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ArribaAbajoSalamanca

El Colegio Real de Salamanca, suntuoso monumento de la Real Magnanimidad, de la ejemplar devoción y del tierno amor a la Compañía de Jesús de vuestra quinta abuela, la Serenísima Señora D.ª Margarita de Austria; el Colegio Real de Salamanca, aquel taller de sabiduría y virtud, reconocido siempre por tal no sólo de toda España, sino de toda la Europa sabia y cultivada; el Colegio Real de Salamanca fue embestido, de la misma manera que los demás, por el Regimiento de Pavía la noche del 2 al 3 de abril. Poco después de sitiado, acudió una persona a pedir un Padre para auxiliar a un Canónigo moribundo, pero se le hizo retroceder y acudir a otra Comunidad, diciéndole que en aquella noche no podía salir jesuita alguno de su Colegio. No se duda que en cualquiera de las gravísimas y muchas Comunidades, que hay en Salamanca, bastaría el más ínfimo individuo de ellas para suplir con ventajas la falta de cualquiera jesuita. Pero, si el enfermo quería y pedía precisamente un jesuita para que le asistiese en aquella tremenda hora, ¡amarguísimo desconsuelo para el moribundo, y terrible remordimiento para el que le negó aquel auxilio, cuando se vea en el mismo formidable lance!

Como a las 6 de la mañana del día 3 entró el Alcalde Mayor en el Colegio con parte de la tropa y, convocada aquella respetable Comunidad al Claustro de la portería, mandó calar la bayoneta a algunos soldados. Diligencia que acaso pudo sobrar y que sólo fue conducente para llenar de susto y de pavor a muchos corazones tan tímidos como atribulados. Entregó después al Escribano vuestro Real Decreto, mandándole que lo leyese, pero antes protestó que era mandado, pidiendo perdón de lo que iba a ejecutar sólo por obedecer a Dios y al Rey, con la esperanza de que la misma Obediencia y el mismo rendimiento encontraría en una Comunidad tan ejemplar como sabia. Y dando un estrecho abrazo a todos en la persona del Vice-Rector, que la gobernaba en la vacante del Rectorado, se pasó a la lectura e intimación del Decreto, que fue oído, aceptado y obedecido con toda la sumisión, con todo el silencioso respeto y con todo el rendimiento que se había prometido al atento Ejecutor. Sucesivamente pasó a practicar todas las demás diligencias que prevenía la Instrucción, sin desmentir jamás su urbanidad, su dulzura y su respeto, sabiendo componer estas admirables cualidades con la más exacta ejecución de vuestras Reales Órdenes o, por mejor decir, estando muy persuadido a que no era posible obedecer bien las segundas sin acompañarlas con las primeras.

Hizo trasladar al próximo Convento de San Agustín a los enfermos y achacosos, entre los cuales era uno el Maestro Gabriel Barco, Catedrático de aquella Universidad y el Jubilado más antiguo del Colegio, venerable anciano que contaba ya más de 76 años y, sobre hallarse ya de antemano mal dispuesto, en el mismo acto de la lectura del Decreto le había asaltado una congoja que casi le llegó a privar de los sentidos. Encargó mucho el Alcalde Mayor el regalo y la asistencia, así de este respetable enfermo como de todos los demás. Significó a todos los Padres y Hermanos que podían llevar algo de sus aposentos, pero sin especificar lo que Vuestra Majestad les permitía, explicándose en esto con tanta oscuridad que ninguno se atrevió a usar de aquel permiso sino muy parcamente. Tanto que, entrando un Maestro graduado en su aposento, acompañado del mismo Ejecutor, tomó su Crucifijo y su Breviario, y diciendo: «Esto me basta», se iba a salir, cuando el Alcalde Mayor le instó a que tomase algunas cosas más, pero en tono que el Maestro se persuadió a que era pura gracia de aquel Ministro y, porque no pareciese la desestimaba con desaire de su galantería, señalando su baúl dijo que metiesen en él lo que les pareciese, y así se ejecutó, trayendo sólo aquello que le quisieron meter.

Aquel día comió la tropa en el Refectorio, sirviéndoles la comida no sólo los HH. Coadjutores y los HH. Estudiantes, sino también muchos Sacerdotes, y todos con tanto amor, agasajo y alegría, como si hubieran venido los soldados a obsequiarlos en su casa y no primero a arrestarlos y después a expelerlos ignominiosamente de ella.

El día 4 muy de mañana pretendieron dos Padres decir Misa en una de la Capillas interiores y retiradas que había en aquel Colegio. Negóseles este consuelo, como a todos el oírla, ni aquel día ni el antecedente. Si pretendieran decirla en la Iglesia o en alguna otra Capilla que tuviese comunicación peligrosa con la calle, pudiera hallarse motivo, por lo menos aparente, para aquella rigurosa precaución, pero solicitando los Padres oírla o celebrarla en cualquiera de las tres Capillas interiores, remotísimas de toda exterior correspondencia, no se descubre motivo racional para que se negase a unos ejemplares y afligidos Religiosos el consuelo espiritual que se suele conceder en las cárceles y prisiones públicas aun a los más facinerosos.

Con este desconsuelo se hubieron de poner todos en camino aquella misma mañana, añadiéndose en muchos el trabajo de no haberse desayunado, porque a la advertencia del Ejecutor se le pasó de la memoria una providencia tan natural como necesaria. También anduvo muy escaso en la que dio para las provisiones de víveres, siendo así que las había en abundancia en la despensa y cantinas del Colegio, contentándose con que se sacasen las que limitadamente alcanzaban hasta Burgos, sin considerar que el término del viaje por tierra era el puerto de Santander, y que, siendo 72 los sujetos que salían de Salamanca, habiendo de transitar por Burgos más de 400, no era fácil encontrar en un país tan reducido, y por la mayor parte tan estéril, las provisiones de boca necesarias para tanta gente, si cada uno de los Colegios no llevaba las que se conceptuasen precisas para sus respectivos individuos. Pero fue aún más extraño en la reflexión y en la suave conducta del Alcalde Mayor de Salamanca el total olvido de las camas. Ni una sola mandó prevenir para aquel gravísimo y respetabilísimo Colegio, descuido que produjo necesariamente en todos una de las mayores molestias que padecieron en el camino, pues, no siendo posible hallar camas para tantos en muchos lugarcillos de la Carrera Real, donde era preciso hacer alto, fue indispensable que muchos durmiesen en los coches, otros sobre unas pajas, éstos en el duro suelo y aquéllos encima de las arcas o de los bancos, alternando caritativamente entre sí los menos incomodados para que todos participasen con igualdad del alivio y del trabajo.

A ninguno se le permitió sacar ni un maravedí de los peculios particulares que tenían depositados en el aposento del P. Ministro o en el del Procurador, según el santo estilo de la Compañía. Y en este particular se hizo muy reparable lo que se ejecutó con el P. Juan Pedro La-Caze, jesuita francés que se hallaba enseñando Matemáticas en aquel Real Colegio. Acababa de percibir parte de la pensión que el Rey Cristianísimo había señalado a los jesuitas expulsos de su Reino; protestólo así al Alcalde Mayor, pero no pudo recabar que le diese ni un solo sueldo de ella, no acertando nosotros a penetrar qué razón pudo haber para despojar a aquel jesuita extranjero de la pensión con que liberalmente le sustentaba la benignidad de su legítimo Soberano20.

Con estas disposiciones se despidió para siempre de su Colegio verdaderamente Real aquel numeroso sabio y distinguido destacamento de afligidos jesuitas. Aumentaron su dolor las lágrimas, los gritos, los alaridos y las voces de la muchedumbre, que ocupaba calles, plazas, balcones y ventanas, siendo preciso que la tropa con espada en mano abriese camino para que se franquease el paso, ocupado no sólo por aquello que se llama vulgo, plebe o pueblo menudo, sino por muchos sujetos de pelo, de traje y de carácter a todas luces respetables, los cuales acompañaban con sus demostraciones de sentimiento aun a las que parecían más tiernas o más populares. Oíanse por todas partes unas voces que, volvemos a decir, no sufre la discreción que nosotros las repitamos. Baste asegurar a Vuestra Majestad que ellas acreditaban bien el supremo y general concepto que se tenía formado de la doctrina, ministerios y servicios al público de la Compañía, muy distinto verdaderamente del que la emulación ha pretendido esgrimir en vuestro Real Ánimo.

Ni es verosímil que en un concurso, donde no faltarían sabios y hombres discursivos del primer orden, naciesen aquellos amorosos desahogos del concepto y del dolor de un naturalísimo pensamiento que les pudo ocurrir, cotejando la trágica escena que entonces se representaba en aquel teatro con la gloriosísima que cuatro años antes habían todos visto representar a los jesuitas en su Colegio Real. Hablamos, Señor, del tránsito de vuestras tropas por la Ciudad de Salamanca a la última expedición de Portugal. Entonces se vieron, ni sin universal admiración y aplauso, alojados dentro del Real Colegio no menos que 3.000 franceses con toda su Oficialidad, franqueándose la generosa fidelidad y el celo de los jesuitas a vuestro Real Servicio, no sólo a lo que se les pidió, sino excediendo con muchas ventajas la común expectación. Ahora se estaba viendo el mismo Colegio embestido y ocupado por vuestras tropas, no para que las alojase y agasajase en él la fidelidad y el amor de los jesuitas, sino para expelerlos de él ignominiosamente a ellos, como a los vasallos más perniciosos de la Monarquía. Antes se había visto escoger aquella magnífica casa para el más distinguido alojamiento, no tanto por su vasta capacidad cuanto por el general concepto en que se estaba de que ninguna otra la excedería en la urbanidad, en el amor y en la religiosa franqueza con que se trataría al Oficial y al soldado. Ahora se la veía tratada por éste como si en cada individuo suyo hubiera encontrado el vasallo más rebelde a su Soberano o el mayor enemigo personal de la misma tropa. Antes había admirado toda la Ciudad con general asombro aquella rara armonía entre la disciplina militar y la disciplina religiosa dentro de unas mismas paredes, sin que una desordenase ni perturbase a la otra, sabiendo hermanar la severa vigilancia de los Jefes y el prudente desvelo de los Superiores todo el inevitable bullicio del cuartel con todo el inexcusable recogimiento del Claustro, de manera que ni el soldado descomponía sus funciones al Religioso, ni el Religioso servía de estorbo en las suyas al soldado. Ahora todo lo veía y todo lo lloraba confundido, sin que viese ni se oyese más que estruendo de armas, ruido de clarines y tambores con todo el aparato que se acostumbra para asegurar y conducir a los prisioneros de una plaza rendida o tomada por asalto.

Acordaríanse quizá los más reflexivos de las grandes y significativas expresiones que algunos de ellos habían oído al Príncipe de Beaubeau, Comandante en Jefe de las fuerzas francesas, cuando en sus conversaciones apenas acertaba a hablar de otra cosa que del urbanísimo, amorosísimo y espléndido alojamiento que habían merecido aquéllas al Colegio de los jesuitas, ensalzando en todas ocasiones su celo y su fino amor a vuestro Real Servicio. Expresiones que, no contento con haberlas manifestado de viva voz siempre que lo pedían las circunstancias, las confirmó y aun les añadió nuevos realces por escrito en una breve pero discretísima carta que escribió desde Madrid al P. Francisco Javier de Idiáquez, Rector que era a la sazón del Colegio Real de Salamanca, protestándole que jamás olvidaría su generoso hospedaje ni dejaría de informar a la Corte de Francia ni publicar en su Nación las grandes atenciones que ésta le debía no sólo a su persona, sino a todos sus súbditos y Hermanos.

Esta memoria tan natural y este paralelo, que se venía a los ojos, pudo ser el móvil más poderoso de aquellas voces tan expresivas, en que prorrumpía el sentimiento y la compasión de la gente de más penetración y de esfera más distinguida, pero en las del vulgo, que no eran menos dolorosas ni de más bajo significado, verosímilmente influiría el tierno recuerdo del ejemplar espectáculo que habían ofrecido a los ojos de toda la Ciudad, después de la referida expedición, aquellos mismos jesuitas a quienes veían ahora tratados con tanta ignominia.

Concluida la guerra de Portugal e introducida en la tropa una especie de enfermedad epidémica con las fatigas de la campaña, se llenaron de enfermos no sólo los Hospitales que ya había en Salamanca, sino los nuevos que se erigieron o se destinaron para la asistencia y curación de los dolientes. El prodigioso número de éstos y la que se consideraba pegajosa calidad de su dolencia, acobardó aun a los corazones más animosos y más caritativos, tanto que ni aun por el dinero se encontraba en la gente más pobre y más venal quien tuviese valor para encargarse de asistirlos. Entonces fue cuando todo el Colegio Real de Salamanca, comenzando desde su Vice-Rector Francisco Javier de Idiáquez hasta el Sacerdote y el Coadjutor de menor graduación, se ofreció generosamente al Magistrado, tomando de su cuenta toda la asistencia espiritual y toda la posible corporal de enfermos y de moribundos. Aceptóse con el mayor agradecimiento una oferta tan llena de caridad y de Religioso valor, como de celo y amor a vuestro Real Servicio. Cumplióse lo prometido hasta hacer muchos excesos a la expectación. Desde aquel mismo día hasta que no quedó ni un enfermo solo en los Hospitales, el Rector, los Graduados y Catedráticos de aquella Universidad, los Maestros, los Operarios, los jóvenes Escolares, los Hermanos Coadjutores, todos sin exceptuar alguno, concurrían diariamente por su turno ya cuatro, ya seis, ya ocho, según pedía la mayor o menor necesidad, a la asistencia espiritual y corporal de los enfermos. Confesaban a unos, auxiliaban a otros, exhortaban a todos, hacían la cama a éstos, levantaban a aquéllos, servían las comidas a unos, administraban a otros las medicinas, y a ninguno dejaban sin alivio y sin consuelo. Esto, Señor, fue con tanta notoriedad y de tanto ejemplo que, animadas a la imitación otras gravísimas Comunidades y edificada toda la Ciudad, lo consideró digno de ponerlo en la real noticia de Vuestra Majestad, y mereció a vuestra benignidad el Real Colegio que a vuestro Real Nombre se le escribiesen muy particulares gracias, con la seguridad que había sido muy de vuestro Real Agrado aquel servicio de tanto obsequio a ambas Majestades.

Esto había visto por sus propios ojos y esto había oído todo el numeroso pueblo de Salamanca no más lejos que cuatro años antes. Y cotejando con lo que entonces estaba viendo, oyendo y palpando, no es maravilla que el dolor arrancase a la muchedumbre unas expresiones de concepto tan superior que ni nosotros las debemos resumir ni sufre la razón que las entendemos con todo el rigor que significaba su sonido. Y siendo mucha verdad que, si algunas veces se dice más de lo que se significa, también en otras se significa muchos menos de lo que se dice. Así lo entendieron aquellos discretos y modestísimos Padres, no sólo cuando oyeron la primera vez los referidos clamores en las calles y en los campos de Salamanca, sino cuando los oyeron repetidos en casi todos los lugares por donde transitaban.

No son ponderables las demostraciones de amor y de veneración que merecieron a los vecinos de la populosa Villa de la Nava del Rey. Aunque llovía a la sazón con extraordinaria fuerza, les salió al camino una prodigiosa multitud de todas edades, sexos y condiciones, sumergida en lágrimas y levantando el grito, consultado más con el sentimiento que con la razón ni la prudencia, exclamó fuera de sí: «¡Adiós, sabiduría de España!», sin advertir que sólo salía de ella acaso la menor parte de la mucha que ilustra vuestros esclarecidos Reinos. Pero nunca fue discreto un dolor inmoderado. Pedían larga narración las demostraciones que se vieron y se admiraron en la Villa de Rueda. Resistíase el Comisario conductor a condescender con los Caballeros de aquel pueblo, que pedían fuesen hospedados los Padres en sus casas particulares a discreción de los mismos dueños. Pero le dijeron con resolución que «por los jesuitas pondrían sus haciendas y sobre sus haciendas pondrían sus cabezas». A cuya vista cedió el conductor, siendo testigo ocular de la noble competencia con que pretendía cada uno llevar a su casa los más jesuitas que pudiese, desatendiendo a las quejas de los otros por atender cada cual a su particular satisfacción. La conmoción de Villanueva de Duero fue tan particular que, sobresaliendo entre ella el copiosísimo llanto de los niños que aún no habían llegado al uso de la razón, no pudieron los enternecidos jesuitas negar la compañía de sus lágrimas a las de aquellos inocentes.

No sucedió otra cosa particular a este respetable Colegio hasta llegar a Santander. Pero en aquella caja acaecieron dos, de que nos parece indispensable informar a vuestra Majestad. Fue la primera que, habiéndose entregado a todos la mitad de la pensión consignada por vuestra Real Pragmática, solamente se consignaron 45 pesos para cada uno de los Hermanos Estudiantes, conceptuándolos en la misma clase que a los Hermanos Coadjutores. Dieron sus recibos con la protesta de que no se les debía confundir con ellos, pues ni los confundía la Pragmática Sanción ni parecía justa esta conformidad, hallándose en carrera del Sacerdocio. Diligencia que acreditó de acertada la práctica que se siguió con los Hermanos Estudiantes de la Provincia de Toledo, a todos los cuales se les consideró la pensión por la misma regla que a los Sacerdotes. Por lo que parece tiene claro derecho la Provincia de Castilla la Vieja para reclamar, como reclama, el recobro de los 5 pesos duros que faltaron a cada uno de sus Hermanos Estudiantes para la íntegra percepción de la mitad de su contingente.

Fue la segunda no menos extraña que, habiendo llegado al referido puerto en compañía de los demás individuos del Colegio de Salamanca los PP. Juan Pedro La-Caze y Alejo Bouchier, franceses de nación, y habiendo pedido al Conde de Aranda pasaporte para restituirse a su Reino, se lo envió luego este Ministro, pero tan seco y tan de cajón que sobre no señalarles ni una corta ayuda de costa para su navegación, prevenía que se les vendiese a un precio moderado las provisiones y géneros que hubiesen menester. Pero, por moderado que fuese el precio, siempre sería excesivo para unos pobres extranjeros a quienes se les había ocupado hasta la pensión que habían recibido de su Rey.

Ya dejamos insinuado en su lugar que se había quedado en el Convento de San Agustín de Salamanca el Maestro Gabriel Barco con otros seis enfermos. Recobrados estos últimos, pero muy dudoso el Comisionado de que ni el débil estado ni la avanzada venerable ancianidad del primero le permitiesen un viaje tan dilatado, ni mucho menos una navegación tan trabajosa como la de Italia desde la costa de Cantabria hasta la playa de Civitavecchia, consultó el punto con los más acreditados Médicos de aquella Universidad. Certificaron y firmaron éstos que, atendida la constitución y circunstancias del enfermo, juzgaban se exponía a evidente peligro su vida, tanto en el viaje por tierra como en el más arriesgado de la navegación. Presentó el mismo Alcalde Mayor esta certificación al interesado, leyóla, suspendióse un breve rato, y levantando los ojos al cielo dijo al Comisionado estas formales palabras: «No obstante lo que dicen los Médicos, movido de razones superiores y confiado en la asistencia Divina, digo resueltamente que quiero seguir a mis Hermanos y morir observando en su dulce compañía la regla que voté y profesé para toda mi vida». Sorprendido altamente el Alcalde Mayor al oír una resolución con tantos rasgos de heroica, le replicó que no podía condescender con sus deseos si Su Reverendísima no firmaba aquello mismo que le decía, porque sin este documento se le podría hacer cargo en la Corte de haber sido temerario homicida de un hombre tan recomendable. Tomó la pluma el Maestro Barco y escribió y firmó de su nombre lo que acabamos de exponer, con cuya diligencia se dieron prontas disposiciones para que siguiese a los demás hasta Santander en compañía de los seis enfermos que se la hacían en San Agustín y de otros dos Maestros depositados en el Convento de San Esteban, gravísima y sapientísima Comunidad de la Religión de Santo Domingo en la Universidad de Salamanca.

Eran éstos los PP. José Miguel Petisco y Nicolás Zubiaur, Catedrático el primero de Escritura en el Colegio Real de la misma Ciudad y Maestro de Teología el segundo con el destino de Misionero Apostólico y Ayudante o compañero del P. Pedro Calatayud. Hallábanse estos dos Padres al tiempo del arresto haciendo Misión en Ciudad Rodrigo a ruegos de su celoso y vigilante Prelado, cuando llegó a su noticia por vía extrajudicial lo sucedido con los jesuitas en Salamanca. Y sin esperar otro aviso ni otra citación, abandonaron su sagrado ministerio y se pusieron en camino para esta Ciudad, donde derechamente se fueron a presentar al Alcalde Mayor, el cual los destinó al referido Convento de San Esteban, cuyo Prelado, poseído sin duda del pánico terror que le infundió el mismo Comisionado, y quizá contra los impulsos de su mismo benigno corazón los tuvo reclusos por tres días en sus respectivas celdas hasta que, noticioso de que ni en la Ciudad ni aun dentro de su misma Comunidad se aprobaba generalmente esta rigurosa conducta, les permitió toda aquella libertad y todo aquel desahogo que era compatible con vuestras Reales Órdenes.




ArribaAbajoValladolid - San Ignacio

Después del Colegio Real de Salamanca, declarado por el Máximo de toda la Provincia de Castilla, le lleva su primera veneración el de San Ignacio de la Ciudad de Valladolid, por ser la Residencia más frecuente del P. Provincial y porque regularmente se destinan para moradores de él los sujetos más respetables en letras, en años, en religiosidad y en gobierno. Encargóse el mismo Intendente21 de la ejecución de vuestro Real Decreto por lo respectivo a aquel Colegio, habiendo subdelegado en dos Abogados de aquella Cancillería la comisión de ejecutarlo en los otros dos Colegios que se contaban en aquella Ciudad. Se debe piadosamente creer que el no haber querido confiar a otro la ejecución de las Órdenes Reales en aquel Colegio fue precisamente por no arriesgar en el tratamiento la atención, la urbanidad, la dulzura y el decoro que por tantos títulos se debía a una Comunidad tan digna de respeto. Sin embargo, las operaciones posteriores hicieron claramente conocer cuánto puede en el ánimo más blando una pronta turbación. No trató a la Comunidad de San Ignacio con toda aquella dulzura que se esperaba de su genio moderado, acaso por la errada inteligencia de su Instrucción, de que procediese en la ejecución a sangre fría, equivocando la serenidad con la dureza, y no haciendo reflexión a que la aspereza y la sequedad son efectos naturales y precisos de una sangre no como quiera caliente sino adusta y requemada.

Después de leído el Real Decreto, revestido afectadamente el Ejecutor de Soberanía y de Majestad, después de oído, obedecido y aceptado por todos aquellos venerables jesuitas con tanta presencia de ánimo, con tanto sosiego y con tanta religiosa entereza que llenó de asombro y de estupor, primero a los Secretarios y testigos que presenciaron el acto, y después a toda la Ciudad, conservando siempre el Intendente el mismo despego y severidad de semblante, significó a los Padres que cada uno podía tomar de su aposento las cosillas que permitía la Instrucción. Pero les concedió tan limitado tiempo para esto, y aun dentro de este corto término les daba él mismo tanta prisa, que se conocía claramente tiraba a hacer ilusoria la concesión, dando fundamento para presumir que tenía particular empeño en que los Padres dejasen aun aquello mismo que se les permitía llevar, sofocándolos tanto con su apresuración que, luego que algún sujeto tomaba una corta cantidad de los utensilios o géneros permitidos, le decía con mucho desabrimiento: «Padre, aprisa; despache, Padre». Y porque uno se detuvo un poco más, le amenazó con que le perdería si no despachaba: Amenaza en que anduvo la impertinencia muy equivocada con la indigestión.

Pidiósele la licencia con excesiva sumisión para celebrar el Santo Sacrificio de la Misa y la negó con su acostumbrado despego, respondiendo sacudidamente que no tenía arbitrio para eso. Tampoco lo debía de tener para mandar que se atizase la lámpara del Sacramento, porque, advertido de que estaba para apagarse, despreció el aviso, mostrando no dársele mucho de que el Señor se quedase sin aquel exterior testimonio de nuestra fe y de nuestro culto, siendo al mismo tiempo advertencia a nuestra religiosa y católica adoración. Fue sin duda rara la conspiración casi general de los Ministros Comisionados en desestimar este reverente obsequio al Señor Sacramentado, de que se les dio aviso. Si no se comprendía este artículo en los de sus Instrucciones, ¿qué inferirán de tan visible irreverencia en unos Ministros Católicos los que no lo son? Y si se comprendía en ellas, ¿qué pensarán los mismos del autor que las dispuso? Pues no se percibe qué conexión podía tener la seguridad de los jesuitas con que se tratase al Santísimo Sacramento con aquella decencia y con aquel culto que se acostumbra en la Iglesia Católica y ésta tiene con tantos Decretos prevenido. A vista de esto tampoco se hace ya tan extrañable que el Intendente de Valladolid negase también a aquellos Padres el permiso de sacar los Breviarios de sus aposentos para cumplir con la obligación de rezar el Oficio Divino, cuando se lo pidieron con este fin aquella mañana, bien que se los concedió por la tarde, reconociendo que no tenía autoridad para dispensarlos en aquella obligación, cuyo cumplimiento los estrechaba más en la presente ocasión, por la necesidad de implorar los auxilios divinos para sostenerse en aquel terrible golpe.

Mientras dentro de las paredes del Colegio de San Ignacio se representaban unos pasajes que parecían increíbles, se ofrecían a los ojos de todos en las calles públicas de la Ciudad otros objetos que se llevaron tras de sí la admiración y el asombro universal. Viose entrar por ellas espontáneamente sin guardias y sin escolta y sin apremio un Hermano Coadjutor del mismo Colegio, que por razón de su oficio se hallaba en una Hacienda cercana a Valladolid. Entró también de fuera a la sazón por otra puerta el P. Jerónimo Obeso, Procurador del mismo Colegio de San Ignacio, sujeto muy conocido y muy estimado en toda la Ciudad por los particulares talentos de que estaba dotado para el desempeño de su económico ministerio. A uno y a otro les procuró persuadir la compasión y la amistad que no se fuesen a meter voluntariamente en la prisión para pasar después al más ignominioso y más doloroso destierro. Ponderóseles mucho, no sin alguna exageración, la dureza con que eran tratados los que estaban arrestados en los Colegios, ofreciéndoles arbitrios, medios y seguridad para la fuga. Pero ambos, sin saber uno de otro, respondieron constantemente que querían seguir a sus Hermanos en todas fortunas y, no dando oídos a aquellas sugestiones de la conmiseración, cada uno se fue a presentar en su Colegio. Pero con el P. Obeso se añadió una circunstancia digna de la mayor admiración, porque, habiéndole asegurado cierto conocido suyo con toda aseveración que en el Colegio de San Ignacio estaban degollando a todos los sujetos, respondió con magnánima resolución: «Pues yo quiero ir a ser degollado». Y, picando a la mula, se fue intrépidamente a meter debajo del cuchillo que le había hecho creer o la compasiva ficción o la imaginación aprensiva de su amigo. Ejemplo de valor que sólo tiene dos especies de Originales en la Historia: en los que no temen la muerte asegurados en su misma inocencia, o en los que la desafían defendidos en lo sagrado de la causa. Cualquiera otro motivo en los que voluntariamente se arrojan a morir es hijo de la desesperación, impulso del despecho y efecto de una verdadera pusilanimidad y mal disfrazada cobardía.

Amaneció el día siguiente, 4 de abril, y, llegada la hora de tomar los coches y calesa prevenidas para el viaje, preguntó el Intendente si se había hecho provisión de comida para aquel mediodía. Respondiósele que quién ni cómo se había de hacer, si desde el primer instante se habían entregado a él todas las llaves que custodiaban las provisiones. Calló a una respuesta que no sufría réplica y sin dar otra providencia se contentó con encargar al Comisionado a voz en grito y a presencia de toda la muchedumbre, congregada en la calle para ver un espectáculo tan nuevo, que en todo caso tratase bien a los Padres, en lo que pudo mirar a diferentes fines que no nos corresponde a nosotros indagar.

La dolorosa conmoción del pueblo de Valladolid, cuando se le puso a la vista aquella trágica escena, en nada fue inferior a la que se vio en todos los demás, antes bien tuvo una cosa de particular, a cuya vista no pudo sostenerse la constancia de aquellos venerables ancianos ni le fue posible al dolor conservarse neutral entre la ternura y el consuelo. Uno de los Caballeros más distinguidos de la Ciudad y más venerados de toda ella, no menos por su ilustre nacimiento que por sus cristianas virtudes y por su generosa caridad con todos los necesitados, no se pudo contener sin prorrumpir a presencia de la multitud en las expresivas voces de que sólo sentía no vestir la ropa de la Compañía en aquella ocasión, para tener parte en tan glorioso destierro. Arrodillábase el pueblo delante de los coches y de las calesas, pidiendo a gritos la bendición de los Padres. Y sobresalió tanto en esto un ejemplar Sacerdote que, porque ninguno condescendía ni debían condescender con su humilde pero menos advertida instancia, se afligió excesivamente, y tanto que fue menester que los Oficiales y soldados le consolasen, acordándole que, la que parecía sequedad en los jesuitas, era a un mismo tiempo modestia, ternura, prudencia, concepto de su respetable persona y debida veneración a su sagrado carácter. No cedió la tropa al paisanaje en las demostraciones de su reverente y obsequiosa estimación a los Religiosos prisioneros, antes parece que se esmeraba en excederlas, pudiéndose asegurar por punto general que, en casi todos los destacamentos que escoltaron a los jesuitas de la Provincia de Castilla, se observaba una noble competencia entre el más puntual cumplimiento de las Órdenes Reales y la más respetuosa atención con los Padres desterrados. En esto iba igual el soldado con el Oficial, sin otra diferencia que la que hay entre el que lleva la voz con el ejemplo y el que sigue exactamente con la imitación.

Al entrar en Santander el Domingo de Ramos por la mañana sucedió una casualidad que, sin dejar de ser lo que parecía, pudo tener también sus visos de misteriosa. Andaba a la sazón la procesión por la Iglesia y, dejándola los muchachos, convidados de otro objeto que por tan nuevo arrastraba con más violencia su curiosidad, salieron a recibir a los Padres con Palmas y Ramos de olivos en las manos. No malograron los jesuitas un recuerdo que excitaba en el corazón afectos muy oportunos para la resignación y para el consuelo, considerando que, aunque esta concurrencia casual se quisiese interpretar por un mudo testimonio de su inocencia, esto mismo les debía alentar a padecer con mayor alegría, a ejemplo de aquel Señor que quiso fuese precedida de semejante testimonio, con circunstancias de triunfo, su dolorosa Pasión.




ArribaAbajoValladolid - San Ambrosio

Además del Colegio de San Ignacio había en Valladolid el de San Ambrosio, destinado principalmente para el Magisterio y por lo mismo compuesto únicamente de Maestros y de Discípulos, unos y otros de los más hábiles, circunstancias que le hacían tan conocido como respetado de todos los hombres sabios de España. Para la ejecución de vuestro Real Decreto en un Colegio como éste fue nombrado cierto Abogado de aquella Cancillería22, que, desde el primer paso que dio, manifestó muy bien que en orden al respeto, urbanidad y atención con que debía tratar a tan sabia Comunidad, no se conformaba su opinión con el concepto común. Luego que le abrieron la portería, se entró de tropel con cerca de 100 soldados que le acompañaban, prevenidos de palancas para forzar puertas y ventanas, como dando por indubitable la más empeñada y la más vigorosa resistencia. Consiguiente a este su extraño modo de aprehender, fue también su modo de hablar. La primera palabra que se le oyó, luego que puso los pies en el Colegio, fue levantar la voz y gritar con el mayor esfuerzo: «¡Favor al Rey, aquí la tropa!», no de otra manera que si se le hubieran presentado todos los sujetos del Colegio armados de fusiles y de sables para disputarle la entrada, siendo así que a la sazón estaban todos o casi todos durmiendo tranquilamente en sus aposentos.

A un grito tan impertinente como ofensivo a unos vasallos de aquel rendimiento, de aquella profesión y de aquella calidad, se siguió el apoderarse de las llaves y entrarse en la Iglesia con aquella porción de gente armada, previniendo a la Guardia «que no fumase, porque allí había Sacramento». Y si allí había Sacramento, ¿por qué se había de entrar allí con gente armada? ¿Será más contrario al respeto que se le debe al Señor Sacramentado el humo del tabaco que el humo de la pólvora? ¿Es por ventura ese humo el que sube desde el incensario al altar y desde el altar al Trono del muy Alto, ofreciéndosele en olor de suavidad? ¿Es el que enseña el camino a nuestras oraciones para que asciendan al Solio de Todopoderoso? Y si «allí había Sacramento», ¿con qué autoridad se fue derechamente el Señor Abogado, siendo tan lego como el más lego de su numerosa escolta, a apoderarse de la Casa del Señor sin que le acompañase un legítimo Ministro de ella, como la Iglesia lo tiene ordenado en semejantes casos y como expresamente se le prevenía en su misma Instrucción? Y si «allí había Sacramento», ¿por qué comenzó por donde debía acabar, según el orden que en la misma Instrucción se le prevenía?

Desde la Iglesia se fue en derechura al aposento del P. Rector. Éralo el P. Antonio Guerra, Vice-Canciller y Catedrático Jubilado de aquella Universidad, y sujeto que por todas sus circunstancias se merecía los mayores aplausos y la más reverente estimación de sabios y de indoctos, de Nobles y de plebeyos, y en suma de todo el gran pueblo de Valladolid. Hallábase su salud, de algún tiempo a aquella parte, tan gravemente quebrantada que, habiendo salido a respirar otros aires para su reparo, se había restituido a su Colegio la tarde antecedente, aunque con tan escasa mejoría y tan débil que fue menester subirle en una silla a su aposento. A un hombre como éste, y hallándole en tan lastimosa constitución, le trató el Abogado Ejecutor con tanta sequedad, con tanta desatención y con tanta despotiquez como pudiera al más mínimo criado del Colegio. Fue su primera diligencia ponerle un centinela de vista enfrente de la cama y otro a la puerta de su aposento, para que ni los súbditos se pudiesen consolar con su Prelado ni el Prelado tuviese arbitrio para desahogar su dolor con los súbditos. No sabemos que en ningún artículo de las Instrucciones se negase a los jesuitas arrestados en un mismo Colegio el tratar unos con otros, ni mucho menos la comunicación de la cabeza con los miembros y de los miembros con la cabeza. Pero el Ejecutor de San Ambrosio se tomó la autoridad de fabricarse él mismo las que le parecieron mejor para su gobierno. En virtud de éstas, y no de las comunes, negó redondamente la licencia para que entrase a visitar al P. Rector el Médico que le asistía, siendo tan natural que nunca más necesitase el enfermo de su asistencia que en una ocasión, en que a la gravedad del mal se añadía un golpe tan terrible y tan repentino, con un tratamiento tan incivil, tan inhumano y tan duro. Pero el Comisionado debió sin duda de creer que el más lúcido desempeño de su Comisión consistía en que tuviese también sus visos de sacrificio, ennobleciéndola también con alguna ilustre víctima.

Después de un acto tan heroico de caridad, se dirigió a una Capilla muy reducida, donde le esperaba, ya congregado, todo el Colegio. Mandó leer el Real Decreto, respirando en todas sus palabras, acciones, gestos y movimientos, soberanía y majestad con tanto olvido de sí mismo como desprecio de una Comunidad tan seria, tan sabia y tan acreedora de atenciones, y más cuando éstas no sólo eran compatibles con la ejecución de lo que se le mandaba, sino que sin ellas no podía obedecer bien lo que se le prescribía. Fue oído vuestro Real Decreto con el más reverente rendimiento. Y concluidas las demás diligencias que debían subseguirle, continuó la Religiosa Comunidad sus diarios ejercicios espirituales con el mismo sosiego que si nada les hubiese sucedido. Seguíase la Misa a la acostumbrada hora de oración y, pidiéndose licencia al Ejecutor para celebrarla en la misma Capilla interior donde se habían congregado, oyó la súplica con tantos ademanes de admiración y de extrañeza que prorrumpió en esta expresión: «Padres, Vds. no se hacen cargo de que está capturados».

Con mayor extrañeza, con mayor admiración y con mucha mayor disonancia oyeron aquellos sabios Padres una proposición tan mal sonante en la boca de un hombre que tenía legítimas presunciones de leído y auténticas licencias de Abogado. ¿Podía éste ignorar que la expresión de «capturados» puramente por la potestad civil y secular, aplicada a unas personas Eclesiásticas y Religiosas, tenía mucho no sólo de impropia, sino de irreverente y dentro de las leyes de la Religión Católica, no poco de sacrílega y temeraria, por no decir otra cosa más fuerte? ¿Podía ignorar que para «capturar» al más ínfimo que goce del fuero de la Iglesia no basta sola la autoridad secular, sino que entre como auxiliar de la Eclesiástica, so pena de incurrir en las censuras más terribles que se fulminan en los sagrados Cánones, y que esto se verificaba en aquel caso, porque ni sonaba en él la autoridad de la Iglesia ni se veía en todo aquel bullicio alguno que la representase? ¿Podía no tener presente el exquisito tiento con que en este particular se explicaba la misma Instrucción que debía servir de gobierno, pues en toda ella no se encontraba palabra que sonase a «captura», cárcel ni prisión ni a ejercicio de otra jurisdicción o potestad que no fuese puramente la económica, la cual no reconoce el uso de aquellas voces sino de otras, que, aunque para la seguridad sean lo mismo, tienen otro sonido más dulce, más reverente y más templado?

Pero, al fin, supongamos de gracia que estuviesen «capturados» aquellos Padres. ¿Qué se infería de ahí? ¿Que no podían celebrar ni aun asistir al Santo Sacrificio de la Misa? No podemos creer que un Abogado escogido para una comisión de aquella importancia pretendiese hacer tragar a unos «capturados» tan sabios una consecuencia tan infeliz y tan absurda. Y más cuando muchos de ellos habían celebrado no pocas Misas en la cárcel pública de aquella misma Real Cancillería para que las oyesen los «capturados» en ella, aunque prisioneros de otro pelo, de otro estado muy distinto y de otra profesión no tan religiosa ni tan perfecta.

Como quiera, hubieron de conformarse aquellos Padres con silenciosa resignación, siéndoles más fácil rendir ciegamente su voluntad a lo que disponía el Ejecutor, que sujetar el entendimiento a las razones en que lo fundaba23. Mantuviéronse todo aquel día y toda aquella noche en la referida Capilla, sin permitírseles salir de ella aun para las necesidades más reservadas sin un centinela de vista. No dio el Ejecutor providencia para que se trajese ni un colchón ni una triste almohada donde los Padres reclinasen la cabeza, y así pasaron aquella noche con el desvelo y la aflicción que se dejan considerar entre la vocinglería de los soldados, el ruido de las armas y el hediondo humo del tabaco de hoja. Olvidósele sin duda al Ejecutor lo que con tanto encarecimiento se le prevenía en el capítulo 9.º de la Instrucción por estas precisas palabras: «Ha de tenerse particularísima atención para que... se recojan [los Religiosos asegurados] a descansar a sus regulares horas, reuniendo las camas en parajes convenientes para que no estén muy dispersos». Si ya no le pareció que importaba poco que las camas se mantuvieran tan dispersas en los respectivos aposentos, con tal que los «capturados» se conservasen reunidos.

A las 3 de la mañana se les dio orden de ir a ocupar los correspondientes carruajes prevenidos para la marcha. Desearon tener el consuelo de adorar antes al Señor Sacramentado, pedirle su bendición y reverenciar el sepulcro del Venerable P. Luis de la Puente, corona de aquel sabio Colegio y gloria de aquella noble Ciudad. Costóles mucho el conseguir esta gracia, pero al fin se la otorgó el Comisionado y, a vista de la ternura y de la devoción con que todos besaron la lápida del reverenciado sepulcro, no pudieron los circunstantes contener sus sollozos ni sus lágrimas, con las cuales también mezcló las suyas el mismo Ejecutor, el cual, depuesta en aquel instante toda su fiereza, abrazó y pidió perdón a todos con los ojos arrasados en agua.

En todos los lugares de su tránsito experimentó este Colegio las mismas demostraciones de amor y de dolor que todos los demás, el mismo empeño en llevarlos a sus casas los particulares, el mismo amargo llanto y las mismas expresiones del concepto que hacían todos de aquella pérdida, que calificaban de muy lamentable para España en la Religión y en la doctrina. Al entrar en Burgos se hizo muy reparable el poco reparo de cierta Comunidad Religiosa, cuyos individuos se asomaron a las ventanas y, los que no cabían en ellas, bajaron a la portería para recrearse con aquella vista, como si fuera la de una entrada de la mayor solemnidad. Pudo muy bien ser puro efecto de una curiosidad menos discreta, pero pudo también tener otro principio que no iría muy de acuerdo ni con la prudencia ni con la caridad.

Hasta Burgos no fue desgraciado el tratamiento que se les hizo a los Padres, pero desde aquella Ciudad hasta Santander no pudo ser más infeliz. El Proveedor iba ajustado por un tanto y esto basta para comprender que atendería más a que a él le saliese bien la cuenta que al esmero de que los jesuitas fuesen tratados con la decencia que prevenía la Instrucción. Como los alojamientos de aquel tránsito eran por lo regular unos lugares reducidos y pobres, tampoco tuvieron por lo común otras camas que los pajares o el duro y desnudo suelo. Incomodidad que pudo y debió tener presente el Comisionado de Valladolid para prevenir su remedio, disponiendo que acompañasen las camas a los «capturados», bien que, si no se acordó de concedérselas para que durmiesen en el Colegio, no se debía extrañar que se olvidase de mandar aprontarlas para que descansasen en el viaje, ni los jesuitas se podían quejar de que les faltase en el camino lo que no habían conseguido dentro de su misma casa.

Verdad es que ya fuese porque el mismo Ejecutor hubiese advertido su descuido o porque se lo hubiesen hecho advertir, remitió después todas las camas a Santander, rotulando cada una con el nombre de su dueño y compuesta cada cama de dos colchones, dos sábanas, dos mantas y dos almohadas. Pero la primera diligencia que se hizo en aquel puerto fue quitar los títulos a todas y, dando a cada individuo un solo colchón y una sola almohada, no haciendo elección de los mejores, allá se quedó todo, alegando los Ministros que todo era del Rey, por lo que no dudamos que de todo habrán dado fiel cuenta a Vuestra Majestad.




ArribaAbajoValladolid - San Albano

En el pequeño Colegio de San Albano, perteneciente a la misma Ciudad de Valladolid y piadosa fundación del Señor Rey Felipe II para Seminario de la Nación Inglesa, no sucedió cosa particular, sino la terquedad y la dureza con que el Escribano, que asistía al Comisionado24, se resistió a que los Sacerdotes llevasen sus licencias de confesar y de predicar, diciendo, muy a lo Teólogo, que en España no habían de ejercitar aquellos ministerios y fuera de España de nada les servían para ejercitarlos, a que se le respondió que, aunque en los países extranjeros no sirviesen para ejercer en fuerza de ellas las referidas sagradas funciones, serían muy conducentes para facilitarles otras en cuya virtud pudieses ejercerlas. Y por lo que tocaba a los títulos de Órdenes (que también rehusaba permitírselos), se le hizo presente que sin ellos no podían calificar su estado de Sacerdotes, a cuyas razones desistió de su empeño, pero no del desabrimiento y aspereza con que trató a aquellos cuatro respetables jesuitas, haciéndolos subir en un carro, como pudiera a cuatro galeotes.




ArribaAbajoVillafranca del Bierzo

El Colegio de Villafranca del Bierzo fue también destinado para agregarse a la Caja general de Santander, haciéndole andar 86 leguas por tierra y más de 100 por mar, siendo así que sólo distaba cuatro jornadas regulares de La Coruña y otras tantas de El Ferrol, puerto señalado para la reunión general de toda la Provincia. Como ignoramos absolutamente los motivos que pudo haber para consignar a aquel pobre Colegio una ruta tan extraviada, tan dilatada, tan penosa y de tanto coste, nos contentamos con referir sencillamente el hecho, sin pretender examinar lo reservado de las causas. Sin duda debieron de ocurrir algunas que obligaron a distinguir este Colegio de todos los demás, pues se practicó en él cierta diligencia que no ha llegado a nuestra noticia se hubiese practicado en otro alguno.

Fue nombrado para Ejecutor de vuestro Real Decreto en aquel Colegio el Corregidor de Ponferrada, el cual, después de evacuadas con suavidad y atención las primeras diligencias acostumbradas, igualmente asombrado él y todos los de su comitiva de la pronta y rendida sumisión de todos aquellos Padres a vuestras Reales Órdenes, tanto que no se pudo contener el mismo Comisionado sin exclamar enternecido que, para hacer lo que se quisiese de aquellos mansísimos corderos, no era menester ruido de armas, estruendo de escolta militar ni otro auxilio que el vuestro Real Nombre en cualquiera boca que lo pronunciase con legítima autoridad. Ni menos admirados los mismos del poco dinero que se encontró en el Colegio, perteneciente al mismo, pues sólo se hallaron después del más exacto registro 3.300 reales destinados para la actual cava de viñas, y éstos se habían sacado prestados, con licencia expresa de sus dueños, de dos depósitos confidenciales que existían en el mismo Colegio, como todo constaba de un papel de letra del P. Rector. Evacuadas, volvemos a decir, estas diligencias comunes, pasó a tomar la filiación particular de cada uno, en cuyo acto hizo a cada uno una pregunta que, por no practicada en algún otro Colegio, nos causó mucha novedad. Preguntó, pues, a cada sujeto «con qué personas de la Villa habían tenido o tenían amistad, trato íntimo o frecuente de dos años a aquella parte».

Si una pregunta tan ofensiva en su significado, tan impropia en su sonido y tan parecida a las judiciales, que suelen hacer los que se hallan revestidos de legítima jurisdicción para compeler a semejantes declaraciones, se hallaba comprendida en las Instrucciones particulares de aquel Comisionado, nada tenemos que decir, sino contar esta violación del sagrado fuero sobre las muchas que padeció en todos los procedimientos de nuestra dolorosa tragedia. Si no se comprendía en ellas la tal pregunta, como vehementemente lo sospechamos, es preciso agregarla a los innumerables excesos de todas especies que cometieron los Ejecutores, saliendo fuera de las reglas de sus Instrucciones, acaso menos por malicioso impulso de su inclinación que por inmoderado movimiento de su celo.

Buena prueba es de que ese segundo principio, y no el primero, gobernaba las acciones de aquel Ministro, otro suceso que acaeció en el ejercicio de su comisión. Como no era fácil, ni acaso posible disponer en breve tiempo los bagajes necesarios para un viaje tan dilatado en una Villa no la más poblada y en un país no el más abastecido ni de carruajes ni de cabalgaduras, se hizo indispensable que los Padres se mantuviesen cuatro días encerrados en su Colegio. Llegó entre éstos el Domingo, en que parecía preciso oír Misa o celebrarla. Pidiósele licencia para uno y para otro. Pero ni uno ni otro se atrevió a conceder, hasta que, habiéndolo consultado con cierto Religioso grave y docto, permitió que un Sacerdote seglar se la dijese y los comulgase en el Coro.

Anduvo tan escrupuloso en punto de papeles que no permitió sacar el borrón de la tabla del rezo que encontró en el aposento del que tenía a su cargo disponerla. No se opuso a que cada uno trajese aquellos libros de devoción que la Instrucción prevenía, pero añadió la cortapisa de que no debían ser de autores jesuitas. Y como esta ofensiva excepción no se comprendía en aquélla, parece claro que excedió sus facultades, poniéndola de su casa. Tampoco se resistió a que cada uno trajese el chocolate y tabaco que tenía de su uso, según la letra de la Instrucción, pero constantemente se negó a que lo transportasen en cajones ni en sus mismos baúles, como también a concederles carruaje para transportarlo ni a costa de los mismos Padres, como ellos se lo propusieron, respondiéndoles con algún despego «que no estaban en constitución de llevar recámara». Esto fue lo mismo que franquearles el fin e imposibilitarles los medios, haciendo ilusoria vuestra liberalidad, y así sucedió, porque no habiéndose permitido a cada individuo más que unas desdichadas alforjas, en que cabían con dificultad algunas pocas mudas de ropa blanca, se quedó en el Colegio todo lo que Vuestra Majestad concedía a los particulares. En fin, llegó a tanto su temor (no lo debemos atribuir a otro motivo) que pretendió recoger y quedarse hasta con las confesiones generales de algunos, que encontró en los aposentos, de cuyo empeño no quiso desistir hasta que, consultándolo con sujeto sabio fuera del Colegio, le respondió que no había en el mundo autoridad para leer aquellos papeles sin consentimiento de sus dueños. En esto no fue singular el Corregidor de Ponferrada, pues le acompañó y aun le excedió en el mismo temerario intento otro Ministro de superior graduación, como ya lo dejamos advertido, con la diferencia de que este segundo no fue tan dócil como el primero, porque recogió y se quedó con otros papeles semejantes reservados a toda potestad humana por el Derecho Natural y Divino.

Otra diligencia bien particular practicó el Ejecutor de Villafranca, en la cual ni tuvo original que le precediese ni copia que le imitase. Presentó a los Padres los Diputados nombrados para conducirlos hasta Burgos y les obligó a prestarles obediencia. La fórmula fue preguntarles a todos si obedecerían a aquellos Señores. Y habiéndole respondido unánimemente que no sólo a ellos sino a cualquiera persona, y en cualquiera cosa que insinuase Vuestra Majestad, obedecerían con el mayor rendimiento, le agradó tanto la respuesta que al punto mandó se pusiese en autos y pidió al Rector que la firmase en nombre de sus súbditos. Tampoco se contenía esta diligencia en la Instrucción, ni parecía muy necesaria, tratándose con unos Religiosos que tienen por regla obedecer al Cocinero en las cosas de su oficio, cuando están a sus órdenes, como al mismo General.

Hallábase en aquel Colegio un Padre anciano, empleado muchos años en el gobierno, enteramente ciego, paralítico y lastimosamente quebrado25. Al principio consintió el Ejecutor en dejarle depositado en alguna Comunidad, según la letra de la Instrucción. Pero después mudó de pensamiento, no se sabe por qué, y le hizo marchar con todos los demás, exponiéndole a las incomodidades y peligros de un camino tan dilatado con la precisión de pasar uno de los puertos más escabrosos y más precipitados que se conocen en España.

No nos detenemos en hacer presentes a Vuestra Majestad las vivísimas demostraciones de sentimiento y dolor que hizo aquel pueblo y toda su comarca por la desgracia de los jesuitas. Basta decir que no sólo igualaron sino en cierto modo excedieron a los que se notaron en todas las demás partes. Desde el mismo punto que se divulgó en la Villa el arresto de los Padres, se inundó de gente la gran plazuela que está delante del Colegio, se amontonaron hacia sus puertas numerosos pelotones y no se oían ni se veían más que tristísimos efectos de la más penetrante amargura. Hubo gritos, hubo clamores, hubo llantos, hubo aullidos, hubo desmayos, hubo accidentes y hubo quien absolutamente no pudo tomar alimento ni reposar un instante en los cuatro días que estuvieron los jesuitas arrestados, haciéndose muy reparable que no eran menos copiosas las lágrimas que derramaban los que hasta allí habían parecido no tan afectos a la Compañía que las que vertían los que habían hecho más pública profesión de venerarla.

Ningún Colegio de la Provincia de Castilla tuvo más ocasión de experimentar la dolorosa y general conmoción de todos los pueblos que el Colegio de Villafranca, porque ninguno tuvo que atravesar tantas Provincias de España para arribar al embarcadero. La salida fue de las más clamorosas que se pueden imaginar. Después de no apartarse la gente de las puertas del Colegio ni de día ni de noche, por el miedo de que sacasen a los Padres a deshora, apenas avistó al primero que salió montado de la portería, cuando se levantó un lastimoso alarido, acompañado de un llanto tan universal y tan copioso que pudo enternecer a los mismos peñascos que rodeaban el contorno. Todos dejaban sus casas, sus trabajos y sus oficios, corriendo de calle en calle para despedirse mil veces de los que les habían criado (así decían ellos), educado, remediado y consolado, sin que las personas de la primera distinción de uno y otro sexo se desdeñasen de correr, de gritar y de mezclar su llanto y sus clamores con las de las más plebeyas. Unos se arrodillaban pidiendo la bendición a los Padres, otros se arrojaban a los estribos para besarles los pies, algunos se abalanzaron intrépidamente al coche sin reparar en el peligro, y muchas personas, que no eran del ínfimo vulgo se mesaban los cabellos en señal de su profundo dolor. Así corrió todo el pueblo un larguísimo trozo de camino fuera de la Villa, hasta que le hizo retirar la reflexión de que su compasiva aflicción añadía muchos grados al quebranto de los agradecidos Padres.

Este quebranto se renovaba en todos los pueblos por donde transitaban, aun en aquellos que menos conocían ni habían tratado a los jesuitas. En la Villa de Valderas, distante 7 leguas del Colegio más vecino y casi 30 del de Villafranca, tanto el Cabildo Eclesiástico como la Nobleza secular y hasta los más ínfimos de la plebe, luego que entraron en ella los Padres, prorrumpieron todos en tan lastimosos ayes, alaridos y clamores que se temieron algunas desgracias ocasionadas del ahogo y de la sofocación. Persuadieron con piadoso artificio los Nobles vecinos al Aposentador que no había mesones ni posadas públicas en aquel pueblo, y a la verdad no las había acomodadas para tantos huéspedes. Pero todo fue para que la necesidad le obligase a condescender en que se alojasen en las casas de los particulares, que lo pretendían con tanto empeño que más parecía contienda que competencia. La misma observaron todos en consolar, regalar, agasajar y venerar a los que la suerte colocó en las suyas. No contentos con la esplendidez, con el aseo de las camas y con las más cariñosas reverentes expresiones del obsequio y del cortejo, haciéndose cargo de que en el universal despojo, que habían padecido, tendrían necesidad de un todo, les ponían a la vista todo cuanto tenían en sus casas, dinero, tabaco, chocolate, ropa blanca, instándoles, porfiándoles, importunándoles y aun molestándoles, para que tomasen cuanto habían menester, con la misma confianza que si fueran hijos o hermanos de cada uno. Liberalidad tanto más generosa y tanto más estimable cuanto se verá en un pueblo que, por la fatalidad de los años y por la desgracia de los tiempos, había decaído mucho de su antigua opulencia, sin que la mucha Nobleza, que le ilustra, pueda conservar su esplendor con otro aparato que con la brillantez de sus operaciones.

Ni fue sólo en la Villa de Valderas donde experimentaron estas demostraciones del amor y de la liberalidad. Salióles al camino un pobre artesano, de oficio Dorador, y, poniendo en manos del P. Rector algunos pesos con la protesta de que no tenía más consigo, le rogó con lágrimas que se sirviese admitirlos para socorro de los Padres. Otro pobre Sargento de cierto Regimiento, que se halló por accidente en uno de los tránsitos, esperó que estuviese solo el mismo Rector, entró de repente en su cuarto, sacó un pañuelo que llevaba oculto y echando sobre una mesa 600 reales, que traía envueltos en él, le suplicó con las más vivas instancias que se sirviese de ellos; después de muchas demandas y respuestas costó gran trabajo reducirle a que volviese a recoger su dinero, quedando él sumamente afligido y el P. Rector tan enternecido como pagado a vista de aquella generosidad de un pobre soldado.

Fue providencia verdaderamente extraordinaria, ya que no se repute milagrosa, que en un viaje tan largo y por caminos tan ásperos no sucediese la menor desgracia con alguno de los Padres, especialmente con el ciego, paralítico y lastimosamente quebrado, que viajaba en compañía de otro más avanzado en edad y no menos atormentado de penosísimos achaques. Ambos iban en un coche viejo, y tan achacoso como los dos que lo ocupaban, siendo preciso que lo tirasen bueyes por el asperísimo puerto de Molina y Rabanal, con grande peligro de que a cada paso se precipitasen todos o de que la caja se hiciese pedazos a cada envión. Pero el Señor les libertó de todo accidente. No sucedió así con los de la comitiva, porque al salir de Meneses, en la Provincia de Campos, se espantó el caballo en que iba D. Ángel de Alba, uno de los Diputados Conductores y, dando en tierra con el jinete, recibió un golpe tan terrible que, lastimada gravemente la cabeza, se quedó inmoble de medio cuerpo abajo. Socorrióle de repente, lo mejor que pudo, un Hermano Coadjutor que entendía algo de Medicina y Cirugía. Vinieron después el Médico y el Cirujano del lugar. Sangrósele de pronto en el mismo sitio y, retirado al lugar, murió dentro de pocos días sin haber podido conseguir el consuelo de que se quedase con él algún Padre para asistirle y auxiliarle, como solicitó con las más ardientes ansias. En este suceso reconocieron los jesuitas más visiblemente la particular providencia con que el Señor velaba sobre ellos y, entre agradecidos y lastimados, prosiguieron su viaje hasta Santander, sin que en lo restante del camino hubiese ocurrido cosa particular sino el trabajoso hospedaje que tuvieron en Burgos, a cuyo Intendente cogieron desprevenido porque no los esperaba en aquella Ciudad, considerándolos en La Coruña o en El Ferrol, como parecía más natural por la inmediación de Villafranca.




ArribaAbajoLeón

No procedió el Intendente de León con la turbación, ni mucho menos cometió los excesos que llevamos referidos en otros Comisionados. Su discreción, su piedad y su celo al servicio de ambas Majestades supo admirablemente juntar el de las dos sin queja de alguna de ellas. Obedeció exactamente al espíritu y a la letra de vuestro Real Decreto. Aseguró a los jesuitas de aquel Colegio con prudencia y humanidad: apoderóse de sus papeles, entregóse de sus efectos, nada les concedió de lo que no les podía permitir, nada les negó de lo que les podía conceder, evacuó en el preciso término de las 24 horas todas las diligencias que debían preceder a la salida de los Padres y supo despojarles de todo lo que mandaba Vuestra Majestad con un modo tan caritativo y tan humano que, sin poderlos libertar del inevitable dolor, acertó a despedirlos llenos de agradecimiento.

Haciéndose cargo de los naturalísimos efectos que podía producir el terrible golpe que iba a descargar, por más que lo procurase suavizar la blandura y destreza de la mano, tuvo la precaución de llevar consigo a un Médico y a un Cirujano. Advertencia digna de su penetración y de sus bellas entrañas, aunque en el lance conoció, no sin grande asombro suyo, que no había sido necesaria porque suplieron con ventaja los auxilios de la gracia el valor que no se debía regularmente esperar en las fuerzas de la naturaleza. Aunque a la sazón se hallaba fuera del Colegio el P. Rector y lo gobernaba el P. Ministro, joven de poca edad y no del más alentado espíritu, se lo dio el Señor a él y a todos los demás para oír el Real Decreto con prodigiosa serenidad, sumisión y rendimiento, tanto que quedaron como embargados de asombro los circunstantes. Mayor fue el de todos cuando por la tarde vieron entrar en el Colegio al P. Rector26, sin otro llamamiento que la confusa noticia que le dieron en el camino de lo que pasaba en su casa. Novedad que le sobresaltó y desconcertó mucho su ya quebrantada salud, como era natural, pero lejos de detenerle ni aun a deliberar lo que debía hacer de sus súbditos. Luego que se vio con ellos, los exhorto a la más ciega obediencia y a la más silenciosa resignación, diligencia que sólo condujo para confirmarlos más en los ejemplos que ya habían dado de una y otra virtud.




ArribaAbajoZamora

La humanidad, el agrado, la atención, el celo y la exactitud con que el Intendente de Zamora puso en ejecución todo lo que Vuestra Majestad le mandaba, contando entre una de las primeras Órdenes el buen trato de los Padres, en nada fue inferior a la del Intendente de León. Entró en el Colegio sin más acompañamiento que el del Escribano y los testigos inexcusables para legitimar las primeras diligencias. No permitió que la tropa se apoderase de las puertas interiores hasta que el mismo se entregó de todas las llaves. Dio orden para que los Padres se desayunasen prontamente y todas las providencias necesarias para que se dispusiese una comida buena, buena y más que buena, fueron voces suyas. Declaró a todos con expresión lo que Vuestra Majestad les permitía llevar y lo que no les permitía. Proporcionóles tiempo, despacio y brazos auxiliares para que les ayudasen a embaular todo aquello que se les concedía. Hizo que se aprontasen con abundancia todas las provisiones necesarias para el camino, y entre ellas acordó sabiamente que fuese una de las principales una botica de los géneros o medicinas más precisas para las urgencias que podían ocurrir. Y en fin nada omitió de todo cuanto se podía desear en la más próvida vigilancia, en la más exacta obediencia y en la más respetuosa atención a los afligidos expatriados, practicando todos estos oficios con una serenidad de ánimo y con tanta severidad de semblante que, prometiendo a la vista los mayores rigores de la entereza, explicaba en la práctica los más benignos efectos de una cristiana y obsequiosa moderación.

Cuando se llegó a contar el dinero que se encontró en la Procuración, donde sólo se hallaron 260 reales, quedó como pasmado el Secretario de la Intendencia, que los recontó, protestando que jamás lo creería si no lo estuviese palpando y si no le constara que nada se podía haber ocultado por lo desprevenido del suceso. Este asombro fue casi general en todos los Colegios, de manera que, todo bien considerado, reconocemos por una particular y amorosa providencia del Señor la repentina sorpresa, así de papeles como de caudales, para que se demostrase tanto por los libros como por las arcas que ni éstos eran aquellos inmensos tesoros que fingía la malignidad y publicaba la emulación, ni en aquellos se encontraban las conspiraciones ni los sediciosos consejos en perjuicio de la debida subordinación y de la pública quietud, que una y otra atribuían a los jesuitas. A las 24 horas de su arresto se pusieron en camino los del Colegio de Zamora, tan cortesanamente tratados por la tropa que los escoltaba, que más parecía acompañamiento para el cortejo que custodia para la seguridad. Las demostraciones de amor y de dolor en los pueblos fueron las mismas que en todos los demás. Sólo hubo de particular que en Rioseco salió al camino un sujeto distinguido a embargar a los Padres para llevarlos todos a su casa, por el miedo de que no se anticipasen otros a privarlo de este honor y de este consuelo. En Palencia los recibió la Ciudad en su Sala de Ayuntamiento, donde se repitió la competencia que ya se había visto con el Colegio de Villagarcía entre Prebendados, Señoras y Caballeros sobre quién había de ser preferido en la honra y satisfacción de hospedarlos. El recibimiento que les hizo el Intendente de Burgos fue de bastante agasajo en las palabras, pero de igual despego en las obras. En esto segundo le imitó bien el Oficial de Caballería que mandaba la nueva escolta que desde aquella Ciudad fue custodiando a los dos Colegios de Zamora y Villagarcía, ejercitando a su satisfacción la religiosa paciencia de los Padres y amaestrándolos para la mucho que les restaba que padecer. Obligólos a marchar a marchas forzadas cuatro jornadas enteras, siendo preciso viajar dos horas de noche para llegar a los alojamientos, sin moverles a compasión la inevitable incomodidad de éstos en un país tan pobre como el de la montaña, ni permitirles medio día de descanso por más que se lo suplicó con las mayores instancias la Villa de Reinosa, siendo así que, según sus mismas ordenanzas militares, no podía forzar las marchas regulares sin grave necesidad, que entonces no se veía; y por otra parte debía dar a la tropa un día de descanso a cada tercera marcha. Pero muy desde luego mostró aquel Oficial su inclinación a añadir aflicción al afligido, si ya no fue equivocado concepto de que aquel rigor era parte necesaria de su militar obligación. Todo lo contrario concibieron y practicaron cuantos Oficiales y soldados fueron destinados a los demás destacamentos. Quiénes de éstos se hubiesen conformado más con la Real Mente de Vuestra Majestad no nos toca a nosotros discernirlo. Sólo sabemos que en las Instrucciones públicas se les encargaba a todos encarecidamente el trato más humano y más atento.