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ArribaAbajo- XVI -

Sospecho que antes de llegar aquí habrá dicho cien veces el prudente lector: vamos a cuentas, señor memorista; ¿lo que nos relata V., son sus memorias, sus verdaderos recuerdos íntimos, o los de la apreciable familia Neira? ¿Hemos de tomarnos interés por V., o más bien por Argos, Rosa, Feíta y demás retoños de ese padre de familia angustiado y maltrecho? ¿Es V. un solterón acorazado en su benéfica filaucia, defendido por el amor de sí mismo de las asechanzas y emboscadas femeniles, o es V. un nene fascinado y traído al retortero, desde los primeros instantes, por cualquier falda que en su camino se atraviesa?

Lector que así hablas, reflexiona, reflexiona antes de acusarme de deserción de mis banderas. Empieza por considerar que si mis memorias se redujesen a contarte cómo me levanto, almuerzo, paseo, me cuido, leo y duermo... no valdría la pena de haberlas escrito. Yo podría   —154→   vivir muy dichoso en mi rincón con el alma atrofiada, sin deseo de cosa alguna; ¿pero qué te importaría a ti mi vida de marmolillo? Donde no hay lucha no hay drama, y donde no hay drama no hay emoción. Diríase que nuestra propia existencia, si se considera aislada y disgregada de las demás, carece de sentido, y sólo lo adquiere al relacionarse con otras, al producirse ese oleaje y ese hervidero de sentimientos que determina el contacto con seres humanos. Mi propósito de evitar el gran error matrimonial no me ha convertido en piedra; mis sentidos, mis potencias, no han dejado de funcionar a causa de mi soltería; y porque un sacerdote no haya extendido la ruano para bendecir mi unión, y porque yo huya de tal contingencia, no estoy libre de sustos y de fatiguillas emocionales...

Además, también rige para mí la ley que ordena que por lo general nuestro destino sea una ironía, y mientras pretendemos ir hacia el Norte, se nos ponga sobre los ojos una venda y en los pies sintamos moción irresistible hacia el Sur. Si alguien me hubiese preguntado dos meses antes qué mujer en el mundo era para mí, no más indiferente, sino más imposible, yo respondería sin vacilar -Feíta Neira-. Sus condiciones físicas y su modo de ser moral, su rostro y su genio, sus lecturas y sus botas, todo me parecía lo contrario de lo que a mí me puede atraer, de lo que para mí constituye un peligro. Y de pronto, sin causa que explique el cambio, sin que precedan a este descubrimiento indicios   —155→   o síntomas que lo hagan presentir, me encuentro casi prendado y casi celoso, poseído de una inclinación más para comentada entre cuchufletas, que para combatida con las armas de la reflexión y del buen sentido.

Hay enfermedades que se incuban lentamente, sin que el enfermo advierta ningún malestar, ningún trastorno atendible en sus funciones. Tal vez desórdenes levísimos; acaso una sensación de cansancio, o una insignificante alteración del pulso; un poco de desgana, unas horas de insomnio... De repente se declara en toda su extensión e importancia el padecimiento, y sólo entonces el enfermo coordina síntomas anteriores y se admira de no haber comprendido que anunciaban gravedad incalculable... Así yo, solo en mi cuarto, con el minino que hacía la carretilla en un ángulo del sofá, daba vueltas, enlazaba antecedentes, y me asombraba de no haber conocido que mi compasión y mi caridad por D. Benicio obedecían a la atracción anómala de Feíta.

¿De qué, vamos a ver, de qué me había yo prendado? O muy mal me conozco, o el origen de mi perturbación no estaba en los sentidos. Ni Feíta era una beldad, ni menos poseía esa ciencia del tocado y del adorno, de la palabra y del gesto, del mirar y del reír, en que funda su avasallador dominio la mujer. Feíta no conspiraba contra el reposo de nadie. Aun en los momentos en que me sentía, como se dice en el lenguaje de la esgrima, tocado, no advertí alboroto sensual, ni llegué a ver en Feíta una   —156→   imagen tentadora de las que causan fiebre: el rebelde fango corporal no se sublevaba al evocar su recuerdo. Tampoco era el corazón el que se me había subido a la cabeza, no, señores: si Neira me inspiraba conmiseración, en cambio su hija alejaba toda idea protectora, de esas que suele infundir la debilidad del sexo: hasta creo que me exasperaba por su fortaleza. Feíta era improtegible, y cuando las gentes ni necesitan ni quieren nuestro apoyo, cuando comprendemos que al ofrecérselo nos pagarían con una rabotada o una burla, se nos quitan las ganas de meternos a caballeros andantes, amparadores de viudas y huérfanas. Feíta era un ser vigoroso, armado para la vida, sin sentimentalismos, sin temores pueriles de ninguna especie, y yo aparecería soberanamente ridículo si quisiese representar con ella el papel que Oliverio de Jalin, en el Demi-monde, representa con la interesante Marcela, doncella desvalida y expuesta a las insidias de la seducción y a las asechanzas de la venalidad. Yo no podía negar que a Feíta la sostenían su carácter, sus estudios, el mismo triste cuadro de su familia, tan lleno de enseñanzas, y un no sé qué varonil y resuelto que había en su conducta y que disipaba toda niebla y desarmaba toda malicia, cercando a aquella mujer tan joven con el baluarte que la experiencia y la edad elevan en torno de las matronas ya seguras de sí mismas.

Hube de convenir en que si Feíta se había apoderado de mí, era por el camino de la imaginación. -¿Les parece Vds. poco?

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Mi fantasía, mi pensamiento, estaban desde tiempo atrás ocupados -ahora lo veía claro- por aquella chiquilla estrambótica. La curiosidad moral, mi único vicio, raíz de la mayor parte de los caprichos amorosos inexplicables, me había conducido a casa de Neira, por afán de ver de cerca al fenómeno, a la sabidilla, a la independiente. La antipatía que al pronto creí sentir hacia ella, no era sino la atracción del abismo, la negra magia de lo desconocido, contra la cual parecemos indignarnos, mientras nuestro espíritu en secreto la sueña y la busca, obedeciendo al impulso que lleva al hombre al progreso, aunque parezca repugnarlo. Es cierto que yo vivía prevenido contra la mujer; pero ¿en qué se parecían a Feíta las demás?

Feíta era la mujer nueva, el albor de una sociedad distinta de la que hoy existe. Sobre el fondo burgués de la vida marinedina, destacábase con relieve singular el tipo de la muchacha que pensaba en libros cuando las demás pensaban en adornos; que salía sin más compañía que su dignidad, cuando las demás, hasta para bajar a comprar tres cuartos de hilo, necesitaban rodrigón o dueña; que ganaba dinero con su honrado trabajo, cuando las otras sólo añadían al presupuesto de la familia una boca comilona y un cuerpo que pide vestimenta; que no se turbaba al hablar a solas con un hombre, mientras las restantes no podían acogernos sino con bandera de combate desplegada... En suma, todo lo que al principio me pareció   —158→   en Feíta reprobable y hasta risible y cómico, dio en figurárseme alto y sublime, merecedor de admiración y aplauso. En mi inteligencia surgieron, a manera de flores finas y blancas que creciesen en un solo tallo, el respeto y la estimación hacia Feíta. Mas estos sentimientos, por lo general fríos, y hasta contrarios al engreimiento amoroso, en mí se revelaban turbulentos, ardientes, apasionados. Analizando sutilmente el origen de ellos, encuentro que yo no estimaba ni respetaba tranquilamente a Feíta, porque mi estimación y mi respeto no armonizaban con el sentir de las gentes. Cuando nos inclinamos reverenciosos ante una honesta viuda, ante una tímida virgen, ante una esposa ejemplar, el saludo que les hacemos es representativo: nuestro homenaje cifra y resume el homenaje de la masa, la opinión unánime de la sociedad y del mundo. Esto no podía aplicarse a Feíta. Por mi desgracia, yo creía ser la única persona que en Marineda, en aquel instante, tasaba a Feíta en su justo valor; de suerte que, al estimarla, me ponía en pugna con todos y contra todos, sin el menor escrúpulo ni recelo, desplegando esa hostilidad agresiva, ese espíritu belicoso que despierta en nosotros la contradicción universal. Si bien en Marineda no destrozaban la honra de Feíta, no por eso se la juzgaba favorablemente. Ya dije que auguraban muy mal de su porvenir, y vaticinaban que por las peligrosas sendas que recorría iba a despeñarse. Actualmente su conducta se calificaba, sino de liviana y criminal, por lo menos   —159→   de chocante e inconveniente, y se hablaba harto de la vergüenza que sufrían su padre y hermanas mirando convertida en «maestra de primeras letras» a toda una señorita de Neira, con su correspondiente aguilucho en el blasón. Y en efecto, según el criterio de las gentes, las bodas desiguales, los devaneos, los enredos y las trampas no rebajaban tanto la categoría social de la familia de Neira, como el hecho de ver a Feíta, cartapacio al brazo, subiendo las escaleras de sus discípulos y cobrando su modesta retribución.

En tales circunstancias, mi respeto y estimación a Feíta eran un sentimiento batallador, que me ponía en pugna con la ciudad entera, sin más excepción que Primo Cova, desde los primeros instantes abogado y padrino de Feíta. ¡Qué extraños somos! En mis diálogos con el maldiciente no me daba a mí la gana de declarar que Feíta tenía razón contra todos. Siempre que se suscitaba esta conversación con Primo Cova, recuerdo haberle llevado la contraria, y al llevársela era sincero; imaginaba que me salía de dentro reprobar la conducta de Feíta. Sin embargo, mentía: era mi yo verbal y superficial el que condenaba a la innovadora, mientras mi yo esencial y profundo, desde lo más secreto de la conciencia, abrazaba sus teorías, la aclamaba, la colocaba en un trono.

¿Al través de qué lente pude analizar la índole de los sentimientos que me inspiraba Feíta? Me reveló su naturaleza algo que, según uno de mis favoritos autores, es tan viejo como el   —160→   mundo, y nació probablemente al punto y hora en que Adán vio a Eva inclinar su frente velada por luengos cabellos, y prestar la orejita cuca al silbo de la serpiente. -¡Los celos!

Muchas veces -apelo a tu experiencia, oh lector, y no te hago la ofensa de creer que no atesoras ninguna- ignoraríamos que estamos enamorados si no estuviésemos celosos. Esa herida ardiente y enconada que no afecta a una parte de nuestro organismo, sino que lo abarca todo como una quemadura extensa y profunda a la vez; que coge el amor propio -la superficie-, y penetra más adentro -hasta la sensualidad y la ternura-, esa herida, digo, nos revela el alcance de nuestra sensibilidad, descubriendo la verdadera posición de nuestra alma. Mientras creí que nadie pensaba en Feíta sino para reírse de sus extravagancias, no imaginé que podía sentir por la chiquilla más que un afecto de índole amistosa. Desde que supe que alguien había visto en ella el ideal, conocí que también en mi interior latía ese mismo sueño, y comprendí que estaba bajo el imperio del tirano del orbe. Lo comprendí con un terror tanto más grande y natural, cuanto que aquello no podía parecerse a las escaramuzas a que estaba yo habituado; al simulacro y al juego -que juego y todo me había arañado dolorosamente, a poco que me descuidase, la epidermis del corazón-. Feíta no tenía nada de común con la larga serie de mis idílicas novias, todas coquetillas, tiernas, pasivas y asiduas al amor, y muy preocupadas de santificarlo por medio de las   —161→   bendiciones. Yo adivinaba que si Feíta me quisiese, si Feíta llegase a compartir mi estado síquico, lo que pudiese haber entre nosotros -llámese amorío, llámese noviazgo, llámese... otra cosa peor... o mejor... como quieran Vds. calificarla, según la severidad de sus principios o el humor de moralista que gasten, Vds. en este momento- se diferenciaría enteramente de lo que yo archivaba en el armario de mis recuerdos y en el ligero cofrecillo azul de mis esperanzas... A Feíta no la podía prever; no podía imaginar la expresión de su rostro cuando mirase rendida, ni cómo arrebolaría la emoción amorosa aquellas mejillas descoloridas por la lectura, ni qué fluido derramaría el cariño en aquellos serenos ojos de Minerva, ni cómo latiría al agitarse de amante zozobra y felicidad aquel seno de líneas apenas perceptibles bajo el paño rudo de su masculino chaquetón. ¡Peligrosísimas suposiciones, y con qué prisa me consagré a apartaros de mí! Erais las primeras gotas de un veneno mortal, y volví la cabeza rechazando vuestra copa que me convidaba. «Hagámosle -resolví- la cruz a Feíta... Ni verla, ni oírla, ni entenderla... ¡Ah! ¡Cuánta verdad dijo el que dijo que donde menos se piensa salta la liebre! Todavía creo y espero que este arrebato ha de ser un calenturón de la fantasía, y que en realidad Feíta no me ha apresado; y mientras puedo resistir y mandar en mis acciones ¡distancia, pared de hielo, y si es menester, derivativos, remedios heroicos... A cualquier precio la salud!».



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ArribaAbajo- XVII -

La resolución de curar un mal de amor privándose de la vista y trato del ser querido, es como los demás remedios que suelen recetar separa la gran enfermedad sentimental: útil si el mal es leve, inútil si ya se ha apoderado del alma. Abstenerse de la vista para quitar la afición es como pretender extinguir la sed apartándose de la fuente cuyas aguas son las únicas que pueden apagarla. Yo empecé a practicar el sistema de alejamiento: salí por las mañanas a fin de no encontrarme en mi habitación cuando Feíta fuese a la librería: renuncié a dar paseos largos, por si la casualidad hacía que nos tropezásemos en algún huerto o en algún peñascal de la ribera: a casa de Neira, ni arrastro: la Pecera fue mi asilo. Mas noté que con este género de vida no me sufría a mí propio. Lo de menos era el cambio de mis hábitos: lo grave, mi estado moral: mi descontento, mi inquietud, el estéril hervor de mi fantasía, y especialmente   —164→   la desagradable sensación, nueva para mí, de fastidio -preciso es llamarle por su nombre-, de tedio mortal, el verdadero cáncer del celibato, que antes no había padecido nunca, ni durante mis noviajos sosos, ni al romperlos, ni en las temporadas en que me hallé absolutamente solo conmigo mismo... Este tedio no era sino la protesta de mi sensibilidad reprimida, la plétora del corazón que quiere funcionar, que reclama su parte de emociones, de fruiciones y hasta de sufrimiento -los vapores nerviosos que, al acercarse la edad madura, obscurecen el cerebro del hombre como desequilibran el temperamento de la mujer...- Que no se puede ser impasible; que necesitamos sentir, aunque el sentir nos atormente, y que ciertos estados del alma no piden retraimiento, piden guerra y conflicto...

Desde que me impuse, como penitencia saludable, la obligación de no ver a nadie de la familia Neira -ni siquiera al papá- me entró un deseo extraordinario de saber de ella, pareciéndome que sólo en aquella casa podría quitárseme el esplín. Oía hablar continuamente de las muchachas en la Pecera, a donde concurrían por la tarde Baltasar Sobrado y el gobernador, que recibían bromas picantes, y las rechazaban con ese tono de afectación y reserva -la peor, la más sospechosa de las actitudes cuando se trata de la honra de una mujer-. Si ellos no estaban presentes, se discutían acaloradamente las probabilidades de boda: había partidarios de que Baltasar acabaría por casarse, y   —165→   otros que no lo creían posible. Estos últimos alegaban, como razón concluyente, que D. Baltasar no se decidiría a contraer matrimonio mientras el compañero Sobrado le tuviese bajo la amenaza de volar con dinamita la casa, y a su padre dentro. Era público y notorio que se jactaba de realizarlo, y muchos le suponían capaz de cumplir en todas sus partes la amenaza. «Ese Sobrado es un mozo crúo» -decían-, «no se achicará. Si se casa D. Baltasar, ya puede hacerlo en secreto, largarse de Marineda y no volver en veinte años. De otra manera... ¡puum! Habrá toros y cañas». Algunos se mostraban escépticos: el compañero sería probablemente lo mismo que todos sus correligionarios, que si cumpliesen cuanto anuncian, no quedaría a vida un mosquito. Perro ladrador nunca mordedor, y no es tan fiero el león como la gente lo pinta. Que D. Baltasar se riese, que D. Baltasar no hiciese caso de espantajos, y el compañero le dejaría en paz, máxime si D. Baltasar tenía la feliz ocurrencia de señalar a la madre del compañero una pensión que permitiese a este respirar con algún desahogo y no trabajar como un negro en la imprenta de El Nautiliense -donde muchas quincenas no se cobraba, sobre todo cuando los de El Nautiliense no gozaban las dulzuras del poder...

Estas discusiones acerca del compañero eran como de encargo para avivar en mí el recuerdo y la imagen de Feíta. Siempre que se nombraba al tipógrafo, yo pensaba en la niña, y por centésima vez discurría, mortificado y sobresaltado:   —166→   -«Pero podrá ser que acepte semejante galán?». -Analizaba las palabras de Feíta cuando en la librería me enteró de su encuentro con el compañero, sus expresiones de simpatía, la afirmación de que le había parecido ilustrado, la indulgencia de su modo de juzgar al joven socialista. ¿Y por qué no había de agradar este a mujer tan excéntrica, que probablemente tenía un ideal opuesto al de las demás señoritas marinedinas? ¿Qué importa una blusa, qué una gorra, qué una camisa sin planchar, a quien como Feíta desdeña formulismos y busca directamente la inteligencia y el carácter? La misma personalidad del compañero, amigote y corresponsal del célebre Pablo Iglesias; sus discursos en los meetings, su actitud de propagandista -todo añadido a su juventud y a su hermosura varonil, que sólo necesitaba algo de aliño para brillar-, eran razones más que suficientes para que Feíta pudiese ablandarse y compartir un sentimiento siempre halagüeño para la mujer.

De las angustias de los celos, tal vez la más cruel es la que podría llamarse la obsesión del rival. Extraño género de padecimiento, curiosa forma de una pasión en que todo es ilógico. Aunque mis celos no revistiesen el carácter siniestro y feroz que adquieren después de que nos ha pertenecido una mujer, la manera de ser libre y rebelde de Feíta hacía que, a pesar de su doncellez, me inspirase esa furia que sólo suele inspirar la casada: matiz psicológico difícil de explicar, pero que se comprende. Ya   —167→   he dicho que esta ponzoñosa mordedura de los celos fue precisamente la que me reveló mi trastorno. Si yo pudiese esperar convalecencia, perdería la esperanza al ver que pensaba a todas horas en el compañero, y notar el singular afán que tenía de verle, de fijarme bien en su cara, de detallarla con la ardiente y sagaz ojeada del enemigo.

Fue tan terco el antojo, que empecé a rebuscar pretextos para cumplirlo. A mano tenía la excusa que siempre nos damos a nosotros mismos cuando cedemos a los impulsos desordenados de la voluntad. La comisión de D. Benicio Neira estaba sin cumplir, lo cual no me parecía justo. D. Benicio fiaba en mí; me había encargado de explorar al compañero; yo había prometido hacerlo, y la palabra obliga. Mi lealtad me impulsaba a tener una entrevista con el tipógrafo. Al menos, así quise creerlo.

Desde que hallé el pretexto, me faltó tiempo para aprovecharlo. Ansiaba la hora de encontrarme con el agitador, de saciar mi curiosidad hostil mirándole como sino le conociese. Realmente, aunque le había visto mil veces de lejos y en la calle, hoy el compañero era para mí otra persona, y su faz, su voz, su aire habían adquirido el valor y la significación que tienen los menores detalles del individuo que influye poderosamente en nuestra vida afectiva.

¿Cómo acercarme a Sobrado de manera que le permitiese acogerme sin desconfianza? Una conversación con el gobernador me dio la entrada en materia. «Sabe V., Pareja -dijo Mejía   —168→   en la Pecera una noche, momentos antes de descolgar el abrigo para irse a la tertulia de Neira-, que debía algún bien intencionado prevenir a ese mocito... al compañero, vamos, al tragaldabas que trae aterrorizado a medio mando, de que si no se modera y deja en paz al amigo Baltasar, va a encontrarse con la horma de su zapato?». Al hablar así, el rostro de Mejía mostraba una dureza semiburlona, una expresión de desprecio agresivo, de mal agüero para el socialista. «Puede que ese nene se figure que yo le he de dejar ser aquí o terror dos burguezes... Ha escogido un mal momento. Tenemos instrucciones categóricas... y ejemplos del sistema que hay que seguir con los espantapueblos. Si inicia trabajos para preparar la manifestación y la huelga del primero de Mayo, se ha caído. Y aunque no los inicie, como yo vea que se siente ni el olor de la dinamita, o que la nombran solamente... No pienso anunciar medidas de represión. Eso sería dar la voz de alarma. ¡Chitito, y que se le vaya un pie al compañero!... ¿No me acompaña V. a casa de Neira? ¡Pillín! A V. le han dado calabazas, no me cabe duda...». Y Mejía se eclipsó, dejándome en posesión del recurso que necesitaba.

Avistarme con el tipógrafo no me pareció difícil. El Nautiliense salía a luz por la mañana, y se componía y tiraba de noche. El compañero no entraba a trabajar hasta las ocho bien dadas. Hacia las siete se le encontraba de fijo en un cafetucho llamado «de América», y medio escondido bajo los soportales de la Marina, casi   —169→   frente al Espolón, lugar frecuentado por la gentualla del muelle. Allí me resolví a buscar a mi rival, y al otro día de mi conversación con el gobernador, entre dos luces, y vestido del modo que juzgué más a propósito para entrar en establecimiento tan ajeno a mis gustos y costumbres, pasé el umbral del cafetucho y fui resueltamente a sentarme ante una de las mesas de zinc, manchada y pegajosa de las copas y del café que en ella se había servido a los marineros y a los cargadores.

Fue uno de los momentos en que mejor he sentido la diferencia entre las clases sociales. Aquel recinto mal oliente, oscuro y angosto, con el piso sucio de gargajos y colillas, alumbrado por lámparas que atufaban y que habían señalado en el techo un círculo negro, servido por un mozo de remendada chaqueta y macilento rostro reñido con la navaja barberil desde hacía un mes, era la Pecera, era el centro recreativo del hombre de quien se me ocurría estar celoso. Allí venía a descansar de sus fatigas, a exaltarse con los periódicos, a saborear la taza del negro brebaje de infusión de bellotas, el hijo espúreo, el guripa del arroyo, el político por desesperación, el jornalero a quien yo juzgaba capaz de hacer latir el corazón de una señorita, que, por emancipada que la supongamos, no podía haber suprimido de repente los escrúpulos de delicadeza de la mujer, la cual difícilmente olvida las distancias y hasta las diferencias de jabón y de planchado en la ropa. Si yo advertía repugnancia profunda   —170→   a aquel lugar innoble, vivo deseo de abandonarlo, y una especie de náusea cuando el camarero me puso delante, a petición mía, una botella de cerveza y una turbia copa, ¿qué sería para Feíta la proximidad de un obrero, de un tío de blusa, que llevaría en la piel rastros de su profesión y la atmósfera de sitios como este y otros peores?

Mi opinión, se modificó apenas entró el que yo esperaba, el compañero Sobrado, hacía quien me dirigí, tendiéndole la diestra.



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ArribaAbajo- XVIII -

Mis ojos se clavaron en él, estudiándole para establecer esa comparación minuciosa, forma inevitable de los celos. Y aunque mi vanidad y mi amor propio sufran, debo confesar que reconocí ventajas en el tipógrafo. Veintiséis años contaría, y a pesar de ciertos rasgos fisionómicos en que había sellado su paternidad don Baltasar, a quien se parecía era a su madre, a la hermosa cigarrera, flor de la Fábrica de tabacos, y ejemplar popular de lo más neto y brioso. Hay tipos femeninos que ganan al ser transmitidos a un varón. El de la Tribuna, aunque magnífico, siempre me había parecido material. En su hijo resultaba, si no exquisitamente fino, más espiritual e inteligente. El tipógrafo era moreno; sus facciones expresivas, que apenas empezaba a marchitar el trabajo nocturno, tenían alma, unida a esa corrección de líneas que se observa en los modelos italianos; su bigote chico descubría una, boca   —172→   fresca, unos dientes blancos e irreprochables; su pelo se rizaba y caía gracioso sobre la lisa frente, y sus ojos negrísimos, algo tristes, cuando hablaba despedían fuego. Una blusa azul, casi nueva y mal cortada, desfiguraba las buenas proporciones de su cuerpo, que así y todo se adivinaba nervioso y robusto. En suma, mi presunto rival había salido guapo e interesante como cree el vulgo que salen siempre los hijos del amor, criaturas a quienes la desgracia o la dureza de un padre sujeta a una esfera social para la cual no nacieron. La cara del socialista era una protesta contra la suerte. En lo físico y en lo moral me pareció -y al notarlo me reconcomí de despecho- que el mozo era pintado para ocupar la imaginación de Feíta, como Feíta ocupaba la mía. No tenía yo delante a un adocenado obrerete, a un pelagatos por el estilo del que venció la afectada esquivez de Tula, la hija mayor de Neira. El compañero reunía condiciones especiales; quizás entre los que en Marineda vestían levita no existiese ninguno tan a propósito para impresionar a la extravagante como aquel galán de blusa y gorrilla de seda.

Cuándo le tendí la mano, dudó y retrocedió: su actitud fue hosca y glacial; al fin, venciéndose, me alargó la diestra a su vez. La presión con que correspondió a mi movimiento me pareció nerviosa; la mano estaba fría: un pedazo de mármol que suda. Acaso estrechaba por primera vez la diestra de un burgués; acaso recelaba que yo me burlase de él tratándole con   —173→   demasiada cortesía. Me dio sordamente las buenas noches, y le convidé a sentarse a mi mesa. «Tengo que hablarle -dije sin rodeos- y creo que aquí es buen sitio. ¿Nos oirán?».

-No -respondió, mirándome de soslayo y como si se aprestase a defenderse-. Aquí se tratan cosas más reservadas que las que V. pueda traer. Colocándonos en el rincón, ¿ve V.?, cerquita del soportal... y bajando la voz... se van las palabras hacia la calle, y esos que juegan al dominó allá atrás sólo podrían coger, caso que atendiesen, alguna palabra suelta.

-¿Qué va V. a tomar? -pregunté, trasladándome al sitio indicado por el socialista y situándome de modo que el ruido del diálogo se perdiese al aire libre.

-Café -respondió-. Vengo de cenar, y aquí echo la taza de café y la copa todos los días.

-¿Copa... de algún anisado... de... de aguardiente?

-Dispense... De fine champagne.

-¡Mozo, coñac del mejor, y dos tazas de café! -ordené, sin dar indicios de que me sorprendía tal refinamiento.

-Sírvase decir lo que guste, porque sólo dispongo de veinticinco minutos. Tengo que largarme a la imprenta. Los hijos del trabajo no derrochamos el tiempo como...

-Como nosotros -respondí sonriendo, no sin un matiz de ironía-. No le robaré a V. más que esos minutos, si V. se hace cargo de que me guían las mejores intenciones.

-Sepamos de qué se trata -barbotó con desconfianza   —174→   y mal humor, apoyando los codos en la mesa y la quijada en las palmas, de suerte que la carne de sus mejillas, subiendo a los ojos, se los achicaba extrañamente. En aquella posición me pareció feo y ordinario, lo cual me consoló.

-Se trata de un aviso que quiero darle a V.

-¿Un aviso?... Y V. ¿a honra de qué santo me da avisos a mí? Por interés mío no será, de seguro.

-¿V. qué sabe?

-¿No he de saber? Sin cuidado le tendría a V. y a los otros que yo reventase... En fin, sea por lo que sea, venga ese aviso, qué yo lo tomaré... si se me antoja.

-Muy lógico -respondí sin poder reprimir a mi vez la irritación-. V. no se fíe de mí, pero escuche y haga luego lo que le parezca.

-Convenido... Aquí tenemos el café... Déjalo -ordenó al mozo-, yo lo serviré, yo colocaré las tazas... ¡Lárgate! -repitió con imperio. Y mientras el socialista ponía azúcar y vertía la infusión humeante, yo, procurando dominarme y expresarme con tono franco y cordial, dije ensordeciendo la voz, pero articulando bien:

-No trate V. de solemnizar el primero de Mayo... No incite V. a la huelga, ni organice manifestaciones, meetings o números extraordinarios de periódicos... Procure que su nombre no aparezca mezclado directa ni indirectamente en ningún complot ni en el disparo de un petardo, aunque sea de esos con que juegan   —175→   los chiquillos... Entérese V. de cómo acostumbra proceder este gobernador; de cómo procedió en Guadalajara, por ejemplo, con los carlistas...

-¡Este gobernador -interrumpió con sorna el tipógrafo- es la gran ficha! Les debería avergonzar mandarnos gente así, si les quedase cara honrada adonde saliesen los colores de la vergüenza.

-No discuto con V. la personalidad del gobernador -respondí, poniendo a pesar mío en la entonación del con V. cierto desdén-; pero sea lo que quiera este gobernador, parece que viene resuelto a no consentir que se turbe el orden en lo más mínimo. Aquí entre nosotros... sepa que hay autoridades que... que casi se alegran de hallar ocasión de hacer un escarmientito y enriquecer su hoja de servicios... Más le diré a V., por si aún no le basta. Y es que... en las esferas oficiales... hoy... prevalece el criterio de... de no sujetarse a los medios de estricta legalidad... porque la ley... a veces... cohíbe... y... En fin, que después de esta advertencia leal... V.... echará sus cuentas y se tentará la ropa.

El compañero guardó silencio, ocupado en llenar nuestras copas de coñac. Terminada la operación, irguió la cabeza y me miró un rato, frunciendo las cejas y con el rostro contraído por la intensidad de la reflexión. Así como suele verse el paso de las nubes que ya encubren ya descubren un trozo de cielo, veía yo las pupilas del mozo, tan pronto luminosas como veladas   —176→   por la sombra de sus turbias cavilaciones. Por fin tendió la mano hacia la copa de licor, y bebió lentamente un sorbito; se pasó la lengua por los labios, y con sonrisa agridulce y astuta, profirió estas palabras:

-¡Cuando V. va ya estoy yo de vuelta! Siento que me haya tomado por un infeliz... V. calcularía: a un obrero cualquiera le engatusa... Soy de esfera superior, y este, a mis primeras palabras, ¡boca abajo!

Se me encendieron las mejillas. El compañero, al paso que crecía mi confusión, recargaba el mortificante carácter de su sonrisita mofadora.

-De dónde saca V.... -murmuré tragando quina a grandes dosis- que mis avisos...

-¡No se moleste más, no se moleste más! - murmuró él con una ironía mansa y resignada que me cortó doblemente los vuelos-. Sería raro que a un hijo del pueblo le hablase un señorito con el alma en la lengua. Se han tragado Vds. que somos unos chiquillos, y que con gritarnos desde lejos: «Ahí viene el coco» o «mira que te encierro en el cuarto obscuro», nos ponen más blandos que un guante. Viven equivocados, y algún día se desengañarán. Con esos resortes poca carrera haría V. de mí D. Mauro. Y más valdría, entre hombres que se afeitan, decir las cosas reales: esto, y esto, y esto, y si no lo quieres así te abro en canal... V. no se ha llegado a este café de mala muerte para evitar que yo me comprometa el primero de Mayo. Ea, le voy a dar una leccioncita   —177→   de claridad y de verdad; voy a cantarle por qué viene V.... y otros secretillos.

-Si lo toma V. así... -dije, haciendo ademán de levantarme ofendido y adusto.

-No, perdone V.; yo le he escuchado, y V. me ha de oír, porque supongo que a menos no lo tendrá.

-¡A menos! Haga V. el favor de dejarse de inocentadas. Ni yo me considero superior a V., ni me acuerdo siquiera, en este momento, de burgueses y proletarios y demás andróminas. Soy un hombre que habla a otro hombre...

-A su igual, ya lo sé -contestó con torvo ceño el compañero-. A su superior en lealtad... Voy a enseñarle el juego.

Callé porque me subían a la boca réplicas agresivas, y el anuncio de las revelaciones del socialista me interesaba demasiado para que no me contuviese.

-Si V. se ha dignado venir aquí -no me interrumpa- es porque hay en Marineda dos personas de su clase de V....

-¡Dale con las clases! -gruñí para mis adentros, impaciente, olvidando que al entrar en el cafetucho también yo pensaba en ellas.

-De su clase de V.... y que me han cogido... un poco de asco... un respeto... en fin, boberías. Al aconsejarme que no turbe el orden, lo que V. me aconseja es que no quite el sueño a D. Baltasar Sobrado y a su futuro suegro D. Benicio Neira. ¿Acerté?

La ocasión venía rodada; el mismo enemigo   —178→   me presentaba el flanco; y simulando un arranque de franqueza respondí:

-Para que vea; acierta V.... en parte, en parte. Esas personas a quienes V. se refiere... han recibido cartas... cartas anónimas... cartas para asustar, para molestar. En ellas se habla de venganza, de justicia, ¡de muerte!, y se alude a la posibilidad de un atentado semejante a los que por medio de substancias explosivas se han cometido en Barcelona y en París. V. en esas cartas ni aun trataba de disimular la letra; y con ellas en la mano, no este gobernador, pero el funcionario más tolerante, encontraría tela para...

-Para echarme a presidio -pronunció con calma el compañero, bajando la voz hasta convertirla en un susurro, a causa del grave giro que iba tomando nuestro diálogo-. Ya lo sé. En el terreno en que me he colocado y dada mi resolución actual, no me importaría. -Hizo una pausa, y apuró lo que restaba de su copa de coñac-. Para demostrar -prosiguió- que le doy un gran ejemplo de franqueza, le diré que lamento haber escrito esas cartas. Cuando las escribí me encontraba ofuscado, medio loco, porque tuve un arrebato... vamos, así como un calenturón... al enterarme de la conducta de mi padre -de mi padre, ya sabe V. quién es- para con mi madre. Ella, la pobre mártir, nunca me había querido contar esta historia. Cuando oyó que D. Baltasar pensaba casarse, me reveló ciertas cosas. Y claro: la primer idea, vengarme y que saltasen todos   —179→   por los aires y que se los llevase judas al infierno. A V. le parecerá muy mal, y me creerá un monstruo, una fiera; ¡pero V. qué sabe! ¡Ha nacido V. con el pan asegurado; no ha tenido frío nunca por falta de ropa; no le han escupido a la cara el desprecio, porque no tenía V. padre, y porque su madre, al darle a V. a luz, perdió la honra, su único caudal! La injusticia social no ha pesado sobre V.; por mejor decir, la injusticia social le ha sido favorable. Ha cogido V. sitio a la sombra. Yo me aguanté con la cabeza al sol, y los sesos se me requemaron. A puntapiés me destetó el pícaro mundo. Y a puntapiés me empujaría a la hoya, si yo no fuese capaz de valerme. Me valdré. ¡No faltaba otra cosa! ¿Que las leyes, que las costumbres, que todo es iniquidad? Pues me tomaré la justicia por la mano. El que viva verá lo bueno. También yo he aprendido que en ciertos casos la legalidad no vale tres caracoles. ¡Ah! Estoy decidido. Y ha de ser pronto, así como así, ¡día que se pierde, no vuelve!

-¡Chist! ¡Bajito! -exclamé alarmado, porque a pesar suyo la voz del compañero vibraba-. ¿Ve V. -proseguí- si vuelve a recaer en los delirios que le dictaron aquellas cartas que pueden perderle?

-Para que V. comprenda -respondió él con sombría y repentina tranquilidad- lo natural que es que a veces me vaya del seguro, como ahora, le diré que si temo ser perseguido no es por las cartas que escribí a D. Benicio Neira. Me parece incapaz de denunciar a nadie.

  —180→  

-Es, en efecto, un santo.

-O un lila -continuó el tipógrafo sonriendo con hiel-. Lo cierto es que si de alguien recelo que me tienda asechanzas para dar conmigo en Ceuta o Melilla, es de... de mi propio y amoroso papá... ¡Ese, ese! -repitió crispando los puños-. Ese... ¡como ese pudiera desembarazarse de mí! ¡Ah! Pero le prometo que se lleva chasco. Se ha de hablar de este asunto años en Marineda.

-Ya está V. otra vez fuera de quicio. ¿No decía V. que le pesaba haber escrito esas cartas, haber pensado en violencias?

-Y lo repito. No debí escribir tales papas, ni soñar en tal colocación de cajas explosivas. Eso se hizo, se hizo... por espantar... ¿Sabe V.? y al pronto es cosa que seduce: parece que al estallar el chisme va a hundirse el mundo. Pero ya va pasando el furor de la dinamita, porque resultaba una castaña de las gordas. La máquina salta o no salta. Bueno, que saltó. Si no hace cisco al mismo que la coloca ¡y ya es suerte!... rompe cuatro vidrios, perniquiebra a una portera infeliz que de nada tiene la culpa, y deja tan frescos y tan sanos a los que pretendía castigar. Y la policía le trinca a V. y le mete en chirona, y viene el juez y le envuelve... y al grillete... o a otra cosa más fea... ¡Ah! Que vivan tranquilos, que salgan, que entren... El compañero Sobrado no pondrá bombas en el portal ni en la escalera de nadie. ¡Y en la escalera de esa casa... menos que en ninguna!

Al pronunciar esta sencilla frase, la cara del   —181→   tipógrafo cambió; de alterada y contraída se volvió radiante, se dilató, y en sus ojos se descubrió de una vez limpio el trozo de firmamento. No pude dudar: esa casa... quería decir la casa de Feíta.

-Que se les pase el cerote -continuó casi afable, mirándome como con fisga-. Puede V. decirles a sus amigos... y a la autoridad, que por el compañero Sobrado ni se alterará el orden, ni estallarán petardos, ni habrá meeting, ni manifestación. Los demás... no puedo yo responder por ellos; por mí respondo, y mi palabra es palabra.

-¿Según eso renuncia V. a... a toda violencia?

-¡Ah! Eso no le importa a nadie, y en mi derecho estoy al callar -contestó el agitador levantándose y calando la gorrilla sobre los copiosos rizos-. Poco ha de vivir el que no lo vea. Y al Sr. de Neira... agradeceré que le diga que, lejos de intentar molestarle, me complacería servirle, y que puede disponer de mí y de cuanto valgo, y que este ofrecimiento no es palabrería, que me sale de aquí -y el compañero se golpeó sobre el corazón-. Pero si se empeña en que su hija Doña Rosa ha de ser la señora de Sobrado... que pierde el tiempo. Que la busque otro marido. Y adiós, D. Mauro: celebro conocerle personalmente. Aunque sé que no vino V. para hacerme ningún favor... es lo mismo, D. Mauro. No haya rencores. Si me quiere mal, no puede hacerme daño; y si me desea bien... no está en mano de V. mi destino. Estas me valdrán -añadió, abriendo las   —182→   anchas y musculosas manos-. Amigos no podemos ser, porque esto -y sacudió su blusa- lo impide. No importa; si me necesita... Abur.

Fuese rápidamente, porque era la hora de su trabajo, y yo quedé más confuso que antes de venir, más picado de la víbora de los celos, cortado, preocupado, con el presentimiento de que algo serio latía bajo aquellas gastadas y cursis diatribas antisociales.



  —183→  

ArribaAbajo- XIX -

Al dejar el café reconocí que salía derrotado. La entrevista con el tipógrafo no había dado más fruto que el de redoblar mis inquietudes y exasperar mi deseo de ver a Feíta, de disfrutar la picante delicia de su conversación, y de discutir sabrosamente, pareciéndome que un palique con la chiquilla era lo único que podía quitarme la murria, y a la vez, que en ese palique descubriría yo la veta de su sentir y sabría hasta qué punto la era o no indiferente el peligroso compañero. Tuve, sin embargo, valor para resistir y para recogerme aquella noche sin ceder a la tentación de presentarme en la tertulia de Neira; pero no estaba en condiciones de luchar más contra mí mismo; no en balde me habían acostumbrado a darme gusto, a evitarme sensaciones penosas o desagradables; no en balde era mi propio niño mimado. Perdemos la disciplina moral, y con ella el vigor; la filancia, que nos acaricia, nos enerva.   —184→   A la mañana siguiente, llegada la hora en que Feíta acostumbraba visitar la biblioteca, no salí de casa, y esperé con ansia digna de un cadete el ruidito del mueble o el susurro de la hoja volteada. Oí el campanillazo; sentí andar en el pasillo... y no tardé en comprender que se encontraba Feíta en el cuchitril. Me levanté, corrí gozoso a herir con los nudillos la puerta... y al primer golpe, otro golpe respondió desde adentro. Al mismo tiempo que yo la llamaba, me llamaba Feíta a mí.

Volví el picaporte y entré. La muchacha me esperaba de pie, con el sombrero puesto, sin haber tocado a un libro.

-Venga V. -dijo con una seriedad muy distinta del tono desenfadado y chancero que habitualmente gastaba-. Rabio por verle.

-¡Qué casualidad, Feíta! -exclamé, mirándola con avidez-. Rabiábamos los dos... yo sobre todo. Pero ¿qué sucede? ¿Ocurre algo grave? ¡Si parece V. otra! ¿Está V. enferma?

-Enferma, no; disgustada, muy disgustada, sí. Quiero contarle mis penas... ¿No le fastidio? Sea franco. Necesito que me oigan, que me consuelen, que me ayuden.

Sentí que se me iba el alma hacia Feíta, en quien por primera vez apreciaba un rasgo de flaqueza femenil, algo que me halagaba y enternecía. La independiente venía a someterse, a que la sostuviese mi brazo... Un intenso goce, una emoción que no supe disimularme embargó, y mi cara debió de traducir esta ráfaga de engreimiento viril, porque a su vez el rostro   —185→   de la indisciplinada se suavizó y despejó, sus labios se entreabrieron, y sus ojos verdes me enviaron un rayo, no quiero decir de cariño (sería mucho asegurar), pero sí de simpatía y concordia; de algo sumiso, ingenuo y dulce, que me transportó al quinto cielo: ¡tal y tan profunda era ya mi herida!

Siéntese V. -pronuncié solícito-. Así... aquí... Descanse, tome aliento, acepte un caldo, o una copa de buen Jerez... Esta V. pálida, ¡ya lo creo! y muy desencajada...

-Acepto el caldo -contestó la muchacha-. No me he desayunado aún. Tengo frío y debilidad, y la debilidad es tan mala consejera, que estuve a punto de soltar el trapo a llorar cuando le he visto a V. ¡Yo llorar! No me ha sucedido otra desde que mamá se murió y desde que yo era así -y bajó la mano-. Aborrezco los pucheros y las lagrimitas. Deme ese caldo... y también, también el Jerez.

Salí para pedir lo que Feíta deseaba, y después de una breve conferencia con doña Consola, volví a la librería y encontré a la niña recostada en el sofá de crin, en actitud tan meditabunda, que podía graduarse de melancólica. Me apresuré a sentarme a su lado, conteniendo las ganas de apoderarme de sus manos -manitas ya bien cuidadas y pulcras- y apretárselas para comunicarle la efusión con que solicitaba ser su guía y su apoyo.

-Hasta que tome el caldo no hablo -dijo con abatimiento-. Me faltan ánimos.

Cinco minutos a lo sumo tardaría en aparecer   —186→   la insigne patrona, y en presentar a Feíta el sopicaldo más caliente, restaurador y bien calado que pudiera soñar un enfermo. Yo mismo escancié la copa del rancio oloroso, y ofrecí los bizcochos ligeros y crocantes. Feíta comió y bebió con gusto y ansia; a cada cucharada, a cada sorbo, se la veía revivir. Tal vez la pobre niña llevase mucho más tiempo del que decía sin probar bocado. En esta suposición me confirmó el oírla exclamar:

-¡Qué bueno estaba! Dios bendiga a doña Consola... Desde ayer por la mañana se me cerró el pico... ¡Ay! Esto es otra cosa, Abad. ¡Maldito cuerpo, que no ha de pasar sin lastre!

Así que doña Consola recogió la taza vacía, dejando la botella y la copa «por si acaso», me acerqué a Feíta nuevamente.

-Sepamos qué ocurre -dije en tono que convidaba a la expansión-. Aquí me tiene V. todo envanecido de que me elija para confidente...

-¿Pues a quién había de elegir?... Hace tiempo que mi padre no le calla a V. cosa ninguna... De cuantos vienen a casa... sólo V.... sólo V. no entró en ella para dañarnos. V. se ha portado mejor que todos. Sé que reserva V. lo que le dicen, y se me figura que no me desea V. ningún mal. ¿Verdad que no me lo desea?

-¡Qué criatura! -exclamé conmovido-. Toda clase de bienes. Si me he peleado con V. más de cuatro veces, ha sido por... por eso... cabalmente por eso. Buenos deseos, amistad... interés que...

-No lo dudo -declaró ella, sacándome sin   —187→   querer del atolladero-. Por eso resolví despedirme de V.... y que no ignore el motivo de mi marcha... De pedir favores a alguien...

-¿Su marcha de V.? -interrumpí aturdido.

-Me voy a Madrid... a ver si allí puedo encontrar trabajo suficiente para mantenerme.

-¿Pero qué significa esto? ¿Qué arrechucho?...

-No hay tal arrechucho. Las ganas de emigrar las tengo de antiguo. Además, mi casa... ¿Le parece a V. que yo encajo bien en mi casa? No hay idea, no hay pensamiento, no hay cosa de este mundo en que estemos conformes los que viven a mi lado y yo. A mí se me figura que allí no se hace cosa al derecho; y ellos piensan que yo deliro. Disputas vanas, choques continuos, asperezas, caras de cuerno, belenes... eso es allí el pan de cada día. Yo repruebo el modo de vivir de mis hermanas; ellas dicen que el mío las pone en berlina, y que no quieren por hermana a una maestra, a una rara, a un marimacho. Cuanto oigo, cuanto veo, en vez de contribuir a que me perfeccione, a que valga más, no hace sino agriarme, corromperme el hígado. Como dice uno de los pocos poetas que me gustan, «vivir quiero conmigo». En aquel bureo no me encuentro a mí misma, no me conozco, no me poseo, y se me lleva Barrabás. Creí que la libertad consistía en salir sola a la calle. No; también consiste en estar sola dentro de casa.

-¡Ah, Feíta! -murmuré con ahínco y pena-. ¿Ve V., ve V. las consecuencias fatales de   —188→   esa desatinada e imposible emancipación? ¡Ya sueña V. con abandonar el hogar doméstico y con renegar de la familia, imitando a las desatentadas y monstruosas heroínas de Ibsen, que se marchan cuando se las pone en el moño, pegando un portazo... y a correr mundo!

-V. perdone -respondiome Feíta con su brío acostumbrado, que delataba la beneficiosa influencia del caldo y del añejo jerez-. La heroína de Ibsen a que V. alude deja a su marido y a sus hijos. Se dan casos de mujeres que los dejan por motivos peores que los que guían a Nora; pero, en fin, ello es que Nora abandona a tres inocentes. ¡Yo... abandono a varios culpables! No se asuste, ya le probaré que no exagero. Si estos culpables fuesen mis hijos... ¡puede que no tuviese valor para tanto, culpables y todo! No son mis hijos. Por algo he formado la resolución de no casarme. -Los hijos deben de ser una cadena atroz... -No se figure V.: me duelen las niñas pequeñas y mi padre. He de estar tristísima las primeros tiempos lejos de aquí. Desde que me convencí de que era preciso marcharme, no he comido; así me puse tan débil. Pero hay que armarse de valor. Convencida de que debo marcharme, me marchó, y salga el sol por Antequera. Cuanto más pronto...

-¡Hija, hija... cómo se amontona V., y qué pronto abraza decisiones heroicas! Vamos, vamos, agua fría por la cabecita... y tenga la amabilidad de explicarse. Yo no le digo a V. que su propósito... andando el tiempo... preparándose...   —189→   sea malo, sea indigno desaprobación... Por lo mismo que se trata de una cosa que levantará polvareda, hay qué pensarlo: déjeme V. respirar. ¿Por qué tal prisa?

-Porque... -respondió la muchacha estremeciéndose- porque allá suceden cosas... Así como así, tiene que llegar a saberse, y quiera Dios que no se sepa ya. ¿Me va V. a convencer de que no lo sospecha? Yo, al ver que V., que siempre concurría a la tertulia, falta de ella desde hace un mes, supuse que había olido... Las de Tardejón también dijeron pies para qué os quiero: se han escandalizado, y supongo que llevarán el cuento a todas las esquinas. Y mi padre... mi padre... ¡ciego, sordo, embaucado, echándolo todo a buena parte, creyendo que mis hermanas han encontrado novio!... cuando, lo que han encontrado es...

Hizo Feíta, al pronunciar estas palabras, un gesto tan expresivo, de asco, de desprecio, de repulsión, que cambió su fisonomía y la hizo diez años más vieja.

-¿De veras? ¿Según eso...? ¡Baltasar..!

-Baltasar... y Mejía... ¡sí! ¡Y ellas...! Ya ve V. que debo marcharme... hasta por sentido moral. O me marcho... o se lo canto a mi padre y le doy la muerte... porque a esto no resiste. Sé que no resiste.

-¡Qué infamia! -exclamé-. ¡Los canallas esos! ¡A unas señoritas! ¡A las hijas de tan buen hombre! ¿Pero está V. cierta, Feíta? De Rosa... francamente... ya tenía yo mis barruntos... ¡De Argos, no! ¿No será error de V.?

  —190→  

-Ojalá.

-¿Cómo lo averiguó V.?

-Por... por su descaro -respondió Feíta ruborizándose y con un tono humilde y dolorido, que daba pena.



  —191→  

ArribaAbajo- XX -

Mi hábito de desconfiar de las mujeres, de suponerlas consagradas a la caza del marido, venció en aquel momento a los sentimientos que Feíta despertaba en mí. Noté una especie de frío moral repentino, y acogí receloso las confidencias de Feíta, precisamente cuando estas llegaban al grado de mayor intimidad y abandono, cuando la muchacha no recataba nada de lo que la afligía. Sentí que me ponía en guardia, y me pareció que de pronto mi cariño se sumía como agua en arenal. Sin embargo, continué atento, bien dispuesto en el terreno amistoso. «Procederé como amigo», pensé, «como verdadero y leal amigo, a fin de que si estas son artimañas de una mujer, dotada de gran entendimiento y voluntad, para buscar otro género de protección, no pueda quejarse ni motejarme de que no la aconsejo y sirvo desinteresadamente».

-Vamos, hija mía -insistí en alta voz- no   —192→   sea que se haya V. ofuscado y visto lo que no existe. ¡Quizás la... la intriguilla de... de sus hermanas... sea inocente... o no sea aún tan... tan arriesgada como V. supone...!

La muchacha respiró, se pasó la mano por la frente, y se encaró conmigo, mirándome de un modo que subyugaba por lo límpido y firme.

-Apelo a su sinceridad -dijo-. ¿Puede V., no jurar (detesto los juramentos), sino asegurarme, como hombre de bien, que las relaciones de mis hermanas son puras?

Callé, bajé la cabeza, y Feíta continuó:

-¡Lo ve V.! Por otra parte, dijese V. lo que quisiese, sería igual. No hablo sin pruebas.

-Mire V., a veces una exterioridad... una tontería...

-No me dé V. esa clase de consuelos, Pareja; conmigo no se moleste V. en aplicar paños calientes. No me conoce V.; sin duda no comprende todavía lo que soy... en bueno y en malo... No me asusto de que mis hermanas tengan novio. Casi... casi... no me asustaría de que tuviesen... otra cosa. Me horrorizo, sí, de las circunstancias que rodean esa... flaqueza suya. Aunque en otros terrenos nos entendiésemos ellas y yo (que nunca nos hemos entendido), su conducta en este nos separaría por siempre jamás amén. Rosa... ¿Creerá V. que hasta el explicarlo me cuesta sudores?

La vi palidecer y la oí suspirar acongojada.

-Rosa... ha cedido al dinero. Rosa se ha vendido. Argos... es menos antipática; se ha entregado... por capricho, por curiosidad malsana,   —193→   por novelería, por falta de sentido moral... ¡Ah! y por enfermedad. No vuelva V. la cara. ¡Ya entiendo! La vuelve V., no porque le espanten los hechos de ellas, sino porque le horrorizan mis dichos. Estoy hablando como no hablan las señoritas. No sería V. hombre si no le alarmasen más en la mujer las palabras reflexivas que los procederes ligeros; no sería V. hombre si no negase a una mujer que no quiere delinquir, el derecho a saber en qué consiste el delito.

-Tiene V. razón -respondí, instantáneamente dominado-. No puedo acostumbrarme a pensar que para V. no hay misterios. ¡Es V. tan joven, tan buena, tan lista, tan encantadora!; y añadidas a esas cualidades, ¡la ignorancia, la inocencia, la sentarían a V. tan bien! Son esos fatales libros, son ciertos estudios... impropios... los que destruyeron en V. el mayor hechizo de su edad y de su sexo...

-Si eso fuese un hechizo... poco me importaría carecer de él. No aspiro a hechizar a nadie.

-Pues hechiza V., aunque no se lo proponga -dije requebrándola involuntariamente.

-¡Entonces, auto en mi favor! Nada he perdido... Abad, Abad, hablemos en serio, que los tiempos no están para chanzas. Le puedo asegurar, sacándole de un error, que por los libros y los estudios yo sería aun... eso que Vds. llaman inocente. He leído mil cosas que no comprendí. La clave de ellas me la dio el mal ejemplo que he visto, los tristes cuadros que   —194→   contemplo. La inocencia se puede perder muy temprano, sin leer más que el calendario, y hasta leyendo el Astete. ¿Dónde habrá libro más inmoral que mi casa? -añadió con amarga risa-. Por eso no quiero leerlo. Lo cierro. Si pudiese lo quemaría.

-Rosa -prosiguió después de una pausa en que no acerté a encontrar forma de interrumpir sus dolorosas reflexiones- estaba predestinada a este desenlace, si no encontraba inmediatamente un marido muy rico. Y si encontraba ese marido, estaba predestinada a arruinarle y a cubrirle de vergüenza. Por un retazo de terciopelo, vende Rosa la hostia consagrada. ¡Muñeca sin alma y sin decoro! Increíble parece que cieguen tanto unos trapos. Mire V., contra esa estoy más indignada que contra Argos... No me explico su conducta. La indignación viene de ahí: de que no comprendemos, de que no podemos concebir una acción. Si lo comprendiésemos todo, todo lo perdonaríamos. En mi cabeza no cabe que por un metro de tela se hagan semejantes porquerías. ¡Un hombre gastado y que no la gusta! ¡Un usurero, un prestamista, que ni es capaz de derrochar por una mujer! ¡Vamos, eso no es malo, porque... porque es peor!

-Va V. a oír -continuó frotándoselos párpados con rabia- lo que ha hecho Rosa. Se ha vendido, bueno: pero como es tan necia, como su pobre cabeza está tan vacía, ni venderse supo, y lo que hizo fue ponerse la argolla de esclava, y a mi padre también. D. Baltasar Sobrado, es,   —195→   como V. no ignora, una hormiguita. Tiene a papá sujeto con préstamos que le va facilitando. Puede, cuando le plazca, dejarnos en la miseria. Pues bien; Rosa, en vez de tratar -ya que iba al negocio- de conseguir la libertad de papá, de conservarle el pan de la vejez... ¿cómo dirá V. que cedió a las pretensiones de ese coscón vicioso? ¡Conviniendo Sobrado en que la garantizaría en las tiendas, sobre todo en la Ciudad de Londres, de donde la envían lo que pide sin presentar la factura!

Los ojos de Feíta, al decir esto, chispeaban; sus mejillas ardían, y temblaban sus labios. Era magnífica su expresión de antipatía y desdén, y disipadas mis sospechas enteramente, recobró su influjo y me sentí atraído hacia ella con más fuerza que nunca.

-¿Comprende V.? -repetía-. ¿Ve V. la trampa en que se ha dejado coger esa idiota? ¿Ve V. lo que sucederá cuando mi padre, o tenga que abonar las deudas de Rosa, que ascienden a miles de reales, o que deber el perdón y el abono de esa partida a la garantía y a la generosidad del infame de Sobrado? ¡Ah! ¡Cuántas ganas he tenido a veces de que el compañero le ajuste las cuentas! ¡Y se las ajustará, quién lo duda! ¡Si no, no habría Dios en el cielo!

Mortificáronme estas palabras y volvió a morderme el despecho en el corazón. Aquel obrerito -saltaba a los ojos- había encarnado el ideal de la sabia, y hasta sus sueños de venganza y justicia.

-No sé -continuó Feíta- si será verdad que   —196→   el mucho estudio nos acerca a Dios: yo bien poquito he estudiado por ahora, pero cada día creo más en la Providencia, y en que no hay maldad que al fin y al cabo no se pague. ¡Todos pagarán, todos serán castigados según su delito, y V. lo verá y yo lo veré! Pero no quiero verlo de cerca. ¡Ahí se quedan mis hermanas... según la carne...! con sus intrigas y sus enredos y su afán de conservar la posición, ¡esa manía que tanta parte ha tenido en la desventura de Rosa! Porque Abad, ese es el secreto. Las clases sociales, preocupación maldita, han hecho nuestra desgracia. Somos una familia de origen noble: convenido. Tenemos un escudo donde campean un aguilucho, unos roeles y no sé qué más zarandajas heráldicas. Allá en el siglo XV y en el XVI un Neira fue señor de algún castillejo, y puede que hiciese barbaridades en la guerra. Pero faltó el guano, y cuando mis padres se trasladaron a Marineda, veníamos ya a reducirnos, a dejar nuestro papel de señores de pueblo. Desde que abandonamos la casa solariega y vendimos los trastos viejos y alquilamos un pisito en la capital, entramos en la clase media. De clase media fueron nuestras relaciones, de clase medió nuestro modo de vivir. ¡Y ni aun de clase media ilustrada! No; de esa clase media que ni dirige ni sube. Así y todo, no alcanzaban los cuartos. El varón de la familia, inepto para el estudio; nosotras, mujeres y teniendo que gastar y que exhibirnos, a ver si nos colocábamos. Papá, no decidiéndose nunca a... a hacer algo, a solicitar un puesto, a jugar   —197→   los codos. Su honradez, su modestia, su decencia, le estorbaban... -Mi padre es de otra época, de tiempos en que la sociedad iba más despacio. -Muere mi madre, que hacía milagros de economía. Viene el desconcierto, el préstamo, la hipoteca, los apuros, el trueno. Si hubiese sentido común, si la vida se construyese directamente, sin farsa, con lógica... ahora era ocasión de que bajásemos otro peldañito, e ingresásemos en las filas del pueblo. ¿Por qué no? ¡Si al fin hemos... han de caer, digo, en las de la gente perdida y despreciada! ¿No valdría más que Rosa planchase? ¿No estaría mejor Argos cosiendo? ¡Cuánto tiempo hace que la aconsejé que se dedicase a tiple de zarzuela! A estas horas tendría la independencia ganada con su trabajo.

-¡Eso es imposible, Feíta!

-¿Por qué imposible? Lo imposible es vivir de cierto modo... Que se olviden de ese rótulo que dice: «somos señoritas», y que se coloquen en la única situación honrada que les permiten las circunstancias. Si quieren continuar dentro de la clase media (aunque en su esfera más humilde) entonces... que trabajen como yo. Pero ellas dicen que es una vergüenza trabajar así. ¡En casa -añadió, riendo sardónicamente- la vergüenza, soy yo quien la traigo! Pues he estado bien resuelta, si no encontrase lecciones, a entrar de doncella en una casa de Madrid. Sería pueblo... sí, pueblo... Comería en la cocina, al lado del lacayo... y dirían de mí: La Fe... una cántabra muy viva de genio... que no   —198→   aguanta cosquillas) Y los domingos, en vez de salir a los Tíos Vivos y a los bailoteos y a las jaranas, me iría a ver Museos y a aprender lo que pudiese... Sería pueblo con el cuerpo, lo cual casi me hace ilusión... y con el cerebro sería aristocracia, más que mis amos probablemente... ¿No está V. conforme, Abad? ¿Vale más andar como Rosa y como Argos?

-Y está V. segura -insistí- de que Argos también...

Feíta movió la cabeza afirmativamente, con violencia y tenacidad.

-¿No será una cosa sin trascendencia?

-Es cosa muy de fondo... terrible... Basta que yo lo diga... No me haga V. entrar en detalles. Rosa aún guarda ciertas apariencias, pero Argos, con su desequilibrio y su condición de pólvora, no se recata, y ver a V. lo que tarda en cubrirnos de barro. No quiero ver eso. Me voy. Nada puedo remediar. El favor que solicito de V. es que me preste lo indispensable para el viaje en tercera... y para vivir en la capital los primeros días. Cuatro cuartos, porque ya me han buscado en Madrid lecciones: Moragas, que es mi amparo, me recomienda a unas amigas suyas, que tienen muchas niñas y me admiten como una especie de institutriz... sin diploma y sin residencia... Las casas allí son chicas. Creo que falta habitación para mí. -Hay otra lección, en un colegio, de historia. Habrá que estudiar para lucirse y cumplir bien, ¡tan bien como un hombre! ¡Y puesto que he de pagarle a V. religiosa y civilmente... me conviene   —199→   que me preste V. muy poquito... ¡para desentramparme pronto! ¿Verdad que no me niega V. este servicio? Mucho se lo agradeceré: no lo olvidaré nunca.

Me levanté sin contestar, y comencé a pasear por el reducido espacio del cuchitril. Una lucha se verificaba en mi alma. Las palabras de Feíta, su modo de pensar y de sentir, tan bien manifestado en aquella decisiva conversación, habían acrecentado y desatado, con reacción violenta, mi entusiasmo, actuando sobre mi imaginación, realzando su figura, obligándome, casi a la fuerza, sin aquiescencia de mi voluntad, a estimarla como nunca, y a postrarme rendido a sus pies. Mis desconfianzas, ya que no muertas, reposaban adormecidas por la magia de aquella bravía veracidad, de aquella virtud natural y desenfadada, de aquella pureza consciente y segura de sí misma, de aquella originalidad de pensamiento, que jamás pude imaginar que se encontrase en una virgen de poco más de veinte años. Sentíame arrebatado, conquistado, enamorado a todo trapo, de veras, y un arrebato inexplicable llenaba mi pecho, como si aquel sentimiento singular, que pocos días antes ni sospechaba, fuese para mí una patente de juventud, de salud moral, de energía, la potencia germinativa del alma, conservada en mí y atrofiada antes bajo la plancha de acero del egoísmo. Sí; lo más extraordinario, es que me regocijaba de sentirme en poder de la pasión. Juraría que había crecido. Mi pulso se apresuraba, mis venas hervían, mi cuerpo   —200→   era ligero y ágil como cuando respiramos inhalaciones de éter. ¡Sensación extraña! En aquel transporte me parecía volar... Apenas quería combatir: ansiaba entregarme; rabiaba por dar salida a las palabras que se agolpaban a mis labios y desahogo a la plenitud de mi corazón. Me sacó de aquel estado de positiva embriaguez la voz de Feíta, diciendo festivamente:

-No creí que mi petición le agitase a V. tanto. Figúrese que no he dicho nada. Le pediré a Moragas ese dinero, y aunque por su genio caritativo tiene mil compromisos, de seguro me lo da.

-¡Feíta! -exclamé volviéndome con ímpetu hacia ella, y dejándome caer en el sofá a su lado-. ¡Que ha de ser V. tan lista para unas cosas y tan cerrada para otras! ¿Supone V. que se trata de dinero? Tome V.

Y eché mano al bolsillo y lo vacié sobre la mesa.

-¿Quiere V. ahora mismo mis economías todas? ¿Quiere mi patrimonio? ¿Quiere mis muebles, mis ropas, mis libros?

-¿Está V. en su juicio? ¿Somos chiquillos y jugamos? Me bastan quince o veinte duros.

-Pero si V. no se irá; si V. se quedará aquí... ¡para toda la vida! Desengañaremos a su padre de V.... salvaremos a sus hermanas... arreglaremos esas historias... ¡Si supiese qué contento estoy!

-A mí me parece que está V. fuera de sí -respondió ella levantándose, ya sorprendida y alarmada.

  —201→  

-Y le parece a V. bien. No me haga caso... Es decir, sí... Oigame; no se ría... ¿Quiere V., Feíta... quiere V.... ¡ah! ¡mire que no se trata de ninguna broma! quiere V.... casarse conmigo... inmediatamente?



  —202→     —203→  

ArribaAbajo- XXI -

Apenas articulé estas palabras decisivas, cuando se me figuró que las había pronunciado otro, una persona desconocida que estaba allí, dentro de mí, agazapada en lo profundo de mi ser, pero que no era yo mismo, sino más bien mi antagonista, un espíritu hostil, alguien que procuraba mi daño y mi muerte. ¡Arrechucho de incalculables consecuencias! ¡Repentón sentimental, de que nunca me hubiese creído capaz a sangre fría, en mi sano juicio! Acababa de dirigir a una mujer casadera una proposición de matrimonio en regla, con toda formalidad; acababa de tender voluntariamente el cuello al yugo, y de trazar la línea de mi porvenir con una sola frase, prólogo de la más grave e irrevocable determinación que adopta en su vida el hombre.

Mas no me dio tiempo mi vencedora para apurar el susto de recudida. Al oír mi proposición, permaneció silenciosa, como si reflexionase; sus   —204→   reflexiones -si las fueron-, durarían un minuto escasamente. Rehecha ya de la sorpresa, que no debió de ser floja, me miró con una mezcla extraña de satisfacción y recelo; sin duda -así me lo sugirió la vanidad masculina- la abrumaba el peso de tanto bien, y no lo creía posible ni verosímil. Sinceramente juzgaba yo que el haber ofrecido a Feíta mi mano era rasgo de estupenda magnanimidad, y que cuanta gratitud tuviese disponible la muchacha sería poca para estimar y pagar mi generoso arranque. Provenía esta opinión de mi concepto de que el hombre que se decide a casarse, dispensa señalado favor a la mujer elegida y realiza un acto de heroica abnegación, resolviéndose a una existencia de trabajos y sacrificios. Era mi celibatismo, era mi inveterado miedo a la gran locura lo que en aquel instante predominaba en mí, encogiéndome de pavor el alma.

Al cabo, Feíta abrió la boca, y fue para decir, con afectuosa apacibilidad:

-Gracias, Pareja; en tal ocasión, el ofrecerme la blanca manita es una prueba de amistad y de simpatía ¡de las mayores! Se conoce que tiene V. un corazón noble, y que, aparentando ser un solterón muy duro de pelar, en realidad es V. extremadamente bondadoso, y capaz de jugarse, en un momento dado, su tranquilidad, por seguir el impulso de un sentimiento compasivo... Esto me demuestra que no me había equivocado al creerle a V. mi mejor amigo... la única persona que sin propósitos infames entró en nuestra pobre casa. Le aseguro   —205→   que este momento es señalado para mí, y que después de tantos días como llevo de tragar quina y de pasar berrinches, ahora de pronto me parece que se me ha aligerado el corazón. Como que -añadió dirigiéndome una sonrisa de celestial dulzura- hasta me late fuerte... hasta me he puesto temblona. ¿Qué quiere V., amiguito? No es una de estuco, y la primera vez que la piden en matrimonio, la cosa hace su efecto... ¡Al fin es una demostración de aprecio muy grande! La más grande que, hoy por hoy y según están las cosas, puede un hombre dar a una mujer de su misma esfera, sobre todo si la mujer es tan mal partido como yo... Vengan esos cinco, Pareja; tengo ganas de apretárselos.

Me apoderé ávidamente de la mano desnuda que me tendía la singular muchacha, y al aprisionarla entre las mías y experimentar ese choque eléctrico que determina el roce de la palma de la persona querida, conocí por primera vez que no era mi ilusión tan espiritual como había imaginado. En esto del análisis amoroso siempre nos aguardan sorpresas, porque no hay instrumentos para pesar y aislar los sentimientos y las sensaciones.

-De modo -exclamé turbado y haciendo esfuerzos para ocultar la índole de mi alteración- que ya es mía esta rica manita. ¿Mía para siempre? ¿Me la entregan?

Prontamente, de un modo casi violento, Feíta retiró su diestra, y dijo sin afectación de desdén, pero en tono muy categórico:

  —206→  

-Eso no.

Casi arrepentido cinco minutos antes de mi proposición matrimonial, al rechazarla Feíta pareciome que toda la felicidad a que yo podía aspirar en el mundo se desvanecía y disipaba al eco de aquellas palabras concisas y durísimas. Un frío mortal cayó sobre mi alma, y como si en el orbe no existiese otra mujer sino Feíta, me vi de repente solo, eternamente solo, y aquella imagen de la soledad, que antaño me parecía halagadora, en tal instante me horripiló, pues la idea de tener por compañera a Feíta había cristalizado ya, sin que yo mismo lo notase, en lo más hondo de mi espíritu, allí donde radican y perseveran las ilusiones invencibles, las ilusiones amadas, las que tienen el bello color de la esperanza y el ardiente color del deseo.

-¿Que no acepta V.? -exclamé dolorido y asombrado-. ¿Que no quiere V. aceptar? ¿Me desaira V., Feíta... desaira V. al amigo, al único leal, al que la hizo a V. justicia y la comprendió... cuando ninguno la comprendía ni la disculpaba siquiera?

-Entonces -dijo sonriendo- con quien debo casarme es con Primo Cova, que me comprendió antes que V. Hablando formalmente, no es desaire -añadió aproximándose y dejando a sus verdes ojos que, a falta de otro lenguaje más embriagador, irradiasen gratitud y puro cariño-. Aquí no caben desaires... Es -atiéndame, atiéndame, no se alborote- es que, ya lo sabe V. de antiguo... que no pienso casarme. ¿V.   —207→   creía que era por falta de novio? No; era que sencillamente deseo continuar soltera. No sé si variaré de opinión; lo que es hoy, pienso así. También le digo a V. que de casarme, no me casaré jamás... por chiripa.

-¿A qué llama V. casarse por chiripa, Feíta?

-A esto que ha pasado, Mauro; a que yo resuelva marcharme de mi casa, y V. lo sepa, y para evitar mi viaje y conjurar un conflicto y salvarme de peligros que V. imagina, se me ofrezca por esposo, y yo para asegurar mi porvenir lo acepte... Bien recordará V. que no entraba en mis planes ir al ara, ¿no se dice así? Pero en estas circunstancias, mucho menos. No; no es de este modo como debe casarse la gente... como debe casarse Feíta, si es que algún día se casa... que tampoco eso será obligatorio; digo, me parece a mí.

-Pero, niña -exclamé sintiéndome elocuente para defender el bien que ya juzgaba perdido-; está V. en un error al suponer que yo me ofrezco a casarme con V. por chiripa. La estoy queriendo desde que la conocí; desde que andaba V. de corto; desde hace seis o siete años... Sí, por lo menos. Esto es verdad, Feíta; sólo que yo no lo sabía. ¿No cree V. que esto puede suceder? Pues vaya si puede suceder, y si sucede. Mientras V.... lo que V. representa, el tipo que V. realiza, la clase de mujer que V. es... existía dentro de mi corazón y yo lo soñaba como un ideal... como un ideal que ni uno mismo sabe definir, porque no encuentra en la realidad nada con qué compararlo... yo me distraía acercándome   —208→   a otras mujeres, y apenas las conocía, huía de ellas desencantado, aburrido. ¿No indica algo este síntoma? ¿No ve V. en mi terca soltería y en mis conatos amorosos y matrimoniales frustrados inmediatamente, la señal de que yo no encontraba a esa que podía ser mi mujer, mi mitad, no sólo ante la ley sino en espíritu? Vamos a ver, Feíta; ¿cree V. sinceramente que sólo por caprichillo, por manía rara, o por un egoísmo refinado y seco, me había yo propuesto permanecer toda la vida aislado como el árbol maldito, y que por antojo también era por lo que ataba y desataba amoríos y rompía lazos y curioseaba mujeres? Si V. creyese eso, no sería V. Feíta; no sería V. la personita inteligente, sagaz y razonadora. Si parezco un enigma, este enigma tiene solución, tiene clave. La clave es que al aproximarme a la mujer... me quedaba frío; iba hacia ella atraído por una ley que no es posible eludir sin sufrimiento, y al querer cumplirla, al ver de cerca a la que podía llegar a ser compañera de mi vida... entre ella y yo se alzaba algo inexplicable entonces para mí... ¡algo...! y aquella llamarada repentina se apagaba, y yo apuntaba en mis memorias una desilusión más, un nuevo chasco del corazón. Engañándome a mí mismo, tal vez me creía enamorado; pero a los pocos días el convencimiento contrario surgía en mí, desconsolador e invencible, y padecía, no el dolor de perder a aquella novia, sino el de sentirme helado, incapaz de verdadera pasión... Novias he tenido a docenas, y todo Marineda lo sabe;   —209→   pero a ninguna hablé de bodas. Se lo juro a V. y puedo probárselo. Ahí tengo las cartas mías, que me han devuelto: puede V. leerlas, y verá si la engaño. Con V., en cambio, lo primero que se me ocurre, casi por instinto, sin dar lugar a la reflexión, es una unión que dure toda la vida. ¡Ya lo oye V., toda la vida! ¡Qué cosa tan seria! ¡Qué cadena, qué lazo! Pues a ese lazo presento la garganta; esa cadena deseo que me ate las manos... ¡Feíta, por Dios! ¡Sea V. buena! Préndame V.

-Y qué -respondió ella con mucho tiento para no lastimarme, y a la vez con la resolución propia de su índole- ¿para mí no es lazo, no es cadena? ¿Hay razón para que mi estado de ánimo sea el mismo que el de V.? Tengo veintidós años no cumplidos, he leído y estudiado con furia, pero desconozco el mundo; sólo aspiro a gozar de la libertad... no para abusar de ella en cuestiones de amorucos... ¡que en ese terreno, bien libres andan en cualquier situación que ocupen las mujeres y los hombres!; sino para descifrarme, para ver de lo que soy capaz, para completar, en lo posible, mi educación, para atesorar experiencia, para... en fin, para algún tiempo, y ¡quién sabe hasta cuándo!, alguien, una persona, un ser humano en el pleno goce de sí mismo.

-Feíta -exclamé volviendo a apoderarme de su mano, como si no pudiese resistir al deseo de apropiarme algo de aquella mujer indómita-: Feíta, no sabe V. lo que se dice. Con todo el talentazo que Dios la ha dado a V. -sí, señora;   —210→   con todo ese talento macho- la yerra V. de medio a medio; porque para acertar en esta cuestión, niña de mi alma, no basta el talento; se necesita también ese conocimiento de la vida real que V. no posee, y que aspira a conseguir. V. lo conseguirá; pero, pobre criatura; ¡a costa de cuántas penas, de cuántos sufrimientos, de cuántos desengaños, de cuántas privaciones y humillaciones! La sociedad, al presente, es completamente refractaria a las ideas que inspiran los actos de V. La mujer que pretenda emanciparse, como V. lo pretende, sólo encontrará en su camino piedras y abrojos que la ensangrienten los pies y la desgarren la ropa y el corazón. Yo, Feíta, no había reflexionado jamás sobre estas cosas hasta que V. empezó a conquistarme. Sin duda estaba predispuesto, porque aquel huir de la mujer general, de la mujer, según la han hecho nuestras costumbres y nuestras leyes, y esta atracción que V. ejerce sobre mí, indican que soy un prosélito... involuntario... porque al principio... lo confieso, Feíta... pequé, señor, pequé... me parecía... que era preciso encerrarla a V. en una casa de locos! En fin... he reflexionado... o he sentido... ¡qué sé yo! a veces tanto da lo uno como lo otro... y aquí me tiene V., Feíta, diciendo que la sobra a V. la razón... pero que la falta la oportunidad, el sentido práctico, el saber de qué lado sopla el aire... Todas las novedades que la bullen a V. en esa cabecita revolucionaria... serán muy buenas en otros países de Europa o del Nuevo Mundo; lo serán tal vez   —211→   aquí en mil novecientos ochenta; lo que es ahora... ¡desdichada de V. si se obstina en ir contra la corriente!

-Soy joven -respondió Feíta-. Tengo mucho horizonte, y el tiempo no pasa en balde. Esperaré, daré ejemplo...

-Cuando las ideas no están maduras -repliqué esforzando el argumento, que parecía hacer alguna mella en la razón de la muchacha- los que las predican son crucificados... ¡Y esto sería lo de menos!... Además son escarnecidos. Todavía no es lo peor la burla... Lo peor es cuando ni les crucifican, ni les escarnecen, pero les dejan pasar encogiéndose benignamente de hombros, como se hace con los maniáticos inofensivos... Eso, si no ocurre señalarles con el dedo a la vindicta pública, ¡como se hace con los malvados y los criminales!... Ahí tiene V. lo que la espera, Feíta. No logrará V. ser útil a las otras mujeres; pero V. se prepara un porvenir bien amargo y bien cruel... Lo que la voy a decir es tan claro y tan cierto, que con su lealtad y su franqueza acostumbradas va V. a convenir conmigo en seguida. La sociedad actual no la reconocerá a V. esos derechos que V. cree tener. Sólo puede V. esperar justicia... ¿de quién? Nunca de la sociedad; de un individuo, sí. Ese individuo justo y superior será el hombre que la quiera a V. y la estime lo bastante para proclamar que es V. su igual, en condición y en derecho. ¿Qué más da, Feíta? Nuestro corazón está formado de tal modo, que parece inmenso en sus ansias, y sin   —212→   embargo, otro corazón puede bastarle, puede llenarle por completo. En la vida íntima, en la asociación constante del hogar, encontrará V. esa equidad que no existe en el mundo. Conténtese con eso, y habrá resuelto el problema de la dicha. Yo seré ese hombre racional y honrado, ese que no se creerá dueño de V., sino hermano, compañero... y qué diablos ¡amante! ¡Y ya verá V. cómo tampoco esto último es cosa de despreciar! ¡Verá V. qué bien sabe querer a su maridito...! Piénselo V., niña mía... loquita mía... La ofrezco a V. la libertad... dentro del deber... y con el amor de propina... Me parece que no hay motivo para que V. vuelva la cara. ¿Qué dice V....?

-Que deseo recorrer la senda de abrojos, Mauro amigo -respondió conmovida a pesar suyo la muchacha-. Me llama, me tienta, me seduce. -Puede suceder que dentro de algunos años me duelan tanto los pies, que sueñe con el descanso y el apoyo que V. me brinda. Claro es que V. no me ha de estar aguardando quietecito y con los brazos abiertos. V. es libre, tan libre como yo. ¡Más!, porque yo debo a V. un gran agradecimiento por mil razones y por todo lo que acaba de decir... ¡y sería una ingratona antipática si no se lo pagase! ¡y V. nada me debe... al contrario... me porto malamente con V.... le suelto un no... y si a otro poco me importaría... a V. lo siento, lo siento... me da rabia!

El dolor que me causaba la repulsa de Feíta, y que en aquel instante, se caracterizaba por   —213→   una repentina desazón nerviosa, me impulsó a proferir esta frase agria y despechada:

-Puede que la libertad que no quiere V. perder por mí, la perdiese gustosa si se presentase... ese otro.

-¿Otro? ¿Quién? -interrogó ella-.¡Ah! -exclamó de pronto-: ya adivino, ya entiendo la indirecta... ¿Por el socialista... cree V. que perdería yo mi libertad?

-Sospecho que de buena gana -respondí brutalmente-. Si el compañero fuese un señorito... Vamos, que he acertado.

-Como si tirase V. al blanco con los ojos vendados -respondió Feíta, no sin muestras de enojo-. Y basta, basta ya de cháchara tonta. ¡Recojo estos treinta duros... que debo a V.... y le pagaré volando! Y no se ponga tristón, no, porque me vaya de Marineda. Es para bien de todos; es preciso, es indispensable. Aún tengo que aguardar una quincena, porque necesito completar el mes de lección en las casas donde enseño y arreglar cosillas.

-¿Me escribirá V.? ¿O tampoco... quiere V. escribirme?

-¡Escribir! ¡Ya lo creo! ¿No le he dicho a V. que es V. mi mejor amigo? ¿A quién quiere V. que cuente mis esperanzas, mis batallas, mis triunfos, toda mi historia? ¡Ya verá V. cómo mis cartas no le aburren y cómo no me las de vuelve después! Adiós, Pareja, adiós... no quiero enternecerme; necesito ánimos... Gracias... perdóneme V.... ¡No, no me acompañe, ya sé la casa!



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ArribaAbajo- XXII -

Al llegar a este punto de mi relato, ¡oh lector que me escuchas, y que, si eres de fina complexión moral, acaso te interesas por los lances de una historia donde hasta este momento nada ocurre de eso que la gente llama sucesos dramáticos!, comprendo que necesito introducir en mi relato una ligera variación, puramente formal. Después que Feíta me desahució, dejándome abatido y desesperado, de tal manera se precipitaron los acontecimientos importantes para los personajes de mi cuento que conoces ya, que si fuese a explicarte el modo, forma y ocasión en que de esos acontecimientos me enteré, y cómo llegué a conocer sus orígenes y móviles; si continuase, en fin, haciendo partir la narración de mi persona, tendría que emplear un tiempo incalculable y llevarte por caminos tan largos, y enfadosos, que sin duda tu buena voluntad se agotaría y se rendiría tu valor. Opto, pues -ahora que estás enterado   —216→   del carácter e inclinaciones de cuantos juegan en esta verídica narración-, por imitar a los novelistas, que no explican cómo se las compusieron para averiguar los íntimos pensamientos y el secreto resorte de las acciones de sus héroes; y aunque pertenezcan los susodichos novelistas a la escuela llamada del documento humano, la verdad es que jamás nos presentan los comprobantes y justificantes de sus profundas y sutiles observaciones (tal vez por no aburrirnos, en lo cual realizan la mayor obra de caridad que puede ejercerse en este pícaro mundo).

Digo, pues, para empezar a emplear mi nuevo método, que dos días después de mi coloquio con Feíta, a cosa de las diez de una preciosa y diáfana mañana de Abril, el compañero Sobrado, vestido de limpio, con chaqueta nueva, pañuelo de seda al cuello y camisa blanquísima, subió la escalera y llamó a la puerta de D. Baltasar, rogando al criado, con palabras compuestas y atentos modales, que le permitiese ver al señor. «Ya sé que está en casa» -dijo dulcemente, sin alzar la voz ni insistir con exceso cuando el 1 sirviente, que sin duda tenía su consigna, y consigna muy severa, se empeñaba en despedirle. «Me choca que no le haya dicho a V. nada, porque a mí me avisó anoche de que hoy a cualquier hora me recibiría». Ante esta afirmación terminante, hecha en tono tan suave y a la vez tan persuasivo, el criado empezó a titubear. -«Me es igual volver, por que tengo todo el día libre» -prosiguió con la   —217→   misma moderación el socialista; -«pero de seguro que al señor le gusta más esta hora, después tendrá sus quehaceres, querrá pasear...». -Y como el criado aún manifestase dudas y tartamudease. -«Voy a preguntar...» -el socialista deslizó la mano hacia el chaleco-prenda que sólo usaba los domingos - y sacó entre los dedos algo que relucía y que puso en la mano del criado, medio abierta y medio crispada, para rechazar la moneda. -«Le estimo qué me deje pasar ahora» -añadió reprimiendo con gran trabajo la valentía, el tono casi metálico de su voz. -«Dios se lo pagará» -prosiguió, demostrando una religiosidad edificante-. Y el fámulo, vencido, se hizo a un lado, le dejó paso, sin atreverse, así y todo, a anunciarle, pero pensando entre sí: -«Al cabo, dicen que este es hijo del señor». -El compañero avanzó, pisando quedo y respetuosamente, y susurrando bajito: -«No hace falta avisar que estoy aquí; el señor me espera».

Baltasar Sobrado, al ver oscurecerse la luz de la ventana con el cuerpo del compañero, que había entrado a paso furtivo, no saltó, no gritó: la sorpresa y el temor le clavaron al ancho y cómodo diván, donde se reclinaba para leer sosegadamente su periódico favorito, mientras enrollaba las orejas del perrillo cánelo. Quiso articular palabras, protestar, hacer un alarde de sangre fría; pero el compañero, con serenidad perfecta, quitándose la gorra y hasta inclinándose, le saludaba ya sin asomos de intención hostil. La actitud del mozo devolvió   —218→   cierta energía a Baltasar: -«Vamos» -pensó- «en lo que yo me figuré que pararían todas estas misas; viene a suplicarme. Sablazo seguro». -Y, levantándose, preguntó con esa frialdad característica de la bolsa medrosa que se encoge: -«¿Qué se le ofrece, amigo? Yo, a estas horas, no...». -Baltasar atajó las despachaderas, diciendo de la manera más cordial y afable: -«Ya sé que no quería V. recibirme. Dispense si le molesto, pero tenía que hablarle. Nos conviene a los dos charlar despacio... y por una sola vez: no piense que se ha de repetir esta importunidad». -Nuevamente sintió Baltasar contraerse su bolsillo, pues conocía la estrategia de los pedigüeños, que siempre afirman que solicitan auxilio sólo por una vez. Y, sin embargo, como el cascado libertino no carecía de penetración y comprendía que en aquel instante estaba a merced de su enemigo... de aquella sangre suya sentenciada a la miseria y predispuesta a la venganza, -resolvió pactar, y, sintiéndose generoso, calculó: «Nada, unos cien duretes, por lo corto, va a costarme la visita... A ver si al menos lo lanzo a Madrid, y me quedo libre de este tábano...».

Aunque entregado a sus reflexiones, o desdeñoso con exceso, no se le había ocurrido a Baltasar ofrecer silla al tipógrafo, este miró alrededor, divisó una excelente butaca, y sin prisa, con íntima y pueril satisfacción, se arrellanó y acomodó en ella, contorneando el torso para gozar mejor del blando asiento y del regalado respaldo. Parecía aquel modo de   —219→   sentarse una toma de posesión; tenía algo de abandonada y golosa caricia. -El socialista, serio, pero afable, volvió a dirigirse a D. Baltasar, diciendo:

-Doy a V. gracias porque al fin se digna escucharme. ¡Cuánto tiempo hace que le pido audiencia! ¡Como que es la primera vez, que cruzo con V. palabra... que le miro cara a cara! -Y los ojos del mozo cayeron, ávidos y fríos sobre el semblante del que había perdido a su madre.

-Ya ve V.... -farfulló Baltasar, tragando saliva- como nadie le niega a V. lo que es justo... Sólo que anda uno siempre tan ocupado, tan envuelto en negocios... Mire V., ahora mismo tengo ahí sobre la mesa infinidad de papeles, de cartas relativas a asuntos urgentes, que aguardan despacho... Y si V. me hiciese el favor de... de concretar; vamos... de no extenderse mucho...

-En muy poquitas palabras cabe lo que tenemos que hablar por una vez -insistió el tipógrafo, sin alzar en lo más mínimo el diapasón, antes poniendo sordina a su acento-. Entendámonos: con tal que V. no empiece a discutir y a divagar, o me corte la conversación de repente, gritando o llamando a sus criados para que me echen de la casa. -Sepa -apresurose a advertir, al notar el respingo de D. Baltasar, que se sintió adivinado- que no intento ahora, ni siquiera por sueños, usar de violencia contra V. No traigo armas de ninguna especie -añadió, desabrochándose muy despacio y   —220→   volviendo del revés, uno por uno, los bolsillos de su chaquetón. -Hay más. He renunciado en absoluto a todos mis proyectos relativos a la dinamita; y he renunciado, porque me convencí de que eran un absurdo, una estupidez y una atrocidad inútil. Le juro por la vida de mi madre que, por ese lado, puede estar tranquilo. Como que me pesa de las cartas que escribí, y confieso que aquello fue dejarme llevar de un arrebato, sin mirar bien lo que procedía en justicia. No tiene V., pues, por qué volverse de ese color de difunto. Lo que debe hacer es oírme tranquilo, y echar sus cuentas.

-El mozo -pensó Baltasar, tratando de rehacerse- ha salido de punta. No desenredo esta madeja con los cien duros. Habrá que contar por miles de pesetas... ¿Qué haré? Tal vez -calculó- convenga oírle, a ver si descubrimos todo el juego que se trae... No me faltan medios de atarle corto... y de librarme de su madre, y sobre todo de él; que es un grano, mejor dicho, un tumor maligno que me ha salido en la frente... ¡Hay que operarlo!... Entre un poco de guano y otro poco de buena voluntad en el amigo Mejía, malo será que... -Para que V. no diga -exclamó en alta voz - aquí me tiene dispuesto a escucharle. Puesto que sus intenciones son conciliadoras y pacíficas...

-Sí, señor; pacíficas... al menos por ahora -respondió el tipógrafo-. Y abreviaré; hablaré telegráficamente... por darle a V. gusto y no ser menos... complaciente... que V. En antecedentes está V. lo mismo... es decir, mejor que   —221→   yo. ¡Quién conocerá como V. lo pasado, la perdición de mi madre, la palabra de casamiento que le dio V. para engañarla; mi nacimiento y mi niñez, y la miseria que he pasado y cuanto he sufrido! -exclamó en tono, no agresivo; sino melancólico, como el de quien evoca penosos recuerdos.

-Sobre eso -tartamudeó cohibido Baltasar-, sobre eso... habría mucho que decir... Cada cual interpreta a su modo las cosas... y las apreciaciones...

-No, si no vengo aquí a discutir, ni a instruir sumaria sobre hechos ya muy antiguos... Tan no vengo a discutir, que si V. jura y per jura que no hubo nada de aquello... y que yo... soy hijo de... de quien V. guste: ¡de un picador de la Fábrica o de un zapatero remendón! amén le digo. Con saber yo lo que sé... me basta para hacer lo que he resuelto.

Es difícil describir la entonación con que el mozo pronunció estas últimas palabras. La calma, la intensidad de su voz eran más terribles que cien gritos descompasados, porque los gritos son la válvula por donde se escapa la energía, y el que vocifera se enerva para la acción. Baltasar sintió todo el viga de las palabras del tipógrafo, y a la luz del día, que entraba por el alta ventana, al través de ricos cortinajes, notó, en la cara de su hijo, a la vez que extraordinaria semejanza con la madre, cuya imagen física evocaba entonces vivamente, esas huellas como de garra de acero que señala en el rostro humano una resolución suprema. El tipógrafo estaba   —222→   pálido, y sus ojos ardían bajo el negro ceño de dos cejas reunidas sobre la correcta y palpitante nariz, cuyas alas dilataba y contraía maquinalmente la anhelosa respiración.

-Con saber lo que sé -repitió el compañero-, me ha bastado para vivir como he vivido, para querer ilustrarme un poco, y para resolver que, si las leyes y la sociedad y hasta la naturaleza nos han desamparado a mi madre y a mí, mi voluntad y mi arranque nos ampararían. He decidido... quieto, no se asuste, no se levante, señor de Sobrado, que repito que no trato de hacerle ahora mal ninguno... he decidido que, en el plazo improrrogable de tres días, contados desde este de hoy, a las doce de la mañana, se casará V. con mi madre, públicamente, legitimándome a mí al mismo tiempo.

Baltasar; aturdido, guardó silencia al pronto. Aquello no era el petitorio, el sablazo filial que temía. Era el todo por el todo, la voladura del polvorín, la quema de las naves... a no ser que fuese hábil táctica, pedir la luna, para obtener una porrada de dinero, miles de duros... Esta hipótesis tranquilizó a Baltasar, prestándole cierta dosis de sangre fría. En el cajón del escritorio de Sobrado reposaba un bonito mazo de crujientes billetes del Banco de España, y aquellos queridos papelillos le infundían la misma seguridad que al general le infunden sus soldados y sus cañones. Era cuestión de cuartos, y si los cuartos le dolían a Baltasar mucho, más le dolían su bienestar y su vida, una vida en la cual aún solían brotar flores como Rosa Neira   —224→   (a quien por cierto esperaba a la hora de mediodía; si no engañaba la banderita de señales...)

-Vamos -respondió empleando el tono condescendiente y afable con que se habla a las personas exaltadas, a los dementes- vamos, amigo, V. mismo conoce que eso que pide es otro absurdo como el de la dinamita... Crea que mi mayor deseo es complacerle y servirle, y una vez que nos hemos visto y hablado, sentiría que saliese descontento... Yo también tengo que hacerle proposiciones ventajosas para su porvenir... Pero ante todo, serénese, reflexione...

-Le escucharía a V. el rato que gustase por no faltarle al respeto, si dispusiéramos de tiempo -interrumpió el mozo-; pero es lástima derrocharlo en palabras ociosas. Al negocio, y cuanto más pronto mejor. Me va V. a ofrecer protección, dinero o cosa que lo valga. No se moleste. Nada de eso admitiré. Aunque tuviese hambre, como a veces la tuve, no recibiría de V. limosna. -Si V. no acepta mi proposición... bueno: quiere decir que, para los dos, se ha concluido la farsa de este mundo. -No le pondré a V. dinamita; he caído del burro: podría saltar yo primero, o hacer saltar, sin querer, a algún inocente, y que V. se quedase riendo, sano y salvo. Pero tan cierto como que su hijo de V. soy... le mataré, y me mataré en seguida. -En esta lucha desigual que hemos sostenido tantos años, sólo hay una circunstancia, que al fin nos iguala, o mejor dicho, que me da la ventaja a   —224→   mí. Y es que yo tengo desde que nací una vida perra, que no vale dos cominos; y que estimaría perder... y V. una vida gustosa y feliz, que debe de importarle. ¿No le importa?... Bien, pues estamos a juego. ¿Le importa? Pues triunfo. V. es más fuerte, al parecer, pero yo tengo prenda... y la prenda es su vida de V. A mí nada me arredra. Me he echado el alma atrás, y aunque fuese V. cien veces mi padre, como ha renegado siempre de mí, no hay cariño que me impida ajustarle su cuenta al céntimo. Lo que reclamo es justo; el crimen de V. no tiene juez en los tribunales de los hombres: me declaro su juez y su verdugo; y si no repara el daño que hizo, le impongo tranquilamente la última pena... -¿Sin indulto, entiende?- Puede que piense V. que esta sentencia no se cumplirá, y que yo soy un farsante a quien le faltarán hígados para tomarse la justicia por la mano. Crea lo que guste, y proceda como quiera. Todo entra en la suerte. Si resuelve V. arrostrar las consecuencias de decirme que no, me será V. algo simpático; me probará que no teme a esa fea de la guadaña... que al fin y al cabo nos ha de atrapar a todos, proletarios y burgueses, ricos y pobres. ¡Ah! Le aviso de dos cosas: primera: que si intenta V. hacer que me prendan o abusa V. de las cartas en que le amenazaba para ponerme a la sombra, entenderé que no acepta V. el trato, y... y haré inmediatamente... lo que debo. Segunda: que si procura V. fugarse de Marineda... también comprenderé que no estamos conformes... y claro; haré con V. lo que   —225→   hace la Guardia civil con los presos que quieren evadirse. ¡Y repito... que en V. será más digno el no hacerme caso, considerarme un loco, y tenérselas tiesas conmigo! Yo, en el pellejo de V.... firme, firme. -¡Hasta pronto... padre!



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ArribaAbajo- XXIII -

Bajo el peso de tan clara notificación quedó Baltasar, viendo desaparecer a su hijo sin dar tiempo a la réplica, a la protesta, a la objeción, al ruego, al alarde de indiferencia, al movimiento de arrogancia, a la risa desdeñosa, a cualquier acto que demostrase que no le ponía miedo el repentino sofoco. Sintiose Baltasar como atornillado al asiento: esta inmovilidad es uno de los primeros fenómenos del miedo, que suele cortarla respiración y paralizar las piernas... Oyó el ruido de la puerta de la ante sala que se cerraba de golpe, y el perrillo canelo, que había despedido al compañero con ladridos de furia, regresó moviendo la cola, y saltó al diván para encaramarse a los hombros de su amo y lamerle afectuosamente las orejas; y la caricia del animal y el silencio de la habitación y la butaca que había dejado vacía el tipógrafo, le pareció a Baltasar que tenían algo de trágico en aquel instante...

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Baltasar Sobrado, el antiguo seductor de Amparo la cigarrera2, el militar retirado, el vividor sibarita, el ávido negociante, no era le que se llama un cobardón. Aunque los derroches de vitalidad a que le arrastraba su condición mujeriega le hiciesen parecer más viejo y gastado de lo que era realmente, no carecía de lucidez, ni de sangre fría ante los peligros. Había estado en campaña, había oído las descargas y asaltado trincheras. En el crítico trance en que le ponía el compañero, Baltasar no perdió el discernimiento, ni se ofuscó su razón. Tal vez esto mismo contribuyó a ablandarle. En rápida asociación de juicios y de ideas, vio que los argumentos del socialista eran perfectamente lógicos. Al renunciar a la dinamita, al bárbaro desahogo de los explosivos, el mozo demostraba que no le guiaba un impulso ciego, un conato irreflexivo de destrucción, sino un cálculo certero, de jugador que arriesga la cabeza para ganarlo todo de un golpe. Era la combinación hábil y exacta; y la determinación, hija, por decirlo así, de una desesperación que espera, revelaba una tensión de voluntad que debía conducirle a la victoria. Para Baltasar, encenagado en todos los placeres; acostumbrado a regalar y festejar a su cuerpo; cincuentón, pero sano aún; para Baltasar, rico, poderoso, dichoso, era perder infinito perder la amable vida. Para el compañero, para el granuja de la calle, sin nombre, sin un real, la muerte, si no fuese grata, no podía ser horrenda. El tipógrafo sabía lo que se hacía, y Baltasar, dando vueltas en su cabeza al problema planteado, no encontraba medio de librarse de su hijo.

Había en favor de Sobrado una probabilidad: que el compañero hubiese amenazado... por amenazar, y que le faltase el valor. ¡Hasta el hombre más miserable y desdichado siente apego a la existencial Pero también -sugería el temor- vemos a cada paso gente que la expone y la pierde por leve causa. ¿No podría el socialista exponerla con mayor motivo en una aventura que, a salir bien, le valdría nombre, posición, la honra de su madre y una herencia de millones? ¿No era el que emplazaba a Baltasar un hijo de aquella misma Amparo que, viéndose burlada, quiso pegar fuego a la casa de los Sobrados, en la calle Mayor? ¿Lo que no realizó la madre, no podría cumplirlo el hijo, que tenía fama bien ganada de animoso, de resuelto, de tenaz, que había conquistado desde su humilde posición de obrero la jefatura de una agrupación política, y en quien germinaba desde la niñez la idea, el sueño, la sed del desquite y de la venganza?

A la parálisis momentánea siguió en Baltasar desatada excitación nerviosa. Empezó a agitarse, a pasear por el cuarto abajo y arriba, como si tuviese hormiguillo, como si le pinchasen. ¿Qué haría? ¿Qué solución sería menos mala? El compañero le había cortado todas las salidas; no podía ausentarse, ni llamar en su   —230→   ayuda a la autoridad y a la ley. ¿Desafiar al compañero, luchar con él de hombre a hombre, herirle, matarle? ¡Bah! Las personas acomodadas, los pudientes, los burgueses sólidos, no matan a nadie; no quieren comprometerse, no quieren perder la libertad, no quieren que la justicia les meriende su hacienda. ¿Despreciar las amenazas, burlarse de ellas, esperar tranquilo? Esto era sin duda lo mejor... Sin embargo; sólo de pensarlo se le enfriaban las manos y se le humedecía la raíz del cabello al ricachón, al empedernido calavera... De pronto miró el reloj, y vio con sorpresa que marcaba las doce menos veinte minutos... ¡Dos horas corridas ya! ¡Dos horas de los tres días, plazo en que debía dar su mano de esposo a la Tribuna!... ¡Dentro de veinte minutos llegaría Rosa, ligera como una aparición, risueña, perfumada, con enaguas de encaje, pasiva, complaciente... ¡Y había que recibirla, que acariciarla! Baltasar cogió precipitadamente un libro y lo mandó por el criado al piso de arriba, para la señorita Rosa; era la señal convenida con que la cita se aplazaba...

Almorzó distraído... ¿Qué es decir almorzó? su garganta se contraía; su estómago, inerte, rehusaba el alimento; intentó beber para alentarse, y la primer copa de exquisito borgoña le causó una especie de náusea. Y al alzarse de la mesa... ¡oh vergüenza! ¡oh miseria de la humana condición! otro fenómeno fisiológico, involuntario, le demostró que el espíritu transmite a la materia sus impresiones, y que esta obedece,   —231→   como sierva que es, alterando sus funciones, hasta las más ínfimas y bajas...

Las zozobras y desfallecimientos sufridos durante el día fueron tortas y pan pintado en compartición de los nocturnos: -A la tarde siguiente, Baltasar, queriendo alardear de tesón e indiferencia, salió a la calle Mayor, y ocupó su lugar de costumbre en la Pecera, cigarro en boca. Allí se sintió aliviado; la compañía le reanimó, y casi se rio de sus preocupaciones. Al poco rato, por un callejón que desembocaba frente a la Pecera misma, vio venir al compañero, solo, calada la gorrilla, mirando fijamente hacia el vidrio que protegía a su padre. La actitud del mozo nada tenía de retadora ni de insolente: era serena, y sin embargo, tan expresiva, que el emplazado se levantó de súbito, y por la puerta que daba a la Marina, huyó furtivamente a su casa. Acostose a las nueve, después de tomar sin gana un caldo y chupar un ala de pollo, comida de enfermo que así y todo le costó trabajo atravesar. -La noche fue horrible, una de esas noches que mueven a los que las pasan a mirarse al espejo cuando despiertan, por si se les ha vuelto el cabello blanco... -Rendido de la brega, Baltasar se sostuvo aún todo el día: su orgullo, su dureza, su ferocidad interior de desalmado hecho a pisotear a la humanidad para que suelte el jugo, protestaban, gritaban, y le pintaban con vivos colores el cuadro de tan humillante derrota y tan ridículos desposorios... ¡Pero la vida, la dulce vida! ¡La única vida que existía para Baltasar, porque de la   —232→   otra, allá a su burdo estilo de escéptico de café, dudaba y hasta descreía riendo! Pasó una noche más, formidable, con el vértigo de la nada, con el frío estremecimiento de la muerte visitando de continuo sus venas. -Cuando se levantó, entreabrió los visillos y vio que por los soportales de enfrente se paseaba el compañero Sobrado. Baltasar soltó bajito una interjección, cerró los puños, se mordió el pulgar por la falange, pateó, se resignó, se encogió de hombros, entró en su despacho, y escribió un renglón llamando al compañero, pidiendo parlamento. El fámulo fue a llevarlo en dos brincos...

La única gracia que pudo obtener el reo fue que la boda se verificaría al amanecer, de tapadillo, lo más tapadillo posible, y que después de la ceremonia saldrían los recién casados y el vástago en un coche a la quinta de la Erbeda, no regresando hasta que se calmase el asombro producido por tan peregrino enlace. El compañero ofreció también decir a todo el mundo que aquello era resolución espontánea y voluntad explícita de Sobrado; que nada le había obligado a la reparación sino su conciencia y su natural hombría de bien. Este programa se cumplió sin quitar punto ni coma; y tal fue el sigilo, y la boda tan impensada, que en los primeros momentos Marineda se dividió en dos bandos, uno que sostenía que casado estaba Baltasar, y otro que afirmaba que no había tal cosa, y que solamente por tapar la boca al compañero, Baltasar se lo había llevado al campo de mayordomo, y de ama de llaves a la Tribuna.

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Sin embargo, es imposible que en ciudades de la población de Marineda se guarde el secreto de acto tan importante y visible como una boda, y boda tan extraña como la del opulento Baltasar Sobrado con la infeliz cigarrera seducida y abandonada por él veintitantos años antes; y los refinamientos del sigilo, los encargos al párroco y testigos, y las propinas al monaguillo y acólito -cuantas precauciones adoptó el abochornado, corrido y aniquilado Baltasar-, fueron insuficientes para que la noticia no cundiese y se divulgase antes de terminar la semana en que se consumó el sacrificio. Y en realidad, ¿a qué venía tanto misterio? ¿Puédese ocultar un matrimonio celebrado con todos sus requisitos? ¿Acaso dos oficiales que salieron a dar un paseo a caballo, por las alturas de la Erbeda, no habían regresado despavoridos, refiriendo en la Pecera, con mil detalles, que en el coche de Baltasar Sobrado -aquel bonito clarens traído de Francia y revestido de rico reps de seda azul, tirado por un tronco bayo tan cuidadito que, según Primo Cova, se le daba chocolate por las mañanas y caldo por las noches...-, habían visto, ¡oh espectáculo indudablemente nuncio del juicio final! a la Tribuna, ¡a la mismísima Amparo la cigarrera, recostada muellemente, luciendo una manteleta negra con flecos de azabache, y a su hijo, al compañero Sobrado, al jefe de los socialistas marinedinos, al corresponsal de Pablo Iglesias, reclinado como un papatache, dejando ceremoniosamente la derecha a la que le llevó en su seno!

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Por si no bastaban estas noticias para encrespar el oleaje de las críticas y los comentarios, ocho o diez días después del magno acontecimiento, un domingo, a la hora de más concurrencia y animación en la calle Mayor, que es la de salida de misa de doce, cruzó por entre los grupos un hombre, que pareció una visión a los que le contemplaron. Le conocieron, claro está; pero estaba desconocido. Hablase cortado y peinado el rizoso pelo según los preceptos de la moda; y arrinconada y tal vez quemada la humilde e informe blusa, la plebeya gorrilla y demás prendas de su guardarropa de obrero, lucía y se ostentaba la gallarda figura del que ya era heredero de Sobrado, mal a sus anchas embutido en un terno de fino paño inglés, que proclamaba su reciente salida de la sastrería en los enarcados dobleces y en lo flamante del género. Al tenor del traje eran el sombrero hongo gris, la nívea camisa, la corbata de raso claro, con lindo alfiler, y el calzado resplandeciente. Por último, ¡detalle realmente inverosímil, que a no verlo con los propios ojos no se creyera! al sacar el ex compañero Sobrado -ya D. Ramón Sobrado con todos sus perendengues de legitimidad-, la mano del bolsillo, para extraer de una petaca de gamuza un cigarrillo de papel, pudo verse que calzaba guantes; guantes, sí, guantes claros de lo más señoril; con sus tres cadenetas, sus dobles costuras, sus botones gordos! Desde mi observatorio de la Pecera, donde me acurrucaba mohíno y entristecido, pensando en Feíta   —235→   que pronto levantaría el vuelo y rumiando planes locos de seguirla a Madrid, vi aquel inaudito espectáculo, y experimenté una de esas impresiones morales que jamás se olvidan ni se borran; una especie de sensación de la presencia real de la justicia divina, una certidumbre de la acción de la Providencia en la tierra. No porque yo creyese que la mencionada justicia divina estaba en el deber de proporcionarle al compañero Sobrado corbatas de seda y guantes de piel británica; sino porque tan rápida y extraña mutación, aquel hijo abandonado tantos años en el arroyo, lo mismo que se abandona un sobre roto o un bramante cortado, y ahora establecido con tal boato, heredero de un capital respetabilísimo, era el castigo del miserable vicioso que le había engendrado; castigo tan ejemplar, que como obra maestra de ejemplaridad pudiera estimarse. Otra cosa vi también en el repentino encumbramiento de Ramón Sobrado, del pobre obrero maltratado hasta entonces por la fortuna. -Y fue la demostración más clara de que, hasta en los partidos que tienen por bandera el colectivismo, sólo la acción individual conduce a resultados prácticos. Sin meetings, sin conjuras ni auxilio de nadie, el compañero se habla valido a sí propio... Así lo proclamaba su aire arrogante, el desdén casi retador con que miró hacia la Pecera, cual si exclamase altivo: «¿Me veis? Ayer no era de los vuestros... Ya lo soy, porque he querido serlo... Desdeñadme ahora».

Lástima que una idea súbita viniese a aguarme   —236→   la satisfacción de comprobar que existe esa justicia vigilante y severa, dedicada a apuntar la más mínima partida en la cuenta corriente de nuestros actos. Se me ocurrió que si antes el obrero de blusa, prendado de la burguesa Feíta, recordaba el gusano enamorado de la estrella de que nos habla el poeta romántico, ahora, habiendo traspasado esa valla social que parece tan difícil de salvar, Ramón Sobrado era para la hija de Neira lo que se llama un partido, un hombre joven, guapo, hacendado, el sueño de la muchacha casadera, el novio que envidiarían las demás señoritas de Marineda seguramente... Y viendo al nuevo burgués tomar la dirección de la calle donde vivía Neira -que era por otra parte la de su propia casa, la magnífica vivienda de Sobrado- mis celos y mi pena me impulsaron a dudar (por última vez) de la sinceridad de la vocación independiente de Feíta, y calculé, amostazado y dolorido:

-Ahí va el que ha de impedir el viaje de mi loca.

Al mismo tiempo que yo pensaba así, Primo Cova me tocaba en3 el brazo y me decía:

-¿Ve V. los socialistas, los anarquistas, los dinamiteros? Deles V. ropa decentita y guantes ingleses... y verá qué pronto cuelgan las armas.



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ArribaAbajo- XXIV -

Debió de ser aquel mismo día en que los absortos marinedinos contemplaron la majeza y elegancia del ex tipógrafo y se quedaron como quien ve visiones, creyendo que se desquiciaba el mundo. Sí: aquel mismo día debió de ser, porque el hecho ocurrió cuando ya nadie puso en duda la realidad del tardío y estupendo enlace del rico D. Baltasar y la humilde Tribuna. -En su cuarto estaba D. Benicio Neira, desagradablemente ocupado contestando a cartas que desde Lugo le escribían, y en las cuales todo se volvían nuevas de casas de caseros viniéndose abajo por falta de reparos, de recargos de contribución, de malas cosechas, y de bajos precios. Neira escribía con inseguro pulso, y su abatida frente y sus hombros agobiados delataban el cansancio y la vejez. Toda situación difícil tiene horas más crueles, de mayor desaliento, y en la que atravesaba Neira, con un cabello le podrían ahogar. Próximo el vencimiento   —238→   de los réditos que anualmente pagaba a Baltasar Sobrado, réditos que crecían como la bola de nieve, Neira no sabía ya qué finca hipotecar, ni de dónde sacar fondos para el urgente pago. Sus esperanzas de que Rosa «se colocase» y de que Sobrado, al entrar en la familia, usase de misericordia, con la noticia de la boda habían venido a tierra de golpe. La decepción cayó como un peñasco sobre el alma del pobre padre, que veía la miseria amagar a aquellas hijas tan amadas, a las pequeñuelas inocentes. Se acusaba a sí propio, y se despreciaba; ¿qué era él? Un hombre honrado a secas... inútil para la vida, para la lucha. Sólo podría haber sido dichoso naciendo dos siglos antes y encerrándose en un convento, en uno de esos refugios de los débiles, donde nadie tiene que crearse su propio destino, porque se lo da hecho la voluntad fuerte de un sabio fundador y la regla clara y firme por él establecida...

Mientras D. Benicio borrajeaba sus epístolas, tratando de defenderse, lidiando con las chinchorrerías de los de Lugo, revolvía en su mente el único medio de aplazar el conflicto. No le quedaba otro recurso. Era preciso escribir a doña Milagros exponiendo la verdadera situación. Aquella señora excelente, generosa, nobilísima -pese a los malsines- y muy rica ya, por herencia de la Tomatera de Chipiona, no se negaría a socorrer a D. Benicio, padre de dos criaturas a quienes prohijaba y amaba la andaluza con cariño tal vez más exaltado que el materno. Pero Neira, a la idea de mendigar un auxilio en   —239→   metálico, sentía una sofocación, un bochorno inexplicable. Arruinado y hundido, quedábale aún su puntillo de caballero, de hombre bien nacido, de hidalgo; si había contraído deudas, de ellas respondían sus bienes; no es lo mismo pedir prestado que pedir limosna. ¡Si él pudiese; trabajar, desempeñar un destino! Pero ¡a su edad, quién le protegería, quién le colocaría! ¡Ah! ¡Si fuese solo, si no tuviese aquellas hijas, aquel deber natural y terrible que cumplir!

Abriose la puerta de súbito; y Rosa entró... Cuando el padre y la hija se encararon, retrocedieron: tales estaban ambos de desemblantados, de cadavéricos, como si algún golpe de esos que destruyen las organizaciones más fuertes -pena o enfermedad- hubiese caído sobre los dos a la vez. En Neira sorprendía menos el destrozo, pues tiempo hacía que en su cara ciertos matices azulados delataban el progreso de una afección cardíaca; pero en Rosa, la bien nombrada, la que por su frescura y belleza era recreo de los ojos, adorno de la casa y gala de la ciudad: ¡qué tremendo sello habían grabado la decepción, la catástrofe de su intriga amorosa, el miedo y la afrenta! Hasta el último instante Rosa había querido engañarse a sí misma; pero la boda de Baltasar Sobrado se hizo pública, y ella acababa de recibir el parte oficial en la forma más ignominiosa, como se recibe un bofetón: aquel papel que traía en la mano, papel largo, cubierto de renglones que concluían en una cifra, era la confirmación auténtica de su desventura, y al par la prueba   —240→   de que ni aun el estipendio de su honra lograba salvar en tal naufragio...

Nada se dijeron en el primer instante el padre y la hija, y por fin ella se le echó en brazos, sollozando tan alto, exhalando tales gritos, que por instinto de precaución, Neira corrió a la puerta y pasó el cerrojo. Al fin, el padre logró tomar la palabra, y entre besos y caricias murmuró frases de consuelo. «No te apures, paloma; ten valor... ¿Qué se le ha de hacer? Esa suerte no estaba para ti, ni para nosotros... Paciencia; eres muy bonita, y no faltará quien tenga ojos en la cara y no te deje por una pillastrona vieja... Ea, no te aflijas más...». Pero Rosa seguía gimiendo, hipando, retorciéndose las manos, estrujando el papel. Al fin, animada por la bondad del padre, en una de esas expansiones que provocan en la mujer la tensión nerviosa y el llanto, vació de repente todo el costal de las infamias. No se trataba lo que su padre creía. ¡Ojalá! ¡Si al menos aquel dolor fuese la inocente aflicción de la doncella que soñó en castas nupcias y vio huir de su lado al novio que la prometía la ventura! ¡No, no...! ¡Era otra cosa...! y allí estaba lo inminente, lo fatal... la cuenta de las galas y trapos que ella nunca pensó pagar, la cuenta que debía abonar Sobrado, y que recaía, como candente hierro que marca en la tez el baldón, sobre la faz del padre confiado y débil. Ya dos veces el comerciante, sabedor de la boda de Sobrado y olfateando un embrollo en aquellas facturas, había escrito a Rosa apurando, amenazando... Y   —241→   Rosa no podía pagar, Rosa no se atrevía a salir a la calle, Rosa no tenía el recurso de acudir a Sobrado, ausente, marido ya de otra... -El primer momento fue de espanto tan grande, que Neira enmudeció. Como el niño que en desatentada carrera va disparado a chocar contra una dura esquina que le hiere, sobrecogido con el golpe queda al pronto silencioso y quieto, aunque luego rompa en vehemente explosión de llanto, así el padre, sofocado, ahogado por aquella ola de vergüenza que acababa de envolverle de la cabeza a los pies, anegándole, se quedó petrificado. Un dolor agudo, que partía del hombro izquierdo y bajaba a hincarse en la víscera que reparte la sangre y con ella la vitalidad, paralizaba también a Neira, cortándole el aliento. Parecíale que una mano certera le estaba clavando muy adentro y con suma complacencia un agudo estilete. De pronto, aquella suspensión de todas sus facultades fue sustituida por un ímpetu loco, un deseo de destrozar, de romper, de pisotear, de aniquilar. Corrió a su hija, la asió de las manos, la zarandeó, y frenético de ira, la escupió al rostro estas palabras:

-¡Bribona, perdida, asquerosa!

Después, ciego, la lanzó contra la pared: Rosa, entre el remolino de sus infladas faldas vino a recaer sobre un sillón muy viejo, donde quedó medio sentada, medio arrodillada; y mientras maquinalmente, sensible al dolor físico antes que al moral, y preocupada sobre todo de lo que podía deslucir su hermosa persona,   —242→   se tentaba las muñecas lastimadas y desolladas por los dedos y las uñas de su padre, este, aplanado por el esfuerzo de su enojo, corría hacia la cama y revolcando en la almohada la cabeza, lloraba desesperadamente, con lenta queja prolongada, pueril...

De pronto se enderezó, y volviéndose hacia Rosa, dijo con lágrimas en la voz, implorando:

-¿Dónde está esa cuenta? Venga, que se pagará... ¡Aunque tengamos que mendigar por las calles!

-Aquí... aquí está... -balbuceó Rosa temblando.

-¡Y cuidadito! -añadió él-. ¡Y cuidadito cómo... cómo... cómo dices a nadie... ¡a nadie! que te había prometido pagarla ese... ese tío sucio, malvado... a quien yo...!

Iba a precisar la amenaza; iba a anunciar algún desquite en el triste juego donde aventuraba y perdía la honra, cuando de pronto recordó que ya no quedaba medio humano de restaurar el crédito de su hija. Se le había adelantado otro, joven, fuerte, resuelto, el compañero... Casado estaba Baltasar; ¿qué reparación exigirle? Y Baltasar era dueño de casi toda la hacienda de Neira... Si no se apianaba; si en su calloso corazón el daño hecho a Rosa no infundía piedad hacia la familia... en breve las hijas de D. Benicio coserían para vivir, y la quiebra del honor de Rosa se contaría por tan poco como suele contarse la del de las infelices nacidas en las capas sociales más ínfimas. Razón tenía Feíta, sobrada razón: el único recurso,   —243→   en ciertas situaciones, es descender intrépidamente a las filas del pueblo, aceptar el trabajo manual, el vestir pobre, la baja condición... y poder conservar, dentro de ella, ya que no el decoro externo -la cáscara del decoro, que la constituyen apariencias y vanidades-, la independencia moral, la dignidad, que no se mide por el bolsillo... La dolorosa convicción de su impotencia para reparar la burla hecha a su hija trastornó a Neira de tal suerte, que enseñó los puños al cielo... Al querer consolarle Rosa, la despidió de sí otra vez, y fulminando indignación por los ojos, repitió:

-Ya te he dicho que se pagará esa cuenta... ¡Se pagará, se repagará! Lo demás, ¿qué te importa? ¿Qué te importa darnos la muerte y sepultarnos en basura? Como tengas tus trapos... ¡trapos malditos, cochinos trapos, que ponen a un hombre de bien en el caso en que yo me encuentro! Se pagará la cuenta, aunque fuese con gotas de mi sangre... No permitiré yo que crean que si la hija es una pindonga, el padre es un tramposo... ¡Mañana misma buscaré otra casa, porque esta se me cae encima! ¡Aquí os habéis juntado un canalla y una mala hembra! para asesinarme... y lo habéis conseguido, ¡caracoles si lo habéis conseguido! ¡Quién me diría -añadió el infeliz con súbita reacción de ternura- que habías de ser tú, Rosa, mi Rosiña... mi vanidad... la que ibas a darme el tósigo!

Fría de alma era Rosa Neira ciertamente; ningún sentimiento generoso hacía latir su seno   —244→   no tan puro de líneas, su seno de mármol; sin embargo, hay momentos, hay palabras, hay acciones que arrancarían chispas de sensibilidad de las piedras, cuanto más de un ser humano, de una hija. Movida por la inesperada y amante queja; sintiendo mojado el rostro por las lágrimas paternales, lágrimas encendidas, caldeadas por un horrible dolor, por esa vergüenza que cuestan las malas acciones de los hijos -vergüenza mayor que si la originase la mengua propia-, Rosa, ansiando disculparse de algún modo, aminorar un poco su responsabilidad, tartamudeó:

-No soy yo sola quien le avergüenzo, papá... No parece sino que otras no hacen lo mismo que yo... ¡y peor si acaso...!

Echose atrás Neira, rígido. ¡Eso más! ¿Qué significaba...? ¿Qué ocurría? Que repitiese, que se explicase... La muchacha, alarmada, quería desdecirse, comerse las palabras... pero D. Benicio la agarró otra vez de las muñecas, la envió al rostro su aliento de fiebre, la fascinó con sus ojos ya secos, llameantes... ¡impuso su voluntad, como la imponen los débiles cuando desplegan un vigor facticio y momentáneo, hijo de la absoluta desesperación...! Rosa cedió; era de cera, y ni sabía resistir, ni dejaba de encontrar fruición maligna en disculparse acusando al prójimo.

-¿Cuál otra hija mía se ha perdido? -articuló D. Benicio, relampagueando-. Es Feíta, ¿verdad?...

Rosa dudó un momento. A Feíta no la quería   —245→   bien: eran inveteradas la antipatía y la discordia entre la hermana linda y la hermana sabia. La idea de calumniarla cruzó como un rayo por su menguado espíritu. Pero temió que Feíta, con cuatro impetuosas palabras, disipase la calumnia e hiciese resplandecer la verdad. Temió, sin darse cuenta de que temía, como sucede a las conciencias oscuras, y, agarrándose a la verdad cual a una tabla, dijo, categóricamente:

-No: es Argos.

-¡Cuidado con mentir! ¡Te deshago...! A ver, cuenta, cuenta -ordenó el padre, con calma fúnebre y espantosa-. Cuéntame eso, que me divierte mucho... Argos, ¿eh? ¿Y con quién? ¿Y cómo? ¡He dicho que cuentes! -repitió, alzando la voz, sin miedo a que resonase fuera, a que se enterase alguien de una escena tan espantosa- ¡Obedéceme siquiera ahora, que poco me tendrás que obedecer en este mundo! ¿O es que mientes, pécora?

-No miento, no... No se enfade... Argos... es con Mejía...

-Con el gobernador, ¿eh?

-Sí, señor... con el gobernador, que la tiene chiflada... Está loca de atar. ¡Si él la manda echarse a un pozo... se echa!

-¿Dónde se ven? ¿Aquí, cuando yo salgo?

-En casa de él... -Neira se estremeció de pies a cabeza-. Ya fue allá Argos dos veces... después de anochecido, disfrazada con mantón y pañuelo... Y como él tiene enemigos que intrigan para quitarle este gobierno... y piensa   —246→   largarse de aquí pronto... ella... proyecta escaparse con él a París!... Lleva el retrato de él sobre el pecho... si V. lo quiere ver, puede desabrocharla el vestido... León Cabello, que teñía con ella relaciones, anda muy triste, amenazando matarse... Todos los días recibe ella una carta larguísima del músico... y se la manda al gobernador para que se ría, para que haga burla...

La muchacha amontonaba detalles, algo picada, deseosa de que por lo ajeno se olvidase lo propio... El padre hubo de poner fin a la confidencia. No necesitaba saber más. -Cuando Rosa salió de la estancia tapándose los ojos con un pañolito, Neira tomó la pluma y escribió a doña Milagros una carta apremiante y corta. Después buscó el sombrero; echose a la calle; pasó cosa de media hora en el despacho del dueño de la Ciudad de Londres, y de allí se dirigió al palacio del gobierno civil.



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ArribaAbajo- XXV -

El gobernador no se había vestido aún para almorzar, y Neira le encontró de batín de pana verde entreabierto sobre la camisa con chorrera de encaje -afeminado atavío que hizo pasar por las venas del desdichado padre un escalofrío de repugnancia y de ira-. Sucede que si menudencias semejantes, en las personas que amamos, provocan interiores efusiones de ternura, efluvios de simpatía, una corriente de odio puede brotar de cualquier rasgo físico de las que detestamos. El cariño y el aborrecimiento se alimentan de todo. Neira, en aquel instante, creía aborrecer especialmente, no al gobernador, sino a la suave chorrera y al bien cortado batín. ¡Qué sentimiento tan extraño en Neira aquel odio sañudo, que serpeaba como veta de azogue por sus manos, haciéndolas temblar! ¡Qué catástrofe moral la que, por breves instantes, comunicaba el temple del hierro a un   —248→   alma tan afectuosa, tan mansa, tan cristiana! Disimulando la extrañeza y un vago recelo... Mejía se levantó, y fue solícito y afable, a atender a Neira.

El departamento en que Mejía acostumbraba recibir en confianza, era un vasto y clarísimo gabinete, con vistas al muelle y al mar y gran alcoba interior; estas dos piezas las había arreglado con coquetería mundana, procurando que se distinguiesen del resto de la residencia oficial, donde abundaban los papeles a grandes dibujos rameados de oro, los estrados y colgaduras de damasco carmesí, las alfombras de terciopelazo, los relojes alegóricos y las arañas de vidrio. Mejía, en su refugio, vistió las paredes de una tela clara, sencilla y barata, pero de gracioso dibujo oriental, y sobre franela escarlata montó dos panoplias, una de pintorescas armas joloanas, y otra de pistolas, escopetas de caza y floretes modernos de ensayo y duelo, entreverados con guantes, petos y caretas. Fotografías de mujeres, algo ligeras de ropa y seguramente más de cascos, mezcladas con retratos de amigos y con grupos paganos de bronce, acababan de animar aquel despacho, análogo al de casi todos los solteros preciados de galantes y espadachines. En el mueblaje descollaba el ancho y profundo diván, el escritorio revuelto, con libros en francés y graciosos prensapapeles, las dos o tres butaquitas bajas, y la densa piel de oso blanco, ribeteada de paño, naturalizada con la cabeza y garras de la bestia feroz. Por la puerta abierta del dormitorio   —249→   se columbraba el lecho amplio, bajó su colcha y edredón de raso azul, y la luna del armario fingía en lo más oscuro la superficie rasa y misteriosa de un agua profunda; un aroma de tabaco selecto y de foin coupé flotaba en la atmósfera, y sobre el escritorio se marchitaban rosas sin agua, en un barrigudo jarrón de Satsuma.

La mirada de D. Benicio abarcó este conjunto, vulgar en medio de su refinamiento, con una sublevación de alma, con un asco moral que en aquel instante tenía algo de fatídico. Contrastaba de tal suerte el gabinete con la manera de ser, los hábitos y las tendencias del padre de Argos; tenían para él significación tan escandalosa y reprobable los indicios de una vida voluptuosa y sin freno, fáciles de sorprender en la habitación de Mejía, que a no contenerse, Neira entraría hecho un vándalo; entraría destrozando, pateando y echando por el balcón muebles, retratos, alfombras y flores. Una lucidez dolorosísima, que a veces acompaña a las grandes crisis del sentimiento, le decía que allí, precisamente allí, donde él sentaba el pie, se había consumado la perdición de su insensata hija; que allí se había escarnecido su dignidad y su honra de padre... y el cuadro nefando y maldito se le representaba tan a lo vivo, que al acercase al diván con que le convidaba Mejía, reservado y en guardia, exhaló un gemido tétrico, el ay del sentenciado a tormento cuando le tienden en el potro...

En un rato no pudo hablar. Por su garganta   —250→   oprimida no resbalaban la saliva ni el aire; la lengua no acertaba a moverse para dar forma a los discursos que aquel caso exigía... D. Benicio se encontraba a la vez colmado de derecho, harto de razón, como los mártires de una causa sagrada y justa, y ridículo, muy ridículo, como esos viejos de ópera y drama, que van a pedir reparaciones, a concertar por fuerza bodas, a hablar de inocencias, de fragilidades, de responsabilidades, a remendar torpemente la túnica inconsútil del honor... Antes de que Mejía la lanzase, escuchaba su carcajada mofadora, soportaba sus insolentes negativas, tragaba el acíbar de su desprecio, y se veía saliendo de allí burlado, con las orejas gachas, porque hay en el mundo ciertas grandes iniquidades que inclinan al suelo para siempre, no la cabeza del que las comete, sino la del que las padece y llora...

Entre tanto Mejía, encontrando cada vez más escamativa la actitud del papá, turbada además la conciencia, vibrantes aún los nervios de las devoradas y complicadas caricias que la víspera le devolviera la hija infeliz; impaciente y enervado, presintiendo la tabarra... rompía por todo y formulaba concretamente una pregunta. ¿Qué se le había perdido en el gobierno civil a D. Benicio Neira...? Y el padre, cual si le desatasen la lengua, contestaba del modo más terminante, en breves e imperativas palabras.

-¿Que me case con su hija de V.? -respondía fingiendo admiración el hombre doble-. ¿Y   —251→   esto me lo dice V. así, sin preparación, sin antecedentes, sin enterarse de cuáles son mis circunstancias, sin estudiar si tengo o no tengo, como caballero, el deber de ofrecer a esa señorita mi mano?

D. Benicio miraba a Mejía, sintiendo otra vez el dolor penetrante, que bajaba del omoplato directamente al corazón. La punzada aguda le revelaba la gravedad de un achaque que, según le decía el doctor Moragas para quitarle aprensión, era una friolera, cuestión de digital... En aquel momento conoció que la mano certera de la muerte, tendida hacia su presa, apretaba y comprimía un corazón donde la paternidad hiciera brotar recias y ensangrentadas espinas. La más aguda, entonces era la idea de dejar a sus hijas huérfanas y sin amparo. -«Nada he hecho por ellas; de nada las he servido. Mi debilidad las consintió perderse, y mi poquedad no acierta a salvarlas...». La voz de Mejía, que resonaba dulzarrona, afectadamente respetuosa, la escuchaba Neira como si viniese de lejos, de muy lejos... Mejía amontonaba embustes para desorientarle.

-Toda oficiosidad se comprende en un padre -murmuraba el hombre doble, con el mismo tono falso en que solía hablar de otras cosas, de Dios, de la patria, de la verdad, del deber- y nada me extraña tratándose de tan delicada materia como el buen nombre de una señorita; pero crea, Sr. Neira, que en este caso ha padecido V, una alucinación, un error... excusable... y si su señora hija le incitó a dar   —252→   este paso, estaba ofuscada. Porque yo haya tenido la satisfacción de concurrir a su casa de V. varias noches; porque admire como se merece la belleza de la señorita María Ramona, no se desprende que...

-Déjese V. de farsas -respondió el padre haciendo un gran esfuerzo para emitir la voz, pues por momentos creía que se asfixiaba-. No vengo a que V. me toree, ni a que V. se ría de mí. Al asunto: o se casa V. con Argos, o...

-¿O qué? -contestó Mejía en tono ya desdeñoso, levantándose y cruzando sobre el pecho los abrazos.

-¡O... le castigará Dios! -exclamó Neira con acento solemne y sin cólera.

El modo que tuvo Mejía de encoger los hombros fue el más impío reto a la Providencia que puede lanzar una criatura humana. Era Mejía del número de los que no creen en el orden providencial, pecado que lleva en sí el castigo de la desesperación, pues quien nada cree nada espera, y quien no espera sufre como un demonio en las horas de adversidad y de desastre; sufre en el lecho, entre las tinieblas, y sufre también cuando la luz radiante del sol acaricia a los que la juzgan enviada por Dios para hermosear la vida y alegrar y confortar el espíritu... Mejía, en medio de su árida sequedad, de su condición de pirata implacable, tenía momentos -los periodos de cansancio y melancolía que siguen inevitablemente a los accesos de libertinaje- en que se encontraba muy solo, muy desorientado, pues a veces la   —253→   vida es más de plomo para los que quieren hacerla más leve y gozosa y pasarla en continuo triunfo. Aunque la conciencia calle, ratos amargos no faltan nunca a quien registra en su historia páginas que quisiera borrar con sangre de las venas; y el texto de estas páginas, en ocasiones, se escribe en caracteres de fuego en la pared. Mejía experimentaba la inquietud, el azoramiento secreto del que guarda en un armario algo que le conviene ocultar a toda costa... ¡Cosa extraña, que aquello de que Mejía se burlaba frescamente, aquello que desacataba, fuese lo que solía infundirle pavor a las altas horas de la noche! Acaso, analizando bien el modo de ser del gobernador, descubriríamos que el pasado, el turbio pasado, la repugnancia a mirarlo frente a frente, era lo que lanzaba muchas veces a Mejía a excesos de carácter orgiástico, a delirios de la materia en que el hombre cree huir de sí mismo agotando los últimos residuos del placer, cuando en realidad sólo agota las fuentes del consuelo y los tesoros de la naturaleza... Como todos los desesperados, Mejía se desquitaba silbando al alto poder que distribuye la justicia, y su movimiento sarcástico al oír el nombre de Dios, tan sencillamente invocado por Neira, fue un desahogo de la bilis, un arranque de misantropía, un testimonio de mal acallados pesares...

-¿Conque va a castigarme Dios? -respondió gozando un deleite irónico y maligno que le hizo abandonar su diplomacia archicortesana-. ¿Conque va a castigarme? -replicó complaciéndose   —254→   de antemano en la idea de la risotada que le arrancaría la estupefacción de D. Benicio-. Pues se equivoca V., Sr. de Neira; no tiene que castigarme... Me ha castigado ya. -No abra V. tanto los ojos. -V. venía a que me casase, ¿eh? Llega V. con retraso... ¡Soy casado desde hace tiempo...!

Neira vio como una luz lívida serpeando ante sus pupilas dilatadas. Hay momentos en que las facultades se centuplican, en que la memoria, el entendimiento, la voluntad, se asocian y funden, se integran, por decirlo así, para que veamos con evidencia lo que antes apenas sospechábamos. D. Benicio recordaba haber entreoído un día, en el Casino de la Amistad, entre varias especies desfavorables al gobernador y echadas a volar por gente del partido contrario en horas de oposición sistemática, la versión referente al estado de Mejía, casado en Filipinas, donde dejaba a una mujer y dos niños en la indigencia; y allí se habló también de un cambio de nombre, de la venida, de la esposa a reclamar sus derechos, del modo cómo fue despachada otra vez con rumbo al Archipiélago... hasta que todo lo desmintió enérgicamente el secretario del gobierno civil, declarando que era una insigne paparrucha. En aquel momento Neira sentía que se trataba de una gran verdad, y que Argos, lo mismo que Rosa, no tenía medio de restaurar la fama y el honor. Este convencimiento, en lugar de abatir al padre, le inspiró una repentina furia, una especie de insania. Levantándose de un   —255→   brinco, crispando los puños, marchó sobró Mejía, ciego como el toro que se precipita a embestir. Mejía no dio espacio a que la diestra del agraviado padre cayese sobre su rostro. Adelantando los brazos, rechazó a Neira, y le empujó vigorosamente hasta hacerle caer caían, largo era en el diván. Un júbilo malicioso y satánico animaba sus facciones, al acordarse de que en aquel propio mueble, cabalmente sobre el cojín bordado de sedas como los mantones manileños, había reposado pocos días antes la hermosa cabeza de la hija, y que algunos cabellos negros se enredaban todavía entre las rosas de realce... D. Benicio, mientras tanto, sujeto, tendido, rugiendo, se sentía tan chafado, tan risible, que dos lágrimas de brasa asomaron a sus lagrimales, evaporándose al punto, y contrastando con la sonrisa de burla que dilataba los pálidos labios del gobernador, descubriendo los limpios y cuidados dientes y animando las pupilas, donde el picaresco y sensual recuerdo encendía chispas diabólicas... Al fin, con un movimiento de afectada magnanimidad, Mejía alzó las manos, se enderezó, y dejó incorporarse a D. Benicio... Agarrándole del cuello del gabán le puso en pie, manejándole como se maneja a un pelele, y sin omitirla soflama, le dijo vendiéndole compasión:

-Vamos, retírese, tranquilícese, refrésquese... Aquí no ha pasado nada... Salude V. de mi parte a aquellas señoritas...

D. Benicio se tambaleó un instante; afirmose después sobre los talones; en seguida saltó como   —256→   un gato al diván y arrancó de la panoplia un florete de desafío; y antes que Mejía tuviese tiempo de prevenirse a la defensa, se lo pasó impetuosamente al través del pecho, a la altura de los pulmones.



  —257→  

Arriba- XXVI -

Aquí vuelvo yo a danzar en los anales de una familia de Neira, pudiendo decir que mi acción fue de sumo provecho, y, que desempeñé el papel de ese amigo incondicional sin cuyos buenos oficios las desgracias son más irreparables, más resonante el escándalo, y la caída conduce a un abismo del cual nadie sale si no le tienden mano poderosa.

¿Quién -preguntáis- me impulsó a intervenir en el conflicto, a la manera de los dioses fabulosos en las anticuadas epopeyas, arrogándome fueros de bienhechora divinidad? ¿Quién me hizo andar, correr, tornar, virar, aceptar responsabilidades, cabildear, visitar redacciones de diarios, aprontar dinero, pasar malos días y peores noches, y en suma alterar y cambiar de tal suerte mi género de vida, mis hábitos y mis arraigados principios, que los dos únicos seres compañeros de mi soledad -el minino y   —258→   doña Consola-, llegaron a desconfiar de mi razón, y a demostrármelo con su inquietud, su esquivez y su melancolía?

¡Bah! De sobra habéis adivinado el móvil que me dictaba rasgos de tan inverosímil abnegación y daba al traste con el bien cimentado edificio de mi sosiego. Ya estabais enterados de que me había cogido entre sus uñas el misterioso duende que desde el origen de los tiempos juguetea con la humanidad, después de expulsarla del paraíso y arrojarla a la ingrata superficie de la tierra, a peregrinar, a rabiar y a combatir. Conociendo el nombre de mi tirano, no extrañaréis el mal trato que me daba, ni la resignación con que yo lo sufría.

¿Resignación? No; ya es preciso decir gusto. -En aquellos días memorables para la familia de Neira comprobé la realidad del aserto de un sagacísimo autor sobre la actividad y brío que el amor comunica a la vida del enamorado, el interés que para él adquieren las más mínimas y sencillas circunstancias y advenimientos; la extraña confusión que hace del pasado y del porvenir con el presente; la existencia en los tres tiempos del verbo, existencia intensísima, fogosa y rica en sensaciones y en emociones continuadas. Conviene advertir que yo saboreaba sin reparo los frutos del árbol engañador, y había desertado tan resueltamente de mis banderas, que llegué a dudar si el Mauro Pareja cauto, precavido y cuerdo de las primeras páginas de estas Memorias, sería el mismo que sólo vivía para tomar como cosa propia aquellos   —259→   cuidados ajenos que, según el proverbio, matan al... ¡No escribiré el poco halagüeño sustantivo!

Quiso la casualidad, maestra en aciertos, que un cuarto de hora después que D. Benicio Neira llegase yo al Gobierno civil; necesitaba hablar a Mejía de ciertos planos para el futuro palacio de la Diputación provincial marinedina, planos cuya ejecución se me había confiado y en los cuales deseaba desplegar toda mi ciencia, pues desde que soñaba en bodas, más o menos remotas y fantásticas, el trabajo me atraía. Indicome el ordenanza que esperase en el salón carmesí, contiguo al gabinete. Conociendo las costumbres de Mejía, sospeché que tal vez estaba entretenido con alguna alegre muchacha; de varias sabía yo que habían entrado y salido por la puertecilla de escape y la escalera angosta que conduce a un poco frecuentado callejón, a espaldas del edificio. Bajo el influjo de esta creencia, me expliqué a mi modo los ruidos como de lucha que venían del gabinete. «Retozan» pensé, algo contrariado por aguardar en tales condiciones, y paseando de arriba abajo, a fin de entretener la impaciencia. Un grito sofocado, pero de horror y agonía, un choque pesado y sordo, me obligaron a correr hacia la puerta del gabinete. En un segundo adiviné que allí se desarrollaban escenas bien distintas de las que al pronto supuse. Todo había quedado en silencio; sin embargo, no vacilé: abrí de pronto la puerta y vi el cuadro: Mejía en el suelo, ahogándose en sangre, dando las boqueadas, y   —260→   Neira derrumbado en el diván, mirando con ojos de loco a su víctima.

No sé si parecerá creíble, pero lo cierto es que no me asombré, y en el mismo instante comprendí y me expliqué completa y satisfactoriamente lo acaecido. Aunque acción tan gallarda y fiera pareciese impropia del carácter inofensivo de D. Benicio, yo, que conocía el fanatismo de su amor paternal y le había oído anunciar una hombrada para el caso de que alguien afrentase a sus hijas; yo, que sé cuán probables son las reacciones violentas en un carácter débil y resignado, en un hombre sufrido -siempre que persista en él la noción de la dignidad moral y un espiritualismo fuerte y profundo-, no me maravillé de que al cabo aquel cordero, en un arranque terrible, desquitase sesenta años de paciencia y escarnio, de pasividad y de oculto dolor.

¡Cómo aguzan el entendimiento estos casos extremos! Siempre que recuerdo aquel trance crítico, me siento orgulloso, envanecido del ingenio y habilidad con que di salida a tan apretada situación. Mi ocurrencia fue rapidísima, según son las ideas geniales, que se nos presentan envueltas en la luz del relámpago y nos deslumbran. Allí había que proceder como el cirujano cuándo opera sobre el campo de batalla: sin perder instante, sin titubear, imponiéndose.

Mejía iba a expirar, sin poder articular palabra, asfixiado y desvanecido por la hemorragia que le cortaba a un tiempo el habla y la vida.   —261→   Yo había pasado, solo, en el salón contiguo, un cuarto de hora. Nadie podía afirmar que, en vez de esperar allí, no hubiese penetrado en el gabinete, y asistido a toda la escena entre el padre y el seductor de Argos. Velozmente subí al diván, arranqué de la panoplia otro florete y lo coloqué en la mano derecha de Mejía, engarrotando alrededor de la empuñadura los dedos inertes del moribundo. Y abrazando a D. Benicio, y con palabras persuasivas, repitiendo el nombre de sus hijas inocentes, de las menores, que no habían de pagar los ajenos pecados, le convencí de que no consintiese en pasar por asesino, de que aceptase mi estratagema y confirmase mi versión. Al pronto manifestó escrúpulos y un insano afán de correr a delatarse; por fortuna (nadie se asuste de esta frase despiadada en apariencia) en aquel mismo momento se estremeció Mejía; un borbotón de sangre salió de su boca, y quedó inmóvil, con los ojos vidriados. «Muerto el perro, acabose la rabia». «¿Quiere V. que las chiquillas tengan un padre en presidio... en la horca?». Neira, casi tan difunto como Mejía, cedió; sus nervios no le sostenían, y ya era incapaz de resistirá mis apremiantes ruegos. Me di cuenta de que se entregaba a discreción, y procedí sin demora a salvarle. Lo primero que hice fue buscar al secretario -cuyo despacho se encuentra dos o tres puertas más allá del salón carmesí, al extremo de un largo pasillo-. Le referí mi historia inventada, la llegada del ofendido padre; la burla del ofensor, mi intervención conciliadora e inútil,   —262→   el reto, el combate que presencié y en que Mejía, creyendo desarmar de buenas a primeras a su adversario, recibió la mortal estocada... La narración -verosímil o no-, fue creída, y don Benicio dejado en libertad provisionalmente. Así y todo, mal lo habría pasado, y no escaparía de las garras de la justicia, ni yo tampoco, si ciertas instrucciones pedidas a Madrid y en viudas con gran reserva por el Gobierno, no moviesen a las autoridades marinedinas a echar tierra, muchas paletadas de tierra, sobre el cadáver de Mejía y el drama que le costó la vida. La prensa de oposición intentó alborotar el cotarro; pero se hizo de suerte que no tuviese datos con qué robustecer ciertas malignas insinuaciones, y se evitó que un ruidoso proceso descubriese, en los antecedentes de un gobernador, nidadas de sapos y culebrones. Si me preguntáis cómo se puede echar tierra a todo aquello a que conviene echarla... os diré que sois poco avisados o poco observadores, y desconocéis el mecanismo de nuestra sociedad, de nuestras instituciones, de nuestras leyes. Milagros como estos se ven, no diré cada día, pero sí harto a menudo, y la opinión va habituándose a paladear con delicia el jarabe de adormideras, el dulce opio del olvido. Dadme tiempo y favor, y entierro yo, no un crimen: todas las Causas célebres y todos los Panamás del mundo...

En Marineda, la gente se puso de parte de D. Benicio; es justo declararlo. Se le perdonó y hasta en voz baja se le ensalzó y glorificó.   —263→   Fue héroe en sus postrimerías. -La única persona que no transigía con el atentado... era su autor. No pudo aquel hombre, saturado de escuelas cristianas, predispuesto a la santidad, olvidar que había teñido sus manos de sangre. La acción, la única acción significativa y poderosa de su vida, gastó toda la provisión de fuerzas físicas y morales que tenía disponible, y D. Benicio, como suele decirse, ya no levantó cabeza. Medio alelado, agravado su padecimiento del corazón, se postró, no en la cama, donde se ahogaba, sino en un sillón ancho y viejo; en breve hincháronse sus piernas, síntoma fatal, y poco tardó en acudir la gran libertadora -a la cual recibió pertrechado con los sacramentos, consolado por la absolución, arrepentido, lleno de fe y de esperanza, y humilde y engreído a la vez, como el vasallo a quien su rey visita. La ceremonia de administrar el Viático a Neira nos conmovió hasta a los que tenemos el espíritu asaz profano. Después de tan solemne instante fue cuando, entre dos sofocaciones mortales, me rogó que aceptase la tutela de sus hijas, cargo que admití con toda mi alma y hasta con pueril alegría: mi estéril existencia era, por fin, útil y provechosa para alguno.

Y héteme constituido en consejero, director y árbrito de aquella familia desconsolada. Desconsolada, sí; la doble tragedia, el triste fin de Mejía y de su matador, habían caído como pavoroso aviso del cielo hasta sobre las más desjuiciadas de las hijas de Neira. Todas lloraban   —264→   lágrimas sinceras y hermosas, de pesar, de expiación: Rosa andaba por la casa despeinada y con una bata de zaraza de a real, indicio segurísimo en ella del dolor más verdadero. -¿Y Feíta? -oigo que pregunta el lector curioso en cuestiones del corazón-. ¡Feíta! ¡Creo que nadie habrá dudado de que la independiente seguía en Marineda, y del gran viaje no se había vuelto a hablar ni por asomos! Conque entre Feíta y yo asumimos la dictadura y agarramos el timón de aquella casa, sin que a nadie se le ocurriese discutir nuestra legítima autoridad, fundada en mi buena intención y en las altas dotes de gobierno y energía de la encantadora extravagante...

¡Y qué tino y firmeza demostramos al desenredar la madeja del conflicto económico, que no había cesado, claro está, de afligir a la prole de Neira! Todas las noches nos reuníamos a deliberar, y de nuestras deliberaciones salía siempre alguna resolución extraña al parecer, y en realidad bizarra y feliz. Empezamos por eximir a Argos del horrible bochorno que en Marineda sufría, despachándola a Barcelona, a la hospitalaria casa de doña Milagros. La consigna fue que Argos siguiese estudiando canto y música, y que, pasado algún tiempo, buscase en el teatro la gloria y el provecho que le prometen su rara voz y su no menos rara belleza. -«Empeñarse en hacer de Argos una mujer casera y metódica, es errarla» -me decía Feíta-. «Nació para una vida... agitada, pasional. Si llega a ser una brillante artista, es mejor que   —265→   cualquier tronera si la lleva a París, o si ella labra la desdicha de un marido, caso de que llegue a encontrarlo». Enderezada ya Argos con rumbo a nuevos destinos, se realizó la mudanza y se buscó un piso en el Ensanche, alto, barato, modesto, con buen aire y alegre vista. Allí se reservó una sala decente y un cuarto desahogado y limpio para taller de Rosa... Sí; en el programa de Feíta entraba también esto: Rosa aprovecharía su buen gusto y su afición a los trapos, ganándose la vida, trayendo el correspondiente grano de trigo al pan del hogar. «Ya hemos dejado de ser señoritas» -repetía la independiente-. «A arrimar el hombro todas. No faltarán parroquianas, Rosita; he recibido encargos para un mes, lo menos; tus oficialas serán Constanza y Mizucha, que cosen divinamente. Si eres buena, si trabajas asiduamente y la labor produce, con el tiempo irás a Madrid y a París a traer la novedad, y de paso a divertirte, a gozar con los pingos. Y no se me replica; porque si haces ascos al santo trabajo, te meto en una casa a servir». En cuanto a Froilán, me encargué yo de él: como no apencaba con el estudio, le coloqué de dependiente en La ciudad de Londres -cuyas facturas se pagaron con el dinero enviado por la siempre generosa doña Milagros-. No parecía torpe el mozo para medir y despachar género, y su buena educación y agrado le hicieron simpático a la clientela femenina. Desairado por Minerva, creemos que el único varón de la casa de Neira ha encontrado un excelente patrono en Mercurio.

  —266→  

Como he dicho, la familia obedecía a Feíta sin replicar, y las antes díscolas hermanas ni pensaron en discutir sus prudentes disposiciones. Del patrimonio salvamos algo, más de lo que se esperaba; sin duda Dios tocó en el corazón a Baltasar Sobrado, para que no apretase el dogal hasta estrangular a las huérfanas. Siempre he sospechado que, en aquella ocasión, Dios habló a Sobrado por boca de su hijo, el cual demostraba de mil modos que Feíta, ahora como antes, era dueña de su albedrío y señora de sus pensamientos. Y por cierto que los paseos y rondaduras del ex compañero por la calle de mi amiga llegaron a preocuparme de tal modo, que, rompiendo mi propósito de no decir a Feíta palabra sobre lo que más me importaba en el mundo, la interpelé, y oí de sus labios estas palabras, para mí decisivas:

-No quería casarme. A V. le consta. Soñaba con la libertad, y con algo que a mí me parecía el ideal. Las cosas se me han arreglado de muy diferente modo. El Deber y la Familia (con mayúscula, amigo Mauro) han caído sobre mí... y ¡cuánto pesan! Me declaro rendida... Necesito un Cirineo... pero no ese compañero, hoy burgués. Francamente: quizás me hacía gracia cuando gastaba blusa: ahora me parece un tipo de lo más vulgar. Ese no tenía fe... Buscaba lo que hoy posee: dinero, comodidades, holganza... Ya lo consiguió. No le hace falta Feíta. Crea V. que, si me presto a que me echen la consabida estola, ¡que a Vds. les ponen por el cuello   —267→   y nosotras por la cabeza, mal rayo!, no será Ramón Sobrado quien se arrodille a mi vera...

Comprendí, y deslumbrado de alegría, tendí las manos, cogí la cara de la independiente y la besé con arrebato, largamente, sobre los párpados de fina seda que cubren las pupilas verdes. Fue la única libertad que me tomé (te lo juro) hasta que pude llamarme esposo de Feíta Neira. -Tal vez, ya que emborroné las Memorias de un solterón, merezcan escribirse las de un casado... con mujer tan singular como la que me tocó en suerte.


 
 
FIN