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ArribaAbajoVariaciones sobre la muerte

Sonia Mattalía (Universitat de València)


Cuenta la leyenda que, en l741, el Conde Hermann von Keyserling, por entonces embajador ruso en la corte de Dresde, sugirió a Bach que le compusiera un conjunto de piezas armónicas y variadas para que fueran interpretadas por su joven clavecinista Goldberg, y con ellas poder cubrir el vacío de sus largas noches de insomnio. Una nota cae en el silencio y se detiene. En ese instante suspendido se concentra el silencio de la muerte. Variaciones sobre la Muerte, una muerte que comienza a desenroscarse en cada silencio que la música, la palabra, el sueño, la vida, no cubren. El insomnio y el silencio: esos lugares suspendidos de la vida son algunos de los lugares comunes de la muerte. Cubrir el mundo de palabras, hablar todo el tiempo alrededor de la muerte, es rodear con atalayas defensivas sus lugares habituales.

Cuatro variaciones sobre la muerte, encargadas por José Carlos Rovira (a) el Duque:

1ª Variación. La Muerte: el Despertar y el Nombre

«Lo han arrojado del sueño con la piel estirada, los ojos desmesuradamente abiertos a la luz inmóvil que aletarga el cuarto. Puede reconocerse, sin embargo, nombrarse en alta voz. No bien dice 'Jorge', retrocede el hechizo»4. Éste es el comienzo de «Esta mañana», de l947.

Permítanme fabular un «origen», encontrar en este relato de Mario Benedetti algunas de las «figuras» centrales que desenvolverán, como variaciones, sus ficciones posteriores: este despertar de Jorge, esta mañana, nos puede poner en la pista de las peripecias de los «pequeños» héroes benedettianos, que deambularán por sus libros de cuentos posteriores y novelas.

Un hombre despierta. Se hace con su cuerpo sólo después de nombrarse, y recuperado su nombre entra en la vigilia de la mano de un libro abierto, abandonado por la inminencia del sueño y que, silencioso, lo ha acompañado toda la noche en la cama. Relee un fragmento de La estancia vacía5, del que se cita un breve fragmento: «Se lo dije porque las palabras estaban llenas de vida para mí. ¿No ha escrito usted nunca una carta sin la intención de mandarla, y la ha puesto en un sobre sin la intención de mandarla, y ha salido con ella... todavía sin el propósito de enviarla; y entonces ha oído cómo caía en el buzón?».

Luego de recuperar su nombre, entonces, este Jorge, recupera el efecto de una lectura; sabe -aunque el lector no lo sepa y tendrá que descubrirlo- por qué ha retenido esa frase, se reconoce a sí mismo «resistente y lúcido», ya que ha encontrado en la frase «la continuación de cierto anhelo de la víspera».

Después comienzan los gestos de la cotidianidad, repetida ritualmente -vestirse, desayunar, el viaje en autobús hacia la oficina-; gestos que se irán desenvolviendo en paralelo a la recuperación de la memoria, que invade con fragmentos de escenas y de reflexiones la conciencia del protagonista: los entresijos de su historia -la grisalla de la oficina, la corrupción moral del jefe y sus acólitos, los encuentros con Celeste, una muchacha y compañera de oficina, el anhelo de pureza y el ejercicio del pudor del protagonista en esa, ni siquiera empezada, historia de amor- van mechando sus actos rutinarios. Una revelación se va imponiendo gradualmente: como chispazos en la conciencia se inserta, repetidas veces, una inquietante frase, entre paréntesis en el texto -«(Dos noches con Celeste)»- que, finalmente, se revela como desencadenante de la acción del relato: Celeste se ha acostado con el Jefe de la oficina.

Esa revelación, cuya violencia el texto amortigua en su espaciamiento, ha destruido la inocencia de «aquel» Jorge de anteayer, que poco a poco, y en el tránsito hacia la oficina, comienza a reconocerse «otro»: «'Soy otro', dice. Y lo es. (...) Jorge dice: 'Soy otro'. Y lo es. Hay algo manso y a la vez definido en su ser de ahora».

El desenlace de la historia, ya en la oficina, es contado desde la plenitud fragmentada de la lucidez de Jorge: «(Dos noches con Celeste) Escasamente a un metro de su mano, a medio metro quizá está el cajón sin llave. Está el cajón sin llave. Está el revólver. Uno piensa en lo que pensó, en lo que uno pensaba (...) esto Esto ESTO ¿es la conciencia? (Gálvez) ¿Hay Dios? (Cayó)».

Podemos leer este relato, lo proponía en un comienzo, como un texto que perfila «figuras» benedettianas posteriores:

Primero aludir a la construcción de un punto de vista, que será de una verificada constancia en la narrativa de Benedetti: La décima máxima de Quiroga en su Decálogo, comentada años después intensamente por Cortázar, de «Cuenta como si el relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la «vida» en el cuento», es seguida con notable fidelidad por los variados narradores de Benedetti. Un punto de vista implicado que transforma al narrador -protagonista o no- en un «uno más» de la historia, colabora a esa impresión de «esfericidad», que Cortázar señalara como condición poética central del relato moderno desde Poe en adelante.

También, «Esta mañana» inaugura una poética del «despertar» que se relaciona con la toma de conciencia y la lucidez que, en Benedetti, significa «localizarse»: saberse de un lugar, un tiempo, una clase social, una posición ideológica, por tanto una lucidez resistente, que no se pretenderá global sino circunscrita por el entorno y el presente. Esa poética del «despertar» define e impregna tanto las historias relatadas como la trayectoria de los personajes benedettianos.

Ese «despertar localizado» implica la elección de un espacio y un tiempo histórico precisos; hace necesario un espacio reconocible: de allí que el espacio urbano, referenciado en calles, bares, ambientes, variada fauna, costumbres y rituales citadinos, sea el lugar privilegiado en sus relatos. Continúa así la brecha abierta por el Onetti que ya en l939 y en Marcha, fustigaba al criollismo, desde las columnas de «Periquito el aguador», abogando por una literatura que eligiera un «pequeño trozo de vida» y descubriera «el alma de la ciudad» y de sus habitantes. También exige una temporalidad historicista, construida no sólo con el detallismo, el dato o la información directa, sino con la creación de atmósferas, inquietudes, reflexiones, que ubican la ficción en una experiencia tempo-histórica de presente compartido entre el escritor y sus virtuales lectores.

Pero quiero detenerme en una figura que considero basal en la narrativa de Benedetti, y que, creo, es el fundamento de esta poética del «despertar» a la que aludía y de la construcción de sus personajes narrativos: la fundación del personaje en el reconocimiento de su nombre. La posibilidad de tener un nombre propio o perderlo apuntará en la narrativa benedettiana hacia la afirmación o al despojamiento de la identidad del sujeto, y desde ese lugar podrán los sucesivos narradores benedettianos desarrollar sus épicas individuales o colectivas.

«Llamarse» será, en la producción narrativa del autor, reconocerse o desconocerse en el propio cuerpo, en la propia letra, en los objetos, en la praxis política.

En ese sentido podemos ver en este «Jorge» que se reconoce como tal, la génesis del «pequeño» héroe urbano que poblará, con diversos énfasis, las narraciones del autor. También, en este acto del reconocerse despierto se inscribe la apertura del sujeto individual a la transformación: el «soy otro», que afirma el personaje para sí, mientras mata al que lo ha denigrado, abrirá al «personaje individuo» hacia un «uno» que puede decidir sobre su propia vida, esto es «uno» se abre al cambio, a la transformación.

En el final trágico del cuento este reconocimiento de «uno» abre una grieta con los «otros», es el comienzo del exilio: «Entran. Ya entran. Son todos ellos. Menéndez, el primero. Tiene una teoría sobre... Ella está también. Son veinte. Treinta. Ella está también... Ella. Celeste. Mueve los labios. Pero él lo sabe. Ella dijo: «Asesino». Ella pensó: «Asesino». Mejor. Algo menos para que uno rumie. Algo menos para que uno extrañe. Algo menos, sin duda... Mejor. Así nadie se da cuenta que uno está llorando, que uno se da cuenta que uno está llorando. «Soy otro», dice. Pero no lo es.» Ese «uno» separado de los demás, es el que ha tomado la decisión de ser «otro», ser «otro» para dejarse actuar en la coherencia de su deseo.

Precedido de un siniestro epígrafe de Jean Dolet: «Quand on est mort, c'est tous les jours dimanche», que identifica la muerte / el descanso «eterno», con la breve muerte del domingo / el descanso de los mortales, «Todos los días es domingo», incluido en La muerte y otras sorpresas, nos presenta también a un hombre, Antonio, que despierta en una estancia vacía y comienza el ritual preparatorio para ir al periódico. Ritual emparentado con el de «Esta mañana», en su minuciosa consignación de gestos repetidos. La visita de un compañero y la invitación para comer juntos en domingo, abre el relato al discurso de la muerte: el hombre ha perdido a su mujer hace, justo hoy, cuatro meses. Antes de ir al trabajo, periplo de autobús mediante, Antonio decide visitar el cementerio; allí se encuentra, solamente, con el nombre de su mujer en la lápida. «Son tan parecidas las lápidas. Esa que dice: «A Carmela, de su amante esposo», es casi igual a la que él busca y encuentra. Nada más que esto: «María Ester Ayala de Suárez». ¿Para qué más?». Lo que queda del cuerpo amado, sabido, conocido, es ese nombre. Un nombre, lo que queda de un sujeto, de una historia, de un amor (ese «de Suárez», inquietante, que señala la parte del hombre que también ha muerto).

Tres veces reaparece el nombre de la mujer muerta, intercalado en el final del relato con todas sus letras, en la última es para tomar una decisión: «María Ester Ayala de Suárez. La zeta negra no sigue la línea, ha quedado más abajo que el resto de las letras. Las mayúsculas son lindas. Sencillas, pero lindas. ¿Qué más? En ese instante toma la resolución de no volver. María Ester no está con él, pero tampoco está aquí. Ni en un cielo lejano, indefinido. No está, simplemente. ¿A qué volver?» La letra «z», debajo y al final, dice definitivamente la muerte: la muerte de un cuerpo, sin trascendencia; la muerte del amor y de las letras mismas. Letras sencillas que han nombrado una vida, ahora convertidas en «resto».

Entre esta decisión y este final Antonio fabula, desea, otra muerte: la del Jefe, la del dueño del periódico, que cree ver reflejada en las iniciales de una carroza que entra acompañada de un cortejo: «E.B. Por un instante le salta el corazón. No sabía que aún tuviese semejante vitalidad. Trata de serenarse, diciéndose a sí mismo que no puede ser, que esas iniciales no pueden corresponder a Edmundo Budiño. No es un entierro suficientemente rico. Además, cada clase tiene su cementerio y la de los Budiño no corresponde precisamente al cementerio del Norte». La letra muerta, puede ser, entonces, el emblema de un deseo de muerte, puede condensar y anunciar el fin de un poder. Pero, y aquí para decepción del personaje y del lector, el muerto no es el esperado, es «otro»: «(...) pregunta al chofer de la funeraria: -¿Quién? -Barrios -dice el otro-. Enzo Barrios».

Posteriormente, cuando la narrativa de Benedetti consigne la empresa revolucionaria, ese «uno» -individual y separado de los otros de «Esta mañana»- se incluirá en una lista de nombres. Participar de la revolución implica cambiar de nombre, ser «otro»; de hecho el tema de tener un nombre y cambiar de nombre es un gesto que fundamentará la épica revolucionaria: es en este cambio de nombre donde surge la conciencia de la crisis y donde se elaboran sus respuestas. Se produce, al tiempo, un ensanchamiento del «uno» en el «todos», que permite suturar el dolor que la pérdida del nombre propio y de la certeza identitaria implica. El cambio de nombre es compartido por todos. Así, en El cumpleaños de Juan Ángel (l971) el protagonista reflexiona:


    después de todo es bueno tener sobre la espalda treinta y tres años
en el instante de adquirir un nombre
o tal vez mi ser verdadero y esencial sea un individuo promedio una
suerte de osvaldo más juan ángel sobre dos
pero lo mejor del nuevo nombre es la falta de apellido que en el
fondo significa borrón y cuenta nueva significa la herencia al pozo el
legado al pozo el patrimonio al pozo significa señores liquido
apellidos por conclusión de negocio significa soy otro aleluya soy
otro
lo importante es que todos somos otros no sólo estela y juan ángel
sino todos es decir luis ernesto y vera y marcos y domingo y olguita
y pedro miguel y rosario y edmundo y hugo y víctor6

El asumir otro nombre propio es el comienzo de la épica del cambio que adquiere, al ser enmarcada en la revolución, un matiz menos trágico, ya que el «uno» se encuentra con sus iguales en la práctica de un proyecto común; pero sigue viviéndose como desviación de la normalidad y como exilio, como «vida pasión y muerte»:


    entonces me cae una pregunta
como un pedazo del pobre cielo raso
por qué estoy aquí o sea
cuándo empezó el éxodo
cuándo empecé a emigrar de osvaldo puente para exiliarme
en juan ángel

La acción disidente y justiciera que en «Esta mañana» confirmaba al sujeto en su «ser otro» para los otros, aunque no para sí, y concluía con su extrañeza frente a los compañeros de oficina, difiere del momento de Juan Ángel que se afirma en la rebeldía acompañado por «todos». El «deseo» de muerte del jefe, fabulado en el cementerio por Antonio en «Este domingo», se convierte en acción colectiva, en abandono de la conciliación y en un pacto de compartida «inconciliación».

Ese salto del pesimismo al optimismo, en el que la crítica sobre el autor y él mismo han insistido, es el salto desde una posición del sujeto crítico desgajado y diferenciado, al sujeto crítico integrado en un proyecto utópico.

En este gesto de reconocer el nombre propio para abrirse al cambio en otro, de morir en otro para asumir el deseo propio; en este gesto de construirse una nueva identidad que transgrede, como dice el protagonista del Cumpleaños..., la idea de una herencia imborrable, como derecho de propiedad y de transmisión del nombre; en este gesto en el cual el nombre nuevo, «un nombre sin apellidos», un nombre del que se ha borrado la cadena genealógica que ata a los sujetos a una historia familiar y social, es el correlato, en la ficción, de construir-construirse un «Hombre nuevo» en la Historia. En este gesto reside la marca política más radical de la escritura de Benedetti.

La pérdida de los nombres, en textos posteriores, es el nombre de la derrota: la lista de los presos y desaparecidos, los nombres circulando de boca en boca, las Madres enarbolando nombres como banderas. En Andamios (1997), novela de memorias fragmentadas, memorias individuales que consignan las derrotas colectivas, leemos el recuento de un ex-preso: «Así hasta que llega el día inevitable en que te preguntás para qué vivo, mi condena es de veinte años y saldré de aquí, si salgo, hecho un anciano prematuro, con las bisagras oxidadas, olvidado del lenguaje, y no me refiero a conjugaciones, sujetos y predicados y toda esa faramalla gramatical, sino olvidado de las palabras, de cómo se forman y deforman, y hasta de qué letras se compone tu nombre, porque ya no tenés nombre y sos un número, una cosa».7

Ya en «Lejanos, pequeñísimos», incluido en Despistes y franquezas (1989), un uruguayo, otra vez llamado Jorge explica a una muchacha española las contradictorias herencias de la mezquindad, de la devastación interior y del éxodo, y recuerda el tiempo de la dictadura como el de la perversión de los nombres, ocultos o falsos: «Lo cierto es que habíamos estado enfermos de miedo (...) y todo lo llevábamos en nosotros mismos, aunque no se lo mencionáramos a nadie y se lo ocultáramos hasta al espejo. (...) Y quién no tenía un padre, una madre, un tío, un hermano, huido, oculto, emboscado o preso, pero siempre al margen, segado del afecto cotidiano, extirpado como un humor maligno, quitado hasta del habla callejera y la comunicación telefónica porque había que manejarse con metáforas y apodos, hasta que unas y otros se gastaban y era preciso sustituirlos con nuevos tapujos».

Los nombres de los amigos perdidos o de los anónimos nunca conocidos ni encontrados, circularán por la narrativa y la poesía de Benedetti en el exilio. Como si el nombre, ese resto del sujeto en la letra, contuviera también los restos del horror, lo que la memoria no debe perder.

Pero, además, el nombre propio se espacializa y se expande en la nostalgia del exilio: es enumeración de nombres o consigna de anónimos nombres incluidos en los números de las estadísticas de exiliados, o condensación en los nombres que refundan espacios, en otras ciudades, con los nombres perdidos de la patria:


    Es claro en apariencia nos hemos ampliado
ya que invadimos los cuatro puntos cardinales
en venezuela hay como treinta mil
incluido cuarenta futbolistas
en sidney oceanía
hay una librería de autores orientales
que para sorpresa de los australianos
no son confucio ni lin yu tang
sino onetti vilariño arregui espínola
en barcelona un café petit montevideo
y otro localcito llamado el quilombo
nombre que dice algo a los rioplatenses
pero muy poca cosa a los catalanes
en buenos aires setecientos mil o sea no caben más
y así en méxico nueva york porto alegre la habana
panamá quito argel estocolmo parís
lisboa maracaibo lima amsterdam madrid
roma xalapa pau caracas san francisco montreal
bogotá londres mérida goteburgo moscú
de todas partes llegan sobres de la nostalgia
narrando cómo hay que empezar desde cero
navegar por idiomas que apenas son afluentes
construirse un sitio en cualquier sitio.8

El comienzo del «desexilio» impondrá la necesidad de reconstruir y construir una nueva memoria, una nueva narración cuyo sustento será el recuperar la capacidad de nominar. En «Lejanos, pequeñísimos», dice el llamado Jorge que, con la retirada de los militares: «Los presos recuperaron el mundo y todo volvía a ser nombrado. En realidad nos devolvían el permiso de nombrarlo. En los calabozos sólo quedaban los alaridos, las sombras, los delirios, las pesadillas, los fantasmas en fin (...) Todavía no éramos capaces de narrarnos nuestras vidas de dentro y de fuera, y no porque hubiese custodios como antes, sino porque de pronto la memoria era un caos, un mercado persa, un arca de Noé».

Las «infundadas ilusiones» del comienzo del «desexilio» se desnudarán como tales y pronto mostrarán las dificultades de esa refundación. La escritura de Benedetti se hará cargo de su registro y su denuncia.

Poética del «despertar» y del «nominar»: proceso que va del «nombre propio» -individual, certeza y angustia de la identidad- al «cambio de nombre» para el sujeto revolucionario, a «los nombres dispersos» y los nombres desplazados del sujeto en el exilio, a los nombres recuperados del desexilio, que contienen la memoria del horror pero también la esperanza de una nueva fundación.

Si el nombre propio, darse el nombre, dar el nombre, es proveerse una nueva subjetividad y, a partir de ella, construir la Historia; con este gesto la trayectoria benedettiana señala el poder de la letra sobre los sujetos -individuales y colectivos.

2ª Variación. La Muerte y la Letra

Regresemos, entonces, a nuestro relato de origen. «Esta mañana» también define la función de la literatura -si se prefiere, de la ficción y la letra- para Benedetti. En «Esta mañana» se perfila un lugar para la literatura como disparador de la rebelión, que se va expandiendo desde lo individual a lo colectivo en el periplo heroico de la letra benedettiana.

En el movimiento del cuento, recordemos, «otro» texto se inserta como disparador de la historia y mantiene abierta en el propio relato, el origen de su inscripción: un texto literario. El fragmento de novela, que citamos al comienzo, ha sido el «otro texto» configurado como sostén en el entramado de la historia: una carta que se escribe sin intención, que se manda sin intención y que, finalmente, llega a su destino, cifra el movimiento secreto del inconsciente plan no planeado (el anhelo difuso del comienzo), que se transforma en conciencia y en acto. Un mensaje insidioso que viene de la literatura hace saltar a un pobre diablo, defraudado en sus deseos más íntimos, y le permite ser «otro»: un «pequeño» héroe que estalla en defensa de su pudor. La disyuntiva de Jorge que, reiterando las amargas reflexiones de Emma Bovary ante su sopa de cebollas, pensaba frente al tazón humeante del desayuno: «Uno tiene en las manos el color de su día: rutina o estallido», se resuelve en este salto.

El texto literario citado aparece con su título: «La estancia vacía» y el protagonista lo toma, lo relee al despertar. La letra dura ha obrado, ha obrado durante el sueño; en el despertar Jorge comprende por qué su lectura se detuvo allí antes de dormir y no en otra página: hay un mensaje cifrado que viene de ese «otro texto» y que va a llegar a su destino. La escena nos remite a una escena de identificación del personaje-lector con ese fragmento de novela, esa identificación tiene que ver con «anhelos difusos» que se irán desnudando en el desenroscar de la angustia que acompaña al protagonista en su camino hacia la oficina y culmina en el acto de matar al Jefe: cuando el cuerpo del denigrador cae fulminado por el balazo, reaparece la última parte del texto leído y releído por el protagonista: «¿Es la conciencia? (Cayó de espaldas) (...«y entonces ha oído cómo caía en el buzón?») (....) ¿La conciencia? (El pudor. Sí. El pudor?)».

La literatura se perfila, entonces, como un disparador de esa poética del «despertar», como un choque en la conciencia, que promueve el cambio y la acción. Pero observemos el oblicuo, sibilino, poder de la letra: labora más allá de la conciencia, más allá de la intención, en ese lugar donde el sujeto es como «una estancia vacía»: en el sueño donde circulan los deseos, donde está anulado el principio de no contradicción; desde allí presiona sobre la conciencia con un mensaje que hay que interpretar: «sé otro».

La letra -esa z del apellido de Antonio que baila alegremente en una lápida de cementerio, recuerdo de un cuerpo muerto, final de un apellido, conminativa al deseo fabulado-; las letras -nombres perdidos, nombres cambiados, nombres recuperados, canciones, letreros y graffitis de ciudades-; las letras: consignas y mensajes del pasado que informan el presente.

En Benedetti la literatura -en un amplio sentido que no jerarquiza las escrituras- es el lugar donde se configura la resistencia o la rebelión, justamente porque diciendo oblicuamente la muerte, permanece para afirmar la memoria de la vida.

3ª Variación. Tomada de Tomás Eloy Martínez: «Lugar común la muerte»

«Hacia l965 supe, en Hiroshima y Nagasaki, que un hombre puede morir indefinidamente, que la muerte es una sucesión, no un fin. Años más tarde la conocí como un desafío a la omnipotencia del cuerpo: Macedonio Fernández, para quien el cuerpo era una metáfora de la que no lograba desasirse, triunfó sobre él mediante una paciente labor de ocultamiento; Felisberto Hernández, que había atribuido a cada parte del cuerpo una vida separada, sólo pudo superarlo cuando se atrevió a manifestarlo por entero de una manera excesiva. De otros maestros -Buber, Saint John Perse- aprendía que no hay cuerpo ni muerte, y que el encono contra ellos es estéril, porque en la eternidad todos los hombres son uno, o ninguno.

No son esos conocimientos, sin embargo, los que suscitaron este libro, sino el sospechoso abuso con que la muerte me aturdía. Desde l975, todo mi país se transformó en una sola muerte numerosa que al principio pareció intolerable y que luego fue aceptada con indiferencia y hasta olvido. Así lo perdimos.

Siempre creí que, entre las vanas distracciones del individuo, ninguna es tan torpe como el afán de propiedad. Somos de las pasiones, no ellas de nosotros: ¿en nombre de qué fatuidad, entonces, pretendemos ser los dueños de una cosa? Concedí entonces que la muerte era, como la salvación o la tortura, un privilegio individual. Ahora sé que ni siquiera ese lugar común nos pertenece.»9

4ª Variación. Mi montevideana

Siempre quedará ese sótano de Montevideo donde morimos tantas veces y por tantos.

La muerte me visitaba cada mañana, cuando ronroneaban los zapatos en la vereda y me asomaba al ventanuco para ver las piernas de los que se dirigían, sigilosos, a alguna parte.

La muerte te visitaba cada mañana, cuando te levantabas al amanecer, agarrabas tu enorme tomo de Cardiología Clínica y empecinado estudiabas hasta las once, en un silencio espeso y quieto entre croquis de arterias y de venas, sangre circulando, pulsando para mantener un corazón vivo, para animar ese latido que sí, seguramente, te decía desde el libro que la vida era cuestión de riego sanguíneo, que aún lo teníamos.

La muerte nos visitaba cada noche, cuando salíamos, furtivos, bajo el calor que agitaba los árboles de Pocitos, a buscar la frescura del mar. Empujábamos el cochecito de la pequeña, aferrados a esa fina barra de metal, sabiendo que le debíamos el futuro, que teníamos que verlo, que contarlo alguna vez. La pequeña pedía pizza y fainá. Era la pequeña llama.

Siempre quedará cada muerte en cada noche cuando nos trenzábamos, en ese sótano de Francisco Llambí, para morir de besos y maullidos.

Siempre los ojos iluminados de la pequeña en la mañana: -Mamá, el gatito negro corre. Se me escapa. Es un gato muy «marisco».