños del amo Lucinio en la puerta del corral.

-Sí, señora, cabal; y yo no le di campo para que me dijese nada ese día; pero el cariño de Pablo si se iba aumentando. El jueves en la noche hubo juegos del toro y de la mariposa entre todos los peones, en los bagazales: Pablo y yo no nos apartamos, así como en la carguería estábamos siempre juntos.

  —225→  

El viernes no alcanzaban los platos para todos los peones, y yo, por darme aprisa, consentí en que nos echaran a juntos en un mismo plato; ese día nos hicimos tumbos.

El sábado no tuve novedad ninguna, y a las horas de las guacamayas nos hicieron desenjalmar para meter todas las mulas a la quebrada y lavarles las mataduras. Mi tumbo se hizo cargo de lavar el Diamante, porque esas costillas estaban de ahuyentar a los que todavía no estábamos enseñados a las miseria de los trapiches. Yo salí de la semana, hecha pedazos de camisa y enaguas, y con las mechas sueltas, y untada del mugre de las cañas desde los pies hasta la corona, y no era posible amañarme si mi tumbo no estaba junto.

El domingo nos pagaron a las nueve de la mañana. Yo no saqué sino cuatro reales, porque dos perdí de tabacos, desayuno y algo de aguardiente que me hicieron gastar los cargueros. Aparté un real para pasar el domingo, y amarré los tres en la punta del pañuelo para llevárselos a mi mamá Melchora. El amo Lucinio que fue el que pagó ese día, me llamó la última de todos, y me entretuvo en su cuarto diciéndome que lo quisiera. Yo no le contestaba que sí ni que no, y sin atender todo lo que me decía me ocupé en aflojar los ladrillos del cuarto con la zurriaguita que mi antojo me había hecho para que le pegara al Diamante.

Después de los pagos, todos los peones cogieron camino para el gasto de la estancia de ñuá Sinforiana. Yo me fui detrás de todos, y mi antojo me iba siguiendo. El gasto era comprar chicha y aguardiente los que perdían al juego del turmequé, para beber todos juntos los que ganaban y los que perdían. Había juego de tángano y de baraja en que se jugaban algunos medios; pero el asunto principal del gasto era chicha y aguardiente, tocar tiples, hablar insolencias y cantarles a las muchachas. En el gasto permanecieron varias   —226→   mujeres viejas, madres de familia, sin tener más diversión que beber y hablar insolencias para divertir a los hombres. Las peleas eran frecuentes; pero ñor Juan Acero quedaba, vencedor, porque lo entendía para el manejo del garrote. Ese día fue cuando las hijas de mi padrino Elías llevaron por engaños al monte a la hermana de la niña Soledad, y la amarraron y la hirieron por unos celos sin fundamento. En un gasto no hay autoridad de jueces ni de dueños de tierras, y por eso es que suceden tantas diabluras; pero el resultado principal de estos gastos o bundes, es que la gente no va a la parroquia.

Por la noche bailaban torbellino en la salita de la estancia, y en el mismo patio, y algunos jugaban primera. Era inaguantable el alboroto que sonaba en la estancia, y si le digo a usted qué era como el de las guacamayas, tal vez no le miento. A mi no me gustaba bailar sino era con mi tumbo; pero algunos me sacaban y me hacían bailar por la fuerza, como ñor Juan Acero, que le dio un garrotazo a mi tumbo porque no me dejaba bailar con él. Esa noche hubo dos cabezas rotas y un brazo quebrado; pero estas heridas se hacen por lo regular a descuido, o en gavilla de cuatro o cinco contra uno solo; y de esto no se le da nada a ninguno, porque la gente de los trapiches aprende a ser inhumana matando mulas y viendo las miserias de los pobres.

A media noche no había ya quien estuviera en su juicio, y sólo los que caían tendidos ya no hacían perjuicio ninguno. A Pablo y a mí nos daban aguardiente con porfía; pero yo no sentía sino gusto y ganas de retozar, de bailar y de charlar, de manera que yo era la diversión de todo el mundo; y hasta me molesté con mi antojo porque me trataba de sujetar. Al fin la casa me daba vueltas; no me pude tener en mis pies, y no supe más ni del gasto, ni de mi persona hasta el día   —227→   siguiente que me hallé botada en el corredor cuando me despertó el sol que me daba en la cara. Yo estaba de una traza que si usted me hubiera visto, le hubiera dado lástima: mal peinada, mal vestida y hecha un fregón de pies a cabeza. Mi sombrero amaneció lejos de mí, y los tres reales; mucho más lejos, porque me los quitaron esa noche. Vea usted, pues, el resultado de una semana de trabajo en el trapiche. Yo me puse a llorar por unos momentos, sin que nadie me consolara. Pablo amaneció trastornado, y se despidió de mí para ir a coger trabajo.

Yo me vine a mi rancho, y cuando me aparecí delante de mi señora madre, se admiró de verme flaca, descolorida y llena de mugre, y cuando supo que no llevaba la plata de la semana, se me enojó. A pesar de todo esto yo sentía, no estar en el trapiche; la comida muy sabrosa con que me cuidaba mi mamá no me parecía tan buena como el colí del trapiche cuando lo comía en un mismo plato con mi tumbo. Suspiraba por el trapiche, y sólo me consolaba con sentarme en el cerrito desde donde se ve el Retiro, a ver salir el humo de las hornillas; y el día que me tocó volver, corría por el camino como si me fuera amenazando el capitán con la zurriaga. Ya no había más gloria para mí que el trapiche.

Así se me pasaron cinco meses, sin sentir ni extrañar la mugre, la falta de la comida, ni la falta de cama, hasta que eché de ver mi desgracia. Me dio vergüenza volver al trapiche, y dije que estaba muy mala. Pablo me vino a ver dos ocasiones, no volvió más, y preguntando yo por él a la mujer del vecino Juan Solano, supe que se había largado para Ambalema con la Angarilla. No sé cómo lo estoy contando el cuento a usted, porque caí de mis pies al saber semejante infamia. Me enfermé, lloré, grité, me volví loca, y no me la pasaba sino en la orilla de la quebradita, sin cuidado de la casa ni de mí misma.

  —228→  

Mi mamá que veía todo, me llamó a solas un día, y me dijo estas palabras:

-Yo te hallo no sé cómo; ¿qué es lo que te ha sucedido?

-Mala, señora madre, porque me enfermé en el trapiche, le contesté con la cara cubierta con mi sombrero.

-Ya se me estaba poniendo; pero no hay que echarse a la muerte por eso, que las mujeres nacimos para pasar trabajos en esta vida, y no serás la primera que sales con esas. A mí también me pasó la misma, y peor, porque me tuvieron que llevar muy lejos para ocultarme. Ahora lo que importa es que esa criatura no vaya a padecer.

Salí del susto para con mi señora madre; ¡pero cómo me quedaría de sentimiento por la ingratitud de Pablo! Ésta es mi historia, comadre, y ahora usted me dirá si ha sido por boba o por mal inclinada que yo estoy pasando trabajos, sin poder ir a trabajar, y sujeta a cuidar una roza de maíz porque es lo único que puedo hacer, y sin tener con que ponerme una camisa, y gracias a los socorros que usted me ha dado desde que me sacó de pila a mi negrito, que así Dios se lo ha de pagar de gloria.

-Comadre, dijo Manuela, es muy difícil que se escape una muchacha de catorce años de las asechanzas de los amos, y de los peones, y de los mayordomos en un trapiche en donde no se tiene consideración ninguna con la gente, al mismo tiempo que las crías de animales se cuidan para mejorarlas. ¡Pobres muchachas! ¡Se las echan a la peonada sin miramiento de salud, de religión, de conveniencia de ninguna clase; y todo por hacerse ricos los amos! Ellos ¿qué tienen conque se corrompan sus arrendatarias, como la molienda les rinda una totuma más de miel? ¡Pobres arrendatarias, que tienen que sufrir el peso de la esclavitud hasta en el honor de sus hijas! ¡Pobre de mi comadre, tan linda, tan   —229→   vergonzosa, tan formal como, era antes de ir al trapiche!

-¡Dios les ayude a los ricos, comadre, que no reparan en adelantar sus pesetas aunque sea con la deshonra y la desdicha, de nosotras las pobres! Yo me hubiera matado si no tuviera algunos temores por la otra vida, porque le aseguro que hay días que no puedo aguantar.

-Y habría hecho mal mi comadre, porque Dios es el único que manda en nuestra vida. ¿No ha visto que un perrito recién nacido, si se bota a un pozo de agua, sale nadando hasta la orilla?

-¡Pero también he visto que un alacrán se mata cuando lo rodean con candela!

-Pero es el único animal que se mata, y la alacrana es tan buena madre que se deja comer de sus hijos. Nada, comadre, dice el dicho: viva la gallina y viva con su pepita. Tengamos paciencia y valor, que puede ser que la desgracia se canse de perseguirnos, y si no, allá en la otra vida tendremos descanso.

Eran más de las cuatro, y los animales comenzaban a arrimar a la roza, por lo cual se subió Pía a la garita bien provista de piedras, y la comadre subió detrás. Pronto ocurrieron las catarnicas, que son las que primero revolotean; en seguida llegaron los pericos, y las guacamayas, pero la invicta Pía repartía sus gritos y sus pedradas con el celo de un general inteligente que sostiene una ciudad asaltada por infinitos agresores. Cerca de anochecer se bajaron las dos defensoras, y Pía convidó a su comadre a visitar unas jaulas a media cuadra de distancia de la roza.

El sitio estaba limpio por debajo y por encima cubierto enteramente con las anchas ramazones de los nogales y botundos más estupendos, cuyos troncos centenarios medían por el pie seis varas de circunferencia, por lo menos. La vista del recinto era pavorosa   —230→   en aquellas horas del crepúsculo, por la obscuridad natural del bosque, y Manuela se quedó recostada contra un nogal, oprimida de pena. Cualquier pagano la hubiera tenido por la diosa de la montaña, y ella no habría variado de situación por muchos instantes, si no hubiera sido sorprendida por los aleteos de un paujil que Pía sacaba de una de las trampas de jaula, y por los gritos de alegría de la astuta cazadora. Manuela se retiró con suma dificultad de aquellos lugares que estaban en armonía con el estado de su alma.

Al pasar por la garita le dio Pía el paujil, para llevar ella su hijito que se había quedado dormido en la cuna. Al volver a la choza, se quedó muy admirada Manuela de no encontrar ninguna noticia de la parroquia.




ArribaAbajoCapítulo XVII

Cambio de ministerio


Según lo pactado en el congreso de los magnates, hizo venir don Eloy a su arrendatario José Cifuentes, y le dijo:

-Te mandé llamar con el objeto de que me digas qué motivo has tenido para encausar a don Blas, un hombre tan bueno con sus arrendatarios y tan caballero por todos estilos.

-Yo ninguno, mi amo.

-¿Y la causa que le seguiste, probando con siete testigos que ha robado, que ha maltratado a la familia de Pedro Pablo y que ha cometido otros crímenes espantosos?

-Yo no, mi amo.

  —231→  

-¿No?, pues si no me dices todo lo que ha habido te echo de la estancia.

-¿Y mis maticas?

-Te las llevas, porque esas son tuyas; yo lo que exigiré será la tierra, que es mía.

-¡Pero, mi amo!...

-No hay pero que valga, tu entraste en la estancia sin condiciones y sales sin condiciones, y ha de ser dentro de tres días.

-Pues le diré todo lo que hay para que sumercé no tenga irroña conmigo. Sumercé sabe que a mí me hicieron juez de primera vara contra todo mi gusto, y que no me han admitido mi renuncio, aunque más he bregado. Sumercé sabe que ñor don Tadeo es el que dirige todas esas cosas, y él ha sido el que me ha metido en esos enredos, y todo se ha hecho a escondidas y engañando a los testigos. Pero no me echa sumercé de la estancita, ¿no es así, mi amo?

-Si haces lo que yo te mande.

-Yo soy la carne y sumercé el cuchillo, y sumercé puede cortar como mejor le parezca.

-Mira ¿no te ha vuelto a doler la pierna?

-Muchísimo, mi amo, y cuando cojo el hacha o el azadón es peor.

-Pues vas y te enfermas por el espacio de dos meses, el términos que no puedas ir a la parroquia.

-Sí, mi amo.

-Pero antes de eso, vas al juzgado y me traes la causa de Manuela y la de don Blas, que las necesito con urgencia, y a mi vista las echas a la hornilla envueltas en bagazo; con mucho sigilo, que nadie te vea, porque te pueden echar a presidio.

-Sí, mi amo.

-Y en lo sucesivo, cuenta con los tratos y contratos con don Tadeo.

  —232→  

-Sí, mi amo; por lo que es eso, no tenga sumercé novedad ninguna.

En virtud de este tratado secreto, ratificado en la hacienda del Purgatorio, se apareció en el despacho de los jueces el señor juez 1º suplente, Alejo Sáiz, el cual nombró por su director a don Demóstenes.

En el acto introdujo don Alejo una acusación contra don Tadeo por delitos de estafa y hurto de un caballo.

El señor juez 2º procedió a tomar las declaraciones, y habiendo resultado contestes los testigos que probaban los hechos, decretó la prisión y pidió auxilio al alcalde principal, que lo era el señor Gregorio Alguacil, para aprehender al acusado; pero éste tuvo la astucia de eludir y evitar la orden, hasta que el juez hubo de nombrar tres individuos los cuales, aunque eran manuelistas, se excusaron porque nadie quería ponerse en pugna con don Tadeo: tal era el terror que había logrado inspirar en los espíritus de los ciudadanos. Visto esto, resolvieron don Lucinio y don Demóstenes, ir ellos mismos, auxiliados por Fitatá, a aprehender al acusado.

Éste había salido con una escopeta al hombro y había tomado el camino de la montaña en calidad de cazador, seguido de Papel y Tintero. Sabiéndolo los comisionados se fueron en pos de él y lo alcanzaron a media milla, y conociendo él que lo seguían, se dejó deslizar en una pendiente, por entre un matorral; pero sus aprehensores se metieron tan inmediatamente después de él, que don Lucinio vino a quedar materialmente encima, y por pronta maniobra le echó mano al cuchillo que llevaba en la cintura, y a la escopeta. Iba a escapar don Tadeo cuando cayó rodando José y lo cogió de los brazos; así lo mantenía a pesar de un mordisco que le dio Tintero; en seguida llegó don Demóstenes y, aunque se resistía con vigor el prisionero, fue atado de los lagartos   —233→   con un rejo de enlazar, y conducido por el camino público.

Siempre es triste la vista de un preso, aun cuando sea el mayor delincuente, y cuando se ve con grillos o ligaduras al que acaba de mandar un pueblo, o la república entera, es menester tener entrañas de tigre para no condolerse. Iba por el camino el esposo de una de las Paeces, y al ver a don Tadeo sin sombrero y sin una alpargata, desgarrada toda la ropa, y atadas las manos con un rejo, se llenó de pena y espanto, a pesar de haber sido víctima de sus persecuciones, lo mismo que su mujer, la cual pasó agachada por un lado del camino, sin pronunciar ni una sola palabra. No obstante el odio que había infundido el supremo gamonal con sus persecuciones, no faltaron rasgos de humanidad y moderación en el partido manuelista. Los manuelistas simpatizaban con los hacendados que eran de ideas caballerosas y nobles, con don Demóstenes, que era humanitario por índole y por escuela, y con el cura, que no les predicaba otras máximas que las del Evangelio. Era muy desigual, sin embargo, la partida, porque imbuídos los tadeístas en las opiniones de su partido, de odio a los de botas, esto es, a los más ilustrados; de un menosprecio profundo por el señor cura y sus máximas, y dispuestos a adoptar cualesquiera medios para sus fines, eran mucho más violentos y mucho más vengativos con sus enemigos. Así es que para la Víbora y Juan Acero no había parejas en todo el partido manuelista, y para don Cosme y don Blas no había en humanidad y civilización. De manera que los manuelistas con su moderación siempre tenían encima a los tadeístas. Doña Patrocinio se escondió y cerró su puerta luego que en la parroquia se supo que traían preso a don Tadeo.

La señora Sinforiana estaba en la puerta de su casa, y cuando venía el prisionero a unos treinta pasos   —234→   distancia fue tanto lo que se penetró de rabia, por aquel espectáculo que no pudo contener su genio, naturalmente audaz y dominante.

-¡Qué hazaña, exclamó a grito entero, traer entre cuatro sayones a un hombre solo y amarrado como un carnero! ¡Cobardes, tiranos, infames! ¡dejarían de ser enemigos de la libertad, si tal cosa no hicieran! ¡Y mire quién! Don Demóstenes, que no habla más que de la libertad, y de la igualdad, de la humanidad. ¡Bonita libertad, llevar a ese pobre amarrado como un cordero! Y ¡todo por defender a la presumida de Manuela! ¡Y ese bausán de don Lucinio, que le parecerá que don Tadeo es arrendatario del Retiro! ¡Será porque no les diré mis amos y sus mercedes a los señores de botas! Pero no le hace, que no dilata una revolución en que todos los ricos y los beatos vengan a quedar por debajo. Que aprieten, que si la tortilla se vuelve, no les ha de que dar ni una mula, ni una paila en los trapiches. Pobre de don Tadeo, que por amigo de defender los derechos, del pueblo es que lo aborrecen los conservadores; pero no saben ellos lo que les viene encima. ¡Pícaros!, lo llevan corno a un salteador, porque les hace algún contrapeso para que no chupen la sangre a los pobres. ¡Y miren quién es el acusador! Ese camandulero mojigato de don Alejo; pero yo le preguntaré un día cuando caiga por debajo con todas sus reliquias y todos sus santos, que con una cadena al pescuezo lo he de ver. Luego, ¿qué piensan los monopolistas, que toda la vida han de ser dueños de las tierras? ¿Y que toda la vida han de ser ricos? ¿Y que toda vida les han de servir de esclavos los arrendatarios? ¡Un cuerno! ¡que pasen unos días, y veremos si la riqueza no se les vuelve jabón en las manos! Bueno, que persigan a los hombres de bien, a los defensores del pueblo, que el mundo da muchas vueltas. ¡Pícaros! ¡desalmados! ¡infames! ¡tiranos!

  —235→  

El preso había llegado al cabildo, y la madre de Cecilia, no cesaba de declamar contra los perseguidores de don Tadeo. Lo pusieron en la cárcel, echaron el cerrojo a la puerta y procedieron a aprehender a Juan Acero, que estaba metido en una cocina y que fue sorprendido de modo que no pudo hacer uso de su terrible garrote de guayacán. Juan Acero había sido avisado cien ocasiones de crímenes horrendos durante la dirección de don Tadeo, pero él, lo mismo que don Matías, se escapaba con la protección de don Pascual y de don Tadeo y de los jueces superiores. Era tan visible la protección dispensada a los criminales en aquella época, que don Blas y los otros hacendados de la parroquia se hallaban temerosos de un cataclismo social, y no sabían a qué poder atribuir el sistema de inmunidad que veían plantearse a paciencia de los altos magistrados.

Se recomendó de la custodia de la cárcel a un comisionado, con diez y seis hombres que mandaron los hacendados, y se tomaron las providencias para remitir al reo a la cabecera del cantón.

Don Demóstenes se retiró de la barahúnda de los negocios públicos a su hamaca, y meciéndose meditaba en la política de la parroquia, y en la esencia de los procedimientos civiles. Estaba triste a pesar de su triunfo. La voz y la presencia de Manuela hacía una notable falta en toda la casa. A don Demóstenes no le gustaba la comida ni el servicio de la mesa cuando Ascensión o Pachita manejaban los asuntos de la casa. Y por otra parte, le hacían falta las chanzas de su casera, los debates con ella, y hasta las derrotas que le solía dar con la dulzura más encantadora en todas sus palabras, en sus chanzas y sus argumentos. Sin Manuela la casa era una penitenciaría para el bogotano, porque estaba a su bello trato, y desde que se ausentó, las gallinas, las cabras y los marranos le parecían más   —236→   hostiles, y la marrana grande a pesar de estar sujeta a la horqueta de la ley, ahora se tomaba, más libertades; abreviando su camino por la mitad de la sala, sin atender a los daños que causaba, con los palos y las pezuñas; y esto lo atribuía don Demóstenes a la falta de los cuidados de Manuela que, efectivamente, tenía grandes consideraciones por su huésped. Lo que a éste le tenía más triste, era el considerar el extremo a que había llegado por su participación en los asuntos de la parroquia, y la revolución completa de sus ideas. Ya se había exhibido conduciendo a un hombre amarrado, había dado providencias para asegurar sus prisiones y se hallaba en absoluta contradicción con sus principios radicales.

¿Pero qué iba a hacer don Demóstenes? Los tigres no se amansan con grano como las palomas. Para establecer el imperio de la moral, de la ley y de la constitución, era menester usar de las medidas fuertes y hasta de la astucia. La dominación de don Tadeo estaba como infiltrada en todas las clases, todas las personas y todos los intereses. La sanción moral era lo que se llama pañitos calientes para la enfermedad social de que adolecía la parroquia. La autoridad, y la autoridad fuerte, era el remedio. Un corazón magnánimo es compasivo aun con las personas que le hacen mal, y no quisiera ver afligido ni aun al enemigo de su bienestar. Ya eran admisibles para don Demóstenes las leyes fuertes contra los hombres parecidos a don Tadeo.

El cura llegó a visitar a su amigo, lo halló con la cara cubierta entre la hamaca, y lo llamó.

-Señor don Demóstenes, ¿duerme usted?

-No, señor cura. Siéntese usted. Me alegro de que usted haya venido; porque estoy acongojado, y la conversación de usted me distrae. ¿No ve usted que cosas? ¡Yo prendiendo criminales y siguiendo causas!

-¿Y qué remedio? Las leyes deben prevenir los delitos,   —237→   la sociedad debe educar, debe moralizar; pero cuando no lo ha hecho, y cuando los malvados amenazan la propiedad, la vida, la quietud de la gente pacífica, no queda otro recurso. O hay que favorecer a los perversos; con la indiferencia; o hay que favorecer a los inocentes con los auxilios de la fuerza pública.

-¡Pero la fuerza, señor cura!

-Sí señor, cuando ya no queda otro arbitrio. El corazón del hombre no es inclinado siempre al bien. Desde Caín y Abel hasta nuestros tiempos el crimen y la indolencia han imperado sobre nuestra raza, y yo no creo que el descubrimiento del socialismo sea capaz de modificar o de cambiar la naturaleza del corazón humano, más bien que las doctrinas del Evangelio. Al hombre, lo debe considerar la ley tal como él es, y no como debiera ser. La represión de los malos es la única garantía que tienen los hombres débiles, modestos y virtuosos; de manera que las trabas que la autoridad les imponga a los perversos, no serán otra cosa que la libertad para los buenos. Al cooperar a la prisión de don Tadeo no ha hecho usted otra cosa que trabajar por la libertad de Manuela, de don Blas, de Dámaso y de una multitud de ciudadanos pacíficos, que merecen existir con seguridad; y no le pesen a usted los pasos que está dando en apoyo de las autoridades; porque ésta es la misma obra de la libertad genuina que usted adora de corazón.

-Yo creía cándidamente que todas esas leyes que se dan en el congreso y todos esos bellísimos artículos de la constitución eran la norma de las parroquias, y que los cabildos eran los guardianes de las instituciones; pero estoy viendo que suceden cosas muy diversas de lo que se han propuesto los legisladores; por lo menos, en donde halla un don Tadeo.

-Es triste, señor, la suerte de esta pobre parroquia pero yo tengo esperanzas de que se mejore.

  —238→  

-¿Y con usted no han tocado estas calamidades?

-No, señor, afortunadamente.

-Al buen comportamiento de usted se debe. Pero todo esto va a terminar. La sumaria de Tadeo está muy bien seguida, y el crimen perfectamente demostrado. Tadeo irá por ocho años a presidio, y mientras tanto la parroquia gozará de libertad.

-Dios lo quiera, don Demóstenes, y usted será nuestro libertador.

Dicho esto, se despidió el cura y se volvió a su casa.

Estaba sepultada la parroquia en el más profundo silencio. Ñor Francisco Novoa dormía con el sueño del artesano que ha trabajado todo el día. Un golpe a la puerta le vino a despertar, y levantándose con prontitud salió a informarse de la causa. Era don Matías Urquijo el que había tocado, y después que ambos se saludaron, este le dijo al señor Novoa:

-Yo sé muy bien que usted ha tomado el fusil para defender los derechos del pueblo y las ideas de progreso y que es un patriota muy valiente y muy decidido.

-¡Mil gracias!, dijo don Francisco, con una venia expresiva.

-Sé que usted reconoce en don Tadeo al defensor más acérrimo de los derechos del pueblo.

-Así es, contestó don Francisco.

-¡Pues bien! Sabrá usted que mañana se lo llevan a la cárcel de la cabecera del cantón, bien amarrado, por la acusación que le ha hecho don Demóstenes.

-Eso dicen.

-Hemos pensado unos cuantos en hacer una revolución.

-¿Revolución?

-O asonada, o motín, o lo que usted quiera, para sacarlo de la cárcel y restablecerlo en su destino de director de los jueces.

-¿Y lo han pensado bien?

  —239→  

-Sí, señor; y queremos que usted, saque su puñal y su carabina, porque usted es sostenido y valiente, y que nos acompañe en la jornada.

-Mil gracias por el favor que usted me hace.

-Y vámonos pronto, porque hay que tomar varias medidas.

-Pues yo le agradezco a usted el convite, dijo el ciudadano Francisco; pero le hablo a usted con toda franqueza, yo no entro en revoluciones de ninguna clase.

-¿Ni aun para salvar al defensor de los derechos del pueblo? ¿Al virtuoso don Tadeo?

-Ni aun para eso; le hablo a usted con toda verdad.

-¿No entró usted en la revolución de Melo por librar al ejército y al general Obando de la tiranía de los gólgotas?

-Es verdad.

-¿Y por qué no entra usted en ésta de ahora?

-Porque no tengo disposición ni estoy convencido de su justicia.

-¿Más? ¿Echar abajo la tiranía de las botas, la tiranía de los hacendados que oprimen al pueblo con su influjo y con su plata, no es la cosa más justa? ¿Y no es justo libertar a don Tadeo de la prisión? ¿A ese hombre tan decidido por los buenos principios?

-¿Y por qué no han de desempeñarlos hacendados los destinos públicos? ¿No son más aparentes que los pobres arrendatarios? ¿Y por qué se ha de arrancar por la fuerza a don Tadeo del poder de la autoridad? Defendámosle por los trámites legales, auxiliémosle con lo que podamos en su prisión, y no vayan a cometer una calaverada que nos puede costar muy caro. ¿Qué será de la administración de justicia si para cada preso ha de haber una asonada?

-¿Lo mismo decía usted de la revolución del año de 54?

  —240→  

-Eso era muy diferente. Era para echar abajo un gobierno entero, que dimanaba de dos partidos opuestos, los conservadores, aferrados a las ideas coloniales y los gólgotas luchando por establecer las teorías más impracticables, y reemplazarlo con un gobierno que observase el justo medio. Yo no me avergüenzo de haber sido melista. El asesinato y el destierro no se conocieron durante nuestra revolución, y si llegamos a expropiar, fue lo necesario para sostener el ejército. La revolución de abril estaba apoyada por el ejército y por los liberales de Cartagena, Cundinamarca y el Cauca, y si la tercera parte de los liberales no se hubieran agregado a los conservadores, nosotros hubiéramos triunfado. Pero, ¿qué quiere usted?, los mismos que nos enseñaban en la sociedad democrática a que ni la propiedad ni la autoridad deben ser respetadas, fueron los primeros que se armaron para tomarnos cuenta de la sublevación contra el gobierno y de la expropiación, exagerando los hechos. Yo fui conducido al presidio de Panamá, y no sentía a cada barrazo que daba sino la parte que los mismos tribunos de las democráticas tuvieron en mi condenación. Hoy estoy resuelto a no entrar en revolución ninguna. No quiero servir de escalera.

-¿No sabe usted que en Bogotá está al estallar la misma revolución del 17 de abril?

-Lo sé muy bien, y lo sabe todo el mundo; pero yo no ayudaré en esta ocasión, esté usted seguro.

-¿Conque no se anima usted? ¿No quiere usted que lo hagamos colector de las rentas parroquiales o presidente del cabildo, que es tanto como ser presidente de una república chiquita, porque el cabildo es la legislatura de la parroquia?

-No, don Matías. Yo no quiero ser instrumento de don Tadeo para hacer lo que me mande, o lo que les mande a los peones que componen el cabildo.

  —241→  

-¿Es enemigo usted de un hombre tan bueno como don Tadeo?

-Por el contrario, éramos en muy buena armonía.

-¿Que es lo que hay, pues, en esto?

-Lo que hay es que yo soy un hombre independiente, porque vivo de mi yunque y mis tenazas, y no tengo para que someterme ni a los gamonales ni a los dueños de tierras.

-¡Pero los principios, don Francisco! ¿No es usted un liberal de principios?

-Yo puedo ser liberal sin ser revolucionario de aldea.

-Muy bien, don Francisco. Comprendo que usted es manuelista, contrario al partido de los tadeístas. En lo que hice mal fue en venir a revelar a usted un secreto, con el cual puede usted perjudicarme.

-No tenga usted cuidado. Yo soy neutral en las cuestiones de los manuelistas y los tadeístas. Soy liberal, pero no soy de los tiranos liberales que encabeza don Tadeo Forero, invocando los derechos del pueblo. No, señor, yo no me meto en nada; don Matías, esté usted seguro.

-¿Me da usted su palabra de honor de que esto que le he venido a proponer no lo sabrá ninguno?

-Por supuesto, don Matías.

-Pues, adiós, don Pacho, dispense las molestias.

El silencio continuaba en toda la parroquia, y don Matías se dirigió a la casa de Sinforiana, en donde estaban otros compañeros suyos. Se esperaba que llegasen varios comprometidos, pero aguardaron en vano, pues a ninguno se lo vio la cara. El oficial de la guardia de la cárcel vino disfrazado a conversar con don Matías, del lado de afuera de la casa. Se revisaban las armas y se repetían las órdenes. Nadie dormía en la casa de la señora Sinforiana.

A las tres y media dividió su gente don Matías en   —242→   número de diez hombres armados de palos y machetes, y la encaminó por dos calles diferentes para que se cebasen sobre la guardia a la voz de ¡viva la libertad! ¡viva don Tadeo!

La guardia constaba de diez y seis hombres, de los cuales se rindieron cuatro, y los demás salieron corriendo. Al comandante lo amarraron, y procedieron los conspiradores a descerrajar la puerta. A don Tadeo lo sacaron en brazos y Juan Acero se escapó corriendo; pero los presos de menor cuantía no quisieron salir. Los vivas se aumentaron, los vencedores recorrían los puntos principales de la parroquia poniendo centinelas y excitando al pueblo para que secundase el movimiento; pero no hubo sino dos que se les agregaron. Rodearon la casa de doña Patrocinio para prender a don Demóstenes, con el designio de sacarlo ignominiosamente de la parroquia, montado en el burro carguero de doña Patrocinio, a cuyo efecto lo tenían ya listo con un apero de cargar leña.

Don Demóstenes intentó juntar gente para sostener a las autoridades, se asomó por algunas boca-calles y llamó a algunos de los vecinos; pero nadie lo quiso seguir; y viéndose solo, y comprendiendo el riesgo que corría, se fue extraviando calles a la casa del cura.

Viendo los revolucionarios que habían errado el golpe, se contentaron con expropiarle a don Demóstenes algunos libros, Y a doña Patrocinio todo el aguardiente que tenía; registraron algunas casas, amarraron al sacristán por ser manuelista, y estropearon a varios por el mismo motivo. El alcalde era uno de los revolucionarios; a esas horas mandó iluminar la parroquia, y en seguida se dirigió al cabildo y descerrajó la caja del archivo de los jueces para sacar los papeles que tuvieran relación con la causa de don Tadeo y del famoso Juan Acero. El triunfo era celebrado con algazara y con muestras de sumo placer, y   —243→   los tadeístas gritaban: ¡Viva don Tadeo! ¡Viva la libertad! ¡Vivan los defensores del pueblo! ¡Mueran los gólgotas! ¡Muera la gente de botas! ¡Muera el cachaco Demóstenes! ¡Mueran los tiranos de las haciendas!

Al amanecer, supo don Matías que se acercaba don Cosme con gente de las haciendas; y viéndose él sin la suficiente para resistir, se retiró y disolvió sus compañeros. Don Tadeo y Juan Acero tomaron las de Villadiego, y la parroquia se quedó tranquila.

Don Demóstenes paseó todo el lugar con don Pacho Novoa y algunos otros; su admiración fue subiendo de punto al ver la facilidad con que don Matías había hecho la revolución, por la traición del encargado de la guardia y por la indiferencia de los manuelistas, que no habían querido ayudarle a sostener la constitución y las leyes. Se admiraba de ver que diez hombres pudieran volcar todo el organismo político de la parroquia.

A las seis llegaron don Blas y don Lucinio, que habían sabido la noticia por un posta de doña Patrocinio, y averiguaron el hecho judicialmente con la presencia del juez 2º. A esa hora pusieron requisitorias para Ambalema, Guaduas y Bogotá, elevaron la queja a las autoridades superiores y al juez del circuito, y aprehendieron a dos tadeístas cómplices en la revolución de don Matías. Pronto se restableció el orden y el gobierno de la parroquia siguió como estaba el día anterior.

Era una cosa digna de notarse que después de encausado don Tadeo, y después de tenerse probabilidades de su ruina completa por las circunstancias de su fuga, la población permanecía quieta y temerosa, y se le guardaban respetos a la persona del enemigo más declarado de la tranquilidad pública. Tal es el prestigio de los tiranos, que aturden la de sus   —244→   víctimas con la astucia, el engaño y el terror, como los gatos a las avecitas que persiguen y como el boa a los cuadrúpedos que se ponen a su alcance. Las gentes no aparecían en las calles por no comprometerse con el nuevo gobierno, aunque todos estaban persuadidos de la ventaja de ser gobernados por el partido de los hacendados, hombres muy conocidos por su ilustración y su probidad. El corredor del Cabildo era la única parte en que se veía un grupo de parroquianos, compuesto de la señora Patrocinio, Paula, el sacristán, un sordomudo y tres muchachos curiosos.




ArribaAbajoCapítulo XVIII

La fuga


Manuela estaba asilada bajo la bandera de ñor Dimas, como presidentes y magistrados de la Nueva Granada que se han asilado bajo las banderas de los ministros residentes en Bogotá, durante los cuarenta y seis años de nuestra independencia; pero las seguridades que presentaba la estancia del Botundo eran mucho más efectivas, consistiendo en la garantía de los bosques interminables de la cordillera. No obstante, la víctima de la parroquia sufría pesares inmensos por su familia, por su libertad y por su amante, al cual creía culpable de una traición infame. No había podido dormir, y un canto fúnebre en que parecía articularse ji, je, jo, ju, le tenía despedazado el corazón. Esta música es producida en las noches de luna por un cuadrúpedo blanco de la figura de un perro, tan lento y desgraciado en sus movimientos, cuanto lastimosos son sus gritos, y se llama el perico-ligero. No hay hombre   —245→   tan insensible que no haya suspirado si ha oído en alguna posada de la montaña la sinfonía de estos animales, que con razón se quejan de la naturaleza, que les concedió cuatro pies negándoles la preciosa facultad de caminar.

La asilada del Botundo oyó cierto rumor en las talanqueras de la puerta del camino, y temiendo que la viese alguna persona sospechosa, se pasó de su cama al grupo de las matas de café, y se quedó en acecho. Pronto llegó un hombre a la mitad del patio y llamó a la fugitiva, diciéndole con voz cautelosa:

-¡Manuela, Manuela!

Manuela se quedó callada, la voz siguió llamando, y como el que la profería hubiese visto moverse las matas de café, dirigiéndose a ellas repitió las mismas palabras.

-¡Manuela, Manuela! Soy Dámaso. ¿No me conoce?

-Pero yo no soy Cecilia, contestó Manuela desde las matas.

Dámaso se acercó más al lugar de donde salió la voz, y saludó cariñosamente a su futura; pero ésta no le quiso responder.

-Manuela, ¿por qué no me responde?, ¿por qué me viene hablando ahora de Cecilia?, le decía con ternura.

-Eso usted sabrá, dijo Manuela; y se agachó con intención de no volver a responder, seguramente.

Dámaso se sentó junto a instarle que respondiese; pero ella se había hecho piedra, y hasta después de algunos minutos dio muestras de quererse entender con él, derramando un raudal de lágrimas que no pudo contener.

-Contésteme, Manuela, le decía Dámaso. ¿Qué novedad hay para que usted me hable de Cecilia?

-Que a ella es a la que usted quiere.

-No sé por qué lo diga usted.

  —246→  

-Por lo que les oí conversar en la chapa del monte de los cucharos, cuando yo subía vestida de hombre.

-¿Vestida de hombre?, preguntó Dámaso con viveza.

-Sí, y por eso no me conoció usted cuando Cecilia le dijo que no lo había olvidado.

-Eso puede suceder, y puede suceder que me quiera; ¿pero si no la quiero a ella?... ¿Me oyó usted decir que yo la quisiera?

-No; ¿pero a qué fin esa cita?

-Venía yo para la montaña y me salió al encuentro para decirme que ya sabía don Tadeo que yo estaba en la parroquia, y que me tenían espías para cogerme. Me conoció en la tos, porque yo estaba disfrazado.

-Y todo ese cuidado ¿qué significa? ¿no es verdad que hubo un tiempo en que usted se quería casar con Cecilia, y que usted se apartó de la casa porque la Víbora lo amenazó con echarlo de recluta si le pisaba sus puertas?, Cecilia le hace caso al gamonal por el interés de la ropa, pero lo que yo echo de ver es que el primer amor de usted y de Cecilia está permanente. ¡No lo creyera yo de usted!

-Pero usted ¿me ha oído alguna palabra sospechosa?

-Yo no oí todo lo que conversaron; únicamente le oí decir a Cecilia que le avisaría.

-Sí, señora, que me avisaría lo que ella supiese que se tramaba contra usted y contra mí; y me ofreció que haría todo lo que estuviera de su parte para contrariar las medidas de don Tadeo.

-¿Cecilia? ¿contrariar las medidas de su protector? ¡Vaya, que usted me cree enteramente necia!

-Tan cierto es eso, que me ha sacado de la cárcel.

-¿Cuándo, Dámaso? Luego ¿usted ha estado en la cárcel?

  —247→  

-A poco de haberme separado me cogieron los policías por sorpresa y me aseguraron en el palo; pero Cecilia rompió las paredes y alzó la viga del cepo para libertarme con riesgo de su vida.

-¿Cómo no?; ¡queriéndolo tanto como lo quiere!

-¿Pero usted no le agradece un servicio tan importante? ¿No estaría usted casi muerta de pena al verse huyendo, y saber que yo estaba preso?

-Siento mucho que lo hubieran aprehendido pero en el hecho de haberlo libertado Cecilia hay una cosa que yo no sé como entender. ¿Cuando se arriesgaba por libertarle a usted no pensaba en el amor de usted?... ¿Y pensando en este amor no pensaba algo contra mí?

-Manuela, esos escrúpulos no son para estos tiempos de persecuciones y de trabajos. Es menester pensar en nuestra seguridad primero que todo. Recibamos de Cecilia, o de cualquiera que nos haya de favorecer, la salvación de nuestras personas, y no correspondamos con una mala partida. Por último le digo, y le juro, y le protesto, que yo no le tengo amor a Cecilia. ¿Para qué se molesta usted con temores que no tienen fundamento alguno? Yo sí tengo motivo, para reconvenirla a usted por lo que se dice de usted y del indio José Fitatá.

-¿Qué es lo que se dice, pues?

-Que consta de cinco declaraciones que ha habido motivos para sospechar por lo menos.

-¿No sabe usted que don Tadeo tiene testigos que juran todo lo que les manda? ¿No sabe usted lo que es un gamonal cuando no puede lograr alguno de sus intentos?

-Por eso, y por todo, yo he venido a libertarla, para que usted no tenga que esconderse, ni que temer persecución de ninguna clase.

-¿De qué manera?

  —248→  

-Llevándomela de esta tierra de opresión y de tiranía.

-¿Adónde, Dámaso de mi vida?

-A Ambalema.

-¿A Ambalema, a morir de esa fiebre de que han muerto tantas personas de Bogotá y de la sabana? ¿Y dejar a mi madre, la familia, amigos y parientes?

-Iremos a un caney muy distante de Ambalema, donde tengo un tabacal; la separación de la familia no será sino por corto tiempo. Ahora, por lo que es amigos y parientes, allá no nos faltarán, porque tendremos plata. Aquí en la puerta tengo amarrada una mula muy buena para su viaje.

-¡Pero irnos juntos y solteros! ¿Qué dirán misia Clotilde y misia Juanita? ¿Qué dirá el señor cura, que es tan bueno y que nos aconseja que no demos escándalos? ¿Que dirá toda la gente?

-Volveremos casados dentro de dos meses, y entonces ya no tendrán que decir.

-¡No, Dámaso! Yo no le sigo a usted a esos lares.

-¡Pues, si usted no me quiere!...

-¿Más?

-Pues obras son amores, y no buenas razones.

Manuela se quedó callada; tenía el codo apoyado en un tronco y la cara sostenida con su preciosa mano por encima de las cejas. Un rayo de la luna que penetraba por entre la copa de uno de los árboles más grandes le bañaba de soslayo la mano y parte de la cara, y a su luz se veían algunas que descendían rodando desde sus largas pestañas, como las gotas de rocío que caen de las flores. Dámaso la miraba embelesado, sin atreverse a interrumpir ni su llanto ni su silencio, porque el verdadero amor es respetuoso.

De repente se levantó Manuela, y sin hablar palabra comenzó a entrar y salir, y a doblar piezas de ropa, y formar líos; y cuando estaba envolviendo el junco   —249→   donde había dormido para arrimarlo al único tabique que tenía, su dormitorio, asomó Pía y le preguntó:

-¿Qué novedad hay, comadre?

-Que me voy para Ambalema.

-¿Por qué se va usted?

-Porque Dámaso me lo exige. El amor, comadre...

-De veras, comadre, que por el amor hacernos cosas en que no reparamos. Yo le había ofrecido que aquí no la encontraría nadie, que si era menester la pondría más adentro de la montaña, y todavía le ofrezco lo mismo.

-¡Muchas gracias, comadrita de mi alma; pero ya estoy resuelta! ¡Adiós! Saludes a ñuá Melchora, a taita Dimas y a los muchachos cuando vengan. A Pachita y a mi mamá, que me fui... pero no les diga nada, ni tampoco a don Demóstenes; que no sepa ninguno la suerte que voy a correr.

-¡Ah primor!, dijo Pía, ¡tener que separarnos, quién sabe hasta cuándo!

-Encomiéndeme a Dios, comadre Pía, dijo Manuela, y se fue acercando al lugar donde estaba la mula.

Pía lo regaló una botella de aguardiente para que la echase en el cojinete, y después de un estrecho abrazo, montó Manuela en la silla de Dámaso, con los estribos largos y las enaguas convertidas en calzones; llevando puesta una ruana pequeña de algodón y el sombrero de los días de fiesta.

Se quedó parada en la puerta la estanciera del Botundo, oyendo los gemidos de la comadre, hasta que la perdió de vista, y después de correr las talanqueras, tan despacio como lo la maquinaria de tales puertas, construidas de palos enredados con mancas de bejuco, se retiró a su cama a contentar a niño, que se había quedado llorando.

La fuga estaba emprendida y ya no quedaba otro   —250→   recurso que caminar antes de que amaneciese y los terroristas les echasen mano. En la casa de Juan Bautista se sentía ruido por haber en ella un enfermo, pero esta casa no era hostil para los manuelistas; al pasar por frente a otras casas, que si eran sospechosas, tomaron la precaución los proscriptos de andar muy callados y llevar la mula suelta sin jinete. Al asomar a un cerrito vieron el sitio de la parroquia, en donde se hacían notables las casas por el blanquimento de algunas paredes y por los techos de palmicha. Manuela dirigió un triste adiós a la patria, es decir, a la familia, a los lugares predilectos de la infancia y la juventud, y a los sepulcros de sus padres. Al hacerlo, notó que había luces en varias de las casas, sintió voces y algazara. Puso atención, sospechó que había un tumulto popular y dijo a su compañero:

-¿Cómo que hay revolución en la parroquia?

-¡No sé nada de lo que ha pasado en estos dos días, porque tuve que perder casi uno de camino por traer esa mula, y no hablé con nadie por no darme a conocer: pero no tengo temores! Sé que el partido de don Tadeo intenta echar abajo el gobierno del 4 de diciembre; ¿pero cuándo han de querer los pueblos entrar en una nueva revolución?

-Pero vea, Dámaso, dijo Manuela, sin dejar de caminar aprisa, cómo cambian las luces, y oiga latir los perros. ¿No conoce la voz ronca del perro de don Demóstenes?

-Será que se van algunos para Bogotá y han querido madrugar.

A este tiempo sonó tina voz que decía:

-¡Viva la libertad! ¡Viva don Tadeo Forero!

-¿No oye?, dijo Manuela.

-Algún baile que se acaba con borrachera.

-¡Mueran los conservadores y los oligarcas de las haciendas!

  —251→  

-¿Ve como es revolución? ¡ Madre mía y Señora! La misma voz lejana exclamó: ¡Mueran los gólgotas!

-¡Mueran!, respondieron unos cuantos.

-Aquello es contra don Demóstenes, no le quede duda, dijo Manuela a su compañero.

-¡Ande! ¡ande! que a nosotros nos importa alejarnos. Quién sabe que zambra habrán armado los tadeístas para salir de don Demóstenes; pero a su casa no se le atreven a entrar, porque les ha dicho que es cónsul de la extranjería. Píquele a la mula antes de que nos amanezca en el camino real, que es en donde nos pueden ver.

Ya dejaban la parroquia a un lado los viajeros, y al pasar la quebrada por el lado de abajo del charco del Guadual, por un paso ancho, pedregoso y todo cubierto por encima con palmas y guaduas, prorrumpió Manuela, sin poderse contener, en estas palabras:

-¡Adiós, charco del Guadual! ¡y quién sabe para cuántos años! ¡Adiós, lavadero mío! ¡Adiós, palmas y guaduas! ¡Adiós, recuerdos de todas mis amigas!... ¡Adiós!...

La palabra se extinguió en su garganta, se desmayó y hubiera caído de la mula, si Dámaso no la hubiera sostenido con tiempo. Éste se aturdió por unos instantes; pero conociendo el peligro de la más mínima detención, tomó el partido de saltar al anca de la mula, llevar su brazo izquierdo adelante, por debajo del brazo de la enferma para tomar la rienda, y sostenerla con el otro brazo contra su pecho; todo esto sin dejar de caminar un solo instante. Se acordó del aguardiente, sacó del cojinete la botella, y con el pañuelo de la misma Manuela le frotó las sienes, y así consiguió que se estremeciese y que pronunciase algunas palabras.

-¡Yo me muero, Dámaso de mi corazón!

  —252→  

-¿Qué siente, mi hija?, le contestó su amado compañero.

-Dolor en el corazón. Bájeme de a caballo, bájeme, porque ya no puedo más.

-No, mi querida, porque nos cogen. Andemos, que el mal le va pasando.

Los deseos de Dámaso se cumplieron. El aire puro de la mañana, las virtudes del licor espirituoso, la ausencia de los sitios amados, todo iba causando la reposición, y Manuela hablaba y respiraba con libertad. Hasta llegó a contestar en tono festivo a las palabras amorosas de su guía. A medida que se apartaban de la parroquia, la confianza se aumentaba y la venida del día no era una amenaza contra la seguridad personal, porque se andaba ligero, bajando por los callejones del bosque, muy oscurecidos en partes por las ramas y las barrandas de la orilla, sembrados de piedras redondas a cada paso; pero la mula que era fuerte, era tan inteligente como lo requería la situación.

La salida del sol fue anunciada por un concierto universal de todas las aves: toches, cardenales, guacharacas, papagayos y azulejos. Un nuevo día es, sobre todo en la tierra caliente, un espectáculo que hace comprender la omnipotencia infinita de Dios. Las flores que se presentan a la vista son muchas, y sus colores y figuras admirables: las orquídeas de distintos colores, las flores del batatillo blancas, amarillas y moradas, de las cuales la blanca no pasa de las nueve del día, y otras mil que la vista no alcanza a abarcar, forman sobre el fondo verde de las hojas labores tan primorosas que sólo el pincel de la naturaleza ha podido dibujarlas. A la luz soberana del astro del día, que se levantaba para recorrer la bóveda azul de los cielos, presenciaba Manuela todas estas bellezas y daba gracias a Dios por su existencia.

  —253→  

Los fugitivos se detuvieron a las nueve en una estancita oculta en el monte, para almorzar y dar descanso a la famosa mula, que también recibió su ración de pasto de guinea. Habían caminado cinco leguas y media, y ya los peligros eran casi ningunos.

A la noche pararon los viajeros en otra estancita, donde vendían aguardiente y tabacos. No había en esta posada sino tres mujeres y un sordomudo; todas las muestras eran de absoluta pobreza; pero la casa de paredes de palma era aseada, y las tres caseras se mostraron hospitalarias. Después de amarrada la mula y aprontadas algunas viandas por Manuela para el día siguiente, se terminó la velada, porque los viajeros estaban trasnochados y muy cansados de jornada tan violenta.

A media noche sonó el tropel de muchas bestias y la voz de algunos arrieros, que a Dámaso no le fueron desconocidos por ser agentes de don Matías. Hizo que las caseras, que se preparaban a vender el aguardiente, averiguasen de dónde venían los arrieros, qué objeto llevaban, y a qué parte se dirigían; él se salió por la contrapuerta de la casita y desde el barzal notó el número de diez mulas, y su calidad, que era de primer orden, por ser todas de silla. Manuela también conoció en el habla los arrieros, y por una ventanita, que más bien era un agujero, contó las mulas, y conoció una de un caqueceño que había posado en su casa de la parroquia, y que se la habían robado de los ejidos.

Después de que se fueron los arrieros, la joven Plácida, que fue la que se levantó a despachar, dijo a los prófugos:

-Uno de los arrieros me dijo que van para Antioquía a llevar mulas de un inglés, las cuales vienen de Sagamoso, que ellos son de Guaduas, que van ganando a cuatro reales por día, que van a pasar por el páramo   —254→   de Ruiz y que no caminan sino de noche, porque las mulas están muy gordas y se fatigan.

Muy fácil era comprender que aquélla era una partida de mulas que don Matías Urquijo, director de la sociedad baratera, mandaba a la provincia de Mariquita, por las circunstancias de la mula del caqueceño, por la farsa que el arriero había urdido, y por el reconocimiento de los agentes, los mismos que habían sido acusados dos ocasiones como empleados en este género de industria, pero que habían sido comprendidos en un indulto una ocasión, y otra rescatados por la generosidad de don Matías.

A las cinco se pusieron en camino los huéspedes, y Manuela encargó a las caseras que no dijesen a nadie que habían posado allí.

Por grados sentía Manuela el calor de la nueva tierra que iba recorriendo. Las arenas estaban retostadas por los ardores del sol, y las hojas de los árboles de chicalá, cumulá y otros de los países muy cálidos no se movían porque no corría la más pequeña brisa. Manuela le dijo a su compañero, a eso del mediodía, que deseaba descansar debajo de una ceiba muy hermosa; pero éste le manifestó que dentro de un cuarto de hora llegarían a un sitio más apropiado para el efecto.

Llegaron por fin al lugar apetecido, que era un bosque pequeño de caracolíes, de los cuales el mayor tenía seis varas de circunferencia en su base y cubría una área de media cuadra, la cual estaba limpia de arbustos y cruzada por un pequeño arroyo tan cristalino que se veían los pescados y las piedrecitas, y a la orilla había una palma de nolí y dos grupos de chontadura, que son unas graciosas palmitas cuyo mástil no pasa del grueso de un cañón de fusil, y cuyo fruto, que cuelga en racimos morados, es de un agridulce muy aparente para quitar la sed.

Manuela se apeó sobre las raíces del mayor de los   —255→   árboles y, tendiendo su ruana, se recostó dando la espalda al camino, mientras que Dámaso le quitaba la silla a la mula para darle agua y la libertad de revolcarse a su gusto.

El calor se aumentaba de una manera espantosa, y el aspecto de Manuela daba a conocer que su alma padecía los rigores de la tristeza. Había exhalado el más triste suspiro, cuando advirtió en una hormiga, que porfiaba sin dejar la carga por buscar el camino perdido por entre los palos y la hojarasca.

-¡Ay!, exclamó con dolor, yo también ando extraviada, y quien sabe cuál será el fin de mi jornada, porque este mundo da muchas vueltas.

-¿Qué dice, Manuela? ¿Desconfía usted de mí? ¿está arrepentida de su viaje? ¿teme que yo le dé mal pago?

-Pienso que usted es el mejor de todos los hombres, y por eso lo quiero más que a todos; pero no sé si usted, de aquí a cinco o seis años, me querrá lo mismo que hoy.

-¿Y luego usted lo duda?

-¿Y cuando yo esté fea?

-La querré lo mismo, y usted me hace poco favor en estar seria, triste y afligida, pensando de esas cosas sin fundamento alguno.

-Yo no estoy seria; vea que me río con usted. Perdóneme. ¿Qué quiere usted?, con tanto sufrir se pone una de mal humor. ¡Ay! ¡este calor! ¡la fatiga del camino!, pero todo lo sufro con gusto por seguirlo. ¿No es verdad que le he jurado seguirlo hasta donde usted lo tenga a bien? ¿No es verdad que hoy dependo de la voluntad de usted únicamente?

Sonó un toque parecido al de una trompeta, que no era otra cosa que llamada de marranos tocada en un cuerno, y reconociendo Dámaso al corneta por entre los claros de monte, se dirigió a él, aunque no era de   —256→   los llamados; mientras tanto se desnudó Manuela, y se metió en el arroyo para bañarse.

El corneta no tenía más traje que los calzoncillos y una camiseta que le rodeaba la cintura, y por esto se le determinaba el carate morado y amarillo que le cubría el vientre y una gran parte de la cara; su calzado consistía en unas quimbas, y en la mano empuñaba la gran zurriaga, que también se llama perrero. Saludó a Dámaso con un abrazo muy apretado y le dirigió estas palabras de suma confianza:

-Parece que usted se lleva una regular cosecha para que le ayude a matar los gusanos.

-Por librarla de la persecución de un gamonal, que lo había levantado, una sumaria. Yo no me habría animado a traerla: pero usted sabe que no habiendo leyes ni administración de justicia, el más violento es el que manda, y ¡pobres de los hombres de bien! ¡y pobres de las niñas honradas, y pobres de todos los pobres! ¡y luego nos elogian los gamonales la libertad y la tolerancia!

-Sí, señor, para que los toleren a ellos. Yo no sé qué es lo que hacen estos diablos que mandamos a los congresos, cuando no han podido hacer un gobierno que sirva, en tantos años que llevamos conversando de los derechos de los ciudadanos. Con reclutamientos de gente, con expropiaciones de mulas, marranos y gallinas, y con protección, de los criminales no hay derechos que valgan. Mejor gobierno yo mis marranos que los gobiernos de la República, porque no les ofrezco derechos, sino que les doy maíz.

-Para venderlos, o matarlos. ¡Mire qué gracia!

-Lo peor es que nuestros gobernantes nos matan y no nos engordan.

-¿Eso cómo?

-¿No hacen una revolución en que despachan tres o cuatro mil personas? Usted sabe que a un hijo mío   —257→   me lo mataron en la última, y mi hija por ir a verlo cuando estaba en el cuartel, se amañó y se quedó por allá con la tropa, y mi mujer se murió de la pesadumbre a los quince días.

El porquerizo les derramaba maíz a los ciudadanos de su república, mientras que así conversaba con su camarada; y era de notarse que adonde comían los de ceba no se arrimaban los de cría, y donde comían estos últimos no se ingería ninguno de los de otros chiqueros.

-No ve usted, decía el porquerizo, ¿yo para qué voy a decir que todos mis marranos son iguales, si unos están más gordos que los otros?

-Los granadinos estamos también repartidos en las clases de calzados y descalzos, y delante de la ley los descalzos nos fregamos, y si no, aquí estoy yo que lo diga. Por las leyes del cabildo y de don Tadeo, que no son iguales a las que obedece el señor don Leocadio o don Elo es que yo estoy desterrado de la parroquia. Tiene usted mucha razón en decir que sus marranos están mejor gobernados que los granadinos.

No extrañe el lector los rasgos de ilustración que se notan en aquel descamisado de los bosques, porque había sido cabildante dos ocasiones y sabía leer y escribir. En tierra caliente es mucho más despejada la gente que en tierra fría, y así no faltan unos cuantos ciudadanos, entre el pueblo descalzo, que comprenden sus derechos.

Manuela, que se había vestido ya, llamó a su compañero para que fuera a comer, y éste convidó al presidente de los puercos, el que se excusó porque tenía que coger un marrano para curarle una herida.

El fiambre constaba de una gallina asada, de unas yucas y plátanos cocidos, de patacones y pastas de harina de maíz fritas, de unas arepas tembladoras y de una panela. Era una boda, y los convidados eran   —258→   felices en aquellos momentos, olvidados de los tiranos de todos los partidos de la Nueva Granada. Cayeron unas cuatro pepas de caracolí, y levantando sus ojos los dos viajeros notaron un par de guacamayas que comían juntas en un mismo racimo, porque estas aves, que vuelan juntas de par en par, comen juntas y duermen juntas, sobre lo que hizo Manuela sus comentarios, concluyendo con estas palabras:

-¡Todo eso me gusta, lo que no me gusta es que las guacamayas sean las mayores enemigas de mi comadre Pía. Pobre mi comadre, que la llevo atravesada en mi corazón!

Mientras que los viajeros se comían el fiambre, la mula comía ramas tiernas del árbol llamado zapote. Este acto de descanso se llama sestear en los pueblos de tierra caliente.

Desde los caracolíes fueron a dar los viajeros hasta la Ceiba, que era una estancia así llamada, por el árbol de este nombre que cubría con sus gajos horizontales todo el patio, al que llenaba con los copos de lana que sueltan estos árboles de unas cajitas ovaladas en que se crían las simientes, en las dos cosechas del año. Aquí vivía una familia muy conocida de Dámaso, que tenía noticia de sus aventuras, y había una estanciera llamada Manuela, del mismo cuerpo de la fugitiva y bastante parecida en el color, en el habla y en algunas de sus facciones.

Mientras que era hora de acostarse, la familia se ponía en las noches de luna a rapar, medir y enmanojar piezas de listón para vender en Ambalema. Éste se extrae de una cáscara fina del majagua, hermano de la ceiba, que parece cinta y se aplica para envolver tabaco de andullo. Las dos Manuelas estaban tomando su chocolate, sentadas al pie de la gran ceiba, y la una dijo a la otra:

-¡Tocayita!, yo la conocía ya, y la quería muchísimo.

  —259→  

-Dámaso que les hablaría de mí.

-Él; y no se puede usted figurar los elogios que nos hacía de mi tocaya. Usted va a ser muy afortunada, porque Dámaso es muy hombre de bien.

Luego que acabaron de refrescar las tocayas, al cogerle la mano la prófuga a la Manuela de la ceiba, le dijo:

-¡Esta sortija que usted tiene es la mía!

-Nada tiene de dudoso, tómela, dijo la tocaya de la ceiba, y se la puso en el dedo a la prófuga. Imposible que yo dudara. El modo de reclamar mi tocaya la sortija tiene un aire de verdad para mis ojos que no deja duda. Porque yo creo que mi tocaya no puede decir una mentira de esta clase, ni para hacerse entregar un diamante si no es de su propiedad.

-Mil gracias, tocayita. Ahora lo curioso es saber cómo vino a sus manos una sortija que yo he perdido hace seis días en una pelea que se armó en la calle de casa, la cual comenzó por una marrana y se acabó con unas cuantas prisiones, porque todo estaba dispuesto por el gamonal de mi tierra para prenderme y mandarme a la reclusión de Guaduas; la fortuna que yo no anduve tonta.

-Pues la sortija se la compré a un hombre de una cicatriz en la cara, que traía un garrote muy grueso de guayacán.

-¡Ése es Juan Acero!, el hombre más atrevido y más delincuente de toda mi parroquia.

-Tal vez; en tres reales me la dio.

-¿Venía solo?

-Con un hombre de muy mala planta, blanco, no muy alto, de manos muy finas.

-¡Don Tadeo! ¡Madre mía y Señora! Ése es el que me persigue con las leyes porque no me quise agregar al número de sus protegidas. ¿Qué es esto, tocaya de mi alma? Ayer cuando pasábamos por un   —260→   lado de mi parroquia gritaban muy recio: ¡Que viva don Tadeo! ¡Que mueran los conservadores y los gólgotas!, lo cual quiere decir que don Tadeo estaba triunfante; ¿qué lo trae por aquí a estas horas?

-¡Pues quién sabe, tocaya!

-¿Venían a caballo?, preguntó la tocaya de la parroquia con la más viva emoción.

-Venían ambos a pie, y de muy mala traza, y tristes al parecer. Yo les entendí que van de raspa, y que temen que los alcancen.

-Estoy aturdida, dijo Manuela, y se paró a comunicarle a su compañero la noticia que acababa de oír.

No hizo gran caso Dámaso del acontecimiento y terminó por hacerle observar a su amada, que si eran don Tadeo y Juan Acero los enunciados, no podrían en Ambalema salirse con sus intentonas, como en su parroquia.

Había cerrado ya la noche y entraron a la sala. A un rayo de luz de la luna divisó Manuela que la hamaca estaba ocupada por una persona que le era desconocida, y que dormía tranquilamente. En una ausencia que hicieron las caseras yéndose a la cocina, y Dámaso, que fue a cuidar la mula, se quedó Manuela sola y se sentó en un taburete que recostó contra la pared, muy cerca de la puerta. Entregada estaba a sus meditaciones favorecidas por la dulce brisa de la noche que empezaba a soplar, cuando de repente oyó su nombre, pronunciado por el durmiente de la hamaca.

-¡Manuela!, dijo sentándose en su movible lecho.

-Mande usted, contestó la parroquiana.

-Esa voz no es la de Manuela.

-Pero es la mía, y como me llamo así... Dispense usted. Llamaba a la casera.

-Voy a avisarla.

-No, no se moleste usted. No la necesitaba para   —261→   ninguna cosa importante. Hágame el favor de decirme, ¿cómo se llama usted?

-Manuela Valdivia, una criada, suya.

-Me tiene usted a sus órdenes. Yo soy Aniceto Rubio, un servidor suyo. ¿Y hacia dónde se dirige usted?

-A Ambalema, señor.

-¿A buscar trabajo?

-A buscar trabajos, si Dios no quiere otra cosa.

-¿Por qué trabajos? Allí va a encontrar usted libertad y placeres y dinero. Yo tengo casa en Ambalema y doy avances. Desde ahora le ofrezco un acomodo digno de su persona.

-Muchas gracias, señor. Trabajaré al lado de mi marido.

Iba a replicar don Aniceto cuando entraron las caseras a la sala, y no pudo volver a hablar a solas con la linda viajera, que se retiró a la alcoba de su tocaya, apenas refrescaron. Don Aniceto demostraba claramente con los ojos la impresión que había recibido, y lo dispuesto que estaba a proteger a la recién llegada.

Dámaso durmió en la sala, a poca distancia de la hamaca de don Aniceto, quien lo veía con miradas de envidia de que fuera el conductor de una viajera tan hermosa.

A las cuatro de la mañana salieron de la posada, despidiéndose cordialmente de sus bondadosos habitantes.

Caminaron todo el día y a las cinco y media aparecieron a la vista de Manuela los tejados de la famosa ciudad de Ambalema. Parecía que habían quedado encendidos con los ardores del sol, y Manuela se condolió de una población que no gozaba como su parroquia de la vista de tres o cuatro aldeas, porque no había meditado que por la margen de Ambalema pasaban las gentes de cien pueblos, y que las colinas pintorescas   —262→   estaban aquí compensadas con las canoas, los champanes y las balsas y ese gran tráfico de exportación, único que da movimiento y vida a los pueblos circunvecinos de Ambalema. Llegaba la barqueta del paso público, y Manuela, aunque había pasado el Magdalena por Peñaliza, tenía miedo de meterse en una barqueta recargada de gente, pues era nerviosa, como hemos dicho antes, y se dilataba en levantar el pie para subir a la canoa, cuando el pasero la abrazó y la puso encima, no sin una exclamación de horror que lanzó la viajera, porque además de ser cosquillosa el pasero era un monstruo que, por las escamas de diversos colores que lo cubrían, parecía caimán o pescado de los que llaman bagres. Manuela tomó su asiento en la barqueta y se tapó la cara; pero en el mismo instante oyó una voz conocida que gritaba desde muy lejos:

-¡Niña Manuela! ¡Niño Dámaso! ¡Aguarden al viejo!




ArribaCapítulo XIX

Los carteros


El sol no iluminaba todavía ni aun las copas más altas de los botundos, cuando se hallaba don Demóstenes conversando con Pía en la mitad del pequeño patio. Ésta de pie, asentaba con la mano la crin de la mula en que venía el huésped, mientras don Demóstenes jugaba con el mechón, y tenían el diálogo siguiente:

-¿Manuela?, le decía don Demóstenes.

-¿No se fue esta madrugada?

-¿Para dónde?

-Para Ambalema; pero guardeme el secreto. Vino   —263→   Dámaso y cargó con ella. ¡Pobre de mi comadre!

-¡Qué disparate! ¿Y por qué se iría?

-¡Pues huyendo del gamonal!

-¡Hombre! Si ya salimos de él.

-¿Muerto?

-Encausado.

-Gracias a Dios, que al fin pagará en el presidio tantas picardías como debe.

-Lo que hubo fue que sus amigos lo sacaron de la cárcel.

-¡Pu! Entonces, ¿qué gracia han hecho?

-¿Pero se ha largado para los infiernos, y no volverá jamás a la parroquia? ¿Ahora qué hacemos para que vayan a avisarle a Manuela?

-Pero ¿quién?

-Tu padrastro.

-Pues dígaselo usted; pero mucho será que él quiera salir de la ceniza. Y me voy para la roza, porque ya es tiempo de que caigan los animales. ¡Hasta luego! ¿No va, con eso me mata una docena de guacamayas?

-¡Vine tan de carrera!, pero en fin, por allá me tendrás dentro de un cuarto de hora.

Ñor Dimas se estaba desayunando, y tenía el plato de palo del ajiaco en el suelo, en medio de las piernas, a tiempo que se le acercó don Demóstenes y desde a caballo le dijo:

-Buenos días, mi amigo Dimas.

-Buenos días, patrón don Demóstenes.

-Desde que lo vi, concebí una esperanza.

-¿Luego me había visto?

-¿Por qué me lo dice?

-Porque los ricos no alcanzan a ver a los pobres.

-Eso no me diga usted, porque yo venero el dogma de la igualdad entre todos los ciudadanos.

-¿Luego hay igualdad?

  —264→  

-Sí, señor: la república no puede existir sin haber igualdad.

-¡Ja, ja, ja! Me reigo de la igualdad.

-¿Cómo no?, la igualdad social. ¿Luego usted no cree que todos somos iguales en la Nueva Granada?

-¡Ja, ja, ja, ja!

-¿Por qué se ríe usted?

-Porque sumercé es tan igual a yo, como aquel botundo a esta mata de ají.

-Está usted muy retrógrado, taita Dimas; el dogma de la igualdad es indispensable entre nosotros.

-¿Y por qué no me saluda su persona primero en los caminos y se espera a que yo le salude? ¿Y por qué le digo yo mi amo don Demóstenes y sumercé me dice taita Dimas? ¿Y por qué los dueños de tierras nos mandan como a sus criados? ¿Y por qué los de botas dominan a los descalzos? ¿Y por qué un estanciero no puede demandar a los dueños de tierras? ¿Y por qué no amarran a los de botas que viven en la cabecera del cantón, para reclutas, como me amarraron a yo una ocasión, y como amarraron a mi hijo y se lo llevaron? ¿Y por qué los que saben leer y escribir, y entienden de las leyendas han de tener más priminencias que los que no sabemos? ¿Y por qué los ricos se salen con lo que quieren, hasta con los delitos a veces, y a los pobres nos meten a la cárcel por una majadería? ¿Y por qué los blancos le dicen a un novio que no iguala con la hija, cuando es indio o negro?

-Eso consiste en que las cosas no se llevan siempre con todo el orden debido.

-¿Pues mientras que se llevan, le digo a sumercé que aquí en esta Nueva Granada no hay igualdad. Ya sumercé sabe que los dueños de tierras de por aquí se ponen muy bravos cuando uno no les dice mis amos? ¿Y todavía está pensando sumercé en las igualdades?

  —265→  

-De veras, que mi amo don Demóstenes tiene a ratos como a modo de rasgos de no se qué...

-Mire, taita Dimas, o don Dimas, como usted quiera; traigo una urgencia tan sumamente grande, que no me deja explanar delante de usted una doctrina. Es cuestión de minutos. Retrogrademos al principio. Lo vi y lo conocí, y no le saludé porque me entretuvo Pía. Dispénseme, don Dimas. Lo necesito ahora mismo para un mandado.

-¿Ya lo ven? Los ricos nos hacen caso a los pobres cuando nos necesitan. ¿Y qué es el afán de su persona?

-Que vaya usted en este momento a alcanzar a Manuela y me le dice de mi parte que el coloso ha caído por tierra, y que se devuelva en el acto a recoger los laureles.

-¡Buuu! Ésos ya ni con los perros de mi compadre Lías.

-Pero ellos no caminan tanto como usted.

-El miedo es alto de cuerpo, ellos caminan como dantas.

-Eso ya es flojera, taita Dimas.

-¡Estoy tan ocupado!

-Dígame qué ocupaciones son ésas, a ver si las podemos allanar.

-Pues mire, tengo por ahí algunas trampas, y hay que repararlas todos los días.

-¿Los dos muchachos no lo pueden hacer?

-¿No sabe su persona que ésos son esclavos del dueño de tierras?

-¿Pía?

-Esa tonta de mi entenada no vale un demonio, y más desde que le arrimaron nuevos cuidados en el trapiche; y también es que me quería ir a cazar un joso macho que ha salido al pie de las peñas, y que ésa sí que es la carne que me sabe a mí, y lo mismo a Melchora, y la manteca es muy vendible para remedio,   —266→   porque sirve para hacer salir el pelo y las barbas; y que ahora seis meses cogí una josa parida, pero eso sí que me divertí peor que en unas fiestas de san Juan; porque el día que la levantó...

-No me cuente, ¡por Dios! no me cuente la historia, porque cada minuto que pasa es una cuadra de adelanto para los prófugos. ¿Conque se anima, señor don Dimas?

-Pero esto del joso es lo que estoy pensando. Conque el día que levantó la josa me le puse a la pata hasta que la hice encaramar en un estoraque...

-Usted debería hacerlo por el bien de Manuela. ¿No quiere usted a Manuela?

-Es una niña muy buena, tiene cariño para todos sus conocidos y a mí me mide el miche mejor que a los demás. Es una lástima de veras que se vaya a morir de la calentura ambalemera.

-¡Pues váyase a ver si la alcanza

-¿Con cuánto para mojar el guargüero en esas profundidades y en esos calores del enemigo malo?

-Con doce pesos, ¿no le parece?

-¿Y dos para dejarle a la vieja para la sal?

-Es mucha sal para una semana; pero no alegaremos por esto.

-¿Y dos para los tabacos?

-No se los alcanza usted a fumar; pero tómelos.

-Pues me voy.

-Va usted a contraer un mérito inmenso a la gratitud de esa familia y todo su partido.

Después que recibió la plata el señor don Dimas, se entró a la choza a preparar sus útiles de viaje, despedirse y dejar sus órdenes, entre tanto que el bogotano parado en el patio, o diremos mejor, sentado en su silla, contaba los minutos y los instantes. Cuando vio que se tardaba en salir su correo, le dijo:

-¡Don Dimas! Me parece que se le hace un poco tarde.

  —267→  

-Espere un poquito su persona, que cada prisa trae su despacio. Es que mis quimbas de viaje no parecen, y la güimba quien sabe qué la hizo esa loca de Pía. Yo no sé qué es que yo no puedo tener nada seguro en esta casa.

-Lo que tiene es que los viajeros se nos retiran.

-No va lejos el que corre, como el de atrás no se canse. Deje sumercé y verá cómo mañana les doy patada.

-Pero dése prisa, don Dimas.

-Ahora es el rosario el que no parece. Yo no sé para qué tiene uno gente en la casa.

-Váyase sin rosario, don Dimas, que eso no significa nada.

-¿Yo? ¡Avemaría! ¡Cuando en esas vegas y en esos zanjones del Magalena es donde asiste el diablo!

Al fin salió ñor Dimas persignándose, después de despedirse de su amada casera, a quien llamó porque estaba en la quebrada, armado de un cuchillo y de un grueso garrote, y llevando una ruana pequeña sobre el hombro. Le dio la mano a don Demóstenes y tomó camino haciendo traquear los cascajos con sus quimbas de viaje, y echando humo de la churumbela de loza vidriada.

Don Demóstenes dejó la mula amarrada del papayo y tomó a pie la senda de la roza.

A distancia de tres cuadras se paró ñor Dimas en un cerrito desde donde se veía la roza y la garita de la guardiana, y con voces que atronaban la montaña gritó:

-¡Ooooh, Pía!

-Señoooor, contestó la guardiana.

-¡No te dejes comer las mazorcas de las guacamaayas!

-¡No señoooor!

-¡Y me le das vuelta a la trampa del palmichal, y si   —268→   la venada cayó me le quitas el cuero y me lo estacás, y me lo secás y me derretís el sebo, y me lo guardáas!

-¡Sí señoooor!

-¡Y mucho cuidado con toodo!

-¡Síiiiii!, le contestó la guardiana, y seguía dirigiendo sus gritos y sus maldiciones a las guacamayas hasta que llegó el cazador de escopeta, y subiendo dos atravesaños de la garita, de su propia cuenta, los restantes los subió tirado por la mano de Pía, la cual tuvo sumo gusto de ver sobre la plataforma de su castillo a un caballero tan buen mozo, tan rico y tan distinguido, porque Pía tampoco creía en la igualdad de clases de la Nueva Granada, y a todos los de botas los veneraba como si fuesen de una nación distinta. En el momento le señaló las guacamayas a su protector y protegido, que se acababan de sentar en la roza, y estallando la escopeta de una manera terrible cayó un par completo, una de las guacamayas muerta y la otro herida; a lo que pasaba la manada volando por encima de la garita, descargó el cazador su segundo tiro y cayó otro par.

Es imposible que nadie se pueda figurar el alboroto de la roza. Las guacamayas, los pericos, las catarnicas, que son de la familia de los gargüerones, gritaban de una manera espantosa, y Pía gritaba y bailaba de gusto sobre la garita, y colmaba de cariños a su generoso auxiliar, cuyo protectorado era la mayor ganancia para la roza.

-¡Chupa, diablos!, gritaba; ¡coman mazorcas a costillas del estanciero, condenadas de los diablos!

-Ve a traer las aves muertas, que yo cuidaré de la roza, dijo don Demóstenes cargando la escopeta de nuevo.

-Bueno, patrón, mate cuanto diablo arrime hoy a la labranza, dijo Pía, deslizándose por las escaleras para ir a traer los animales muertos.

Don Demóstenes y Pía se estuvieron callados para   —269→   que se aquietasen los animales, y éstos comenzaron a arrimar a poco rato. Un chauchau fue el primero que se atrevió a bajar de los cedros elevados a las matas de maíz y en el acto cayó muerto del escopetazo, y una ardita que saltó por el ruido, cayó con el otro tiro. Pía no había visto jamás tales prodigios, porque una carabina que tuvo ñor Dimas era de piedra y no daba fuego hasta no negar por tantas ocasiones como las que san Pedro negó a Jesucristo. Pía recogió los muertos y heridos, y don Demóstenes se quedó sentado esperando al enemigo, junto de ella. Ninguno de los dos hablaba, ni hacía ningún movimiento que causara ruido, salvo los latidos del corazón de la guardiana, producidos por las emociones de la alegría. Pronto volvió la alarma, porque Pía le tocó el hombro al cazador, y le mostró con el dedo hablándole al oído y diciéndole al mismo tiempo:

-¡Mire el capataz de la manada de los micos! Apúntele al corazón.

-No puedo, Pía.

-¿Cómo no? Ahora que está en descubierto, échele fuego.

-Es contra mis principios.

-¡Mire que se le va!

-Es que yo no mato animales parecidos al hombre, desde el día que maté la zamba; ¿no te acuerdas del zambito por el cual lloraste?

-Sí; pero éstos son ladrones y me tienen loca, y ellos no tienen escrúpulo como usted.

-Sin embargo, siento no poderle complacer.

-¡Por Dios, mátelo, patrón, que yo le pago!

-No te canses.

-Deme la escopeta, pues.

Le cedió don Demóstenes la escopeta a la guardiana, y la instruyó de ligero; pero siendo al primer tiro que hacía ella, y teniendo el pulso muy alborotado, no es   —270→   de extrañarse que lo errase al mayor de sus enemigos; pero se logró que toda la manada se asustase, y con eso se quedó conforme. Don Demóstenes se fue llevando una guacamaya para disecar y dejando mucha carne para la despensa de ñuá Melchora. Pía se quedó muy agradecida.

Pero volvamos al cartero.

El día que se fue supo que dos viajeros jóvenes, hombre y mujer, el uno a pie y el otro a caballo, llevaban el camino directo de Ambalema. Esto lo supo en una choza donde compró medio real de aguardiente para limpiar el gargüero del polvo que se le prendió. El camino carecía de casas laterales, pero apelando el viejo cazador de la montaña al arte ingenioso de seguir los rastros, él fue siguiendo los pasos a una mula y a un arriero de alpargatas.

Al segundo día llegó el cartero a un ranchito empalmado, no a comprar los dos pesos de tabacos, sino a comprar aguardiente, que era lo único que vendían en esa clase de posadas, en donde se veía un vidrito y una botella sobre una pequeña tabla, a manera de aviso, como se ve en Bogotá un guante donde se venden guantes, y un clavo y una alezna y unas tenazas donde se venden mercerías. En esta venta lo entretuvieron más de media hora para asarle una vara de tasajo, la cual fue su almuerzo, con una arepa que le vendieron, y entre tanto que lo despachaban les hizo unas tantas preguntas a las caseras, siendo una de ellas:

-¡Mis señoras! ¿me dan razón si por aquí ha pasado una mocita de una cara muy pasadera que va a caballo en una mula muy buena, acompañada de un peón de buen caite?

-Por aquí no ha pasado, dijo la ventera, casi sin poner atención a las señas del cartero, y rascándose al mismo tiempo el oído con la crucecita del rosario.

Al salir de la posada o venta de la botella, se encontró   —271→   el viajero una hoja seca, y levantándola hasta la punta de la nariz dijo, hablando a sus solas:

-Esta hoja es de payaca, y de esta mata no hay por aquí sino en la montaña fría, y en esta hoja había una tabla de cacao molido. Mucho será que la niña Manuela no haya posado y haya bebido chocolate en esta choza del diablo; por eso será que estas cochinas me han detenido tanto, y por eso sería que para decir esa jipata, «por aquí no han pasado», se tenía metida la pata de la cruz en la oreja para no mentir, como dicen que hizo nuestro patriarca señor san Francisco metiéndose la mano en la manga cuando le preguntaron los policías que si por ahí había pasado un reo. Los marchantes me llevan seis horas, pero mañana por la mañana les doy patada; ya sé cuánto me llevan de ventaja.

Por la tarde se arrimó el cartero a vinos caracolíes que convidaban al viajero con todos los rasgos de una poesía sublime, por la hermosura de esos gigantes vegetales más grandes que los cedros y los nogales, con la sombra deliciosa y el silencio inmutable de los contornos, porque ñor Dimas era poeta, si es que hemos de dar crédito al adagio que dice que de médico, poeta y loco, cada uno tiene su poco; y mucho más siendo cazador, pues para estos profesores no son desconocidas las escenas espléndidas de la naturaleza, ocultas para el común de las gentes.

-¡Ajá!, dijo el cartero, caminando por debajo de los caracolíes, aquí se pegaron un fiambre. Las hormigas se van llevando las cáscaras de los huevos, aquí están los huesos de un pollo, aquí las hojas soasadas de los envoltorios, allí están los rastros de haberse lavado mi paisana en esta quebradita, éste es el rastro del pie de ella, que lo conozco como los rastros de Pía; pero se lavó ella sola. Ellos son, y ya no me queda duda. ¡Madre mía y Señora que yo los alcance antes de que se me pasen del río!

  —272→  

Con todas estas indicaciones seguía el ciudadano Dimas muy contento su dilatado camino: hasta la noche sacó candela, asó carne, comió arepa que había comprado y se quedó al pie de un cumulá, que le pareció muy hermoso.

A las once del día tercero, no había adquirido el enviado noticias ningunas de los prófugos, y los rastros se le habían confundido con otros rastros. Hasta dudaba el ciudadano si se le habrían quedado atrás en algún deshecho o en algún sesteadero. El sol era espantoso y no se presentaba una de esas ventas de una sola botella, para poder refrescar la humanidad. Iba sin camisa y rodaban por su pecho ríos de sudor. La arena estaba calcinada con el calor y hasta las zuelas de las quimbas (que es el calzado más fresco de todos) le parecían planchas calientes al cazador de la montaña, cuando vio en un árbol llamado plomo unos piquetes que le llamaron la atención, y se quedó lelo mirando el palo, con la boca abierta y las manos tendidas, en una figura tan lastimosa como se quedan en Bogotá los ilustres cortesanos, o las cortesanas, cuando aparece un papel pegado en una esquina exigiendo el pago de contribuciones, o un decreto mandando iluminar todas las ventanas por ser el aniversario de alguna matanza; y como tenía la costumbre de hablar solo, como los enamorados, prorrumpió en las voces siguientes:

-Este es el diablo o es mi compadre Lías, porque él es zurdo y pica con la mano izquierda, y las amelladuras suyas son porque él no quiere que se le gasten mucho las herramientas; y está cerca, porque la chorreadura del plomo no tiene todavía ni aun dos horas siquiera. ¿Pero qué diablos hacía el bestia de mi compadre ardiéndose los bofes entre los arenales de estos caminos del infierno? Y si es mi compadre, con algún fin ha dejado estas señales: alguna buena vieja colmena, cuando menos.

  —273→  

Miró ñor Dimas para la orilla del monte y advirtiendo la huella de algunas pisadas, se entró poco a poco, y de golpe exclamó:

-¿Venlo? Unos famosos garrotes de guayacan, y ésos los vendo yo en la parroquia.

Cortó, efectivamente, algunos palos del monte nuestro viajero, y después de esconderlos siguió adelante en busca de los emigrados; al cabo de un cuarto de hora oyó decir una palabra que lo dejó suspenso, y fue ésta:

-¡Olé!

No vio por allí cerca a nadie ñor Dimas y dio unos pasos; pero se tuvo que detener porque le gritaron un poco más recio:

-¡Compadre!

-¿Quién diablos me llama?, dijo ñor Dimas, santiguándose y besando la cruz de pata de gallo de su rosario.

-¡Compadre Dimas! arrime para este lado, le repitió la voz.

Y entonces fue que conoció el grito de su compadre Elías, y buscando algún camino que lo condujese al sitio, se metió por una senda que lo llevó a una choza nueva, y allí recibió un abrazo de su compadre Elías, el cual le ofreció un trago; ofreciole otro en reciprocidad Dimas, pagando con un peso de a diez reales y se salieron ambos al camino provincial para continuar su viaje, porque dio la casualidad de que ambos iban para un mismo punto.

-¿Para dónde va mi compadre?, dijo ñor Elías al cartero de don Demóstenes.

-Voy para el Guayabal a traer una fe de bautismo para unos novios.

De esas guayabas no me mete a mí mi compadre, porque no soy de Mariquita, le dijo ñor Elías a su compañero, señalándole el pescuezo.

  —274→  

-¿Y luego?, le dijo el compadre.

-Que Dios me perdone el juicio temerario; pero lo que hay es que mi compadre se ha metido en la junta de los barateros y lo habrán mandado a comisión; y eso sí no está nada bueno, porque de golpe caen en una todos los marchantes, y se los lleva el diablo a todos: antes yo no sé cómo no está don Matías en el presidio, y lo mismo don Atanasio. Será porque son ricos, que si a un pobre le hubieran cogido las mulas robadas que les han cogido a ellos, ya no había ni los polvos, porque las leyes no son sino para los pobres. Los ricos se salen con cuanto quieren para hacer sus robos de bestias en grande, y si hay revoluciones, mucho mejor. ¿No vio usted mismo todas las mulas que se guardaron en la revolución que pasó?

-¿Y por qué dice mi compadre que yo ando en comisiones de la junta baratera? Eso es porque le sirve uno a personas que no son miserables, como muchos sujetos que le cuentan al arriero o al cartero los mordiscos de tasajo que ha de dar por el camino, y quieren que con un real se mantenga un peón en caminos extraños, y si es posible le dan plata chimba para que vaya peleando con las venteras de todo el camino, las cuales le dicen que tan pelada tiene la cara como los chimbos que carga, y otras cosas que se les vienen a la boca, y que para esas cosas sí no la tienen chiquita.

-Pues si no es una cosa de soltar la gata, no sé cómo es eso de andar mi compadre con la bolsa de gamuza llena de pesos fuertes.

-Le voy a decir a mi compadre la purita verdad, pero muy en secreto: fue que me mandó de posta ñor don Demóstenes a alcanzar a la hija de la niña Patrocinio Soto, que se había juído, para que se vuelva porque ya le llevó el diablo al gamonal de la parroquia, con la sumaria que le arremacharon, y ha salido juyendo, y ya no lo volveremos a ver jamás.

  —275→  

-Ahora le voy a decir a mi compadre que yo también voy de cartero; pero yo no voy ganando sino cuatro reales de tasajo y seis arepas, y tres reales para guarapo, y de paga me darán seis reales en plata, pagándome a real por día.

-¡Ésa no me la mete a mí, compadre de mi alma! Porque era menester que lo hubiera mandado una de esas personas que dicen que son tan miserables que ayunan por no comer; y no se la creo a mi compadre aunque me lo jure con las dos cruces de las dos manos.

-¡Es decir que mi compadre me tiene a mí por el hombre más embustero del mundo!

-Pues así; porque era menester que mi compadre fuera el zoquete más zoquete de todo el distrito para que les hiciera mandados por esa miseria de pago. ¡Sólo que sea el dueño de tierras, que son los únicos que pueden hacer esas cosas!

-No, compadre, para qué es decir; mi amo Cosme no ha sido.

-Yo no quiero saber. Lo que sé es que mi compadre es un salvaje, un animal, fuera de la crisma, por irse a dejar embaucar de los ricos. ¿Cómo yo le saqué a ñor don Demóstenes diez y seis pesos por el viaje, y eso que allá fue a quererme endulzar con los cuentos de igualdad y de los derechos, como si yo fuera de esos que se dejan embadurnar con tantos cuentos bonitos?

-¡Compadre!, usted dice todo eso, porque no es lo mismo tener entenados por el casamiento del doctor Montes, que tener familia legítima. ¡Ah! ¡la familia, la familia! ¡Eso es lo sabroso!

-¿Y la familia fue la que lo mandó?

-No; pero por la familia es que yo soy esclavo; por la familia me tienen sujeto, como se sujeta a un buey de la nariguera. ¿No se acuerda de la diablura que hicieron mis hijas con la tonta María?

  —276→  

-Sí, compadre.

-¿No sabe que iban a salir con sus año de reclusión, y que entre el dueño de tierras y don Tadeo les insurparon la causa y las dieron libres?

-Sí, compadre.

Pues, oriverá que de cuenta de eso hoy me hallo de esclavo de todos dos, y de cuenta de eso don Tadeo, la vieja Injuriana, la Cecilia, la niña Resura, todos son dueños de mis cosas y de mi persona a don Tadeo le he de regalar los cueros de los venados cojo: las yucas, los plátanos y los frijoles; a la niña Injuriana le he de regalar las pollas que le parecen bonitas; a Resurrección, toda la cosecha de guamas. Y últimamente las dos hijas han tenido que irse a vivir al trapiche del amo, de cuenta que las libró de la reclusión de Guaduas. De manera que yo soy tres veces esclavo: esclavo del gamonal por la libertad de mis hijas y esclavo dos veces del dueño de tierras; y ahora me mandó con una carta la señora Sinforiana.

-Es mucho lo que puede un gamonal, exclamó el ciudadano Dimas; pero nuestro gamonal ha caído.

-Pero ya verá mi compadre cómo vuelve con más rigor, y Dios lo libre a usted y a todos los que han ayudado para su caída. Cuidado con declararse contra don Tadeo ni hacerme decir la menor palabra contra él.

-¿Le parece a usted muy justo, muy legal, muy buen caballero?

-Por el contrario, creo que es de lo más malo que puede darse y que...

-¿Y entonces?

-El miedo, compadre, el miedo; ¿no ve usted que tiene tantos recursos para hacer el mal?

-Por lo mismo debemos plantarle. ¿No ve usted que la culebra que se empica a hacer daño, se busca y se mata aunque sea la más venenosa de todas?

  —277→  

-Yo voy a llevarlo a don Tadeo una carta por mandado de la señora Sinforiana.

-Luego, ¿dónde se halla el abuelo?

-En Ambalema, a la fecha; porque se fue juyendo, es para llevarle plata y unas mudas de ropa y una carta.

-Pues soy a decirle a mi compadre una cosa.

-¡A ver!

-Que no le lleve la carta al hombre Tadeo, para que se lo acabe de llevar el diablo, y que podamos tener libertad, porque ya usted sabe que don Tadeo es un tirano que no tiene ley; y que no se meta más con toda esa gabilla, y que eche a la punta de un cerro a la vieja y a la moza, y no se deje ensillar de ninguno de los tadeístas. Y que ya ve mi compadre que don Demóstenes tiene plata y la afloja cuando es menester: ya le cuento que diez y seis pesotes me dio por el viaje. Esto no tiene ni que pensarlo. Toda la gente de parte de la niña Manuela es la gente más acreditada. Anímese, compadre de mi alma, y arrímese a la gente buena.

-¿Y que hacía yo con esta carta?

-Esa me la da, y se vuelve, y allá dice que unos salteadores se la quitaron junto con la güimba y con las arepas.

-Bueno, compadre; pero eso sí, que no lo sepa Patricia, ni ñuá Melchora, ni persona ninguna, porque cuando menos me envenena la vieja Injuriana o me mata Juan Acero por ahí en la montaña de una puñalada, o en uno de los gastos.

-No tenga cuidado, mi compadre, que habiendo salido del hombre Tadeo, ya somos libres. Es que mi compadre se ha dejado aterrar, y no es otra cosa.

-Pero ¡mucho disimulo, compadre de mi alma!, y le ruego que allá en la parroquia ni me salude siquiera.

-No tenga escrúpulos, compadre, de esas cosas. Ya ve que don Tadeo y don Matías con la plata y con los   —278→   testigos falsos es que se han bandeado para mandar la parroquia y aturrullar a sus contrarios; ya vio usted a Simona lo que le sucedió y los de su casa, ya sabe usted todas las leyes que ha dado el cabildo, como la ley de la horqueta y de los burros. ¿Conque estamos, compadre?

Se callaron por un rato los compadres después que ñor Dimas recibió la carta, pero no dejaban de caminar a buen paso. Ñor Dimas se agachaba a inspeccionar los rastros de cuando en cuando, examinaba las bocas o entradas de las trochas y caminos, acesaba como un mastín fatigado y sudaba por todos los pelos de la cabeza.

De golpe se paró, se puso la mano en la frente y prorrumpió en este razonamiento:

-Estoy acabando de creer que el diablo acompaña a los que se quieren. ¡Cuál me costó ayer para seguirles el rastro!, a bañarse, a comer fiambre, a sestiar; pero yo no les perdía la pista a fuerza de mi talento. Pero ¿hoy? El diablo podrá desatarlas pisadas. La mula esa parece ser la misma; pero tiene el paso muy retrabado: un rastro de cristiano le sigue detrás; pero es patica chiquita y de un pie torcido. Los marchantes se me han perdido, y si no me quedan atrás, ésos han cogido otro camino y se han ido a pasar el Magalena por otro puerto. ¿Qué hago? ¿Me vuelvo a buscarlos? ¿Sigo para adelante? ¿Agarro por otro camino? ¿Me vuelvo para la parroquia? Y para esto que se les ha puesto pasar por encima a cuanto diablo de arriero hay en el mundo. Y si yo me aparezco sin llevar razón a la parroquia, ¿que me dirá don Demóstenes? ¿Y la plata que me he gastado? ¿Qué me habría yo tragado cuando fui a comprometer mi palabra?¿No era mejor estar cazando josos en la montaña, o poniendo mis trampas y sacando mis colmenas, que no asándome los bofes por estos arenales de los infiernos?

  —279→  

-¿Está usted bien aburrido?, dijo a ñor Dimas su compañero.

-¿Qué diablos me habría yo tragado cuando me fui a dejar endulzar de las palabras del cachaco?, continuaba diciendo el cartero de don Demóstenes.

-¡Compadre Dimas! Usted ha perdido enteramente el talento de las pisadas; usted ya no la pega sino para rastrear ratones de espina y morrocoyes.

-Compadre, usted es el que no sabe sino buscar las colmenas que yo he dejado señaladas, para comérselas, y servirle de recadero a la Cecilia.

-¿Eso va de veras, compadre Dimas?

-Luego, ¿usted qué piensa, que porque sea mi compadre de mi alma y de mi vida, yo no le puedo meter unos porrazos en estos arenales?

-Pues si quiere, tíreme, que puede ser que los ojos no le sirvan para acabar con el viaje.

-¡Pues tire!

-Sosiéguese, compadre, que los dos no podemos pelear porque somos compadres de sacramento, y porque tenernos secretos entre pecho y espalda que nos pudieran perder.

-Pero ¡cómo mi compadre me viene aquí con insultos y vejámenes, cuando me veo más afligido!

-No hay que afanarse, compadre de mi alma. Usted se halla entotumado, y esos rastros se los desato yo con la pata izquierda.

-¡Esa sí que no!

-¿Apostemos un cuero de cafuche contra dos de joso hormiguero a que yo doy primero que usted con los fugitivos?

-¡Mas que perdiera yo los cueros de la venada que está empicada a la roza, y los cueros que usted dice, como topáramos a esos niños del diablo!

-Pues atiéndame, compadre, dijo el cartero de Sinforiana señalando las huellas del camino con el dedo   —280→   gordo del pie izquierdo. Abra muy bien los ojos y vea: este rastro es de la mula; lo que tiene es que se montó Dámaso, por alguna espinadura que trae en la pata.

-Pero ¿este paso trabado?

-Es porque hecho el zoquete le habrá dejado las maletas en un solo lado, o se habrá puesto en la silla con la pierna recogida por encima. Y la patica chiquita que va detrás es la de ella que lo va siguiendo.

-Pero ¿torcida? ¿No ve usted que la niña Manuela no es cascorva, ni chagüeta?

-¡Válgame Dios! ¿Y no se puede haber tropezado, o no puede llevar alguna espinita que le haga torcer el pie?

-¡Me ganó mi compadre! Los novios van adelante y ya los llevamos corticos. ¡Benditas sean las horas de mi amo y Señor! Apuremos, compadre, antes que se nos pasen del río, porque si llegan a caer a Ambalema y se meten en un canei, ni los diablos que den con los rastros, y para esto que los cosecheros los insurpan, o los dueños de tierras.

A poco trecho volvieron a entrar los carteros en conversaciones muy amigables, y como la política es un tema que ocupa los ánimos en los tiempos de revoluciones, sobre ella vinieron a dar los dos ciudadanos granadinos.

-Y usted ¿por quién vota este año para presidente?, le dijo ñor Dimas a su compadre.

-¿Yo?, por mi amo Cosme, porque si no, me echa de la tierra.

-Y yo voy a votar por la niña Manuela, porque ella me sabe medir el anisado a mi gusto, y me lo escoge de contrabando, y ella me dijo que contaba con mi voto de este año. Yo lo que no he podido entender es este enredo del zurriago universal y secreto, ni para qué demonios sirven esos votos de todos los peones y pobres de todas las parroquias.

  —281→  

-Es porque mi compadre no consulta con los provesistas y los tadeístas como yo, que son los que entienden eso del sufragio universario, porque don Elo y don Blas, y el amo cura, y los hacendados conservadores no quieren sino una ley en que voten los que sepan escribir y los que sepan tener algo de plata, o de renta, y que los demás no votemos. Yo entiendo algo la política, porque converso con ñor don Tadeo, y don Pascual, y la señora Sinforiana, y porque tengo caletre.

-Yo lo único que no comprendo bien es para qué nos hacen votar a la pura fuerza a todos los peones, y hasta los limosneros de otras parroquias.

-Es porque nosotros somos el gobierno, y el gobierno es nosotros.

-¿Es decir, que yo soy don Tadeo, y don Tadeo es yo? o ¿cómo es que usted me dice? Porque ya ve mi compadre que don Tadeo es el que ha estado mandando en los cabildos, y los jueces, y las elecciones, y todo.

-Compadre, no sea tan testarudo, ¿no ve que es del gobierno grande del que yo le hablo? ¿Del gobierno de los ricos? ¿del gobierno de los sabidos? ¿del gobierno de los militares? ¿del gobierno del presidente que manda sobre todas nuestras personas y nuestros bienes, y nuestra voluntad?

-Pero lo que no entiendo es cómo el presidente es yo, y como yo soy el presidente, o el gobierno de la América de la Nueva Granada.

-¡Compadre, no sea tan de una vez! ¿No es cierto que usted entiende que el Padre es Dios, y el Hijo es Dios, y el Espíritu Santo es Dios, y que no son tres dioses sino un solo Dios verdadero?

-Eso sí lo entiendo, porque es un misterio de nuestra religión.

-Pues lo del gobierno del pueblo es lo mismo y debemos creerlo, porque los blancos así nos lo enseñan.

  —282→  

Pero entonces ¿por qué mandan unos poquitos que el pueblo haga cosas que el pueblo no quiere, si el gobierno es el pueblo y el pueblo es el gobierno?

-¡Usted es una bestia, compadre de mi alma!

-Bueno, compadre; pero ¿cómo es que hacemos el gobierno con el voto secreto y universario cuando ni usted ni yo votamos por nuestra voluntad sino por voluntad de la niña Manuela y del dueño de tierras?

-Compadre, no sea tan caprichudo, ¿no ve que todos estos son los misterios de nuestra República perfecta?

-Así, sí, compadre, ahora sí comprendo cómo la República.

-¿No ve usted? Esta ley del voto universario no la quieren los hacendados conservadores, como don Elo y don Blas y don Vicente; y si no fuera porque mi amo Leocadio, y mi amo Cosme, y don Tadeo y los demás liberales la mantienen, ya la habían hecho olvidar.

-Pero, compadre Lías, ¿por qué son estas guerras de cada nada?

-Porque el gobierno es alternable y los partidos se tienen que remudar a balazos, porque así están dispuestas todas las cosas en nuestra Constitución y nuestras leyes, y para eso se ha mandado que los gobiernos tengan las manos cerradas y que sus enemigos las tengan sueltas. Y éste es un gobierno muy divertido, como dice don Tadeo, y él dice que aunque estemos en la pobreza que eso no le hace.

El sol se ocultaba detrás de la sierra nevada del Ruiz: los carteros no habían alcanzado a los fugitivos y los temores de que se embarcasen los hacían correr a pesar del calor que los ahogaba. Cuando faltaban pocas cuadras para llegar al puerto, ñor Elías se quedó en oculto para no hacerse sospechoso de una injerencia en los negocios de los manuelistas.

  —283→  

Cuando ñor Dimas avistó la margen del río tenía Dámaso un pie metido en la barqueta, y el otro puesto sobre la fangosa arena, y lo llamó con un grito de afán que a todos los hizo volver la cara. Dámaso se retiró unos pasos de la canoa, y después de los abrazos de paisanos, amigos y copartidarios supo la comisión que llevaba el cazador de la montaña. Llamó a Manuela, pero el pasero no la quería dejar salir.

-Amigo pasero, déjemela sacar, le decía Dámaso con tono suplicante.

-Luego ¿no va para Ambalema la mosquita?

-No señor, porque se vuelve para su tierra.

-Menos por ahí, porque de estas peonas nos vengan muchas.

-¡Hágame ese favor!

-¡Salen estos moscas con unas batatas luego!...

-¿Por qué no me la deja sacar?

-Porque ya pisó mi barqueta y el tiempo no está para perder.

-¿Y pagándole el real de la pasada?

-Ése es otro cantar. Sáquela y vaya y escóndala donde no la vea nadie.

Salió Manuela de la canoa teniéndose de la mano de su compañero, y luego que vio a ñor Dimas corrió a abrazarlo y a preguntarle por los de su casa; pero éste no le dio razón sino de Pía y de ñuá Melchora, y le entregó el papelito que don Demóstenes le había mandado, que no contenía sino la pintura de un Cristo al revés, bosquejado con lápiz, y le dio el siguiente recado:

-Don Demóstenes me mandó a decirle a usted que se volviera, y que le avisara que el galoso está ya en la tierra, y que se volviera usted a recoger los laureles de las coronas.

Manuela comprendió muy bien las señas del papel, y aunque el cartero no le pudo explicar los sucesos   —284→   de la parroquia, ella quedó convencida que el monarca estaba en el suelo, aunque no podía compaginar algunas contradicciones que había en los últimos sucesos, como eran los gritos de ¡Viva don Tadeo! ¡Viva la libertad! con el papel de don Demóstenes y el hallazgo de la sortija: pero el hecho era que la llamaban.

Libres como se hallaban los prometidos esposos, convino Manuela en pasar a conocer a Ambalema, y en el viaje siguiente de la barqueta pisó de nuevo a ocupar un asiento en ella.

Ñor Elías se volvió al día siguiente, y al pasar por el plomo marcado con el cuchillo, se entró en el bosque a cortar sus guayacanes; pero no encontró sino las cepas, y viendo los rastros evidentes de su compadre, exclamó:

-¡Ésta sí no le aguanto a mi compadre! ¡Me sigue el rastro a yo hasta en estos montes como si fuera en la montaña de la parroquia! Y me ha engañado no diciéndome nada en el camino, después que nos juntamos. ¡Ah, compadre de mi alma! ¡El día que me las pague ha de ser todas juntas!

FIN DEL TOMO PRIMERO