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ArribaAbajoCapítulo XXIX

El archivo de don Tadeo


Serían las diez de la noche cuando llamaron a despachar en la tienda de la señora Patrocinio, y como la menos perezosa de todas las de la casa era Manuela, se levantó y abrió.

-Buenas noches, niña Manuela -le dijo ñor Dimas con sumo cariño.

-Así se las dé Dios, taita Dimas.

-¿Qué tal mi señuá Patrocinio y toda la familia?

-Regulares, taita Dimas. ¿Y mi comadre, ñuá Melchora y los muchachos?

-Pasaderos y pensándola muchísimo todos los días.

-¡Tanto les agradezco! ¿Y qué lo trae por aquí tan tarde de la noche?

-A ver si me fía un cuartillo de aguardiente del más bueno que tenga, porque así me lo han recetado para mis males.

-¿Por qué no? -dijo Manuela, y se volvió a los estantes para alcanzar la botella y el vaso.

-¡Aaaaah! -dijo taita Dimas, limpiándose la boca con la punta de la camiseta; Dios se lo pague a la niña Manuela.

Manuela pintó una rayita con un carbón y le dio un tabaco al montañés, y éste hablando muy quedo le hizo esta pregunta:

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-¿Podremos hablar con el caballero?

-¿A estas horas, ñor Dimas?

-Es que lo necesito para un asunto de mucha importancia.

-¿Quiere que le avise?

-Ojalá que la niña Manuela me hiciera ese bien.

Atravesó Manuela la sala y se dirigió a la alcoba en que dormía don Demóstenes, mas al abrir la puerta, en lugar de dirigir la palabra a su huésped, se volvió bruscamente entornando la puerta con violencia. Había alcanzado a ver a su huésped escribiendo en la mesa, y una mujer, de pie junto a él: era Cecilia.

Don Demóstenes, al sentir a Manuela, había alzado la cabeza; y viendo que se volvía sin decirle una palabra, salió tras ella, la alcanzó en el corredor de la despensa y deteniéndola le dijo:

-¿Por qué te vuelves a salir?

-Porque usted tiene visita.

-Entra y la saludas.

-¿Yo? ¿A mi mortal enemiga?

-Pues has de saber que te aprecia, y hasta me ha dado avisos muy importantes para tu seguridad.

-¡Apreciarme a mí la hija de la Víbora! Es favor que usted le quiere hacer. Entre y atienda a su visita... ¡Conque así le hace usted la guerra al viejo Tadeo! -agregó con una especie de risa burlona y al mismo tiempo amarga.

-Pronto quedarás enterada de que Cecilia me ha revelado muchos secretos en tu favor. Por ahora quiero que sepas que ha venido a llevar una carta, y mientras me puse a escribirla, ha tenido que aguardar en pie, porque tú no has hecho traer la silla jesuítica que estaba incluida en el arriendo primitivo de la sala.

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-Tengo muy poco interés en lo que usted me dice; era para avisarle que taita Dimas lo necesita.

-Pues entretenlo un instante mientras concluyo la carta, y cuando salga Cecilia, lo introduces. Encierra a Ayacucho para que no ladre.

Volvió don Demóstenes a su cuarto, concluyó la carta y se la entregó a Cecilia con algunas explicaciones a la voz y dándole unas cuantas monedas.

-¡Cómo siento que no le hubiera hecho Manuela la visita por culpa mía -dijo Cecilia.

-No, no era visita, sino el aviso de unas cartas de importancia.

-Puede ser; pero cuidado con el novio, que en la esquina de arriba estaba parado cuando yo me vine para la casa de usted.

-No hay cuidado, Cecilia, no hay cuidado.

-¡Adiós, don Demóstenes! ¡Que nadie sepa mi paradero! Pronto creerán que me fui para Ambalema, o que me ha matado el gamonal y me ha enterrado en el monte, y presto me olvidarán todos los de mi parroquia. ¡Adiós, adiós, don Demóstenes!

-¡Adiós, adiós! -repitió el bogotano, enternecido.

No tardó dos minutos en entrar por el lado del patio el estanciero de la montaña, y saludando a su compañero de cacería, se quitó de la espalda una mochila y se la entregó, diciéndole:

-Aquí tiene su merced todos los papelajos de ñor don Tadeo; pero la petaquita no se la traje, porque se la tenía citada a mi casera desde el día que cogimos los tres cafuches en la cueva.

-¡Hombre! ¿Los papeles del gamonal? ¿De veras, taita Dimas? ¿De veras?

-¿Y para qué le iba yo a mentir? Todos están aquí.

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-Es un tesoro lo que me trae. Mil secretos de importancia vamos a descubrir en esta colección. ¿Y cómo descubrió el archivo?

-Fue que les dije a las caseras que yo me iba a sacar colmenas y agarré los calabazos y la hacha, y me planté primero en un puesto de la trocha de la montaña y después en otro, mirando para la copa de los árboles y de las guaduas. En éstas vi pasar a la vieja Clavija y me le fui al rastro por el lado del monte, vi que se metió por una senda, y fue a dar a la puerta de una cueva: yo me quedé atisbando. No tardó ni siete credos en volver a salir, y yo me quedé firme en la parada, sin estornudar, ni hacer alboroto, porque la parada se ha de hacer como Dios lo manda. Cuando ya las antiguas comenzaban a cantar, salió de la cueva el hombre Tadeo y cogió para la estancia de Santa Tecla; entonces yo me soplé a la cueva y allí topé la petaca y junto estaba la tinta y todas las herramientas de la escribanía, y una limeta con aguardiente, que no quise tocar, no fuera algún maleficio. Por lo que es la petaca, yo la traspuse, y los papeles aquí los tiene su persona enteros y verdaderos para que se divierta con ellos; pero eso sí, cuidado con ir a meter al viejo Dimas en danza, porque ya podía contar con un runcho en la barriga de las manos de esa bruja, que no por buena la llamarán la Víbora.

-Es usted el más valiente entre los denodados, y cuente con el secreto hasta la tumba -dijo don Demóstenes.

Y desdoblando un papel lo comenzó a leer, diciendo:

Lista de los socios de la gran compañía de los Hermanos barateros de la Hondura.

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-¿Usted conoce todos estos caballeros? -preguntó don Demóstenes al cazador de la montaña, despabilando la vela que casi no daba luz.

-Los que son de la parroquia, y uno que otro de la cabecera del cantón. Los otros son de tierras que yo no conozco.

-Conque don Cruz, don Matías, don Anastasio y don Pascualito, ¿qué lo parece? ¿Y don Juan Acero?

-Sí, señor, y todos los demás que reza el papel.

-De Juan Acero se me había puesto, porque tiene todas las trazas de un matroz, malcriado como un salvaje. Por poco tengo que pelear con él un día que iba al Retiro y le pregunté por el camino.

-Y pechugón como el puro diablo. Allá se me estaba ya metiendo a sonsacarme a la niña Pía. Y para eso que se dejan creer de todo el que les dice que son bonitas, y ellas lo creían y se reían con él hasta que dije que si le seguían haciendo conversación, les metía su pela a la hija y a la mamá, y de este modo lo echaron a tizonazos, y se acabaron las visitas.

Don Demóstenes desdobló otro papel y leyó esto:

Mi amigo don Tadeo: Mándeme con el portador los modelos para las declaraciones que se han de tomar contra don Blas, don Demóstenes y la heroína. Le aviso que los oligarcas están todos impuestos de que se halla usted en las montañas del distrito; y tenga cuidado con el viejo Elías, porque si no está pasado, está muy próximo a estarlo, y tengo mis sospechas de Cecilia. ¡Cuándo era que ese filósofo que no cree en más moral que en la que resulta del principio de utilidad, no trataba de conquistar placeres, seduciendo a Cecilia, que es la mejor de todas las parroquianas! Deseo que usted no lo pase tan mal en su ermita y que mande a su afectísimo amigo que lo aprecia y lo distingue.


- PASCUAL ACUÑA CIFUENTES.                


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Tomó en seguida otra carta y leyó lo siguiente:

Bogotá, abril 7 de 1856.

Señor Judas Tadeo Forero Gutiérrez.

Mi querido y pensado amigo: en contestación a su apreciable del 9 del pasado marzo, le digo que por lo que hace a su recomendado, no tenga usted cuidado: ya está excarcelado, que era lo que importaba, y por lo que es la sentencia, no tiene usted que afanarse. Nuestras leyes tienen toda la tolerancia que se necesita para salvar a los pobres que no saben robar por los medios legales de la gente grande.

En cuanto a candidaturas, le diré que yo votaré por el candidato del partido liberal neto, cuya presidencia es la más adaptable para el estado de civilización en que se halla nuestra república. La república verdadera es la que puede marchar con las leyes del país. ¿De qué sirve que las leyes y las constituciones vayan a la vanguardia, si los ciudadanos van a la retaguardia? De ahí vienen las eternas revoluciones, así como expondría yo a tropezones y porrazos eternos a mi hijo de cinco años, si lo hiciese correr con mis botas, mi chaqueta y mis calzones. Recuerde usted nuestro programa de la revolución de abril: un gobierno sin exageraciones. Es menester que usted se interese en que todos voten por el doctor Patrocinio Cuéllar, que es el candidato del partido liberal neto.

Es menester que no se descuide usted con don Blas y don Eloy, que nos querrán ganar las elecciones con sus influencias de dueños de tierras. El programa de los conservadores es volvernos al tiempo de la colonia: inquisición, camándula y picota: ¡he aquí su programa!

Ábrale usted mucho el ojo a un tal don Demóstenes, que se ha ido por allá con el pretexto de colectar mariposas y que no lleva sino el objeto de trabajar por la elección del candidato radical, según me lo han asegurado, y de curarse la cancha. Allá se estará ganando a los estancieros con ofrecerles la repartición de las tierras de los hacendados, y con decirles que la propiedad es robo.


-¡Así, desacreditándonos es imposible! -dijo don Demóstenes poniendo la carta encima de la mesa.

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-Sí, señor -contestó ñor Dimas-; porque un desacrédito es lo más malo que puede haber en la vida.

-Así nos las ganan los conservadores, continuó diciendo don Demóstenes.

Atravesó la sala, paseándose, y luego se volvió a sentar, para seguir con la lectura.

Usted sabe cuánto trabajo nos costó introducir en la legislación de elecciones la cláusula de los transeúntes. Haga usted que entren en la urna electoral unas doscientas boletas de transeúntes, aunque por los caminos de esa parroquia nunca pasan sino las manadas de los cafuches. En fin, mucho celo y mucho cuidado. Usted es un patriota excelente, y no ha de querer que la República se pierda por falta de decisión. Entre tanto mande usted a su más afecto amigo, q. b. s. m.


ARÍSTIDES SÁNCHEZ.                


-¡Hay que trabajar! -exclamó don Demóstenes- ¿Usted por quién piensa votar, ciudadano Dimas?

-Yo estoy péndulo entre mi amo don Blas y la niña Manuela.

-¿Cómo es eso, taita Dimas?

-Pues muy bien; porque si voto por la niña Manuela, se me puede enojar mi amo don Blas; y si voto por mi amo don Blas, entonces no me querrá fiar la niña Manuela el anisado, que es el mejor de todos, porque es de contrabando, y a mí me lo mide muy bien medido y me da tabaco. Bien es que hasta la presente mi amo don Blas no ha echado a ninguno de la tierra por este cuento de las elecciones, como lo han hecho en otras partes.

-Entonces usted debe votar por la niña Manuela.

-Así lo haremos, mi amo don Demóstenes.

-Pero mire usted, taita Dimas: no es por la niña Manuela por la que va usted a votar; es por el doctor   —205→   Manuel Murillo Toro, que es instruido y representa las ideas del partido radical.

-No lo conozco, mi amo don Demóstenes, ni tampoco sé qué será eso de radical.

-El partido liberal genuino es el que se llama radical. ¿Usted no es liberal?

-Mucho, mi amo don Demóstenes, porque yo no quiero que se acabe la religión, ni que nos manden los congresos, que dicen que son los que nos tienen en la miseria y en las guerras de todos los días. A un hijo me lo mataron en la revolución pasada, y si los españoles no nos vuelven a gobernar, ¡quién sabe en qué parará esto!

Don Demóstenes se quedó mirando al ciudadano, a ver si descubría los indicios de la chanza y de la malicia; pero viendo que se quedó muy serio, formó su juicio sobre sus ideas políticas y se reservó para otro día la obra de ilustrarlo. Tomó otro papel en la mano, y leyó:

-Pero yo no oigo más leyendas de papeles, dijo el ínclito ciudadano.

Y se fue despidiendo de su amo Demóstenes y poniéndose las quimbas, que se había quitado para entrar.

-Amigo -le dijo el bogotano, usted ha hecho una conquista soberbia, porque el archivo de don Tadeo es una colección de documentos muy curiosos para la historia de la parroquia; yo le quedo a usted muy agradecido y le regalo estos dos fuertes para que compre una buena hacha para su trabajo.

-Dios se lo pague, mi amo y le dé la gloria y le dé más.

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-¿Más que la gloria?

-No, no mi amo: más que dar a los pobres; porque su merced no es como otros, que hablan de lástimas de los pobres, se sirven de ellos y no les alargan un chicote; y adiós, mi amo, hasta que nos vaya a ver a la montaña.

Siguió don Demóstenes la lectura del papel que tenía en la mano:

Nosotros los firmados, que componemos la mayoría de los vecinos de este distrito, sentimos mucho tener que molestar la atención de V. S I.; pero nos es indispensable elevar nuestras quejas al padre de los fieles para evitar males de mayor trascendencia. Es el caso, I. S., que los escándalos del señor cura Jiménez han llegado a un punto que no se pueden mirar con descuido, porque ofenden a la moral, a la sagrada religión católica que adoramos y profesamos, y a la soberanía de la Nueva Granada, con la subversión de todos los derechos y de todas las leyes políticas y civiles. Este ministro del Evangelio, contradiciendo lo que predica en el púlpito acerca de la pureza y castidad, es el más escandaloso de todos los vecinos en su trato familiar y doméstico, y a los pobres los hace sufrir todo el peso de su codicia, después de predicar contra los ricos de la parroquia. Pero hay otro crimen de mayor gravedad, de que pedimos pronto castigo, por los malos resultados que pudiera causar y es, el de meterse el presbítero Jiménez en los negocios de la política: hay un hecho, entre otros mil, que recomendamos a la sabiduría y discreción de S. S. I., y es el de haber asistido y tomado la palabra en una junta secreta que los hacendados convocaron en la hacienda del Retiro para echar abajo el gobierno. Los documentos en que se funda nuestra justa y humilde acusación van adjuntos, y terminamos pidiendo que se sirva S.S.I. en méritos de justicia, quitar de cura de esta parroquia al presbítero Jiménez, lo más pronto que fuere posible.


-¡Qué infamia la de este gamonal! -exclamó don Demóstenes, porque no pudo contener los arrebatos de su ira-. Curas infames y malvados habrá, yo no me   —207→   atrevo a negarlo, curas borrachos, jugadores, licenciosos y avaros; pero el doctor Jiménez es un misionero que ilustra su pueblo, y lo alivia y lo socorre, que tolera las opiniones de los que no son católicos, y que saca partido de todo para el bien de la sociedad. El archivo de don Tadeo me está haciendo conocer las sombras y los misterios que cubren la existencia de un gamonal. Veamos lo que sigue.

Señor don Tadeo Forero.

Junio... de 1856.

Mi apreciado amigo: le pongo esta carta para avisarle que por la vía gatense no tenemos esperanza de sacarlo a usted con bien, porque el cachaco Demóstenes parece que también entiende la estrategia de la Recopilación granadina, y nos ha puesto las cosas en un estado sumamente crítico; pero hemos acordado un plan para salvarlo, que le comunico a usted para que esté listo. Esta carta va por duplicado para mayor seguridad. Ocho reales he tenido que gastar para vencer el patriotismo45 del alcaide, que le entregará uno de los ejemplares. El plan es éste:

A las tres de la mañana saltará un pelotón de gente la guardia a la voz de ¡viva la libertad! ¡Mueran los conservadores y los gólgotas! Y usted y Juan Acero saldrán de la cárcel a incorporarse con la partida, la cual se compondrá de las personas siguientes: don Matías, con todos sus peones y arrendatarios, don Anastasio, ñor Pascasio y don Pacho.

En seguida nos haremos al archivo y a los pocos reales de la tesorería, y lo proclamaremos alcalde a usted, juez al que estaba antes, que es el juez constitucional; y de presidente del cabildo pondremos al modesto Juan Acero.

Pasaremos a la posada del libertador, y lo montaremos en angarillas en el burro carguero de la vieja Patrocinio, con la cola vuelta para atrás y lo pondremos a unas ocho cuadras de distancia de la parroquia, con una coroza, en la cual se leerá este letrero: «El que se mete a redentor muere crucificado».

Si los aristócratas nos atacan, haremos resistencia y luego les pondremos en revolución todo el distrito, y les expropiamos las mulas y los fondos como hicimos el año de 54, para lo cual contamos con la revolución que debe estallar contra el gobierno del   —208→   4 de diciembre, y entonces quedaremos libres de todo cargo. El derecho de insurrección que proclamó el Estado del Socorro el año de 40, es un derecho que vale todos los años, y es justamente el núcleo de la felicidad de los pueblos de Nueva Granada.

Pero si por casualidad el pronunciamiento no saliere bien, usted y el ínclito Juan Acero se irán a la ciudad de Ambalema, adonde les llegarán las noticias posteriores, entre tanto que la revolución general estalla en toda la república para echar abajo al doctor Mallarino, que no debe mandar porque no es militar ni hace todo el ruido que debe hacer un presidente.

Mañana será usted libre, y la bandera de la libertad estará tremolada en todas las cuatro esquinas de la plaza, y los tiranos oligarcas de las haciendas y el tiranuelo gólgota de la parroquia ya no mandarán sobre nosotros. La enseña de esta revolución será: «Arriba los descalzos, abajo los calzados».

La divina Providencia ha de querer secundar nuestras buenas intenciones y la justicia de nuestra causa.

Dios y libertad. Su afectísimo amigo y copartidario,


PASCUAL ACUÑA.                


Después de esta carta pasó don Demóstenes a leer la siguiente:

Bogotá, mayo 1º de 1856

Señor don Tadeo Forero.

Mi apreciado señor y amigo: yo nunca olvidaré todo lo que usted me favoreció ahora ha dos años que estuve en ésa, y que usted, su señora y su entenada me cuidaron tanto; y si no les había vuelto a escribir ni a mandar recado ninguno desde que me vine, no había consistido sino en mis grandes ocupaciones, y en que no había encontrado a ninguno de por allá, hasta ahora que se me ha proporcionado un conducto seguro cual es la persona del cazador Elías, a quien encontré en la plaza vendiendo plátanos y cueros de cafuche y de oso.

Después de saludarlo, me tomo la confianza de interesarme con usted, a fin de que las elecciones de esa parroquia para la presidencia de la República, se hagan de manera que nos salga un presidente que nos dé todas las garantías de estabilidad y paz que hacen la dicha de las naciones, un presidente que asegure el orden, la propiedad, la familia, la libertad de creencias, para que no se desmorone el orden social en la confragración de la anarquía que amenaza en todos los ramos de la administración   —209→   y en todas ideas, privadas y públicas. Un presidente que le garantice a los pueblos las creencias y el culto que sea más de su gusto, sin ingerirse en las prácticas religiosas de los individuos; un presidente que no tenga ínfulas de virrey, conquistador, o encomendero; un presidente que no sea de chafarote, para que los pueblos vean de una vez si quieren ser gobernados por el terror de las bayonetas, o por la dirección modesta de un republicano de casaca negra.

Le hablo a usted con esta confianza, porque me acuerdo de que usted me dijo que aunque había trabajado en favor de la revolución del año de 54 ya se estaba inclinando al partido conservador neto, y espero que nos ayudará con eficacia, de acuerdo con los demás conservadores del distrito, que son en gran número, y tienen de su parte a los dueños de trapiches, lo que tiene es que son ricos, y la riqueza les hace estorbo para trabajar por su partido, porque usted lo habrá notado, que los conservadores ricos, con cortas excepciones, son más hostiles a nuestro partido que los mismos liberales; así es que lo mejor será no contar con ellos.

Es menester que no se dejen alucinar los conservadores de por allá con la segunda candidatura conservadora, que llaman nacional, o de los ferrocarriles, que no tiene objeto, y nos puede hacer bastante perjuicio por la división. Yo lo hablo a usted francamente, que no sé qué programa es el que ofrecen estos hombres; porque yo creo nacionales todas las cuatro candidaturas, y en cuanto a ferrocarriles, no creo que la Nueva Granada, con millón y medio de rentas anuales, pueda hacer ni un puente de cal y canto como los que hacían los virreyes; ni creo que tenga uso un ferrocarril en la Nueva Granada, sino cuando tenga población y tenga industria, y paz sobre todo.

Ojalá que usted compre los folletos y los periódicos relativos a las candidaturas, para que se imponga sobre esta interesante cuestión, pues aquí está esto lleno de papeles elogiando cada cual a su candidato y vituperando a los otros. Haga usted todo lo posible, y no espere remuneración de los hombres. La tranquilidad de la conciencia es el mejor premio para los hombres de bien. Salvemos la familia, la moral y la propiedad de las garras del socialismo, que amenaza destruirlo todo.

Soy de usted, afectísimo servidor y amigo,


JUAN DE DIOS AGUIRRE.                


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A la lectura de esta carta se siguió otra, acerca del mismo asunto, pero en un sentido diametralmente opuesto, y decía lo siguiente:

Bogotá, 13 de abril de 1856.

Señor Judas Tadeo Forero.

Muy apreciado y distinguido señor: A nombre de una junta privada eleccionaria me dirijo a usted, conociendo las ideas de progreso que siempre lo han distinguido, para que usted nos ayude a trabajar en la lid eleccionaria que se agita en favor del gran partido radical. Usted bien conoce que la rémora del progreso material e intelectual en esta república, que marcha a la vanguardia, ha consistido en las influencias de sacristía y en la oposición sistematizada de los oligarcas, y en particular en los efectos letales conque abate y anonada los espíritus débiles la hidra de la teocracia, que ha sido siempre la peste de las naciones incipientes. Usted sabe que para ser buen liberal es necesario ser protestante; usted sabe que el centralismo y la república a medias, es la guarida de los retrógrados, de los inquisidores y de los fanáticos en general; de consiguiente yo no tengo que esforzarme demasiado para persuadir a usted de que hay que trabajar sin descanso, sin reparos, sin temor de ninguna clase, por la candidatura radical, única que puede salvar el país de las letales influencias del catolicismo y elevarlo a la cúspide de las naciones más civilizadas del mundo.

Le incluyo el programa de la presidencia radical tomando de las publicaciones de la prensa liberal y de los discursos del congreso y de las sociedades y asambleas patrióticas y le incluyo algunos impresos para que usted los haga circular en todo ese distrito, sin omitir diligencia ni arbitrio: que lean y oigan leer en el cabildo, en las calles y la plaza, en las ventas y figones, en los trapiches y las estancias más retiradas. Le remito ocho números de «El Tiempo» que no le costarán a usted nada, y puede ocurrir al correo de la cabecera del cantón por los números venideros y las hojas sueltas que se publiquen. Por último, no me resta sino decir a usted a nombre de esta sociedad parcial de elecciones que usted no perderá sus pasos ni sus gastos en la empresa, porque la administración radical le dará la colocación más honrosa   —211→   y útil de ese distrito, porque los ciudadanos que trabajan con decisión en la noble causa de los adelantos sociales, deben tener su premio de la sociedad a que sirven.

Quedo de usted su más atento y obsecuente servidor,


PIGMALIÓN VEGA TORRES.                


Después de esta lectura recogió los papeles don Demóstenes y repletó con ellos los cuatro bolsillos de la levita, los dos de los calzones, y se preparó para ir a visitar al cura y comunicarle las noticias del archivo privado de don Tadeo a tiempo que lo saludó su compañero, amigo y fiel guarda de la casa, el muy apreciable Ayacucho, que fue puesto en libertad por Manuela. Después de darle la orden a su fiel portero para que se echase en el corredor, tomó la calle don Demóstenes, se encontró al cura leyendo un libro de botánica y le participó la noticia de los papeles adquiridos en la cueva del gamonal ermitaño. El prudente cura se sobrecogió de temor previendo todos los secretos que se irían a descubrir entre los papeles del gamonal.

Y usted tiene aquí su parte -le dijo al cura don Demóstenes, descargando bolsillos y echando papeles sobre la mesa, y sacando la representación de los vecinos al señor Arzobispo, se la dio al cura, quien se puso a leerla con mucho cuidado. A este tiempo llegaron don Cosme y don Blas, que venían del Gualanday, de visitar una familia recién llegada.

Los recién venidos se informaron de la adquisición de los papeles, y el cura le mostró a don Blas las firmas a ruego de todos sus arrendatarios, los cuales pedían que lo destituyesen del destino.

-Yo tenía noticia de estas firmas -dijo don Blas-,   —212→   porque mis arrendatarios estuvieron asistiendo a la parroquia hace ocho días; pero uno de ellos me dijo que le habían pedido su firma para dar una manifestación muy honrosa en favor del cura, por su buen comportamiento y por su decidida obediencia a las autoridades locales. Vea usted cómo juega don Tadeo con el pueblo, con los hombres honrados y con el arzobispo, y cómo despoja de su honra al ciudadano que mejor cumple con sus deberes.

-Es seguro que la representación está en poder del señor arzobispo, que a mí me hacen ir a Bogotá y que esto me va a perjudicar infinitamente, porque su señoría ilustrísima, no tiene noticias de quien es don Tadeo.

-Mañana mandaremos un peón con los informes de todos los hacendados, para que el señor arzobispo no se preocupe -dijo don Blas-; eso corre de nuestra cuenta.

-Mil gracias, señor don Blas. Usted ve lo que yo perdería al caer en descrédito para con el señor arzobispo, y para con la gente de Bogotá que llegue a saber estas cosas. Y que estoy temiendo que allá coja algún curioso la representación y la publique por la imprenta.

-No tenga usted cuidado, señor cura: mañana mando el peón con las cartas a las siete de la mañana.

El cura leyó en presencia de don Demóstenes y de los dos hacendados los principales documentos del archivo de don Tadeo, y entre ellos la carta siguiente, que don Demóstenes no había desdoblado:

Distrito de ***, mayo 7 de 1856.

Mi apreciable amigo don Tadeo: acabo de recibir una carta de don Francisco, en la cual me dice que él no piensa meterse en asuntos de elecciones este año, porque la patria y los gamonales   —213→   de la corte le han correspondido como él no lo esperaba a causa de que después de haberse llenado de entusiasmo por las doctrinas sociales el año de 54 merced a los discursos de los ultraliberales, había sufrido un balazo en un costado, de parte de los mismos tribunos y de los tiranos llamados constitucionales en el día 4 de diciembre, y después había sido condenado con otros varios artesanos al presidio de Panamá, a tiempo que los jefes y motores de la revolución habían sido indultados, o auxiliados, o condenados por mero cumplimiento a vivir unos días en los lugares más cómodos de la República.

Esto se lo digo, porque usted estaba muy confiado en lo que trabajaría don Pacho para la elección del candidato del partido liberal neto, que es el doctor Patrocinio Cuéllar; y le agrego a usted que Manuela Valdivia, la hija de la vieja Patrocinio Soto, se está ganando los electores con sus tragos, sus miradas y sus caricias, a tiempo que nosotros estamos enteramente descuidados. Escríbame lo que haya sobre esto.

También le digo que he recibido una carta del señor Pausanias Aranda, en la cual me dice que debemos unir los votos del gran partido liberal neto a los votos del gran partido liberal radical, porque la división nos puede ocasionar la pérdida de las elecciones de los dos grandes partidos.

Todo esto se lo participo para que usted me diga si los liberales netos nos ponemos bajo las órdenes de Manuela en el asunto de las elecciones, o si combatimos la candidatura de Manuela.

Deseo no tenga novedad y que disponga del afecto de su amigo.


N. DE N.                


-¡Manuela metida en las elecciones! era lo único que nos faltaba -exclamó el doctor Jiménez.

-Y con esperanzas de triunfo -dijo don Cosme-, si el partido tadeísta se le une, como lo anuncia la carta de ese señor. ¡Qué contrastes los de la política de esta parroquia, Dios eterno!

-Y de todas -dijo don Blas-; porque así anda toda la república. Pero el retrato de esta parroquia, sacado al daguerrotipo, es el archivo de don Tadeo. Ahí están   —214→   todas la facciones políticas y religiosas, ahí está la civilización, ahí está la marcha progresiva de la república.

Don Demóstenes mientras tanto estaba acabando de pasar revista a todos los papeles, y de repente dio un grito, diciendo:

-¡Ah, infame! ¡Ah, malvado!

-¿Qué es? ¿Qué es? -exclamaron los otros señores.

-¡Qué ha de ser, sino que en estos últimos correos no me ha llegado sino una carta de Bogotá, a lo sumo, en cada correo, cosa que yo extrañaba mucho, y aquí encuentro un paquete de cartas para mí, todas de distintas fechas y todas violadas por ese bribón de don Tadeo!

-¿Y son cartas de importancia?

-De tal importancia, que si cogiera ahora a ese gamonal infame, lo había de estrangular con mis propias manos, y le había de sacar los ojos que se atrevieron a leer las cartas de Celia.

-¿Hay el nombre de alguna señorita de por medio?

-Sí, señores, y no es un secreto que me deshonre, aunque sí hubiera querido que no se supiese sino por mi boca y la voluntad mía. Estoy comprometido con una señorita muy respetable por su posición y su mérito. Al venirme, tuve una ligera disputa con ella, por opiniones religiosas, y la primera carta que recibí de ella en la parroquia me disgustó bastante; pero la ausencia, la meditación y las juiciosas reflexiones que me hizo cierta persona a quien estimo mucho, me volvieron al buen camino, y escribí buscando con tanto respeto como afecto una reconciliación. No recibí respuesta ninguna; este silencio, al paso que aquilataba el valor del bien que había perdido, me causaba la pena que ustedes pueden figurarse. ¡Y ahora me encuentro   —215→   con que esas penas se las debo al señor don Tadeo, que se tomaba la molestia de mandar a la cabecera del cantón por mis cartas para leerlas muy a sus anchas en su cueva!

-¡La libertad, señor don Demóstenes! ¡Es que aquí hay libertad hasta para sacar las cartas ajenas!

-¡Qué libertad ni qué pan caliente! Esto no es uso de la santa libertad, sino una cosa que en los Estados Unidos, la república modelo, tiene por recompensa una celdita en la penitenciaría. Voy a escribir ahora mismo a Bogotá, avisando este robo, para que no extrañen mi silencio en estas semanas que han pasado.

Diciendo esto, se levantó don Demóstenes para despedirse, y con él los otros dos señores; pero el cura les dijo:

-No los detengo a ustedes, señor don Blas y señor don Cosme, porque ustedes viven lejos, y no es prudente andar muy tarde de la noche por esos caminos solitarios; pero usted, señor don Demóstenes, que vive cerca sí se aguardará un rato a acompañarme.

-Dispénseme usted, señor cura; pero me urge ir a escribir para Bogotá.

-Tiene tiempo de sobra; y además tengo urgencia de hablarle sobre cierto asunto muy importante.

-Siendo así, me esperaré, señor cura.

Se despidieron los dos hacendados, y don Demóstenes volvió a tomar su asiento al lado del cura.



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ArribaAbajoCapítulo XXX

Don Demóstenes


Luego que estuvieron solos don Demóstenes y el cura, le dijo éste:

-Usted tuvo la atención de venir a comunicarme ese ignominioso documento de Tadeo, para que yo tomara mis medidas a fin de salvar mi reputación. En gratitud por su bondad, separé esta carta a tiempo que estábamos leyendo en voz alta todos los demás papeles, porque me parece que usted la debe leer a solas.

Don Demóstenes tomó la carta, vio que la firmaba don Matías Urquijo, y que decía así:

La Hondura, junio de 1856.

Mi estimulado compadre: La vieja Claudia me entregó la favorecida de usted fecha de ayer, y con ella le contesto sin pérdida de tiempo. El plan de usted me parece magnífico. Las cartas de la señorita Celia a don Demóstenes, que me remite, son como usted dice muy bien, documentos preciosos porque prueban la intolerancia de ese feroz verdugo del pueblo. No deje de ver cómo se hace llegar a oídos de esa señora que don Demóstenes vive en esta parroquia entregado a toda clase de libertinaje. Creo que valiéndose de don N. se pudiera conseguir este objeto, y el de desbaratarle el casamiento. Yo he averiguado ya quién es esa señora, y sé que es hija de un hacendado muy rico de la Sabana. No hay que dejarlo casar, porque una vez que esté   —217→   rico puede hacer más daño a la causa de la libertad. En cambio de su plan le comunico este otro: la vieja Víbora ha averiguado que Dámaso estaba celoso de don Demóstenes, como lo estuvo Celestina, el novio de Rosa de Malabrigo. Es menester apurarle los celos a ese majadero, a ver si por medio de él salimos de ese aristócrata. En lo que sí nos pelamos fue en haber seguido la causa de Manuela con José Fitatá; es lástima de todas esas declaraciones perdidas, porque si en lugar del indio ponemos el nombre del46 cachaco, la cosa ya estaba hecha. Mire que el viejo Dimas y el viejo Elías son manuelistas: no se fíe de ellos, ni se deje ver de ese par de bribones, a quienes tenemos que echar a un presidio apenas salgamos del cachaco.

Reciba muchas47 memorias de su comadre y todos los de esta casa, y ocupe con satisfacción a su afectísimo compadre que verlo desea.


MATÍAS URQUIJO.                


-¡Oh, éste es el colmo de la maldad! -exclamó don Demóstenes, levantándose lleno de rabia-. ¿Qué dice usted de esto, señor cura?

-¿Qué he de decir, don Demóstenes! Muy mala idea he tenido de esa gente desde hace tiempo y por muchos motivos.

-Puesto que quieren matar a pesadumbres a Manuela, como mataron a Rosa, mi deber es alejarme para quitarles pretextos. Me voy mañana para Bogotá, señor cura. ¿Qué le parece a usted?

-Mucho sentiré su ausencia; pero no puedo menos que aprobarle esa determinación. Si en principios políticos no estamos acordes, sé, desde que lo conocí, que en principios de honradez y de delicadeza, sí, somos copartidarios. Hace usted muy bien en irse.

-Pues prepare sus órdenes, porque mañana vendré a caballo a recibirlas.

-Mis órdenes como usted las llama, o mi súplica como yo la llamaré es muy sencilla. Usted ha hecho en la   —218→   parroquia un estudio más provechoso que el que hizo en los Estados Unidos. Allá vio usted cómo es un pueblo extraño; aquí ha visto como es nuestro pueblo. Allá vio usted qué civilización se debe imitar; pero aquí ha visto qué vicios hay que corregir. Estoy seguro de que si va usted al congreso, no se acordará al legislar, de lo que vio allá, sino de lo que existe aquí. Mi súplica, pues, consiste en que no se olvide usted de la vida de la parroquia. Y a pesar de que sus principios religiosos no favorecen al clero, le ruego que recuerde que en una de estas parroquias, no hay más obstáculo para la barbarie que un funcionario moralizador en sus funciones, aunque sea malo en sus ejemplos, que se llama el cura. Usted me ha visto a mí lleno de defectos y de ignorancia, predicarles una moral que tal vez no comprendo, pero que tiende a plantear entre selvas habitadas por hombres semisalvajes lo que usted busca por otros caminos, que no lo llevarán adonde usted quiere, esto es, a la república cristiana. Acuérdese usted cuando ataque al clero, de que los curas somos a los liberales de buena fe más útiles de lo que se figuran, y menos aborrecibles de lo que nos creen...

-Señor cura, si todos las párrocos de la Nueva Granada fueran como usted, nosotros formaríamos un tratado de alianza con ustedes, que no tendría más objeto que llegar muy pronto a las apacibles regiones de la libertad. Lo que tiene es que nos faltaría un estandarte común que simbolizara nuestra alianza y la pureza de nuestras miras.

-Se equivoca usted, don Demóstenes: el estandarte existe, y aquí lo tiene usted -dijo el cura levantándose y señalando un crucifijo; ahí tiene ese que usted llama el Cristo y a quien califica, de una manera tan irreverente   —219→   como ingrata, de hombre ilustre, el que nosotros llamamos nuestro Señor Jesucristo y adoramos como Dios único.

-A mi vez le diré también que se equivoca, porque yo igualmente adoro como Dios a ese modelo de los hombres, a ese Dios de mi madre, ese Dios de mi corazón -dijo don Demóstenes descubriéndose la cabeza y saludando elegantemente al crucifijo.

-No esperaba menos de usted -dijo el cura con voz conmovida y estrechando en sus brazos a don Demóstenes. Puede usted tratarme como a su esclavo, puesto que reconoce en mi divino maestro a nuestro Dios.

-¡Oh! Para Jesucristo no debe tener la humanidad sino altares de oro en que sacrifique corazones puros. De Jesucristo no nos aleja sino la Curia romana, esa cueva de supersticiones.

-¿Cómo, señor don Demóstenes -dijo el cura, limpiándose disimuladamente los ojos-, va usted a reñir por tan poco con el sublime y divino Redentor? ¿No se alió usted, con los conservadores el año 54, a pesar de que los impugna y los cree malos, porque ellos y usted peleaban en favor de le constitución de 53? Figúrese usted que la respetable Curia romana no es solamente una cueva de supersticiones, sino una caverna de bandidos; ¿pero no pelea ella por la ley del Gólgota como usted? ¿Por qué no fraterniza con nosotros y duerme en nuestro campamento como durmió en la tienda del general Ortega, en las llanuras de Bosa, la víspera de la batalla?

-Porque nos sucedería con ustedes, lo que nos sucedió con el general Ortega y los demás conservadores, al día siguiente del triunfo del 4 de diciembre; apenas conseguimos la victoria nos dividimos en principios,   —220→   aunque durante la lucha habíamos vivido como hermanos.

-Pues viva con nosotros durante la lucha de Cristo y sus adoradores contra el mal, contra el mundo corrompido; y como nuestro 4 de diciembre será cuando se concluya el mundo, ya no habrá tiempo de dividirnos, porque la eternidad nos dará un solo programa: ¡Adorar a Dios en su presencia!

-Es usted el más peligroso de los contrarios -dijo don Demóstenes disimulando su emoción con un abrazo de despedida-. Hasta mañana, señor cura.

Un momento después estaba el párroco a los pies de su crucifijo pidiéndole con gran fervor algo que no se le oía bien; y don Demóstenes en su posada, se mecía en su hamaca, apoyándose en el bastón. Estaba meditando y desvelado, aunque eran ya las diez de la noche. Manuela entró del interior de la casa a la sala, trayendo una vela en la mano, y dijo a su huésped, sentándose en la silla jesuítica qué estaba cerca de la hamaca:

-Lo esperaba, don Demóstenes, para darle una gran noticia.

-Veamos esa gran noticia.

-Esta noche apenitas se fue usted, vino Dámaso. ¿No se lo encontró por la calle?

-No -contestó sobresaltado don Demóstenes-; ¿y a qué vino?

-No sea tan... ¿A qué había de venir?... -contestó con los ojos Manuela; pero con la boca le dijo-: vino a hablar con mi mamá y conmigo sobre...

-¿Sobre qué? -dijo aún más sobresaltado el bogotano.

-Sobre el casamiento -contestó Manuela ruborizada.

-¿Y qué hablaron sobre el casamiento?

  —221→  

-Vino a que señaláramos el día.

-¿Y lo fijaron?

-Sí: el 20 de julio.

-¡Aniversario de la independencia! -dijo riéndose don Demóstenes.

-Día de mi señora santa Librada.

-Pues me alegro de la noticia, porque tú crees que vas a encontrar la felicidad, y tu felicidad me es grata como si fuera la mía.

-Gracias, don Demóstenes. Prepare, pues, sus pies para el baile.

-¡Oh, Manuela! En ninguna fiesta bailaría con más gusto. Tengo por Dámaso mucho cariño, porque sé que es honrado y muy trabajador, y que te adora; tengo por ti un cariño tan grande como si fueras mi hermana, por tus nobles cualidades y tus gracias. Hay en ti una mezcla de candor y malicia que mantiene en perpetuo éxtasis a tus... amigos. Tienes el abandono y la inocencia de una niña junto con la dignidad de una reina. ¡Muy malo ha de ser el hombre que te irrespete, Manuela!

-Muchas gracias por sus favores, don Demóstenes; y que no se vaya de aquí en muchos años.

-Es el caso, y te lo iba a decir, que desgraciadamente tengo que irme... mañana.

-¡Mañana! ¿Cómo es eso de mañana?

-Como lo oyes.

-¿Y a qué se debe ese viaje precipitado? -dijo Manuela demudada y triste.

-¿Sabes a qué vino taita Dimas?

-No.

-Pues te lo diré en reserva: vino a traerme el archivo del viejo Tadeo, que le cogió en la montaña.

  —222→  

-¿Y qué tiene que ver el archivo de don Tadeo con su viaje?

-Encontré en él todas las cartas que me han dirigido de Bogotá en este mes, que el maldito viejo había sacado del correo. En esas cartas hay unas sumamente importantes para mí; si antes las hubiera recibido, antes me hubiera ido -añadió con profunda intención.

-¿Pero qué es lo que le dicen de Bogotá, para hacerlo ir tan de prisa? ¿Hay alguna novedad?

-No, Manuela. Nos hemos reconciliado Celia y yo; ella se confesará cuando quiera, y no me tomaré otra libertad en ese punto que la de saber si el confesor es un hombre de moral austera y de vida ejemplar.

-Me alegro tanto como usted no se lo puede figurar, que mucho me afligía que usted no fuese tolerante y que perdiera un casamiento tan bueno.

-Pues ya ves que es menester que me vaya.

-Pero no tan pronto.

-Mañana mismo, Manuela.

-Entonces será que además de esas noticias, le hemos ofendido en algo -dijo Manuela, inclinando la cabeza sobre su brazo, y ocultando su cara, que estaba llorosa.

La posición48 de don Demóstenes era verdaderamente crítica. Estaba sentado en su hamaca, y tenía al frente a Manuela, sentada en la silla. El negro y abundante pelo de Manuela bajaba en trenzas deshechas sobre sus hombros, su brazo tornátil estaba doblado y recibía en la palma de la mano su cabeza. El semblante descolorido por la pena, y los ojos cerrados por el llanto aumentaban el atractivo de su fisonomía, y su talle esbelto, doblado en ese momento, y sus diminutos pies que asomaban bajo el traje, posados sobre el suelo polvoroso,   —223→   completaban el encanto. Aquella tristeza por la partida impresionaba profundamente a don Demóstenes; y al ver así tan hermosa y tan triste a su linda casera, se preguntó a sí mismo, sin atreverse a contestarse, si lo que sentía por ella su corazón no era un amor profundo...

Pero al mismo tiempo se acordaba de Dámaso, que cifraba toda la felicidad de su modesta vida en la posesión de aquella mujer que le había costado ya tantas persecuciones, y se dijo: es preciso partir.

-No, Manuela -dijo tras un largo espacio de doloroso silencio-; en nada me han ofendido ustedes, y tú mucho menos, pero te repito, la urgencia que tengo de irme es muy grande, tan grande como el afecto que te profeso, y que te juro que durará tanto como mi vida.

Manuela sollozaba en silencio; don Demóstenes siguió hablándole, y al fin logró arrancarle una sonrisa, que aunque triste, era precursora de la resignación. Al fin se levantó Manuela, después de haber comprometido a su huésped a que, puesto que la sentencia de partir al día siguiente era inapelable, por lo menos no partiera hasta por la tarde, para tener tiempo de prevenirle el fiambre para el camino.

Al día siguiente, a las tres de la tarde, después de haberse despedido de todos sus amigos de la parroquia, dio el último adiós a sus amigos de la casa. Se despidió con un abrazo del cura, que vino a verlo montar; del honrado Dámaso, que le repitió sus protestas de gratitud; de doña Patrocinio y de Pachita, que lloraban de pena, y el último abrazo lo guardó para Manuela, que estaba reclinada en la puerta, envuelta en el pañalón. Al estrecharla, sintió el corazón candoroso   —224→   de la joven que golpeaba bajo los encajes de su camisa, y ella pudo haber notado, si no estuviera tan triste, que el corazón de su huésped estaba también muy agitado.

A las cuatro de la tarde pasó por la estancia de Malabrigo, cuya vista lo arrancó un ¡ay! de dolor; al día siguiente se desmontó en su casa de Bogotá, y escribió con el peón que regresaba a la parroquia una cartica a Manuela, deseándole que su matrimonio se verificara pronto y fuera dichoso.

Ayacucho y José también acompañaron unas cuadras al peón y probablemente le encargarían algunas memorias para sus amigos, aunque Ayacucho no lo hizo de palabra, pero sí lo dio a entender con los ojos.



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ArribaCapítulo XXXI

Manuela


Todo estaba en movimiento en la casa de Manuela, el día 19 de julio de 1856. El horno, los fogones y la mesa grande estaban en servicio activo. Había novios, y era ocasión de echar la casa por la ventana, según la usanza de la colonia, conservada entre los parroquianos y los estancieros del centro de la Nueva Granada.

La estancia del Botundo estaba mucho más alborotada aún, porque Melchora también estaba de novia, y este suceso era una completa revolución en la montaña, tanto más cuanto que los dos casamientos debían celebrarse en un mismo día. El cura se gozaba en la conquista de este último matrimonio, como se gozaría el misionero que volviese a someter a los infieles de un pueblo de la Goajira, porque los contrayentes se habían resistido por muchos años a los sermones y a los consejos evangélico, del cura, y aun a los mandatos del dueño de tierras; aunque, a la verdad, Melchora y Dimas no eran los únicos que estaban casados temporalmente, o casados por el doctor Montes, como decían en la parroquia.

Seguramente el lector recordará que el día en que   —226→   don Demóstenes fue a la casa del ciudadano Dimas, fue informado por el cura de las malas consecuencias que los matrimonios civiles, o medio civiles, tenían en su parroquia, y para honor del joven proteccionista es menester que ahora se sepa que de su bolsillo salió una contribución voluntaria para el casamiento y establecimiento de la madre de Pía.

Pero no fueron únicamente los sermones del cura, ni los consejos de don Demóstenes los que redujeron a Dimas a abrazar el santo estado del matrimonio católico, sino esta pequeña insinuación del dueño de la tierra:

-Se casa, Dimas, o desocupa la estancia dentro del preciso término de quince días.

Este consejo, cuyos términos no pueden ser más lacónicos, había convencido al ciudadano, y una vez resuelto había señalado el plazo, que era el mismo día designado para el matrimonio de Manuela, con el objeto de hacer ruidosa por entero la semana de las dos bodas.

La ilustre novia de la montaña había echado un empréstito demasiado fuerte en las haciendas y en la parroquia, por medio del cual había recogido seis camisones de zaraza, seis enaguas interiores, seis pañolones, algunos pañuelos y medias, sortijas y zarcillos; pero no halló ni un solo par de zapatos a la medida de su pie, porque los de las señoritas Juanita y Clotilde eran pequeños, que no le sirvieron ni para calzarse el dedo gordo del pie derecho, muy abultado a consecuencia de los uñeros que había padecido en el trapiche. Sin embargo, Dimas, que fue a vender unos plátanos a Bogotá, compró los de la horma más grande que pudo hallar en las tiendas del puente de San Francisco,   —227→   y a pesar de todo, le quedaron muy ajustados. Por lo que hace a la boda, Pía y Melchora se habían preparado del mejor modo posible, habiendo, sobre todo, grande abundancia de carne de la montaña.

Los preparativos de la despensa y repostería de doña Patrocinio eran de lo más asombroso. Los capones, pavos y gallinas habían sido preparados con tiempo, y un marrano muy grande colgaba de las vigas de la despensa, aunque a decir verdad, no era marrano, sino la misma marrana de la horqueta, no muy gorda en realidad, por consecuencia de la ley del 18 de mayo.

Marta, que era la madrina de casamiento de Manuela, no había echado empréstito de joyas ni de ropa, ni había dejado conocer el programa de vestuario que ella y su ahijada habían imaginado.

La casa de doña Patrocinio había sido blanqueada con esmero, y habían vuelto a igualar el suelo de la sala, para los efectos del baile. Dimas había mejorado su casa del Botundo con una especie de enramada cubierta de hojas de palma, con los auxilios de Patrocinio y de Elías, que iban a ser sus padrinos; Dámaso estuvo ayudando por su parte en todo lo que le fue posible.

El proyecto era bailar dos días seguidos en casa de Manuela, y otros dos en casa de Dimas, para lo cual todo estaba preparado.

El señor cura ordenó que el casamiento tuviera lugar en la madrugada, porque tenía que hacer dos administraciones a dos leguas de distancia.

La víspera hubo una completa alborada; Marta y Manuela no durmieron aquella noche esperando la campanada del alba. Desde las dos comenzaron a vestirse,   —228→   y por cierto que ambas quedaron perfectamente preparadas para los papeles que debían representar en el templo, en la comida y en el baile.

El sacristán abrió la puerta de la iglesia desde las tres de la mañana, y tocó el alba un poco antes de lo acostumbrado. Los goznes de las dos abras crujieron terriblemente al abrirse la puerta, y era imponente la tenue luz de la lámpara que alumbraba el altar vista a la extremidad del largo cuerpo de la iglesia oscurecida.

El guardián del templo y de sus bienes, enseñado a renovar la lámpara del Sacramento a cualquiera hora de la noche, aunque hubiera cadáveres depositados, estaba atemorizado aquella noche, y se sorprendió mucho con un ruido que oyó sobre la cornisa del altar de las Ánimas. Encendió en el momento su pequeño farol en la lámpara, y se puso a observar. Parecía que tenía algún temor, o algún presentimiento; pero la novedad no fue otra cosa que el aleteo de una lechuza que saltaba de las cornisas del altar mayor, medio iluminadas por el resplandor de la lámpara, y se acercaba temerosa49 al hueco de una ventana; mas esta lechuza no había venido en busca del cebo o del aceite sino a matar los ratones que se lo comían.

Concluida la exploración, y después de colocar dos velas en el altar mayor, se situó en el altozano, recostándose en el pretil, iluminado por su linterna, que despedía débiles rayos en contorno de la portada.

Pronto apareció en la esquina la comitiva de los novios. Manuela y Marta llegaron, vestidas de cintureras, con trajes propios, pues Manuela había sugerido a su madrina el proyecto de no prestar ni siquiera un par de zarcillos. Tenían pañolones de color de lacre, camisas bordadas de seda negra y enaguas de muselina   —229→   blanca. Manuela estaba hermosa, pero no brillaba en su rostro la dulce calma de sus mejores días. Cualquiera, menos preocupado que el sacristán, habría notado en aquel rostro placentero y alegre en los días anteriores, una sombra originada por un sobresalto secreto.

Antes de venirse a la iglesia, Marta había visto a su ahijada correr de la ventana de su casa a ocultarse entre la cama; al ir a buscarla, la encontró temblorosa y agitada, y preguntándole qué novedad había ocurrido, le contestó Manuela que acababa de ver una figura muy parecida a la de don Tadeo, que pasando por el lado de la casa de la Víbora se dirigía a la plaza. Marta la convenció de que aquello no podía ser sino una ilusión, y Manuela, aunque asustada, terminó sus preparativos, y al salir de la casa le pidió la bendición a su madre.

Los novios y los padrinos se hincaron cerca de la puerta de la iglesia; Manuela se persignó, y seguramente estaba embebecida en alguna oración por la felicidad de su nuevo estado, porque el sacristán tuvo que distraerla con un golpecito en el hombro, para advertirle que iba a principiar la ceremonia sagrada del casamiento; pero al disponer las parejas notaron que Melchora no estaba presente. La buscaron en los costados de la iglesia y en los rincones, y no pareciendo por allí, Marta y el sacristán salieron a buscarla fuera de la iglesia, mientras que en el templo se cruzaban los cuchicheos.

-¿Qué será de mi ahijada? -decía la madrina de Melchora a su ahijado Dimas.

-¿No venía junto con usted al comenzar la cuadra? -le preguntó Dimas en vez de contestar.

  —230→  

-Hasta las inmediaciones del altozano venía con nosotros.

-Pero ya usted ve que no parece, y si es que se ha arrepentido, su gusto es honra y...

-No diga eso, ahijado de mi alma, cuando la más empeñada ha sido la pobre de mi ahijada.

-Pues entonces... ¡quién sabe! -dijo el novio de la montaña con una serenidad admirable en tales circunstancias.

El cura permanecía callado con el ritual en la mano, en el grupo de novios y padrinos, en el que sólo faltaban Marta y Melchora, todos se manifestaban sorprendidos; entre la gente que rodeaba a los actores, algunos se sonreían por la ocurrencia de la deserción, y los muchachos o chinos comenzaban a hallar pábulo para sus truhanerías; pero una mirada del virtuoso cura bastó para ponerlos en orden.

Los padrinos y los novios estaban vestidos a todo costo.

Elías y su ahijado vestían chaqueta, y sobre ella tenían las ruanas de hilo que les habían dado en préstamo los patrones del Retiro; y sobre todo, Manuela, en su traje de cinturera, era la reina del pueblo.

No faltaba, pues, sino la novia de Dimas para dar principio a la ceremonia.

Veamos el resultado de la comisión de Marta y el sacristán. Alumbrando con el farol a una parte y a otra, encontraron al fin a Melchora, sentada al pie de la pared de la iglesia por el lado de la calle, y Marta le preguntó con sobresalto:

-¿Qué le ha sucedido, cristiana?

-Nada -le contestó la novia de la montaña.

  —231→  

-¿Cómo nada? -replicó Marta-, ¿no ve que allá están todos detenidos por usted? ¡No sea así, Melchora, por Dios santo y bendito!

-¿Y qué quería que hiciera si el zapato se me zafó y no ha querido entrar ni por todos los diablos?

Marta se agachó para acomodarle el zapato, y conseguido esto, se presentó en la iglesia algunos momentos después, conduciendo a la desertora. El sacristán arregló entonces la formación para dar principio a la ceremonia.

Manuela, que había tenido vagos presentimientos o anuncios del corazón, como ella decía, de alguna desgracia imprevista que la amenazaba, recordó ciertos indicios fatales y le hizo notar a Dámaso que entre los concurrentes a la función no había una sola persona del partido gamonalicio; pero éste le replicó que no por eso dejarían de quedar bien casados, y que se dejara de estar pensando en bagatelas.

Ya había llegado el momento en que Dámaso y Manuela iban a quedar unidos para siempre, cuando sonó el terrible golpe de las campanas tocando a fuego y de la mitad de la plaza se levantó una voz penetrante y lastimosa que decía:

-¡Se queman los novios, se queman los novios!

Las parejas de los desposados se separaron desatentadamente, y trataron de correr, sin saber para qué lado.

Los primeros que intentaron ganar el altozano, se volvieron para el centro de la iglesia, diciendo que la puerta estaba cerrada por fuera con cerrojo; y entre tanto la palmicha encendida comenzaba a caer; el toque de las campanas seguía aturdiendo los oídos, y los lamentos, las carreras y la desesperación formaban   —232→   un tumulto horroroso dentro del recinto sagrado de la oración y la quietud.

-¡Sálvense por la ventana de la sacristía! -gritó el cura; y arrodillado al pie del altar siguió pronunciando estas palabras-: ¡Dios de piedad! ¡Dios de misericordia, apartad esta desgracia terrible que amenaza a mis feligreses!

El humo comenzaba a oscurecer toda la iglesia, cuando rompiendo los balaustres de la ventana, se arrojó Dámaso al patio de la casa inmediata, y recibió a Manuela para llevarla a un sitio menos expuesto; pero las llamas hacían más estrago en la frontera de la casa que daba al lado de la calle, y se detuvo un momento a observar la parte menos peligrosa de los sitios que estaban invadidos por el fuego.

El incendio había principiado al mismo tiempo por la iglesia y por la casa de don Blas, y en todas partes se levantaban las llamas como en una roza. El crepúsculo matutino retocado con los reflejos de la llama formaba una especie de atmósfera rojiza de lo más espantoso; los gritos de los vecinos que comenzaban a apagar algunos tramos, acompañados del toque de las campanas y de algunos estallidos que salían de las piezas, no tenían término de comparación. Las gentes que se iban bajando por las ventanas buscaban su salvación por el lado del corral de la casa, porque de ese lado no se advertía que hubiese fuego, pero era menester saltar algunas paredes para llegar a la calle. Dámaso, después de un instante de indecisión, prefirió atravesar el zaguán, aunque comenzaba a ser invadido, y corría con su novia en los brazos a tiempo que se desprendió un pedazo del techo abrasado por las llamas. El fuego rodó sobre la ropa de Manuela, que   —233→   hubiera sido víctima de este nuevo incendio, si Dámaso no lo hubiera apagado con sus propias manos.

El portón estaba cerrado, y poniendo el intrépido joven su preciosa carga en el suelo, se esforzó en violentar el obstáculo, lo que logró a los dos empellones; pero a todo esto Manuela no respiraba ni se movía. Dámaso la levantó para sacarla a la calle, en donde la contempló por un instante, y dando un grito de dolor corrió con ella a la primera puerta que halló abierta, en donde estaban Marta, que se había salvado por otra parte, y algunas mujeres de la parroquia lamentándose de la suerte de los novios y exhortando a los hombres a que apagaran el fuego.

Y las campanas habían callado, y este silencio era más horroroso, porque era el indicio de que ya el campanario había sido consumido.

Las llamas bramaban en la casa de don Blas, en pos de los que arrancaban la palmicha de los enmaderados. Las figuras de los valientes que trabajaban en la buena obra, parecían espectros al través del incendio. En el patio gritaban algunas personas que no habían podido salvar las paredes ni atravesar el zaguán, que quedó obstruido con una trinchera de fuego desde que Dámaso sacó por allí a su adorada prenda; y el cura que presidía los trabajos, daba providencias acertadas para salvar a aquellos desgraciados.

El fuego de la iglesia se apagó, por el arbitrio de poner escaleras y por medio de ellas botar muchas cobijas y piezas de ropa mojadas sobre el empalmichado, de suerte que no padeció sino la parte del frente.

Los esfuerzos que se hacían para apagar la casa de don Blas eran todos sin provecho, porque la palmicha era vieja y estaba mucho más seca que la de la iglesia.

  —234→  

La casa no estaba habitada sino por una mujer pobre que la cuidaba, y aquella noche por el joven Lucinio y un amigo suyo, que habían llegado tarde y estaban dormidos cuando comenzó el fuego por encima del portón y del lado de la cocina, al mismo tiempo que se levantaban las llamas por junto del campanario, en donde había siempre una escalera de mano. Sus gritos de «¡socorro, socorro!» se habían oído al mismo tiempo que el toque de las campanas, y algunos vecinos que acudieron los sacaron del peligro por la puerta de la sala que daba a la plaza, quedando cerrada la del lado del patio, y les ayudaron a sacar algunos baúles y mesas, a tiempo que una voz lejana gritó desde el barzal estas palabras, muy significativas en aquellos momentos: «¡Don Tadeo, don Tadeo!...»

A pesar de todos los esfuerzos, no se salvaron de la casa sino las piezas de un tramo interior. La luz del 20 de julio iluminó el teatro del más espantoso drama. El frontispicio de la iglesia estaba quemado; en la mitad de la plaza estaban botados muchos muebles, y de la casa de don Blas no existían sino unas piezas y algunas paredes de bahareque, de las cuales todavía salían algunas plumas de humo; sobre la grama de la plaza y de los ejidos habían amanecido fragmentos de palmicha convertidos en ceniza.

Después del conflicto no aparecían los novios en la escena, con excepción de la novia de la montaña, la cual estaba acabando de apagar unas barandas, con repetidas totumadas de agua. Estaba con medias y sin zapatos; el camisón no se sabía de qué color había sido, por el polvo, la humedad y la ceniza de que estaba cubierto.

Entre los varios corrillos que se formaban se distinguían perfectamente los vecinos que habían combatido   —235→   contra las llamas. Elías empuñaba un machete de rozar y estaba tan tiznado como su ahijada, y fue de notar que de todos los tadeístas era el único que se había expuesto por el bien común. ¡Tan dañino así es el espíritu de bandería y el odio infernal que abrigan en sus corazones los entusiastas por los partidos! La Víbora se sonreía al ver los escombros y los montones de ceniza, y preguntaba si Manuela se había escapado, y esto a tiempo que en los trajes, en el desgreño y en lo escuálido de las facciones de los manuelistas lo que se veía era el asombro y el dolor más acerbo. Presentación tuvo la desfachatez de decir que aquello no había sido sino un castigo del cielo por las persecuciones a su padrastro50, en las cuales había tenido la mayor parte el dueño de la casa quemada.

El cura se mostraba en la escena con su sotana puesta y un sombrero de fieltro negro, y sobre el pecho traía pendiente un crucifijo, porque ciertamente era la hora de estar divisado.

El ciudadano alcalde, que lo era el señor Cruz, el arrendatario de la Hondura, no se había mostrado muy decidido en la buena obra, lo cual dejaba confirmadas las sospechas de que era uno de los brazos secretos del tirano desde tiempo atrás.

Hubo en esta calamidad una cosa muy singular, y fue que de algunos que eran reputados como tadeístas ocultos, ninguno ayudó con decisión ni a salvar los muebles de don Blas, ni a apagar la portada de la iglesia, y esto se armonizaba muy bien con las frecuentes peroratas de don Tadeo contra los ricos trapicheros, y contra la iglesia, y los ministros del culto. No obstante, Elías se manejó muy bien; pero es tal la desgracia que persigue a los trásfugas, que el hijo de don   —236→   Blas ni le manifestó su agradecimiento por los últimos servicios luego que estuvieron las cosas en calma.

El cura estaba averiguando la suerte de los padrinos y novios, y preguntó a Paula por Manuela.

-A casa de Marta la metió privada el niño Dámaso, y ya está repuesta, pero se ha quedado como insensata.

-¡Pobrecita!... ¿Y el novio qué hace a todas estas?

-Salió para la calle con un puñal debajo de la ruana.

-¿Y Dimas?

-No se sabe de él.

-¡Válganos Dios! ¡Qué montón de calamidades en un momento!... ¿Y doña Patrocinio?

-Estuvo también ayudando junto con la niña Simona y el marido.

El cura hizo que todos los escombros fueran examinados, temiendo que el novio de la montaña hubiese perecido en las llamas, porque al través del humo y de los relámpagos de la palmicha incendiada, lo había reconocido lidiando como un valiente con su machete en la mano desempajando la casa, ya casi envuelto en las llamas que se avanzaban sobre los trabajadores. Pero nada resultó debajo de los escombros que se pareciese a los restos de un cuerpo humano, ni el machete parecía, aunque fuese descabado.

El señor cura se retiró de este sitio fatal, para ir a averiguar el paradero y la situación de todos los novios, y mandó al sacristán por otra calle; pero al pasar frente a la tienda de la señora Patrocinio, se detuvo por causa de unas voces que le parecieron extrañas, y parándose en la puerta, oyó las siguientes palabras:

-Poco más o menos yo sé dónde puede estar escondido,   —237→   yo le haré ver lo que soy de enemigo: ésta no se la perdono ni a la hora de mi muerte.

-¿Usted reza el padre nuestro! -dijo el cura al novio de Manuela, porque éste era el que hablaba.

-Eso por de contado, señor cura.

-Entonces usted le pide a Dios que no lo perdone, porque usted dice: «perdónanos así como nosotros perdonamos a nuestros deudores».

-¿Y podré yo perdonar a don Tadeo? ¡El hombre que me ha perseguido a Manuela hasta intentar quemarla! Porque el hecho de haberle corrido el cerrojo a la puerta de la iglesia prueba cuál era la intención de don Tadeo; y a mí lo que me interesa es sacarlo de en medio.

-Si él ha sido, la ley lo castigará a su tiempo, no tenga usted cuidado.

-Pero, ¿cuál ley señor cura? La ley no castiga sino a los infelices en esta parroquia. Los gamonales, los atrevidos, los guapetones, ¿no se salen con todo lo que quieren? Yo he vivido desterrado un año entero; Manuela ha tenido trabajos como llovidos; se ha visto encausada, fugitiva, y últimamente atacada con las llamas al tiempo mismo de tomar estado, ¡y todo esto a esa pobre que no es capaz de hacerle mal a nadie! ¡Yo perdonaría al gamonal de la parroquia como cristiano, para cumplir con el «Padre nuestro», si las leyes lo castigaran!, pero sabiendo que no hay leyes, ¿me pondré yo a perdonar? Si somos tiranizados por ser humildes y buenos cristianos, dejémonos ya de bondades, y hagamos lo que nuestros enemigos hacen.

-Está usted muy equivocado, señor Dámaso, y usted desbarra como los hombres que no tienen religión, porque la pasión de la ira arde en el corazón de   —238→   usted sobre la pasión del amor. Un joven como usted arrebatado por las pasiones, no puede fallar sobre lo que lo conviene, así como el enfermo de fiebre no puede recetarse a sí mismo sin riesgo de envenenarse. Si usted tuviera la virtud de la fortaleza, no estaría en este momento sometido a los embates del infortunio como una pluma lo está a la corriente del huracán; porque es la verdad, que si don Tadeo se le presenta en alguna parte, usted renuncia al casamiento con Manuela, por el amor a la venganza que lo llevaría a usted a un presidio o a un país lejano51; ¡cuánto mejor sería que usted se dejase guiar por el dictamen de la prudencia que por el de la ira, que es la más brutal de todas los pasiones!

Dámaso respiraba con violencia, se tocaba la cintura de la cual pendía un largo puñal; y en lo saltado de los ojos y lo fruncido de la frente revelaba la furia que lo poseía. Sus respetos al cura, a la sociedad y a las autoridades habían cesado; el ruido tremendo de la venganza no le dejaba oír nada que no fuese dictado por las52 pasiones. Se limpió el sudor de sus mejillas y frente con su ruana de algodón, miró con rabia el tizne que el incendio había dejado estampado en ella, y de nuevo se encendieron sus ojos con el ruego de la rabia y de la venganza. Se echó la ruana al hombro, dando un golpe sobre la tabla del mostrador, y pronunció este discurso, a que atendían sin pestañear unos tantos parroquianos, en quienes estaba pintado todo el pavor del incendio que acababa de pasar.

-Puede ser que aquí le levanten un sumario a don Tadeo; pero si esto sucede, lo que dificulto mucho, si lo apresan y le encausan, el señor cura ha de ver que los hombres humanitarios pondrán sus gritos en el cielo para defenderlo, embrollando las leyes y cohechando   —239→   a los jueces, y si lo llegan a condenar al presidio, se darán sus trazas para sacarlo de allí; pero de Manuela nadie se compadecerá, ni de los trabajos que ha pasado, ni habrá quien hable de su inocencia, ni en su favor se citarán las leyes, porque eso no se cita sino para defender a los criminales. Y si por una casualidad llega a ir al presidio don Tadeo, todos han de ver que de allí lo sacarán los de su pandilla, o lo indultará el gobierno, y volverá a esta parroquia a vengarse de todos. Si se me presenta el gamonal de la parroquia, estoy expuesto a no respetar la justicia del cielo, ni los mandamientos de la ley de Dios; porque cuando las cosas se ponen así, es menester hacerse uno justicia con su mano.

-Mida usted sus palabras -exclamó el cura horrorizado-. Usted ofende a la religión y al gobierno, haciendo entender que la parroquia no es sino una tribu de salvajes.

-¿Y qué es lo que le falta o lo que le sobra para hacer cuanto se les da la gana? ¿Le parece al señor cura que es cosa de gente ilustrada?

Pasaba el sacristán a la carrera, y el cura lo llamó para informarse del paradero del novio de la montaña.

-Nadie me ha dado razón -respondió, sino la señora Sinforiana, que me dijo que hacía como hora y media que estando en la puerta de su casa, lo había visto pasar al trote para la montaña, tiznado, y con las orillas de la ruana quemadas.

-Entonces ha barajustado -dijo el cura, haciendo uso de la palabra que emplean los llaneros para significar el acto de huir una tropa de ganado para no parecer en mucho tiempo.

  —240→  

-Quién sabe -dijo el sacristán-, y yo lo sentiría muchísimo.

-¡Y tanto como trabajamos don Demóstenes, el señor don Blas y yo! Hágase en todo la voluntad de Dios.

A este tiempo se oyó una voz que decía:

-¡El santo óleo! ¡El santo óleo! Y otros mil gritos anunciaban una calamidad en la calle de la Fragua.

El cura y el sacristán corrieron a la iglesia a sacar lo necesario para administrar la extremaunción. Los lamentos que oían los condujeron a la sala de la señora Visitación. Allí encontraron a la persona agonizante en medio de otras muchas que la socorrían.

Era Manuela, que tenía en aquel momento un acceso semejante al que sufrió a la salida del zaguán incendiado. El cuadro era lastimoso: Manuela, sumamente pálida y con los ojos hundidos, se hallaba extendida en una tarima; Marta le sostenía la cabeza y doña Patrocinio le frotaba el pecho con un pañuelo mojado con agua de Colonia. Tenía los labios cenicientos, los párpados medio abiertos, y su mirada fija dejaba adivinar que no sentía las caricias de su tierna madre ni las voces de los que la llamaban. Todos los que la rodeaban tenían los ojos fijos en ella, y los semblantes y los vestidos daban la idea más completa de lo trágico de la escena, porque las lágrimas corrían sobre las mejillas cubiertas de polvo, carbón y ceniza, y los trajes estaban tiznados o desgarrados.

Las palabras que el sacerdote pronunciaba al tiempo de la aplicación del aceite sagrado, apenas se distinguían entre los gemidos.

El parasismo había oscurecido la frente de la novia, empañado el brillo de sus ojos y apagado la sonrisa   —241→   que siempre había atraído las miradas de todos. Es verdad que en aquel momento no seducía la belleza de Manuela, sino que más bien asustaba por el riesgo de su próxima ruina.

La moribunda53 dio muestras de alguna vitalidad por un estremecimiento inesperado, volvió los ojos a todos lados, y humedeciéndose los labios marchitos por la fiebre, llamó a doña Patrocinio repetidas veces, dejando conocer por el desconcierto de sus palabras que su enfermedad estaba en el cerebro; y después de algunos instantes dijo a su amiga:

-Marta, ¿no le dije esta madrugada que mi corazón me anunciaba una desgracia?

-Es cierto, Manuela -le contestó la compañera de su infancia, tratando de ahogar sus gemidos, por no atormentarla.

-¡Dámaso de mi vida!... -continuó Manuela-; ¡oh! Yo no alcanzaré a ver la luz del día de mañana.

Dámaso no pudo responder, y apretando la mano de su prometida, dio a conocer en sus facciones el dolor y la desesperación que despedazaban su alma.

-Dámaso -volvió a decir la infeliz Manuela-, le suplico que perdone al que nos ha perseguido, como Dios nos ha de perdonar a los dos.

-¡Lo perdono! -respondió Dámaso, limpiándose las lágrimas que le brotaban al recuerdo de sus persecuciones.

-¡Dámaso! -balbuceó Manuela, apretando la mano de su amigo-: la justicia de la tierra nos ha sido contraria; pero esperemos la de Dios.

-Sí -dijo el cura-, la de Dios es infalible, Manuela, entréguese usted a la misericordia infinita del creador; renuncie a todas las cosas de la tierra, no piense sino en Dios...

  —242→  

-Si no pensara yo en Dios -dijo Manuela-, ¿qué muerte sería la mía?

-La conciencia de usted está pura...

-Pero morir sin ser la esposa de Dámaso...

-Lo será usted -dijo el cura.

-Y abreviando allí mismo los preparativos, porque había sacristán, padrinos y testigos, rezó las preces de la iglesia, y volviéndose a Dámaso, que tenía cogida la mano de su moribunda prometida:

-Dámaso Bernal -le preguntó-, ¿recibe usted a Manuela Valdivia por su legítima esposa?

-Sí -respondió el interrogado, con una mirada llena de amor y de respeto.

-Manuela Valdivia, ¿recibe usted por su legítimo esposo a Dámaso Bernal?

-Sí, señor -contestó la moribunda, dejando ver sobre sus ojos un brillo pasajero, y en sus labios amortiguados una ligera sonrisa que se disipó como el reflejo de la luz que pasa por el frente de la puerta de una pieza oscura.

Entonces el cura, levantando la mano y dejando caer la bendición nupcial sobre el lecho de muerte, unió a Manuela y Dámaso «en nombre de Dios Omnipotente», y a las palabras de la bendición añadió: «Parte, alma cristiana, de este mundo», viendo que la desposada exhalaba ya su último suspiro.




 
 
FIN