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Matisse

Ricardo Gullón





Gran premio de pintura en la última Bienal de Venecia (con el voto en contra de los yugoslavos y del representante español, señor Pérez Comendador), Henri Matisse vive en su animosa ancianidad una gloria ganada a pulso y contra la corriente. Improvisado arquitecto, logra en la capilla de Vence un prodigio de gracia, invención expresiva y útil, recinto adecuado para mansión del Señor, que las monjas dominicas colmarán de cánticos y plegarias.

El Museum of Modern Art, de Nueva York, ha dedicado a Matisse una de sus extraordinarias publicaciones. Una de esas monumentales monografías, compuestas a todo lujo gracias a la generosidad de admirables mecenas, que colaboran al éxito aportando cantidades en metálico, o abonando por su cuenta el coste de una o más ilustraciones en colores, o suscribiendo ejemplares para ser ofrecidos a estudiantes y personas de escasos recursos, a quienes, de otro modo, no sería fácil conseguir estos costosos volúmenes. Una biografía y un detallado estudio de la obra de Matisse por Alfred H. Barr, centenares de reproducciones en negro y en color, fotografías del pintor correspondientes a múltiples momentos de su vida, curiosos apéndices y notas... Homenaje ciertamente memorable y consagratorio, superior al dedicado con anterioridad por el Museo a Picasso.

La capilla de Vence está contribuyendo decisivamente al triunfo de Matisse, y conviene contar la crónica de su construcción (pues no creo se haya escrito antes de ahora en España) resumiendo la narración de Alfred H. Barr.

Convaleciente de una grave enfermedad, vivía el pintor en Niza (1941), asistido por una enfermera aficionada a la pintura, que únicamente estaba esperando a verle restablecido para tomar el velo de religiosa. Años más tarde, convertida en hermana Jacques, fue trasladada al convento de dominicas de Vence, situado frente a la casa de Matisse, a quien visitaba con frecuencia. Cierto día, en el curso de la conversación, le mostró un dibujo para las vidrieras del oratorio que se proponían construir; Matisse le hizo algunas sugerencias y ofreció ayudarla.

Intervino el hermano Rayssiguier, novicio de la Orden, residente en Vence por razones de salud, aficionado a la arquitectura y muy interesado en la pintura moderna. «Tanto y tan bien hablaron sobre la capilla, que bruscamente Matisse se brindó a hacerla él mismo». Trabajaron juntos en los planos: Rayssiguier cuidando de lo arquitectónico y lo litúrgico y Matisse de la invención del conjunto y de los detalles. El padre Coutourier y el arquitecto Auguste Perret fueron llamados como asesores. Fue el padre Coutourier quien, deslumbrado por la luminosa concepción de Matisse, exclamó al ver la maqueta de la capilla: «¡Al fin tendremos una iglesia alegre!».

Con motivo de la consagración del templo, Matisse escribió a monseñor Rémond, obispo de Niza, oficiante en la ceremonia, una carta, en la que decía: «Esta obra me ha exigido cuatro años de trabajo asiduo y exclusivo y representa el resultado de toda mi vida activa. No obstante sus imperfecciones, yo la considero mi obra maestra. Pueda el futuro justificar este juicio por un creciente interés en torno a la elevada significación de este momento».

Monseñor Rémond respondió a Matisse con generosas y cristianas palabras: «El humano autor de cuanto aquí vemos es un hombre de genio, que durante su vida entera trabajó, buscó y se comprometió en una larga y amarga lucha por acercarse a la verdad y a la luz».

Ciertamente, el arte de Matisse culminó en esta capilla, realizada -a los ochenta años- con juvenil ardor, con un ímpetu, comunicado a la obra, expresivo de la serenidad tan tenazmente perseguida, de la equilibrada armonía intentada en su pintura con pasión no siempre identificada, porque reviste apariencias de inteligente lucidez y se manifiesta en la tenaz e ininterrumpida búsqueda de una forma donde la esencia del mundo pueda revelarse plenamente.





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