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Memorias de un solterón

Adán y Eva

(Ciclo)

Emilia Pardo Bazán



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ArribaAbajo- I -

A mí me han puesto de mote el Abad. En esta Marineda tienen buena sombra para motes, pero en el mío no cabe duda que estuvieron desacertados. ¿Qué intentan significar con eso de Abad? ¿Que soy regalón, amigo de mis comodidades, un poquito epicúreo? Pues no creo que estas aficiones las hayan demostrado los abades solamente. Además, sospecho que el apodo envuelve una censura, queriendo expresar que vivo esclavo de los goces menos espirituales y atendiendo únicamente a mi cuerpo. Para vindicarme ante la posteridad, referiré, sin quitar punto ni coma, lo que soy y cómo vivo, y daré a la vez la clave de mi filosofía peculiar y de mis ideas.

Yo friso en los treinta y cinco años, edad en que, si no se han perdido enteramente las ilusiones, al menos los huesos empiezan a ponerse   —6→   durillos, y vemos con desconsoladora claridad la verdadera fisonomía de las cosas. -En lo físico soy alto, membrudo, apersonado, de tez clara y color mate, con barba castaña siempre recortada en punta, buenos ojos, y anuncios apremiantes de calvicie que me hacen la frente ancha y majestuosa. En resumen, mi tipo es más francés que español, lo cual justifican algunas gotas de sangre gala que vienen por el lado materno. -He formado costumbre de vestir con esmero y según los decretos de la moda; mas no por eso se crea que soy de los que andan cazando la última forma de solapa, o se hacen frac colorado si ven en un periódico que lo usan los gomosos de Londres. Así y todo, mi indumentaria suele llamar la atención en Marineda, y se charló bastante de unos botines blancos míos. Lo atribuyo a que en las personas de amplias proporciones y que se ven de lejos, es más aparente cualquier novedad. Mis botines blancos tenían las dimensiones de una servilleta.

No crean, señores, que me acicalo por afeminación. Es que practico (sin fe, pero con fervor) el culto de mi propia persona, y creo que esta persona, para mí archiestimable, merece no andar envuelta en talegos o en prendas, ¿Voy a vestirme como un cesante? Mil veces no. Me atrae todo lo que es confort, bien estar, pulcritud, decoro. Como que de estas condiciones externas pende y se deriva, en muchos casos, la paz del espíritu y la armonía del carácter.

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Soy solterón, y lo soy con deliberado propósito y casi diría que por convicción religiosa. Ya explanaré detenidamente mis teorías sobre tan delicado punto.

Libre de familia, vivo, no en una fonda, donde me tratarían a puntapiés, me entregarían la ropa sin botones y no me barrerían el cuarto, sino en una casa de huéspedes muy especial que he descubierto, y donde me agazapé mientras no arreglo la garçonnière con que sueño, y a la cual me llevaré probablemente, en calidad de ama de llaves, a mi patrona actual, la mismísima doña Consolación Fontán y Guripe, a quien por ahorrar saliva llamo doña Consola. En España, la peor casa de huéspedes es siempre preferible a un hotel; pero la mía merece el dictado de la perla del género. Fue doña Consola, en sus juventudes, doncella de confianza de una notable mujer marinedina, la ilustre viuda del guerrillero Esteva, a quien Isabel II hizo merced del título de duquesa de la Piedad. En la larga emigración de la dama, que pasó a Inglaterra acompañando a su esposo perseguido por liberal, doña Consola no se apartó de ella, y mientras hincaba el diente al negro pan consabido, aprendió muchas cosas que se ignoran por aquí: a asar bien, a servir un té en punto, a preparar las tostadas del desayuno como un ángel (si los ángeles se dedicasen a tales menesteres); a tener la ropa blanca lo mismo que un monte de nieve; a cultivar las virtudes del orden, de la puntualidad, de la formalidad, del aseo... Fue doña Consola   —8→   uno de esos criados en quienes la veneración y el cariño hacia un amo insigne trascienden misteriosamente a lo físico, y causan un parecido singular, más aún que en las facciones, en los movimientos, en la voz, en el gesto. Doña Consola tiene el rostro moreno, severo, algo bigotudo, de la duquesa; lleva, como ella, el pelo gris en bandós lisos; habla con reposado énfasis y frase escogida; usa por casa, en invierno, guantes de lana verde o negra, y siempre se la ve muy derecha, muy puritana, con cuello blanco planchado y delantal de seda a cuadritos, honrando su pecho la cadena de oro del reloj legado por su ama. Ha aprendido también en aquellos tiempos memorables a respetar al modo sajón la libertad del individuo, a no meterse en vidas ajenas, y a no fiscalizar a los huéspedes so pretexto de quererles como a hijos. Este tipo digno y serio es inconfundible con el de nuestras clásicas patronas.

Como asistió a la duquesa con abnegación, sin acostarse en treinta noches, nadie extrañó que quedase asegurada su suerte, y que además, la duquesa dispusiese en su favor de todos sus muebles y ropas, con lo cual pudo montar la casa de pupilos. Estos muebles son ricos, de poco gusto y anticuados. Corresponden a la última época del Imperio: mi cama, de caoba, tiene sus rosetas pseudo egipcias, y el sofá y sillería están forrados con bonitas sedas, de un verde pálido rameado de malva. Sobre la mesa dorada, redonda, de acanaladas patitas, campea un soberbio reloj con asunto mitológico, de   —9→   bronce y mármol, pero que rige, pues le honra una mecánica nada menos que de French. Deliciosas miniaturas de la familia Real penden de la pared, entreveradas con ridículos trabajos de conchas, cuadros matizados de pluma y pelo, y un retrato al óleo, muy duro y mal engestado, de la duquesa. Vese asimismo un ejemplar de caligrafía barroca y enrevesada, (ofrenda de algún protegido o admirador), puesto en un marco de grandes pretensiones. Descifrado, no sin trabajo, dice así textualmente: «La gloria, con su fulgente aureola, enaltece vuestra sien. En el panteón de la inmortalidad os tejen los querubes dos purísimas guirnaldas. Ved, su lema: Beneficencia y Patriotismo. Vuestro evangélico y digno título simboliza elocuentemente vuestra alma, y en el Elíseo de los justos, donde mora vuestro esposo, un sinnúmero os bendice. Al adalid de la libertad, el cielo plugo concederle una heroína». El texto que traslado, figuréselo el lector con el aditamento de infinitos rabos de cometa, nebulosas de rayas, espirales, cohetes, sombras y arabescos: cuanto pudo discurrir el calígrafo, echando el resto sobre todo en las palabras que expresan algún concepto grandioso, las cuales llevan mayúscula: vr. gr., Inmortalidad, Gloria, Libertad y Patria. -No eran, sin embargo, los cuadros ni los muebles la mejor parte del legado de la duquesa. Constituíala una biblioteca, excepcional por lo escogida, que la heroína no había reunido, sino que a su vez le había legado un amigo y compañero de emigración,   —10→   bibliófilo eminente, de la raza vivaz de los Salvas y los Gallardos. Era la tal biblioteca, en poder de doña Consola, tocino en casa del judío, y algunas veces se le había ocurrido enajenarla, gestionando que la adquiriese la provincia. Sólo que con valer mucho aquella espléndida colección de libros raros, no valía en venta todo lo que imaginaba doña Consola, y como la excelente pupilera no se resolvía a deshacerse de ella, yo la usufructuaba con deleite.

A pesar de que los recuerdos de la heroína no carecen de atractivo, no acaban de convencerme estas antiguallas patriótico-progresistas, que huelen a milicia nacional desde una legua, y voy poco a poco vistiendo las paredes con los cachivaches de moda, porcelanitas, acuarelas, manchas de paisaje encerradas en marco inmenso, fotografías, grabados, estatuillas en repisas, pedazos de tela vieja bordada, un yatagán, dos floretes, un relieve en bronce... Cuando me decida a arreglar mi nido (nido sin cría, por supuesto, ni más pájara que doña Consola, que es pájara disecada), entonces haré primores, y mi salita y mi despacho serán la envidia de todos los solteros marinedinos.

¡Sin pájara, sin cría! ¡Y qué bien, qué sosegado! -No te figures, lector, que en lo que voy a decir se contienen las verdaderas, las íntimas razones que me alejan del estado matrimonial; son las más superficiales, y ya llegaremos al análisis de las otras; pero ¿has admitido tú alguna vez el absurdo sofisma de que para vivir con tranquilidad, y hasta con un poco   —11→   de poesía doméstica, sea preciso casarse? ¿Has transigido con la vulgaridad de que las moradas de los solteros tengan que parecer una leonera o una zahúrda? Digan lo que digan, y aunque Pereda, de quien soy lector constante, haya declamado contra el buey suelto, nunca poseemos un interior más pacífico y más estéticamente arreglado para recrear en su serenidad el alma, que cuando podemos hacerlo todo a nuestra imagen, y no según las exigencias siempre algo prosaicas de la vida de familia. Yo no soy como aquel Gedeón, el héroe de Pereda, un vicioso burdo y sin miaja de pesquis, a que no sabía ponerse de acuerdo consigo mismo, y que, por incapacidad, necesitaba con urgencia mujer, como los chicos niñera. Ninguna persona de mediano criterio tropezará en los inconvenientes en que tropezaba aquel zanguango.

Los defensores sistemáticos del matrimonio me dan la razón en este particular sin querer, cuando llaman egoístas a los que como yo piensan. Nos cortan sayos, porque atendemos a nuestro propio bien y labramos como la abeja el panal de nuestra apacible vida, sin preocuparnos de la ajena y desoyendo el mandato de Dios al hombre, por lo cual, en vez de abejas, deberíamos llamarnos zánganos.

Aun suponiendo, señores, que fuese labor... muy laboriosa la de engendrar un hijo cada once meses, siempre el producir humanidad sería lo contrario de destilar miel. Rejalgar es lo que generalmente destila el padre de una familia   —12→   numerosa, y a rejalgar sabe la existencia condenada si al venir a ella no traemos condiciones que nos la hagan llevadera al menos. Yo de mí sé decir que, dadas las agonías y estrecheces y sonrojos y miserias con que se vive en ciertas casas, hiel y vinagre debe de ser la cotidiana bebida. El maltusianismo es el a, b, c, es la doctrina más trillada en los que sobre el matrimonio filosofamos; convengo en ello; pero también sé que estas razones no se han hecho vulgares sino a fuerza de ser evidentes.

Sólo la gente superficial e irreflexiva condena el egoísmo, cuando habría que erigirle altares como a numen tutelar: La pasión y el altruismo son los que casi siempre nos ponen en el caso de molestar, dañar y herir al prójimo: el egoísmo nunca. Consejero prudente sentado a nuestra cabecera y consagrado a reprimir nuestros caprichos sentimentales, nuestros arrechuchos, nuestras vehemencias, él es quien nos manda no alterar la paz del hogar ajeno, no meter la hoz en la mies del vecino, no revolver el cotarro, no buscar quimera, rehuir la acción y evitar el interés y la lucha, fuente de todo dolor. Rara vez nos aconsejará el egoísmo acciones malas, pues como inteligente y discreto sabe que en la fosa que cavamos nos rompemos las piernas. ¡Oh guía seguro y honrado, oh buen Mentor, oh incomparable egoísmo! Téngate, yo en mi compañía por siempre jamás amén.

Soy capaz de probar con argumentos firmes y sólidos que más amo yo a la esposa que no   —13→   torno y a los hijos que no tengo, que todos los casados y padres de familia del mundo a sus hijos y esposas. Porque amo a esa tierna compañera, no quiero verla convertida en ama de llaves, en sirviente o en nodriza fatigada y malhumorada; porque idolatro a esos niños encantadores, a esos ángeles rubillos, no quiero procrearlos, no pudiendo untarles con manteca y miel las tortitas que han de merendar. ¡Querubines de mi corazón! No temáis, no, que os juegue la mala pasada de traeros a este mundo...

No me salgan a mí por el registro de la modestia y el arreglo en el hogar. Hoy nadie puede pasarlo modestamente; es decir, nadie que sea burgués; y hasta a los mismos proletarios se les imponen necesidades y refinamientos que antes desconocían. El rasero ha pasado, yo visto como el millonario y como el magnate; mis hijas tendrían que gastar iguales trapos que las de la marquesa de Veniales o las de ese podrido de dinero, Chucho Díaz. No hay clases, como dijo el otro. No hay más que apetitos, vanistorios y exigencias. Nuestras instituciones democráticas han amenguado la fuerza social de la nobleza de sangre, pero han duplicado la del dinero. ¿Cómo quieren Vds. que sustente principios rígidos de honor y de altivez un padre de familia?

¡Engendrar hijos y no poder satisfacer, no digo ya sus necesidades, sino sus antojos! En el padre comprendo y llego a excusar no sólo el delito, sino el crimen. Ahí si que cabe decir que el fin justifica los medios. Vean Vds. por   —14→   qué entiendo que la paternidad es incompatible con el cumplimiento de la ley moral, pues nadie es capaz de afirmar que resistirá a ciertas tentaciones si es amante padre y esposo, y siente pesar sobre sus hombros la responsabilidad más abrumadora, la del sustento y el bienestar de seres que trajimos a la existencia sin que ellos lo solicitasen. Por eso un observador atento de este agitado mar que llamamos la sociedad y las costumbres, podrá anotar en su cartera que a fines del siglo XIX han coincidido dos fenómenos morales: una exaltación casi morbosa de los sentimientos de familia, y un ansia de riquezas y de goces desenfrenada, que ocasiona la corrupción política y administrativa y la lucha más rabiosa por una migaja de pan.

Gracias sean dadas a mi numen, al santo egoísmo, yo no necesito pelearme con nadie por el mendrugo. Mi profesión de arquitecto, que ejerzo sosegadamente, a sus horas, y mi humilde patrimonio, me bastan para vivir con desahogo y para disfrutar de ciertas gratas su perfluidades. No me hace falta intrigar, ni disputar a un compañero, por esos medios que calificaría de indignos si la paternidad no los cohonestase, el encargo lucrativo, la apetecida comisión, la cátedra de la Escuela de Bellas Artes o la dirección del edificio público. Así conservo mi ecuanimidad, y miro desde la orilla las batallas navales en una palangana que se riñen en Marineda por presas siempre mezquinas, pero que para algunas familias representan el pan.

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Repito que no es esto sólo lo que me ha determinado a conservarme doncello, y que no faltan otras consideraciones de un orden más elevado o por lo menos más alambicado y sutil. Mientras llegamos a tal capítulo, oigan y envidien el pasar de este empedernido solterón.



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ArribaAbajo- II -

En verano dejo las ociosas plumas a la metálica voz del French, cuando lanza ocho estridentes notas en la soñolienta atmósfera de la sala, contigua al dormitorio. Me lavo a escape, me visto de negligé y corro a la playa del Rial a tomar un baño. Salgo del chapuzón regenerado, con la sangre fresca, dispuesto a resistir bien el calor del día. Desde el baño hago rumbo al Casino de la Amistad, muy próximo a mi casa (vivo en la calle Mayor, el corazón de Marineda), y me arrellano en una butaca, a leer la prensa de la corte, a abrir y gulusmear Ilustraciones y Revistas. La de Ambos Mundos, decadente y todo, sigue siendo mi predilecta; devoro sus novelas interesándome mucho en la ficción; tampoco me desagradan los reposados y agudos estudios críticos de Lemaître y Brunetière, ni ciertos artículos de carácter biográfico: con los administrativos, económicos y científicos no me atrevo nunca de puro respeto   —18→   que me infunden. No descuido el movimiento literario ameno, el que no fatiga el cerebro ni lo atolla en indigestas e insolubles cuestiones: leo a unos autores porque me divierten y estimulan (como Gyp), a otros porque me causan grata fiebre, (como Bourget), y a otros, (como Prevost), porque me tocan en el corazón. A las doce o doce y media vuelvo a mi domicilio, termino las operaciones de aseo, me pongo a gusto, en batín, y salgo al comedor. No me tengan Vds. por glotón; al contrario: en las horas de la mañana soy excesivamente sobrio, y guardo extraño régimen. Lo que me sirve con sus secas manos doña Consola, es buenamente ancha bandeja donde campea un tazón, no chinesco sino de nítida loza británica, rebosando de hirviente chocolate; un vidrio de agua cristalina y pura; un blanco azucarillo; unas rebanadas de dorado pan, y una limpia y bien planchada servilleta... Ni más ni menos.

¿Me dices, ¡oh lector abogado de la santa coyunda!, que es triste eso de sentarse a la mesa solo? ¡Bah! Lo de la soledad es según se entienda. No me falta compañía. La ex doncella de la heroína se encarga a veces de distraerme contándome las proezas y glorias de su ama, y cómo en aquella casa se vieron reunidos a la mesa el Gobernador, el Capitán general, el señor de Picavia y D. Salustiano Olózaga. «Si el general Espartero viene a Marineda -acostumbra añadir la buena mujer- a la mesa le tenemos seguro». Ni es la compañía de doña Consola mi único solaz. Poseo un amigo, un repolludo   —19→   gato, negro, lucio, manso, con redondas pupilas de esmeralda, que al sentirme entrar acude enarcando el lomo, entiesando el rabo y fregándose contra las paredes. Llégase a mi asiento y se pone a hacer carretilla, alargando delicadamente una pata de terciopelo, a fin de avisarme de su presencia. Yo le arrojo bolitas de pan, y él juguetea con los proyectiles. Sus brincos, zapatetas y zarpazos me divierten, como me divertirían las gracias de un rapazuelo.

Raro es también que a la hora del chocolate no parezca algún conocido a traerme la chismografía de la ciudad: quién se casa, quién se muere, quien está tronado, a quién destinaron a Filipinas... Yo confieso que soy aficionado, no precisamente a arrancar a tiras el pellejo, pero sí a llevar un alta y baja de observación de las vidas ajenas, que ofrece sorpresas más entretenidas que novela alguna. Así, mientras chupo un excelente Henry Clay, traído en dechura de la Habana por un capitán de barco, me entero de cuanto ocurre en Marineda. Mi mejor reporter es el festivo maldiciente de la Pecera, Primo Cova (el que ha sentado y defendido la teoría de que la murmuración es el pan del espíritu).

Volviendo al Henry Clay, afirmo que es uno de los más exquisitos goces que debo a mi soltería. ¿Conocen Vds. algún hombre casado que a los ojos de su mujer tenga derecho a invertir peseta y media o dos pesetas en un puro? Apenas prendiese la cerilla, saldría, mi dulce compañera   —20→   con que los niños necesitan esto, y que ella carece de lo otro, y que es no tener vergüenza ni corazón derrochar en humo y vicios el pan de la casa.

Después del chocolate, al trabajo, a recorrer mis obras o a levantar mis planitos. Si no hay que hacer y me encuentro exento de servicio, me voy a nuestra querida sociedad de la Pecera, me reclino en la mecedora mejor situada, ¡y que se me escape una rata ya! Como tan bien informado, sorprendo y descifro en la cara de los transeúntes el por qué pasan y qué objeto les guía. El cristal de mi Pecera es un microscopio. Cuando cruza Antoñita Marqués, muy remilgada y andando a saltitos, ya sé que detrás ha de venir Demetrio Llana; cuando Baltasar Sobrado atraviesa la calle aprisa, con la quijada en el pecho y las manos en los bolsillos, ya sé que busca el medio de deslizarse por la apartada callejuela donde vive quien él y el diablo saben... Sin poder remediarlo me río de la pobre humanidad, de su eterna ilusión, de la fidelidad con que reproduce, a distancia de años, gestos, actitudes y errores, que sin embargo afecta conocer y despreciar... Cuido, eso sí, de no reír en alto, porque no es de hombres prevenidos el decir en esta piedra no tropezaré...

Si hace bueno (caso en Marineda no muy frecuente), voy a dar mi paseíto largo por los alrededores del pueblo. De dos o tres años acá noto propensión a engordar, y, por higiene, me he recetado ejercicio en píldoras de excursiones   —21→   que entre ida y vuelta no suelen pasar de seis u ocho kilómetros. A eso de las cuatro, como con robusto apetito, avivado por el movimiento. Doña Consola me presenta golosinas y piperetes, consultándome y estudiando mis gustos y antojos; y aun cuando no está muy fuerte en primores a la francesa, su esmero en elegir la flor del mercado, su tino para espumar los puestos, así los de las legumbres y hortalizas que cría este privilegiado suelo como los de los suculentos mariscos de esta costa, y la limpieza y seguridad con que los condimenta, bastan para hacer de mis comidas verdaderos festines. Los cuatro o seis platos británicos en que doña Consola es maestra, realzan de vez en cuando con un saborcillo exótico mis menus castizos y regionales.

Procuro tenerme a raya y no entregarme sin tino a la satisfaccioncilla sensual de la gula, resistiendo las asechanzas de la fresca langosta, de la sabrosa cachucha y del chorizo reventón y gorduroso. Paréceme que un hombre algo culto debe levantarse de la mesa cortés consigo mismo, no ahíto ni pesado, y no soy de los que a un hartazgo le llaman placer. Sin desconocer que la naturaleza tiene sus leyes imperiosas y ha puesto goces en el cumplimiento de todas ellas, prefiero a las expansiones de la materia las del espíritu. Además, temo contraer las enfermedades que son reato y castigo del comer brutal y desordenado.

La noche es para mí lo más grato de la jornada. Si hay compañía de teatro, me abono a   —22→   mi butaquita, la misma siempre... (a no ser en ciertas ocasiones excepcionales). Si falta este matadero de horas y alivio de las noches largas del invierno, entonces me recojo a mi madriguera casi temprano -a las diez-. El gato me aguarda apelotonado, haciendo un valle profundo en mi edredón de seda roja, y al llegar yo entreabre sus verdes ojazos y carraspea voluptuosamente, cual si murmurase: «Somos un par de filósofos, Mauro amigo. ¡Cáspita si entendemos la aguja de marear!». Doña Consola ha cuidado de abrir el embozo de mi cama, de tener reluciente como el oro el velón alemán de aceite de oliva, de que esté a la cabecera mi tisana contra los romadizos incipientes -una parte de té por dos de leche, y una cucharada de coñac añejo-, y de cerrar bien ventanas y puertas. Allá fuera se escucha el lloroso gotear del aguacero, el silbo fúnebre del viento, la sorda y perenne amenaza del Océano, y, a cosa de las once, el pitido del tren descendente, que entre ventiscas y lluvias viene de Madrid... ¡Ah -pienso yo al deshacer el lazo de mi corbata-, quién fuese marino y a estas horas cruzase el golfo de Gascuña, o se acercase a los peligrosos escollos de la boca de la ría, donde tantos buques ingleses han encontrado el fin de sus viajes! ¡Quién, extraviado por el ansia de lucro, se viese ahora juguete de las olas irritadas, o patease, para calentar sus helados pies, en alguna solitaria estación de ferrocarril! -Mientras me desnudo metódicamente, dejando mi ropa en buen orden sobre la silla (soy enemigo   —23→   del desbarajuste y de los cuartos leoneras), evoco escenas azarosas y trágicas, y fantaseo naufragios, vuelcos, choques, puentes que se hunden arrastrando al abismo sartas de vagones, asesinatos en los departamentos, locomotoras atolladas en la nieve, viajeros muertos de hambre, y otros dramas no menos lastimosos, a que no está expuesto quien no se mueve de su amada casita... El gato, inquieto mientras no tomo la resolución de despachar mi bebistrajo y acostarme, guiña los párpados y rezonga suavemente, mirándome de reojo, como si desaprobase mi morosidad... Al cabo el French, siempre vigilante, da la media, y me deslizo entre sábanas de verdadera holanda, herencia de la duquesa de la Piedad. El gato gruñe de contento, se enrosca mejor, y gravita sobre mis pies. -Yo extiendo la mano y tomo de un estantillo, colgado sobre la mesa de noche, la novela nueva de Daudet, de Galdós, de Tolstoy, de Bourget, o de autores menos afamados pero dignos de lectura; el último poema de Campoamor, el más reciente drama de Ibsen, las novísimas picardigüelas de Armand Silvestre... y ya me tienen Vds. lejos del mundo real, en grato coloquio con damas espiritadas y neuróticas, con maniáticos donosos, con tipos castizos arrancados de la inagotable cantera de nuestra raza, con horizontales sandungueras, con iluminados místicos, con príncipes agricultores y teofilántropos, con damas parisienses vestidas por Worth y que exhalan perfumes de gardenia y de verbena blanca, con   —24→   heroínas emancipadas y que huyen de su hogar batiendo las puertas, con caballeros de trusa y garzota... en fin, con una cohorte de seres extraños, fantásticos, pero de vida más intensa y ardiente que la de los hombres y mujeres de carne y hueso que recorren las calles de Marineda. Ya estoy donde quiero y como quiero: en el tocador de la hermosa, en la taberna innoble, en los barrios bajos, en el taller del artista, en el aristocrático club, en el camarín feudal, en el jardín frondoso y sombrío que ilumina el rayo de la luna, al borde del estanque donde relumbran entre el césped los verdes gusanillos de luz... Ya me traslado a todas partes, llevándome de la mano hombres ilustres, que al narrar la sensación la duplican, y que al mirar un objeto nos lo hacen ver cual si jamás lo hubiésemos visto antes. Tantos goces debo a esta afición a las letras, que reservo, como parte más escogida y delicada de mi ser intelectual, para la intimidad conmigo mismo, guardándome bien de cultivarla en público, porque tengo suficiente discreción para comprender que no soy capaz de producir obras maestras de arte, a no ser que tal se juzgue el arreglo de mi vivir, que es realmente un capolavoro. Crean Vds. que esto de combinar bien la vida no carece de mérito. Las nueve décimas partes de los hombres se la estropean por falta de tino. Raro será el que acierte a acostarse una sola noche como yo me acuesto sin faltar una,


libre de amor, de celo,
de odio, de esperanza, de recelo...



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ArribaAbajo- III -

No: caigo en la cuenta de que la cita anterior no expresa bien el estado de mi ánimo, y da de mí una idea falsa, exagerando demasiado mi interior tranquilidad. Por ella propenderá quien lea estas confesiones a suponer que navego en una balsa de aceite, y que soy de corcho o de pasta flora, es decir, insensible a las ilusiones y espejismos que atraen a la humanidad y la atraerán siempre, encaminándola a su perdición. Si así fuese; si el empecatado genio de la especie no me hiciese cosquillas, incitándome a sacrificar en sus aras la ventura de mi individuo, entonces no tendría yo gran mérito; mi condición sería la de la piedra, que se está, ¡miren qué gracia!, donde la ponen.

No señor; yo quiero que no ignoren los venideros siglos que soy de Dios, que tengo mi alma en mi almario, y que no sólo la tengo, sino que algunas veces me lanza por sendas peligrosas, empujándome a precipicios que, gracias a la   —26→   reflexión y a la fuerza de voluntad, he conseguido evitar hasta hoy, y donde espero no caer nunca. Para defenderme de estos abismos tengo mi táctica especial, que voy a descubrir, recomendándola a los solterones futuros, si es que poseen mi misma índole, pues en medicinas del alma se requiere identidad de sujeto psíquico, y ya se sabe que el alma ajena es una selva obscura. Viniendo a mi caso especial, diré que si soy el mayor enemigo de la realidad del matrimonio, adolezco en cambio de una afición vehemente a los sueños o fantasmagorías que le preceden, a esa dulce escaramuza en que poco a poco el albedrío y el corazón de una preciosa niña van acudiendo, como pájaros bien domesticados y amaestrados, a posarse en nuestro hombro o a refugiarse cerca de nuestro corazón. Ese período de cortejo fino que prepara la petición de la blanca mano de una señorita, es lo único bueno (en mi sentir) del matrimonio; una serie de emociones gratas y tiernas, una seducción casta que os entrega poco a poco, y sin detrimento de su pureza, a una mujer. Tiene la frescura ideal de la primavera, el encanto de los primeros días de un Abril florido. Así como infaliblemente sabemos que después de las bendiciones no habrá más que breves horas de embriaguez física, no siempre mutua, y luego una eternidad de indiferencia y prosa -cuando no de discordias y regaños- antes de las bendiciones todo es poesía, gracia, harmonía, tierna sumisión o coqueterías halagüeñas y picantes, que no comprometen   —27→   nuestra honra viril, pues la coquetería, que halaga y divierte al soltero, al casado le volvería tarumba. Mi carácter dado a las impresiones benignas y suaves; mi propensión imaginativa, me hacen encontrar deliciosos esos amoríos a flor de agua, caprichosos, risueños, ligeros, en que si la ruptura cuesta lágrimas, son lágrimas que se secan pronto y no abrasan las pupilas.

Así es que ya he tenido lo menos diez o doce novias, elegidas con esmero entre lo más granado y lucido de la baraja de las marinedinas beldades. No con todas ha adquirido mi mariposeo el mismo grado de intensidad; con algunas se limitó a paseítos calle arriba y calle abajo, miradas en el teatro y a cada vuelta en el paseo del Ensache, asomadura cuando yo pasaba, y conversaciones breves en los asaltos al Casino de la Amistad y a la Pecera: con otras me corrí algo más, y hubo cartitas echadas por hilos, gran ventaneo y palique cuando no pasa nadie por la calle, acompañamientos por los alrededores si ella salía con una amiga complaciente, abonos enteros de teatro en que no mirábamos para el escenario, sino que se nos pasaba toda la función en una pura seña y un puro guiño... Lo que no hubo jamás, ni por asomos, en ninguna de mis novelitas cortas y del más calificado idealismo, fue conato o intención mía de convertir en repugnante seducción el hechicero idilio soso. Puedo jurar ahora mismo, delante del más respetable tribunal, que a las distinguidas señoritas a quienes   —28→   me comía con los ojos no las toqué ni con la punta de un dedo. Ni creo (hágase justicia) que ellas lo consentirían, ni yo aspiraba a cosa semejante. Lo único que buscaba era la dulce fiebre del sueño amoroso, lo más bonito, la irisada sobrehaz del amor, y no su amargo y turbio sedimento. Mientras duraba uno de esos idilios, yo no necesitaba leer novelas, ni poesías; bastante tenía para soñar a mi modo con la lectura de aquellas cartitas tan monas, tan sencillas, tan parecidas entre sí, que muchas veces al descifrarlas creía no haber cambiado de novia jamás. Y, en efecto, todas mis novias eran para mí en cierto modo una misma: eran la Mujer, de la cual no pueden privarse enteramente nuestro cuerpo ni nuestro espíritu, cualquiera que sea la resolución que nos anime y el benéfico egoísmo que nos preste sus infalibles lentes de oro...

Nadie es capaz de comprender los placeres especiales de este amoroso juego de cañas. Al pronto la señorita muestra el contento propio de toda hembra cuando se ve requerida: la encontramos en paseo y se pone como la grana, o se queda pálida y grave (esto depende del temperamento); aparenta hablar alto y reír con sus amigas, y en realidad tiene las energías de su ser reconcentradas en una ansiedad secreta y profunda. Luego ya corresponde a nuestro mirar con otro intenso y largo. Llega un día de baile... y desde nuestro rincón la vemos azorada, inquieta, nerviosa, hasta que nos aproximamos. Al acercarnos parece que se transforma:   —29→   es como si la devolviesen la libertad y la luz: se le ilumina la cara, se pone mucho más linda, y nos recibe con tal afán, que bajo su corpiño de gasa adivinamos el corazón cómo se alborota... La sacamos a bailar, y gozamos con delicado sibaritismo de su azoramiento, de sus inocentes ardides de defensa, que se parecen a los dragones de cartón con que intentan aterrar al enemigo los guerreros chinos; respiramos su aromado aliento, oímos de cerca su timbrada voz juvenil, detallamos su hermosura a distancia en que ya los artificios de tocador poco en cubren... y escuchamos, con sensación embriagadora, interrumpidas palabras, que nos prueban que lo mejor de aquella monísima criatura -la voluntad y el espíritu- ya han sido nuestros.

¿Dicen Vds. que es jugar con fuego? ¡Vaya una noticia! Ya lo sé; como que tengo de ello larga experiencia! En eso, en el fuego con que se juega, está el intríngulis del atractivo y del gusto. ¿No habéis visto en los circos, juglares que entretienen al público arrojándose de una a otra mano estopas ardiendo, y las voltean y las hacen girar y las recogen con las narices y con la boca, y nunca se les chamusca el pelo ni se les produce una quemadura en ninguna parte? Pues así jugaba yo con la viva llama, pero sin peligro: siempre supe desviarme a tiempo, hurtar el cuerpo y no dejar prender la chispa.

El verdadero inconveniente de mis idilios no consiste, a mi ver, en el riesgo de que puedan formalizarse y parar en la Iglesia (riesgo que   —30→   yo me jacto de saber evitar), sino en otra cosa bien distinta: en la detestable opinión que, a pesar de su inocencia, van granjeándome estas historias entre mis convecinos, los de Marineda de Cantabria. A cada desengaño que recibe una señorita persuadida de que voy a pedirla en matrimonio, la prevención contra mí crece y se afirma, y siento subir la marea de la pública reprobación, que me presenta como un odioso raptor de corazones inocentes, me acusa de sembrar la desolación en los hogares y envenenar la existencia de tanta interesante víctima, cortando para siempre su porvenir, sus ilusiones, descalabrando su antes intacta reputación, y faltando de propósito a todas las leyes de la caballerosidad y la hidalguía. Y no crean Vds. que estas voces y estas censuras proceden sólo de las señoritas chasqueadas y burladas, ni de sus padres o parientes. No: la población entera va tomando parte en el somatén. Todo Marineda me anatematiza. Diríase que he lastimado y herido eso que se llama espíritu de cuerpo, el punto de honra de la colectividad, que, a no dudarlo, se compone de casados y casadas, o de gentes que aspiran a serlo. Mi refractarismo conyugal es una ofensa a los que viven metidos hasta el cuello en las agitadas y salobres olas de la vida doméstica. La colectividad no me perdona mi individualismo, y el espíritu positivo de la gente provinciana no comprende mis solaces imaginativos alrededor del matrimonio... sin entrar nunca en él.

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¿No es cierto, señores, que mi pueblo peca de injusto y de poco reflexivo al excomulgarme por actos en el fondo tan inofensivos y tan defendibles? ¿No sería peor, es decir, no sería realmente malo, que yo asaltase, a guisa de ladrón nocturno, la paz y la dicha del hogar y anduviese, como Ramiro Doval, deseando y requiriendo a la mujer del prójimo, derramando afrenta sobre honrados nombres y llevando el dolor y la discordia al seno de las familias? Jamás he comprendido la felicidad de la pasión ilícita, ni el gusto de andar siempre mirando hacia atrás en la calle, a ver si nos amaga el bastonazo de un marido, o de pasarnos las mejores horas del día acechando en un portal, tendido bajo un sofá o acurrucado en un cuarto de baúles, temblando que nos sorprenda allí el que tiene derecho para soltarnos un puntapié o descerrajarnos un tiro. Pero no porque yo deteste estas peripecias ridículas y peligrosas, sobre todo en provincia, se ha de quitar mérito a mi respeto nimio del cercado ajeno. Tampoco me gusta eso de pervertir, verbigracia, a una bonita costurera, y ponerla un piso, y ser responsable de su caída en el fango. No, a mí déjenme de responsabilidades: nadie debe ser el primero a quitar piedra por donde se desplome la casa. La consideración con que miro el recato de las «hijas del pueblo» también hay que reconocer que es una virtud. Y sobre todo, importa considerar lo delicado de mi proceder con las mismas señoritas a quienes la gente supone mis víctimas. De mis labios no sale jamás   —32→   palabra indiscreta que pueda comprometerlas: jamás mi conducta se aparta de los límites del más estricto respeto, y nunca de mí recelan nada que las pueda doler o humillar. Soy con ellas galante, sincero, puntual, y cuando sale la conversación de casaca, mis palabras se dirigen a cortar esa esperanza de raíz, o al menos a hacerla remotísima. Si tronamos, a la primera indicación restituyo, con dolor de mi alma, epistolario, prendas capilares, sección de herboristería o botánica (flores secas) y las ilustraciones al texto, o sean las fotografías. En todas partes hago el panegírico de mis supuestas abandonadas; en todas partes niego rotundamente nuestras relaciones, y en mí encontrarían mis parejas de lo que puedo llamar el vals amoroso, (si quisiesen aceptar tan pequeña compensación) un amigo a prueba, que de veras se complacería en servirlas.



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ArribaAbajo- IV -

A pesar de mi buen comportamiento, que, o mucho me engaño o es todo lo correcto que se puede desear ni imaginar, repito que la marejada crece y sube, y voy a verme en la precisión de renunciar a este dulce y (para mí) aventurado juego imaginativo, porque temo que un día se pongan de acuerdo mis conciudadanos para lincharme. Lo más curioso es, ya lo he dicho, que los principales caudillos de la cruzada contra mí no son precisamente mis víctimas, mis Didos y Ariadnas, ni siquiera sus padres y parentela, sino una colección de buenas señoras que no tienen con ellas conexión de ninguna especie, que si me conocen no han cruzado conmigo tres palabras, y andan por ahí creándome una reputación siniestra, de malvado, de seductor mefistofélico, de verdugo en frío de los corazones, con otros mil disparates que llegan a mis oídos ¡vaya si llegan! y unas veces me dan coraje y otras risa.

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No saben esas señoras abogadas del matrimonio que, al armar tal gresca, perjudican a la causa a que creen ser útiles. Porque si yo doy en aislarme, en renunciar de una vez a mis idílicos sueños, en declararme oficialmente solterón, ya no queda ni leve resquicio por donde mi resolución heroica y sabia pueda quebrantarse nunca. En el juego con fuego, alguna probabilidad existe de quemarse las alas, porque hombres somos, y a las tentaciones y fragilidades humanas estamos sujetos...

Tan sujetos estamos, que mientras mis víctimas creen que me dedico a celebrar la victoria y a gozar secretamente pensando en sus torturas, en sus lagrimitas y en sus inapetencias y retiros momentáneos, yo, a solas, entre mi gato vivo y los pájaros disecados de la heroína, me entrego a nostalgias que nadie sospecha. Tengo horas en que comprendo que mi supuesto egoísmo no es sino abnegación heroica, por lo que me cuesta perseverar en él y romper los lazos que nos tiende ese maldito genio de la especie, esa naturaleza que, según dice un gran poeta italiano, no se cuida del bien, sino únicamente del ser, y envía al universo gérmenes que luego han de convertirse en criaturas, sin dársele un ardite de que tengan o no tengan cama, ropa, abono al teatro e impermeable para cuando llueve. Con toda formalidad aseguro a Vds. que yo también soy juguete de la naturaleza, y nunca despierto de uno de mis graciosos sueños de dicha con una muchacha encantadora, sin sentir que a la vez   —35→   se rompe algo de mí mismo, alguna fibrita de un rincón delicado que no enseño para que no se me burlen, pero que allí está, sensible, sangriento. Siempre que ocurren tales rupturas noto la misma impresión, que es una especie de íntimo desconsuelo, una convicción cruel de que se me acaba irremediablemente la juventud. Porque otra clase de relaciones con otra clase de mujeres, son de cualquier edad si hay bolsa repleta; pero el idilio prematrimonial, parece que sólo corresponde a la edad hermosa que voy dejando atrás ¡ay de mí! Mis frustrados idilios representan para mí la juventud, y me son doblemente caros.

En los días de mi abandono, en vez de reírme cínicamente del poco o mucho disgusto que sufre la abandonada, lo que hago es pensar en ella a todas horas, y, sin poderlo remediar, representármela como un modelo de virtudes, hechizos y condiciones admirables, incluso una benéfica esterilidad, gracias a la cual se orillarían muchos inconvenientes del matrimonio. Claro está que mi razón me dice «tente», pues los inconvenientes del matrimonio no son accidentales sino esencialísimos; pero váyale V. con eso a la exaltada fantasía. Para curarme empleo todos los medios que recomiendan Ovidio y Feijóo; me represento a mi compañera de idilio en los momentos menos poéticos y bonitos de su existencia, consagrada a las faenas más vulgares e ingratas, en las horas de descuido en el tocado; me empeño en figurármela tal cual será después de cuatro o seis años de   —36→   matrimonio, con sus encantos marchitos, el nácar convertido en hueso rancio, las rosas en algo seco como la camomilla officinalis... y nada, siempre la veo en el palco del teatro, derecha, empolvadita y mona, o en la ventana, sofocada, gentil, con la risa en los rojos labios.

Y no obstante, ni desmaya mi fortaleza ni mi corazón se encoge y vacila, porque las largas reflexiones y meditaciones sobre el problema del matrimonio me prestan valor, y me siento por turno casto Josef y fugitivo Eneas. No han salido todavía a relucir las razones más graves y hondas por las cuales evito esa forma irrevocable de unión entre los sexos que se llama matrimonio. Las que aduje al comienzo de estas Memorias son de pura conveniencia, de una conveniencia llana, positiva, un tanto material y prosaica; pero bajo ideas que a cual quiera se le ocurren, me precio yo (a fuer de refinado hijo de mi siglo y de lector apasionadísimo de esos grandes novelistas extranjeros que tan bien escrutan los pliegues y reconditeces del alma), de esconder otros móviles altos, quintaesenciados y sublimes, habiendo descubierto, para abstenerme del gran compromiso y de la irremediable falta, razones que no se le ocurrirían al vulgo, y que tampoco el vulgo es capaz de comprender bien.

He formado allá en mi interior cierto concepto del matrimonio y de la parte alícuota de amor que en él entra. Se me figura a mí que la dignidad, el legítimo amor propio, el orgullo más natural en el varón, salen mal librados,   —37→   mortificados, hasta sacrificados duramente cuando se determina al casorio. Me es insoportable el pensamiento de que la mujer a quien yo pudiese llevar al ara, fuese a ella conmigo... buenamente porque no iba con otro. No hay comparación más exacta de la que cabe establecer entre la situación de la mujer ante un baile y ante el altar de Himeneo.

Al anuncio de un baile, la mujer joven, linda, en la flor de su edad y de su esperanza, no sabe pensar sino en la atractiva y bulliciosa fiesta, y de antemano, tal vez con una quincena de anticipación, prepara sus atavíos, estudiando la mejor y más hábil manera de hacer valer y realzar sus encantos. Discurre qué color la favorece más; elige la tela que mejor se adapte a su talle y a sus formas; encarga el calzado de raso que oprima el mono piececín, previene el abanico, limpia el broche de oro, y mientras duran estos preparativos, una dulce calentura la exalta, una agitación invencible la estremece, sus noches están pobladas de dorados sueños, su imaginación acaricia mil brillantes quimeras. Es que ve en lontananza al hombre cuyo amor desearía; es que aquel tipo que cifra su ideal, aquel tipo que la haría feliz, quizás ha de aparecerse entre la multitud que al deseado baile concurra. Tal vez -esto es lo más verosímil, esto es lo que la malicia y la experiencia enseñan- ya el tipo ideal lo ha encarnado la muchacha en un hombre, que halaga su corazón, que es su elegido -porque quién duda que ellas también eligen, ¡pero en silencio!- y a   —38→   ese hombre cree la niña que el baile la dará ocasión de verle de cerca, de hablarle, de bailar con él, siendo esto lo único que se necesitaba para que él descubra el mismo interés y el mismo pensamiento que ella alimenta escondido en lo más hondo del alma, como un pájaro a quien se encierra en la obscuridad a fin de que no cante.

Llega por fin la memorable noche, y la virgen (¡qué bien suena este púdico sustantivo!) de pie ante el espejo, vestidas ya sus mejores galas, artísticamente encrespado el hermoso cabello, descubierta la garganta y el nacimiento del intacto seno blanco como las azucenas, se mira y se encuentra tan linda, tan gallarda, que no duda de la victoria. ¿Cómo va el hombre preferido a resistir? Sería ciego, sería un estúpido, sería una piedra berroqueña, si al aparecer ella, triunfante en su gracia y en su elegancia sencilla, a todo su talante no la rindiese el albedrío. Sí: de aquel baile -es infalible- ha de salir la declaración, ha de quedar anudada la cintita de seda que junte pronto dos cabezas para siempre con la bendita estola.

Pisa la joven el umbral de la sala de baile. El cuerpo no la pesa una onza; la alfombra le acaricia los pies de un modo halagüeño. En un ángulo del salón acaba de divisar al héroe, al escogido. Allí está, más guapo, más compuesto que los otros días, con ese airecillo conquistador que a ella la sorbe el seso. ¡Ay! La mira: la dedica una ojeada larga, expresiva, inquisitorial. ¡Dios! ¿Si irá a acercarse, a sacarla para   —39→   el vals próximo? Ella, sentada al lado de su madre, ruborosa, sonriente, adelantando los pies bien calzados de raso, espera, espera... Él vuelve la cabeza hacia otra parte, mira a otra señorita que acaba de entrar... precisamente a Natalia, ¡a la necia de Natalia!... La mira, sí... y no sólo la mira, sino que se destaca del grupo, se aproxima a ella, la dirige la palabra... Suena la música, Natalia deja su silla, y sale a bailar con él, ¡con el que la otra prefiere, adora, sueña!

La joven de mi cuento, como si la pinchasen dos docenas de agujas, se retuerce en su banqueta. Siente impulsos de gritar, de llorar, de morder, de arañar, de tirarse del pelo; y no puede sino roerse por dentro el alma. Daría ella la vida y hasta la divina gloria por disponer en aquel instante de la iniciativa masculina, y poder abofetear a su rival, requebrando a la vez con ardientes palabras al ser querido. Pero una valla invisible, más fuerte que un muro de diamante, la clava en la banqueta, la ata las manitas, la inmoviliza el rostro. ¡Su decoro! ¡El miedo a ponerse en ridículo! No, no haya temor de que se levante la pobre muchacha. Aunque la aspen, allí se estará. Un suplicio diferente, pero también grande, se añade al otro: la tortura del amor propio lastimado. ¿De qué la ha servido tanto emperifollarse, de qué, vamos a ver, si nadie repara en ella, si no la sacan? Y disimulando la tempestad con forzada sonrisa, y mordiéndose los labios mientras hace la mueca de la jovialidad, hinca los ojos   —40→   ansiosos en el grupo de hombres disponibles que han venido al baile. Supongamos que entonces...

Yo, yo mismo, que no puedo leer en el corazón de la muchacha, y que no he sabido desgarrar el velo de su disimulo, la miro desde lejos, y la encuentro linda, así excitada, deseosa de bailar, según creo. La tentación me subyuga: me acerco, la invito, la saco. Ella acepta, radiante. Su sonrisa y su gozo -que no es sino la satisfacción del amor propio herido- me enajenan; creo que el júbilo de la chica se debe a mi presencia, y como la muchacha me agrada, al rodear con mi brazo su cintura, en esa terrible y peligrosa familiaridad que autoriza el baile, me siento trastornado, y sin saber lo que hago empiezo a deslizar mi declaración. Ella me escucha, sin dejar de sonreír, roja, confusa, palpitante... Yo ignoro que lo que palpita en ella es la vanidad, y lo que sonríe, la pueril alegría del cazador que, deseoso de tumbar una buena pieza, cobra al menos un pajarillo... Soy la conquista, y celebra su triunfo, su desquite instantáneo. Y mientras ella me halaga pensando en el otro, tal vez la que el otro lleva en sus brazos piensa en mí, y acepta al otro con resignación, obedeciendo a la fatal pasividad del sexo... Las pobrecillas, ¡qué diablo! no pueden...

Y si de aquel baile sale una boda... la situación será la misma. La elegida por mí vendrá a mi casa, mientras su deseo entra por la ventana del vecino; se apoyará en mi brazo, mientras   —41→   otro brazo sería el que la hiciese estremecerse de júbilo; dará a luz mis hijos según la carne, que serán, según el espíritu, los hijos de otro, del soñado, del anhelado... Y me será fiel, materialmente, porque al otro -el que ella hubiese adorado-, no se le ocurre extender la mano y apoderarse de lo que le pertenece en virtud de las leyes del corazón. Y yo tampoco sabré nada, y atribuiré ciertas frialdades al modo de ser de mi esposa, y hasta quizá -¡necio!- me felicitaré de su condición tranquila...

¿Comprendes ahora, lector delicado, lector psicólogo, poeta lector, por qué, aparte de todo egoísmo, me infunde horror, dentro de la sociedad actual, la santa coyunda? ¿Comprendes por qué antes moriría que dar cima al idilio?



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ArribaAbajo- V -

He leído que los romanos, para quitar a sus hijos el vicio de la borrachera, hartaban de vino a un ilota, y así, completamente beodo se lo enseñaban, demostrándoles experimentalmente la fealdad y abyección a que se expone el que se deja dominar por sus pasiones desenfrenadas. Con un fin análogo (no lo tomen Vds. a mala parte) di yo este año en cultivar esmeradamente la amistad de mi convecino y ya antiguo amigo D. Benicio Neira, el caso más caracterizado del pater familias que entre mis relaciones conozco. Su vista, su lastimoso ejemplo, me parece que bastan para curar de tentaciones conyugales al más dejado de la mano de Dios, y creo que contribuirán a sacarme bien del difícil período que atravieso, antes de llegar al puerto de la calma definitiva.

Este D. Benicio Neira es un propietario de la provincia de Lugo, de buen linaje, dueño de una mediana hacienda, suficiente para que él   —44→   solo se diese una vida de archipámpano, como la que se da un servidor de Vds., o mejor todavía. Pero mi hombre, a la edad de veintitrés o veinticuatro, no tuvo labor de más prisa que casarse, y desde entonces pesan sobre él mil y una calamidades, y su vida es un prolongado purgatorio, aunque a ratos lo niega y se alaba de haber encontrado fruiciones especiales en su terrible misión paternal.

Tuvo D. Benicio una esposa... Si consultan Vds. a las nueve décimas partes de los doctores que hablan de estas cuestiones de matrimonio lo mismo que hablarían de plantar espárragos, la mujer le salió buena a D. Benicio. Y en efecto: ella ni se la pegaba a su esposo (¡Dios nos libre! quizá no encontraría cómplice), ni derrochó la renta, ni fue amiga de lujos antes bien pecó de tacaña, según he oído por ahí. Pero también cuentan que traía a su marido en un puño; que le armaba broncas fenomenales, de puertas adentro, por celos, por avaricia, por manías que la entraban, y que don Benicio no se atrevía ni a respirar, hasta que poco a poco fue convirtiéndose en un sumiso, en un calzonazos, y se demostró una vez más que el matrimonio es incompatible con la dignidad del hombre.

Además, la infernal señora tenía el vicio de parir, y parió hasta los últimos instantes de su vida, dejándole al esposo una tribu, en la cual dominó el elemento femenino: de doce vástagos que le viven al pobre, once son hembras. Por no perder la costumbre, poco antes de su   —45→   muerte la señora de Neira obsequió al esposo con unas robustas mellizas, lo cual pica en historia. Gracias que de estas mellizas se hizo cargo una señora andaluza, aquella famosa doña Milagros, la de la historia trágica -y como hijas suyas las tiene y cuida allá en Barcelona el matrimonio Llanes, lo cual me parece una ganga para D. Benicio.

Lo que le resta de prole basta para que el desdichado sufra continuos ahogos y miserias, sin saber cómo hacer frente, no al día de mañana, sino al de hoy, con sus exigencias de tienda y mercado. Si D. Benicio no fuese al mismo tiempo una persona tan regular, tan digna (lo es, no cabe duda), su amistad rayaría en peligrosa, pues suele verse con el agua al cuello, y en esos casos se pierde la vergüenza. Pero hagámosle plena justicia: D. Benicio es incapaz de sablazo. Como en el Casino (él no va a la Pecera, que considera centro de gente joven) suelen tomarle de guasa, y yo le defiendo y saco la cara por él y le espanto los chuscos bobos, el infeliz me quiere, y me ha elegido para paño de lágrimas.

-Mire V., D. Mauro -suele decirme- estoy tan acostumbrado a confiarle a V. mis penas, que si no lo hago, reviento. El espíritu necesita expansión, y como V. es discreto y formal, se le puede contar todo. ¡Ay, D. Mauro; V. es el hombre feliz! V. ha resuelto el problema. Por que los desprevenidos y los cándidos hemos entrado en el mundo como actores, y V., que la entiende, se ha parapetado detrás de un cristalito   —46→   semejante al de la Pecera, para aislarse bien y ver desde el burladero cómo a los demás nos corren, nos pican, nos banderillean y nos rematan... Sus amigos no debían llamarle en chanza el Abad, sino el Espectador. Para V., la perra vida es un espectáculo.

-Puede que tenga V. razón, D. Benicio -le contesto yo-. En efecto; procuro tomar este mundo como una comedia, y lo es, créame V.; o mejor dicho una farsa, un fandango sucio. Sin embargo, tenga V. por cierto que, si asistimos a la ópera, todos volvemos a casa tarareando; y en la mojiganga del vivir, a todos se nos ocurre salir a las tablas a echar nuestra relación... aunque sepamos que a la vuelta está la silba.

-Dichoso quien se reprime presintiendo los patatazos -suspiró Neira encogiéndose resignadamente de hombros-. Para mí, cada salida... un chiflido.

-¿Cambiaría V. su suerte si pudiese?

-Pues ahí tiene V. lo extraño: se me figura que no la cambiaría. Es cierto que he sufrido y sufro muchas penas, como que tengo diez o doce corazones donde sentirlas; pero también tengo otros tantos para gozar y deleitarme en esa cosa inefable y rara, en esa prolongación de nosotros mismos que se llama la paternidad. ¡Ah, sí! He experimentado placeres que V. no puede sospechar siquiera. En cuanto a dolores... ¡Mire V. que ver estrellado en la calle a mi mayorcito, a una criatura que era un pasmo de talento! ¡Ahora sería, lo menos, ministro!   —47→   ¡Aquel muertecito lo veo yo siempre apenas cierro los ojos... aquel muertecito llama por mí...!

-Nada, que tiene V. vocación de mártir.

-De padre, que es igual -respondió melancólicamente el corazón de manteca.

-En cambio, posee V. unas hijas superiores.

-Favor que V. las dispensa -respondió él babándose, con el rostro dilatado y tal expresión de dicha, que entendí que no mentía al asegurar que la paternidad, en medio de sus calvarios, proporcionan goces generosos que no comprendemos los que vivimos acorazados en nuestra prudente abstención.

-Pero -añadió el padre- calcule V. los desvelos que cuestan tantas hijas en edad de establecerse... y los que dan las que ya se establecieron, que es la más negra. ¿No parece increíble que teniendo yo siete chicas conmigo, no me pueda habituar a la ausencia de Clara, de mi Clara, sabiendo como sé que es dichosa con sus tocas de benedictina? ¡Mi Clara! ¡Tan parecida la pobre a mi difunta Ilduara; tan seria, tan decente, tan formal, tan persona como era mi Clarita! Nada; ella comprendió que una señorita, o se casa con arreglo a su clase... o no se casa, y decidió tomar el velo, conservando su dignidad, su posición, su señorío... lo que ha recibido en la cuna. Las Benedictinas de Compostela son muy damas, no crea V.... Ellas ni guisan, ni barren, ni se dedican a otros menesteres bajos: tienen sus legas servidoras. Rezar en el coro y preparar esas mermeladas exquisitas que hacen chuparse los dedos... son   —48→   las ocupaciones de las Benedictinas. Clara, con su tacto y su buen juicio, se ha creado tal atmósfera en el convento, que si llega a faltar la madre abadesa, que es una anciana demás de ochenta años, creen todos que la reemplazará mi hija.

Y D. Benicio sonrió con la misma complacencia babosa e infantil que había demostrado antes al escuchar que yo llamaba a sus otras hijas superiores.

-¿Y cómo le va a Tula en su nuevo estado? -pregunté sabiendo que esta era la pena que más le gustaba comunicar y explayar a D. Benicio.

-¡No me hable V.! -respondió próximo a hacer pucheros-. ¡Esa tontuela es la que nos ha matado a todos! A no verlo, jamás hubiese creído posible en lo humano que mi Gertrudis, la mayor, la que había heredado de mi esposa un bien entendido orgullo y una extraordinaria rigidez de carácter, y había sido amamantada en los más austeros principios y en las doctrinas más rigurosas, fuese a caer así, ¿... y con quién? V. no lo ignora... A mí me repugna pronunciarlo.

-Es el hijo de aquel barbero Redondo, ¿verdad?

-Sí, ese infeliz... por no llamarle otra cosa más dura... Un pintorcejo de puertas y ventanas, un artesano, un hombre sin educación y sin principios, que trata a zapatazos a mi hija... ¡Ah! ¡Qué castigo tan cruel y tan largo para un momentáneo error!

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-El más castigado creo que habrá sido su bolsillo de V.

-¡Figúrese! -gimió el padre-. A cada apuro (y los apuros son diarios), se acude a mí. Para arrimar el puchero a la lumbre tengo que suministrar los garbanzos y la verdura. El marido de mi hija, a pretexto de que casó con una señorita, se ha tumbado a la bartola, desdeñando el trabajo manual. Dice que debo brujulearle un destino, ¡yo, que jamás me he mezclado en política! Y los tiempos, cada día peores; los impuestos subiendo, los frutos bajando, los ingleses sin comprarnos ganado, porque creen que tiene la glosopeda... Todo mal, todo desastroso... ¿Sabe V. lo que se me ocurre con suma frecuencia? Que mi yerno me enseñe a pintar puertas y ventanas; me dedico a eso, y le dejó a él que dirija mi hacienda y tape con ella los agujeros que tapo yo.

Y el pobre se quedaba con los ojos fijos en el suelo, mirándose a las puntas de las botas. Su estado de ánimo verdaderamente infundía compasión. Porque yo sabía que, a pesar de la gran confianza que depositaba en mí, no me contaba ni la mitad de las tribulaciones, de los secretillos de familia. ¿Cómo había de hablarme, por ejemplo, de las manías de aquella seductora histérica María Ramona, Argos divina, que tiempos atrás era la más exaltada mística y no sabía salir de la iglesia ni desviarse de la reja del confesonario, y ahora, habiendo pasado de extremo a extremo con la volubilidad propia de su desequilibrado temperamento, no pensaba   —50→   sino en ventaneo, carteo, romanzas, dúos y aporreaduras de piano? ¿Cómo hablarle de la derrochadora Rosa, que en trapos y moños se gastaba lo que no tenía ni había de tener nunca, mientras su padre iba hipotecando la mitad de sus rentas al implacable Baltasar Sobrado, que le prestaba primero sobre los lugares de Cardobre, y después sobre otros no menos saneados y productivos? ¿Cómo recordarle su mayor contrariedad, la ineptitud para el estudio del único hijo varón que tenía la familia, aquel Froilancito tan inútil, al cual ni a pescozones se le convencía de que abriese un libro? ¿Cómo insinuarle nada acerca de la extravagante Feíta, otra insensata de diferente temple que Argos, -una de esas calamidades domésticas que es imposible clasificar?

Lo cierto es que Neira, después de arrancar del pecho un lastimado suspiro, exhaló estas quejas tristes:

-Lo que yo quisiera haber sido, si el destino de los hombres se pudiese escoger, sería fraile. Profunda tranquilidad debe de gozarse en el claustro, y cuando pienso que con dominar una pizca mis pasiones hubiese vivido tan libre de angustias, me conceptúo un bolo...

-Se puede ser casi fraile en el siglo, D. Benicio. Míreme V. a mí.

-No crea V. que lamento principalmente mis propios disgustos. Conozco que el eje de mis sentimientos está fuera de mí: yo siento y sufro por ellas, por el porvenir que las aguarda si no encuentran marido, por la estrechez que   —51→   han de padecer cuando yo falte... ¡o quién sabe si antes!

-No hay que acongojarse. Acaso encuentren el día menos pensado una excelente proporción. Por ahí dicen con gran insistencia que a Baltasar Sobrado le marea Rosa. Ya ve V. que eso resolvería en gran parte el problema.

D. Benicio, al oír esto, se puso blanco de emoción. Sin duda él había pensado mil veces en la contingencia de que cayese el millonario yerno, pero como se piensa en que nos caiga el premio mayor de la lotería cuando ni hemos jugado siquiera. Y con un acento que redobló mi lástima, pronunció esta frase expresiva:

-¡San Antonio glorioso!



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ArribaAbajo- VI -

Por entonces daba yo desenlace a uno de aquellos consabidos idilios prematrimoniales cuyas emociones describí, y encontrándome libre otra vez, alegre y melancólico juntamente, como el ave que ha logrado evadirse de una jaula linda y bien surtida de lechuga apetitosa, me dejé inducir a frecuentar la tertulia de absoluta confianza que formaban las hijas de D. Benicio y dos o tres amiguitas, reforzadas con media docena de amigos, entre los cuales se contaban Baltasar Sobrado y León Cabello, el virtuoso marinedino, como solía llamarle Primo Cova. La tertulia era entre anodina y familiar; había mucha labor de gancho, excesivo aporreamiento de piano, y algún tortoleo en los rincones; todos sabíamos que Baltasar Sobrado, «ponía los puntos» a Rosa; pero lo hacía con tan diestra maña y tal estrategia de cotorrón experto, que era difícil predecir si se dejaría coger en las blandas redes conyugales.

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Yo también estaba a salvo, pues nunca se me había ocurrido dedicarme a ninguna de las niñas de Neira, creo que por respeto o conmiseración hacia su padre, al cual me pesaría mucho de ocasionar la más mínima desazón. Era este un sentimiento puro, altruista, que yo cultivaba para tener el derecho de afirmar que mi alma no está desecada por el egoísmo. Lejos de atraerme a la tertulia de Neira los tortuosos y maquiavélicos planes que sin duda llevaban allí a Sobrado, me condujo el interés por el estudio de las miserias de la paternidad, y la sospecha de que algún drama fértil en peripecias y en lances hondos iba a representarse en aquel hogar tranquilo en la superficie, pero interiormente trabajado por las pasiones y los anhelos de varias mujeres jóvenes, bellas y sedientas de vivir.

Tal vez sabía yo más que el mismo Neira de lo que allí latía y se agitaba. Sabíalo, no sólo por las indiscreciones de Primo Cova, por dichos de la gente, por antecedentes históricos, sino por detalles, pormenores y hechos que sorprendía mi ojeada investigadora de desapasionado curioso. Lo que no observaba el ciego padre, me saltaba a mí a la vista, y declaro que mi honrado propósito era enterarle, si se terciaba la ocasión, cuando me pareciese llegado el momento de que interviniendo la autoridad se evitase tal vez una gran desventura, algún irreparable bochorno. Al entrar en aquella casa como antojadizo y frío espectador, podía también (y esto calmaba en alto grado los escrúpulos   —55→   de mi conciencia) ser útil al excelente D. Benicio, salvarle de peligros que yo presentía y él era muy capaz de no sospechar si quiera. Lo demostraba la benditez con que se había dejado engañar por la hipocritona aquella de Tula, que bajo su capa de soberbia y desdén, bajo sus alardes de rigidez y sus asquillos púdicos, encubría unas ganas rabiosas de encontrar marido, a cualquier precio y de cualquier clase o género que fuese, y el propósito firme de agarrarse a lo primero que saliera, cómo lo efectuó en las barbas del confiado padre.

Por esa especie de fuero que lleva consigo el derecho de primogenitura, la hija que empuñaba hoy la batuta en casa de D. Benicio era María Rosa, pues de las dos mayores, Tula ya estaba casada y vivía con su calamidad de marido en una casa humildísima del barrio del Faro, y Clara, la segunda, paseaba sus majestuosos hábitos por el claustro de las Benedictinas de Compostela. Rosa, pues, había asumido el gobierno de la casa, y cierto que no pudo caer en peores manos tan delicada misión. Era Rosa una de esas mujeres fatales y vitandas, de quienes se dijo con expresiva frase que son como el toro, que acuden más al trapo que al hombre. Sólo al ver las locuras que los varones cometen por una hembra se comprenden las que son capaces de cometer las hembras por un pedazo de tela bonita: pasión infinitamente más violenta y terrible que la afición amorosa, aun cuando parezca que de ella nace y se origina, y que a no mediar el deseo de agradarnos   —56→   a nosotros, no se compondría la mujer: pero yo he llegado a creer que esta es una de las muchas infundadas fatuidades masculinas, y que la mujer no se compone por nosotros, sino más bien por el gusto de componerse y emperifollarse, por el arte puro; y quizá, caso de impulsarla un móvil interesado, la impulse antes que el ansia de conquistarnos, el deseo de lucir, de brillar entre las amigas, de eclipsar a las otras mujeres y que estas rabien de envidia y de vanidad mortificada...

A no dudarlo, Rosa era un caso de estos, caso de estudio, invasión total de la enfermedad trapera. Altísima fiebre la abrasaba al ponerse en contacto con cintas y moños. Su vida no tenía más clave ni más norma que el tocado y el vestido. Si volviésemos al estado paradisíaco, a la cándida desnudez de la aurora del mundo, Rosa, con su blanca mano, ensartaría las primeras conchas para el primer collar bárbaro, o tejería la primer guirnalda de silvestres flores.

Hay que decir que Rosa era una belleza soberana. A la edad de veinticinco años que contaba cuando yo me metí a observador y fisgón en casa de las Neiras, Rosa podía arrostrar la comparación con las más celebradas hermosuras. No tenía tipo marcado: ni era rubia, ni pelinegra, sino de abundoso pelo castaño con reflejos dorados, y garzos ojos que se oscurecían o irradiaban espléndidamente según la cantidad de luz que recogían: su magnífica tez tampoco podía clasificarse entre las blancas ni entre   —57→   las morenas, pues en ella se combinaban varios tonos finos y ricos, mezcla suave y maravillosa de sonrosados, de carmines, de nácares y de ágatas lustrosas y tersas. Tampoco la distinguía especialmente la estatura, que no pasaba de mediana, verdadera estatura femenil, pues la mujer demasiado alta parece que sobrepuja a su sexo. Las líneas del cuerpo de Rosa delataban una morbidez exquisita, tan distante de la obesidad como de la delgadez; una plenitud de carnes que no atentaba en lo más mínimo a la gracia y a la agilidad de los movimientos, a la esbeltez del talle, a la delicadeza de pies y manos, a la longitud de la tornátil garganta. Si hubiese que poner algún defecto a Rosa (pues no existe belleza intachable), sería que su rostro, tan lindo, tan bien coloreado y modelado por la naturaleza, expresaba poco; era un rostro vacío. Se diría que lo vano y fútil de las preocupaciones de tocador, únicas que en el cerebro se aposentaban, imprimía huella en la faz, y que Rosa, en ciertos momentos, sobre todo cuando no la animaba el reír o no resplandecía en su cara la vanidad satisfecha, se parecía a las perfectas muñecas de cera que se ven en los escaparates de las peluquerías exhibiendo el último peinado o el más reciente adorno de plumas y flores artificiales.

En Marineda se criticaba acerbamente el «lujo asiático» que había dado en gastar la hija de D. Benicio Neira. Las devotas amigas de saber vidas ajenas, como Zoe Martínez Orante y Regaladita Sanz, se hacían lenguas del derroche,   —58→   boato y locuras de aquella muchacha. «Nunca lleva dos veces seguidas el mismo traje», suspiraban levantando los ojos al cielo. «Ahí está -añadían- Remedios Veniales, que ha tenido la curiosidad de contarle los trajes a Rosa Neira, y ¿cuántos dirá V. que resultan? Resultan quince, ¡quince!, todos de seda o de raso; y a proporción los abrigos, los gorros (aún hay en Marineda quien llama así a los sombreros), los guantes, los abanicos, el calzado y todo lo demás... Me consta (aquí bajaban la voz las noticieras) que compró en La Ciudad de Londres -¿no sabe V.? ¿esa tienda que dicen que facilitó para ella los fondos Sobrado?- unos encajes anchísimos, soberbios, para enaguas y peinadores. Nada, igual que una novia... ¡Cómo está el mundo, hija! Pasman las cosas que se ven... ¿Y de dónde saldrán esas misas? Al padre parece que ya sólo le falta por hipotecar las narices...».

Aunque es fama que los hombres no entienden de trapos, he creído siempre que eso es como lo de las casas desordenadas que, en opinión del vulgo, deben tener los solteros; y me confirmo en que no es privativo del sexo femenino entender de trapos, cuando noto que los árbitros de la moda son los señores modistos. Declaro, pues, y vengan cuchufletas, que entiendo de trapos, y sé muy bien cuándo, cómo y por qué va bien ataviada una señora. Pues con la autoridad que me presta mi explícita y valerosa declaración, digo que Rosa, la pobrecilla, después de tantos esfuerzos, de consagrar   —59→   exclusivamente su vida y sus escasos recursos a deslumbrar a Marineda y atraerse las censuras de todas las personas sensatas... iba mal, rematadamente mal; para alguien en tendido y exigente en achaques de gusto, tan mal, que era un dolor.

Los quince vestidos contados por Remedios Veniales en realidad no pasaban de seis; pero la maña de Rosa consistía precisamente en disfrazarlos con tal arte, que nadie pudiese decir al verlos: «Mascarita, te conozco». Aquellos pichoncitos caseros mudaban la pluma cada semana. El negro, de seda brochada, emulaba a Proteo, según las transformaciones que sufría, ya por medio de lazos amarillos, ya de plegados verdes, ya de encajes blancos, ya de flecos de azabache; el cuerpo unas veces lucía escote cuadrado, otras una pañoleta, cuándo unas hombreras anchas, cuándo unas mangas de color pegadas la víspera. No le iban en zaga las metamorfosis del blanco, con el cual logró Rosa chasquearme a mí, pues los visos y cubiertas que recibía el traje lo hacían parecer enteramente distinto, inédito. ¡Qué diré de cierta casaquita de veludillo azul, ora guarnecida con densa piel, a la usanza rusa, ora velada por vaporosas gasas que remedaban nubes sobre un celaje puro!

Yo sabía perfectamente que tan laboriosas combinaciones harían sonreír de lástima a una verdadera lionne, de las que encargan sus trajes por cajas y docenas, y desdeñan la ciencia humilde y práctica de aprovechar las sobras.   —60→  

Yo comprendía que el supuesto «lujo asiático», el «boato» de la chica de Neira, era en realidad penuria, y que con aquellos cuatro pinguitos, en Madrid, Rosa no pasaría de ser una de las bellas cursis en quienes nadie repara, y que desfilan por la ancha y soleada acera de la calle de Alcalá, o por las avenidas de Recoletos, oyendo piropos, a caza de un marido serio que las saque de penas. Mas, como decía el gracioso pedante moratiniano, todo es relativo en este mundo; y para Marineda, y sobre todo para la menguada renta de D. Benicio, el teje maneje de trapeteo en que andaba Rosa era excesivo y alarmante. Aquellas pobreterías -no me cabía duda- desequilibraban el presupuesto como lo podrían desequilibrar, si fuese mayor, los cajones llegados de París y las facturas del joyero y del peluquero de fama. La economía y el lujo son palabras que carecen de significación si no se consideran relacionadas con condiciones individuales y sociales. Aparte de que Rosa, en realidad, gastaba demasiado -pues esas vueltas y revueltas a un pingo, que al fin pingo se queda, nunca dejan de costar algunas pesetillas, y donde hay pocas todo abre surco-, en Rosa concurría una circunstancia que hacía más visible y escandaloso lo que daban en llamar su lujo: y era su belleza misma, su belleza triunfadora y resplandeciente.

En Rosa el más insignificante trapito causaba alboroto porque se veía de cien leguas. Los colores en ella parecían más vivos, los adornos más caprichosos y ricos, las flores más lozanas,   —61→   la seda más crujiente, más atrevidos y provocadores los esprits y plumas de los tocados. Mientras las hijas del archimillonario Chucho Díaz, encargando a Madrid y a París la ropa, no lograban que nadie fijase en ellas los ojos, y parecían vestidas siempre con un mismo traje usado y de medio color, en Rosa las telitas peseteras y las puntillas de a real adquirían un aire de opulencia, majeza y frescura que les centuplicaban el mérito y el precio. Rosa ponía la moda en Marineda, y como a toda reina social, se la criticaba y se la imitaba a destajo.

Lo más singular es que D. Benicio, en medio de la gran confianza que conmigo tenía y que iba en aumento, lejos de quejarse del excesivo gasto de Rosa, alababa su economía, arreglo y habilidad.

-Es extraordinario -solía murmurar muy babosillo- cómo se las bandea esa muchacha. De un cuarto hace veinte. Oirá V. decir por ahí que derrocha, que tira el dinero. No, no, si ya sé que se murmura. ¡Infamias y picardías de la gente envidiosa, cuya maldad conozco! La pobre Rosa hace milagros. Aparece así... decentita... hasta elegante... en ella todo resulta... Claro; como que la figura la acompaña. Si fue se una cucaracha, una feróstica, de poco la serviría adornarse; porque aunque la mona se vista de seda... Lo que yo le aseguro a V. es que el ramo de trajes de Rosa no lo noto en mi presupuesto. Creo que con doscientos reales al año se las compone la chica. Vamos, que no he visto otra de más disposición.



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ArribaAbajo - VII -

Que no decía verdad el apasionado padre, era para mi un hecho indiscutible; y sin embargo, me costaba trabajo suponer que tuviese el propósito de mentir; su aire de sinceridad y de candor era inequívoco. ¿Si le engañaría la muchacha, sisando en todo lo demás para cargar las sisas a la partida de perifollos? Con poco que yo asistiese a la tertulia se me figura ba que sabría a qué atenerme sobre este punto. El instinto de curiosidad, dominante en los célibes que carecen de asuntos propios y de verdaderos cuidados, era el móvil poderoso que me atraía a la reunión de las Neiras. La casualidad hizo que yo penetrase en ella en el momento más oportuno para satisfacer mis aficiones de espectador.

Solicitaron mi atención, más aún que la bella, coqueta y despilfarradora Rosa, otras dos hijas de D. Benicio, que ofrecían verdaderas singularidades en su manera de ser: Argos divina   —64→   y Feíta. Las demás eran muy niñas aún, excepto Constanza, que siempre realizó el tipo de la más clásica insignificancia y pasividad: callada, sosa, sin voluntad propia, una de esas personas cuya presencia en la habitación llega a olvidársenos por completo, y con las cuales no contamos para adoptar resolución alguna, pues estamos ciertos de que se prestarán a cuanto los demás determinen, por no tomarse el trabajo de emitir opinión propia. La nulidad del carácter reflejábase en las facciones de Constanza, de una regularidad agradable, pero amortiguadas por la falta de expresión, incoloras, por decirlo así, como el agua.

En cambio ¡qué fuerza expresiva, qué viveza sentimental campeaba en el pálido rostro de Argos, a la cual llamaban así en memoria de la venerada efigie de Nuestra Señora de los ojos grandes! Su hermosura, romántica y seria, había llegado al apogeo, como también estaba en la plenitud su voz, aquella sorprendente voz de mezzo soprano, cuyas apasionadas inflexiones delataban un alma toda fuego. Yo era antiguo admirador (por supuesto secreto y platónico) de Argos Neira. Repito que jamás había querido iniciar idilio alguno, aun de los míos inocentes y diáfanos como el aire, con las hijas de D. Benicio, no sólo por la estimación que me infundía su padre, sino porque Argos, la que me atraía, también me inspiraba terror: no estaba seguro de nada con Argos, que me parecía mujer de distinto temple que las demás señoritas de Marineda, y se me figuraba (tal   —65→   vez sin fundamento, por lo menos hasta entonces) una tenoria. Con las otras marinedinas tenía yo la absoluta seguridad de que, al terminarse el idilio, no representaríamos ningún drama; pero con Argos... veía en lontananza escenas espeluznantes, lances cuyo solo pensamiento me hacia estremecer. Y, fatuidad aparte, tampoco esperaba que Argos se prestase al idilio. Había sido siempre Argos caprichosa y rara en sus gustos: tan rara, al decir de las lenguas desolladoras, que no sé si debe darse entero crédito a la historia de sus antojos y aberraciones. Durante aquel período suyo de exaltado misticismo, en que sólo cantaba Gozos de novena, se refirieron horrores de su entusiasmo por cierto Padre Incienso, jesuita austero y elocuente, el cual, por más señas, no la podía sufrir, y se vio en el caso (continúa la versión más auténtica) de salir de Marineda, esquivando el peligro, cortando de raíz el escándalo y salvando su honra de sacerdote, puesta en grave riesgo por la indiscreta muchacha. Y el remedio fue radical, pues no sólo se curó Argos de la afición malhadada, sino hasta del pseudobeaterío (quizás ambas cosas no eran sino una). Acabáronse los rezos y las mortificaciones; desapareció el hábito de jerga, con su corazón de plata en las mangas, símbolo visible de la enfermedad cardíaca que afligía a tan extraña devota; el negro cabello, antes descuidado y desgreñado, apareció peinado con gusto y arte, y el rostro cambió, adquiriendo una expresión indefinible. La hermosa escultura religiosa se   —66→   convirtió en estatua profana. Si por medio de una comparación tomada del arte quisiese yo significar qué expresión había adquirido la cabeza de Argos, recordaría las testas del grupo de Carpeaux, la famosa ronda de bailarinas que decora la portada de la Ópera, en París. ¡Cuán distinta era la Argos de hoy de la que solía ir, con el velito muy bajo, a las primeras luces del alba, a la solitaria iglesia de San Efrén, a pegar a las losas frías sus ardorosos labios!

Si mis observaciones no fallaban, el actual quebradero de cabeza de Argos debía de ser... Me encocora estamparlo, porque mientras el Padre Incienso, bajo su sotana, tenía para mí y para todos los que le conocieron aspecto varonil, en cambio el musiquete, el famoso León Cabello, declaro que me producía el efecto, no ya de una madamita, sino de una vejezuela, de alguna de esas acartonadas profesoras británicas, mixto de bacalao y cecina, lo más contrario a toda idea de amoroso engreimiento. Era el virtuoso (mote que le había puesto Primo Cova), un pobre muchacho, de padres desconocidos, que recogió por caridad una tendera de zarazas de la calle del Repeso; susurrábase que podía ser fruto de un temprano desliz de la hija de la tendera, hoy muy bien casada con el ricachón fabricante D. Simón Cardador Blanco. Lo indudable es que la tendera profesaba gran cariño al arrapiezo, el cual fue uno de esos chiquitines fenomenales, cabezudos, inaguantables, con genio artístico mientras   —67→   aún les flota la camisilla por la abertura del calzón. A los siete años mi Leoncito recorría las casas de Marineda tocando fantasías y nocturnos, y cosechando besos y cartuchos de caramelos de rosa y rosquillas de ginete. A los doce, la prensa marinedina armó una trifulca para conseguir, trabuco al pecho, que la Diputación provincial pensionase en la corte al prodigio, a fin de que «completase sus estudios en el divino arte». Si la Diputación no pensionaba a Leoncito, eclipsaríanse para siempre las glorias de Cantabria y quedaría demostrado que la patria cántabra, en vez de acoger amorosa a sus hijos ilustres, de brindarles el calor de su materno seno, los corona de espinas y los deja morir de abandono y de inanición moral, a las orillas del Océano amargo y salobre. Renunciando a averiguar por qué había de ser precisamente a orillas del Océano, y no en su cama, donde sucumbiese Leoncito por falta de pensión, ello es que el fatídico cuadro tan de mano maestra trazado por la bien cortada pluma del revistero local Amador Milflores debió de hacer impresión en el ánimo de los padres de provincia, toda vez que pensionaron al niño fenomenal, de quien se refería que dedicaba a tundir el piano diez y seis horas diarias. Y allá marchó el Leoncito con rumbo a la corte, bien acompañado de redobles de bombo... que no se sabe si llegarían a traspasar los puertos.

En las vacaciones volvía contando maravillas de los grandes maestros del arte musical:   —68→   Caballero, Barbieri, Chapí, Bretón, Monasterio, le adoraban, le pronosticaban el porvenir más risueño y brillante. Había tocado, arrebatando, en el salón Romero. La infanta Isabel, convidada expresamente para que admirase tan portentosas disposiciones y no pudiendo asistir aquella noche por sus quehaceres, se desquitó llamando a Palacio al melodioso León, y en sus habitaciones particulares le escuchó, le aplaudió, le colmó de elogios y le regaló un alfiler de corbata que representaba una lira de oro con tres rubíes. El periódico semanal El Contrapunto había publicado el retrato de Cabello, encuadrado por ramitos de laurel; y la gorda tendera, la presunta abuela, a punto de asfixiarse de gozo y orgullo, puso al retrato un marco de listón dorado anchísimo, sobre fondo de peluche granate.

Terminó Cabello sus estudios musicales y se vino a Marineda, donde le recibieron con nuevas ovaciones y largos artículos encomiásticos. Sin embargo, a la miel se mezclaban algunas gotas de hiel. La tendera estaba, ¡quién lo duda!, contentísima y ufanísima del chico; pero su fondo de buen sentido, su hábito de ganarse con el sudor de su frente el pan, la obligaron a inquirir si tanta algarabía de notas, tanto martirio a las teclas, tanto zapateo en el pedal, tanto viaje y tantísima trapisonda, no habían de redituar algo, algo que se cifrase en ingresos, en moneda contante y sonante, en medios de vivir, de comer, de pagar al zapatero y al sastre. Allí estaba el fenómeno, el niño de la   —69→   bola: pero el tal nene, mezcla, según Amador Milflores, de Orfeo y de Anfión, tragaba, rompía botas... compraba papelotes de música, tenía un vertical... y todito a cuenta de la tendera gorda. ¿Cómo era que en Madrid no había descubierto una mina de oro? ¿Cómo no podía aquella gloria regional, nacional, europea (de tal le calificaban, no parándose en barras, los diarios), hacerse, con su asombroso genio artístico, una rentita de cinco o seis mil duros al año lo menos? La tendera tuvo un instante de escepticismo amargo, en que lamentó no haber dedicado al chico a medir zarazas...

Entonces León Cabello, en lid con la maldita fatalidad de no haber un Banco donde se admitan como valores los trinos y las escalas cromáticas, empezó a pensar en la faena de las lecciones. Subiría pisos, se dedicaría a enseñar a los chicos los rudimentos del solfeo, ya que no había otro porvenir para el que El Contrapunto coronara de laurel. ¡Ingrata patria, ingrato suelo cantábrico! Antes de aceptar la prosaica solución de buscar discípulos, el Leoncito dio un concierto en el Teatro, que la prensa campaneó desde un mes antes. Concurrió bastante gente, porque el mismo Cabello repartió, con cartas de su puño, los palcos y las butacas. La gente bostezó y aplaudió a rabiar. Halagado por esta primer caricia de la suerte, quiso repetir el golpe al siguiente mes; pero era abusar de las bolsas; el teatro apareció completamente vacío, y Cabello desarrolló sus interminables concertstucken sin más auditorio   —70→   que los acomodadores. Tuvo que pagar el alumbrado, la orquesta, el local, y perdió lo ganado en el primero. Entonces apretó en lo de las lecciones, y emprendió una labor encarnizada, furiosa, para imponer su candidatura a «lo principal» del pueblo. Estalló guerra a muerte entre el virtuoso y los demás profesores a domicilio de Marineda, D. Sotero el organista, las dos Bemolitas, el director de orquesta del Coliseo... Trabajos subterráneos con la prensa produjeron en el lenguaje de esta cambio singular: Leoncito cayó de su pedestal, y fue objeto de chistes punzantes y de caricaturas groseras en el órgano satírico El Brujo, donde sacaron a relucir su nacimiento, e hicieron alusiones mal veladas a su madre y a toda su historia... No me sorprendió, por cierto, el espectáculo, en Marineda frecuente, pues cuando los intereses se ponen en juego, no hay tigres ni panteras comparables en su furor a los marinedinos. Creo haber dicho ya que estas pugnas alrededor de unas míseras pesetas me son tan repulsivas, que sólo por eso no me casaría nunca, temeroso de que el amor paternal me impulsase a patullar francamente en el lodazal de la codicia.

En tan poco halagüeña situación me tienen Vds. ahora a Leoncito Cabello, la antigua esperanza de la madre Cantabria, que le ve sin pena y sin rubor encaramarse a los cuartos pisos y repetir cada media hora, en voz enronquecida por la fatiga y el aburrimiento:

-Do re, do re, do re fa sóool... sostenido...   —71→   Más sentimiento ahí... Pero ¡cuándo empezaremos, Aurorita, a matizar ese pasaje!

Físicamente, el virtuoso parece una de las chistosas caricaturas alemanas en que se ridiculiza a los secuaces de la escuela de Wagner. Lleva la melena crecida, para tapar unas insolentes orejas, y su cara imberbe, fruncida, ya pergaminosa, a pesar de los pocos años, muestra amarilleces de fruto conservado en espíritu de vino. La boca es sutil, larga, sinuosa; los ojos, azules y fríos, sólo resplandecen al halago del elogio y al estímulo de la vanidad. Tiene la frente bombeada, el cráneo montuoso y puntiagudo, las manos prolongadas, ágiles, flexibles por el constante teclear. Viste de negro, y usa corbatas de color chillón, donde se ostenta la lira de S. A., con los tres rubíes. Y a pesar de esta facha rarísima, creo, y creen muchos conmigo, que el musiquete no le parece saco de paja a Argos...



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ArribaAbajo- VIII -

No; positivamente, no le parecía saco de paja a la ex devota el engarzador de arpegios. Había en aquel flirt, basado en la comunidad de gustos artísticos, algo de vago, ensoñador y baboso, muy diferente de la vehemencia y la exaltación que se habían notado en los primeros entusiasmos de Argos divina. Sin duda la muchacha poseía todas las cuerdas de esa gran lira que se llama el amor, y gustaba de coleccionar -en vez de trapos y cintajos, como su hermana-, impresiones y recuerdos.

El León penetró en casa de Neira por la puerta de la pedagogía musical: le llamó don Benicio, por recomendación de Sobrado, para dar lecciones de canto y piano a dos de sus hijas, Argos y Feíta. Esta última, al mes escaso, se rebeló, y dijo que no la daba la gana de perder tiempo, que se cansaba de aquel ejercicio bobo y que no pensaba ganarse la vida como León Cabello, haciendo competencia a las Bemolitas;   —74→   Argos, en cambio, tal gusto le tomó al aprendizaje, que no se apartaba del piano en todo el día. La tertulia se resintió de la manía filarmónica de la muchacha. Cuando no estudiaban, de música hablaban el virtuoso y ella. Todo era revolver sonatas, elegir caprichos y rebuscar melodías. Una pieza brillante a cuatro manos llegó a ser para nosotros verdadera obsesión. Cada vez que yo veía girar despaciosamente el taburete, subiendo o bajando para que en él se acomodase el artista, me entraba un desasosiego nervioso... Por fortuna allí no era de rigor escuchar en silencio: se podía charlar, se podía no hacer caso del chaparrón de notas. Tal vez el profesor y la discípula preferían que no se les concediese extremada atención. No aspiraban a la gloria de embelesarnos; harto embelesados andaban ellos.

Últimamente habían descubierto un filón, las melodías aldeanas, preciosas canciones del país cántabro, tan mimosas, tan llenas de nostalgia dulce. Argos las cantaba con gracia hechicera, acompañándola con suma delicadeza el virtuoso. Con esa parte del programa me reconciliaba yo, y hasta la oía lleno de placer, pues a pesar de mi naturaleza poco elegíaca, las tales canciones, embalsamadas por la menta y el saúco de los ribazos cántabros, me infiltraban en el alma una serena melancolía, una especie de dolor grato, que se bebía a sorbos y no embriagaba de pena... Pero estas cosquillas románticas desaparecían así que tomaba asiento a mi lado y me dirigía la palabra la más extraordinaria   —75→   y ridícula criatura que se ha visto en el mundo, o sea Feíta, el séptimo retoño de D. Benicio Neira.

¿Cómo te haría yo comprender bien, oh sesudo y morigerado lector, lo que era la tal Feíta, en lo físico, en lo moral, en lo intelectual? Cien pliegos de papel no bastan para retratar a este curioso personaje. Su exterioridad es lo más fácil de sorprender al vuelo, pues no necesita, el lápiz esmerarse para no alterar líneas de belleza. Feíta (diminutivo algo injurioso de Fe), no es linda, aunque, tampoco repulsiva ni desagradable. Su cara, más que de doncella, de rapaz despabilado y travieso, ofrece rasgos picantes y originales, nariz de atrevida forma, frente despejada, donde se arremolina el pelo diseñando cinco puntas que caracterizan mucho la fisonomía. Sobre el labio superior hay indicios de bozo: no puede llamarse una dedada, sino a lo sumo leve sombra, que con el tiempo obscurecerá. Sus ojos son chicos, verdes, de límpido matiz, descarados, directos en el mirar, ojos que preguntan, que apremian, que escudriñan, ojos del entendimiento, en los cuales no se descubre ni el menor asomo de coquetería, reserva o ternura femenil. El cuerpo de Feíta es suelto, ágil, de formas escuetas y de un dibujo muy sobrio, recogido y púdico, a la manera de esas figuritas magras y castas sin ascetismo, que los broncistas de Florencia legaron a la admiración de la posteridad. Sólo que para adivinar esta que sin duda alguna es perfección y gracia del cuerpo de Feíta, hay   —76→   que ser más que lince, zahorí. Yo que me perezco por las mujeres ataviadas, peripuestas y pulcras, no me puedo acostumbrar a la manera de vestirse de esta chicuela indómita. Siempre anda metida en un talego o amarrada como un saca de garbanzos. Sus hermanas no la hacen caso, y ella no se cuida de sí propia, ni creo que recuerda que hay espejos en el mundo. Su pelo vive en perpetua insurrección: es el mambís más rebelde que conozco. Lo lleva corto por que no la da la gana de dejarlo crecer, ni de sujetarlo formando moño, ni de enterarse de para qué sirven la tenacilla y el alisador, y cada mechón va por su lado, unas veces crespos, otras lacios y mohínos, según la temperatura y la humedad. Los dedos de Feíta son un mapa mundi de manchas de tinta y de desolladuras y arañazos, porque el día en que a la moza la da la ventolera por revolver y arreglar la casa, la vuelve patas arriba, desclava y sacude todo, alfombra ella misma, y se empingorota en una escalera de treinta peldaños para lavar los vidrios. Sin embargo, los arrechuchos de laboriosidad doméstica no son en Feíta muy frecuentes. Por lo general paga tributo a otra manía, insólita y funesta en la mujer: y es su malhadada afición a leer toda clase de libros, a aprender cosas raras, a estudiar a troche y moche, convirtiéndose en marisabidilla, lo más odioso y antipático del mundo.

Si Feíta me interesase por algún concepto; si fuese hija o hermana mía; ¡qué pronto la con vierto y la curo de esa chifladura inverosímil,   —77→   reintegrándola en el puesto que la naturaleza señaló a la más bella mitad del género humano! Pero no soy yo el llamado a civilizar a esta salvaje sabia, y su padre, mi buen D. Benicio, carece de la energía que exige su cargo paternal. La debilidad de D. Benicio es lo único que puede explicar los derroches de Rosa, las novelerías de Argos y las inauditas excentricidades de Feíta.

Como Sobrado cuchichea con Rosa en el rincón de la galería, cerca de los heliotropos en flor, y Argos se entrega a las emociones musicales; como las otras señoritas que concurren a la tertulia, y son las del magistrado Tardejón y Mercedes Cabrera, la del ingeniero, forman su peñita y demuestran intenciones criminales, conatos de llevarme insensiblemente, si yo me dejo, camino del ara santa... me desvío de ellas y suelo entretenerme en charlar con la extravagante, con la cual no arriesgo nada y que me hace reír de puro desquiciada y lunática que está la infeliz. Sus extrañas teorías se prestan a servir de base para mil discusiones acaloradas y chuscas, divertidísimas a veces; porque con Feíta no estamos nunca dentro de lo previsto y normal, sino que cada día saca ella un resorte nuevo.

La cabeza de esta pobre niña es «el caos e islas adyacentes» -según frase de Primo Cova, que la encuentra, como yo, muy salada-. Ha leído todo cuanto cayó en sus manecitas, ávidamente, con prisa, sin discernimiento, tragando, cual los avestruces, perlas y guijarros en revuelta   —78→   confusión. Desde los libros de mística con que se espiritaba Argos en sus tiempos de fervor, hasta los de fisiología y medicina que tuvo la insensatez de prestarle a Feíta el filántropo Doctor Moragas; desde las novelas de Ortega y Frías que la ofreció con grandes encomios el brutazo de D. Tomás Llanes, hasta las poesías de Verlaine que la facilitó secretamente un empleado de la Biblioteca del Puerto, Feíta ha recorrido toda la escala bibliográfica, hacinando en su mollera un fárrago estupendo, una capa de detritus, entre los cuales van envueltos preciosos gérmenes que podrían fructificar si los cultivase con método y razón. No cabe duda que la tal Feíta sabe ya muchísimas cosas; pero su instrucción ha sido, como suele la de las personas de su sexo, confusa, precipitada, incoherente, y con lagunas y deficiencias donde debían existir ciertas nociones sin duda elementales, pero que son a guisa de eslabones que enlazan entre sí la vasta serie de los conocimientos humanos. Feíta, en momentos de lucidez, lo reconoce, por más que en otros, con infantil pedantería, me llama ignorantón, a lo mejor porque no sé en qué consiste la función de una glándula o dónde radica un haz de nervios; pues en lo que está más fuerte este demontre de inaguantable chiquilla, es en ciencias enlazadas estrechamente con la medicina, gracias a los préstamos del bueno de Moragas, que es capaz, a fuer de ideólogo, de fumar sobre un polvorín descubierto.

-Me hago cargo -suele exclamar Feíta- de   —79→   lo mucho que ignoro. No crea V. que necesito que me lo cuente nadie. ¡Soy yo más lista! Y tenga por seguro que si no reviento he de aprenderlo todito. ¿No ve V. que a mí, como enseñar, no me han enseñado ni esto? Coser, bordar, rezar y barrer, dice mi padre que le basta a una señorita. Un día recuerdo que hasta me puse de rodillas para que me enviasen al Instituto, como a Froilán, y papá salió con que me hartaría de azotes si volvía a hablar de semejante cosa. No me asustan los azotes, ni mi padre es capaz de azotarnos con un hilo de seda; pero ni tenía dinero para las matrículas, ni los catedráticos me recibirían contra gusto de papá. Y cuando una es chiquilla, chiquilla... no hay coraje para nada. Hoy me arremango y voy si quiero; pero hoy ya estudio yo sola, lo mismo que en el Instituto. ¡O más si se me antoja, hombre!

-¡Pues hizo bien su padre de V., mujer! ¡Se ría una ridiculez ir allá!

-¿Y por qué había de ser una ridiculez? Pago un duro de mis ahorros por cada razón que V. me dé.

-Pero, hija mía (yo solía tratar a Feíta así, paternalmente); ¿a qué se compara V. con Froilán? ¿no ve V. que Froilán es hombre y necesita tener carrera?

-¿Froilán hombre? Froilán jumento -respondía perentoriamente e imitando el habla de los negros la diabólica.

-No sea V. así. Froilán ha de concluir sus estudios y vivir de lo que gane.

-¡Ah! Pillete -replicaba ella-. ¿Conque vivir   —80→   de lo que gane? Y yo, ¿me quiere V. decir de qué he de vivir cuando mi padre se vaya al otro mundo? ¿Acaso tengo mayorazgos que Froilán no tiene?

-V.... V. vivirá de lo que gane su maridito.

-¡Maridito! Sí, que andan los mariditos mantenedores de sus mujeres por ahí a patadas. Mire V. el de Tula, qué bien la mantiene. La da de almorzar mojicones finos, y de comer legítimas galletas. ¡Rayo en los mariditos mantenedores! Además, ¿de dónde saca V. que quiero recibir de nadie lo que puedo agenciarme yo misma? ¡Me parece cargante y retecargante y hasta humillante la ocurrencia! ¡Y no sé cómo a Vds. los hombres no les revuelve el estómago eso de que han de tomarles siempre las mujeres por caballos blancos!

Este arranque de Feíta, a decir verdad, se conformaba con mis manías, con gran parte de los escrúpulos y delicadezas que me retenían en el estado de solterón; pero el gusto de contradecir y el deseo de excitar a la muchacha a que replicase con más bríos, me impulsaron a responder:

-¡Quia! Ese papel nos halaga. Así sostenemos y afirmamos nuestra soberanía; así reforzamos nuestros indiscutibles derechos sobre el corazón y la voluntad de la mujer. Nosotros trabajamos y Vds. administran y gastan... Lo más lógico. Tampoco ha de negarse que a Vds., las toca su parte de trabajo, y de trabajo constante y sagrado y meritorio. ¿Dónde me deja V. el gobierno de la casa, la crianza y cuidado   —81→   de los hijos? Como sé propongan Vds. trabajar...

-¡Los hijos! -protestó ella-. Siempre parte V. del supuesto de que la mujer es infaliblemente casada. Pues no hay en Marineda pocas solteronas.

-Y solterones también: aquí me tiene V. a mí.

-¡Pero V. es solterón... por su gusto!... y ellas...

Sonrió Feíta con picaresco guiñar de ojos.

-Según eso, ¿V. no cree que puede haber solteronas por gusto?...

-¡Vaya si lo creo! Como que yo lo he de ser. Sí, amiguito Abad; esta joya se ha de quedar para vestir imágenes, aunque se me presenten partidos, que no se me presentarán. Y sentiré que no se me presenten, sólo por el gusto de que vean que no los admito.

-¿Tan resuelta está V.?

-Tan resuelta. En algo me he de distinguir de esas otras -y diciendo así señalaba a sus hermanas y a las demás niñas casaderas de la tertulia-. Como que no encontrará V. en Marineda (yo se lo fío), persona que le diga a V. que hace divinamente en no casarse, a excepción de esta personita. Si yo fuese hombre ¡al momento me caso! Vds. son, bien mirado, más inocentes que nosotras, porque Vds. ¿para qué quieren casarse? Mejor dicho ¿hay entre Vds. ninguno que no pueda disfrutar las ventajas del matrimonio, sin arrostrar sus inconvenientes?

  —82→  

-Por Dios, Feíta... ¡Qué cosas dice V.! Que no la oigan, al menos...

Esta plática recuerdo que la pasamos una noche de Octubre, en que la temperatura era aún tibia y hermosa, y nos habíamos refugiado en una esquina de la galería, por huir del sempiterno tecleo de Cabello y Argos y las risitas y provocaciones de las de Tardejón. Por cierto que aquella noche misma acaeció en la tertulia de las hijas de D. Benicio Neira algo que merece consignarse, por la cola que trajo; y fue que Baltasar Sobrado, entrando muy sopladito, de levita, a eso de las nueve y media, presentó a D. Benicio y a su familia a otro caballero más apuesto y majo, que supimos ser el nuevo Gobernador civil.



  —83→  

ArribaAbajo- IX -

Tres meses hacia que este había llegado a Marineda, donde se hablaba mucho de él, a pesar de que se le tachaba de retraído y entonado. Era uno de esos hombres a quienes el público, al negarles ya la juventud, les sigue otorgando los privilegios a ella inherentes, y encontrando muy natural que dediquen la vida a perseguir el goce, a empalmar las aventuras, a la baraja y a la broma entre amigos. Para decirlo de una vez, el gobernador de Marineda, que por cierto, se llamaba nada menos que don Luis Mejía, era todo un juerguista, pero con ribetes y collar de romanticismo: tipo bastante común en nuestra raza meridional, tan sobrada de idealismos malsanos como falta de sencillez y seriedad verdadera; y me pareció la más insigne prueba de inadvertencia y descuido en D. Benicio que dejase penetrar a semejante gavilanazo en aquel palomar repleto de palo más arrulladoras y lindas. Es verdad que entraba   —84→   bajo el patrocinio de Sobrado, del soñado yerno, objeto de la codicia paternal de Neira, y rodeado del prestigio que da en provincia un puesto oficial que parece entrañar responsabilidades, y obligar a quien lo ocupa a observar una conducta, si no ejemplar, cuando menos formal y discreta.

A primera vista, Mejía guardaba las apariencias y conservaba su dignidad de funcionario y de personaje. Era grave al parecer, y en realidad guasón y motador de todo; hablaba con respetuoso acento de la religión, de la patria, del arte y de la mujer, cosas de que se reía allá por dentro, daba limosna fácilmente y se corría en las propinas, pero jamás se familiarizaba con los inferiores. Era de mediana estatura, delgado, airoso, y vestía casi siempre de un modo correcto y muy a lo señor, aun cuando algunas veces le delataban ciertas osadías del traje, que indican más de lo que se cree el desorden moral de la persona: una corbata de seda roja, anudada a lo torero; las botas achuladas, que usaba por la mañanita; un sombrerillo de delicado fieltro, pero de hechura manolesca; un perfume cursi y exagerado que salía de su ropa interior... Observándole bien, hube de fijarme en cierto detalle, para mí altamente significativo: su reloj, maravilla admirada por todos los snobs locales que se reunían en la Pecera, y, a mi juicio, rayo de luz que iluminaba por completo la ambigua faz de aquel representante de nuestra podrida burocracia. Procedía el reloj de la más renombrada casa   —85→   inglesa, y era de oro, liso, riquísimo bajo apariencias de modestia, de intachable gusto, de máquina infalible, y de tan exquisito trabajo en sus cinceladas tapas, que el heredero de un -trono podría ufanarse con él. Pero examinado despacio el relojito, mirando detenidamente la tapa que cubre la esfera, podían verse cruzadas, entre los arabescos elegantes que trazó el cincel, dos iniciales, una L y una R, que no correspondían enteramente al nombre y apellido que usaba el gobernador. L, Luis, era su nombre de pila, pero ¿y el apellido?

Todos, sin querer, somos un poco polizontes y otro poco jueces, de afición y sin sueldo. Todos, cuando una ráfaga de antipatía o de sospecha cruza por nuestra alma, espiamos, instruimos proceso y lo fallamos allá en nuestro interior. Aquellas dos iniciales, que una correspondía y otra no con el nombre de monsieur le préfet, me indujeron a grandes cavilaciones. Me asaltó la idea de que Mejía era dos hombres: uno que el público veía y respetaba en su posición actual, otro que anteriormente se llamó de distinta manera y vivió, sabe Dios dónde y cómo, hasta que alguna tragedia o algún sainete le obligó a echar piel nueva, a mudar nombre y a huir de sí propio. ¡Cuántas cavilaciones, cuánto temerario juicio a propósito de una inicial sobre la tapa de un reloj! Qué, ¿no podría el reloj ser regalo de un amigo? ¿No podría haberlo comprado de lance? Sin embargo de estas posibilidades, la sospecha no se me quitaba.

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Otra menudencia, notada en el mismo reloj, contribuyó a arraigar en mí la convicción de la duplicidad de Mejía. Una noche que a última hora nos encontrábamos reunidos en la Pecera algunos de los habitués, y en que se había bebido ponche, el gobernador, animado por las libaciones, habló de la farsa o comedia humana, sostuvo la tesis de que nadamos en un mar de mentiras, e insinuó con intencionada picardía que el mundo era como su reloj. Prestaba yo oído, incitado por mis recelos, y siguió diciendo Mejía: -«¿Vds. ven? No cabe chirimbo lo más respetable que este. Exacto, británico, la misma formalidad, la imagen de una existencia regularizada, honrada, clara, sin una nube... ¡Pero aprietan Vds.... así... un resortillo... y ¡alsa! verán lo que aparece!...».

Practicó el movimiento indicado, y levantándose una sutil tapa de oro, invisible antes y adherida a la cubierta principal, divisamos en el fondo una miniatura... de la cual, a pesar de su mérito artístico, apartarás los ojos, lector, con verdadero hastío, a poco de fijarlos en ella. Aquella doble faz del reloj, por fuera símbolo del orden y del decoro, por dentro santuario de la Venus libidinosa, confirmó en mí la idea de la dualidad de aquel Mejía, en quien era equívoco hasta el nombre.

Por supuesto que me guardé bien de manifestar mis aprensiones a nadie, pues entre las enseñanzas de mi santo egoísmo contaba la de no tener amigos íntimos, ni pecho abierto para persona alguna. Sabía que la mitad más uno de   —87→   los disgustos que se sufren en pueblos chicos, viene por la lengua, y que la palabra es una peste, y oro el silencio. Además, el gustillo de charlar y confiarse quita el de observar, que es mucho mayor. Me prometí con Mejía un divertido espectáculo, siempre que yo tuviese la constancia de oír, ver y callar, disimulando el verdadero concepto que de él formase.

La opinión de Marineda, por entonces, no era desfavorable a Mejía. Su buena presencia, su mejor ropa, su liberalidad, le habían captado simpatías. Los de su partido le ponían en las nubes. Los del bando contrario, o sea los conservadores, esperaban que aquel gobernador que olía a brisas de violeta fuese blando en la brega electoral. De su historia sabíase poco: se le creía cordobés, ahijado y hechura de cierto prohombre que no gozaba fama de muy escrupuloso en elegir sus paniaguados, y constaba que había desempeñado cargos en Puerto Rico y Filipinas, y habitado bastantes años en la corte, a la sombra y en la secretaría de su padrino. Primo Cova, en su afán de dar a todo carácter folletinesco, aseguraba que Mejía era hijo del prohombre y de «una encopetada señora». En resumen, no se veía muy claro en el pasado de monsieur le préfet, pero se entreveían buenas relaciones y antecedentes no deshonrosos, y mi extrañeza al verle admitido en casa de Neira carecía de fundamento.

Conferenciando sobre este punto con D. Benicio, pocos días después de la presentación, del gobernador, díjome el bondadoso padre:

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-¡Qué quiere V.! Teniendo hijas que casar, y según están las cosas hoy en día, no hay más remedio que hacer la vista gorda. Ya comprendo que estas moscas vienen al panal de miel... pero ¿quién sabe si se les enredarán las patas? Mayores milagros se han visto, D. Mauro, yo con V. hablo como hablaría con un hermano, si lo tuviese. Me siento muy envejecido, muy gastado, muy achacoso, y mi sueño sería dejar casada una hija con persona de cierto viso y posición, a fin de que protegiese a las otras y metiese en costura a Froilancito, que como no le da la gana de estudiar, tendrá que arrimarse al presupuesto para vivir.

-Comprendo sus móviles de V. -respondí con la sinceridad que me infunde este hombre digno de consideración y lástima-: sólo temo que pueda alguna de sus hijas sufrir una decepción...

-¡Qué se le ha de hacer! Para decepciones hemos nacido -murmuraba resignadamente el padre.

-¿O quién sabe si algo peor? Tal vez un amargo desengaño... un humillante chasco de esos que hunden a una mujer para siempre...

Apenas hube pronunciado estas palabras, cuando me sorprendí, casi me asusté, del efecto que produjeron en D. Benicio. Su rostro lacio y apacible se enrojeció violentamente, y sus ojos, que siempre rebosan indulgencia, chispearon repentino furor.

-¿Chasco humillante a mis hijas? -balbució-. He pensado en eso mil veces... y eso sí que no   —89→   lo verán los nacidos... o por lo menos no lo verán quedar sin el castigo justo. Yo soy un cordero: hombre menos batallador dudo que exista bajo las estrellas. He deseado siempre que, al morir, se pudiese escribir sobre mi sepulcro, por único elogio, que a sabiendas no hice mal a nadie. Pero Dios, que me ha dado estas hijas, sin darme el carácter enérgico que se necesita para guiarlas bien, no me negará, llegado el caso, resolución para ampararlas. Es más fácil tener un arranque que constancia en el mando. El arranque sé que lo tendría. Espero -añadió serenándose- que no ha de ser necesario llegar a tales extremos. Crea V. que tiemblo sólo de pensar que pueda verme en situación tan crítica. Y tiemblo, porque... el diantre de la costumbre de ser moro de paz... Diga V., D. Mauro: ¿qué opina V? ¿Tendría yo ánimos para... para hacer una hombrada?

Echeme a reír, por no confesar que le juzgaba absolutamente incapaz de hombrada alguna; y a fin de torcer la conversación le hablé de León Cabello y de su asiduidad con Argos.

-Eso salta a la vista -respondió D. Benicio- pero juzgo inofensivo al musiquín. Argos, con su imaginación volcánica, necesita experimentar algún entusiasmo, dedicarse con ímpetu a cualquier cosa... y ahora es la música lo que la trae sorbido el seso. Así que se canse de piano y de cavatinas se me figura que dará despachaderas al melenudo. ¡Es tan feo! ¿Sabe V. por qué demuestro yo esta tranquilidad? ¿Se admira de verme tan aplomado? Es que he consultado   —90→   el asunto con Feíta. Ella me ha quitado la aprensión. Dice que no durará ni tres meses la privanza del músico.

-Feíta tiene un talento macho -respondí, deseoso de sonsacar a Neira-. ¡Y cuánto ha estudiado! Va a ser una mujer notabilísima.

-¡Calle V.! Déjeme de notabilidades... Feíta es listísima, demasiado lo sé; cuando discurre, discurre mejor que nadie... pero no está en caja. Esa sí que me dará guerra. Las otras tienen sus adoradores, como es natural que los tenga a su edad una muchacha; se despepitan por galas, por diversiones, por lo que alborota a todas las chicas del mundo; están dentro de su edad, dentro de su sexo, se ajustan a las leyes de la sociedad y de la naturaleza... Feíta... con dolor lo declaro... es un monstruo, un fenómeno aflictivo y ridículo, y si Dios no lo remedia... Ha hecho cuanto cabe para salir de su esfera y del lugar que Dios la ha señalado; como si fuese un hombre, ha leído los libros más perniciosos; ha desgarrado velos que conviene a toda señorita respetar, y por efecto de sus disparatadas lecturas y de sus atrevidos estudios, piensa, habla y quiere proceder como procedería una mujer emancipada, y temo que por ella, ¡por ella, sí, y no por las otras criaturas! vamos a ser la fábula de la población. Ahora se le ha metido en la cabeza el mayor de los absurdos: pretende, fundándose en el supuesto de que las mujeres deben ganarse la vida lo mismo que los hombres, dar lecciones a domicilio a los chicos, prepararlos para el bachillerato... ¡qué   —91→   sé yo! Delirios todo. ¡Y para esta hazaña, quiere salir sola, ir sola adonde se le antoje, volver a la hora que le acomode, disponer de lo que gane, y por este estilo! ¡Ay, D. Mauro! Si en un momento supremo seré capaz de alguna valentía, como le dije a V. antes, me falta fuerza de voluntad para sosegar a diario este gallinero... ¡Pobre Ilduara! ¿Por qué te perdí tan pronto? ¡Hágase V. cargo de mi situación: que Feíta se me vaya por ahí... precisamente cuando el tal gobernador, desde que entró en casa, parece que no tiene ojos sino para ella!

Acertaba D. Benicio: todas las noches que el gobernador concurría a la tertulia, buscaba la conversación y el lado de la extravagante, discutía y bromeaba con ella, y no la soltaba un minuto. Yo había advertido lo que juzgué capricho momentáneo del hombre doble, pero al decírmelo el padre, me pareció que podría ser tenebroso y siniestro plan contra una virtud ya tan puesta en riesgo por las atrevidas lecturas y las genialidades de la muchacha. Y sentí un interés repentino, un deseo de contribuir a salvarla, que me impulsó a decir a Neira:

-Cuente V. conmigo para seguirle la pista al galán. Le tendré a V. muy sobre aviso. Y a Feíta, prohíbala V. redondamente que salga. ¡Carácter, carácter! Yo la aconsejaré. ¡No faltaba otra cosa!



  —92→     —93→  

ArribaAbajo- X -

Aun no bien cedí a aquel indiscreto arranque de altruismo, cuando advertí que ya me arrepentía de él, y no debieron de contribuir poco a que así sucediese las efusiones de gratitud y de confianza que provocó mi oferta en D. Benicio, el cual, yendo más allá de lo que había ido nunca en nuestras conversaciones, me confesó que no sabía lo que le pasaba, por creer que Sobrado iba inclinándose... inclinándose... atraído por la hermosura de Rosa, y tal vez por la soledad en que el mismo Sobrado vive, sin más compañía que un perrito canelo y las domésticas más o menos bravías y cerriles. Con tal motivo se explayó Neira, repitiendo una y mil veces que el encontrar yerno semejante había sido su ensueño, su ilusión, desde el punto en que entabló con Baltasar relaciones de inquilino a casero.

-Ya sabe V. -decía- qué difícil es encontrar una proporción así. La sociedad se ha   —94→   puesto terrible, y Vds. recelosísimos, lo que se dice escamones... No, y lo comprendo, lo comprendo. Los únicos que vienen decididos son los pobretes, como ese zanguango del marido de Tula (a quien tengo ahora esperanzas de que el gobernador me le coloque, y será sacar un ánima del Purgatorio)... Esos vienen resueltos, porque peor de lo que están no han de estar aunque se casen más veces que Barba Azul; pero los acomodados, los yernos de San Antonio... ¡fuego de Dios, y como se meten en la concha! A Sobrado le veo yo imitar a esos bañistas que tienen miedo a las olas y al frío del mar, y se acercan a la orilla, y apenas les toca el agua a un dedo retiran todo el cuerpo, y vuelven a adelantarse y a retroceder y así se pasan media hora antes de resolverse al chapuzón... Sobrado ha de ser de estos, duros de pelar... pero creo que se va ablandando. ¿V. qué opina?

-Muy entusiasmado parece con Rosa -respondí.

-Le descubro a V. el fondo de mi conciencia... Ya sabe V. que poco tengo de codicioso... No me asusta la idea de meterme en un asilo, y vivir allí de limosna, comiendo mi ranchito a toque de campana. Casi casi me lisonjearía ese fin. Pues lo raro es que por cuenta de mis hijas noto que se me desarrolla una desatentada ambición. Esta casa tan productiva, con sus cinco pisos, sus tiendas, sus bohardillas, sería de Rosa! La quinta de la Erbeda, tan linda, con su parque, su huerto, sus fuentes, sus invernaderos, su jardín bien cuidado... sería de   —95→   Rosa! Allí, entre las canastillas de pensamientos y de colios, jugarían... mis... mis nietos!

Y al hablar así, los ojos del padrazo se inundaron de agua.

-Es un espejismo -murmuró sofocado- pero no lo puedo apartar de la imaginación.

-Después de todo -declaré yo para alegrarle y arrullarle- ¿qué tendría de milagro? Rosa es un primor: otras, con menos encantos que ella, han conseguido grandes posiciones por su hermosura.

-¿Cree V. -interrogó D. Benicio, dejándose llevar- que Sobrado sea tan rico como dicen? Muchas veces hago la tontería de ponerme a calcular su fortuna -por si llega a ser la fortuna de mi hija- y ando preguntando a unos y otros...

-Pregunte V. lo menos posible, Neira -indiqué, guiado por mi recta intención-. A mí, a mí solamente debe V. hablar de esto. Yo le enteraré... Sé bastante de Sobrado. No, no dude V. que es poderoso. Tiene un mazo atroz de papel; ha comprado varias fincas, y le van a caer en las manos otras muchas, porque prestó dinero a los dueños, a réditos, y como no le paguen, se quedará con la hipoteca.

-¡A quien se lo cuenta V.! -suspiró D. Benicio.

-Suya es en gran parte -añadí- la refinería de petróleo que lleva el nombre de La Industrial marinedina, y él suministró los fondos para ese gran establecimiento de tejidos y novedades, La Ciudad de Londres.

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-Pues eso último lo niega él a carga cerrada -advirtió Neira.

-Pues es inútil que lo niegue, cuando todos estamos cansados de saberlo -afirmé yo, algo sorprendido-. Pero sea como quiera, y aunque le restásemos esos veinticinco o treinta mil duros, le queda lo suficiente para ser, después de Chucho Díaz y de D. Acisclo Arañón, nuestro primer millonario. Su mujer aportó un caudalazo, que él acrecentó. Guita, la tiene.

-¿Si yo le dijese a V. que me late el corazón al pasar por delante de aquellas tapias de La Industrial? ¡Asegurar a mi hija tal porvenir! ¡Un marido tan listo, tan apto para los negocios, para los cuales yo no he servido nunca!

-El defecto de Sobrado -dije deseoso de calmar algo la fiebre de ilusiones de Neira- es que siempre fue aficionado a las faldas, y a toda clase de faldas... V. no desconocerá esa crónica.

-¡Pch!... Sí, ¿quién lo duda? He oído.

-Sobre todo... la historia... ¿ya recordará V.?

-La historia de la cigarrera... ¡Bah! Debilidades humanas, debilidades humanas... En los pocos años deben disculparse ciertas cosillas...

-Aquello -insistí yo- fue muy mal hecho, D. Benicio. Se trataba de una real moza, una tal Amparo, a quien en la Fábrica conocían por la Tribuna, porque entonces, que eran republicanas la mayor parte de las cigarreras, esa pronunciaba discursos y leía periódicos y hasta tomó parte en un motín...

-¡Valiente sargentona!

-No, pero tenga V. entendido que era honradas   —97→   una niña, una pobre criatura... y este Baltasar, entonces oficial de infantería, la sedujo, parece que con palabra redonda de casamiento.

-¡Palabra de casamiento, palabra de casamiento! ¿Y quién la mandó a la muy simple a creer en cuentos de brujas? ¿Andan los oficiales por ahí casándose con las cigarreras? -protestó D. Benicio, impaciente-. ¡Casarse! Famoso punto será la tal -prosiguió cada vez más extraviado por su cariño de padre.

-¡Qué Neira de mi alma! -repliqué-. La muchacha era realmente intachable antes de que Baltasar la perdiese; y lo fue también después de ese desliz, porque hubo muchos galopos que quisieron recoger la herencia de Sobrado... y se encontraron con la horma de su zapato, se lo aseguro a V. Ella siguió trabajando en la Fábrica, donde hoy es maestra; no se la conoció ni por casualidad otro devaneo, y además crio y mantuvo las consecuencias de las humoradas del Baltasarito... que no ha sido nunca para echar mano a la cartera y enviar unos billetes de Banco a esa desdichada, a fin de su hijo pudiese alimentarse mejor y educarse con algún decoro. Amparo ha sufrido crujidas terribles de miseria, allá en los primeros tiempos, y pobre continúa, y su hijo más pobre aún, porque vive de su oficio de tipógrafo.

La cara de D. Benicio, mientras yo me expresaba así, supuso fosca.

-¿No es ese chico de la cigarrera -preguntó con cierto misterio- el que llaman por ahí el compañero Sobrado?

  —98→  

-El mismo que viste y calza.

-¿Un socialista, un loco, un charrán?

-Lo que V. quiera... pero ese charrán tiene sangre de Sobrado, en eso si que no cabe duda, y mi señor D. Baltasar, ya que no se casó con la madre, bien pudo rascarse el bolsillo y asegurar el porvenir del retoño. Comprendo las pasiones y hasta las calaveradas, amigo mío, pero no las tacañerías. El que rompe paga, y lo demás es portarse como un sucio.

Mientras yo hablaba así, se obscurecía por grados la faz de D. Benicio, y una arruga cerraba su entrecejo. Sus labios se movían, como si algo bullese en ellos pugnando por salir. Al cabo, después de mirar en derredor, por si nos escuchaban, articuló estas declaraciones:

-Oiga V.... ya que viene a cuento... le voy a confiar a V.... bajo sigilo... casi confesional... una cosa rara... que me está sucediendo... desde que Sobrado... ¡da señales de aficionarse a Rosa!

Íbamos paseando por el muelle, siguiendo la extensa línea de malecones que orlan el paseo y la Aduana, y era esa hora del día en que empieza a faltar luz, pero todavía, de cerca, se puede leer bien y aprisa un papel. El que Neira sacó de la faltriquera de su gabán era una carta algo arrugada y nada fina, aunque escrita con letra bastante gallarda y, según pude ver después, de una ortografía correcta.

-Aquí está... -susurró bajando mucho la voz-, la primer carta que he recibido de ese compañero... No trae firma, pero seguro estoy   —99→   de que esta y la otra no son de nadie sino de él. ¿Puede V. leer? Porque ya medio anochece.

-Leo bien -respondí. Y en efecto, por ser el carácter de letra tan modelado, la última claridad del día alcanzaba para que yo descifrase el contenido de la misiva, que decía así (pues para satisfacer tu curiosidad, amable lector, me lee procurado una copia):

«Sr. D. Benicio Neira: Muy señor mío: Vive V. muy engañado si se figura que D. Baltasar se casará con su hija de V., porque D. Baltasar tiene otras obligaciones que cumplir, y si no las cumple por buenas, las cumplirá por malas; y acuérdese V. de que se lo jura un hombre tal día como hoy; porque antes de un año las habrá cumplido. No se figuré que no firmo por miedo: tengo otras razones, pero si quiere V. saber quién soy, se lo puede preguntar al mismo Sobrado, que le dirá quién es y cómo se llama, El ejecutor de la justicia».

-Esta carta, por las señas, no es de ningún socialista, sino del verdugo -dije echando a broma el suceso, por desimpresionar a Neira.

-Sí, sí, ríase V.... Yo también quise reírme, pero la cosa en el fondo no me hace maldita la gracia. Este maldito bastardo es un obstáculo que veo atravesarse entre las buenas intenciones de D. Baltasar y la felicidad de Rosa. La carta justifica las vacilaciones de D. Baltasar, que siempre está como aquel que no se decide a pasar el charco por no mojarse los pies. Sabe Dios cuánto tiempo hace que me hubiese   —100→   pedido la mano de mi hija, si no estuviese por medio el estorbo... ¿Qué opina V.?

-¿Qué dice la otra carta? porque hay otra respondí.

-Dice casi lo mismo: en casa la tengo. Es más lacónica, y contiene una amenaza seria: me ordena que me mude de casa, si estimo la vida.

-¡Bah! No se achique V., Neira, que nunca es tan fiero el león... La verdad: me cuesta trabajo creer que ese berrugo de D. Baltasar -porque es un berrugo, de eso respondo con la cabeza- esté determinado a hacer una cosa tan buena, tan sabia y tan puesta en razón como sería el pedir en matrimonio a la linda Rosa. No se sorprenda al oírme hablar así... después de conocer mis principios. Si creo que a mí el matrimonio me haría infeliz, creo que a Sobrado le vendría como anillo al dedo, y a su hija de V. lo mismo. Sobrado es hombre asaz amigo de las faldas, y llegado a edad muy madura, lo mejor que puede sucederle es encontrar una mujer joven, hermosa y fiel, como Rosa; y Rosa, que tiene gustos... escogidos... delicados... vamos, que es aficionada a presentarse... bien, con el decoro y el lucimiento propio de... de su esfera, emplearía divinamente los millones de D. Baltasar, les daría aire... Los dos en la gloria, y V. en éxtasis.

-Diga V., D. Mauro... Perdóneme de ante mano... sé que voy a abusar. ¿No se enfadará V.?... Ya que tan convencido está de que la boda sería una solución para todos... ayúdeme, présteme   —101→   su cooperación... ¡no, no digo que haga V. nada que pueda ponerle en evidencia! Sólo le ruego que... que se entere... de quién es, de cómo vive, de qué manejos se trae ese compañero Sobrado de mil demonios... y a ver si se le podía... vamos, obligar a que... a que dejase en paz a...

-A su padre -pronuncié sonriendo.

-¡Su padre! ¡Su padre! ¡Vaya V. a saber!

-El amor paternal le hace a V. implacable, D. Benicio, y le ciega. ¿Quién duda que el padre de ese pobre tipógrafo es D. Baltasar? Eso no quita ni pone a lo de la boda... Vamos a lo que V. desea de mí.

-Desearía... que tomase V. el pulso a... al tipógrafo... y también... si había ocasión propicia... que no dejase V. de... de sondear a Sobrado, a ver si suelta prenda...

-Eso ya es más difícil -respondí, temeroso de que el encargo de Neira me acarrease cuidados y tal vez desazones, y sintiendo que mi nunca protector, el egoísmo, se interponía, embrazado su escudo de hielo.

-Haga V. lo que pueda y lo que quiera, que por poco que haga he de pedir a Dios por V.- respondió D. Benicio con tan sencilla gratitud, que a pesar mío sufrí la influencia de aquella amante voluntad de padre, me conmoví, y sin reflexionar exclamé:

-Le aseguro que haré todo lo que pueda. Cuente V. conmigo, y descanse, y no se asuste de anónimos ridículos.



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ArribaAbajo- XI -

Claro que al acostarme y apelotonarme entre sábanas, al encontrarme frente a frente con mi gato; que más filósofo y cuerdo que yo, ni hace escapatorias ni se ocupa en lo que no le importa un pitoche; al contar las campanadas del French, al escuchar a lo lejos el ruido temeroso de las olas, volví sobre mí y me pesó de haber accedido tan fácilmente al ruego del afanoso padre. Bien mirado, ¿quién me mete a mí en libros de caballerías? ¿Qué me importaba que se casase o se quedase para vestir santos; qué se me daba de que León Cabello cantase dúos del alma con Argos divina; qué tengo yo con el compañero Sobrado, y qué me duele si Feíta se va por los cerros de Úbeda, ora llevada de la mano por la diosa Minerva, ora por el gobernador de la provincia, el del ambiguo reloj?

Lo que tranquilizaba algo mi conciencia era que en esta historia el único resorte que me impulsaba   —104→   era la amistad. No estando interesado mi corazón por ninguna de las hijas de D. Benicio, y sintiendo en cambio una afición nobilísima hacia el buen padre, no entrañaba verdadero peligro mi ingerencia en los asuntos de la casa. Aquello había venido no sé cómo, rodando insensiblemente, y sin que yo me diese cuenta de que los hilos de dos o tres intriguillas iban reuniéndose en mis manos, y que se me habían enredado en los dedos, de tal suerte, que soltarlos me era difícil. No quería confesarme a mí propio que también me espoleaba la curiosidad, ese vicio de las vidas sin objeto, como lo era la mía.

Me dormí resuelto a poner en práctica un sistema mixto, o como suele decirse, a nadar y guardar la ropa; y sin duda por efecto del escrúpulo que me había asaltado (si ya no por culpa de unas exquisitas almejas con que me tentó doña Consola), recuerdo que aquella noche no gocé del sueño dulce y reparador que acostumbraba ofrecerme su blando regazo: al contrario, tuve pesadillas. En los sobresaltos de mi agitado dormir, soñé que se me colaba dentro de la alcoba una serpiente. ¡Nada menos que una serpiente, lector compasivo! La vi rastrear por el suelo, erguir y deprimir las curvas bonitas de su largo cuerpo flexuoso, de reflejos metálicos, y avanzar así, silenciosamente, vibrando la cabeza, aunque aplastada, no exenta de cierta gracia y hasta de cierto inexplicable candor... ¡Candor una serpiente! ¡Pero si he dicho que yo soñaba! El reptil, llegando   —105→   al mullido tapete colocado al pie de mi cama, se enroscó, y sobre la espiral del cuerpo enderezó el cuello y me miró fijamente. Sus ojos despedían lumbres fosfóricas, su pecho blanquecino latía correo si encerrase un apasionado corazón... Y dulcemente, ondulando, apoyando la cabeza en el reborde de mi cama, el maldito ofidio, el que causó en el Paraíso la pérdida de nuestro padre Adán y de toda nuestra estirpe sentenciada a la concupiscencia y al dolor, fue ascendiendo, ascendiendo, hasta llegar cerca de mi cara, extenderse sobre mi colcha de damasco rojo, y apoyar la chata frente -¿podrá decirse frente?- sobre mi almohada de pluma y olán finísimo... Mi angustia fue tal que desperté pegando un respingo; encendí atropelladamente un fósforo, y estuve a pique de chillar porque, en efecto, dos pupilas metálicas, verdes y embrujadas, se clavaban en mí... pero eran, claro está, los ojos de mi prudente gato, acurrucado en el edredón y molestado sin duda por las vueltas que yo daba en el lecho...

Después de tan inquieta vigilia, amanecí descontento de mí mismo, azorado sin saber por qué, y, mal dispuesto a recrearme en las inocentes fruiciones de mi sosegada vida. Practiqué las operaciones del aseo sin gusto, sin la minuciosa atención que suelo otorgar a esta importante tarea, relacionada con la higiene y el bienestar del cuerpo y hasta del espíritu; hojeé distraídamente los periódicos de la mañana, y cuando acababa de enterarme de la verdadera   —106→   actitud de Bismarck (que por otra parte me tenía sin cuidado), oí en el pasillo algo que me causó tal admiración, tal sorpresa, que me hizo pegar tal brinco, que creo que ni la serpiente de mi pesadilla me impulsa a saltar con más ímpetu si sume aparece sobre la mesa escritorio... Lo que resonaba a la puerta de mi propia habitación, era ¡figúrense Vds.!, ¡la voz de Feíta! Y no velada, ni tímida, ni ahogada por la emoción, sino al contrario, sonora, aguda, bien timbrada, imperiosilla, cubriendo enteramente la de doña Consola, con quien dialogaba y parlamentaba repitiendo:

-Pues avísele V.... Avísele en seguida... Yo entraría: pero sabe Dios si está en calzoncillos...

Esto dijo: esta palabra inconveniente pronunció la boca de la salvaje... y yo me figuré la cara que pondría mi británica patrona, la alumna de la heroína, ¡el mismo recato hecho mujer! A mí también se me encendieron las orejas, me dio una vuelta repentina la sangre, y me levanté con temor pensando: «¡Pero qué es esto! ¡Qué ocurre aquí, Dios poderoso!».

Los dos golpecitos acompasados de doña Consola me avisaron de que se acercaba el enemigo... Hice por serenarme, fui a la puerta y la abrí de golpe, como el que se arroja de una ventana a la calle... Y antes de que tuviese tiempo de enterarme de nada, precipitose en la habitación, arrollando a la patrona, el torbellino: Feíta.

-Buenos días... Qué cara tan rara me pone   —107→   V.! Pero, ¿qué le sucede, hombre, qué le sucede?

-Hija mía, la sorpresa...

-¡Ah, ya... la sorpresa! Es cosa que pasma verme aquí... Pues va V. a verme bastantes veces... -dijo- si no me muero, o doña Consolación no me echa con cajas destempladas...

-¡Oh asombro mayor que los anteriores! Doña Consola, que había entrado detrás de Feíta y que parecía la misma estatua de la circunspección, con su cuello blanquísimo, su vestidito angosto y sus grises bandós bien aplanchados, lejos de fruncir el ceño, sonreía... ¡Sí: una rígida sonrisa dilataba los secos pliegues de su acartonado y bigotudo rostro!

-¿Pero viene V. con su padre? -pregunté a la muchacha.

-No señor.

-¿Sola?

-Sí señor.

-¿Qué me dice V?

-Lo que V. oye.

-Don Mauro -intervino la patrona británica, con reposado acento y aquel énfasis que gastaba para evocar recuerdos de su querida heroína- no juzgue V. de ligero a la señorita; no sea V. mal pensado, que es el defecto de los hombres, que se malician de todo. La señorita no viene a lo que V. supone.

-¡Pero si yo no supongo nada! Con esta señorita es difícil suponer; esta señorita... En fin, ¿puede saberse en qué consiste que se la vea a   —108→   V. por aquí llovida del cielo? Tome asiento, honre el sofá.

-¿Pero como quiere V. que me explique, si no me da lugar a estornudar siquiera con sus admiraciones? -contestó Feíta dejándose caer en el canapé Imperio, y soltando en una butaca próxima el cartapacio que debajo del brazo traía. Sólo entonces noté hasta qué punto se había exagerado en la muchacha su habitual aspecto de estudiantillo. Su pelo, más corto y revuelto que nunca, como si lo hubiese alborotado con los dedos, se escapaba del casquete o toca rusa, de piel; las líneas de su talle desaparecían bajo un chaquetón de paño, con bolsillos y solapas, prenda masculina; al cuello llevaba un pañuelo de seda arrollado y anudado al descuido; los guantes brillaban por su ausencia, y las botas eran grandes, duras, resquebrajadas, lo más opuesto a la coquetería y al arte de agradar, ¡lo que más desilusiona en una mujer!

-¡Si en vez de hacer aspavientos como un papamoscas -continuó- me hubiese V. permitido decir de qué se trata, ya estaría enterado! He venido aquí... porque hoy ¡gran noticia! ¡es mi primer día de libertad! y he querido, por primer día, ¡darme un buen verde de cumplir mi gusto! ¡Uf! ¡Parece mentira! ¡Debo de haber crecido tres palmos! ¡Ay, Abad, o demonio! ¡Qué bueno es hacer lo que a uno se le antoja!

-Pues cada vez la entiendo a V. menos, criatura -respondí-; ¿a qué llama V. libertad.

-¡A salir, a andar sola... a no depender de nadie! ¿Lo oye V? ¡De nadie!

  —109→  

Y se puso a tararear:


Libertad, libertad sacrosanta
nuestro numen tú siempre serás...

mientras doña Consola, entusiasmada al escuchar la música del himno progresista, repetía por lo bajo, acariciando reminiscencias inolvidables:


podrán vernos morir en tus aras,
mas vivir en cadenas, ¡jamás!

-Vamos, le enteraré a V. de los hechos -continuó Feíta, viendo que yo exageraba mis demostraciones mudas de incredulidad y explícita desaprobación-. Ya sabe V. que meditaba hace tiempo este golpe de estado. Papá, que se lo cuenta a V. todo, no habrá dejado de contarle esto y mucho más. Pues sí, meditaba el gran acto, y lo iba retrasando... ¿por qué dirá usted?

-¿Por natural respeto a la autoridad de su padre?

-¡Quia! Por temor... a mí misma. Yo pensaba: «¿A que después de sublevarme salgo con la fantochada de que no aprovecho las conquistas de la revolución?¿A que armo la gorda y luego me falta coraje para dar cima a la empresa?».

-Pero ¡qué empresa ni qué alcachofas! -exclamé-. ¡Ay, Feíta! Usted está muy mala. Doña   —110→   Consola, ¿querría V. preparar una taza de tila caliente? ¡Aunque... ahora que me acuerdo! no puede V. dejarnos solos.

Feíta se echó a reír con toda su alma y con toda la frescura virginal de su alegría.

-¡Sí puede dejarnos solos, hombre...! pero yo no quiero que nos deje, ni necesito infusiones... a menos que la tila sea para V. Doña Consolación, ¡no haga caso de ese farsante! Pues iba diciendo que no estaba segura de mi denuedo en el momento crítico. He tenido la grata sorpresa de que soy más valiente de lo que creía; mucho más. He dado la batalla y la he ganado en toda la línea. Ah, ¿V. no sabe de qué se trata? Mi amigo, el Doctor Moragas -ese si que es un hombre de pro, y sin repulgos- me había buscado entre su clientela dos lecciones. Dos lecciones de a cinco duritos... ¡No es el Potosí; pero ya iremos progresando, y con diez duros al mes... no le costarán un céntimo a mi padre mis libros ni mis botas!

-¡Y que no la vendría a V. mal un par nuevecito! -respondí, mirándola de soslayo.

-Sí, si, ya sé que estoy muy derrotada y muy fachosa -contestó ella convirtiendo los ojos a su toilette-. Pero me importa un pito. No me mire V., o mire para el techo. Bien; pues una de las lecciones es allá, en el barrio del Ensanche, donde Cristo dio las tres voces... ¡Buena caminata! Me la soplé mientras V. estaría roncando... Me dio la vida. ¡Qué sano es andar! Me siento otra. Andar aprisa, andar solo, sin apéndices, sin rodrigones... La otra lección... ¿a que   —111→   no adivina V.? Es la del chiquillo de las de Boliche...

-¿En el piso de arriba? -exclamé empezando a ver claro.

-Ajajá... Ya la he despachado también. Y como es temprano y me sobran horas y hace tiempo que suspiro por registrar la librería de la duquesa de la Piedad... me he venido junto a doña Consola, que es persona racional y ha vivido en países donde la gente no es tan boba como aquí...

Sonrió doña Consola, visiblemente halagada en sus manías, y dijo con dignidad cortés:

-Ya sabe esta señorita que de mí y de la librería puede disponer como guste; me complazco en servirla, porque si la señora duquesa levantase la cabeza, había de alegrarse de ver a una joven marinedina tan instruida y tan amiga de libros como lo era la señora, no despreciando a nadie... Sólo que como V. tiene la llave de los armarios de los libros, le advertí a doña Feíta que iba a pedírsela a V.... y ella quiso hacerlo en persona... porque dijo así, dice: «Vamos a revolverle el cuarto a D. Mauro: venga V., venga V., que veremos el retrato de la señora duquesa y los muebles y lo demás de su ajuar...». Y por eso le hemos molestado, D. Mauro... Con que si me da V. esa llavecita...



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ArribaAbajo- XII -

La sacaba yo del bolsillo, cuando sonó la campanilla, y con indecible susto oí resonar en la antesala el metal de voz de Primo Cova. ¡De Primo Cova nada menos! Se me erizó el cabello... el cabello que ya quiere empezar a emigrar... y me lancé del sillón. ¡Primo Cova! ¡La lengua más afilada de Marineda; el más implacable maldiciente; el que ni por casualidad dejaba honra sana; el que revolvía con fruición donde sospechaba que pudiese aparecer, palpitable y sangriento, el escándalo! ¡Primo Cova, entrando allí, encontrando a Feíta, enterando a toda la ciudad de que yo recibía visitas matinales de tal especie, y arrastrando por el lodo la buena fama de la muchacha, y lo que es peor, la de su padre!

No se me ocurrió sino levantarme, decir a doña Consola «Que se esconda Feíta por ahí, donde pueda» señalando al mismo tiempo a la puerta de escape que desde mi sala conducía al comedor y al cuarto de los libros... y precipitarme   —114→   al pasillo, resuelto a que Cova, antes de salvar la antesala, pasase sobre mi cadáver. Sin que Cova intentase avanzar, ni yo articulase palabra, me alcanzó Feíta riendo a carcajadas, burlándose a todo trapo de mí y de mis recelos.

-Pase, Cova, pase -decía la muchacha sin conseguir recobrar la seriedad y el aplomo-. Pase, por Dios, no haga caso de D. Mauro, que está en Babia...

-Pero, ¿qué es esto? -preguntó Cova en tono de sorpresa, no tan exagerado, sin embargo, como las circunstancias requerían-. ¿Estaré viendo visiones? ¿Qué hace V. aquí, Feíta encantadora?

-Seductor Primo, aquí estoy porque quiero y porque me da la gana.

-Pues quedamos enterados. Por alguna rareza será.

-V. lo acierta -exclamé acogiéndome a la hipótesis, como el náufrago al palo flotante-. Un capricho de esta señorita, que nos ha de volver locos a todos.

-¡Puede! -respondió ella con alarde de chulesco desenfado-. Hijo (prosiguió, instando al maldiciente para que entrase en la sala, y señalándole un sillón), que se vuelva loco este señor (por mí), no tendrá nada de particular. Le falta equilibrio. La menor cosa le aturrulla y le pone en un estado... que necesitaría la camisa de fuerza. Cuando V. entró, ¿sabe lo que pretendía? Que yo me escondiese en un armario, ni más ni menos que en los sainetes.

  —115→  

-La señorita -intervino doña Consola, con toda su dignidad y pulcritud de expresión- obró bien en negarse a ocultarse, porque nada hacía de malo, y desde que se encuentra aquí la he acompañado yo...

-Y aunque no me acompañase nadie -replicó insolentemente la estrambótica.

-Y aunque no la acompañase a V. nadie -repitió persuadida y entera la insigne patrona-. La mujer virtuosa, a sí propia se acompaña. ¡Cuántas veces me lo ha dicho en vida la señora duquesa, que de Dios goza! Cuando estábamos en Londres salía sola mi señora casi diariamente, y se echaba por aquellas calles que marean, con el tropel de los coches, y de los ómnibus, y de los carros, y de los jinetes... Sola iba a las casas de los emigrados, sola hizo cada tres meses lo menos el camino de Londres a París... ¡ida y vuelta!... Yo al principio me asustaba y la decía: ¿Señorita... (porque en aquel tiempo era joven la señora) no le pasará algo? ¿No se desvergonzarán con V.? Y ella contestaba así, con el buen modo y la formalidad que tenía: Consolita, el respeto que nos tributan nos lo ganamos nosotros: nadie se mete conmigo, ni yo me meto con nadie.

-Eso pasaba allá en Inglaterra -objetó Primo Cova.

-Justamente -confirmó doña Consola, sin entender la malicia de la objeción.

-¿De modo -preguntó el maldiciente- que ya la tenemos a V. emancipada, Feíta? Porque este paso me parece decisivo. Venirse a la casa   —116→   de un soltero, es pasar el Rubicón y la peña de la Marola. Puede V. decir que en horas ha sentado plaza de general.

-Sí, señor: estoy todo lo emancipada que puedo -respondió Feíta, enderezándose en el canapé, y recogiendo las pupilas para mirar con mayor fijeza a Primo Cova-. Digo todo lo que puedo, porque desgraciadamente... Yo me entiendo y bailo sola, amigo.

-Y tan sola como baila V.

-Completamente sola. ¿Sería mejor bailar acompañada?

-No he querido decir eso.

-Pues voy a pedirle a V. un favor. Tengo curiosidad de ver si me lo concede.

-A sus órdenes de V. -exclamó Primo con afectada galantería.

-¿A mis órdenes? Bueno. Pues se trata de lo siguiente, y dese prisa a probar que no es jarabe de pico lo que acaba de brindarme. ¡A ver si es usted capaz de este rasgo! Todo lo que piensa V. murmurar de mí...

-Qué, qué es eso de murmurar?... ¡Si yo no murmuro! ¡Si soy un inocente!

-Todo lo que ha de desollarme V.... -no me interrumpa, desollar he dicho- por este paso o esta genialidad de venirme a ver a D. Mauro Pareja, que tantas veces ha ido a verme a mí, por lo cual le debo aún muchísimas visitas que tendré que pagarle; todo lo que ha de cortar V. en mi pellejo y en mi honra- ¡córtelo ahora, delante de mí, en mi cara, frente a frente! ¡Salga el bisturí, y vaya alegando razones, fundando   —117→   sus censuras, demostrando por a más b que soy una loca o una bribona; lo que le plazca! Pero repito que delante de mí, ahora mismo, sin reparo...

-¡Feíta, Feíta! -tartamudeó Cova, algo sobrecogido por tan briosa arremetida- V. parte del supuesto de que yo la voy a poner como un trapo y a pregonar en todas partes que merece V. reprobación... ¿y V. qué sabe si haré tal cosa? Casualmente no pienso hacerla.

-¿No piensa V. zaherirme?

-No, señora.

-¿De veritas?

-Palabra.

-¡Bien! -exclamó la indómita batiendo palmas de gozo-. Ahora empiezo a creer que mi propósito está en buen camino, que Dios guía mis pasos, y que la fortuna, como dicen los autores cursis, me sonríe. Eu Marineda, todo lo que se murmura lo guisa Primito. Si cuento con la benevolencia del capitán de los maldicientes, tengo la mitad del camino andado. Procure V. no faltar al convenio -añadió levantándose y cogiendo a Primo por la solapa de la americana, que sacudió entre risueña y amenazadora-. Porque como yo averigüe que anda V. por ahí despellejándome, después de comprometerse a no hacerlo, soy capaz de darle a V. un soplamocos en mitad de la calle Mayor o donde le encuentre, ¿se entera V.?

-Lo que procedería sería desafiarnos. Con sus teorías de V., Feíta, no será extraño que lleguemos al terreno.

  —118→  

-¡Al terreno! ¡Valiente farsa la del terreno, y valientes gallinas están Vds.! En fin, no hablemos más del caso. ¿V. promete no ensañarse conmigo?

-Prometo más -dijo Cova, cuyo semblante, de ordinario frío y sin expresión, se animó algún tanto-. Prometo que voy a ser su defensor en todas partes y contra todos los follones y malandrines que la roan a V. los zancajos. ¿Qué tal? Este sí que es rasgo, o no los hay en el mundo.

-Pues mira que he de agradecértelo -advertí yo interviniendo en el debate-. Sentiría mucho que a Feíta y a su padre les originase disgustos este nuevo sistema, pero el sentimiento sería mayor si los disgustos proviniesen de la venida de esta señorita a mi casa. Y quiero que conste que la censuro, y que todo esto va contra mi criterio y contra mi voluntad enteramente. Esta señorita ha venido aquí...

-A dar lección al chico de arriba -respondió flemáticamente Primo-. Antes había ido a dar otra lección al barrio del Ensanche... Estas lecciones se las proporcionó el Doctor Moragas, que tiene la mitad de la culpa de que Feíta se nos vaya del seguro.

-¿Cómo lo sabes? -pregunté asombrado.

-¡Pch, pch! -respondió desdeñosamente el murmurador-. ¡A buena parte vienes! Yo sé al dedillo las cosas que hay más empeño en ocultar... figúrate si sabré las que se hacen a gritos, en mitad de la plaza. A Feíta se la podrá poner toda clase de defectos, menos el de recatarse y   —119→   disimular. ¡Saber los pasos en que anda! Pues si se ha empeñado en que hasta los gatos los sepan. Cuando vine aquí me daba el corazón que encontraría a nuestra gran Feíta, y mira si acerté.

-¿Le daba a V. el corazón que me encontraría aquí? Ese corazón merece embalsamarse y guardarse en urna, como el del general Esteva -dijo Feíta soltando la carcajada-. ¿Y qué vengo yo a hacer aquí? Vamos, dígalo.

-¡Qué sé yo!

-¿Ve V. cómo no todo se puede adivinar?

-Viene -me apresuré a advertir- a consultar la biblioteca de la difunta duquesa.

-Sí por cierto -afirmó doña Consola-. Y si la critican por eso, que deje a las lenguas venenosas explayarse como gusten, que ya se cansarán. No hay envidia que cien años dure. Así sucedió con la señora duquesa, que en santa gloria esté. Vds. recordarán las muchas caridades que hacía; tantas, que S. M. la nombró duquesa de la Piedad, precisamente por las limosnas que daba y los establecimientos de beneficencia que fundaba. Pues a pesar de ser tan buena la señora y de que la alababan los papeles y dé que S. M. la escribía cartas de su puño y letra (que yo conservo ahí diez o doce lo menos y pueden verlas los que lo duden ¿Vds. entienden?) no faltó quien la mordiese y quien la pinchase, hasta en periódicos. ¡Nadie es doblón, nadie es doblón de a ocho, señorita! Dichosa V. si llegase a lo que llegó la señora duquesa, que al fin y al cabo la reconocieron por heroína sus mismos compatriotas.

  —120→  

Así habló doña Consola, dejándome atónito con su derroche de elocuencia. Pocas veces la insigne patrona, de suyo reservada y lacónica, enjaretaba párrafos de esta magnitud. Es verdad que el tema de la duquesa era el único que tenía el privilegio de que soltase la lengua doña Consola.

-¿Según eso V. viene a registrar librotes? -dijo Cova mirando irónicamente a la muchacha.

-A eso viene -respondí yo, poniéndome de pie y entregando a Feíta la llave-. Aquí tiene V. -añadí- la clave del tesoro, que acostumbro retener por indulgencia de doña Consola. V. queda en su casa, y puede revolver, no sólo la librería de la duquesa, sino mis pobres estantes, donde no faltan también algunos libracos. No todos se los dejaría yo a V. manejar, si V. fue se como las demás muchachas; pero si ha leído V. otros... bien puede leer los míos, que al fin y al cabo tampoco son de los que pervierten a nadie. Y adiós, amiguita. Nos vamos este y yo a tomar el sol, que el día parece hermoso.

-Bien pensado -respondió la emancipada-. Para nada necesito de Vds. Gracias por los libros. ¡Me voy a dar una atraquina! V., Covita, ya sabe... ¡Cuidado con cumplir el pacto, por que si no...!

Y le amenazó con la mano. Salimos de allí huyendo de la proximidad de la niña, como huiríamos de un dragón furioso. Mi fuga, según creí, cortaría las alas a las peores murmuraciones, a los comentarios más duros. Pero,   —121→   ¡también era pensión haber de abandonar mi nido, porque se metía en él aquella insensata gorriona! Cogido del brazo del maldiciente, desahogué la contrariedad, y glosamos el suceso. Cova no mostraba, severidad ni mala intención, caso raro: el áspid no destilaba gota de veneno. -«¡Pobre criatura! -decía-. Comprendo su arrechucho. Está harta de miseria, y de sufrir a las hermanitas y al memo del papá. En toda la familia de Neira no hay persona mejor que esta chiquilla».

Discurriendo así, y llevándole yo la contraria, porque la conducta de Feíta me parecía incalificable, bajamos por los muelles, a la sazón obstruidos por carros, pipotes y bocoyes, y pasamos ante la casa donde vivía D. Benicio Neira. Natural asociación de ideas nos hizo fijarnos en la fachada, en las encristaladas galerías, a cuyos vidrios arrancaban destellos los rayos del sol; y en el ángulo de la que correspondía al piso habitado por las Neiras, la ojeada sagaz de Primo Cova sorprendió algo que le hizo darme un codazo significativo. Una de las vidrieras estaba abierta, pero muy poco, sostenida en las palomillas de apoyo a suficiente altura para dejar pasar una mano, blanca, diminuta y fina; y esta mano de mujer sostenía y tremolaba una microscópica banderita de cinta color de rosa.

-Es una seña -dijo Cova, que se ocultó bajo el primer arco de los soportales para atisbar mejor.

-¡Una seña! -repetí-. Pero, ¿a quién? En la   —122→   calle, excepto los cargadores y las pescantinas, no hay nadie más que nosotros.

-¡Simplón! -repitió mi compañero-. Vuelva un poco la cabeza, mire hacia abajo...

Hice lo que me aconsejaba Cova, y distinguí, en la ventana que pertenecía al piso de Sobrado, y que aparecía entreabierta, a cuchillo, la figura de un hombre vuelto de espaldas, que alzaba el rostro en dirección de la banderita microscópica...

-Buena biblioteca se consulta aquí -dijo Cova sofocando la risa-. Mientras la otra revuelve infolios, esta saca por la galería el corazón... porque Rosa, en el lado izquierdo, lo que tiene es un cintajo de seda... -¡Qué de líos, amago Abad! No se sale a la calle sin tropezar en alguno...



  —123→  

ArribaAbajo- XIII -

Debo decir que, no sin gran admiración mía, Primo Cova cumplió estrictamente su palabra. Hizo más: fue en todas partes el defensor, abogado y encomiasta de la conducta de Feíta. Yo temía que los arranques de esta diesen motivo para que en Marineda la apedreasen. Cierto que se habló a destajo, que se armó alboroto, y se calificó a la emancipada, según merecía, de insolente marimacho: pero en el punto importantísimo de su honra, en la interpretación maligna e infamarte a que se prestaban sus correrías, fue dictamen general no atribuir a las genialidades de Feíta, por lo pronto, ninguna intención siniestra. Debió de contribuir a esta indulgencia relativa del público la campaña benévola del en otras ocasiones desaforado maldiciente Primo Cova.

El propio desenfado característico de Feíta, la claridad de sus palabras, la impetuosidad de su proceder, borraron sombras y disiparon sospechas.   —124→   Los agoreros más pesimistas se limitaron a predecir que Feíta, si no se había perdido, acabaría por perderse irremisiblemente, entre los azares y riesgos de la vida libre e insólita a que se entregaba. Hasta en esto rompió lanzas por ella Primo Cova. «No se perderá la chica» -aseguró tan impávido como si tuviese don de profecía-, «porque su despejo natural y el mundo que va a correr la enseñarán a precaverse. Además, a esa niña, hoy por hoy, sin cuidado la tienen los hombres y el dios Cupidillo. Lo que la hierve en los sesos es el afán de estudiar, de saber, y de aprovechar y lucir su sabiduría. ¿No ven Vds. como anda, hecha un Caifás, con el pelo al rape, cada bota lo mismo que un lanchón, los dedos negros y la saya de través? ¿Vds. afirman que caerá? Pues yo sostengo una apuesta. Apuesto a que antes que se pierda ese pericón, se habrán reperdido unas cinco o seis muchachas de su misma esfera social, que viven al estilo antiguo, no salen solas y no dan lecciones. ¡A ver quién se juega mil realitos!».

A pesar de la atmósfera semi-benigna que se formó alrededor de la emancipada, yo me sentí tan cohibido, por la circunstancia de haber sido mi casa el terreno donde Feíta realizó su primer escarceo, que me escondí, dejé de concurrir a la tertulia de Neira, y hasta evité encontrarme con D. Benicio. Nada, cautela, mucho tiento: a tu agujero, ratón: no arriesguemos por cosa de este mundo la adorable tranquilidad.

Entre tanto Feíta, rota la valla, no se contenía.   —125→   Mañana y tarde se la veía recorrer las calles, de verso suelto, ufana, intrépida, desgreñada, empecatada de toilette. Diríase que era alguna forastera que no había estado en Marineda jamás, según el anhelo y prisa con que recorrió y curioseó la ciudad, cruzando impávida los callejones más vitandos, saliendo al campo, visitando los alrededores, escudriñando los monumentos y hasta sacando dibujos de algunas graciosas puertas románicas y algunas casas del XV que se conservan aún en la vieja Nautilia. Si en la calle o por los andurriales la encontraba algún conocido y se brindaba a acompañarla, la chica rehusaba sin ambajes ni cumplimientos. -«Me encuentro felicísima haciéndome compañía a mí propia» -decía, con tal irradiación de gozo en las pupilas verdes, que era preciso creerla y dejarla cumplir el capricho.

Cada dos días venía puntualmente a registrar la librería de la duquesa de la Piedad, alternando este registro con el de otra biblioteca, pública y muy copiosa, la del Puerto. Yo me enteraba de que la muchacha se encontraba en mi domicilio por algún roce o arrastre de muebles, algún eco de pasos, que se oía en las habitaciones contiguas a mi sala -pues la librería estaba pared por medio-; no ignoraba que a dos pasos de mí leía y tomaba apuntes una joven, una doncella, y me producía este incidente desasosiego y contrariedad. Nada debía importárseme, toda vez que la estudiosa, con alarde de prudencia y discreción en ella sorprendente, ni   —126→   preguntaba por mí ni daba señales de querer allanar mi morada. Sin embargo, me alteraba, me desazonaba, me trastornaba, destruía mi dulce paz. Esa intrusión de la mujer era un elemento insólito, de imprevistas consecuencias; algo que no estaba en el programa, algo reñido con mi grata soledad absoluta, con mis mañanas apacibles, con el fino aroma del Henry Clay voluptuosamente aspirado, con las visitas de Primo Cova a traerme la chismografía, con el goce monacal de saborear mi soconusco y de sopetear en él doradas rebanaditas de pan... Si analizo bien mis sensaciones de entonces, la que me causaba la presencia de la invisible Feíta era de molestia, hasta tal extremo, que generalmente, al escuchar el ruidito de su silla o el volver de hojas de su libro, acababa por coger él sombrero y marcharme a la calle.

Chafaba también mi amor propio masculino que tabique por medio se encontrase una mujer dedicada a un serio trabajo, a una labor intelectual, sin acordarse de mi más que de la primer camisa que vistió. Nunca una soltera disponible se había manifestado tan despreocupada de mi vecindad. No insinúo que anduviesen las solteras encandiladas por mí; lector, mira que no es eso. Lo que digo es que todas daban alguna señal de saber que yo, por mi estado y mis circunstancias, podía llegar a ser un pretendiente, el embrión de un marido; y esta idea, involuntariamente, influía en su cara, en sus ademanes, se delataba en sus ojos, modificaba las inflexiones de su voz. Para ellas, yo   —127→   existía como hombre. Para la extravagante en golfada en su lectura a diez pasos de mí, no existía.

Hay una especie de sugestión moral -¡quién sabe si también física!-, que todo el mundo conoce o ha experimentado alguna vez. La determina la proximidad de una persona a la cual no vemos. Entre los terrores más profundos que pueden estremecer el alma, cuento el de penetrar a oscuras en una habitación y percibir que allí está alguien. Aunque tengamos motivos para suponer que ese alguien no quiere hacer nos ningún daño; aunque nos conste que el individuo allí agazapado nos tiene miedo a su vez... no somos dueños de reprimir un intenso escalofrío, una especie de horror misterioso, que no procede de la persona oculta por las tinieblas, sino de lo desconocido, de una aprensión sin objeto, casi sobrenatural...

Pues bien; ese mismo indefinible espanto, esa alarma sin causa racional y justa, me punzaba y a mí al percibir, entre el silencio de mi solitaria celda el leve roce de la hoja del libro que pasaba Feíta. La hora elegida por la extravagante para dar tormento a la librería de la duquesa, era precisamente la misma que yo consagraba (por ser tiempo de invierno y no poder bañarme en la playa del Rial) a mis faenas de tocador, a mi reposo después de las fricciones, y a convertir en humo mi exquisita breva. ¡Y aquella muchacha allí! ¡Qué calamidad! Al través de la pared creía mil veces sentir sus ojos curiosos que me fisgaban, ni más ni menos que si Feíta   —128→   anticipase el gran descubrimiento del paso de la luz al través de los cuerpos opacos; pensaba escuchar su voz de inflexiones burlonas, y cada ruido que subía de la calle fantaseaba que era la irrupción de Feíta en mi cuarto, a volverlo patas arriba. Temores ilusorios, porque a Feíta, sepultada entre tomos, ni se le ocurría cosa semejante, y esta convicción creo que me irritaba más, sin que por eso dejase de tener la mente fija en la contingencia de que la lectora se me colase en la habitación; el imaginarlo me quitaba la libertad, me obligaba a proceder como si no estuviese solo, a escupir con mucho cuidadito cuando me enjuagaba los dientes...

¡Situación intolerable! Esperé que, pasando tiempo, vendría a serme indiferente la presencia de Feíta en la librería, y hasta llegaría a olvidarla, como olvidamos la del gato apeloto nado sobre la alfombra; mas no fue así, porque sin duda mis nervios se atirantaron gradualmente, y lejos de disminuir mi irracional agitación, creció hasta levantarme calentura. De suerte que el edificio de mi dicha, laboriosamente erigido sobre la piedra de mi celibato y mi soledad (acaso de mi abandono en los últimos años de la vejez), lo echaba por tierra aquella antojadiza criatura.

¡Si al menos perdiese mi bienestar por culpa del que todo lo añasca, del ciego flechador que apunta a nuestros corazones). Pero ni ese consuelo tenía. A mi parecer, ni se me importaba un bledo del marimacho, ni al marimacho se le daba de mí un ardite. ¿Yo querer a semejante   —129→   mascarón; a una chica que gasta calzado de hombre y lleva el pelo hecho un bardal? Si eso es el sexo femenino, ¡malhaya por siempre jamás amén!

Comprendí que era urgente poner fin a semejante «estado de cosas», recobrar a cualquier precio «la dulce calma», como diría nuestro muso local, Amador Milflores (Ilang-Ilang por otro seudónimo), y medité una resolución suprema.

En vez de una se me ocurrieron dos; realmente la más inmediata, y única que por el momento podía adoptar, era un paliativo: la otra, la radical, la que me libertará para siempre de intrusiones atrevidas, consiste en instalar -cuanto antes, y aun sacrificando parte de las economías que prudentemente reservo para un apuro- mi deseada garçonnière-. Allí no podrá nadie meterse sin mi permiso como trasquitado por iglesia, ni interponerse entre mis ensueños y el humo gris de mi cigarro...

Sólo que una garçonnière, un nido abrigadito y poético como el que yo ansío poseer y habitar, no se arregla en un decir Jesús... y por ahora debo conformarme con el paliativo. El cual se reduce... ¡verán Vds.! a tener una entrevista con Feíta, advertirla de lo mucho que me sobresalta, y rogarla que elija otra hora para sus estudios: la hora, verbigracia, en que yo salgo a paseo... Este favor no me lo negará la maniática.

Adoptada tal determinación, que me pareció en todas sus partes excelente y discreta, esperé   —130→   el día en que le tocaba a Feíta venir; me levanté más temprano que de costumbre; me lavé, peiné, acicalé y vestí de gala -no sé con qué objeto, pues al cabo Feíta era el mismo descuido y no merecía tales precauciones-, y apenas advertí ruido de muebles en la contigua librería, empujé suavemente la puerta y entré.

Estaba Feíta encaramada en una escalera alta, estrechísima, revolviendo el último estante de los dos armarios unidos que encerraban el tesoro bibliográfico de la duquesa. La posición de la muchacha era indiscreta en grado sumo, y si Feíta se contase en el número de las bien encuadernadas por el forro, yo no hubiese regateado a mis ojos tan delicioso espectáculo, ese surgir del menudo pie, como flor de entre la hojarasca, envuelto en la espuma de los bajos limpios, ricos y orlados de encaje, que es uno de los encantos mayores de la mujer civilizada y pulida. Con Feíta valía más no mirar, por no encontrarse las botazas y las faldas de paño, análogas a los masculinos pantalones. La naturaleza jamás pierde sus fueros, y al entrar yo hizo Feíta un movimiento esencialmente femenil: exhaló un chillido, se puso colorada, bajó las faldas, y soltando el tomo que empuñaba, descendió precipitadamente.

-¡Vaya una manera de entrar! -exclamó-. Ya podía V. haber llamado. Me extraña que no sea V. más correctito.

-Tiene V. razón -respondí algo confuso-, y pido mil perdones; pero no sospeché que la iba   —131→   a encontrar en la percha, como al loro. Creí que estaba V. leyendo.

-Bueno; ¿qué más da? -murmuró con un resto de enojo-. Ya me bajé... Por cierto que es V. fino. Ni siquiera me tuvo la escalera para que no me rompiese las narices.

-Es que me quedé aturdido. No me dio V. tiempo a nada.

-Es que no se le ocurre a V. ni esto. En fin, ya pasó -repuso ella limpiándose los dedos, perdidos de polvo, con un pañuelito no más pulcro que los dedos-. ¿Y puede saberse qué tripa se le ha roto, Sr. Abad, para que, sin solicitar audiencia, se meta V. en mis dominios?

-¡Feíta, Feíta! -respondí sentándome en el anticuado sofá de crin que decoraba aquel chiribitil, pomposamente llamado biblioteca-. Tenga V. juicio, aunque sólo sea un día y por extraordinario. Estos no son dominios de V.: antes poseía yo la llave, y consideraba este cuarto dependencia del mío. V. se lo ha apropiado... No me opongo; pero, a lo menos, permita que de vez en cuando ejerza mis antiguos derechos. Además, ¿qué sabe V. si yo necesito decirla cosas importantes?

Al expresarme así miraba con curiosidad a la original chiquilla, que se había sentado de espaldas a la ventana, de manera que el sol jugaba en su movida cabellera y doraba su pescuezo juvenil. Aquella ojeada (la inevitable que dedicamos a los que no hemos visto en algún tiempo), descubrió en Feíta cierta variación, no indigna de referirse. En la cara de la   —132→   muchacha se advertía inexplicable modificación de líneas, algo más lleno, suave y mórbido; sus facciones se armonizaban con más dulzura, sus sienes y cuello ofrecían curvas delicadas, sus ojos tenían una placidez, una luz velada, atractiva y graciosa que antes les faltaba por completo. De parecer un monaguillo o un paje, había pasado Feíta a parecer una joven, más o menos linda, pero con toda la gentileza y la lozanía misteriosa de la mujer en su doncellez tierna, en sus floridos Abriles. Su cutis se había aclarado; su boca, rosada y turgente, sonreía entre dos mejillas que un toque luminoso, nacarado, palidecía y refrescaba a la vez; sus orejitas se escondían bajo el abundoso pelo, y este, desflecado aún como pluma de volandero pájaro, mostraba sin embargo algún esmero en su colocación, y relucía y se esponjaba como sólo se esponjan las cabelleras lavadas y libres de crasitud y de impureza. Feíta había ganado mucho, y para negarlo era preciso no tener ojos.

-¿Me encuentra V. mejor, más sana? -exclamó la chica, que leyó en los míos esta impresión-. La libertad, amiguito... la santa y requetebenditísima libertad.



  —133→  

ArribaAbajo- XIV -

-Sí -repitió riéndose, con una risa melodiosa y apacible- la libertad es quien ha obrado estos milagros. ¡Si yo le dijese a V. los efectos beneficiosos que noto en mí, y todo por obra y gracia de la señora libertad! -Vaya V. contando. En primer lugar (y siempre en primero debe ir la salud), cuando proclamé los derechos de la mujer, yo me sentía floja y desmadejada. A veces me figuraba que mi cuerpo me decía: «hija, zarandéame, que lo necesito mucho». ¡Pero no poder salir sino en comandita, a la hora que me ordenasen... siempre por las mismas calles, dejo atrás la ciudad, me meto por los sembrados, los huertos, los caminitos vecinales; tengo sed o tengo hambre; saco mi vasito -¿lo ve V.? aquí en el bolsillo va- bebo en el primer arroyo o la fuente de la carretera...   —134→   cojo un mendrugo de pan y le hinco el diente... si se me ha olvidado echarme en la faltriquera el mendrugo, compro un cuarterón de brona y me sabe a gloria divina... ando una legua, dos leguas, tres... ¡y vuelvo a Marineda en estado de beatitud! Dígame V., Abad, pero con la conciencia en la mano: ¿hay algún mal en estos? ¿Infrinjo alguna ley humana o divina? ¿No? Pues creo que tampoco sea ningún crimen el dedicarme a enseñar a los que no saben... y el leer a troche y moche, para curarme a mi vez de la ignorancia. Esta es toda mi vida; a ver si en ella hay qué tachar. ¡Abad de mil demonios! créame V., estoy muy contenta de la señorita Feíta, y si los demás no lo estuviesen... peor para ellos.

Y me dio un palmo de narices, poniendo en fila las manos delante de su remangada naricilla.

-Quedamos -prosiguió- en que la salud, inmejorable. Nada de languideces ni de nerviecitos: un sueño de marmota, un apetito de par en par, y la cabeza más fresca que una lechuga. Bueno. Pues vamos ahora a lo de dentro... que suele ser el corolario de lo otro. Por dentro, maese Abad, ¡me siento tan cambiada! Me he vuelto muy buena, y hasta se me ha despertado un deseo atroz de ser útil a mis semejantes, empezando por mi familia... Los últimos tiempos de mi opresión (patachín, patachín) cuando aún vivía sujeta al ominoso yugo (¡pataratachiiin!) me iba volviendo mala... ¡malísima, infame! No sentía nada de las desventuras que en casa ocurrían: parece que tenía gustillo en que se   —135→   fastidiasen, ya que me fastidiaban a mí no dejándome hacer cosas buenas e inocentes!... ¡sí señor! Desde que he roto las cadenas, he visto que aquel modo de sentir mío era perverso. A mí debe importarme la familia. Y me importa, ¡cuidado si me importa!

-¡Y es natural que le importe a V.! -respondí haciendo aspavientos-. ¡Pues me gusta! ¿Dónde habrá cosa que para V. valga más que su padre y sus hermanas?

La insubordinada me miró traviesamente y se quedó muy grave.

-¡Qué bobalicón es V., o qué hipócrita! -respondió-. ¡Abad, o D. Mauro, o como V. quiera! Ha soltado V. eso lo mismo que soltaría una verdad de Perogrullo... ¡y no es sino una insigne patochada! La cosa que más me interesa a mí es Feíta Neira, y a V., Mauro Pareja. Después, lo que sigue. Pero antes, el número uno.

Quedeme estupefacto al oír salir de aquella boca virginal, y formulada tan crudamente, la teoría de la filaucia, que yo, sin embargo, había erigido en norma de mi existencia.

-¿A que me va V. a decir que no? -continuó Feíta-. No se atreverá. Estoy cierta; no se atreve. Pero venga V. acá y hágame el favor de ser franco, franco: ¿tengo o no tengo razón? Dios nos manda, en primer término, que nos salvemos a nosotros mismos: después de mirar por nuestro propio bien, por nuestra felicidad propia, es cuando podemos pensar en la del prójimo. El deber supremo es para con nosotritos, Abad. Y lo digo porque estoy harta de que   —136→   a las mujeres no nos consientan vivir sino por cuenta ajena. ¡Caramba! No ha de haber nada de eso... Para mí vivo, para mí.

-Es V. un monstruo, Feíta -exclamé conteniendo la risa.

-Y V. un serpentón... -replicó ella soltando la carcajada-. Diga -añadió, metiendo las manos en el bolsillo de su chaqueta y sacando unas monedas que soltó sobre la mesa triunfalmente-: y de esto, ¿qué opina V.?

-¡Cinco duros! ¡Zambomba! ¡Las ganancias!

-Mi primer mes de sueldo, que me lo han adelantado los de Boliche: y me querían adelantar el segundo, porque están encantados de mí -prosiguió la joven-. ¡Dinerito del alma! (Y al decirlo cogió una de las monedas y con infantil movimiento la acercó a los labios.) ¡Qué bien me sabes! ¡Qué embelesada estoy contigo! Te he ganado yo, yo misma; no te he recibido de manos de ningún hombrón; no eres señal de mi esclavitud, ¡eres prenda de mi emancipación total y absoluta!

-¡Pobre criatura! -murmuré en tono compasivo-. ¡Qué ilusiones!

-¿Ilusiones? Desde el mes entrante tengo una lección más: me la han buscado los de Boliche y doña Consola. ¡Eh! ¿V. qué creía? ¡Quince duritos! Con quince duros se vive pobremente, pero se vive. El día que no tuviese lecciones en Marineda, a Barcelona o a Madrid me largo a buscarlas. ¿Qué se figura V.? ¿Que yo me apoco? Sí, bonita soy para apocamientos. Tengo la seguridad de ganarme el pan en cualquier   —137→   punto del globo. Lo que más risa me da, es cuando la gente, que no acaba de entender mis ideas, dice por ahí que proyecto «dedicarme a poetisa». Aquí, aún no bien una mujer sabe cómo se llama la capital de Rusia, poetisa la tenemos. ¿Qué entenderán por poetisa esos lilailas? ¡Yo que casi no manejo poetas; que prefiero leer de medicina o de historia! ¡Yo que no acertaría a asonantar una mala aleluya! El otro día estuvieron tan necias las de Tardejón con tumba y daca la poetisa, y vuelta que les leyese mis inspiraciones, que para tomarlas el pelo recité un romance del Cid, aquel de


Afuera, afuera, Rodrigo,
el soberbio castellano...

y se tragaron que era mío, las muy estúpidas. ¡En fin, Abadillo o Abadejo, que con este hermoso duro, primero que gané, voy a hacerme un imperdible... y lo usaré siempre! ¡Veinte reales del alma! ¡Sueño plateado!

-Lo que noto en V., Feíta -dije en tono incisivo y creyendo que la desconcertaría- es que desde la santa libertad se arregla V. mejor; trae V. el pelo más coquetoncillo; se nota en V.... cuidado, primor...

-Así es en efecto -repuso con aplomo-. Antes, mi abandono era como una especie de protesta, una forma de mi rabia contra el yugo... Desde que soy libre, he comprendido muchas, muchísimas cosas que antes no podía alcanzar... No crea V.: esto de la libertad tiene   —138→   de bueno que ensancha el meollo y le abre a uno no sé qué registritos allá en el entendimiento, que se ven sin esfuerzo las verdades. Cuando me tenían presa entre cuatro paredes, me decía Rosa: «Mujer, abróchate bien ese cuerpo, que pareces el trasno... Mujer, atusa esos pelos, que eres la mismísima estampa de un puerco espín»... Y yo, por llevar la contraria, respondía: «Mejor, estoy así porque me da la gana; métete en tus narices, presumidona». Ahora conozco que si ella era entrometida, yo era rara y mal criada... ¿Ve como lo conozco? Y desde que me he convencido de ello, aunque no me gusta vivir esclava de los moños, me arreglo lo posible, todo lo que cabe, sin derrochar un tiempo que debo dedicar a cosas mejores. Para andar aseada, lavo y plancho yo misma mi ropa, mis cuellos: ¿ve V. qué reluciente este de hoy? No lo llevará V. más blanco. Gasto mucha agua, remojo la cabeza dos veces por semana, y me paso el pelo con unos cristalitos de soda... a lo pobre, porque el shaampoing cuesta un sentido, y las yemas de huevo... son muy buenas para almorzarlas. También cuido las garras: ya he perdido la mala maña de comerme las uñas; las limo, las recorto, y así me ahorro guantes. Voy sin ellos. Ahora las tengo negras de polvo, y el pañuelo también, porque anduve revolviendo ahí arriba, y claro... Pero si V. me da un poco de agua y jabón... ¡verá qué manos de señorita!

Al hablar así la extravagante, parecíame más evidente su transformación, que allá en mis   —139→   adentros, valiéndome de un símil nada nuevo, comparaba a la de la crisálida cuando pugna por romper el capullo.

-Adelante; que se nos va V. a convertir en una mujer encantadora, Feíta. ¿Ve V. cómo yo tenía razón? ¿No la he predicado a V. cien veces que es preciso arreglarse, y que a su sexo de V. le sienta bien un poquillo de coquetería?

-En eso disparataba V. De mis reflexiones resulta que debe uno arreglarse por higiene, por decoro, por respeto a nuestros semejantes; por coquetería, niquis. Con esos principios, vamos derechitas a Rosa y a sus... a sus...

Vi que Feíta, tan decidida en la frase, titubeaba, lo cual me sorprendió.

-A sus exageraciones, dirá V.... ¡Corriente! Todo extremo es vicioso. Rosa no vive sino para los pingos. Pero ¿no cree V. que el arte, manifestado en el atavío femenino, hermosea la vida? ¿No opina V. que el placer que nos causa ver a la mujer prendida con esmero y gusto, es lícito y hasta puro y noble? A ver, Feíta; V. que tiene tanto talento y tanta imaginación...

-¡Chist! ¡Alto... no descarrile! Soy poco amiga de incienso y de farsas...

-Bueno... pues V.... que... en fin, que ha leído y no es... ¡un animal...! (creo que no extremo la lisonja) ¿no se hace cargo de que la mujer fina y ataviada es una de las conquistas de la civilización, y que el descuido, la indiferencia, la vuelve al estado salvaje?

-No niego eso -respondió sonriendo Feíta-, siempre que V. me haga extensiva la teoría   —140→   al hombre. Ese mismo gusto que Vds. pueden hallar en vernos artísticamente arregladas, lo hallaríamos nosotras en verles a Vds. menos ridículos de lo que andan con el traje de ahora, que ni buscado con candil podría ser más horroroso. Vds. dicen que visten así por comodidad y por higiene. Pues nosotras, con atender a la higiene y a la comodidad... despachadas. ¿Qué obligación tenemos de recrearle a Vds. la vista? ¿Somos odaliscas, somos muebles decorativos, somos claveles en tiesto? Gaste V. cuellos de encaje y bucles, y yo haré un sacrificio y me ataviaré a la Pompadour.

-Me aplasta V. -respondí irónicamente, fingiéndome convencido.

-Crea V. que, suprimidos los moños, no por eso dejarían Vds. de hacernos caso. Vestidas de estameña nos miran Vds., y con botas de cuero gordo hacemos conquistas. Ya que viene a cuento, antes de que se lo diga a V. Primo Cova, le quiero enterar de que tengo... ¿qué dirá V.? Un adorador ferviente y decidido.

-¡El gobernador! -exclamé, levantándome amostazado, con una vehemencia colérica que, según entendí, demostraba mi antipatía hacia el hombre doble.

-¡El gobernador! -repitió Feíta con expresión despreciativa, pero dirigida a mí-. ¡El gobernador! ¡Si será V. camueso! ¡También a V. se la ha pegado ese truhán, con su falsa maniobra! Le creí más perspicaz, Sr. Mauro. ¿No tiene V. ojos? ¿No ha visto que, mientras discute, se chancea y arma peloteras conmigo, los guiños   —141→   y las señas del tal Mejía se dirigen a mi hermana Argos? Pues la de Cabrera y las de Tardejón lo pescaron ya. Y por cierto que se me figura que esta vez... Argos... ¡le dará que hacer a mi pobre padre!

-Pero, ¿es de veras?

-Y tan de veras. ¿Acostumbro mentir?

-¿Y el melenudo?

-¡Bah! Ese siempre dije yo que no iba a ninguna parte. Es un manso, un corderillo que bala. Argos... Argos... quiere leones; se muere por los audaces, por los insolentes, por los perdidos. Hay bastantes mujeres del temple de Argos. ¿Y sabe V. cómo se llama tal predisposición? Falso romanticismo, y telarañas en mollera vacía.

-Pues -contesté respirando-, me alegro, Feíta, de que no sea V.... Porque el tal Mejía me huele a pirata... Le tengo entre ceja y ceja... ¡Sentiría que la eligiese a V. por víctima!

-¡Bravísimo! -gritó Feíta aplaudiendo y señalándome burlonamente-. Con que si me eligiese... ¡paf! ¿víctima me declara V. y al sacrificio me conduce Mejía? ¡Pobre de mí! Puede tranquilizarse; no me persigue Mejía. Hay en la costa otros moros...

-¿Quién, quién? Feíta, hónreme V. con su confianza -supliqué lleno de inexplicable afán.

-Pues mi trovador -respondió la sabia- es un obrero socialista... V. le conocerá... El compañero Sobrado. Un paso de novela. Me encontró el otro domingo en un huerto, a espaldas de la fábrica La Industrial Marinedina; yo estaba sentada en una piedra merendando mi   —142→   zoquete de brona, y él venía solo, cabizbajo, muy pensativo. Me saludó, me preguntó qué hacía; se lo expliqué, le ofrecí pan, y más de una hora charlamos. No crea V., es ilustrado; ha leído cosas... que parece mentira. Allí salió Proudhón y el príncipe Kropotkine, y una obra de Bebel, y hasta el Evangelio... ¡porque él asegura que el Evangelio es socialismo puro, de lo refinado! Yo le enteré de mis ideas y él me contó sus penas, el abandono en que D. Baltasar dejó a su madre, cómo aprendió un oficio para ayudarla, cómo no le gusta emborrachar se ni ir a bailes de candil. Nos hablamos con confianza, lo mismo que si toda la vida nos conociésemos, a pesar de que no le había visto jamás. Me fue simpático. -¿Por qué pone V. ese gesto? -A él le caí tan en gracia, que desde entonces se mete en los portales para verme pasar. Otra le miraría con ceño o le echaría una ojeadita de soslayo: yo le miro cara a cara, pero él no entiende lo que significa mi mirada, y apenas tenga ocasión, le llamaré a capítulo y le cantaré muy claro que se deje de boberías: temo que esas exterioridades me quiten un adarme de la santa libertad o un céntimo del ideal duro, del plateado sueño. Además me fastidia que no sea mi amigo a secas, porque su conversación me divirtió bastante, y si le da por cantarme endechas, no podemos echar otro palique comiendo brona. Creí que ya se lo habrían contado a V., hombre... ¡Atiza! ¡El French que da la media! ¡La hora del almuerzo! Adiós, adiós, Abadito. Continuaremos la sesión... pasado mañana.



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ArribaAbajo- XV -

Y salió escapada, como un rehilete, dejándome asaz preocupado y descontento de mí mismo. ¿No había yo entrado allí para rogarla que variase la hora de sus visitas a la librería? Y en vez de tan necesaria advertencia, ¿no me había dejado enredar en conversación y oído cien mil cosas que ni me iban ni me venían, pero tenían la fatal condición de revolverme la bilis? Era indudable que yo había cometido una inadvertencia gorda dejando que se acercase aquella muchacha a mi guarida. Tipo tan original y tan vivaz como Feíta no entra impunemente en ninguna parte. Su natural virtud es la de agitar, trastornar y embrollar una existencia, por bien arreglada que la supongamos.

Después de su marcha, sin querer quedé rumiando sus revelaciones. Lo que más me irritaba era descubrir en mí extraña indulgencia para las rarezas de la independiente, y propensión a que su carácter y modo de proceder en vez de indignarme o serme antipáticos, se me   —144→   antojasen defendibles, atractivos, y hasta (Dios me ilumine) grandes y hermosos. En el episodio del encuentro con el obrero me pareció que existían encantadores detalles, y mi fantasía empezó a trabajar activamente, como si la inflamase la reciente lectura de alguna novela. Yo veía el cuadro, el huerto, la piedra, la muchacha mordiendo su tarugo de pan, sentada cerca del arroyo, a la sombra de desmedrado arbolillo, y ante ella, en pie, el tipógrafo, fascinado por su presencia, dando vueltas a la gorra, escogiendo las frases, buscando las que significasen mayor respeto, y dirigiéndose a ella como el innovador al neófito, como se comunican los que alimentan una aspiración que no comprenden las muchedumbres, plétora de ideas que no pueden derramar y que les ahoga, la visión de un mundo nuevo alzándose sobre las ruinas del caduco mundo clásico, otra sociedad, otras costumbres, otra noción del derecho y de la vida... A mi juicio, Feíta no podía menos de entenderse divinamente con el compañero; las tendencias que los dos representaban enlazábanse con estrecha solidaridad. «¿Le querrá?» -pensaba yo-. «De fijo acaba por quererle... ¿Y si le quiere, qué diantres me importa? Que les haga buen provecho».

Doña Consola me trajo el aromoso chocolate, y cuando empezaba a despacharlo sin ganas, entró Primo Cova, con el aire reservado y truhanesco de los días en que hay mucho que contar. Acomodose en la butaca y cruzó las piernas, esperando a que yo le interrogase.

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-¿V. gusta? -le dije-. ¿Mando hacer otra taza?

-¡Quia! Ya sabe que como a la antigua española, a las dos.

-¿Un puro?

-Tampoco... Mis Susinis, y de ahí no salgo.

-¿Y que trae hoy?...

-Cosillas, cosillas... ¡Algunas célebres, muy célebres! Las Neiras, en esta temporada, están de beneficio. Hay más historia en esa casa que en diez tomos de Cantú. ¿V. se ha retraído?

-No voy a la tertulia desde hace un mes... Estuve ocupado... y resfriado...

-¡Bah! A mí no me dé pretextos... Se asustó del paso de Feíta y tiene pocas ganas de encontrarse con el papá... Ese sí que anda malucho; las hijas conseguirán muy pronto echarle a la sepultura. Además, creo que esta semana hipotecó otros lugares... y a cada pedazo de tierra que le llevan así, le arrancan el corazón. Ese infeliz es un Ecce Homo.

-¡Cuitado! -respondí suspirando-. Preferiría no ser amigo suyo, ni conocerle siquiera. Ahí se prepara el trueno gordo: van a pedir limosna.

-No lo sabe V. bien. Todo anda como Dios quiere en la casa. A Feíta la dejan por cosa perdida: la chiquilla tiene más carácter que el papá (poco necesita para eso), y D. Benicio ya se convenció de que no la mete en vereda. Está desvanecido con la esperanza de que Baltasar le pida a Rosa en matrimonio...

-Ello es que Rosa, a Baltasar, bien le gusta.   —146→   Hace años no le vi tan al retortero de ninguna muchacha. Ya no visita a la Caracola... No se le encuentra en aquel callejón...

-¡Ah, eso!... Gustarle, sí... Rosa le chifla... pero... -y el gesto expresivo y cínico del maldiciente completó la idea.

-¿Qué dice V.? -exclamé con mayor sobresalto, con mayor impresión de bochorno de la que yo podía suponer que me causara tal insinuación.

-Lo que V. adivina... y lo que sé... y no porque nadie me lo haya contado.

Al expresarse así, Primo Cova estiraba con el dedo índice, hacia la mejilla, el párpado inferior del ojo izquierdo.

-¿Se acuerda V. -prosiguió- de aquella señita de la bandera de cinta que sorprendimos días hace? Pues la tal seña me puso en guardia. Yo rumiaba entre mí: podrá ser que la bandera sea una monería así... inocente... de guagua... de natillitas... en fin, de enamorados filadélficos; pero... me quedaban dentro las hormigas, un hormiguero que no cesaba de rebullir... Piensa mal... y acertarás de cien veces noventa y nueve y media... Por fin averigüé la verdad.

-¿Es V. brujo?

-Valiente falta hace ser brujo... Basta con no ser tonto. El día de la banderita, cuando me separé de V., me encontré, un cuarto de hora después, a D. Benicio, en el barrio de las Afueras. «¡Tate!» -(calculé)-. «Este viene de bastante lejos... falta de su vivienda desde hará una hora... ¿Si la seña querría decir eso, precisamente   —147→   eso, papá no esta en casa?...». Ya no necesité devanar más hilo. Otra vez que acerté a ver a Neira en la calle, desde lejos (él no me vio), volví atrás, subí las escaleras de Sobrado, y llamé en el piso de Neira, preguntando por D. Benicio. Me respondieron que había salido... y yo, como al descuido: -«Pues bajaré a ver si está D. Baltasar; tengo que hablarle». -Descendí y llamé... -«¿D. Baltasar?». -«No está». -«Pues a estas horas acostumbra...». -«Pues hoy le digo que salió». -«Pues es asunto que me interesa y que urge: le esperaré, porque él vendrá a almorzar infaliblemente». El criado, aturdido, lo que se dice sin saber a qué santo encomendarse, me zampa en un cuartucho que hay a la parte de atrás de la casa, y me dice que tome asiento. -«Pero este no es el despacho ni el gabinete de tu señorito. ¿Cómo me recibes en este chiribitil? Cuando venga, verás...». -Y el fámulo tartamudea, y me pide excusas... -«Bueno, basta, aquí aguardo...». -Se retira precipitadamente y quedo solo. Entreabro la puerta, me deslizo por el pasillo, y me pongo en acecho, atisbando qué sucede en la antesala. Un recodo del pasillo me oculta y me permite evitar cualquier sorpresa. No han transcurrido cinco minutos, cuando risch, risch... crujir de seda... tiqui, tiqui, tiqui... pasitos furtivos de mujer... ¡La caza!

-¡Jesús!

-Iba tapadita, caído el velo del manto... pero, supóngase V.... Aunque llevase capuchón... ¡Para mascaritas está el tiempo!

  —148→  

-¡Ay Primo! -exclamé con verdadero ahínco y dolor-. ¡Por Dios, por su conciencia de V.... no hable de esto con nadie, con nadie más que conmigo! ¿No conoce V. que sería malísima acción cubrir de deshonor y de vergüenza a ese pobre Neira? Primo, por el alma de su madre de V., ¡silencio! ¡silencio! Me lo va V. a prometer.

-¡Caramba, y con qué calor lo toma don Mauro!

-Sí por cierto. No he de ocultar que quiero mucho a ese hombre de bien, a ese desgraciado padre, más desgraciado aún de lo que yo mismo creía. ¡Cómo ha de ser! Tenemos nuestras flaquezas. Soy compasivo. Siempre queda un rincón para la sensibilidad. D. Benicio ha llegado a excitar la mía.

-¿Pero es D. Benicio la persona que le interesa a V. en casa de Neira?

-¿Pues quién ha de ser?

-¡Hombre! Donde hay tantas chicas jóvenes, guapas, atractivas cada cual por su estilo...

-Vade retro -respondí sonriendo para ocultar la escama y el desagrado-. No tema que le dispute la conquista a D. Baltasar.

-Ahora sí que me pone en cuidado el disimulo que V. gasta -replicó el maldiciente-. Claro que a V., de importarle una Neira, no le había de importar ni el pavo real de Rosa, ni la pava de Constanza, ni la pájara pinta de Argos; claro que si alguna le trae a mal traer, es la que me traería a mí, si ya no estuviese asegurado de incendios; la simpática, la original de la casa; la   —149→   única que no se parece ni a sus hermanas, ni a ninguna muchacha de Marineda ni del mundo!

-Déjese V. de bromas pesadas conmigo, Cova -respondí amoscadísimo-. No tiene V, ningún motivo para suponer que me he vuelto loco. Con Feíta no hay que dar matraca a nadie, y menos a mí. Feíta pincha y araña. Si no hubiese en el mundo más que hembras así... Por fortuna son la excepción.

-No sea marrullero ni zorro: Feíta es una delicia de criatura, y a V. le hace tanta gracia como a mí. Yo al pronto no la entendía, y hasta la creí disparatadora: ahora la entiendo, y digo que vale cuanto pesa, y que los únicos que la desaprueban y la roen los zancajos son los tontos.

-Pues tonto me declaro, porque la desapruebo. ¡Vaya si la desapruebo! Pero no se me escape V. por la tangente. Volvamos a Rosa. ¿Ha comunicado V. el descubrimiento a alguien?

-¡Ingrato! Ya sabe que siempre le guardo las primicias de la murmuración, de ese sabroso pan del alma.

-Entonces... ¿no lo divulgará en la Pecera? ¿Me lo promete? Porque, bien mirado, Primo, ¿no conoce V. que es terrible eso de que por una palabra que se nos escape quede infamada una familia? ¿Qué nos importa a nosotros, después de todo, lo que haga Rosa ni lo que haga nadie? Considere V. que somos hombres honrados, que nos preciamos de caballeros, que tenemos el deber de no cavar fosas donde se rompa las piernas una mujer, una señorita. Nada,   —150→   chitón... y ruede la bola. No meterse en honduras.

-Nos metemos porque somos, V. y yo, y los demás, una entidad que se llama la opinión... y la opinión no se compone nunca de los dos o tres a quienes puede afectar real y verdaderamente la conducta de una mujer, sino de los cien mil a quienes en realidad debería serles indiferente. Representamos lo colectivo, la justicia social. Y V., que ya tiene retorcido el colmillo, ¿cree buenamente que, si yo me callo, lo de Rosa queda oculto? Secreto entre tres... y este ya anda entre cuatro, porque el criado lo sabe. ¡Que si lo sabe el galopín!

-Le aseguro a V. -dije, rechazando la bandeja del chocolate, que se quedó a casi intacto- que no creí a Rosa capaz de tanta ligereza, ni a Sobrado tan falto de aprensión. ¡Qué tío!

-Rosa no es tan liviana como amiga del lujo...

-¡Ah! -exclamé con mayor y más triste sorpresa.

-¿Pero V. puede aguantar la risa cuando el papanatas de Neira alaba la maña de la Rosita para adquirir, por diez reales, tres corpiños de seda? Estos días hubo racha de galas. Ha estrenado la chica cuatro pingos nada menos: uno de paño, otro de raso, otro de no sé qué tela a rayas, y un abrigo con pluma y azabache. Pues no anda poco escandalizada la gente por ahí. Muchos ya sospechan. Ella triunfa, luce sus trajes, se va a La ciudad de Londres... y «mándenme esto» y «envíenme a casa lo   —151→   otro» sin que jamás se la vea abrir el portamonedas para pagar.

-¡Qué cosa tan horrenda! ¡Pobre D. Benicio! -murmuré espantado.

-Era visto. Sobrado tiene al padre y a la hija cogidos por medio del dinero; al uno le presta a réditos, y va haciéndose poco a poco con sus bienes; a la otra la facilita esos trapos, por los cuales es capaz de echarse de cabeza en la boca del infierno... Baltasar es un gran pillo, un vicioso avaro, lo peor de la clase. Merece que el compañero Sobrado le ponga dinamita en el portal. Dicen que le tiene emplazado y amenazado con la bomba.

Al oír por segunda vez el nombre del compañero Sobrado, sentí un choque raro y desagradable, una especie de malestar violento y repentino, una repulsión. ¿No era ese individuo el que acosaba con anónimos al pobrete de Neira, el que no le dejaba vivir, el que le tenía bajo el peso de una coacción y una violencia constante? Y al experimentar este movimiento, noté que, por primera vez de mi vida, a la impresión moral se unía la imagen física de la persona que la causaba. Vi, con extraordinaria claridad, dibujarse sobre el fondo de mi cuartito amueblado al estilo del Imperio, la figura del compañero, mozo, robusto, guapo, moreno, con rizosa cabellera, que casi le caía sobre los ojos. En nada recordaba el clásico tipo del socialista puesto en caricatura por las publicaciones ilustradas: ni gastaba barba de ruedo, ni tenía ojos zainos, ni fumaba en pipa. Un bigote   —152→   negro y fino, le adornaba el labio superior; su faz, aunque enérgica y sombría, no era fosca ni espantable; y en algunos rasgos, en la forma de la nariz, en el corte de cara, noté cierto parecido con D. Baltasar. El compañero me pareció, en suma, agradable aparición para una muchacha emancipada, que tal vez, a orillas del arroyo, sueña un idilio modernista... y al pensar en este lance de la vida de Feíta, narrado por ella misma con tal sencillez y franqueza, advertí una gran pesadumbre, un escozor intenso, y juzgué que se me llevaban tres docenas de diablos... «Cepos quedos, amigo Mauro» -pensé-: «cuídate, que se me figura que has contraído algún mal. ¡Mis presagios, mis presagios! ¡La serpiente!».



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