Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoAndamios: la hora del ángelus, del elefante y de los exorcismos de la memoria

Ambrosio Fornet (Casa de Las Américas, La Habana)


Permítanme comenzar con una aclaración: más que a Andamios (1996), la última novela de Benedetti he de referirme aquí a una experiencia de lectura que me llevó a reflexionar sobre los límites del discurso novelesco. Fue la obstinada referencia a la hora del ángelus -ese privilegiado instante del crepúsculo en que el universo parece enmudecer y destilar por todos sus poros una inefable tristeza- lo que me provocó una extraña sensación de dejá vu, la inquietante sospecha de que Andamios podía y tal vez debía verse como parte de una imaginaria trilogía formada además, por Primavera con una esquina rota (1982) y La borra del café (1992), a la que cabría añadir, como capítulo suelto, el que se independizó editorialmente con el título de Recuerdos olvidados (1988). Existe en ese corpus narrativo -para no hablar de la poesía y sus luminosas anticipaciones- un sistema de vasos comunicantes que nos permite transitar de un texto a otro sin abandonar nunca las fronteras temáticas o estilísticas de cada uno de ellos. Es más, sí admitiéramos que dichas narraciones, en conjunto, tienen un fuerte componente autobiográfico, podríamos apelar al artificio de leerlas, dentro de la secuencia cronológica propuesta por sus propios referentes, como partes de una sola novela de aprendizaje que daría cuenta de las peripecias de un uruguayo medio -no siempre el mismo- desde sus primeros años, en la década del veinte hasta su madurez a mediados de los ochenta. Si la simple intención de construir semejante artefacto resultara escandalosa, recuérdese que en El aguafiestas, su excelente biografía de Benedetti, Mario Paoletti no tuvo reparos en presentar fragmentos de novelas como hechos verídicos -sin indicar su procedencia-, con lo que no hizo más que dar vuelta a un recurso utilizado ya por el propio Benedetti, restableciendo y legitimando así el carácter inocultablemente testimonial de ciertos pasajes novelescos.

Las múltiples referencias a la hora del ángelus que se encuentran en Andamios -a veces mediante simples alusiones: la mansedumbre del crepúsculo, su prestigio entre ciertos novelistas europeos- dejan en el lector asiduo de Benedetti, en este caso un crítico, la impresión de que se trata de un leitmotiv ya conocido y que se impone por tanto realizar un cotejo o, más exactamente, un registro minucioso de la filiación intertextual de la novela. El resultado de esa operación confirmaría nuestras sospechas -en efecto, el sintagma aparece también en Primavera... y en La borra del café- pero lo que me interesa subrayar aquí, además de su porfiada recurrencia, es su naturaleza polisémica y su parentesco con determinadas obsesiones o, si se prefiere, determinadas estrategias discursivas que revelan cómo ciertas horas del día o épocas del año adquieren dimensiones simbólicas al asociarse a traumas, deseos o fobias de los narradores benedettianos. Pero que dichos personajes repitan lo mismo no significa necesariamente que estén pensando en lo mismo. Todo ellos tienen, por decirlo así, crepúsculos cortados a su medida. Desde la soledad de la prisión, en Primavera..., por ejemplo, Santiago recuerda que una amiga llamaba a la hora del ángelus «la hora del demonius», y Mariana, en La borra del café, asume resignada la idea de que el griterío que arman cada tarde sus vecinas ya forma parte de su «ángelus particular». En Andamios, Fermín se hace eco de un malestar común cuando habla de la «jodida» ubicuidad de esa tristeza que no respeta el horario preestablecido: «Tenemos ángelus del desayuno -dice-, ángelus del mediodía y ángelus del ángelus». Las citas bastarían para probar que aunque aquí el síndrome de lo crepuscular siempre está presente -con implicaciones románticas inclusive-, no hay modo de tomarlo en serio. La imagen visual que tenemos del ángelus fue fijada hace más de un siglo por Millet, pero aquel plácido y melancólico entorno rural, donde sólo falta el lejano mugido de una vaca -como diría Javier, el protagonista de Andamios-, tiene poco que ver con el ángelus urbano que ha sufrido el corrosivo efecto de la ironía, tan cara a los personajes de Benedetti. En cualquier caso, el fetichismo de la cronología apenas tendría un valor anecdótico si no estuviera enraizado en zonas más o menos oscuras de la conciencia. Santiago, el preso de Primavera..., asocia esa estación del año tanto a la música de Vivaldi como a la muerte de su madre, y Claudio -en La borra del café- se ve literalmente atrapado en el inexorable mecanismo de las manecillas de un reloj que marcan las tres y diez.

Vuelvo así -como a través de una «ventana»- al hipertexto formado por nuestra imaginaria trilogía. Y lo hago incurriendo en una asociación de ideas que dista mucho de ser arbitraria: es a través de una ventana, en efecto -en La borra del café-, como ingresa al universo narrativo de Benedetti uno de sus personajes más complejos y misteriosos, Rita, indisolublemente unida al enigma de las tres y diez. No puedo ni detenerme en esta esquiva figura -un somero examen de las múltiples funciones que desempeña en el imaginario benedettiano consumiría el escaso tiempo de que dispongo-, ni pasar por alto dos aspectos que remiten, por una parte, al plano de la caracterización, y por la otra, al de la diégesis: la condición atípica -o más bien insólita- del personaje y la estructura a la vez sistémica y episódica de su trayectoria dentro del discurso novelesco. Sería difícil encontrar en las primeras novelas del autor el protoplasma de una figura como ésta. ¿Comenzaría a gestarse Rita en el subtexto de Primavera..., en esos vericuetos de la introspección desde los cuales Santiago le escribe a su mujer mientras su compañero de celda se sumerge en los insondables laberintos de Pedro Páramo? «No es buena una vida sin fantasmas -escribe Santiago-, una vida cuyas presencias sean todas de carne y hueso». El deslinde no contempla la posibilidad de que existan visiones corpóreas, es decir, fantasmas de carne y hueso. Pero en eso consiste justamente el atractivo de Rita: mucho antes de que comencemos a intuir que se trata de una alegoría de la Muerte, el personaje nos fascina por su vitalidad, por su capacidad de irradiar y estimular un erotismo que está muy lejos de-ser decadente. No hay por qué sorprenderse: Rita encarna a todas luces el trágico vínculo de Eros y Tánatos -el nexo entre los «frescos racimos» de la carne y las «lúgubres manos» de la tumba a que aludió el poeta- con un alto nivel de complejidad. Baste saber que su hora -el famoso instante de las tres y diez- no es sólo la de la muerte sino también la de la suerte: para Claudio se asocia tanto a la pérdida de su madre como a su propia iniciación sexual, su primer éxito artístico y su relativa estabilidad económica, que no es poco decir. Lo que no ofrece dudas es el sentido de la provocación de Rita cuando introduce un elemento de lujuria en los relojes que Claudio tiene la manía de dibujar: el acto remite automáticamente al tópico del carpe diem y la fugacidad de los placeres terrenales a esa insidiosa frustración metafísica de quien aspira al goce permanente pero sabe que en este mundo, como suele decirse, nada es eterno. Hay una clara reminiscencia de Manrique en la pregunta de Cortázar que sirve de epígrafe a la novela: «¿Adónde van las nieblas, la borra del café, los almanaques de otro tiempo?» Huelga añadir que aquí el poso del café no sólo sirve para dar título a la novela sino también para insinuar, como un augurio -en uno de sus pasajes finales, al parecer intrascendente- que la obra misma estará colocada bajo el signo de Rita, que bien pudiera ser el clásico reloj de arena. Y eso explica que el personaje, pese al carácter aparentemente episódico de su trayectoria, funcione en realidad como núcleo estructurante del relato y como portador del mensaje, cualquiera que éste sea.

Hay que seguir las pistas hasta el final -la del café Sportman, la de los radioaficionados, la del casino de juego- para poder descubrir que Rita es un demiurgo capaz de ordenar el azar, canalizar el deseo, dar sentido a las voces dispersas e incoherentes, seducir y emponzoñar a la vez. De hecho, genera un campo magnético en torno al cual se organiza no sólo la fábula sino la estructura misma del discurso, que al parecer responde a la que el propio personaje le atribuye a la Muerte: la de un sueño que se repite, pero no en círculo sino en espiral. «Cada vez que vuelves a pasar por un mismo episodio -le explica Rita a Claudio, como si describiera el peculiar atractivo de un juego-, lo ves a más distancia, y eso te hace comprenderlo mejor» ¿Acaso lo que podría llegar a «comprenderse mejor» desde la perspectiva de la muerte no es el propio sueño, o sea la propia vida? Sea como fuere, lo cierto es que semejante estructura, basada en un diseño de ondas expansivas que se elevan gracias a su propia dinámica, requiere -digámoslo así- de una plataforma espaciosa para desarrollarse. De ahí que nos parezca lógico dejar a Rita, al final de La borra del café, como una amenaza latente -casi con la promesa de que «continuará»- y verla reaparecer con renovados bríos en Andamios (cuatro años después, según el tiempo real, cincuenta según el tiempo fabular), tan seductora como siempre aunque ahora constreñida al doble espacio cerrado de lo onírico y los vehículos en movimiento, esto último muy de acuerdo con sus máscaras cotidianas -antes era azafata de una compañía de aviación, ahora es la eterna pasajera de un tren. Es curioso que Claudio termine convencido de que Rita no reaparecerá, lo que demuestra que no ha entendido nada. «... De ahora en adelante -piensa, y con ello concluye la novela- nadie iba a hallar vestigios de Rita en la borra de café».

Dentro de la lectura en diagonal que propongo, ese anticlímax establece un amargo contraste con la pesadilla descrita en uno de los últimos pasajes de Andamios. Desde un andén de ferrocarril, Javier -que acaba de perder a su compañera en un accidente automovilístico- ve a una Rita burlona asomarse a la ventanilla de un tren en marcha y le grita, desesperado: «¡Bruja de mierda!». Es muy probable que la novela -como culminación de nuestra imaginaria trilogía- se haya escrito únicamente para llegar a ese conjuro, a esa catarsis. En cualquier caso, queda el hecho de que el personaje de Rita -o, si se prefiere, el tema único y múltiple del amor, la muerte, el curso inexorable del tiempo- se desarrolla mediante un juego de espejos en una compleja trama de intertextualidades. Quizás el momento más representativo de ese juego -aquel en que el texto de una novela se convierte en referente de la otra- sea el encuentro casual de ambos protagonistas -Claudio, el de La borra del café, y Javier, el de Andamios- en la galería de pintura donde el primero exhibe una retrospectiva de su obra. Allí nos enteramos de que Javier conocía la pintura de Claudio desde antes de exiliarse y que se sentía particularmente atraído por la serie «Relojes y mujeres», en la que el artista muestra las esferas [de reloj] que marcaban las 3 y 10...» Más aún, descubrimos que era en los cuadros de Claudio donde Javier había conocido a Rita -el personaje con quien ahora soñaba a menudo- y vemos que de pronto ambos comienzan a hablar de ella como si se tratara «de una mujer de carne y hueso».

Podría yo correr un riesgo semejante si cierto comentario de Paoletti no me permitiera salir de ese campo magnético sin eludirlo, sino al contrario, atravesándolo por el mismo centro. Observa Paoletti que tenemos el derecho a escoger el lugar donde hemos de morir -como los elefantes- y que Benedetti «quiere descender de su tren en la misma estación donde empezó el viaje». Obviamente la metáfora del tren es del propio Benedetti, porque el biógrafo añade que la misma le hacía evocar al biografiado el título de una película -El tren de las 3 y 10 a Yuma- y las incisivas palabras del protagonista: «Un hombre debe ser enterrado donde ha nacido». He aquí que sin salir del círculo propuesto entramos súbitamente en un nivel más alto de la espiral. Las expectativas sicoanalíticas que pudieron haber suscitado aquellas imágenes recurrentes -el tren, la hora emblemática- se desvanecen como polvo de anécdota al chocar con ese curioso dato. Pero en cambio se abre una expectativa nueva, porque ahora esas imágenes aparecen enlazadas a otro leitmotiv del universo benedettiano: el desexilio -para decirlo con un término acuñado por él mismo-, el viejo tema del regreso a casa. Descarto de antemano una objeción posible: que sin la confirmación de Benedetti, el dato aportado por su biógrafo -un paratexto oficioso, como diría Genette- carece de suficiente autoridad. Para mí lo que importa no es eso; lo que importa es que al evocar la imagen de un tren, de una esfera de reloj, del fin inevitable, uno de los elefantes haya pensado que es hora de volver a casa. Y esa idea -primero convertida en obsesión, después mezclada con otras: la identidad, el compromiso político, la ética individual y social- ha dejado su rastro por doquiera en forma de enigmas, como los mencionados, y de sinécdoques como la del ladrillo y la del molde, contenidas en los epígrafes que abren La casa y el ladrillo y Andamios. Hay momentos en que la idea se amplifica, como arrastrada por el torbellino de la espiral. Obsérvese, por ejemplo, el desplazamiento semántico que se produce cuando Claudio, en La borra del café, evoca una de las múltiples viviendas de su niñez: «Cuando llegaba de la calle y abría la puerta -dice-, la casa me recibía con su olor propio, y para mí era como recuperar la patria» ¿La patria? ¿Quién es aquí el sujeto de la enunciación? ¿Quién traza ese inesperado signo de igualdad entre la vuelta cotidiana al hogar y el rescate de una patria perdida? Un lapso de cincuenta años -y la dramática experiencia del exilio- separa a ambos miembros de la ecuación entre sí. Pero en Benedetti la incertidumbre del outsider -o por lo menos del forastero, del que está sin estar- parece ser anterior al trauma de la diáspora. Aludiendo al conjunto de su poesía, Vázquez Montalbán ha dicho que la misma «gravita sobre la tensión entre tener y no tener casa, habitar y no habitar; estar, finalmente, habitado y deshabitado...»

No repetiré lo que glosando a Benedetti, he dicho en otro lugar sobre la otredad del exiliado y la doble alteración a que está sometido por sentirse a la vez extraño y extranjero -étranger, precisaría el propio Benedetti. Ni volveré sobre el dilema de la memoria o el olvido, que sin embargo parecería ineludible cuando se habla de la novela del desexilio uruguayo. Benedetti no se cansa de remitir a Borges al abordar el tema, ni de buscar metáforas que puedan servir de fundamento -o juramento- a sus propias posiciones sobre el asunto, como ésta de Courtoisie: «Un día todos los elefantes se reunirán para olvidar. Todos, menos uno». Esa intransigencia -huelga aclararlo- no tiene nada que ver con la intolerancia o el revanchismo, sino con el riesgo de que los hombres, al olvidar la pesadilla del pasado, olviden también el sueño del futuro. Un personaje protagónico de Benedetti podrá ser todo lo étranger que se quiera, pero siempre se diferenciará del «extranjero» clásico -el Mersault de Camus- por su visión del mundo, basada en una ética de la solidaridad. Esto salta a la vista en aquellos personajes que por oficio responden de sus opiniones ante los demás, como es el caso de los periodistas (Lucía, la chilena, en Recuerdos olvidados, Javier, en Andamios...) Si han de apelar a los exorcismos de la memoria, se cuidan mucho de no confundirlos con la amnesia programada, pues saben que hay fuerzas decididas a amputar del individuo esos reductos de empatía donde se recuerda que existe el sufrimiento humano y que debería hacerse algo por atenuarlo.

Contra esa obstinación de la memoria conspiran los demonios de adentro y de afuera. Por una parte, está la necesidad casi física del recuento, de la reflexión que permita restañar las heridas, enfrentar los traumas y asumir el presente sin demasiados sobresaltos. Es el momento en que alguien -el caso de Rocío, por ejemplo- puede insinuar una duda tan atroz como legítima: «¿valía la pena jugarse la vida por esta derrota?». Está el caso de los desorientados, sobre todo los jóvenes que no tuvieron ni tienen una meta definida y que, a falta de otras opciones, juegan a la «ruleta rusa del hastío» y elevan el rock a la categoría de música sacra. Están los hedonistas, que no pueden sostener un diálogo razonable sobre el dolor del mundo porque carecen del vocabulario adecuado, simplemente. Y están los idólatras, incautos adoradores de mitos prefabricados. Durante su exilio en España, Lucía vio cómo los horrores del fascismo dejaban de ser noticia y el público -literalmente curado de espanto- pedía una tregua: «...Déjanos escuchar a Madonna y a Julio Iglesias -decían-, déjanos ver nuevamente Dinastía y recordar cómo era Dallas, guárdate a esa carroza de Pinochet y déjanos con Lady Di, con Stephanie, con Boris Becker, con la farándula de Marbella. No le pidas peras al olmo». Los personajes de Benedetti comprenden y hasta disculpan esos niveles de fatiga, si provienen de las víctimas, pero no parecen dispuestos a exonerar a los victimarios -los manipuladores de conciencias, encabezados por los trasnacionales de la información y la industria del espectáculo- que han impuesto una visión plana del mundo y otorgado un halo místico al ejercicio sistemático de la frivolidad. La resignación, como la paciencia, tiene un límite. Una cosa es ser vencido y otra ver cómo los vencedores llevan a cabo, impunemente, un programa de globalización, o -para decirlo en la jerga de los sesenta- un proyecto de colonización ideológica y cultural a escala planetaria. Tampoco es cuestión de flagelarse o de predicar un ascetismo trasnochado. Lúcido y radical en sus actitudes políticas, Javier se entrega al «diálogo de los cuerpos» con refinado erotismo y, al contemplar los pies desnudos de Rocío, llega a decir algo tan poco edificante como que ante tanta hermosura «la fealdad del mundo» carece de importancia. No es menos cierto, sin embargo, que aquí el goce carnal genera también un campo de tensiones semánticas donde coexisten, en precario equilibrio, las imágenes de término y de permanencia: de un lado, el destino, la nada, las cenizas; del otro, la sospecha de que nuestra piel es el único sitio donde se inscribe de manera indeleble la memoria de otros cuerpos.

Como crónica imaginaria del regreso -del desexilio uruguayo, en este caso-, Andamios es la historia del reencuentro de un montevideano consigo mismo a través de los rostros, las voces y los silencios de una sociedad más o menos marcada por sus traumas. Aunque el país, al parecer, no ha cambiado en lo esencial, el protagonista no puede dejar de hacerse esa terca pregunta sobre el antes y el después que sirve de fundamento a buena parte de la novelística latinoamericana: «¿Dónde y cuándo acabó el viejo país y cuándo y dónde podrá algún día empezar de nuevo?». Andamios no intenta dar respuestas; al contrario, plantea nuevas interrogantes mientras discurre por los secretos laberintos de la conciencia individual y colectiva y descubre a su paso los rostros y las máscaras del desexilio: montevideanos comunes y corrientes que alguna vez fueron héroes o heroínas, viejos soplones y oportunistas de nuevo cuño, simuladores, jóvenes iconoclastas, amas de casa respetables que alguna vez fueron adúlteras y hasta coroneles retirados que todavía ayer torturaban a sus víctimas y hoy se suicidan no por remordimiento sino por amor, como en los más rancios melodramas. Sospecho que el lector acucioso -o el crítico distraído- pudiera tener algunas dudas al llegar al final. ¿Qué significa que la crónica o la fábula del regreso termine con una expectativa de regreso? ¿Qué función desempeña la ingenua cuarteta que funge como epílogo? Parece insinuar que la historia que acabamos de «oír» no es más que una de las tantas representaciones posibles de la comedia humana, cuyo escenario, sin dejar de ser el Uruguay, bien pudiera ser el Gran Teatro del Mundo. El autor ¿pretende orientarnos o despistarnos cuando insiste en aclarar que Andamios no es una verdadera novela? El propio texto, ¿será el fragmento de un andamiaje mayor, no sólo por pertenecer a una imaginaria trilogía, sino por estar concebido como otro giro ascendente de la espiral, una nueva etapa inconclusa en el proceso de conocimiento de uno mismo? ¿De qué modo se inscriben, en la poética del autor, esos juegos intertextuales, de canibalismo y autofagia, que lo revelan como un verdadero maestro de la mise en abime?

Hace casi diez años Benedetti reclamó el derecho a estructurar sus libros siguiendo aquel derrotero de la imaginación y no moldes inflexibles. Por sus niveles de significación y por la diversidad de sus estrategias discursivas, Andamios me parece un buen ejemplo de esa libertad creadora del autor y de la completa sencillez de su escritura.